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BIOTERRORISMO CONTRA GUATEMALA
Por Hugo Gordillo
I).
Tuskegee…
El infierno en blanco y negro
Nació esclavo como su madre, la cocinera Jeane, en Virginia, Estados
Unidos. El mulato Booker T. Washington hijo de padre blanco, estaba copado por
el sistema legal de castas que lo incluía entre los esclavos negros, propiedad de
blancos. La inicial de su segundo nombre se derivaba de Taliaferro, el nombre del
amo y, su apellido Washington, del padrastro. Su familia obtuvo la libertad al
concluir la guerra civil, tras una reforma constitucional.
Después de trabajar en hornos de sal y minas de carbón, (entre blanco y
negro), se hizo instructor universitario y dirigió de por vida el Instituto Tuskegee
entre finales del siglo XIX y principios del XX. Booker fue uno de los últimos líderes
negros que nacieron en la esclavitud. A su gran número de colaboradores se le
denominó la máquina Tuskegee.
La lucha de Booker contra el racismo se caracterizó por la búsqueda de
cooperación entre blancos y negros para acabar con la discriminación. Fue
apoyado por magnates filántropos blancos que le financiaron cinco mil escuelas
para niños negros. Lo contrataron para dirigir el recién creado Instituto Tuskegee.
Al cargo de director escolar sólo llegaban los blancos. El Instituto es hoy la famosa
universidad del mismo nombre. Tras haber fundado la Liga Negra de Negocios y
publicar su autobiografía “Ascenso desde la esclavitud”, fue el primer negro
invitado a la Casa Blanca por el presidente Theodore Roosevelt.
A 17 años de la muerte de Booker, se inició en Tuskegee, Alabama, desde
1932, el más grande experimento mundial no terapéutico en humanos en la
historia de la medicina. El Instituto cedió su hospital para la realización del
proyecto racista que duró hasta 1972 y consistió en dejar morir a negros
infectados de sífilis o sanos a los que se les inoculó la enfermedad para observar
su desarrollo. Con engaños les dieron algún medicamento para que
temporalmente se sintieran bien (placebo), pero no les administraban la medicina
indicada. El antecedente más inmediato de estas atrocidades fue la
experimentación de 1928, en Oslo, Noruega, con hombres blancos sifilíticos, a los
que no se les administró medicamentos pre-penicilínicos, cuando ese antibiótico
no había sido descubierto.
Para entonces los tratamientos de la sífilis se hacían con mercurio y
arsénico, métodos tóxicos y altamente dolorosos. El mercurio era utilizado en
frotes o por vía oral, pero también por fumigación. Al paciente lo colocaban en una
caja con la cabeza de fuera. Se ponía el mercurio dentro del recipiente y se le
prendía fuego desde el exterior para que vaporizara.
Era tan dolorosa la terapia, que en ese tiempo se popularizó el refrán: “Una noche
en los brazos de Venus conduce a un curso de vida encendido en mercurio”. El
arsénico resultaba elevadamente venenoso, se trataba de un insecticida con
pocos resultados. En una tercera vía se usó la enfermedad de la malaria. Como
quien dice: un clavo ayuda a sacar otro clavo, el sifilítico contagiado de malaria
iniciaba un proceso de piretoterapia, una serie de fiebres altas artificiales con el
objetivo de paliar la enfermedad venérea.
A fin de engañar a sus conejillos de indias, la mayoría analfabeta o de baja
escolaridad, los médicos del hospital del Instituto Tuskegee escribieron una carta
titulada: “Última oportunidad para el tratamiento especial y gratuito”, dirigida a
negros sanos o contagiados, a quienes se les decía que tenían “mala sangre” y
que iban a ser tratados sin costo alguno. La firma de los seguros por muerte
estaba condicionada a la autorización de las víctimas para que se le practicara la
necropsia, con la finalidad de seguir experimentando sobre sus cadáveres. Nunca
se les dijo, en realidad, de qué estaban enfermos ni qué se les administraba.
Después del primer ensayo clínico en 1941 y su comercialización en 1943
en Estados Unidos, la penicilina no se usó inicialmente para curar la sífilis. La
eficacia del antibiótico se utilizó para curar enfermedades, infecciones y heridas de
guerra a los soldados estadounidenses durante la segunda confrontación mundial.
Los médicos del macabro experimento Tuskegee trataron con 299 negros
enfermos y 201 sanos.
Al final del estudio sólo 74 estaban vivos, 28 habían muerto y 100 más
fallecieron por complicaciones relacionadas. 40 esposas de los conejillos de indias
estaban contagiadas y 19 niños nacieron con sífilis congénita. Lo peor de todo es
que Tuskegee fue ejecutado no sólo por blancos, sino también por profesionales
negros: el doctor Eugen Dibble, uno de los reclutadores y asistentes a largo plazo;
y la enfermera Eunice Rivers, que estuvo en el proyecto de principio a fin durante
40 años.
¿Qué diría hoy el mulato Booker de los profesionales blancos y negros que
participaron del proyecto, además de la Casa Blanca, que financió el Experimento
Tuskegee, en contra de negros a través del Servicio de Sanidad de los Estados
Unidos? Aquel esclavo libre que quería la unidad blanquinegra para erradicar el
racismo con sus esfuerzos por la educación, logró encumbrar a dos negros que en
contubernio con blancos condujeron un proyecto de muerte en vida contra los
marginados de su propio color.
La infamia bioterrorista estadounidense le negó curaciones a los negros
sifilíticos y trasladó su proyecto a Centro América, que se convirtió, posiblemente,
en la primera cabeza de playa de la expansión internacional del Experimento
Tuskegee en 1946… Ya no con negros, sino con indios y ladinos de su patio
trasero llamado Guatemala. Qué pensaría el mulato Booker, primer invitado a la
Casa Blanca, si supiera que Obama, el primer negro que llegó a la Casa Blanca
como presidente, diga de estas atrocidades en el país centroamericano… I am
sorry.
Booker T. Washington: Líder de la liberación de los negros por medio de la educación.
Dirigió el Instituto Tuskegee.
Cambio: Instituto Tuskegee, cedido por los negros para exámenes y cura de
sífilis. Los blancos lo convirtieron en laboratorio de experimentos macabros.
