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La liturgia, fuente de espiritualidad
Por Isaías A. Rodríguez
El interés por la espiritualidad se acrecentó de una manera asombrosa en la última parte del siglo XX.
De ser campo reservado para los especialistas religiosos pasó a ocupar la palestra no solo de la vida
religiosa sino de la sociedad entera.
El origen próximo de tal eclosión lo vemos en el Concilio Vaticano II (1962-65). Ese concilio acercó a
las confesiones cristianas que habían permanecido hostiles durante más de cuatrocientos años. También
favoreció las relaciones con religiones no cristianas. Tal apertura promovió el interés por lo espiritual en
todo el mundo.
En la Iglesia Católica el tema de la espiritualidad siempre había sido central, aunque relegado a
quienes estaban consagrados de una manera especial a la vida religiosa. Sin embargo, ese concilio amplió
el marco de referencia insistiendo en que todos los fieles están llamados a la perfección. Con tal apertura
interna y externa hacia todo el campo religioso, no cabe duda que se había de dar una fermentación que
madurara en la eclosión espiritual actual.
Pero, el concepto de espiritualidad, que para algunos podría estar claro, con esta nueva fertilización
empezó a oscurecerse de tal manera que el comentarista estadounidense Bill Moyers podría afirmar en su
obra The Future of Our Past que “el asunto más importante de todo el siglo XX era el definir qué
significa espiritual”.
Hoy día la palabra “espiritual” se usa tan profusamente que uno no da fe a lo que ve y oye. El tener
“una conversación espiritual” lo mismo aparece en labios de un financiero que de un comentador de la
televisión. Otros afirman la importancia de la espiritualidad, pero al mismo tiempo aseguran no estar
interesados en la religión institucional. Evidentemente, tales personas desconocen el significado
apropiado y clásico del término “espiritual” y se refieren con él a sentimientos, emociones, operaciones
psíquicas, o incluso a un interés filosófico por el más allá, por algo que dé sentido a la vida.
Esta amplitud del tema espiritual a una escala mundial es lo que ha dado lugar, según Eulogio Pacho,
al estudio de la “espiritualidad comparada”.
No cabe duda que, a pesar de la vaguedad que pueda implicar esta situación actual, hay manifiesta una
verdadera hambre de algo más sabroso que lo que pueda ofrecer todo el bienestar y confort de la sociedad
contemporánea.
Para los cristianos, ¿dónde se encuentra ese alimento sustancioso y pleno para la vida espiritual? Un
aspecto importantísimo en el ámbito de la espiritualidad cristiana ha sido la recuperación de la liturgia
como auténtica fuente de vida espiritual. Esa corriente arranca del siglo XIX con el Movimiento Litúrgico
que habría de originar grandes figuras que transformarían la adoración y liturgia cristiana. Uno de los
pioneros y más importantes fue Prosper Guéranger (1805-1875). Cuando Guéranger y los monjes de
Solesmes, en l837, empezaron a hablar de este tema, parecía que se pronunciaran en contra de la arraigada
costumbre de la oración mental. Con respecto a esto, Guéranger dijo: “Al afirmar la inmensa superioridad
de la liturgia sobre la oración individual, no decimos que los métodos individuales hayan de ser
suprimidos; solamente queremos colocarlos en su lugar apropiado”.
La liturgia, pues, es considerada hoy para los cristianos como la primera escuela de vida espiritual de
la Iglesia y fuente de la vida divina que se nos comunica. A través de la palabra, los sacramentos, la
catequesis, la participación, las oraciones y las fiestas del año litúrgico, la Iglesia despliega toda su
potencia de pedagogía espiritual y celebrativa para instruir al Pueblo de Dios en su vida espiritual.
Un claro ejemplo lo tenemos en las iglesias de Oriente, que durante muchos siglos han conservado una
liturgia más cercana a la participación del pueblo; en algunas iglesias, incluso en ausencia de teólogos,
durante mucho tiempo, las verdades de la fe y de la vida cristiana han sido transmitidas a través de la
participación litúrgica. Con razón alguien ha escrito que: “En Oriente el coro de nuestras iglesias es una
cátedra de teología”, y en Occidente, el teólogo eslavo C. Kern ha dicho que: “La liturgia es la didascalia
de la Iglesia”. También solemos decir nosotros que la teología anglicana se encuentra en el Libro de
Oración Común.
