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Ama a Dios con tu mente
Richard L. Smith, PhD
Buenos Aires, 31 de octubre de 2010
Marcos 12:28-31
Uno de los escribas, que había estado presente en la discusión y que vio lo bien
que Jesús les había respondido, le preguntó: “De todos los mandamientos,
¿cuál es el más importante?”. Jesús le respondió: “El más importante es: ‘Oye,
Israel: el Señor, nuestro Dios, el Señor es uno’, y ‘amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus
fuerzas’. El segundo en importancia es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’.
No hay otro mandamiento más importante que éstos”.
Introducción
El tema que vamos a tratar hoy es el versículo 30 de este pasaje de Marcos: “amarás al Señor
tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. En
particular, vamos a hacer hincapié en el mandato de amar a Dios con nuestra mente y vamos a
hacernos cuatro preguntas. Primero, ¿qué significa amar a Dios con nuestra mente? Segundo, ¿por
qué es importante? Tercero, ¿cómo se ama a Dios con la mente? Cuarto y último, ¿por qué Jesús
es nuestro ejemplo de alguien que amó a Dios con su mente?
¿Qué significa amar a Dios con nuestra mente?
El Shemá
El mandamiento en su expresión original, que es lo que Jesús cita, proviene de Deuteronomio
6:5. Para la antigua Israel, esta declaración era una confesión de fe y una guía para ponerla en
práctica. Se la conoce como el Shemá y los judíos siguen citándola hasta el día de hoy. El Shemá
fue la respuesta de Israel ante el pacto que Dios estableció con ellos, ante el hecho de que Dios los
eligiera y frente a la misión que Dios les encomendó en el mundo. Parte de la respuesta apropiada
al amor de Dios era corresponderle a ese amor: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y
con toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (Dt. 6:5).
Amar a Dios exigía una lealtad incondicional en cada aspecto de la existencia y de acuerdo
con su ley. Amar a Dios era pensar, desear y comportarse según los términos de Dios y para su
gloria. En el Antiguo Testamento, las expresiones “con todo tu corazón y con toda tu alma” o “con
todo tu corazón” indican que el amor a Dios implica una lealtad absoluta, firme y resuelta.
Observemos cómo se manifiesta el amor a Dios. Se origina en nuestro interior, en el
“corazón”, donde se internaliza y se incorpora a nuestro mismo ser. Sin embargo, al igual que la
levadura, esta devoción repercute sobre toda nuestra vida y todo lo que tenemos. El amor a Dios
empieza en el corazón y en todo lo que deseamos y creemos, pero se extiende y afecta la mente y
los procesos cognitivos y, por último, se expresa en lo que hacemos, en especial, con nuestras
finanzas. De hecho, lo que se traduce como “fuerzas”, en términos literales, se refería a los
“recursos”, los bienes, y se entendía con el sentido de dinero. Dicho de otro modo, nuestro amor a
Dios jamás puede ser meramente subjetivo o experiencial. Debe influir en todas las áreas de
nuestra existencia, incluido el pensamiento y el uso de los bienes personales. El amor de Dios es
totalitario: debe controlar todos los ámbitos de nuestra vida y todos nuestros recursos.
El ser humano: la imagen de Dios
¿Alguna vez pensaron en lo inteligente que es Dios? Su inteligencia es suprema. Tanto la
cantidad como la calidad de su conocimiento son infinitas. No obstante, él creó al ser humano (al
hombre y a la mujer) “a su imagen”. Después de todo, somos homo sapiens, el hombre que piensa
o el ser pensante. A pesar de que nuestra naturaleza es finita y caída, tenemos el mandato de
reflejar la imagen de Dios al “pensar los pensamientos de Dios después de Él”. Un elemento clave
de lo que nos hace realmente humanos es la capacidad de analizar, evaluar, planificar, discernir y
crear; cuando no analizamos, ni evaluamos, ni planificamos, ni discernimos, ni creamos
expresando nuestro amor a Dios, lo deshonramos, porque no mostramos a la humanidad qué
significa ser hechos a la imagen de Dios.
Permítanme ser más claro. Cuando nos esforzamos para alcanzar nuestro máximo potencial
intelectual y desperdiciamos las capacidades mentales y dones que Dios nos dio entregándonos a
metas y objetivos impíos y triviales, no glorificamos a Dios ni lo amamos de la forma que él espera
que lo hagamos. Por otro lado, Dios puede usar —y de hecho usa— a las personas sin educación.
Él ama tanto al culto como al que no lo es. Ahora bien, en nuestra sociedad, esa no es una buena
excusa para ser ignorantes o apáticos. La mayoría de nosotros tiene acceso a las herramientas y
oportunidades necesarias para desarrollar sus dones y capacidad intelectual.
¿Por qué es importante?
Abraham Kuyper, el erudito reformador holandés, hizo la siguiente declaración: “En toda la
creación, no hay ni un solo centímetro cuadrado sobre el que Jesucristo no proclame: ‘¡Esto es
mío! ¡Esto me pertenece!’”. Obviamente, cuando afirmamos que Jesús es el Señor, lo que decimos
es que él es Señor sobre todas las cosas, sobre cada ámbito de la vida, cada aspecto de nuestra
existencia, cada don y cada habilidad que tenemos.
