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El Nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, o Helenismo y Pesimismo Friedrich Nietzsche César Hernández Gualdrón Un centauro, fue así como el autor refirió su idea de la obra que aquí se empieza a discutir. En algunas lecturas filosóficas – o mejor, académicas-encontramos que la naturaleza doble indica la suma de filología y filosofía, en otros casos que se trata de una anticipación de lo apolíneo y lo dionisíaco, pero valdría la pena recordar las dos designaciones realizadas por el propio pensador a la obra en sendas ediciones: Tragedia y Música, y Helenismo y Pesimismo. ¿Qué le hizo cambiar la lectura de sus propias palabras?, ¿qué le llevó a considerar tal correspondencia entre el drama musical y el pesimismo helenizante?, aún más, es probable pensar en un centauro algo diferente, un hombre-bestia que sume Schopenhauer y Wagner, primero, a la luz de la tragedia antigua y, después, del drama moderno; una obra que significó al tiempo el nacimiento y la muerte del pensar dramático que surgió con el optimismo romántico e ilustrado del final del xvii y principios del xix, estos siglos pequeñitos y salvajes que nos enseñaron en qué consiste vivir como hombre y mujer, un pensar extendido en el existencialismo y el logicismo, amarrado al lenguaje, olvidado del arte; ya fragmentados sin saber cómo sucedió acudimos a esta obra para tratar de recoger algunas partes, pero no, no es Mary Shelley, es Sueño de una noche de verano con música incidental de Mendelssohn. Los prólogos En el prólogo de autocrítica plantea una pregunta que cuestiona su propia obra, ya que se enmarca en la tradición que ha asumido la grandeza del pueblo griego: ¿si era grande, por qué necesitó el drama musical?, ¿necesita un pueblo grande el arte, qué arte? 16 años después piensa si es posible ver la ciencia con la óptica del artista, y el arte con la de la vida, si efectivamente este libro logró tal cosa en medio de la tormenta y el arrebato del romanticismo. Encuentra, sin embargo, que puso un primer pie en lo dionisíaco como rasgo fundamental de aquel pueblo, el dios animal, el sátiro principal, no el sabio centauro que leyeron sus críticos sino el que anhela la belleza y el placer…pero Grecia aprendió a anhelar lo feo-idealizado-, el dolor y el sentimiento trágico. ¿Y el hombre? Ah el hombre, centauro o sátiro, caballeresco o pueblerino, qué importa esto, musical, el hombre es un ser para la música y lo hemos olvidado, incluso hemos identificado la música con los ritmos placenteros, el artista complace, es hipócrita, tal como lo es el juicio de quien le demanda placer, no hay voces, ni danza, no hay vida sólo arrebato y tormenta empalagosa. Sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo, a pesar de que en el prólogo a Wagner afirmara que el arte-musical- es la tarea suprema y la existencia propiamente metafísica en la vida, sin embargo, el carácter dionisíaco del arte es contrario a la hostilidad frente a la vida y, por tanto, a la plenitud y sobre plenitud del sufrimiento, esto es, a la apreciación metafísica de la condición humana que se purifica mediante el dolor y la escatología del dolor. Llega, entonces, la pregunta de si es posible hacer una música de origen dionisíaco y no romántico, una música de la jovialidad y no del sufrimiento y la melancolía, más no una jovialidad que desconoce la tragedia; el desafío de si somos hombres inferiores que hemos aprendido a vivir en el llanto o en la simulación alegre de un smile o un pulgar romano levantado, o somos hombres superiores que hemos aprendido a reír auténticamente. La obra El carácter trágico-el arte del escultor y el arte del músico manifiestan dos polos del conflicto trágico del teatro griego: Apolo contra Dionisos. El primero, la divinidad oracular y onírica, el segundo, la divinidad de la embriaguez y la liberación; el hombre es tanto un artista como la obra de arte, detentor de una razón y un camino, y de la conjunción de todos los colores y sentidos. La idea de pensar en dos realidades es absurda, una y sólo una, o ninguna y sólo ninguna, pero no dos, es de esta manera como podemos comprender que el arte musical no sea únicamente sonido. La transformación-derribar los edificios y proporciones de un mundo homérico, el ritmo constante de la