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Una reivindicación a los sefaradíes, 520 años después
España anunció que otorgará la nacionalidad a los descendientes de los judíos expulsados en
1492. Hay miles de argentinos que pueden ser beneficiados por la medida. El impacto en la
comunidad.
Diario Clarín, Argentina
25/11/12 - 00:54
El jueves pasado, en Madrid, se lanzó el Procedimiento sobre concesión de
Nacionalidad Española a los extranjeros sefaradíes. A partir de ahora, se empezarán a
definir los plazos y requisitos formales para el trámite, aunque el valor simbólico de la
medida ya tiene impacto internacional.
“Se trata de un mecanismo que responde a la voluntad de España de facilitar los
aspectos legales del proceso de adquisición de la nacionalidad española por parte de los
ciudadanos sefaradíes de la Diáspora”, dice la nota de prensa del Centro Sefarad Israel.
En diálogo con Clarín, Marcelo Benveniste, difusor de la cultura sefaradí en la
Argentina, consideró que “es excelente que el tema salga a la luz, ya que permite abrir
las puertas para que el mundo conozca una historia poco conocida para los no
involucrados y hasta para muchos sefaradíes. Son temas casi ignorados en la mismísima
España y apenas figuran en sus libros de historia. Es un paso importantísimo el que se
dio”, resaltó Benveniste.
Sobre los procedimientos para la nacionalización, explicó que “hay que esperar a ver los
alcances, pero con seguridad no serán formas automáticas o masivas, sino que deberán
demostrarse los orígenes y no es fácil esta determinación, ya que pasaron 520 años de
los hechos y hay que hacer un profundo trabajo de investigación”.
Se calcula que unas 250 mil personas estarían en condiciones de pedir la nacionalidad
española. En la actualidad, hay entre 2.800 y 2.900 peticiones de este tipo pendientes de
tramitación, según informó el Ministerio de Justicia español. Allí se modificará el
Código Civil para que los solicitantes no tengan que renunciar a la nacionalidad de su
país de origen.
No fue más que otro de los episodios de la saga de persecuciones y resistencias que a
través de los siglos debieron enfrentar los judíos en todo el mundo: el 31 de marzo de
1492, los reyes católicos Fernando e Isabel firmaron en Granada el edicto de expulsión
de España de todos los hijos de David. Sólo había una opción para evitarla: convertirse
al catolicismo.
Aquella dolorosa elección entre el exilio y la humillación causó una historia de éxodos,
travesías, simulaciones y estrategias de supervivencia religiosa y cultural que, quinientos
veinte años después, está a punto de cerrarse sobre sí misma. Bajo un par de
burocráticos sellos de la Cancillería y el Ministerio de Justicia, el gobierno de España
anunció la semana pasada que le devolverá la ciudadanía española a los descendientes
de aquellos desterrados. Miles de ellos viven en Argentina.
Mientras la sombra de la Inquisición se proyectaba sobre Europa, su intérprete en
España, Tomás de Torquemada, inspiró el decreto por el cual se establecía un plazo de
cuatro meses para “limpiar” de judíos esa tierra.
Muchos partieron hacia la vecina Portugal, porque les permitía mantenerse en contacto
con quienes habían aceptado cristianizarse para evitar la hoguera.
El consuelo sirvió de poco: cuatro años después, el rey Manuel I sucumbió a la presión
de sus pares españoles y repitió la operación antisemita. Otra vez, a levantar las casas y
partir. O a disimular una identidad ancestral bajo el traslúcido ropaje de un bautismo
oportuno, un ajuste en la grafía del apellido o el más conveniente cambio de identidad
nominal.
Los “judíos conversos” –como los llamaron algunos historiadores– es el título de la
exhaustiva investigación del argentino Mario Javier Saban.
En ella se dilucida el camino que llevó a decenas de judíos a mezclarse entre los
adelantados y conquistadores de América para licuar las sospechas en su contra, o para
mantener viva la llama de su fe lejos del huracán inquisidor. Fue una guerra de
posiciones, regada de desconfianzas y traiciones.
En 1580, el portugués Pedro Díaz participa de la segunda fundación de Buenos Aires.
Dos años después, fray Francisco de Vitoria, obispo de Tucumán, es denunciado como
judaizante: sobre él pesa la duda de que su conversión no fue sincera. La misma duda
arrastraba su primo Martín Hernández, hasta que se disipó en el crepitar de una
hoguera. Más portugueses sospechosos llegan a Buenos Aires: comerciantes, banqueros
y sobre todo médicos. De los primeros 25 que tuvo la ciudad la mitad eran judíos mal
disimulados.
Hernando de Lerma, el fundador de Salta, terminó sus días en una cárcel de Madrid.
¿Su delito? “Judío”. El fundador de Córdoba, Jerónimo Luis Cabrera, también tenía
sangre hebrea en sus venas: El primer banquero fuerte de la colonia, Diego de Vega,
emplazó sus principales negocios sudamericanos en Buenos Aires para evitar el
frecuente acoso de la Inquisición en Lima. En 1603 se expulsa de la ciudad a todos los
“portugueses judaizantes” que habían llegado de Brasil. Pero como muchos estaban
casados con hijas de españoles, sortean la deportación.
El juego del gato y el ratón continuó durante los siglos XVII y XVIII. En una carta
destinada al obispo de Buenos Aires en 1766, Juan de Escandon estima que en la ciudad
había entre 4.000 y 6.000 judaizantes. Sólo en 1788, tras el permiso del rey Juan Carlos
de España para que puedan ingresar al ejército español personas de estirpe judaica, las
persecuciones y la hipocresía ceden terreno.
Un año más tarde, la Revolución Francesa inicia la emancipación de todos los judíos
europeos. En 1808, José Bonaparte declara la extinción de la Inquisición en España.
