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Transcript
TITULO: AU MILIEU DES SOLLICITUDES
TIPO DE DOCUMENTO: CARTA ENCÍCLICA
AUTOR: PAPA LEÓN XIII
TEMA: SOBRE LAS FORMAS DE GOBIERNO
FECHA: 16 de febrero de 1892
INTRODUCCION:
Esta encíclica estuvo precedida por Nobilísima Gallorum Gens (1884) y antes por dos
cartas de León XIII al cardenal de París y al Presidente de la República. Pese a los intentos de
cercanía del Papa, la III República continuó en su actitud hostil a la Iglesia. Además de las leyes
ya mencionadas en Nobilísima, la legislación contra la Iglesia continuó. Éstas fueron sus
principales manifestaciones:
• 28-3-1882: Instrucción laica en escuela primaria pública
• 27-7-1884: divorcio
• 14-8-1884: supresión de oraciones públicas al comenzar periodos parlamentarios
• 29-12-1884: Contra el patrimonio de Ordenes Religiosas
• 30-10-1886: Se prohíbe a los religiosos la enseñanza pública
• 15-7-1889: Se impone a los clérigos el servicio militar.
Y después de la encíclica:
• 1-7-1901: se separa a los religiosos del derecho común
• 7-7-1904: se suprimen los Institutos religiosos dedicados a enseñanza
• 1904: ruptura del Concordato y de relaciones con la Santa Sede.
IDEAS PRINCIPALES DE LA ENCICLICA:
Introducción
— Muchas veces hemos demostrado afecto por la Iglesia de Francia. [Nobilissima Gallorum
gens] Hoy, de nuevo [1]
I. LA CONJURACIÓN CONTRA LA IGLESIA EN FRANCIA
— Tenemos que sentir dolor ante ella y ante sus consecuencias [2]
— Nos consuela la devoción de Francia al Pontificado. Muchos han venido a consultarnos.
Siempre les hemos alentado a defender la fe católica y a la vez a su patria [3]
— Hoy, a católicos y a quienes no lo son, les exhortamos a unión y pacificación de Francia [4]
II. LA RELIGIÓN Y EL ESTADO
— Religión y sociedad. Sólo la religión puede crear el vínculo social. Ella sola basta para
mantener la paz de un pueblo. El fin de la sociedad es también el bien sobrenatural. Si no, la
agregación de familias no sería diferente a la de animales. Y sin bien sobrenatural, la
sociedad deja de ser ayuda y se convierte en un grave daño [5]
— Moral y Estado. La moralidad implica la existencia de Dios y de la religión, pues debe
armonizar muchos deberes y derechos desiguales. Y porque la moral supone una
dependencia de la verdad. Y el origen de toda verdad es Dios. Por eso los ciudadanos están
obligados a unirse para mantener vivo en la nación el sentimiento religioso y para
defenderlo contra ateos. [6]
— Cristianismo y Estado. Entre los católicos franceses el sentimiento religioso es más grande:
profesan la verdadera religión. La Iglesia católica es más eficaz que otras para ordenar la vida
social y la historia de Francia lo demuestra: a más fe, más "grandeur". La caridad cristiana
añadió nueva energía a la nativa magnanimidad de Francia. Hoy también. Sea cual sea su fe,
ningún francés renegará de estas glorias [7].
Por eso la principal preocupación de los católicos franceses hoy es asegurar la prosperidad
de la religión. Aquí no cabe división [8]
— Una acusación calumniosa. Hay quien dice que mis exhortaciones no tienen un fin religioso,
sino buscan conseguir poder temporal, dominando al Estado. Es acusación antigua: se le hizo
a Jesús [9]
— Por eso Pilato le condenó a muerte. Y San Justino insistió en defender la verdad [10]
— Así se puso el Imperio romano contra la Iglesia. Y la pusieron ante alternativa: apostasía o
martirio [11]
— En épocas posteriores, igual: denuncian falsas invasiones del Estado por parte de Iglesia,
para justificar así persecuciones a la Iglesia [12]
— Recordamos la historia para que los católicos de hoy no se amedrenten. Resistamos como
los apologetas, doctores y mártires. Trabajemos por la gloria de Dios y de la Iglesia [13]
III. PRINCIPIOS EN MATERIA DE FORMAS DE GOBIERNO
— Para defender la religión, hay que prescindir de desavenencias políticas ante la República
[14]
— En el terreno especulativo. La historia nos permite decir que en teoría hay formas de
gobierno mejores. Todas son buenas si buscan su fin. Se pueden preferir unas u otras de
acuerdo con el carácter de los pueblos. La Iglesia en esto deja libertad de opinión [15
— En el terreno práctico. Los principios —inmutables— deben aplicarse. En cada nación el
poder presenta una forma particular, dependiendo de circunstancias humanas [16]
— Los ciudadanos tienen obligación de acatar los regímenes constituidos. Por eso la Iglesia
condena a los rebeldes a la autoridad legítima, incluso cuando abusa de su poder. Así Pedro
y Pablo [17
— Pero eso no quiere decir que las formas de gobierno sean inmutables [18]
— Sólo la Iglesia conserva y conservará su forma de gobierno. Y tampoco puede renunciar a la
independencia y libertad de que le dotó Dios para bien de todos [19]
— Pero no así en los gobiernos humanos. Hay cambios mayores y menores. E incluso cambia la
forma de transmisión del poder supremo [20]
— ¿Cómo cambian? A veces por revoluciones sangrientas. En caso de anarquía, la sociedad
debe defenderse [22]
— En esta hipótesis, para salvar la paz, cambia la forma, pero el poder sigue. Cuando el poder
se usa para el bien común —éste es su fin— debe ser respetado: viene de Dios [22]
— En este caso el poder debe ser respetado obligatoriamente. Con más urgencia cuando la
revolución puede llevar a guerra civil o a anarquía. En este caso debe obedecerse al poder.