Por lo tanto, puesto que amamos a Dios con nuestra mente, reconocemos su señorío sobre
toda la vida y el conocimiento. Deberíamos desear que el señorío de Cristo se proclame en todas
las esferas de la vida pública y, en especial, en el mundo de las ideas, que es la fuente de las
cosmovisiones que influyen sobre cada área de la cultura y la sociedad.
Pensemos en Pablo. Él estudió la Biblia desde su juventud y aprendió bajo la tutela de quien
quizás sea el mayor de los teólogos de su época. Hablaba en varios idiomas y conocía la literatura
de otras culturas. Debatió, defendió, refutó y confundió a sus oponentes. Amó a Dios con su
mente.
A lo largo de la historia del cristianismo, muchos de los grandes líderes de la iglesia amaron a
Dios con su mente y también tuvieron estudios de alto nivel intelectual. No es coincidencia que la
Reforma fuera resultado del impacto de ideas nuevas, basadas en la Biblia, que surgieron entre los
intelectuales. Muchos de los avivamientos y movimientos reformadores que cambiaron el mundo
tuvieron su origen en residencias universitarias. Piensen en grandes reformadores como Jan Hus,
John Wycliffe, Martín Lutero, Juan Calvino y John Wesley: todos fueron académicos y estudiosos
muy reconocidos. ¿Sabían que muchas de las universidades y hospitales de todo el mundo fueron
fundados por misioneros cristianos muy instruidos? Charles Malik, quien fue uno de los altos
funcionarios de las Naciones Unidas y presidente de la Comisión de Derechos Humanos de las
Naciones Unidas, además de uno de los principales redactores de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, escribió: “Todas las universidades occidentales nacieron en el seno de la
iglesia y la mayoría de las universidades que no son occidentales, en la actualidad, diseñan sus
planes de estudio y definen el concepto de su identidad como institución siguiendo el modelo de
las occidentales”.
Sin embargo, en mi país, muchos advierten entre los evangélicos una terrible ignorancia
respecto de la Biblia y la teología. Consideremos algunas preguntas: ¿Qué enseña la Biblia acerca
de la expiación? ¿Qué enseña acerca de la creación, los seres humanos como imagen de Dios, y el
pecado? ¿Qué nos dice sobre de la maldición de Dios sobre la creación, la gracia común y la
revelación general? ¿Ofrece pruebas de la existencia de Dios? ¿Qué dice acerca del sufrimiento, la
muerte y la maldad? ¿Qué enseña acerca de la idolatría, el cielo, la esperanza y el juicio? ¿Qué nos
dice acerca de la religión, la historia, las leyes, los derechos humanos, la ética, la psicología, el arte,
la cultura popular y la economía?
Y ustedes, ¿están “siempre listos para defenderse, con mansedumbre y respeto, ante
aquellos que les pidan explicarles la esperanza que hay en ustedes” (1 P. 3:15)? Podría seguir
haciendo preguntas. La Biblia es estimulante para el intelecto, renovadora para el espíritu y
relevante para la existencia.
El punto es que parte de lo que significa amar a Dios con nuestra mente es estudiar su
Palabra. En el pasado, Dios usó de formas muy poderosas a hombres y mujeres que amaban así a
Dios; los usó para ganar almas y ser una influencia sobre la sociedad.
Voy a mostrarles una forma más de pensar la importancia de amar a Dios con nuestra mente.
En 1962, Milton Friedman, el influyente economista, propuso una teoría interesante sobre el
cambio social:
Sólo una crisis —real o percibida— da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa
crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que
circulan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica:
desarrollar alternativas a las políticas existentes y mantenerlas vivas y activas
hasta que lo políticamente imposible se vuelva políticamente inevitable.
Entonces, la pregunta para nosotros los cristianos es la siguiente: si hubiera una crisis, o
cuando una crisis llegue, ¿habrá alguna de nuestras ideas “circulando en el ambiente”? ¿Tendrá
algún tipo de influencia la cosmovisión bíblica? La respuesta a la crisis ¿resultará en persecución o
resistencia a la Biblia, o en crecimiento de la iglesia y una mentalidad abierta a la cosmovisión
bíblica? Si eso es lo que queremos, debemos empezar ahora mismo a preparar a quienes serán los
futuros pensadores y líderes cristianos.
¿Cómo amar a Dios con nuestra mente?
Primero, debemos comenzar por tener una relación transformadora con Dios mismo a través
de Jesucristo. No podemos amar a Dios con nuestra mente sin antes amarlo con el corazón. Si
estás distanciado de Dios, te aliento a que hables con alguno de los líderes de la iglesia lo antes
posible.
