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Transcript
TITULO: NOBILISSIMA GALLORUM GENS
TIPO DE DOCUMENTO: CARTA ENCÍCLICA
AUTOR: LEÓN XIII
TEMA: AL EPISCOPADO FRANCÉS
FECHA: 8 de febrero de 1884
INTRODUCCION
La III Republica Francesa, nacida tras la derrota de Sedan ante Prusia, tras los episodios
de la Comuna de París y sucesora del II Imperio de Napoleón III, comenzó su andadura (1873)
con una actitud moderada, en parte porque se impuso den Francia por un voto de diferencia. A
partir de 1879 Gambetta establece el monopolio estatal en la enseñanza universitaria y en 1880
Ferry suprime toda la actividad docente de las Órdenes y Congregaciones religiosas. En 1882
impone la enseñanza laica y sólo los centros estatales pueden enseñar. Estas medidas laicistas y
autoritarias no ocultaban la debilidad del régimen.
En esta situación la encíclica de León XIII tiene dos objetivos, que recogen sus dos partes:
que los católicos apoyen a la III Republica (“ralliement”) y, a la vez, que defiendan los derechos
de los ciudadanos y de la Iglesia, luchando por la libertad de enseñanza. Se aprecia en el
esquema siguiente.
ESQUEMA DE CONTENIDO
INTRODUCCIÓN
— Los franceses, desde Clodoveo, tienen méritos con la Iglesia: Clodoveo, Cruzadas… Por eso,
alabanzas de los Papas. Dios les ha premiado. Y nunca se apartaron del todo: alusión a la
Revolución Francesa, obra de filósofos que niegan autoridad de la Iglesia [1]
I. LA DOCTRINA CATÓLICA Y LA PROSPERIDAD DE LOS PUEBLOS
— Como hemos hecho con otras naciones, también ahora con Francia. Los intentos
destructores [de la III República] dañan a la Iglesia y también al Estado. Porque sin religión
no hay prosperidad del Estado: ni respeto a autoridad, ni búsqueda de utilidad común, ni
derecho (porque el castigo no basta) ni se evita la tiranía. Y, como no se puede separar el
principio de ambos, si el Estado se olvida de Dios, se le acabará la prosperidad y no contará
con la bendición del cielo: lo confirma la historia [2]
— En cambio estos males se evitan si se siguen los preceptos católicos [3]
II. EL CRISTIANISMO Y LA FAMILIA
— Es importante empezar desde la escuela con esta enseñanza católica. Por eso la Iglesia
condena las escuelas mixtas o neutras [4]
III. EL CRISTIANISMO Y EL ESTADO
— Hay dos sociedades —Iglesia y Estado— y dos poderes. Ambos están sometidos a la ley
eterna y a la ley natural. Ambos con su propia esfera y llamados a cooperar. En las materias
mixtas, concordia. Y cumplir los concordatos [5]
— En Francia hay concordato desde Pío VII y Primer Cónsul [el de 1801; no el de 1812]. Tan útil
que tras revoluciones se ha restablecido. Señal de su utilidad [6] Sin embargo, se está
conculcando [7].
IV NORMAS PRÁCTICAS
— Nos hemos hecho lo que debemos. Cuando la ley suprimió religiosos, escribimos carta al
Arzobispo de París. Y el año pasado, al Presidente de la República. Y animamos a Obispos:
hablad, cread escuelas, unidad en la acción. Y clero y seglares cumplan con su deber [8]
— Hay que hacer más: aumentar vocaciones. Y que los sacerdotes trabajen unidos a obispos.
En segundo lugar, acción de seglares, unidos bajo obispos, aun renunciando a miras
particulares [9]
— El pueblo y los contemplativos recen a Dios [10]
— Y esperamos que esto mejore. Bendición.
Son llamativas la paciencia y la actitud comprensiva y positiva del Papa con un régimen
ya hostil a la Iglesia. Y la defensa de la enseñanza religiosa desde el bien del país.
Esta carta estuvo precedida de dos escritos a los que se alude: la carta Perlectae a Nobis
(22-10-1880) dirigida al cardenal De Guibert, arzobispo de París, que es una defensa de las
Órdenes religiosas y de su papel en la sociedad. Y la carta del 12-3-1883 al Presidente de la III
República Francesa, Jules Grévy. En su respuesta, el Presidente hacía ver al Papa que él podía
hacer poco contra los enemigos de la Iglesia, pero que el Papa podía hacer más sobre los
enemigos de la República. Esto, pensaba, llevaría a la pacificación.