Blanco y negro: La enfemera Rivers, fiel colaboradora del
proyecto bioterrorista. Fotografía posiblemente sacada de una
película de HBO Nueva York sobre el experimento Tuskegee.
II).
El doctor mala sangre.
John Charles Cutler se hizo médico en el Western Reserve University
Medical School de los Estados Unidos en 1941. El día de su graduación recordó el
suicidio de su padre, un inmigrante inglés que llegó a gobernador de Utah,
apoyado por “La pandilla federal”, integrada por políticos republicanos. También
recordó que en enero de ese mismo año ocurrió el primer ensayo clínico de la
penicilina, descubierta por el bacteriólogo Alexander Fleming.
En 1942 ingreso al servicio médico e integró un grupo que desarrolló la
prueba VDRL para el diagnóstico de la sífilis. Trabajó en una cárcel de Nueva York
como parte del Experimento Tuskegee, un estudio sobre sífilis no tratada en
negros que se llevó a cabo entre 1932 y 1972 en Tuskegee, Alabama. Los galenos
reclutaron a 399 negros con sífilis y 201 sanos para estudiar el progreso de la
enfermedad y hacer comparaciones. Se les informó que tenían “mala sangre” y si
participaban en el experimento obtendrían transporte, alimentación y entierro
asegurado por si fallecían. 28 murieron de sífilis y 100 más por complicaciones
médicas. 40 enfermos infectaron a sus esposas y 19 niños nacieron con la
enfermedad crónica y dolorosa que causa destrozos multi-orgánicos.
Algunas de las víctimas no recibieron atención médica por la mala intención
de los tratantes para ver cómo se desarrollaba la enfermedad hasta el momento
de la muerte. Tuskegee es considerado una de las más siniestras investigaciones
biomédicas de EUA, por el Informe Belmont subtitulado: Principios éticos y pautas
para la protección de los seres humanos en la investigación, el cual fue
presentado en 1979. A partir de entonces se amplió la regulación para la
protección humana bajo principios de respeto a las personas y con su
consentimiento para experimentos científicos, beneficencia con minimización de
riesgos y justicia en el uso de procedimientos razonables y no explotadores.
Cutler en Guatemala
Con gran trayectoria funesta en el uso y abuso de personas con fines
médicos en su país, el doctor mala sangre llegó a Guatemala como cirujano
principal del Servicio de salud pública de los Estados Unidos. Se relacionó con
diversos funcionarios nacionales, con quienes empezó estudios sobre
enfermedades venéreas entre 1946 y 1948. Con el consentimiento y colaboración
de algunos funcionarios inició una réplica del Experimento Tuskegee en el país
centroamericano.
A cambio de ofrecimientos de cooperación estadounidense, obtuvo el
permiso de instituciones como el Ejército, la Penitenciaría y el Manicomio para
iniciar sus estudios. Evaluó prostitutas con sífilis y las envió a que tuvieran
relaciones sexuales con militares y prisioneros, a los que posteriormente les hacía
exámenes serológicos. Usó a 696 guatemaltecos de la manera que quiso, según
un estudio de Susan Reverby, una profesora de la Universidad de Wellesley que
encontró documentos escritos por el siniestro doctor malasangre.
En su afán de comprobar si la penicilina funcionaba como una vacuna,
administraba antibióticos a los pacientes y después los infectaba con la bacteria
tomada de animales o humanos viciados. Cutler contagiaba la sífilis a través de la
comida o con inyecciones, especialmente en el pene. Una de sus preocupaciones
científicas era que aún después de las relaciones sexuales, los exámenes de
algunos infectados eran negativos. Otra preocupación era que la malaria arrojaba
pruebas serológicas de positividad falsa para la sífilis, pero también había
evaluado gente del altiplano, donde no había malaria, y obtenía los mismos
resultados.
Entonces, Cutler llevó la experimentación con humanos a extremos. Infectó
a militares, presos y dementes con la bacteria sifilítica. Según uno de sus
informes, de mil adultos en el Asilo de enfermos mentales de Guatemala, encontró
dos pacientes con manifestación de sífilis en el líquido céfalo raquídeo. Con ese
dos por millar de sifilíticos, ¿en cuánto contribuyó el demencial Cutler para
aumentar la población infectada? Los estudios del científico avanzaban en menor
proporción a la que la enfermedad saltaba de regimientos militares, la cárcel o
casas de prostitución hasta la sociedad guatemalteca, pero el doctor malasangre
tenía paciencia. Esperaba a ver cómo la enfermedad se le volvía crónica a sus
conejillos de indias sin administrarles el antibiótico que a inicios de esa década
había revolucionado la medicina. A tal extremo llegaba su ambición inescrupulosa,
que vio morir a uno de los pacientes como parte de sus avances investigativos.
La inquietud médica de Cutler no tenía límites. Experimentó con niños de
orfanato, aunque se supone que con ellos sólo hizo exámenes de sangre, pero de
que trató con niños, no hay duda. Junto con Juan M. Funes, jefe de enfermedades
venéreas de Sanidad Pública de Guatemala; Sacha Levitán, del Programa de
control de sífilis de Haití; Joseph Portnoy, bacteriólogo del Laboratorio de
investigación de enfermedades venéreas de Atlanta, Georgia; y Rolando Funes,
de la Oficina sanitaria panamericana, participó en un estudio serológico y clínico
con niños del Puerto de San José, Escuintla, a finales de la década del 40. La
observación se efectuó con 151 estudiantes de dos escuelas, una de niños y una
de niñas de no más de 14 años.
El grupo especialista hizo exámenes orales, inspección de la piel, palpación
del bazo y nódulos linfáticos y revisión de los genitales masculinos. Las pruebas
serológicas para la sífilis fueron hechas en el Centro de adiestramiento de
enfermedades venéreas de la oficina panamericana. La labor médica duró 430
días según el informe adherido a un documento presentado en el II Congreso
centroamericano de enfermedades venéreas celebrado del 26 al 28 de abril de
1948.
El informe indica que la mayoría de los niños presentaba infecciones por
hongos o pequeñas ulceraciones que pudieran interpretarse como sífilis primaria o
secundaria, pero uno de los dos niños que persistentemente daban pruebas
positivas de VDRL presentó manifestaciones clínicas de sífilis congénita. Era un
niño de 7 años que dio positivo en todas las pruebas. El otro, de 13, no tenía
manifestaciones físicas derivadas de la enfermedad, que fue considerada sífilis
congénita asintomática. ¿Expandió el doctor mala sangre el experimento
Tuskegee entre los más inocentes?
