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Las revoluciones liberales del siglo XIX
Aprendizajes esperados:
- Comprender el desenvolvimiento histórico de la ideología liberal en pugna con el
conservadurismo y las emergentes corrientes socialistas.
- Caracterizar el clima prebélico del siglo XIX en el contexto de la carrera imperialista de las
potencias de turno.
Contra lo esperado en Europa, a fines del siglo XVIII y al comenzar el nuevo siglo, el poder
absolutista se impuso, con el apoyo bélico y moral de la santa alianza, formado por Rusia, Austria y
Prusia por iniciativa del zar Alejandro I, en 1815. Con esto se iniciaba la fase de la restauración
monárquica, que no presentó problemas durante un buen tiempo. La santa Alianza tenía como
principal figura al canciller austriaco Metternich (1773-1859), y su objetivo fue afirmar el orden
internacional, creado en el congreso de Viena (1814), mantener el equilibrio europeo y evitar los
eventuales intentos reformistas y revolucionarios.
Hacia 1830, sin embargo, comenzó un lento pero persistente enfrentamiento entre absolutistas y
liberales, que se extendió incluso hasta el siglo XX. Entre 1815 y 1830 el pensamiento liberal se
expreso con cautela, y algunos tímidos estallidos revolucionarios fueron rápidamente sofocados,
como ocurrió en Portugal en 1820.
Hacia 1830, los liberales empezaron a imponerse en algunos países. En Francia, los Borbones
gobernaban desde la caída de Napoleón, cuando Carlos X ocupó el trono, al morir su hermano Luis
XVIII. Carlos X persiguió a los simpatizantes de la revolución y de Napoleón lo que originó la
oposición al régimen y, finalmente, el estallido revolucionario que concluyó con su gobierno. La
burguesía liberal declaró como rey al príncipe Luis Felipe (1830), Duque de Orléans, quien asumió
el gobierno como Luis XIX, conocido bajo el apodo de “rey burgués” por su sencillez y escaso
protocolo real.
Bajo su mandato Francia adoptó la monarquía constitucional, que otorgaba al Parlamento grandes
poderes y que, en una repetida tendencia de las democracias liberales del siglo XIX, consagraba el
derecho a voto.
La situación francesa generó incertidumbre y cambios en el resto de Europa. En ese momento, una
revolución nacionalista y católica de Bélgica (1830) consiguió la independencia de dicho país
respecto de Holanda, con quien formaba el Reino de los Países Bajos. En Polonia, un movimiento
similar fue derrotado por el zar Nicolás I y las tropas de la Santa Alianza.
Los anteriores sucesos fueron una clara señal de que el mapa de Europa estaba cambiando, de que
las ideas liberales conservaban vigencia y estaban dispuestas a vencer. En los años siguientes, y
particularmente hacia mediados de siglo, las tendencias liberales y constitucionales intensificaron
su labor en esa dirección.
El 48 europeo
En 1948, Europa nuevamente va ser escenario de revoluciones que intentarán imponer la
ideología liberal en la dirección de sus respectivos países. En cierta forma, se definió el futuro
político de Europa. Allí se encontraron, con diferentes argumentos y orígenes, los ideales
nacionalistas de algunos pueblos y el espíritu liberal deseoso de consolidación.
Como en múltiples ocasiones durante su historia, en Francia surgieron los primeros movimientos
revolucionarios. Luis XIX, no había tenido la intuición política de acceder a las reformas solicitadas
por los grupos de pensamientos más liberales. En febrero de 1848, Luis Felipe de Orléans deja el
poder. De esta forma nació la segunda República, con un nuevo gobierno provisional.
El triunfo liberal en Francia sirvió de motivación a los países cercanos. En la península itálica,
Mazzini (1805-1872), líder de la organización secreta “La joven Italia”, inició un movimiento
nacionalista en contra de Austria, el cual fue acogido con gran entusiasmo en casi todas las
repúblicas y reinos italianos. Pero, finalmente, fracasó debido a la negativa del papa Pío IX de
combatir a la católica nación austriaca. Los liberales, y todos aquellos que deseaban la unificación,
tuvieron que esperar veinte años para ver realizados sus sueños.
En el mismo año de 1848, los alemanes y austriacos iniciaron un proceso revolucionario con
efímeros triunfos. La revolución checa también era ahogada.
El nacionalismo europeo, sus elementos y desarrollo
Las revoluciones liberales de 1830 y 1848, aunque no triunfaron en Alemania ni en Italia,
reavivaron los nacientes sentimientos nacionalistas que guiaron a otros hombres a buscar la
unificación de sus respectivos países.
Se conoce por Nacionalismo el deseo de los miembros de un pueblo de tener su propio Estado,
con un territorio definido, en el que vivan las distintas personas que han tenido una historia
común, una tradición en cultura, lengua u otros elementos, que le han dado una identidad a través
del tiempo. El nacionalismo tiene mucho de sentimiento, no todo es una expresión racional, por
este motivo es común que se asocie al romanticismo. Los principios nacionalistas comienzan a
expresarse cuando la Revolución Francesa demuestra que un pueblo posee la capacidad para
gobernarse y tomar sus propias decisiones.