El asunto tratado en esta encíclica se prolongó en la de 1892, Au milieu des sollicitudes
NOBILISSIMA GALLORUM GENS
(8-2-1884)
INTRODUCCIÓN
1
La noble nación francesa, con sus múltiples proezas, así en la paz como en la guerra, se ha
ganado para la Iglesia católica la alabanza de unos méritos cuyo recuerdo perdurará
siempre y cuya gloria será inextinguible. Cuando, en el reinado de Clodoveo, la nación
francesa fue la primera en aceptar las instituciones cristianas, obtuvo a un mismo tiempo
el honroso testimonio y la recompensa merecida de su fe y de su piedad recibiendo el
nombre de hija primogénita de la Iglesia. Desde entonces, venerables hermanos, vuestros
antepasados, con sus grandes y útiles empresas, han sido como los auxiliares de la divina
Providencia. Pero en lo que ha destacado principalmente la virtud de vuestros mayores es
en la defensa del cristianismo por todo el mundo, en la propagación de la fe entre los
pueblos paganos, en la conquista y defensa dé los Santos Lugares de Palestina, de tal
manera que con justicia se ha ido formando aquella conocida expresión: Gesta Dei per
Francos. Por esto, por su adhesión íntima y fiel al catolicismo, vuestros mayores han
podido participar en alguna manera de -las glorias de la Iglesia y han podido crear
numerosas instituciones públicas y privadas, en las que aparece con todo su vigor la
eficacia de la religión, de la beneficencia y de la magnanimidad. Los Romanos Pontífices,
nuestros predecesores, han solido enaltecer con solemnes palabras estas virtudes de
vuestros padres y, correspondiendo a sus méritos con soberana benevolencia, han alabado
repetidas veces con grandes elogios al pueblo francés. Extraordinarias han sido,
particularmente, las alabanzas que Inocencio III y Gregorio IX, grandes luminares de la
Iglesia, hicieron a vuestros antepasados. Decía Inocencio III en una carta al arzobispo de
Reims: «Nos amamos el reino de Francia con una especial predilección, porque ha
destacado sobre los demás reinos por su respeto y adhesión hacia esta Sede Apostólica y
hacia Nos». Y Gregorio IX, en una carta a San Luis IX, decía hablando del reino de Francia:
«Que no ha podido ser separado por nada de su piedad hacia Dios y la Iglesia; jamás
pereció en él la libertad de la Iglesia; en ningún tiempo perdió allí la fe cristiana su natural
vigor; y, además, por la conservación de estos bienes, los reyes y súbditos de dicho reino
no han vacilado en derramar su sangre y exponerse a los mayores peligros».
Dios, por su parte, autor de la Naturaleza, y del cual los Estados reciben en esta vida la
recompensa de sus virtudes y de sus buenas acciones, ha derramado sobre Francia los
abundantes dones de la prosperidad: victorias en la guerra, cultura en la paz, nombre
ilustre y un imperio político poderoso. Y si bien es verdad que Francia, olvidándose en
cierto modo de sí misma y apartándose a veces de la misión recibida de Dios, se ha
mostrado hostil a la Iglesia, es, sin embargo, igualmente cierto que, por una soberana
merced del cielo, su apartamiento ni ha sido total ni ha sido permanente. ¡Ojalá hubiera
salido sana y salva de los acontecimientos que más próximos a nos otros en el tiempo
fueron igualmente desastrosos para la religión y para el Estado! Porque desde el día en
que la inteligencia del hombre, envenenada por la nueva filosofía y arrastrada por una
libertad ilimitada, comenzó a rechazar por todas partes la autoridad de la Iglesia, la
Historia se precipitó por un plano inclinado totalmente lógico. Desde que la vida moral de
la Humanidad quedó infectada por el bacilo mortal de las nuevas doctrinas, la sociedad
humana se ha ido poco a poco separando en gran parte y por completo de los principios y
de las instituciones cristianas. En la propagación por Francia de este mortal contagio
influyeron no poco en el siglo pasado ciertos filósofos, maestros de una loca sabiduría, que
pretendieron derribar radicalmente los fundamentos de la verdad cristiana e inauguraron
un sistema filosófico que inflamaba violentamente la fiebre ya harto encendida de una
libertad inmoderada. Más cercana a nosotros está la labor de todos aquellos a quienes un
odio impotente hacia lo divino mantiene unidos en criminales asociaciones, impulsándolos
continuamente a la opresión del catolicismo. Nadie mejor que vosotros, venerables
hermanos, sabe si hay sitio alguno en que el esfuerzo de esos hombres sea mayor que en
Francia.