Porque el bien común, después de Dios, es la primera y última ley de la sociedad humana
[23]
— Así obra la Iglesia. Y así deben obrar los franceses ante la República, su gobierno de hecho.
Lejos de las divisiones, únanse todos para salvar la grandeza moral de la patria [24]
IV. DISTINCIÓN ENTRE RÉGIMEN CONSTITUIDO Y LEGISLACIÓN
— Objeción: Pero la República es anticristiana [25]
— Respuesta: Distíngase entre régimen y legislación. Un buen régimen puede legislar mal y al
revés [26]
— Es importante esta distinción. Y clara. La legislación depende de la calidad moral de los
gobernantes. [27]
— En Francia ha habido leyes malas para la Iglesia [28]. Por eso hemos protestado. Y los
obispos también [29]. ¡Pobre Francia! [30]
— Únanse los buenos para evitar estas leyes. Esto no es ir contra el poder, sino contra leyes
que son injustas porque no se acomodan a "Ordinatio rationis… ab bonum communem
promulgata" [31]
— Hay que oponerse a estas leyes inicuas que van contra Dios, y obedecer en lo bueno [32]
— Esto deben hacer los franceses [33]
V. DOS PUNTOS CONCRETOS
— Con ellos terminamos [34]
— El Concordato. Los gobernantes no lo han observado [35]
— Los más violentos quieren abolirlo para perseguir mejor a la Iglesia [36]
— Otros lo mantienen como coartada: no para cumplirlo, sino para utilizar lo que les interesa y
así encadenar a la Iglesia [37]
— No sabemos cual prevalecerá. Este asunto depende exclusivamente de la Santa Sede [38]
— La separación Iglesia-Estado. Éste no es tema discutible. No se puede separar el Estado de
Dios. Los verdaderos derechos del hombre nacen de Dios. Al negar a Dios se niegan los
derechos que El da a los hombres, porque los derechos del hombre nacen de Dios [39]
— Los católicos deben por eso oponerse a la separación Iglesia-Estado [40]
— Esta situación existe en algunos países. Tiene algunas ventajas cuando el legislador, en feliz
inconsecuencia, legisla cristianamente, Esta ventaja no supera los inconvenientes. Pero
permite que se tolere esta situación, que no es la peor posible [41]
— Pero no en Francia, de tradición católica. Menos aun cuando equivale a que la legislación no
sea religiosa y a prescindir de la Iglesia y a perseguirla [42]
— En breve: quieren el retorno al paganismo, persecución incluida [43]
VI. RECAPITULACIÓN
— He desarrollado los temas capitales para los católicos franceses hoy: los resumo de nuevo
[44]
— Esto facilitará la paz y unión [45]. Hacedlo [46]. Bendición [47]
Au milieu en prolongación de Nobilissima Gallorum Gens. Es el punto culminante del
“ralliement” que León XIII aconsejaba a los católicos franceses: el acercamiento al régimen.
Había católicos, de tendencia monárquica, que reprochaban a la III República su falta de
legitimidad y la inferioridad de esta forma de gobierno, le reprochaban igualmente su
legislación anticlerical y la violación del Concordato.
Otro sector de la Iglesia pensaba en otra dirección. Así el brindis del cardenal Lavigerie en
Argel (12-11-1890) o la audiencia de León XIII a Jacques Piou, diputado francés partidario del
“ralliement”, el nombramiento de Mons. Ferrata como Nuncio en París, que era fiel ejecutor de
las ideas del Secretario de Estado, cardenal Rampolla.
Lo que subyacía a la postura del Papa era un triple empeño:
 Señalar la licitud práctica de las formas de gobierno

Hacer ver que, por encima de todo, los católicos debían buscar el bien común de
cada país
 No permitir que la religión fuese considerada bandera exclusiva de un partido, en
Francia de los monárquicos
El Papa distingue entre régimen y legislación para no mezclar ambos temas. Volverá
sobre ello en Nôtre consolation (3-5-1892), dirigida a los cardenales franceses, comentario
auténtico a Au milieu y respuesta a algunas reacciones ante ella. Responde, en concreto, a
quienes le acusaban que en Italia actuaba de otra forma, que siempre le guía el Bien Común.
La cuestión de la separación Iglesia-Estado la comentaremos cuando se produzca (1904) y
Pío X tome postura ante ella.
AU MILIEU DES SOLLICITUDES
PAPA LEON XIII
(16-2-1892)
1.
En medio de las gravísimas preocupaciones de la Iglesia universal hemos querido muchas
veces, durante el transcurso de nuestro pontificado, testimoniar el afecto que profesamos
a Francia y al noble pueblo francés. En una de nuestras encíclicas, presente todavía en el
recuerdo de todos, hemos manifestado de una manera solemne los sentimientos más
íntimos de nuestro corazón sobre este particular. Es este afecto el que nos ha mantenido
constantemente atentos para seguir con la mirada y meditar en nuestro interior el
conjunto de los sucesos, tanto tristes como consoladores, que desde hace muchos años se
están desarrollando entre vosotros.
I. LA CONJURACIÓN CONTRA LA IGLESIA EN FRANCIA
2.