Cutler se fue de Guatemala y estuvo en diversas partes del mundo,
especialmente en América Latina, como director adjunto de la Oficina Sanitaria
Panamericana. Representante de la Organización Panamericana de la Salud firmó
acuerdos de cooperación con instituciones como el Instituto Nutricional de Centro
América y el Instituto Interamericano de Ciencias Agrícolas.
Como funcionario de la Organización Mundial de la Salud estuvo en la India
y organizó un laboratorio de enfermedades venéreas en el sudeste de Asia. ¿Se
expandió el experimento Tuskegee por el mundo en las manos de Cutler?
¿Respondió el experimento a una política externa de Estado norteamericano? En
la década de los 50, Estados Unidos desarrolló diversas técnicas para hacer
exámenes inmediatos de sífilis. Dichas pruebas las puso en práctica en la frontera
con México, donde según informes de la Oficina Sanitaria Panamericana,
instalaron 5 laboratorios para hacer exámenes a miles de braceros mexicanos que
pasaban al país vecino del norte como trabajadores agrícolas. Mientras que su
política migratoria cuidaba de enfermedades venéreas a sus ciudadanos, uno de
los suyos encabezaba un proyecto de infección intencional en Guatemala. El
médico murió en 2003 y, al igual que su padre, fue un criminal, con la diferencia de
que John Christopher Cutler atentó contra sí y John Charles Cutler atentó contra
los demás, con una actitud discriminatoria y racista. A 7 años de la muerte del
doctor mala sangre, el caso está al descubierto y las posibilidades de
resarcimiento están negadas. Estados Unidos sólo se atrevió a pedir disculpas
pero no a reparar otro daño histórico con el mundo. En este caso con Guatemala.
Arriba: Cutler extrae sangre a un negro en los EUA
Abajo: Cutler, posiblemente con médicos y
guatemaltecos.
III.)
paciente
El factor asco
Si ingresaron en avión por el Aeropuerto de la capital o a bordo de un
buque de la Flota blanca de la United Fruit Company por Puerto Barrios, ¿a quién
le importa? El señor y la señora Cutler llegaron durante el verano de 1946, como
científicos contratados por el Sistema de salud de los Estados Unidos para dirigir
un proyecto experimental de enfermedades venéreas, especialmente de estudios
serológicos sobre sífilis en la República bananera de Guatemala.
Charles Cutler, el doctor malasangre y su esposa, la doctora Eliese,
ejecutaron un plan denominado “La periferia imperial y las transformaciones
metropolitanas”. Ávidos de conocimiento científico, realizaron lo que en Estados
Unidos habían empezado, no sólo con conejos, sino con algunos chimpancés,
inoculando sífilis, aplicando penicilina como medicamento y re-inoculando la
enfermedad, lo cual replicaron en cuatro sectores vulnerables de la sociedad.
Tras la instalación del laboratorio y centro de adiestramiento regional en
Guatemala para exámenes de sangre en Centro América, los Cutler emprendieron
el proyecto. Supuestamente, por sus libertades, este país fue elegido con la
intención de transferir conocimientos y material de laboratorio a médicos
guatemaltecos, entre ellos Juan Funes, su más cercano colaborador.
El objetivo era, según el convenio firmado entre la Oficina Sanitaria
Panamericana y las autoridades guatemaltecas, entender la falsa positividad de
las pruebas de sangre y la aplicación de penicilina a los infectados, así como la
reacción de los pacientes con diferentes dosis de medicamentos. Todo en un
contexto experimental, ya que en ese tiempo existía el debate médico sobre cómo
tratar la enfermedad.
Los resultados de las pruebas llegaron a ser un dolor de cabeza, incluso
para Genevieve Stout, la directora del laboratorio, pues se combinaron exámenes
antiguos y nuevos. En un informe sobre Problemas serológicos en Centro
América, Stout y Cutler indicaban que la duplicación de antígenos originaba
confusión porque obtenían resultados tan discrepantes. El problema llegó a ser tal,
que para resolverlo se organizó un Comité coordinador de métodos de laboratorio
de la Asociación de salubridad pública americana, encargado de formular, evaluar
y establecer métodos de referencia estándar para el diagnóstico de la sífilis.
Con respecto a la cura, todavía en 1951 estaban a discusión científica los
tratamientos con penicilina, según un informe del doctor Charles Rein, publicado
en el boletín de la Oficina sanitaria panamericana el siguiente año. Un
experimento abarcó cuatro programas terapéuticos: enfermos tratados con
inyecciones únicas de 1.2 millones de unidades de penicilina, otro de 2.4 cuatro
millones, así como las mismas dosis, sólo que repetidas durante dos y cuatro
semanas.
Quizás los Cutler respetaron los métodos de exámenes. Lo que no
respetaron fue la integridad de sus pacientes, e hicieron con cientos de
guatemaltecos lo que habían hecho con unos cuantos conejos. Reos atrapados
tras las rejas, militares reducidos en un cuartel, dementes aislados en su laberinto
y prostitutas enredadas en sus pasiones, fueron la carne experimental de
malasangre y compañía.
Como parte del experimento, los Cutler pagaron a prostitutas enfermas de
sífilis para que tuvieran relaciones sexuales con reos de la Penitenciaría. A las
ménades que estaban sanas las inocularon con hisopos en la vagina. Después de
las relaciones sexuales se prepararon los exámenes. Los resultados: positivos y
negativos, así como positivos y negativos falsos, que aportaron más preguntas
que respuestas.
Atrapados en las garras de los Cutler, los reos enfermos se quejaron de
extracciones de sangre de hasta diez centímetros semanalmente. Los prisioneros
no tenían fuerzas ni para intentar una fuga de la cárcel. Atribuyeron su debilidad a
la sangre que fluía desde sus cuerpos a las jeringas y frascos de los Cutler. Los
médicos les administraron hierro, pero aún así los reclusos no creían que una
pastilla pudiera reponer las grandes cantidades de sangre perdida.
Frente a la resistencia tras las rejas, John y Eliese saltaron al orfanato.