I. LA DOCTRINA CATÓLICA Y LA PROSPERIDAD DE LOS PUEBLOS
2.
Por este motivo, el sentimiento de paterno amor que profesamos a todas las naciones nos
ha movido a recordar particularmente sus deberes en estos tiempos a los pueblos de
Irlanda, de España1 y de Italia por medio de cartas dirigidas a los episcopados de estos
países. Este mismo sentimiento nos mueve hoy a dirigir nuestro espíritu y nuestros
pensamientos hacia Francia.
Porque esos intentos destructores de que hemos hablado no dañan solamente a la Iglesia,
sino que son también extraordinariamente perniciosos para el Estado. La prosperidad de
un Estado no puede lograrse si se ahoga en ese Estado la influencia de la religión. Los
pueblos que pierden el temor de Dios quitan su base fundamental a la justicia, sin la cual
los mismos sabios paganos reconocían que era imposible el recto gobierno del Estado. La
autoridad de los gobernantes no tendrá prestigio suficiente ni las leyes la fuerza necesaria.
Cada cuál atenderá más al criterio de la utilidad que al criterio de la virtud. La inviolabilidad
del derecho quedará debilitada, porque el temor de las penases una pobre garantía de las
obligaciones. Los gobernantes degenerarán fácilmente en tiranía y los gobernados se
dejarán llevar por cualquier instigación a motines revolucionarios.
Pero, además, como no hay bien alguno en la naturaleza que no deba ser atribuido
causalmente a la bondad divina, todo Estado que disponga la exclusión de Dios de la
legislación y del gobierno rechaza, en cuanto de él depende, el auxilio de la bondad divina;
y, por lo tanto, se hace merecedor de la negación de toda protección celestial. Por esta
razón, aunque ese Estado parezca poderoso en recursos y abundante en bienes naturales,
lleva, sin embargo, en sus mismas entrañas un germen de muerte y no puede prometerse
la esperanza de una larga vida. Porque para las naciones cristianas como para cada uno de
los hombres, tan saludable es obedecer a los designios de Dios como peligroso el
desobedecerlos. Y es un hecho frecuente que mientras esas naciones cristianas
permanecen fieles a Dios y a su Iglesia alcanzan como por un camino natural, una-próspera
situación; pero si abandonan a Dios y a su Iglesia, caen en una total decadencia. La historia
demuestra con harta evidencia esta alternativa correspondencia. No faltarían ejemplos
domésticos, muy recientes, si Nos tuviésemos tiempo para recordar los acontecimientos
ocurridos en el siglo pasado, cuando Francia sufrió la revolución espantosa de, una licencia
desenfrenada que sacudió al mismo tiempo los intereses de la religión y del Estado.
3.
1
Por el contrario, estos males, que traen consigo la ruina cierta del Estado, son fácilmente
evitables si se observan los preceptos de la religión católica en la constitución y en el
gobierno de la familia y del Estado. Porque los preceptos cristianos son los más aptos para
la conservación del orden y para el bien de la sociedad política.
Véase la encíclica Cum multa, de 8 de diciembre de 1882.
II. EL CRISTIANISMO Y LA FAMILIA
4.