Porque, si examinamos a fondo el alcance de la extensa conjuración que ciertos hombres
preparan actualmente para aniquilar el cristianismo en Francia y la fiera animosidad
conque procuran la realización total de sus propósitos, pisoteando hasta las más
elementales nociones de libertad y justicia, sin consideración alguna a la opinión pública
profesada por la mayoría de la nación y sin respeto alguno a los inalienables derechos de la
Iglesia, ¿cómo no hemos Nos de sentir el más vivo dolor? Y cuando vemos sucederse unas
tras otras las funestas consecuencias de estos inicuos atentados, que constituyen ya una
seria amenaza para la moral, la religión y la misma política bien entendida, ¿cómo expresar
las amarguras que nos abruman y los temores que nos asedian?
3.
Por otra parte, Nos nos sentimos muy consolados al ver a este mismo pueblo francés
extremar su amor y su celo por la Santa Sede a medida que se ve más abandonado, o, por
mejor decir, más combatido en el mundo. Muchas veces, movidos por un arraigado
sentimiento de religiosidad y verdadero patriotismo, han venido hasta Nos hombres
ilustres, representantes de todas las clases sociales de Francia, felices por atender a las
continuas necesidades de la Iglesia y deseosos de pedirnos luz y consejo para estar seguros
de que, a pesar de las tribulaciones públicas actuales, no se apartan un ápice de las
enseñanzas del Pastor de todos los fieles. Y, ya por escrito, ya de palabra, Nos, por nuestra
parte, hemos dicho claramente a nuestros hijos lo que tenían derecho de pedir a su padre.
Nos no los hemos inducido al desaliento. Por el contrario, les hemos exhortado con energía
para que aumenten el ardor y los esfuerzos que emplean en defensa de la fe católica y, al
mismo tiempo, de su patria, deberes ambos de primer orden y a los cuales nadie en esta
vida puede substraerse.
4.
Hoy también estimamos oportuno, más aún, necesario, levantar de nuevo nuestra voz para
exhortar no sólo a los católicos, sino a todos los franceses honrados y sensatos, a
desarraigar, y arrojar lejos de sí todo germen de división política, de forma que puedan
dedicar todas sus fuerzas a la pacificación de su patria. Todos conocen el precio de esta
paz. Todos la desean, la exigen cada día con mayor ardor. Nos, que la apetecemos más que
nadie, puesto que representamos en la tierra al Dios de la paz, invitamos á todos los
corazones generosos a que nos secunden para hacerla duradera y fecunda.
II. LA RELIGIÓN Y EL ESTADO
5.
En primer lugar, tomemos como base fundamental de nuestra exposición una verdad
notoria, reconocida por todos los hombres de buen sentido y altamente proclamada por la
historia de todos los pueblos: la religión, y sola la religión, puede crear el vínculo social. Ella
sola basta para mantener sobre fundamentos sólidos la paz perfecta de un pueblo.
Cuando, sin renunciar a los deberes y derechos de la sociedad doméstica, varias familias se
unen, guiadas por la naturaleza, para constituirse en miembros de otra familia más
extensa, llamada sociedad civil, su fin ha es solamente hallar en ésta medios para mejor
proveer a su bienestar material, sino principalmente procurar por medio de ella el
beneficio supremo, que es el perfeccionamiento moral de los ciudadanos. De, lo contrario,
la sociedad humana aventajaría muy poco a una reunión de seres irracionales, cuya
existencia total se reduce a la satisfacción de los apetitos sensitivos. Pero hay más todavía:
sin el afán de obtener este perfeccionamiento moral sería muy difícilmente demostrable
que la sociedad civil, en vez de constituir para el hombre, considerado como tal, una
ventaja, no constituiría para él un grave daño.
Moral y Estado
6.
Ahora bien, la moralidad, por el hecho mismo de tener que armonizar en el hombre tantos
derechos y tantos deberes desiguales, puesto que la moralidad es un elemento que entra
como componente en todos los actos humanos, implica necesariamente la existencia de
Dios, y con la existencia de Dios la de la religión, lazo sagrado cuyo privilegio es unir, con
anterioridad a todo otro vínculo moral, al hombre con Dios. Porque la idea de moralidad
implica primordialmente un orden de dependencia con relación a la verdad, que es la luz
del alma, y con relación a la bondad, que es el fin de la voluntad. Sin la verdad, sin el bien,
no hay moral digna de este nombre. ¿Cuál es, por tanto, la verdad principal y esencial,
origen de toda otra verdad? Dios. ¿Y cuál es la bondad suprema, origen de todo bien? Dios.
¿Y quién es, finalmente, el creador y conservador de nuestra razón, de nuestra voluntad y
de todo nuestro ser? Dios y solamente Dios. Por consiguiente, siendo la religión la
expresión interior y exterior de esta dependencia que debemos a Dios en razón de justicia,
se desprende de este hecho una grave consecuencia: todos los ciudadanos están obligados
a unirse para mantener viva en la nación el verdadero sentimiento religioso y para
defenderlo vigorosamente cuando sea necesario. Tal sucede, por ejemplo, cuando una
escuela atea, desoyendo las protestas de la naturaleza y de la historia, se esfuerza por
arrojar a Dios de la sociedad, esperando destruir así rápidamente el sentido moral en el
fondo mismo de la conciencia humana. En este punto no puede existir diversidad de
criterio entre hombres que no han perdido la noción de la rectitud.
Cristianismo y Estado
7.