Según el informe de la profesora Susan Reverby, que descubrió este año los
archivos de Cutler que revelan la infamia, fueron 438 niños, mientras que otro
firmado por Stout y el mismo doctor malasangre, fueron 515. Ambos documentos
sólo hablan de exámenes y no de re-infecciones en los pequeños.
Pero el fanático de las inoculaciones no estaba conforme. Saltó al hospital
mental, donde sustituyó las inyecciones anticonvulsivas para dementes epilépticos
por la cepa sifilítica. Como regalo a los conejillos de indias enajenados, Cutler
otorgó vasos, platos tenedores metálicos y un proyector de cine para sus nuevos
pacientes sifilíticos. Si alguna vez los enfermos mentales vieron alguna película de
terror, esta se quedó corta con el horror de otros experimentos dolorosos
indescriptibles llevados a cabo con militares, cuando las autoridades le abrieron
las puertas de un cuartel para los estudios de profilaxis.
Mientras su esposo inoculaba, Eliese llevaba el registro de las víctimas y las
fotografiaba en medio de cientos de frascos de sangre codificados en Guatemala,
en Estados Unidos se supo de las atrocidades pero fueron justificadas, incluso por
Tomás Ríos, director del Instituto Rockefeller, que apoyó económicamente la
investigación. Mientras Cutler hacía mofas epistolares sobre sus conejillos de
indias, en el norte se conoció de los contagios a manos de malasangre. Causaron
tanta indignación que a su estudio le denominaron “el factor asco”.
Cutler fue advertido por uno de sus superiores de que los enfermos se le
estaban yendo de control, especialmente las prostitutas y los militares que se
movilizaban libremente por la ciudad, hasta que el proyecto se hizo imposible. El
médico pedía más recursos económicos y penicilina. En respuesta fue retirado de
Guatemala en 1948. Tras su retorno a los Estados Unidos inoculó reos, donde
dejó cauda de dos muertos; y por ser un “buen hombre de ciencia” lo premiaron
como subdirector de la Oficina sanitaria panamericana.
A bordo de un avión o de un buque de la Flota blanca, los médicos
extranjeros se marcharon de Guatemala en silencio. Atrás quedó su obra de terror
con la complicidad de colaboradores nacionales. Sobre la ignominia de los Cutler,
que permaneció 62 años en el silencio, empieza el ruido de rechazo a un
acontecimiento bioterrorista abanderado de la libertad que a los mismos
norteamericanos les da asco.
Malasangre: Cutler extrae sangre a negros en EUA
IV).
Réplica de una aberración.
El desarrollo de la enfermedad de la sífilis, más que su tratamiento médico,
se convirtió en una obsesión demencial para John C. Cutler, en la década de los
40 en los Estados Unidos. El estudio “Problemas en el Tratamiento de la Sífilis”,
escrito por el doctor Charles R. Rein, en 1951, revela el proceso de investigación
que el doctor malasangre empezó con conejos en su país. Cutler lo replicó en
Guatemala con humanos, financiado por el servicio de salud estadounidense.
Al referirse a la evaluación clínica inadecuada de la sífilis, Rein señala tres
fases en el tratamiento de los animales. Una primera descubierta por Chesney y
Kemp, en la cual los conejos tratados de 41 a 68 días después de la infección
inicial, presentaban re-infección asintomática. En la segunda, Magnusen y
Rosenau demostraron que al aumentar la duración de la infección primitiva en los
conejos, se obtenía una protección aún mayor. Mientras tanto, Arnold, Mahoney y
Cutler, el doctor malasangre, llegaron a una tercera fase de inmunidad en la cual
los conejos con sífilis primaria latente de ocho meses de duración, fueron tratados
después en forma adecuada con penicilina e inoculados diez días más tarde con
la cepa de la sífilis.
Instalado en Guatemala, el doctor malasangre cambió los conejos por
conejillos de indias, entre soldados, prostitutas, dementes, reos y posiblemente
niños, ya que con este último sector lo único que está comprobado hasta ahora es
que hizo exámenes serológicos a cientos de huérfanos de la capital y escolares
del Puerto de San José, Escuintla. Todavía falta por investigar cómo localizó,
coincidentemente, dos niños supuestamente sifilíticos en el Puerto de San José y
tres más en el Hospicio. ¿Carne fresca para sus experimentos malévolos?
Cutler encontró en Guatemala la oportunidad de dar un salto cualitativo y
cuantitativo en sus investigaciones al comparar los resultados obtenidos con
conejos, aplicando los mismos métodos con cientos de humanos, o mejor dicho,
con indios y ladinos, como señalan algunos informes. Así, para el conteo exacto
del tiempo de contagio tuvo que contaminar a personas sanas con la cepa de
treponema pallidum, a fin de aplicar tratamientos de corta, mediana y larga
duración, como las tres fases con las cuales él y sus compañeros habían
experimentado en los Estados Unidos, pero con animales.
El doctor malasangre tuvo que comprobar el tratamiento de corta duración
de la enfermedad para ver si la sífilis permanecía sin síntomas. También debió
verificar si un sifilítico con más días de enfermo lograba sanar después del
tratamiento con antibiótico. Y mucho más importante le resultaba comprobar la
tercera fase en la que había participado directamente con animales, teniendo en
sus manos a pacientes humanos con ocho meses de sífilis. Si bien esperó todo
ese tiempo para tratarlos con penicilina y, en el caso de que sus víctimas se
curaran, debía proceder como con los conejos… inyectándoles nuevamente la
sífilis. Sólo de esa manera se explican sus informes sobre las observaciones
experimentales en humanos, individualizadas y colectivas, que van desde 23
hasta 430 días.
La inoculación de guatemaltecos por Cutler se conoció este año en los
Estados Unidos. En 1966, el investigador de venéreas Peter Buxtun ya había
expresado su preocupación por la inmoralidad de Tuskegee en una carta a sus
superiores y lo denunció a la prensa en 1970. Sin embargo, Rein, en su estudio de
1951 publicado por la Oficina Sanitaria Panamericana al siguiente año, enfatiza
sobremanera en la necesidad de la ética médica, aunque sin mencionarlo
directamente. En la misma sección de evaluación clínica inadecuada en la que
habla de los procedimientos con conejos, señala que “desde el punto de vista de
la salubridad pública, el objetivo fundamental del tratamiento de la sífilis consiste
en lograr la erradicación de la enfermedad”.