En primer lugar, y con relación a la familia, es sumamente importante educar desde el
principio en los preceptos de la religión, a los niños nacidos del matrimonio cristiano; y es
muy importante también que los estudios que sirven para educar e instruir a la infancia
estén unidos a la enseñanza religiosa. Separar la formación religiosa de la instrucción
general es querer, en realidad, que los niños se mantengan neutrales en lo referente a sus
deberes para con Dios. Este método educativo es falso y muy pernicioso sobre todo en los
primeros años, porque en realidad abre el camino al ateísmo y lo cierra a la religión. Los
padres conscientes tienen la grave obligación de velar para que sus hijos, tan pronto como
comienzan los estudios, reciban la enseñanza religiosa y para que en la escuela no haya
nada que ofenda a la integridad de la fe o de la sana moral. La obligación de usar estas
cautelas en la educación de los hijos está impuesta por la ley natural y por la ley divina y
los padres no pueden eximirse de ella por ningún motivo. Por su parte, la Iglesia, guardiana
y defensora de la integridad de la fe, debe, en virtud de la autoridad que de Dios, su
Fundador, ha recibido, llamar a todos los pueblos al conocimiento de la verdad cristiana y
vigilar con sumo cuidado las normas y los criterios conque se educa a la juventud puesta
bajo su autoridad. Por esto ha condenado siempre abiertamente las escuelas mixtas o
neutras, advirtiendo sin cesar a los padres de familia que vigilen atentamente en un asunto
de tanta trascendencia. Obedecer a la Iglesia en este punto es hacer una obra utilísima y
proveer de modo excelente al bienestar público. Porque los que en su primera edad no
han sido formados en materia religiosa crecen sin conocimiento alguno de las verdades
más trascendentales, que son las únicas que pueden al mismo tiempo fomentar en los
hombres el amor a la virtud y dominar los apetitos contrarios a la razón. Tales verdades
son las ideas de un Dios juez y vengador, de las recompensas y penas de la otra vida y de
los auxilios sobrenaturales que nos dio y da Jesucristo para cumplir santa y celosamente
nuestras obligaciones. Sin el conocimiento de estas verdades será deficiente y enfermiza
toda cultura posterior; y los que en su adolescencia no se acostumbraron al temor de Dios,
no podrán soportar después norma alguna de vida moral, y por haber dado rienda suelta a
sus propias pasiones se verán arrastrados fácilmente a movimientos revolucionarios
perturbadores del orden en el Estado.
III. EL CRISTIANISMO Y EL ESTADO
5.
En segundo lugar, son tan útiles como verdaderos los principios cristianos relativos al
Estado y a las mutuas relaciones jurídicas entre el poder sagrado y el poder político.
Porque así como en la tierra existen dos supremas sociedades, la una el Estado, cuyo fin
próximo es proporcionar al género humano los bienes temporales de esta vida, y la otra la
Iglesia, que tiene por objeto conducir al hombre a la felicidad verdadera, celestial y eterna,
para la que hemos nacido, así también existen dos poderes, sometidos ambos a la ley
eterna y a la ley natural, y consagrado cada uno a su fin propio en todo lo referente a la
esfera jurídica de su propia jurisdicción y competencia. Pero siempre que sea necesario
establecer una norma sobre una materia mixta, en la cual cada uno de estos dos poderes
por razones distintas y con diversos procedimientos debe intervenir, es necesaria y al
mismo tiempo favorable a la utilidad pública la concordia entre ambos poderes. Si esta
concordia desaparece se sigue forzosamente una situación crítica e inestable que
imposibilita la segura tranquilidad de la Iglesia y del Estado. Por consiguiente, cuando por
medio de un solemne concordato ha sido establecido públicamente un régimen de
relaciones entre el poder religioso y el poder político, importa a la justicia, no menos que al
Estado, el mantenimiento íntegro de esa concordia; porque de la misma manera que
mutuamente cumplen sus obligaciones propias, así también reciben y dan ambas partes
una serie cierta de ventajas mutuas.
6.
En Francia, al comenzar este siglo, una vez recobrada la calma tras la reciente revolución
política y la época del terror, los mismos gobernantes comprendieron que el remedio más
idóneo para levantar el Estado destruido por tantas calamidades era la restauración de la
religión católica. Previendo las ventajas que para el futuro supondría un acuerdo, nuestro
predecesor Pío VII accedió gustosamente a los deseos del primer Cónsul, usando toda la
bondad y condescendencia compatibles con su cargo.-Establecido entonces un acuerdo
sobre las materias principales, quedaron puestos los fundamentos y abierto un camino
seguro y expedito para la restauración y el restablecimiento gradual de la situación
religiosa. En realidad, a partir de este momento y posteriormente se han promulgado
varias disposiciones legales que tienden a proteger la integridad y el honor de la Iglesia. Las
inmensas ventajas resultantes de este acuerdo deben ser más apreciadas todavía, porque
todo lo concerniente a la religión había sido destruido radicalmente en Francia. Devuelta
públicamente su dignidad a la religión, las instituciones cristianas renacieron
completamente. Pero son admirables también los bienes que este restablecimiento aportó
a la prosperidad del Estado. Porque cuando éste, recién liberado de la furiosa tempestad
revolucionaria, buscaba una fundamentación sólida para la tranquilidad y el orden
públicos, comprendió que era la religión católica la única que podría proporcionársela. De
lo cual se concluye que la decisión de restablecer la concordia con la Iglesia fue obra de un
hombre prudente y hábil en el gobierno de los intereses públicos. Por lo cual, aun en el
supuesto de que no existieran otros motivos, la razón que movió entonces para buscar la
pacificación debería movernos ahora para mantener su conservación. Porque en medio de
la ardiente fiebre revolucionaria que por todas partes se manifiesta y ante la acuciarte
incertidumbre del futuro, constituiría una grave y peligrosa imprudencia introducir nuevos
motivos de discordia entre los dos poderes y poner obstáculos que impidieran o retardaran
la bienhechora acción de la Iglesia.