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Pero la vida espiritual litúrgica debe distinguirse de la pura teología litúrgica, por ser, no una
reflexión sobre los misterios, como la teología, sino una experiencia de los misterios.
La vida espiritual
La vida cristiana se alimenta y madura, se expresa y realiza plenamente a través de la liturgia de la
Iglesia. Los términos: “vida espiritual” y “espiritualidad” en el mundo cristiano, tienen un sentido amplio,
se trata de la vida de la persona humana, guiada por la parte más noble de sí misma: el espíritu. En sentido
más estrictamente cristiano, es la vida “en el Espíritu”; en ella el Espíritu se hace principio vital de la
existencia de la persona redimida “los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios”
(Rm 8,14). La vida espiritual es la vida en el Espíritu y según el Espíritu.
La vida espiritual actualizada por medio de las palabras, los sacramentos y la vida teologal (fe,
esperanza y caridad), comprende dos dimensiones: Una comunitaria que refleja el plan salvífico de Dios
sobre su Pueblo, es una vocación universal a la santidad, y otra personal que es la encarnación del
designio común de salvación en las características propias de cada uno, según las diversas circunstancias
(carácter, tiempo, lugar, mentalidad, cultura), a partir de la gracia otorgada a cada uno en particular.
La espiritualidad consiste pues en la búsqueda y en la realización del designio salvífico de Dios en la
vida y en las circunstancias concretas de cada uno.
Para el cristiano, toda la vida espiritual está inicialmente marcada por los sacramentos del bautismo y la
eucaristía. El bautismo se coloca como realidad fundamental, que caracteriza la vida: como fuente y causa
inicial de la vida cristiana y como contenido esencial: vivir la virtualidad del bautismo con toda su
riqueza trinitaria y con el triple oficio del cristiano: sacerdotal, profético y real. Esta espiritualidad
fundamental y básica es alimentada y madurada por la eucaristía que nos nutre de amor divino
abriéndonos a una plenitud de perfección.
La liturgia
La versión de los setenta expresó con el término “leitourghia”: “laos” (pueblo) y “ergon” (acción,
obra) los conceptos de obra pública, y finalmente acción cultual. Desde que el término liturgia entró en
Occidente para designar el culto de la Iglesia, se han dado varias definiciones no siempre exactas.
El jesuita J. Navatel: “En el sentido más usual, la liturgia es para todo el mundo la parte sensible,
ceremonial y decorativa del culto”. Según esta definición la liturgia sería una coreografía.
Para el derecho canónico de la Iglesia católica en el siglo XX (antes del Concilio Vaticano II) “La
liturgia es el conjunto de leyes que regulan el culto de la Iglesia”. Según esta definición la liturgia sería un
código de rubricas.
Una definición que parte de la observación del fenómeno religioso universal sería: “La liturgia es el
culto tributado a Dios”. En esta definición todo el acento se coloca en el elemento humano y se olvida la
iniciativa divina.
En el Libro de Oración Común, no aparece una definición explícita de lo que es “liturgia”. El
catecismo se limita a definir “el culto comunitario” como “la unión con otros para reconocer la santidad
de Dios, escuchar su Palabra, ofrecer oraciones y celebrar los sacramentos”. En esta definición se resalta
el aspecto comunitario.
Una definición ofrecida en el documento conciliar es: “La celebración litúrgica, por ser obra de Cristo
Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo
título y en el mismo grado no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia” (SC 7).
Según la Carta a los hebreos, Cristo es, desde el momento de su entrada en el mundo, el sacerdote, el
pontífice, el mediador; el que restablece la unión entre Dios y los hombres (Hebreos 10,5). Toda la Iglesia
ejerce con Cristo el culto, porque es Cuerpo sacerdotal.
La visibilidad de la Iglesia exige que el doble movimiento santificación-culto se realice de manera
visible. El conjunto de signos eficaces que constituye la liturgia no es más que la expresión de esa mutua
comunicación entre Cristo y su Iglesia. La liturgia se realiza siempre con gestos, signos, objetos,
actitudes, oraciones y palabras.
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Liturgia-espiritualidad
Por tanto, no puede darse una auténtica celebración litúrgica que no afecte la “espiritualidad” del
creyente y de la comunidad.