Entre los católicos franceses, el sentimiento religioso debe ser, sin duda alguna, más
profundo y universal, porque tienen la dicha de profesar la verdadera religión. Si las
creencias religiosas han sido siempre y en todas partes como las bases de la moralidad de
las acciones humanas y de la constitución de toda sociedad bien ordenada, es evidente
que la religión católica, por el hecho de ser la verdadera Iglesia de Jesucristo, posee una
eficacia superior a la de otra cualquiera religión para ordenar con acierto la vida social y la
vida individual de acuerdo con las normas de la recta razón. ¿Se quiere un ejemplo visible
de esta-eficacia? La misma Francia nos lo proporciona.
A medida que Francia progresó en la fe cristiana, fue subiendo gradualmente a aquella
cumbre de gloria a que llegó como potencia militar y política. La caridad cristiana añadió a
la nativa magnanimidad de Francia una nueva fuente de energías, y su admirable actividad
encontró estímulo, luz rectora y garantía de constancia en la fe cristiana, la cual, por mano
de la nación francesa, escribió páginas gloriosas en la historia del género humano. Su fe
actual, ¿no continúa añadiendo hoy día nuevas glorias a las glorias pasadas? Inagotable en
ingenio y en recursos, la vemos multiplicar a diario en el suelo patrio las obras de caridad.
Con admiración universal, la vemos partir a remotas tierras paganas, donde, merced a los
trabajos de sus misioneros cristianos y aun a precio de su sangre, difunde a la vez por todas
partes el nombre ilustre de Francia y los beneficios de la religión católica. Ningún francés,
sean las que sean sus opiniones, osará renegar de tales glorias. Renegar de estas glorias
equivaldría a renegar de su patria.
8.
Ahora bien, la historia de un pueblo demuestra de modo irrefutable cuál es el elemento
creador, conservador y perfeccionador de su grandeza política. Y si alguna vez llega a
faltarle ese elemento, ni la abundancia del oro ni la fuerza de las armas bastan para
salvarlo de la decadencia moral e incluso de la muerte. ¿Quién no comprende hoy día que
la principal preocupación de todos los franceses católicos ha de consistir en asegurar la
conservación de la religión católica con tanto mayor empeño cuanto más implacable y
cerrada es en Francia la hostilidad de las sectas contra aquélla? En esta lucha no puede
tolerarse lícitamente ni la acción indolente ni la división de partidos. La primera
demostraría una cobardía indigna de cristianos. La segunda causaría una debilidad
desastrosa.
Una acusación calumniosa
9.
Antes de pasar adelante es conveniente recordar aquí una calumnia astutamente
propalada entre el pueblo para desacreditar la fe con odiosas acusaciones contra los
católicos y aun contra la misma Santa Sede.
Afirman algunos que el verdadero fin y la energía en la acción inculcada por Nos a los
católicos para la defensa de su fe tienen como móvil oculto y principal no la defensa de los
intereses religiosos, sino la ambición de conferir a la Iglesia un poder temporal para la
dominación política del Estado.
Esta afirmación viene a resucitar de hecho una antiquísima calumnia, inventada ya por los
primeros enemigos del cristianismo. ¿No fue, acaso, formulada por primera vez contra la
adorable persona de nuestro Redentor? Se le acusaba de obrar con fines políticos, cuando
iluminaba las almas con su predicación y cuando con los tesoros de su bondad divina
aliviaba los padecimientos corporales y espirituales de los desgraciados: Hemos
encontrado a éste pervirtiendo a nuestro pueblo; prohíbe pagar tributo a César y dice ser El
el Mesías rey.... Si sueltas a éste, no eres amigo del César; todo el que se hace rey, va
contra el César... Nosotros no tenemos más rey que el César.
10. Estas calumnias, unidas a las amenazas, fueron las que arrancaron a Pilato la sentencia de
muerte contra Aquel cuya inocencia había reconocido varias veces. Los autores de esta
mentira y. de otras falsedades parecidas hicieron todo lo posible para propagarlas por
todos los pueblos. Por esto San Justino Mártir reprochaba a los judíos de su época: «Lejos
de arrepentiros, después de haber conocido su resurrección de entre los muertos, habéis
enviado por todo el mundo hombres hábilmente escogidos para anunciar que había
aparecido una secta herética fundada por un cierto seductor galileo llamado Jesús de
Galilea».
11. Al difamar con tanta audacia al cristianismo, sus enemigos sabían muy bien lo que hacían.
Su plan consistía en levantar contra la propagación del cristianismo un formidable
adversario: el Imperio romano. La calumnia avanzó, y los paganos, dando fe crédulamente
a las calumnias de los judíos, llamaban a los primeros cristianos «seres inútiles, ciudadanos
peligrosos, facciosos, enemigos del Imperio y de los emperadores» En vano los apologistas
del cristianismo con sus escritos, en vano los cristianos con su ejemplar conducta de vida
trataron de demostrar el criminal absurdo de tales acusaciones. Nadie se dignó prestar
atención a aquellos escritos y a esta conducta. El solo nombre de cristiano era para los
paganos una declaración de guerra. Y los cristianos, por el solo hecho de serlo, se veían
sometidos, forzosamente a esta alternativa: o la apostasía o el martirio.
12. Quejas idénticas y persecuciones iguales se renovaron con intensidad variable en los siglos
posteriores siempre que hubo gobernantes excesivamente celosos de su poder e
intencionalmente mal dispuestos contra la Iglesia. Han sido siempre maestros en el arte de
denunciar públicamente, como pretexto de persecución, unas supuestas invasiones de la
Iglesia en la esfera del Estado, para suministrar a éste apariencias de derecho en sus
usurpaciones y en sus violencias contra la Iglesia católica.