Después de recomendar tratamiento de sifilíticos con programas breves y
dejar en evidencia que sus resultados fueron mejores que los de otros médicos,
incluso por los de la Unidad central de estadística del servicio de sanidad pública
de los Estados Unidos, Rein insiste en que “todo plan terapéutico que tenga por
meta la erradicación definitiva de la sífilis debe tratar primordialmente de curar en
realidad o de convertir en no infecciosos a los que padecen de sífilis en los
períodos tempranos”.
¿Sabía Rein de las atrocidades cometidas contra negros e indios en los
Estados Unidos y contra ladinos e indios en Guatemala? ¿Excluyó la Oficina
sanitaria panamericana esa denuncia en el informe oficial que publicó en 1952 con
la firma del autor? Preguntas que sólo los archivos, Rein o algún exfuncionario de
tal oficina podrían responder, si es que todavía están vivos.
Durante 1970, el año en que el Experimento Tuskegee se acabó, el asesor
de la Organización panamericana de la salud, Alvaro Llopis, señaló la necesidad
de calcular la incapacidad y la muerte prematura de enfermos sin tratamiento: uno
de cada doscientos quedará ciego, cuatro serán dementes y siete tendrán sífilis
cardiovascular. La sífilis no tratada reduce en un diez y siete por ciento la
expectativa de vida.
Llopis sabía que parte de muchos de los que se encontraban en esas
estadísticas eran víctimas del Experimento Tuskegee y quién sabe si los
guatemaltecos en manos del doctor malasangre estaban incluidos en los números
que manejó Estados Unidos. A lo mejor estas víctimas nunca fueron tomadas en
cuenta, resultado de un acto más de discriminación, racismo y desprecio por la
humanidad.
Tuskegee: A la izquierda, Cutler. A la derecha, la enfermera Eunice Rivers, colaboró 40 años con el
experimento en EUA.
V):
Dos mil niños centroamericanos
usados como conejillos de indias
El abominable Experimento Tuskegee sigue causando pánico en la medida que se
devela la negra historia de inoculación de guatemaltecos con enfermedades de
transmisión sexual por parte de los Estados Unidos en la década de los 40 del
siglo pasado. Un proyecto que no estaba destinado sólo para Guatemala ni para
adultos. Por lo menos dos mil niños de Guatemala, El Salvador, Honduras y Costa
Rica fueron parte del proyecto experimental iniciado en 1946 por John Charles
Cutler, el doctor malasangre.
Un manuscrito fechado en julio de 1951 sobre reacciones serológicas para
sífilis presuntamente positivas falsas en la América Central, revela en la parte
sumaria, que más de mil quinientos escolares de los cuatro países fueron
examinados por reactividad serológica mediante diversas pruebas para sífilis. A
ellos se agregan quinientos quince menores huérfanos del Hospicio de
Guatemala.
Todo comenzó en 1946, cuando la Oficina sanitaria panamericana
estableció en la ciudad de Guatemala el Laboratorio de investigación de
enfermedades venéreas, en supuesta cooperación con el Ministerio de salud
pública y con la ayuda del Servicio de sanidad de los Estados Unidos. De fomentar
el contagio entre enfermos mentales, militares, prostitutas y reos, los responsables
de Tuskegee pasaron a experimentar con niños en la región.
El informe racista detalla que se estudiaron escolares indios y ladinos de
siete a doce años de los cuatro países así: cinco escuelas rurales de Guatemala,
tres escuelas urbanas y tres rurales de El Salvador, cuatro escuelas urbanas de
Honduras y escolares de la capital de San José de Costa Rica. Se les hizo
exámenes físicos minuciosos y no presentaban signos de sífilis congénita. Todos
estaban subalimentados y el 90 por ciento de los niños se hallaba infectado con
áscaris lumbricoides, trichiura y otros parásitos.
¿Por qué conejillos de indias? Porque a los pequeños se les administró
quenopodio al uno por ciento, no tanto con el fin último de desparasitarlos.
También se les dio comida sin la intención final de alimentarlos. El fin último era
ver cómo el medicamento y la alimentación influían en los resultados de las
pruebas de sífilis. Además, el Experimento Tuskegee en la región comparó
resultados entre dos grupos de exámenes. Por una parte se ejecutaron las
pruebas antiguas de Kahn y Mazzini con antígenos lipoides y las más novedosas
pruebas de VDRL y Kline, utilizando antígenos compuestos de cardiolipina, lecitina
y colesterol. Una quinta prueba, de Kolmer, con reacciones de fijación del
complemento empleando un antígeno lipoide.
El problema era que ambos grupos de exámenes arrojaban resultados
diferentes en materia de reacciones serológicas para sífilis presuntamente
positivas falsas. Es decir, que aún cuando no tenían sífilis, los pequeños daban
positivo, como suele suceder con enfermos de malaria y otros padecimientos.
Pero la experimentación trataba de resolver lo siguiente: por qué con el primer
grupo obtenían hasta un veintitrés por ciento de reacciones dudosas y con el
segundo grupo solamente un dos por ciento. Para enredar más el problema
científico, los resultados diferían ostensiblemente entre los cuatro países del
experimento.
Y por si fuera poco, el proyecto se revela doblemente racista. Las pruebas
de sífilis en la región se hicieron con quienes los científicos blancos consideraron
como razas inferiores o humanos de segunda clase. Los resultados obtenidos con
los niños “indios y ladinos”, fueron comparados con estudios hechos con otro
grupo inferior y de segunda clase: los indios de los Estados Unidos.
Dice el documento: “De la información presentada se desprende que la
alimentación escolar (en combinación con el tratamiento parasitario) no ejerce
influencia significativa en la reactividad, lo que está de acuerdo con los resultados
obtenidos por Breazeale, a que se refieren McCammon y otros, y el que no pudo
relacionar los hábitos de nutrición con los resultados poco satisfactorios de las
pruebas de floculación para sífilis en grupos de indios pima, papago, navaho y
hopi del sudoeste de Estados Unidos”.
