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Observatorios Urbanos Exclusiones Miguel Manríquez Durán* En el sobrecargado ambiente propagandístico de los candidatos a la gubernatura, algo me queda claro: no hay propuestas en lo que a política cultural se refiere. El discurso de campaña, supeditado a slogans que pretenden introyectar ideas en los potenciales votantes, carece de profundidad alguna. La consecuencia natural de esta supuesta “estrategia comunicativa” es que los ciudadanos están inermes ante la intrusión mediática y la imagen proyectada por los asesores del candidato. En esta oferta y perfil electoral, la cultura queda limitada a las fórmulas ya manidas ya expuestas ya comunes que la clase política exhibe: políticas culturales de mecenazgo que la mayor parte de las veces se reduce a la fiesta cívica, al deporte y a la educación. Es más: ni siquiera hay definición de lo que una política cultural es. Si asumimos que la cultura no sólo es un modo de concebir el mundo y la vida, sino también una forma de interiorización de lo social, deberemos pensar entonces en el modo en que construimos el sentido y damos significado a la vida tanto en lo social como en lo individual. Por lo tanto, una política cultural es la acción concertada tanto del Estado como de sus gobernados para fortalecer la diversidad y el pluralismo cultural que cohesione la identidad y la vida cívica. Ello implica, en otras palabras, que la dimensión histórica de la cultura nacional está dada, precisamente, tanto por la vida económica y social, como por la organización de la vida política y la elaboración simbólica de la vida. Así, para los candidatos, la distinta y desigual participación de los grupos sociales se excluye de la vida cultural. Tomemos un ejemplo que ya he expuesto en colaboraciones anteriores: ¿qué no dice el discurso de la clase política acerca de las culturas juveniles? Lo sabemos bien: abordar a los jóvenes obliga a reconocer que las distintas culturas juveniles, sus prácticas culturales y educativas, así como sus estilos de vida, no son ajenos a los grandes problemas de los proyectos sociales dominantes y, por lo tanto, no son ajenos a las desigualdades, a las promesas incumplidas y a las deudas sociales para con nuestros jóvenes. La emergencia social de los jóvenes tiene sus lados oscuros: más de la mitad de la población en el mundo no ha cumplido los 25 años y eso quiere decir que, por primera vez en la historia, estamos ante la mayor generación de adolescentes que ha existido. Eso implica reconocer que nueve de cada diez jóvenes vive en países del tercer mundo y en condiciones de extrema pobreza (se calcula en 238 millones). A este desolador panorama hay que agregar que en nuestro territorio latinoamericano se estima una juventud en pobreza extrema y con poco más de 150 millones de niños en las calles. Esta generación se enfrenta a la inseguridad, el sida, el incremento del suicidio, la pérdida de confianza en las instituciones, la pobreza, la deserción escolar y, por si fuera poco, a la desigualdad y exclusión cultural. Estamos ante una generación cuya única referencia cultural es la crisis. El discurso político deberá rebasar la noción de que la condición juvenil y la juventud son palabras que puede utilizarse sólo para el fomento al voto o como sector manipulable y, todavía mejor, dominable. Imaginar “brigadas juveniles” homogéneas y desprovistas de sus propios rasgos identitarios y al servicio de un “ideario” político es tan difuso como la noción de jóvenes con “éxito social y reconocimiento público”. Las culturas juveniles son determinadas por las relaciones sociales históricamente construidas y representadas e inmersas en las redes y estructuras del poder. El ser joven no se define a partir de la intensa disputa con “lo viejo” sino que implica reconocer las diferencias sociales, las desigualdades económicas y las exclusiones políticas en el acto de ser joven. Hay muchas culturas juveniles en el país excluidas, marginadas y, lo que es peor, ausentes de la oferta política. Difundir desde el poder la idea de que juventud es un atributo inherente al éxito social, es cancelar la idea de que ante la experiencia de “los viejos” es más importante mantener apariencias juveniles. Esta idea, paradójicamente, viene de las adultocracias para mantenerse en el poder. *Profesor-investigador del Centro de Estudios Históricos de Región y Frontera de El Colegio de Sonora, [email protected]