13. Nos hemos debido recordar brevemente el pasado histórico para que el presente no
desconcierte a los católicos. La lucha, en esencia, es siempre la misma: Jesucristo expuesto
siempre a las contradicciones del mundo. Los recursos puestos en juego por los modernos
enemigos del cristianismo son los de siempre. Recursos viejos en el fondo, apenas
modificados en la forma. Pero por esto mismo deben ser también idénticos los medios
defensivos, indicados claramente a los cristianos de la época actual por nuestros
apologistas, nuestros doctores y nuestros mártires. Lo que ellos hicieron es lo que nosotros
debemos hacer. Antepongamos a todo la gloria de Dios y de su Iglesia. Trabajemos por ella
con constante y eficaz esfuerzo. Dejemos el cuidado del éxito a Jesucristo, que nos dice: En
el mundo habéis de tener tribulación; pero confiad: yo he vencido al mundo.
III. PRINCIPIOS EN MATERIA DE FORMAS DE GOBIERNO
14. Para llegar a este resultado, lo advertimos antes, es necesaria una estrecha unión, y, si
queremos conseguir esta unión, es indispensable sacrificar todo apego de opiniones
propias que pueda debilitar la fuerza eficaz de la acción común.-Nos referimos
principalmente á las divergencias políticas de los franceses sobre la conducta que deben
observar frente a la actual República, cuestión que deseamos tratar con la claridad que su
importancia exige, partiendo de los principios ciertos y descendiendo después a las
consecuencias prácticas.
En el terreno especulativo
15. Una gran variedad de regímenes políticos se ha ido sucediendo en Francia durante este
siglo. Cada uno de estos regímenes posee su forma propia que lo diferencia de los demás:
el imperio, la monarquía y la república o democracia. Situándonos en el terreno de los
principios abstractos, podemos llegar tal vez a determinar cuál de estas formas de
gobierno, en sí mismas consideradas, es la mejor. Se puede afirmar igualmente con toda
verdad que todas y cada una son buenas, siempre que tiendan rectamente a su fin, es
decir, al bien común, razón de ser de la autoridad social. Conviene añadir, por último, que,
si se comparan, unas con otras, tal o cual forma de gobierno político puede ser preferible
bajo cierto aspecto, por adaptarse mejor que las otras al carácter y costumbres de un
pueblo determinado. En este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier
otro ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de gobierno,
precisamente porque ninguna de ellas se opone por sí misma a las exigencias de la sana
razón o a los dogmas de la doctrina católica. Lo dicho basta para justificar plenamente la
loable prudencia de la Iglesia, que en sus relaciones exteriores con los poderes políticos
hace abstracción de las formas que diferencian unos de otros, para tratar así libremente
con ellos los trascendentales intereses religiosos de los pueblos. La, Iglesia sabe que, en
virtud de su propio oficio, debe ejercer la tutela de estos intereses con preferencia a todo
otro interés. En nuestras encíclicas anteriores hemos expuesto ya estos principios. Era, sin
embargo, necesario recordarlos de nuevo para mayor declaración de este asunto que hoy
nos preocupa grandemente.
En el terreno práctico
16. Pero, si del plano abstracto descendemos al terreno práctico de los hechos, es necesario
procurar con cuidado que no queden negados los principios señalados. Los principios
referidos son inmutables. Sin embargo, al encarnarse en los hechos, los principios revisten
un carácter de contingencia variable, determinado por el medio concreto en que se verifica
su aplicación. Con otras palabras, si cada una de las formas políticas es buena en sí misma
y aplicable al gobierno supremo de los pueblos, sin embargo, de hecho sucede que en casi
todas las naciones el poder civil presenta una forma política particular. Cada pueblo tiene
la suya propia. Esta forma política particular procede de un conjunto de circunstancias
históricas o nacionales, pero siempre humanas, que han creado en cada nación una
legislación propia tradicional y fundamental. A través de estas circunstancias queda
determinada la forma política particular de gobierno, fundamento de la transmisión de los
supremos poderes a la posteridad.
17. Juzgamos innecesario advertir que todos y cada uno de los ciudadanos tienen la obligación
de aceptar los regímenes constituidos y que no pueden, intentar nada para destruirlos o
para cambiar su forma. De aquí procede que la Iglesia, depositaria única, en la tierra de la
más genuina y elevada noción del poder político, por derivar de Dios el origen dé todo
poder, haya reprobado siempre las doctrinas y haya condenado siempre a los hombres
rebeldes á la autoridad legítima. Actitud observada por la Iglesia incluso en tiempos en que
los gobernantes abusaban del poder recibido, privándose así del más firme apoyo dado a
su autoridad y del medio más eficaz para obtener la obediencia del pueblo a las leyes. En
esta materia nunca será excesivamente meditada la conocida enseñanza que en medio de
la persecución daba el Príncipe de los Apóstoles a los primeros cristianos: Honrad a todos,
amad la fraternidad, temed a 'Dios y honrad al emperador. Y aquellas palabras de San
Pablo: Ante todo te ruego que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de
gracias por, todos los hombres, por los emperadores y por todos los constituidos en
dignidad, a fin de que gocemos de vida tranquila y quieta con toda piedad y honestidad.
Esto es bueno y grato ante Dios, nuestro Salvador.
Los cambios políticos
18. Sin embargo, es necesario advertir cuidadosamente, al llegar a este punto, que, sea cual
sea en una nación la forma de gobierno, de ningún modo puede ser considerada esta
forma tan definitiva que haya de permanecer siempre inmutable, aun cuando ésta haya
sido la voluntad de los que en su origen la determinaron.