Toda una experimentación sin reglas hacia afuera y hacia abajo, pero con
reglas estrictamente aplicables a los ciudadanos blancos estadounidenses. El
informe cuyas firmas encabezaba Genevieve Stout, jefa del Laboratorio de
investigación de enfermedades venéreas del Servicio de sanidad de los Estados
Unidos, señala que durante la segunda guerra mundial, fue necesario formular
reglas definitivas para aplicar pruebas sanguíneas dudosas o positivas sin
evidencia clínica de sífilis al personal de las fuerzas armadas. Se observó que el
personal militar que regresaba de las zonas tropicales tendía a acusar reacciones
positivas falsas debido a enfermedades tales como la malaria y la filariasis.
La conclusión del informe firmado también por Miguel Guzmán, del Instituto
de nutrición para Centro América y Panamá, INCAP, y Nevin S. Scrimshaw, de la
Oficina sanitaria panamericana, es que a pesar de las numerosas investigaciones
no se llegó a conocer definitivamente el mecanismo responsable de la producción
de reacciones biológicas positivas falsas y, con la posible excepción de la prueba
de inmovilización de Nelson, no existe método absoluto para diferencias las
reacciones positivas verdaderas de las falsas.
Si seis décadas después ya se pueden diferenciar tales reacciones, ha de
ser un gran avance científico. Lo cierto es que Guatemala y la región
centroamericana contribuyeron grandemente en los avances de la ciencia médica,
gracias a la contribución no solicitada a prostitutas, militares, dementes y
prisioneros guatemaltecos infectados con sífilis. A ello también contribuyeron dos
mil niños centro americanos sobre los que habría que investigar históricamente si
no fueron usados por el demente doctor mala sangre, John Charles Cutler y
compañeros, para ver cómo reacciona un niño contagiándolo de sífilis. Con eso se
pudo ampliar el panorama de las investigaciones usando conejillos de indias, a los
que se vio por sobre el hombre blanco con una posición racista. Todo porque
Estados Unidos se da esa clase de permisos, aunque después sólo pide
disculpas.
Experimento: Uso y abuso de personas inoculándoles sífilis.
En acción: Cutler, abusando de negros en EUA.
VI).
¿Resarcimiento sin condena?
Expertos de 25 países del hemisferio participaron, en 1965, en un seminario
organizado por la Oficina sanitaria panamericana, auspiciado por el Servicio de
salud pública de Estados Unidos. La mayoría de ellos, directores y jefes de
departamento de ministerios de salud. Su preocupación: el incremento de
enfermedades venéreas en la década de los 50. Un documento preparado para
las discusiones técnicas de la XVIII Conferencia sanitaria panamericana de
Washington en octubre de 1970, señala: “Después del descenso observado en la
incidencia de las enfermedades venéreas en los años siguientes a la segunda
guerra mundial, la recrudescencia que se inició al final de la década del 50 en
todas las regiones del mundo atrajo de nuevo la atención de las autoridades de
salud…”
La “campaña salubrista” de Estados Unidos en las Américas para curar la
sífilis empezó cuando la guerra estaba terminando. Es decir, en un momento de la
historia que registraba niveles bajos de la enfermedad de Venus. Se supone que
tras el envío de científicos a nuestros países y la capacitación de técnicos y
profesionales de América en los Estados Unidos, la tendencia debió ser a la baja y
no de repunte, como ocurrió.
El documento publicado en un boletín de la Oficina sanitaria panamericana
aduce que, en buena parte, la propagación de la sífilis se debió a un aumento de
la población a partir de 1948, al incremento de los medios de comunicación y la
rapidez de los medios de transporte, una acelerada industrialización y
urbanización, altas tasas de natalidad con ensanchamiento del grupo joven, que
hizo de la sífilis una enfermedad de la conducta.
En la conferencia nada se mencionó del fracaso de la “campaña salubrista”
estadounidense en América, que convirtió a Guatemala en una especie de
laboratorio de ratas con las que uno de sus médicos, John C. Cutler, el doctor
malasangre, responsable de la expansión del Experimento Tuskegee, usó a
guatemaltecos para contagiarlos de sífilis, de lo cual también debe haber médicos
nacionales corresponsables.
Los expertos señalaron la promiscuidad como consecuencia de los cambios
en los patrones éticos, morales y de conducta difundidos con celeridad, debido a
las rápidas modificaciones sociales, económicas y tecnológicas, lo que redundó en
la actividad sexual, pero nada dijeron de las acciones médicas divorciadas de la
ética por parte de Cutler y compañeros en Guatemala. Ni siquiera hablaron de la
incidencia de Tuskegee en Alabama, Estados Unidos, donde la experimentación
con negros llevaba treinta y ocho años. Lo más grave de todo es que las
autoridades salubristas de aquel país ya lo sabían.
Aún cuando aborda los factores médicos, el documento de discusión se
queda corto. Señala que la introducción de la penicilina hizo que el público se
despreocupara y dio un falso sentido de seguridad a las autoridades. También
destaca una reducción del interés de los gobiernos por los programas de control y
el hecho de que el tratamiento haya pasado de venereólogos a médicos
generales. Y lo que es peor, indica que en muchos casos los enfermos recurrieron
a la automedicación, al aficionado, al curioso y al brujo.
Pero, a cambio de estar en manos de un demente bioterrorista
estadounidense como Cutler, un sifilítico que se auto recetó o se puso en manos
de un principiante, un boticario o un brujo ¿no gozó de más expectativas de vida?
Eso quizás estuvo mejor que pasar como conejillo de indias con un extraño
malasangre que usó y abusó de personas y se burló de Guatemala, amparado por
el Servicio salubrista de los Estados Unidos.
¿De qué sirven estos antecedentes y lo que revele la Comisión
investigadora nacional? Sirven en primer lugar para considerar la expansión del
Experimento Tuskegee con la internacionalización del bioterrorismo racista
iniciado por los Estados Unidos en contra de negros e indios en su territorio,
aplicado contra indios y ladinos en Guatemala, Centro América y, posiblemente,
en otras regiones, ya que el doctor malasangre fue un correcaminos mundial con
su juego de la muerte por inoculación de sífilis.
Hasta ahora se ha mencionado la necesidad de que Estados Unidos pague
por ese delito de lesa humanidad, establecido en tratados y convenios
internacionales de derechos humanos. Esa es la vía monetarista y la más fácil.