Los principios de la Ilustración y de la Revolución Francesa, fueron propagados por Europa con la
expansión de los ejércitos napoleónicos. Esto mismo significó que diversas naciones invadidas por
Napoleón opusieron al emperador su propia nación, como se reflejó en las decisivas jornadas que
enfrentaron a diversos países con el hombre más poderoso de Europa.
El nacionalismo recibió el apoyo de diversos grupos, según cada nación. De esta manera, liberales,
burgueses y monarquistas se sumaron a esta idea creciente, cada uno según sus propias
circunstancias. En algunos casos, exaltó un sentimiento de unidad territorial; en otros, un común
sentimiento religioso. Hubo casos en que el elemento de fuerza fue la lucha por la autonomía o la
recuperación de territorios perdidos.
La unificación italiana
Italia tenía una organización política según la cual las diferentes repúblicas en su interior tenían
autonomía y no lograban conformar un Estado unificado. Desde la década de 1830, existían en
Italia grupos revolucionarios que pretendían conseguir la unidad política de su territorio. Para ello
dos principios tenían especial trascendencia: el Nacionalismo que se traducía en expulsar a los
austriacos que ocupaban el norte de de Italia y unir las provincias italianas; y el constitucionalismo,
que implicaba acabar con el absolutismo monárquico.
Guiseppe Mazzini organizó la sociedad secreta llamada “La Joven Italia”, desde donde propugnaba
la unidad bajo un gobierno nacionalista. El esfuerzo de Mazzini fracasó. Años después el rey de
Piamonte-Cerdeña, Víctor Manuel II (1820-1878), inicio la esperada unidad. Para ello contó con la
colaboración de su primer ministro, Camilo Benso, más conocido como Conde de Cavour (18101861).
Cavour necesitaba un aliado poderoso. Consiguió el apoyo del emperador Napoleón III de Francia
(1808-1873), que había asumido el gobierno francés en 1852. Él estaba deseoso de disminuir el
poder de Austria, por lo cual proporcionó tropas a los italianos para pelear contra los austriacos, a
cambio de lo cual recibiría Niza y Saboya. Tras las batallas de Magenta y Solferino (1859), se llegó
al armisticio de Villafranca entre Francia y Austria, que conservó Venecia.
Víctor Manuel II recibió Lombardía, pero siguió deseando Venecia, todavía en manos austriacas,
ante lo cual el proceso unificador continuó su curso. El entusiasmo del triunfo y la diplomacia
condujeron en 1860 a la incorporación voluntaria de los ducados de Parma, Módena y Toscana.
En 1860, el propio Víctor Manuel II logra apoderarse de los “Estados de la iglesia”, con excepción
de Roma, que será anexada más adelante. Paralelamente, el patriota y guerrillero italiano, José
Garibaldi (1807-1882), junto con sus tropas, los camisas rojas, inició sus marchas triunfales que
permitieron el levantamiento de los pueblos, su anexión a la república y la destitución de sus
respectivas monarquías. De esta manera, se fueron sumando ciudades como Sicilia y Nápoles,
mientras Víctor Manuel de Piamonte y Cerdeña fue proclamado rey de Italia, según la monarquía
constitucional establecida en 1861.
La unificación alemana
Los deseos de unificación alemana afloraron apenas terminaron las guerras napoleónicas. El
sentimiento nacional ya había prendido al oponerse a las tropas del Emperador Napoleón.
Posteriormente, en el congreso de Viena se creó una confederación germánica, que agrupaba a 38
estados alemanes. Estos mantenían una independencia en política externa, pero su situación
internacional era manejada por una dieta (especie de parlamento), presidida y controlada por
Austria. Esta nación tenía intereses comprometidos en varias naciones por lo que se oponían
diversos nacionalismos.
En cambio, Prusia, que también poseía una gran presencia en la confederación, abogaba por un
nacionalismo germano y por alcanzar el sueño de una Alemania para todos los alemanes. Sin
embargo, los intentos de unidad germana fracasaron en 1830 y 1848, y ahora era un deseo común
a liberales y monarquistas. Pero fueron estos últimos, guiados por el Estado prusiano, los que
efectivamente llevarían a cabo el proceso unificador.
Prusia se encontraba abiertamente más capacitado que cualquier otro Estado alemán para la
unidad, debido a que reunía una serie de elementos a su favor:
Poseía una burguesía que anhelaba una unión política que fortaleciera la economía alemana; tenía
una aristocracia terrateniente tradicional, que tenía los mismos deseos unitarios; contaba con
personajes preparados y decisivos para una acción de esa especie, a saber, El Káiser Guillermo I
(1797-1889) Y el primer ministro Otto Von Bismarck (1815-1898); además, un enorme poder
militar, fortalecido con excelentes comunicaciones (telégrafos y ferrocarriles), una tropa
preparada y disciplinada, un Estado Mayor General que coordinaba la planificación de operaciones
y asesoraba al mando supremo.
