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Transcript
LOS PROBLEMA TEOLÓGICOS DE LA FAMILIA,
¿SON DOGMAS DE FE?
Conferencia de José Mª Castillo en el
Centro Cultural "Francisco Suárez", de Granada
1. Cuando hablamos de la “familia”, ¿de qué hablamos?
Para comprender la hondura y la importancia del
problema, que aquí afrontamos, hay que tener en
cuenta, ante todo, que la familia es:
1) Una unidad económica: la transmisión de la
propiedad (los bienes, el patrimonio) ha sido,
durante siglos, la base principal del matrimonio
(Anthony Giddens, Un mundo desbocado, Madrid,
Taurus, 2000, 67-68).
2) Una unidad jurídica: los deberes y los
derechos de los padres, de los hijos, y de las
relaciones que deben mantener, han necesitado y
han justificado una serie de leyes y las
consiguientes dependencias respecto al poder
judicial.
3) Una unidad de relaciones emocionales: relaciones entre los cónyuges,
entre los padres y los hijos, entre los hermanos....
Pero aquí es de suma importancia señalar que, en la Europa medieval (y
todavía en muchas culturas) el matrimonio no se contraía sobre la base del
amor sexual, ni se consideraba como un espacio donde el amor debía
florecer. La desigualdad de hombres y mujeres era intrínseca a la familia
tradicional. En Europa las mujeres eran propiedad de sus maridos. Y esto se
extendía, por supuesto, a la vida sexual. Durante gran parte de la historia, los
hombres se han valido de amantes, cortesanas y prostitutas. Los más ricos
tenían aventuras amorosas con sirvientas. Eso sí, los hombres tenían que
asegurarse de que sus mujeres fueran las madres de sus hijos.
4) Una unidad para la procreación: ya que el matrimonio y la familia
constituyen normalmente el medio que, mediante la generación, perpetúa la
especie y, sobre todo, socializa a los recién nacidos integrándolos en la
sociedad.
2. Problemas teológicos de la familia
Cuando en este conjunto de problemas (propiedad, derecho, sexo, generación,
educación...) entra la religión y se mezcla con tales problemas, a esos
problemas se suma un elemento añadido, de enorme importancia (para bien o
para mal) porque toca donde nadie más puede tocar, en la intimidad de la
conciencia, allí donde uno se ve a sí mismo como una persona honrada o, por
el contrario, como un indeseable, un despreciable, una mala persona.
Todos los problemas que entran en el enorme bloque de la “bio-ética” están
condicionados, en gran medida, por esta intromisión del hecho religioso en la
institución familiar.
Esto supuesto, la pregunta que se plantea es la siguiente: los llamados
“problemas teológicos de la familia”, ¿son problemas que afectan a nuestra fe
cristiana?, y por tanto, si un creyente está en desacuerdo con las soluciones
“oficiales”, que se les suelen dar a esos problemas, ¿es por eso un mal
creyente o incluso un hereje?
Dicho de otra forma, ¿se puede disentir de las soluciones “oficiales”, que
se suelen dar a los problemas relativos al matrimonio y a la familia, sin
ser por eso un mal cristiano que pone en serio peligro su fe y su amor a la
Iglesia?
3. Dogma de Fe
En la Iglesia se entiende por “Dogma de Fe”, “una proposición objeto de fe
divina y católica” (K. Rahner-H. Vorgrimler, Diccionario Teológico, Barcelona,
Herder, 1966, 185).
Esta afirmación tiene su base en la definición que, en 1870, hizo el concilio
Vaticano I:
“Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se
contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son propuestas por
la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ya sea por juicio
solemne, ya sea por su magisterio ordinario y universal” (DenzingerHünermann, 3011).
Por tanto, para que una verdad sea Dogma de Fe, en esa verdad tienen que
darse dos elementos esenciales:
1º) Tiene que ser una verdad que ha sido revelada por Dios.
2º) Tiene que ser una verdad que el Magisterio de la Iglesia propone
como revelada por Dios.
Si falta uno de estos dos elementos esenciales, no hay (ni puede haber) un
Dogma de Fe.
La negación (o la puesta en duda) de una verdad determinada, que no reúna
los dos elementos mencionados, no puede ser nunca una herejía.