Basta con mostrar algunos costos económicos que ha significado la sífilis en el
mismo país del norte. El informe: El problema de las enfermedades venéreas en
las Américas, calculó costos anuales en dólares de 1970 (hace casi medio siglo)
que los veinticuatro mil pacientes con sicosis producida por la sífilis internados en
hospitales siquiátricos representaron gastos de $49 millones, el mantenimiento de
doce mil doscientos incapacitados por ceguera costó $5 millones y la pérdida de
años-hombre debido a la disminución de la expectativa de vida traducida a falta de
productividad, equivalió a $48 millones.
En todo caso, la compensación es secundaria. Como objetivo primario, el
Estado de Guatemala debe buscar una condena internacional en contra de los
Estados Unidos, ya sea a través organismos como la Corte interamericana de
derechos humanos, que representa ad hoc a los países objeto de la “campaña
salubrista” panamericana financiada por el estado norteamericano o en la Corte
penal internacional. Lógicamente, Guatemala perdería su tiempo en buscar una
condena de esa naturaleza en la Organización de estados americanos, la
sempiterna sirvienta del poderoso del norte. Sin embargo, debe hacer el esfuerzo
porque la Organización de naciones unidas discuta y concluya con una condena
moral.
Un resarcimiento económico sin condena moral y justicialista sería poner
todo el dolor de los problemas personales y sociales, el sufrimiento humano que
causó la política inhumana con los vecinos pobres en una posición rentista
mediante en el ámbito del libre mercado. Lo que hizo Estados Unidos fue, ni más
ni menos, una afrenta nacional. El resarcimiento debe ser consecuencia de la
condena y debe servir para apoyar a las víctimas, si es que todavía viven, y sus
familiares; para programas de atención de enfermedades venéreas, especialmente
del VIH-SIDA. Esa enfermedad, como el doctor malasangre, también nos vino del
norte. La primera víctima de SIDA murió en el hospital San Juan de Dios en 1985
y fue infectado allá donde se gestan experimentos médicos tenebrosos.
Bioterrorista. Tras su regreso de Guatemala a EUA, Cutler siguió experimentando con negros. Fotografía
posiblemente sacada de una película de HBO Nueva York, sobre Tuskegee en Alabama.
VII.)
Condena de la memoria
En el antiguo imperio romano, el Senado recurría a la “condena de la
memoria” contra aquellos tiranos que sojuzgaban al pueblo. Se eliminaba todo
cuanto recordara a los ex gobernantes y estaba prohibido el uso de sus nombres.
Se empezaba por extinguir las monedas con las efigies de los condenados y se
concluía con el derribo de sus estatuas personales. Una especie de venganza
política contra quienes se erigían como dioses o semidioses de carne y hueso. En
Guatemala, la condena de la memoria se usa en forma invertida. De esa cuenta,
sátrapas, delincuentes de cuello blanco y genocidas permanecen en la memoria y
en la boca de la población. La ciudad Pedro de Alvarado en Jutiapa y el Instituto
Carlos Manuel Arana Osorio en Retalhuleu, son dos ejemplos de esa alteración
ofensiva, sólo por mencionar a dos grandes criminales de guerra. Por el contrario,
los pocos gobernantes que lucharon por un presente digno y un mejor futuro son
excluidos de la memoria histórica. Para ello cuenta la supremacía del pensamiento
de los vencedores que ganaron sus batallas con la puñalada por la espalda o las
balas asesinas de los verdugos contra la faz de los inocentes.
El experimento Tuskegee ejecutado por Estados Unidos en Guatemala se
prestó para que esas elites recurrieran nuevamente con la “condena de la
memoria”, buscando al culpable nacional del bioterrorismo contra Guatemala,
encabezado por John C. Cutler, el doctor malasangre. Para los más reaccionarios,
el gran malhechor es el presidente Juan José Arévalo, ya que fue durante su
gobierno cuando ocurrieron las masivas infecciones venéreas malintencionadas
contra cientos de hombres, mujeres y, posiblemente, algunos niños entre 1946 y
1948. Otros reaccionarios disfrazados de demócratas exculpan a Juan José
Arévalo, a quien tomaron desde hace décadas como su referente revolucionario
en contraposición al “comunista” Jacobo Árbenz Guzmán. Pues bien, llegó el
momento de desenmarañar la historia y deducir responsabilidades personales en
ese crimen de lesa humanidad cometido contra Guatemala por el sempiterno mal
vecino del norte.
Quienes creen que el culpable es Arévalo por haber dejado entrar el
servicio médico de los Estados Unidos a Guatemala, están equivocados. Quien le
abrió la puerta a los extranjeros fue el general Jorge Ubico Castañeda, el gran
representante histórico de la oligarquía nacional que usurpó el poder político
durante 14 años. Los extranjeros llegaron en 1942 y el país se convirtió en el
primero de América Latina en adoptar el sistema salubrista estadounidense, tras la
firma de un convenio con Guatemala a través del Instituto de asuntos
interamericanos.
Los profesionales y técnicos visitantes participaron en labores de
saneamiento ambiental por dos años. A la renuncia del dictador, siguió el
ubiquismo sin Ubico, con Federico Ponce Vaides a la cabeza. Fue durante el corto
gobierno de este títere despótico el que prorrogó el convenio por 4 años el 30 de
agosto de 1944, a menos de dos meses que ocurriera el acontecimiento
revolucionario que tiró por la borda la dictadura de uno de los emperadores
centroamericanos de la época. La última prórroga fue por cuatro años más y el
convenio se ratificó por medio de notas entre el vicepresidente del Instituto de
asuntos interamericanos de los Estados unidos, general George C. Dunham y el
director de sanidad pública de Guatemala, Rodolfo Castillo. La acción
gubernamental fue ratificada por el Congreso.
El Servicio de cooperación, en efecto, contribuyó en trabajos de drenajes,
programas de vacunación y tratamiento de enfermedades como malaria, tifus y
tuberculosis. Por eso, Arévalo apoyo decididamente el proyecto sobre venéreas,
aunque nada fue de regalado en su totalidad. Para el año fiscal 1947-1948, el
gobierno de Guatemala ya contribuía con cien mil quetzales, una cantidad
considerable, tomando en cuenta que en el presupuesto salubrista había
asignaciones de 250 quetzales, cuando se podía comprar mucho con nada.