palabra, la boca, único móvil de un cuerpo preso en la armonía apolínea, pero se mueven los brazos y pies, el cuerpo da vueltas, cae y se eleva, danza, llega Dionisos, la unión de todas las fuerzas simbólicas del ser humano, de la naturaleza que empieza a residir en él, la evocación no racional sino la simple memoria. El pueblo griego, sin embargo, fue educado en su sufrimiento, transformado nuevamente en visiones estáticas, simulaciones oníricas del movimiento: los Olímpicos vencieron a los Titanes, la Razón filosófica derrotó-idealmente, por supuesto-a la Barbarie, el Mundo finito y determinado desafiado por el Mundo indeterminado de la nada; ingenuidad contra rudeza, y el gusto… desapareció. Pensó el autor que en Schopenhauer y Wagner fue recuperado aquel sentimiento grande y absurdo, pero fue ingenuo al mejor estilo de Sócrates, y fue rudo tal como Eurípides, confió, confió y confió, y su existencia no tardó en convertirse en un drama lastimosamente no esquíleo. Homero y Arquíloco-cuánto hemos aprendido del arte como fenómeno estético y como fenómeno no-estético, de lado de quién hallaríamos tal diferencia, tal elaboración hasta el punto de no saber si, acaso, la captación del todo sea la misma apreciación de la nada, tal como el reconocer algo en la obra de arte sea el mismo no haber sentido. Guerreros pastoriles, curiosa mezcla, un asomo de esto parece ser Aquiles Velosa, luchando junto a las murallas troyanas con audífonos y música carranguera, no se le perdió la cucharita sino Patroclo, de ahí la gran cólera con la que inicia el poema homérico. Arquíloco habría cantado, sin duda, una gesta tal, Homero no podía hacerlo ni pensarlo. El origen-el coro ático y el coro satírico enseñan dos extremos de una historia. En el ático encontramos la representación del pueblo, diferenciado en la democracia, subyugado en la tiranía, el pueblo que no habla como todos sino como uno, un uno que no tiene más voz que el silencio, un uno silenciado que gritaba en el satírico con alegre llanto, allí donde el uno era todos. No es el mono el antepasado común de la humanidad sino el sátiro, el punto de inflexión contrahistórica en el que la historia se separa de la intemporalidad intentando conquistar el tiempo con eras, números y relojes. El contraste entre la mentira civilizada del coro ático y la verdad natural del satírico muestra el remedo cultural de la civilización frente a la cultura originaria, la cultura de la tierra, dionisíaca. El héroe desplaza al coro original, un héroe épico que busca la apoteosis a través de la máscara, el héroe fue un dios y no un hombre que quiso ser dios, un sátiro que indicaba con sus actos la jovialidad trágica, pero no aquella jovialidad tranquila que esperamos en cada acto: el artista no quería agradar al público sino a la humanidad, es decir, al arte mismo. El socratismo estético determinó el fin de la tragedia griega, surgieron el mal y el bien, el principio y el fin, los protagonistas y antagonistas, todo se diferenció; Sócrates no podía amar el arte, pero podía enseñar a entenderlo, entonces la música se hizo teoría y dejó de ser vida. Del que siguió a Platón, éste sólo pudo ver tumbas, por eso su pensamiento es cadavérico. ¿Y ahora?-Somos hijos de tres culturas que se disputan nuestros sentidos y vida: socrática, artística y trágica; acudiendo a los pueblos en los que nacieron, les podríamos denominar alejandrina-por Aristóteles no por Alejandro- o romana, helénica e hinduista, o por su apreciación de la vida como optimista-ilusión-, jovial-voluntad- y trágica-dolor-. ¿En cuál vive usted estimado lector? Hay rarezas culturales como Wagner en las que se aprecian los tres elementos, Tannhäuser, el ciclo del Anillo de los Nibelungos y en Tristán e Isolda, y es probable que nuestro tiempo sea también una rareza cultural en el sentido que exalte la patria, la rigidez moral, el dolor, la angustia neurótica, y el mito, la locura heroica del amor. La Gorgona ha abierto sus ojos y aquellos que en este tiempo le han visto ya ni siquiera pueden contemplar ideas o formas, su estática visión no puede ver, seres con ojos y sin visión, ídolos de piedra con cuerpos rígidos y espíritus volátiles que sueñan con ascender, siempre el mismo sueño, no apolíneo, un retorno de lo mismo, no nietzscheano ni heraclíteo sino vulgar y silencioso.