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CIUDAD Y MEMORIA
Hugo Hiriart
Todo recuerdo es un tesoro.
—Simone Weil
¿Cómo nos apoderamos, hacemos nuestra la ciudad? Dotando de vida la materia yerta de sus calles, plazas,
parques, edificios, a través del recuerdo.
Los recuerdos son cronotópicos, es decir, a cada
momento (cronos) le corresponde un lugar
(topos), de suerte que no hay momento sin el
lugar donde le corresponda. A mi edad se
conservan muchos recuerdos y cada recuerdo
tiene su lugar. Luego muchos lugares para mí
están llenos de vida. La cosa es seleccionar de
“el vasto palacio de la memoria” (San Agustín).
Una primera memoria callejera consiste en un
muro larguísimo, de concreto, al parecer
extendido en la calle interminable, en cuya
banqueta voy caminando, con ese paso vacilante
e ingrávido de los niños, de la mano de mi
mamá. Dice también el recuerdo que tengo
hambre, esa hambre canina de los niños, todo se
exorbita en la niñez. Mi mayor deseo es que mi
madre se detenga de paso en una miscelánea y
me compre una naranja mandarina, de ésas que
se exhiben en una canasta de mimbre, pero no
estoy seguro de nada…
Ese modesto recuerdo marca un cuadrante del que quiero hablar.
Tiene lugar cerca del cruce de Baja California y Nuevo León, donde estaba, y está todavía, el Club Junior. Por
ahí quedaba el kínder al que asistía gozoso, nunca protesté por ir a la escuela. Denominaré el cuadrante,
Cuadrante Cine de las Américas, en memoria de la sala, hoy difunta, que se alzaba en el conjunto de ese
nombre, situado en la esquina de Insurgentes y Baja California.
La zona se anima inmediatamente: a unas cuadras, en Insurgentes y Aguascalientes, está un lugar que me
despierta cálida memoria, es el departamento, en un cuarto piso, donde viven Manolo y Julio Estrada. Con qué
alegría cruzaba y abría la pesada puerta del edificio y subía a brincos las escaleras. Manolo, mi amigo
inseparable desde el kínder hasta segundo de prepa en San Ildefonso (Ilde, no Idel), Julio que será gran músico,
y ya era genialoide y único, Lolita su mamá, guapa, sensible, el Coronel Estrada (del ejército español, la
familia es exiliada de la Guerra Civil), irónico, culto, elegante, viven ahí, en el espacio que fue para mí un
paraíso.
Cerca, en el Parque México, alquilamos bicicletas y nos echamos a deambular, a veces llegamos lejos, hasta
Polanco. Me sé de memoria lo que se veía desde la ventana. A la izquierda el conjunto Aristos, con su
Sanborns y su galería de arte de la UNAM. Enfrente la escuela de danza en cuya entrada hay un mínimo lugar
que expende breves y deliciosas hamburguesas. A la derecha el edificio que decían que era de Cantinflas y que
se vino abajo con el temblor que tumbó al Ángel. Si seguimos más allá llegamos a Sears, la tienda
departamental que hizo época por ser la primera que no se asentó en el Centro, la gente aseguraba que iba a
fracasar, pero fue un triunfo en toda la línea, y aportó en un aparador el ligeramente siniestro Santa Clos
mecánico. El paso del Centro a Sears es el paso de los Reyes Magos a Santa Clos la noche de Navidad. Ahora
que desde arriba, desde la azotea del edificio de los Estrada, se veían, en la ventana del edificio de junto, las
preciosas muchachas que se vestían y desvestían y que nosotros espiábamos con fruición. Por alguna locura del
incansable Julio, nos descubrieron las rutilantes, y vinieron a quejarse. Lolita, que les abrió la puerta, les
contestó: “con cerrar la persianas tienen”, y a nosotros no nos dijo nada.
El cuadrante era fino, delicioso, en la esquina del Cine de las Américas se hallaba una Librería de Cristal,
colmada de maravillas (those were the days, my friend) en la que me pasaba las horas a la salida de las
sesiones con mi primer psicoanalista, larga es la lista de mis terapeutas, un frommiano. No muy lejos estaba el
Café Viena donde solía permanecer, hable y hable, con una novia que entonces tenía. Quedaba en Plaza
Popocatépetl, donde se alzaba también el restaurante Napoleón, caro, al que un día que fui, con mi papá,
¿podrá ser, me es fiel la memoria?, vi a Carlos Denegri (¿o es E?) hacer llorar a Gloria Marín.
El cuadrante se ha deteriorado (esa categoría estética, el deterioro, que Wittgenstein recomendaba estudiar) y
lo que fue resplandeciente me aparece ahora, en su decadencia, con esa emoción delicada que tenemos cuando
descubrimos tras el rostro de una anciana el rastro firme de la antigua belleza que “tantas almas entretuvo”.
Podría seguir. Unas calles más allá está otro cuadrante, el de Álvaro Obregón, que incluye, entre otras cosas, la
casa de mi abuelo, y su peluquería, donde una mañana, Enrique, su peluquero por 20 o más años, mientras lo
peluqueaba soltó un borbotón de sangre sobre el blanco de tela que se ata al cuello del cliente y cayó muerto
sobre mi abuelo, tan propio, el cine Balmori, de las matinés, de feliz memoria, Margolín, la tienda de discos,
de ídem, el Parián, la Casa del Poeta, donde Sheridan y yo dispusimos el Museo Imaginario de López Velarde,
quien, como se sabe, ahí ultimó sus días…
Podría seguir, no hay límite a la red de recuerdos. Pero la melancolía crece con la memoración y mejor es
suspender aquí.
Hugo Hiriart. Escritor. Entre sus libros: El actor se prepara, Los cuadernos de Gofay Discutibles fantasmas.