El proceso de unificación alemana se realizó en sucesivas etapas, marcadas por tres guerras en las
que Prusia resultó victoriosa. En 1864, Prusia se enfrentó con Dinamarca (guerra de los Ducados);
en 1866, con Austria; finalmente, entre 1870-71, contra Francia. Tras las victorias militares, vino la
consolidación política, cuando Guillermo I es proclamado emperador alemán, en 1871.
El pensamiento socialista
La revolución industrial trajo consigo innumerables beneficios a la sociedad, pero también muchas
consecuencias negativas y penosas, que marcarán la época y condicionarán el futuro. Entre los
males presentes en la revolución, especial fuerza cobraron las condiciones de vida de amplios
grupos obreros, especialmente el llamado proletariado urbano.
El origen del proletariado se remonta a las grandes migraciones de campesinos hacia las ciudades,
para emplearse en las nacientes industrias. Su nivel de preparación no les permitía encontrar un
buen trabajo, y cuando lo encontraban era con una baja remuneración y pésimas condiciones
laborales (seguridad, higiene, etc.), lo que en la práctica acababa con sus esperanzas de ver
mejorada su situación.
Los males que empiezan a experimentar los obreros urbanos van a motivar el surgimiento de una
preocupación social creciente en diferentes sectores sociales y políticos. Especial interés histórico
cobró el marxismo, así como las propuestas sociales de Bismark en Alemania. Asimismo, la iglesia
católica consolidó su doctrina de siglos con la colaboración de importantes encíclicas sociales, que
dieron cauce a la doctrina social de la iglesia.
En general, las doctrinas socialistas partían del estudio de los problemas sociales, y coincidían en
que las grandes dificultades sólo se solucionarían pensando en la sociedad en su conjunto, como
un todo, y no de manera individual, como ocurría hasta ese momento. Fueron muy críticos del
liberalismo económico y del capitalismo, acusados de aumentar las diferencias sociales entre ricos
y pobres y de tener a estos últimos en pésimas condiciones de vida.
Las doctrinas socialistas pueden ser agrupadas en dos grandes tendencias: la utópica y la científica.
El socialismo utópico: tiene como sus impulsores a los franceses Charles Fourier (1772-1835) y al
conde Saint Simon (1760-1825), junto al inglés Robert Owen (1771-1858).
Los socialistas utópicos fueron llamados así debido a que pretendieron transformar la sociedad
existente en otra muy distinta e idealizada. Quisieron despertar una conciencia social en los
patrones, motivándolos a preocuparse por las condiciones de vida y trabajo de sus empleados y
trabajadores, así como también hicieron propuestas que alteraban el sistema de propiedad
tradicional o las formas de vida en sociedad.
El socialismo científico: La doctrina que alcanzó mayor éxito no fue la de los socialistas utópicos,
sino la de Carlos Marx (1818-1883) y Federico Engels (1820-1895), quienes desarrollaron el,
llamado socialismo científico, que durante el siglo XX dominará en países importantes como la
Unión Soviética o China.
El manifiesto comunista de 1848, en que ambos participaron, se constituyó en una de las primeras
expresiones del socialismo científico y en una verdadera declaración de principios del marxismo.
En él se sostiene que la historia de la humanidad es una constante e ininterrumpida lucha de
clases. En el siglo XIX, en que vive Marx, la expresión más clara de la lucha de clases es el
antagonismo entre los burgueses, dueños de los medios de producción, y los proletarios que son
explotados y no tienen nada. Para solucionar los problemas de la “cuestión social”, la clase
proletaria debería tomar el control de las fuerzas productivas y del Estado moderno, al que se
acusaba de ser un mero administrador de los negocios burgueses. Después de lo anterior, se
iniciaría la dictadura del proletariado, antesala necesaria de una sociedad sin clases.
Para Marx el problema obrero era mundial, por lo que debía ser atacado en forma conjunta por
todos los proletarios del mundo, “proletarios del mundo, uníos”, era el llamado con que culminó
su manifiesto comunista. Por ello creó la Asociación Internacional de Trabajadores (1864) que fue
conocida como la primera internacional.
Teoría de la evolución socialista: tras la victoria del proletariado sobre los capitalistas, vendría el
socialismo, etapa en que el Estado poseerá todos los medios de producción y dará a cada uno lo
que necesite según su trabajo. Será el paraíso en la tierra, un final que no es ultraterreno, pues el
marxismo negaba la metafísica.
Posteriormente, vendría la etapa perfecta, el comunismo, o sociedad sin clases. El Estado sería
innecesario, desapareciendo, y las necesidades serían cubiertas por formas voluntarias de
asociación.