El liturgista italiano, Lodi ha escrito que “Sin vida litúrgica, la espiritualidad cristiana corre el riesgo
de convertirse en experiencia psicológica individualista o en moralismo; como también sin participación
interior en las acciones litúrgicas, la liturgia se convertiría en vano ritualismo” (Liturgia della Chiesa,
1971). También podemos recordar el sabio principio de la Regla de san Benito, n. 19: “La mente
concuerde con la voz”.
La liturgia es el momento culminante de la vida espiritual, pero sería un puro ritualismo si no tuviese
un influjo concreto en la vida; el culto se transformaría en algo abstracto si no llevase a Dios los anhelos y
las preocupaciones de una existencia concreta, vivida día a día.
Perspectiva cultual del Nuevo Testamento
El Nuevo Testamento utiliza los términos cultuales refiriéndose a la vida de Cristo, -especialmente a
su paso de la muerte a la gloria-, e igualmente a la vida de los cristianos.
Los términos técnicos del culto –sacerdocio, sacrificio, liturgia, culto, víctima, libación, etc.- se
aplican a la existencia de los cristianos y se realizan de una manera concreta en la caridad fraterna, la
limosna, la oración, el ministerio de la predicación, el trabajo cotidiano realizado en la fe.
Hay un texto clásico que refleja dicha actitud fundamental: “Os exhorto, pues, hermanos, por la
misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal
será vuestro culto espiritual” (Rm 12,1).
Las razones de la novedad del lenguaje hay que buscarlas quizás en la tensión crítica de los cristianos
frente a lo que ellos juzgaban un ritualismo vacío y caduco del culto pagano y judío; crítica ya clásica en
el período profético (Amós 5,21-23; Isaías, 1, 11; Jeremías 14, 11;), continuada por Cristo y vuelta a
proponer por la comunidad apostólica. Hay un cambio de perspectiva que puede resumirse en esta
afirmación: el verdadero culto es la vida cristiana concreta, como la de Jesús. La vida se hace liturgia,
culto espiritual.
La razón más profunda de dicho fenómeno puede hallarse, siguiendo a E. Schillebeeckx en los
siguientes puntos progresivos.
1. Con la encarnación del Hijo de Dios se inaugura un nuevo culto. La vida de Jesús y su muerte no
son por sí mismas acciones “litúrgicas”, rituales, pero son interpretadas por él mismo y por la comunidad
apostólica, como verdadera, única y definitiva liturgia. Jesús no dio su propia vida en una celebración
litúrgica. El Calvario no es una liturgia religiosa, sino un trozo de vida humana vivida por Cristo como
culto. Ahí está nuestra redención. No hemos sido redimidos por un servicio especial de culto litúrgico,
sino por un acto de la vida humana de Jesús, situado histórica y temporalmente.
2. La vida de los cristianos, por la comunión con Cristo –mediante el bautismo, la eucaristía, la fe y la
caridad-, y en virtud de la asimilación de sus mismos sentimientos, se convierte también en verdadero
culto cristiano.
3. Ello no excluye la celebración de los nuevos ritos específicamente cristianos, instituidos por el
mismo Cristo. Más aún, son esos nuevos ritos los que ahora celebran el misterio de Cristo, haciéndolo
presente, y realizan la comunión de los cristianos con su Señor, para hacer que también su vida se
convierta en culto.
El lenguaje sacerdotal de la Primera carta de Pedro (2, 4-5.9), de la Carta a los hebreos y del
Apocalipsis (Ap. 1,6; 5,10) pone de manifiesto la novedad del culto tal como aparece en Jesús y en los
cristianos.
El culto cristiano no consiste, por tanto, en ritos materiales, sino en sacrificios que parten del fondo del
alma, dócil al Espíritu Santo (sacrificios espirituales) y se extienden a toda la existencia. En otros
términos, se trata de asumir, según la inspiración de Dios, todas las responsabilidades concretas:
personales, familiares, sociales, nacionales, internacionales.
La vida de los cristianos exige la comunión con Cristo a través de los actos de la nueva liturgia
cristiana. De Jesús de Nazaret, de sus palabras y mandamientos, de su ejemplo, el cristiano aprende su
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vida, conserva su memoria, para ser un discípulo, un seguidor, uno que vive según sus enseñanzas
evangélicas, uno que imita su vida.