Dos años más tarde, en Buenos Aires, la Revolución de Mayo es agitada por una
mayoría de descendientes de portugueses judíos. La Asamblea de 1813 y la Constitución
de 1853 sellan cualquier hendija legal para la persecución. Pero mientras esto ocurría en
América, tras la expulsión de 1492 miles de judíos desterrados de España y Portugal
habían buscado refugio en los dominios turcos del Imperio Otomano y otras tierras
libres de fanáticos cristianos, como Siria y Armenia.
Con el tamiz de los años y la influencia del mestizaje cultural, aquellos refugiados
alumbraron una nueva y muy rica vertiente del judaísmo; la sefardí –o sefaradí según la
preferencia de dos escuelas de interpretación distintas–, que identifica a los judíos
españoles y sus descendientes.
En su acervo hay un dialecto, el ladino, fruto de la influencia que el español sufrió del
hebreo y de otras lenguas habladas en los sitios en donde sus usuarios habían logrado
establecerse.
El ladino, que muchos judíos argentinos habrán escuchado en sus casas cuando niños
de labios de sus abuelos, también fue sino de discriminación: aunque según el
diccionario esa palabra convertida en adjetivo describe a alguien “que actúa con astucia
y disimulo para conseguir lo que se propone”, su uso coloquial describe a una persona
de la que razonablemente habría que desconfiar.
¿Cómo fue que siglos después del solapado arribo de los “judíos conversos” fueron
llegando a la Argentina los sefardíes? La investigadora de la cultura sefardí y cantante
Liliana Tchukran de Benveniste dividió a esa ola inmigratoria en cuatro grupos: los
provenientes de Marruecos, de Turquía, de Grecia y los Balcanes y de Siria.
Los primeros barcos llegaron desde Tetuan, Ceuta, Tanger y Arcila, en Marruecos, entre
1870 y 1880. Traían a varones jóvenes, muchos de los cuales se especializaron en el arte
del tejido: una labor que señaló el rumbo económico de su comunidad.
Se instalaron en San Telmo, cerca del puerto, y en 1890 ya rezaban en un templo
ubicado en la calle Córdoba al 1100. Otros siguieron viaje al interior del país, poblando
varias ciudades bonaerenses y pueblos del norte argentino. Con profunda vocación
social –durante siglos su patria había vivido en los hábitos y ritos sociales que la
recreaban– en pocas décadas se multiplicaron los clubes, sociedades y templos, en uno
de los cuales se recibió la visita de un judío de renombre mundial: Albert Einstein.
Corría 1920. Las diferentes agrupaciones e instituciones comunitarias sefardíes de
origen marroquí se fusionaron en 1976, y dieron vida a la Asociación Comunidad
Israelita Latina de Buenos Aires.
La cuantiosa colectividad de judíos que vivía en el Imperio Otomano comenzó a
desgajar emigrados sobre el filo del siglo XIX. Empujados por los problemas
económicos, la leva para el servicio militar que querían evitar y un creciente clima de
inestabilidad política –más la inestimable ventaja que para cualquier sefardí implicaba
probar suerte en un país en el que se hablaba castellano– desembarcaron en Buenos
Aires miles de vendedores ambulantes, sastres y carpinteros. Se afincaron en el centro,
en las calles Reconquista, 25 de Mayo, Corrientes y Paraguay; probaron suerte en
Córdoba, Rosario, Tucumán, o en las fronteras arrebatadas a los indígenas en Chaco y
Formosa.
En Buenos Aires, alquilaron un salón en la calle Gurruchaga, en Villa Crespo, donde se
gestó la “Hermandad Sefaradí”. Sería el primer mojón de muchos otros en ese barrio. Y
una vez más: clubes, organizaciones y templos que tejieron una densa trama de sostén
social para quienes seguían bajando de los barcos: “Club Social Israelita Sefaradí”,
“Asociación Comunidad Israelita Sefaradí de Buenos Aires”, y siguen los ejemplos.
Pronto, la actividad y muchos de sus animadores fueron conquistando otro barrio
porteño: Flores.
La tercera de las corrientes sefardíes que llegaron a la Argentina –uno de los destinos
más importantes del mundo de esta diáspora– llegó desde Grecia. A comienzos del
siglo XX desembarcaron grupos provenientes de la isla de Rodas, seguidos por otros de
Tesalónica y Kos, que se instalaron en Colegiales, Belgrano y Coghlan. Para entonces ya
había estallado la Segunda Guerra Mundial, y Grecia caía bajo dominio de los fascistas
italianos.
Unos años antes, en 1908, llegaban a Buenos Aires los primeros sefardíes provenientes
de Beirut. Poco después, entre 1910 y 1925 fueron arribando quienes venían de
Damasco, y desde 1914 también los de Alepo: todos sirios. La mayoría eran varones
que habían dejado a sus mujeres en el desierto oriental. Pronto las reemplazaron por
otras locales. La Boca, Barracas y Lanús fueron los barrios elegidos por ellos. Y también
Once, donde confluían y se cruzaban judíos de todos los orígenes. Como muchos de
sus paisanos, los sefardíes sirios comenzaron vendiendo mercadería en la calle.
Hubo más inmigrantes sefardíes. Vinieron desde varias ciudades que hoy pertenecen a
Israel, de zonas persas y kurdas; yugoslavas, rumanas y búlgaras; bosnios, serbios
macedonios y uzbekos. Argentina les abrió sus muelles y sus fábricas. Ellos traían sus
brazos dispuestos, y valijas más llenas de esperanzas que de pertenencias. También
traían una historia sombría de persecuciones que quedaban atrás. Sus hijos y nietos
oyeron de ellas.
Ahora España les tiende a ellos una mano que busca cerrar aquella vieja herida.
Cinco siglos después.