De lo dicho se sigue que todo lo que no son “dogmas de fe”, son por eso
mismo cuestiones de las que se puede disentir. Serían, por tanto, “quaestiones
disputatae”, según la denominación que les daba a estas cuestiones la teología
escolástica medieval. Es decir, serían cuestiones que siempre pueden estar
sometidas a la duda, a la discusión, incluso al disenso.
4. Los problemas relativos a la familia, ¿son Dogmas de Fe?
Ante todo, tenemos presente que una verdad teológica es “Dogma de Fe”
cuando esa verdad ha sido revelada por Dios (en la Biblia o en la
Tradición) y cuando, además de eso, tal verdad ha sido propuesta por el
Magisterio de la Iglesia como una afirmación de Fe que ha de ser
aceptada y creída como Dogma. Por tanto, no basta preguntarse si tal
problema concreto (relativo al
matrimonio o a la familia) se
encuentra en la “revelación divina”.
Además de eso, tiene que estar
fuera de duda que esa verdad ha
sido propuesta por el Magisterio
infalible como Dogma de Fe.
Ahora bien, no existe ninguna
afirmación teológica, relativa al
matrimonio o a la familia, que
reúna
los
dos
elementos
mencionados.
 Concretamente, el tema de la ley natural (al que suelen apelar los
documentos eclesiásticos cuando se refieren a la familia) aparece, por
primera vez, en el Magisterio solemne de la Iglesia, en la Declaración
“Dignitatis Humanae” sobre la libertad religiosa, del concilio
Vaticano II, en 1963.
 El tema de la indisolubilidad del matrimonio se menciona por primera
vez, en un documento pontificio, en la Encíclica “Arvanum Divinae
Sapientiae”, de León XIII, en 1880.
 El tema de la homosexualidad fue asunto de los manuales de teología
moral, hasta que en 1975, la Congregación para la Doctrina de la Fe,
en la Declaración “Persona humana”, rechaza abiertamente las
prácticas homosexuales como contrarias al constante magisterio
eclesial y al sentimiento moral de los fieles.
No se trata de analizar aquí estos documentos. Para lo que interesa al presente
estudio, basta tener claro que ninguno de estos documentos, ni los que
han tratado posteriormente estos asuntos, han sido pronunciamientos del
Magisterio infalible de la Iglesia.
Por tanto, no se trata de doctrinas vinculantes para la Fe de los cristianos.
En consecuencia, no se puede afirmar que los problemas que plantea la
teología del matrimonio y la familia sean temas que afectan a la Fe divina
y católica. No lo son. Así lo demuestra la historia de la Iglesia y de la
teología cristiana.
A.- En efecto, durante los primeros siglos de la Iglesia, los cristianos
siguieron los mismos usos y costumbres, por lo que concierne al casamiento,
que había en el resto del Imperio romano. Esta situación se mantuvo, por lo
menos, hasta el siglo IV (J. Duss-Von Werdt, El matrimonio como sacramento,
en Mysterium Salutis, IV/2, 411).
Lo cual quiere decir que los cristianos de los primeros siglos no tenían
conciencia de que la revelación cristiana hubiera aportado algo nuevo y
específico al hecho cultural del matrimonio en sí. Por tanto, en aquellos
primeros siglos, la Iglesia no tenía un Derecho matrimonial propio y
específico.
B.- Es más - y esto es importante que se sepa -, la Iglesia, durante casi todo
el primer milenio, no sólo se rigió en sus decisiones (también sobre el
matrimonio y la familia) por el Derecho romano, sino que “la custodia de la
tradición jurídica romana recayó fundamentalmente en la Iglesia. Como
institución, el Derecho propio de la Iglesia en toda Europa fue el Derecho
romano.
Como se decía en la Ley Ripuaria de los francos (61(58)1), en el s. VII, “la
iglesia vive conforme al Derecho romano” (Peter G. Stein, El Derecho romano
en la Historia de Europa, Madrid, Siglo XXI, 2001, 57).
Más aún, en el año 619, el concilio de Sevilla, presidido por san Isidoro,
invocaba el Derecho romano como la “lex mundialis”, aceptando así su
universalidad (Conc. Hispalense II, can. 1 y 3. Cf. Ennio Cortese, Le Grandi
Linee della Storia Giuridica Medievale, Roma, Il Cigno, 2008, 48).