El testimonio de la Iglesia primitiva y de los Padres
En los testimonios de la liturgia primitiva podemos advertir el fenómeno de una estrecha continuidad
entre la celebración litúrgica y la vida de los cristianos. La comunidad de los Hechos de los apóstoles
ofrece ya ese testimonio de unión entre liturgia y caridad (Hch 2, 42-48).
La comunión de los bienes materiales, exigida por la comunión de los bienes sobrenaturales, queda
establecida por la Didajé (60): “Si compartimos los bienes celestiales, ¿por qué no compartiríamos
también los bienes materiales?”
En la cristiandad de los inicios está muy clara la conciencia de vivir el culto espiritual y el sacrificio
espiritual en la propia experiencia cristiana. Escribe Stefano Marsili: “Es sabido que la primitiva Iglesia
tuvo que defenderse, entre otras cosas de la acusación de ´ateísmo´ y de ´impiedad´, precisamente porque
no tenían templos ni altares ni sacrificios con los que honrar a Dios. Para los cristianos dichos términos
habían adquirido una dimensión totalmente nueva, porque expresaban un culto que se movía en un plano
totalmente distinto, y así mientras los negaban en el significado corriente que habían adquirido entre los
paganos, se sentían impulsados a conservarlos en el sentido de culto espiritual”. Todo ello sucedía en un
momento en el que era ya exuberante la vida litúrgica nueva (celebración de los sacramentos, celebración
eucarística, tiempos asignados para la oración…), como atestiguan los textos litúrgicos de los siglos II y
III, desde la Apología de Justino hasta la Tradición apostólica de Hipólito de Roma.
Ignacio de Antioquía, en la Carta a los romanos, expresa el sentido eucarístico de la ofrenda de su
vida en el martirio: “Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser
presentado como limpio pan de Cristo”. Y Policarpo de Esmirna: “Yo te bendigo, porque me tuviste por
digno de esta hora, a fin de tomar parte, contado entre tus mártires, en el cáliz de Cristo…Sea yo con ellos
recibido hoy en tu presencia, en sacrificio pingüe y aceptable…”.
En los Padres abundan expresiones en las que toda la vida del cristiano se considera una liturgia o un
sacrificio de alabanza: “Quien verdaderamente conoce a Dios, no lo honra en un lugar o en un tiempo
determinado, ni en días de fiesta preestablecidos, sino en todas partes y en todo tiempo, ya sea solo ya sea
con otros hermanos en la fe…” Clemente Alejandrino, Stromata.
Y con toda claridad Orígenes escribe: “El santuario no hay que buscarlo en un lugar, sino en los actos,
en la vida y en las costumbres. Si estos son según Dios y conformes al precepto de Dios aunque estés en
casa, aunque estés en la plaza…, aunque te encuentres en el teatro, si estás sirviendo al Verbo de Dios, no
dudes de que estás en el santuario…”
(Y santa Teresa: “Dios también anda entre los pucheros”).
Finalmente, según san Juan Crisóstomo, “toda liturgia es una fiesta” y por tanto, tiene el carácter de
celebración de la vida cristiana, del amor de Dios, de la acción de Cristo, de la fraternidad y de la
esperanza de los cristianos. Lo mismo dice Orígenes: “La vida en continuo acuerdo con el divino Logos,
no es una fiesta parcial, sino una fiesta completa e ininterrumpida”. Esto alcanza su realidad plena en la
vida del místico. En palabras de san Juan de la Cruz: “En este estado de vida tan perfecta siempre el alma
anda interior y exteriormente como de fiesta, y trae con gran frecuencia en el paladar de su espíritu un
júbilo de Dios grande, como un cantar nuevo, siempre nuevo, envuelto en alegría de amor y conocimiento
de su feliz estado” (Llama 2, 36).
En conclusión, toda la vida cristiana es liturgia si “se vive en el Espíritu”, en cuanto realización
existencial de la santificación. Pero no todas las acciones son litúrgicas en el sentido estricto, en cuanto
acciones santificantes y cultuales por Cristo y en el Espíritu Santo, sino solo las que cumplen ciertas
condiciones, como la celebración del misterio de Cristo realizada por la comunidad eclesial y como tal
reconocida por la Iglesia.
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