7.
Sin embargo, vemos actualmente, con inquietante ansiedad, la aparición de alarmantes
peligros en este sentido. Se han promulgado y se siguen promulgando todavía
disposiciones legales totalmente incompatibles con la seguridad de la Iglesia. Algunos, en
efecto, por hostilidad a la Iglesia, se han dedicado a provocar un odio persecutorio contra
las instituciones católicas y a proclamarlas públicamente como enemigas del Estado. Con
no menor pena y angustia presenciamos los propósitos de algunos políticos que, para
romper las relaciones armónicas de la Iglesia y el Estado, desean abolir tarde o temprano el
vigente y legítimo concordato concluido con la Sede Apostólica.
IV. NORMAS PRÁCTICAS
8.
Nos, ciertamente, en esta situación no hemos dejado de hacer lo que las circunstancias
exigían. Nos, siempre que ha sido necesario, hemos ordenado a nuestro nuncio apostólico
que hiciera reclamaciones, y el gobierno francés, por su parte, ha declarado que las recibía
con ánimo dispuesto a la equidad.
Nos mismo, cuando se dictó la ley suprimiendo las comunidades religiosas, hemos dado a
conocer nuestros sentimientos en una carta dirigida a nuestro querido hijo el arzobispo de
París, cardenal de la Santa Iglesia Romana. De modo parecido, en una carta enviada en
junio del año pasado al presidente de la República, Nos hemos deplorado las medidas que
se oponen a la salvación de las almas y menoscaban los derechos de la Iglesia. Y hemos
obrado así porque en primer lugar lugar la santidad y la grandeza de nuestro cargo
apostólico nos obligaban a ello, y porque además deseamos vivamente que la religión
heredada de vuestros padres y vuestros antepasados se conserve santa e inviolablemente
en Francia. Con igual perseverancia y con los mismos medios, Nos hemos resuelto
defender siempre en el porvenir el catolicismo de Francia.
En el cumplimiento de esta justa y obligatoria misión, Nos hemos tenido siempre en
vosotros, venerables hermanos, un eficiente auxilio. Obligados por la fuerza a deplorar la
supresión de las Ordenes y Congregaciones religiosas, habéis hecho al menos todo lo que
estaba a vuestro alcance para que los religiosos, beneméritos no menos del Estado que de
la Iglesia, no sucumbiesen sin defensa. Ahora, y en la medida que os permiten las leyes,
ponéis vuestra más viva solicitud y más constante atención en procurar a la juventud los
medios necesarios de una sana educación. Y por lo que toca a los proyectos que algunos
políticos preparan contra la Iglesia, no habéis dejado de señalar el daño que supondrían
para el propio Estado. Nadie podrá acusaros de que al obrar de esta, manera procedéis
movidos por consideraciones meramente humanas o para hacer oposición al régimen republicano constituido. Porque cuando se trata de la gloria de Dios, cuando está en peligro
la salvación de las almas, vuestro deber es el de defenderlas y velar por ellas.
Continuad, pues, con prudente firmeza en el cumplimiento de vuestra misión episcopal.
Enseñad los preceptos de la doctrina cristiana y mostrad al pueblo el camino que debe
seguir en estos dificultosos tiempos. Es necesario que todos los fieles tengan unidad de
pensamiento y unidad de: voluntades. Y, cuando la causa es común, es necesario que
exista también unidad en la acción. Procurad que en ninguna parte falten escuelas en las
que se enseñe a los niños con todo el cuidado posible el conocimiento de los bienes
sobrenaturales y de los deberes para con Dios, y en las que aprendan a conocer a fondo a
la iglesia y a obedecerla íntegramente, hasta el punto de que lleguen a comprender que
deben estar dispuestos a sufrirlo todo por causa de la Iglesia. Francia es rica en ejemplos
de hombres ilustres que por la fe católica no han rehusado prueba alguna, incluso la
pérdida de la propia vida. Durante la misma revolución, que hemos recordado, hubo
muchos hombres de fe invencible que consagraron con su valor y con su sangre el honor
nacional. Y en nuestros días vemos en Francia una virtud que con el auxilio de Dios sabe
defenderse a sí misma en medio de tantos peligros y persecuciones. El clero cumple los
deberes de su ministerio con esa caridad que es propia de los sacerdotes, siempre pronta e
industriosa para acudir en auxilio del prójimo. Gran número de seglares profesan pública y
valerosamente su fe católica, dan testimonio a porfía de muchas maneras y continuamente
de su adhesión a esta Sede Apostólica, proveen con grandes gastos y con eximio celo a la
educación de la juventud y contribuyen al alivio de las necesidades públicas con una
liberalidad y una beneficencia admirables.