Y esto se mantuvo así, no obstante las resistencias de algún que otro autor
más puritano, como fue el caso de Beda el venerable. Sin embargo, desde el
año 620, las Etymologiae de san Isidoro se erigieron en la fuente de
referencia más importante del Derecho romano a lo largo y ancho de Europa
(Peter G. Stein, o. c., 58).
Ahora bien, es importante saber que el Derecho romano no se ocupaba para
nada de lo que ocurría dentro de la familia. Las relaciones entre sus
miembros eran un asunto privado, en el que la comunidad no intervenía. Todo
el Derecho recaía sobre el poder y los privilegios del paterfamilias, en el
que se concentraba toda la propiedad familiar. Y todos los poderes sobre
la mujer y sus hijos. De manera que los hijos, incluso adultos, no podían
poseer bienes hasta la muerte del padre (Peter G. Stein, o. c., 7-8).
Como es lógico, estas condiciones y este vacío de legalidad indican claramente
que las preocupaciones de la Iglesia no se centraban en los temas relativos al
matrimonio y a la familia.
En todo el primer milenio, no hay documento alguno del Magisterio que
hable de los siete sacramentos. Porque la teología de los siete
sacramentos se elabora a partir de los comentarios al Decretum de
Graciano (.s. XI).
C.- Tales comentarios se hicieron, por tanto, a partir del s. XII, cuando
aparecieron los primeros libros de Sententiae o Tractatus sobre los
sacramentos (las Sententiae Divinitatis y el Tractatus de sacramentis del
Maestro Simón). Hasta que se impuso el tratado de las Sentencias de Pedro
Lombardo, que fue aceptado como fuente de los comentarios de los grandes
Teólogos Escolásticos, de los siglos XII y XIII.
Pero es importante saber que hasta el s. XIV no se impuso la doctrina de los
siete sacramentos (José M. Castillo, Símbolos de libertad. Teología de los
sacramentos, Salamanca, Sígueme, 1981, 375-301).
Sabemos que el concilio de Trento dedicó la Sesión VII por completo al
tema de los siete sacramentos. Pero, para fijar exactamente el “valor
dogmático” que tienen las afirmaciones, que hizo el concilio en esta
Sesión, hay que tener en cuenta dos puntos capitales:
1º) Los anathemas que impuso el concilio no significan
necesariamente, en modo alguno, condenas de herejía (por ejemplo,
DH 1660; 1759. Cf. P. Fransen, Reflexions sur l’anathème au concile de
Trente: ETL 29 (1953) 658).
2º) La pregunta que les hicieron a los padres y teólogos del concilio
fue si las doctrinas, que enseñaban los reformadores sobre los
sacramentos, eran “errores” o “herejías” (CT 5, 844, 31-32). Pero no
hubo manera de llegar a un acuerdo sobre este asunto. Así consta
expresamente en las Actas del concilio de Trento (CT 5, 994, 11-12.
DH 1600; cf. José M. Castillo, o. c., 333).
Por tanto, no es un “dogma de fe” ni que los sacramentos sean siete; ni que el
matrimonio cristiano sea un sacramento instituido por Cristo. A partir de esta
afirmación fundamental, hay que tener presente que toda la doctrina del
Magisterio, sobre el matrimonio y sobre la familia, nunca ha sido una definición
dogmática. Siempre han sido enseñanzas pastorales, catequéticas o, en todo
caso, de rango inferior. Ni siquiera el concilio Vaticano II se pronunció
dogmáticamente sobre los asuntos que trató. Fue un “concilio pastoral”. Esto es
lo que quiso Juan XXIII y mantuvo Pablo VI.
La conclusión, que cabe deducir de lo dicho, es que todas las cuestiones y
problemas, que se han planteado y se están debatiendo en el Sínodo de la
Familia, son cuestiones sobre las que todos los cristianos podemos (y
debemos) sentirnos libres para pensar, opinar y decir nuestra opinión, sin que
por eso debamos tener miedo a atentar contra nuestra fe y nuestra fidelidad a
la Iglesia.