19. Sólo la Iglesia de Jesucristo ha podido conservar, y conservará hasta la consumación de los
tiempos, su forma de gobierno. Fundada por Aquel que era, que es y que será en los siglos,
recibió de El en su mismo origen, con abundancia, todos los medios que necesitaba para
proseguir con acierto su misión a través del movible océano de la vida humana. Y tan lejos
está la Iglesia de la necesidad de transformar su constitución esencial, que incluso carece
de facultad para renunciar a la libertad y soberana, independencia con que la sabiduría
divina la dotó en interés general de las almas.
20. Pero, tratándose de sociedades puramente humanas, es un hecho mil veces comprobado
por la historia que el tiempo, este gran transformador de todo lo terreno, obra
continuamente profundísimos cambios en las instituciones políticas de aquéllas. A veces se
limita solamente a introducir alguna modificación en la forma de gobierno establecida.
Pero otras veces llega a suprimir las formas primitivas, substituyéndolas con otras nuevas
totalmente diferentes. Más todavía, hay ocasiones en que cambia el mismo sistema de
transmisión del poder supremo.
21. ¿Cómo se verifican en la realidad los cambios políticos de que estamos hablando? Algunas
veces suelen ser resultado de crisis nacionales violentas, las más de ellas sangrientas. Bajo,
su empuje perecen de hecho los regímenes políticos anteriores. Surge entonces una
anarquía dominadora; inmediatamente el orden público del Estado se ve subvertido hasta
en sus mismos fundamentos. En este momento, una necesidad social se impone a toda la
nación: la de mirar por sí misma sin demora ¿Por qué no ha de tener la nación en este caso
tan gravemente perturbador y de restituir la paz pública al orden tranquilo anterior?
22. Ahora bien, esta necesidad social justifica la existencia y la constitución de un nuevo
régimen político, sea la que sea la forma que adopte, ya que, en la hipótesis de que
estamos hablando, este régimen nuevo está exigido necesariamente por la recuperación
del orden público, el cual no es posible sin un determinado régimen político. De aquí se
sigue que, en tales ocasiones, toda la novedad se reduce a la nueva forma política que
adopta el poder civil o al sistema nuevo de transmisión de este poder. Pero en modo
alguno afecta al poder considerado en sí mismo. Este poder persevera inmutable y digno
de todo respeto. Considerado a fondo en su propia naturaleza, el poder ha sido
establecido y se impone para facilitar, el bien común, razón suprema y origen de la
humana sociedad. Lo diremos con otras palabras: en toda hipótesis, el poder político,
considerado como tal; procede de Dios, y siempre y en todas partes procede
exclusivamente de Dios. No hay autoridad sino por Dios.
23. Por consiguiente, cuando de hecho quedan constituidos nuevos regímenes políticos,
representantes de este poder inmutable, su aceptación no solamente es lícita, sino incluso
obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común, que les da vida y los
mantiene. Aceptación obligatoria cuya urgencia es mayor cuando las revoluciones
acentúan el odio común, provocan la guerra civil y pueden sumir a la nación en el caos de
la anarquía. Esta grave obligación de sumisión y obediencia durará todo el tiempo que
requieran las exigencias del bien común. Porque, después de Dios, el bien común es la
primera y última ley de la sociedad humana.
24 Por esta razón queda plenamente justificada la prudencia con que procede la Iglesia al
asegurar las relaciones mutuas con los numerosos gobiernos que en menos de un siglo, y
siempre con violentas y hondas conmociones se han ido sucediendo en Francia. Esta
norma de conducta, por ser la más segura y saludable, es la que deben observar todos los
franceses en sus relaciones civiles con la República, que es el régimen político actual de su
patria. Arrojen lejos de sí toda clase de divergencias políticas que los dividen en partidos,
contrarios. Más aún: todos deben concentrar sus energías para conservar, restaurar y
levantar la grandeza moral de su patria.
IV. DISTINCIÓN ENTRE RÉGIMEN CONSTITUIDO Y LEGISLACIÓN
25. Pero surge aquí una dificultad: «Esta República, observan algunos, se halla animada de
sentimientos tan anticristianos, que ningún hombre recto, y mucho menos ningún católico,
puede aceptarla en conciencia». Esta es la causa principal que ha originado y exasperado
las disensiones políticas.
26. Se habrían evitado fácilmente todas estas lamentables y peligrosas divergencias políticas si
con prudente cuidado se hubiera tenido en cuenta la gran distinción que media entre
poderes constituidos y legislación. Porque la diferencia que existe entre la legislación y los
poderes políticos y su forma es tan grande, que, en un régimen cuya forma sea quizás la
más excelente de todas, la legislación puede ser detestable, y, por el contrario, dentro de
un régimen cuya forma sea la más imperfecta puede hallarse a veces una legislación
excelente. La comprobación histórica de esta diferencia es muy fácil. Pero resultaría inútil.
Todos están plenamente convencidos de ella. ¿Quién puede saberlo mejor que la Iglesia,
que ha mantenido siempre relaciones estables con todas las formas de poder constituido?
La Iglesia puede decir, con una experiencia superior a la de cualquier poder temporal,
cuántos consuelos y cuántos dolores le han producido con frecuencia las legislaciones de
los diversos regímenes que sucesivamente han ido rigiendo a los pueblos desde el Imperio
romano hasta nuestros días.