9.
Pero es necesario no sólo conservar, sino también aumentar con el esfuerzo de todos y con
gran perseverancia estos bienes, que abren un horizonte esperanzador para Francia. En
primer lugar, es preciso procurar el aumento continuo del clero con vocaciones idóneas s.
Es preciso también que la autoridad de los prelados sea sagrada para los sacerdotes y que
tengan éstos por cierto que el ministerio sacerdotal, si no se ejerce bajo el magisterio de
los obispos, no puede ser santo, ni útil, ni recto.
En segundo lugar, es necesario que una selección de seglares católicos, amantes de la
iglesia, madre común de todos, y cuyos discursos y escritos pueden ser de gran utilidad
para garantía de los derechos del catolicismo, se consagre activamente a la defensa de la
religión. Pero para obtener estos felices resultados son totalmente necesarias la unión de
las voluntades y la unidad en la acción. Nada desean tanto los enemigos de la Iglesia como
las divisiones internas entre los católicos. Persuádanse los católicos que deben evitar a
toda costa las disensiones, recordando aquellas palabras divinas: todo reino dividido entre
sí perecerá. Y si para obtener la unión es preciso que cada, uno renuncie a su propia
opinión y a su propio juicio; hágalo de buena voluntad y mirando al bien común.
Esfuércense principalmente los escritores en conservar esta paz de los espíritus en todas
las cuestiones. Antepongan a sus propias utilidades lo que favorece el interés común.
Defiendan las empresas comunes. Obedezcan de buena gana la dirección de aquellos a
quienes el Espíritu Santo puso como, obispos para regir la Iglesia de Dios, y no emprendan
nada contra la voluntad de aquellos a quienes es necesario seguir como jefes cuando se
combate por la religión.
10. Finalmente; de acuerdo con la conducta que la Iglesia, ha observado siempre en las
circunstancias difíciles, el pueblo entero, bajo vuestra autoridad, no deje de orar y de
suplicar a Dios que vuelva sus miradas a Francia y que su misericordia triunfe de su cólera.
Muchas veces la Majestad divina ha sido ultrajada por la licencia actual en el hablar y en el
escribir, y no faltan quienes no sólo repudian con ingratitud los beneficios de Jesucristo,
salvador de los hombres, sino que incluso proclaman con una impiedad ostentosa que no
quieren reconocer la existencia de Dios. Es absolutamente necesario que los católicos, con
actos internos de fe y de piedad, compensen esta perversidad intelectual y moral. Es
necesario que demuestren públicamente que para ellos nada hay superior a la gloria de
Dios, nada tan querido como la religión de sus padres. Los que, más estrechamente unidos
con Dios, viven en la clausura de los monasterios, excítense ahora a una caridad generosa y
esfuércense por hacernos a Dios propicio con oraciones humildes, mortificaciones
voluntarias y la abnegación dé sí mismos. Confiamos que con estos medios y con el auxilio
divino se logrará que los equivocados abran los ojos a la luz de la verdad y el nombre
francés florezca de nuevo en su genuina grandeza.
11. En todo lo que hemos dicho hasta aquí, reconoced, venerables hermanos, nuestro corazón
de padre y la grandeza del amor que tenemos a todo el pueblo francés. Y no dudamos que
este testimonio de nuestro gran amor servirá para confirmar y aumentar la saludable y
necesaria unión entre Francia y la Sede Apostólica, que ha procurado en todo tiempo tan
numerosos y tan grandes bienes para utilidad de la Iglesia y del Estado.-Esperanzados con
este pensamiento, Nos deseamos a vosotros, venerables hermanos, y a vuestros
conciudadanos la mayor abundancia de dones celestiales. Como prenda de estos dones y
testimonio de nuestra particular benevolencia os damos amorosamente in Domino la
bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de febrero de 1884, año sexto de nuestro
pontificado.