5. Cuestiones de mayor actualidad
5.1. Divorcio
He dicho que el Derecho de la Iglesia, durante los diez primeros siglos de su
historia, fue el Derecho romano. Pues bien, en los manuales de Derecho
romano se enseña que, al menos
 hasta el siglo IV, la libertad para divorciarse fue casi total en la sociedad
romana.
 A partir del siglo IV, fue en aumento una cierta reprobación social en los
casos de divorcios que se efectuaban sin una causa justificada (cf. Aulo
Gelio, en las Noches Áticas, en 232 a. C., que probaría la mencionada
reprobación social en los casos de divorcio injustificado).
 A partir del siglo VI, Justiniano admite el divorcio por “justa causa”. Y se
sabe, con seguridad, que la Iglesia aceptó y practicó esta legislación. Por
ejemplo, el año 726, el papa Gregorio II responde a una consulta de san
Bonifacio:
— ¿Qué debe hacer el marido cuya mujer haya enfermado y como
consecuencia no puede darle el débito conyugal?
— “Sería bueno que todo siguiese igual y se diese a la continencia. Pero,
como eso es de hombres grandes, el que no se pueda contener, que vuelva
a casarse; pero no deje de ayudar económicamente a la que enfermó y no
ha quedado excluida por culpa detestable” (PL 89, 525).
La misma doctrina sobre el divorcio
entre cristianos se encuentra en el
Papa Inocencio I, en respuesta a
Probo (PL 20, 602-603; cf. M.
Sotomayor, Tradición de la Iglesia con
respecto al divorcio: Proyección 28
(1981) 102-103).
5.2. Homosexualidad
Este asunto es motivo y causa de enorme apasionamiento y de más enorme
sufrimiento. Ambas cosas. Apasionamiento en quienes lo rechazan. Y
sufrimiento en no pocos de quienes lo padecen o lo tienen que soportar, en las
sociedades en que esta condición de la sexualidad humana es fuertemente
rechazada.
Es de sobra conocido que algunas religiones se han opuesto, y se sigue
enfrentando, con violencia a las personas de condición homosexual. En la
historia del cristianismo, este enfrentamiento ha llegado, a veces, a la violencia
extrema del asesinato.
Antiguamente, a los homosexuales se les quemaba vivos, como se hacía con
los herejes. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, la cultura se humaniza
y, sobre todo, se conoce mejor lo que es la condición humana en su totalidad,
el juicio y la estimación social de este asunto se va equilibrando.
Se suele citar a san Pablo como un opositor tajante de la condición
homosexual. Pero hay que matizar este juicio. Pablo, hablando desde la Torá
judía, singulariza en Rom 1, 26-27 la homosexualidad únicamente para
rechazarla como “contra la naturaleza”. Pero en esa tradición, como en
muchas otras, la naturaleza sexual estaba determinada por la biología, el
cuerpo y los genitales. Para muchas personas hoy en día, sin embargo, la
naturaleza sexual está determinada por la química, el cerebro y las hormonas.
Así pues, Pablo nunca se enfrentó a la pregunta que nosotros debemos
responder actualmente (J. D. Crossan, J. L. Reed, En busca de Pablo,
Estella, Verbo Divino, 2006, 453).
¿Qué pasa si resulta que la homosexualidad es tan “natural”, para
algunos, como lo es la heterosexualidad, para otros?
En todo caso, no podemos utilizar a Pablo para responder a una pregunta
que Pablo, en su tiempo y su cultura, no pudo jamás hacerse, ni
sospechar del problema que esa pregunta oculta.
Por esto, parece más razonable hacerse esta otra pregunta:
¿aceptó la Iglesia, en siglos anteriores y en algunos casos, el matrimonio
homosexual?
El Derecho romano, que la Iglesia aceptó e hizo suyo, reconocía dos
definiciones de matrimonio. Así lo indican los manuales de Derecho romano
(Antonio Fernández de Buján, Derecho Privado Romano, Madrid, Iustel, 2008,
134-135).
 Una de estas definiciones se encuentra ya en Ulpiano (Digesto, 1. 1. 3) y
fue desarrollada por Modestino (D. 23. 2. 1), que entiende el
“matrimonio, coniunctio maris et feminae, la unión del hombre y la
mujer”.