La instalación del laboratorio de exámenes de sangre para el tratamiento de
enfermedades venéreas fue apoyada por el presidente, al igual que apoyó
diversidad de acciones salubristas, como una campaña por radio, medios
impresos y cine contra enfermedades de transmisión sexual, además de una
cruzada internacional. El 25 de abril de cada año se celebraba el día antivenéreo,
establecido durante el I Congreso centroamericano en Panamá.
El gobierno revolucionario creó el Ministerio de salud, que absorbió a la
Dirección de sanidad, dependiente hasta entonces del Ministerio de justicia y
gobernación. Reprimió el comercio sexual clandestino y dispuso que las
empleadas de cantinas, cervecerías, cabarets, refresquerías y establecimiento
similares pasaran un reconocimiento médico obligatorio en las oficinas sanitarias.
Arévalo convirtió en hospital siquiátrico el asilo de alienados donde a los enfermos
los encerraron en bartolinas y los castigaron físicamente durante la larga noche
ubiquista.
El primer gobierno revolucionario estableció el Juzgado de sanidad,
intensificó el control de mujeres matriculadas y persiguió la prostitución
clandestina y el proxenetismo con base en el código de salud. En 1947 ya se
hicieron 37,658 exámenes serológicos de sífilis con las nuevas reacciones de
Mazzini, Cardiolipina y Kolmer y se llevaron a cabo 305 pruebas de liquido
cefalorraquídeo. En 1948, Guatemala fue la sede del II Congreso americano de
venereología. Por si esto fuese poco, creó la tarjeta sanitaria para novios, un
certificado prenupcial que se extendía después de exámenes de sangre, a los que
se sometieron 1517 hombres y 201 mujeres.
Esta medida y la obligación del examen obligatorio para embarazadas duró
hasta inicios de la década de los 70, pues en la Conferencia sanitaria
panamericana de ese año, Guatemala figuraba a la par de Argentina, Canadá,
Costa Rica, El Salvador, Estados Unidos, Honduras, México, Panamá, Paraguay y
Perú, que habían llevado esas acciones preventivas a la categoría de ley
aprobada por los organismos legislativos.
En sus informes al Congreso, el presidente se vanagloriaba que la sección
de venereología estableció la consulta externa y una sala de operaciones en un
hospital anexo donde a las pacientes les enseñaba manualidades y aprendían a
leer y escribir. Cuando habló del laboratorio serológico, informó que un
especialista empleaba las técnicas de uso en los Estados Unidos y que tenía
relación con el Centro de adiestramiento en serología de la Oficina sanitaria
panamericana de Washington.
Y Arévalo estaba en lo cierto, las pruebas de VDRL y otras fueron usadas
en Guatemala antes que en la mayoría de países de América Latina, si no antes
que en todo el subcontinente. Lo que el mandatario desconocía era que Cutler y
su esposa habían convertido el laboratorio en su cuarto de orgías sangrientas y
sifilíticas, con la colaboración de médicos guatemaltecos.
Los responsables nacionales directos obligadamente tienen que ser
quienes trabajaron muy cerca de malasangre. Se trata de los doctores Luis
Eduardo Galich, director de Sanidad Pública; Rolando Funes, quien quedó a cargo
del laboratorio, Juan Funes, especializado en Estados Unidos, junto con Abel
Paredes Luna, autor del libro: “un médico escritor enamorado de su profesión, de
su país y de la vida.” El ministro de salud Julio Bianchi podría ser responsable
directo o indirecto, mientras que el presidente, siendo exageradamente severo, un
responsable indirecto por ignorar lo que estaba ocurriendo.
Si bien es cierto, Arévalo tenía alguna arrogancia intelectual y cometió un
grave error político en otro caso de gran importancia nacional, fue ajeno al
bioterrorismo de Estados Unidos contra Guatemala. Es más, el mismo criminal
Cutler exculpa al mandatario, según un par de cartas enviadas al consentidor de
su barbarie, R. C. Arnold, en 1947. En ellas indica: “como se puede imaginar,
estamos conteniendo la respiración y explicando a los pacientes y otros
interesados, pero con una excepción, que el tratamiento es nuevo en la utilización
de suero seguido de la penicilina. Este doble discurso me hace saltar en el
tiempo…” “…unas cuantas palabras a la persona equivocada aquí, o incluso en
casa, podría arruinar esto o alguna parte de esto…” O sea que Cutler mentía y
estaba en la más impune clandestinidad con la complacencia de malinches
nacionales que toleraron y/o participaron en el experimento Tuskegee, a cambio,
como mínimo, de especialización en los Estados Unidos y otras prerrogativas del
extranjero.
La oligarquía nacional y quienes viven de ellos funcionando como sus
serviles cajitas de resonancia política e ideológica, intentaron llegar más lejos.
Algunos no dudaron en responsabilizar a Jacobo Árbenz, segundo gobernante de
la revolución, derrocado por Estados Unidos con el apoyo de los más grandes
vende patrias de nuestra historia reciente. Según ellos, Árbenz tuvo vela en este
entierro, pues como ministro de la defensa de Arévalo, permitió los experimentos
de malasangre con militares.
Si así es de extremista el señalamiento, a quien habría que responsabilizar
es al coronel Francisco Javier Arana, puesto que era el jefe de las fuerzas
armadas y tenía el control de los cuarteles militares. Como ministro de la defensa,
Árbenz tenía cosas más importantes, que verificar si los soldados eran
contagiados con sífilis por malasangre. Gran parte de su trabajo fue echar por la
borda los reiterados intentos de golpe de Estado planificados por el traidor número
uno de la revolución, el coronel Arana, llevado a los altares de los mártires por esa
misma oligarquía después que su héroe fue muerto en el Puente la Gloria en
Amatitlán.
Develado el misterio de los responsables nacionales, ¿se animarán los
detractores de la revolución a enmendar y hacer algo porque se aplique la imperial
“condena de la memoria” a los verdaderos culpables del experimento bioterrorista
contra Guatemala? O cambiarán el discurso sin asumir el riesgo de perder
negocios o la visa para decir: no importa, sólo se trató de putas, locos, militares,
delincuentes y niños huérfanos y de barriada, (como que si en sus círculos
sociales no existiera esta clase de personas).
Guatemala de la Asunción, 20 de octubre revolucionario de 2010
periodista Hugo Gordillo
Pregunta: ¿Qué debe hacer el gobierno por las secuelas que dejó el criminal
Cutler enviado por Estados Unidos a Guatemala?