27. La importancia de la distinción que acabamos de establecer es grande. Pero su razón de
ser es también manifiesta. La legislación es obra de los hombres que están en el poder y
que gobiernan, de hecho, una nación. Consecuencia: en la práctica, la calidad de las leyes
depende más de la calidad moral de los gobernantes que de la forma constituida de
gobierno. Una legislación será buena o será mala según los principios buenos o malos que
profesen los legisladores y según se dejen éstos guiar por la prudencia política o por las
pasiones desordenadas.
28. En Francia, desde hace muchos con años, han sido promulgadas algunas leyes de suma
importancia con tendencias hostiles, a la religión y, por consiguiente, contrarias al bien
común de la nación. Es un hecho que todos reconocen. Por desgracia, la evidencia de los
hechos lo ha comprobado.
29. Nos mismo, cumpliendo un sagrado deber, enviamos más de una vez enérgicas quejas al
que entonces ocupaba la presidencia de la República. Sin embargo, las tendencias hostiles
contra la religión han perseverado. El mal se ha ido agravando. Nadie, por tanto, puede
extrañarse de que el episcopado francés, puesto por el Espíritu Santo para regir sus
diferentes e ilustres iglesias, se haya juzgado hace poco en la obligación de manifestar
públicamente la amargura que le produce la nueva situación gravosa creada en Francia por
el Gobierno a la religión católica.
30. ¡Pobre Francia! Sólo Dios puede medir el abismo de males en que se hundiría si esta
legislación, en vez de mejorar, se obstinara en proseguir tan equivocado e injusto camino.
Este camino acabará por arrancar del corazón de los franceses la religión que les ha hecho
tan grandes entre los pueblos europeos.
31. He aquí precisamente el terreno en que, prescindiendo de diferencias. políticas, deben
unirse todos los buenos como un solo hombre para luchar y para suprimir, por. todos los
medios legales, y honestos, los abusos cada vez mayores de la legislación civil: El respeto
debido a los poderes constituidos no puede prohibir esta lucha. Este respeto al poder
constituido no puede exigir ni imponer como cosa obligatoria ni el acatamiento ni mucho
menos una obediencia ilimitada, o indiscriminada a las leyes promulgadas por ese mismo
poder constituido. Que nadie lo olvide: la ley es un precepto ordenado según la razón,
elaborado y promulgado para el bien común por aquellos que con este fin han recibido el
poder.
32. Por consiguiente, jamás deben ser aceptadas las disposiciones legislativas, de cualquier
clase, contrarias a Dios y a la religión. Más aún: existe la obligación estricta de rechazarlas.
Esto es lo que el gran obispo de Hipona, San Agustín, expuso claramente con estas
elocuentes palabras: «Algunas veces... los gobernantes son rectos y temen a Dios; otras
veces no le temen. Juliano era un emperador infiel a Dios, apóstata, inicuo, idólatra; los
soldados cristianos sirvieron a un emperador infiel; pero, cuando se trataba de la causa de
Cristo, no reconocían sino a Aquel que está en los cielos. Si alguna vez ordenaba que
adorasen a los ídolos y les ofreciesen incienso, ponían a Dios por encima del emperador.
Pero cuando les decía: ¡A formar, en marcha contra tal o cual pueblo!, obedecían
inmediatamente. Sabían distinguir entre el Señor eterno y el señor temporal, y, sin
embargo, vivían sometidos incluso a su señor temporal por consideración al Señor
eterno». Nos sabemos que el ateo, abusando lamentablemente de su razón, y más todavía
de su voluntad, niega todos estos principios. Pero el ateismo es, en definitiva, un error tan
monstruoso, que, dicho sea en honor de la humanidad, nunca podrá suprimir en la
conciencia humana los derechos de Dios ni podrá sustituir a Dios con la idolatría del
Estado.
33. Definidos así los principios reguladores de nuestra conducta con Dios y con el poder
político, ningún espíritu imparcial podrá acusar a los católicos franceses de que, sin reparar
en sacrificios ni fatigas, procuren conservar para su patria lo que constituye la condición
absoluta de su seguridad, lo que resume todas las gloriosas tradiciones que registra su
historia y lo que los franceses no pueden nunca lícitamente dar al olvido.
34. No queremos terminar la presente encíclica sin, tocar otros dos puntos unidos
estrechamente con los anteriores, y que, relacionados íntimamente con los intereses
religiosos, han producido en el campo católico alguna división.
El Concordato
35. El primer punto es el relativo al Concordato que durante tantos años ha facilitado en
Francia la armonía entre la Iglesia y el Estado. Este pacto solemne y bilateral sobre las
materias públicas referentes a la Iglesia ha sido cumplido con fidelidad por la Santa Sede
en todo tiempo. ¿Ha sido observado con la misma fidelidad por el Gobierno francés? Ni
siquiera los mismos enemigos de la religión católica están de acuerdo en la respuesta.
36. Los adversarios más violentos quieren abolirlo, para que el Estado pueda así perseguir con
mayor libertad a la Iglesia, de Jesucristo.
37. Otros, por el contrarió, con mayor astucia, desean, o por lo menos así se expresan, el
mantenimiento del Concordato. No porque, reconozcan en el Estado la obligación de
cumplir los deberes pactados, sino porque quieren que el Estado se aproveche de los
beneficios, que con el Concordato le ha concedido la Iglesia.
Como si una de las partes obligadas pudiera por sí sola separar caprichosamente los
deberes aceptados y los derechos adquiridos, siendo así que los deberes y los derechos
están tan íntimamente unidos, que constituyen una sola y única totalidad jurídica. Para los
que así piensan, el Concordato en adelante será una mera cadena que coarte
miserablemente la libertad de la Iglesia, esa santa libertad a la que la Iglesia tiene, por
voluntad de Dios, derecho inalienable.