 La otra definición está también en Ulpiano (D. 24. 1. 32. 13):
“No es la unión sexual lo que hace el matrimonio, sino la afección,
affectio, matrimonial”.
Como es lógico, la ”afección matrimonial” se puede dar y vivir lo mismo
entre personas de distinto sexo que entre personas del mismo sexo.
Es verdad que la definición de Modestino (“unión de hombre y mujer”) es la
que prevaleció en el Decretum de Graciano y, de ahí, pasó al Derecho
Canónico.
Sin embargo, la segunda de las definiciones mencionadas quedó también
recogida en las Instituciones de Justiniano (A. Fernández de Buján, o. c.,
135).
De forma que donde se pone el acento, en ambas definiciones, es en “el
proyecto de vida en común” (o. c., 135).
Es evidente que tal proyecto se puede realizar lo mismo entre personas de
distinto sexo que entre personas del mismo sexo.
Por lo demás - y esto es fundamental -, esta legislación tuvo que traducirse
en hechos. O quizá lo que sucedió es que esta legislación era la que
correspondía a hechos que se vivían ya en la Edad Media. Esto es lo que
demuestra el estudio de John Boswell, “Las bodas de la semejanza”
(Barcelona-Madrid, 1996).
La tesis de la obra de Boswell es que los homosexuales existieron en la
sociedad medieval occidental, sin ser perseguidos de forma significativa,
existiendo también una subcultura gay que era tolerada.
A partir del siglo XIII, se acentúa la tendencia hacia la uniformidad en las
sociedades cristianas europeas y el fortalecimiento de las autoridades tanto
religiosas como civiles, cosa que se puso de manifiesto en la persecución
contra los albigenses a los que se acusaba de practicar la sodomía y de
cometer delitos “contra natura”.
Además, Boswell demuestra que existían rituales para la celebración de la
unión matrimonial entre personas del mismo sexo. La plegaria de estos
rituales matrimoniales decía:
“Bendice a tus siervos N. y N., no unidos por naturaleza... Y concédeles
amor recíproco y que permanezcan libres de odio y escándalo...”
(John Boswell, o. c., 490-491; cf. Javier Gafo, “Cristianismo y Homosexualidad”,
en Javier Gafo (ed.), La homosexualidad: un debate abierto, Bilbao, Desclée, 3ª
ed., 1998, 189-222).
6. Reflexión final
A. Es
evidente
que
la
institución familiar es la
base sobre la que se
sostiene la firmeza y la
consistencia del tejido
social.
Una sociedad en la que la familia
se desestructura y se rompe es
una sociedad que se autodestruye.
En una sociedad así, la violencia
se desata hasta límites que no
imaginamos. Por el contrario, en las peores circunstancias de crisis social, si la
familia es sólida, la sociedad se sostiene y mantiene a las personas y a las
instituciones.
Lo hemos visto en la crisis económica y política de Europa. La unidad familiar
ha sido decisiva para mantener una ayuda y una protección segura a los
parados y, en general a quienes se han visto en dificultades. Es bien conocida
la ayuda que han prestado los pensionistas a los hijos parados, a los niños, a
los enfermos, etc.
B. Es evidente también que la familia tradicional está evolucionando.
Es un hecho que el elemento determinante de la familia ya no es el
matrimonio, sino la pareja. Y el factor decisivo, para el
mantenimiento de la pareja, es la comunicación basada en la pura
relación (Anthony Giddens, o. c., 73-75).
Se trata de la relación “basada en la comunicación emocional”. La relación
que se basa en aquella forma de comunicación humana en la que
“entender el punto de vista de la otra persona es lo esencial” (o. c., 75).
Insistir en este punto, mantenerlo y enriquecerlo, todo esto es mucho más
importante que resolver los problemas teológicos tradicionales de la familia.
Problemas que fueron planteados por teólogos solteros. Y ahora son de nuevo
los solteros los que pretenden resolver los problemas que ellos plantearon Y
problemas que los clérigos solteros les metieron en la cabeza a los laicos.
Seamos, pues, respetuosos todos, unos con otros. Y, en lugar de discutir
cuestiones que no van a resolver los verdaderos problemas que hoy tienen
tantas familias, seamos honestos todos. Reconozcamos nuestras limitaciones.
Y pongámonos a buscar las verdaderas soluciones. ng>
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