38. ¿Cuál de estas dos opiniones prevalecerá? Lo ignoramos. Las hemos expuesto aquí para
advertir a los católicos que no provoquen discusiones en un asunto cuya negociación y
resolución pertenecen exclusivamente a la Santa Sede.
La separación entre la Iglesia y el Estado
39. Respecto del segundo punto no usaremos la misma manera de hablar. Los adversarios de
la Iglesia establecen como firme fundamento básico del régimen político el principio de la
mutua separación entre la Iglesia y el, Estado. Lo cual equivaldría a separar, la legislación
humana de la legislación cristiana y divina. Nos no queremos detenernos en esta ocasión
para demostrar cuán absurda es la teoría de esta separación. Cualquiera lo puede
comprender por sí mismo. Desde el momento en que el Estado niega a Dios lo que es de
Dios, se sigue necesariamente que niegue a los ciudadanos todo aquello a que tienen
derecho como hombres. Quieran o no los adversarios de la Iglesia, los verdaderos
derechos del hombre nacen precisamente de sus obligaciones para con Dios. De lo cual se
sigue, que el Estado que falta en esta materia destruye en realidad el fin principal de su
institución y niega, en cierto modo; la razón suprema de su propia existencia. La razón
natural del hombre proclama con tanta evidencia los principios expuestos, que éstos se
imponen por su propia fuerza a todos los hombres que no viven cegados por el desorden
de' las pasiones.
40. Los católicos, por consiguiente, nunca se guardarán bastante de admitir y promover tal
separación. Porque querer que el Estado se separe de la Iglesia es lo mismo, por
consecuencia natural inevitable, que pretender reducir a la Iglesia a la mera libertad
jurídica común a todos los ciudadanos.
41. Es cierto que esta situación existe en algunos países. Pero esta situación de la Iglesia, si
bien tiene muchos y graves inconvenientes, presenta, sin embargo, algunas ventajas, sobre
todo cuando el legislador, con una feliz y manifiesta inconsecuencia entre la legislación
promulgada y el propio legislador, se muestra imbuido de los principios cristianos y
gobierna cristianamente. Estas ventajas no pueden justificar, ni enmendar el falso e injusto
principio de la separación ni autorizan a nadie para defenderlo. Sin embargo, aquellas
ventajas hacen tolerable un estado de cosas que prácticamente no es el peor de todos.
42. Pero en Francia, nación católica por sus antiguas tradiciones y por la fe actual de la gran
mayoría de sus hijos, la Iglesia no debe quedar situada en la precaria situación que tiene a
la fuerza en otros pueblos. Menos todavía pueden los católicos favorecer esta separación,
desde el momento en que conocen perfectamente los propósitos que abrigan los
adversarios, defensores de la separación. Para éstos sus manifestaciones son
suficientemente claras, la separación significa la completa independencia de la legislación
política respecto del poder legislativo religioso. Más aún, la absoluta indiferencia del poder
secular con relación a los intereses, los derechos y la naturaleza de la sociedad cristiana, es
decir, la Iglesia; y, por último, la negación misma de la propia existencia civil de ésta.
Hacen, sin embargo, una excepción: si alguna vez la Iglesia, abusando de la libertad civil y
de los medios legales que el derecho común concede al último francés, multiplica sus
actividades propias y logra un éxito próspero en sus empresas, al punto el Estado francés
intervendrá y podrá y deberá declarar a todos los católicos franceses fuera del derecho
común.
143. Digámoslo en una palabra: el fin último, el ideal supremo de estos hombres, consiste en el
regreso, si fuera posible, de la sociedad al paganismo: que el Estado no reconozca a la
Iglesia sino cuando, quiera perseguirla a su capricho.
VI. RECAPITULACIÓN
44. Nos hemos desarrollado, venerables hermanos, con brevedad, pero, con claridad a la vez,
si no todos, al menos los capítulos principales en que los católicos franceses y todos los
hombres de sano juicio deben unirse y concordar para procurar, en lo posible, el remedio
de los males que Francia padece, y para restaurar, de nuevo su grandeza moral. Estos
capítulos fundamentales son: la religión y la patria, el poder político y la legislación, la
norma obligatoria de conducta respecto del poder político y respecto de la legislación, el
Concordato y la separación mutua entre la Iglesia y el Estado.
45. Nos esperamos, que la declaración de estos principios disipará los prejuicios de muchos
hombres de buena fe y facilitará la pacificación de los espíritus y, por medio de ésta, la
unión perfecta de todos los católicos para luchar por la causa de Cristo, que ama a los
franceses.
46. ¡Gran consuelo es para nuestro corazón estimularos a que emprendáis este camino y
contemplar la docilidad con que todos respondéis a nuestro llamamiento! Vosotros,
venerables hermanos, con vuestra autoridad y con el ilustre celo por la Iglesia y por la
patria que os distingue, prestaréis una valiosa ayuda a esta obra de pacificación. Nos nos
complacemos en esperar que también los gobernantes sabrán apreciar nuestras palabras,
que pretenden únicamente la venturosa prosperidad de la nación francesa.
47. Entre tanto, y como prenda de nuestro paterno afecto a Francia, os concedemos
gustosamente a vosotros, venerables hermanos; a vuestro clero y a todos los católicos de
Francia, la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 16 de febrero de 1892, año decimocuarto de
nuestro pontificado.