Si alguno de ustedes es seguidor de Jesús pero ve que este aspecto de su devoción y
discipulado está poco desarrollado en su vida, lo aliento a considerar el llamado que se encuentra
en Proverbios 9. Allí podrán leer sobre dos mujeres metafóricas: una es la Sabiduría, que es santa y
sabia; la otra es la Necedad, que es impía y torpe. La primera nos llama a abrazar el camino de la
sabiduría; la segunda nos llama a seguir el camino de la necedad. En Proverbios 9:4-6, ambas
llaman a los faltos de cordura diciendo: “¡Vengan y coman de mi pan! ¡Beban del vino que he
mezclado! ¡Déjense de tonterías, y vivan! ¡Sigan el camino de la inteligencia!”. Si ustedes son
creyentes, pueden empezar a tener una disciplina espiritual de pensamiento piadoso o emprender
“el camino de la inteligencia”. Si no son creyentes, es posible que tropiecen en el camino de la
necedad y que las consecuencias sean desastrosas.
Desde el punto de vista de lo que podemos hacer, voy a mencionar algunas disciplinas
prácticas que deberían abrazar si quieren amar a Dios con su mente. Lean la Biblia con regularidad.
Memoricen y oren las Escrituras. Lean artículos y libros cristianos sobre temas que les interesen.
Únanse a un grupo de estudio bíblico. Creen grupos de debate. Miren, analicen y critiquen
películas. Asistan a charlas y conferencias. Vuelvan a la universidad. Expónganse a otros puntos de
vista: programas de televisión, libros y escritos, personas que piensen distinto que ustedes.
Estudien algo nuevo o desarrollen sus dones para servir a Dios y a otros seres humanos.
Desde la perspectiva de lo que podemos dejar de hacer, eviten o quiten de su vida las
influencias intelectuales que sean degradantes, superfluas e impías. Evalúen a qué se exponen al
mirar televisión o películas, o cuando usan internet. Pasen menos horas frente al televisor o la
computadora. Redescubran la lectura, la reflexión y las conversaciones sobre temas realmente
importantes.
John Amos Comenius, un reformador y educador protestante checo del siglo XVIII, afirmaba
que el mundo de Dios está sesgado por el pecado y se transformó en un laberinto de engaños cuya
única salida es la educación como proceso que dura toda la vida. Él veía la adquisición del
conocimiento y, de hecho, todas las experiencias de la vida, como un ejercicio espiritual: “Así
como el mundo entero es una escuela para la humanidad […], la vida entera de cada individuo es
una escuela, desde la cuna hasta la tumba”.
Permítanme citar mi propio ejemplo de lo que significa estudiar para amar a Dios con la
mente. En mi niñez y adolescencia, fui un pésimo alumno. En la secundaria, recuerdo que un
profesor me dijo que no contemplara la posibilidad de ir a la universidad. No tenía la inteligencia
necesaria. Sin embargo, a los 18 años, empecé a interesarme por los asuntos espirituales y se me
metió en la cabeza la extraña idea de que, si iba a la universidad, encontraría a Dios. Así que me
anoté en todos los cursos que creí que me ayudarían. Finalmente, sí me convertí al cristianismo,
pero dejé la universidad porque pensaba: “¿Para qué necesito la universidad si tengo a Dios?”. No
obstante, ya había estimulado mi curiosidad intelectual y eso me llevó a seguir estudiando. En ese
entonces, mis hijas solían decir sobre mí: “Mi papá antes era muy torpe, ¡pero mírenlo ahora!”.
Cristo Jesús: nuestro ejemplo perfecto
Jesús es para nosotros un modelo de cómo amar a Dios con nuestra mente. Es un miembro de
la Trinidad y, por ende, lo sabía todo. Aun así, eligió habitar entre nosotros y aprender, por así
decirlo, experimentando cómo es la vida en este “presente siglo malo”, como diría Pablo.
Jesús nos amó y por eso se volvió, digamos, un estudiante en este mundo, para mostrarnos a
Dios Padre. Estudió las Escrituras hebreas desde niño y, como buen judío piadoso, memorizó
vastas porciones de la Biblia. A la edad de 12 años, ya estaba en el templo hablando con los
teólogos de su época. De adulto, es probable que hablara en cuatro idiomas: hebreo, arameo,
griego y latín. Mateo escribe que las personas estaban maravilladas por sus enseñanzas y decían
que enseñaba con autoridad.
Sin embargo, y esto es lo más irónico, sufrió y murió por nuestra ignorancia. Nosotros no lo
reconocimos como quien era. No conocíamos las Escrituras. No entendíamos su significado.
Incluso, hoy en día, no entendemos la relevancia de Jesús ni los propósitos de Dios porque no
estudiamos la Palabra de Dios.
Jesús fue nuestro ejemplo. Siempre sabía lo que Dios quería. Siempre pensaba de acuerdo
con las Escrituras y la voluntad de Dios. Nunca se desvió del camino de la sabiduría.
Si nos hacemos llamar sus discípulos, ¿no deberíamos amar a Dios nosotros también como lo
hizo Jesús: con todo el corazón, mente y fuerzas? Sigan la sabiduría. Vayan por “el camino del
entendimiento”. Dejen la simpleza. Imiten a Jesús y así amarán a Dios con su mente. Usen toda su
capacidad cognitiva y sus dones para glorificar a nuestro Salvador. Si lo hacen, serán una bendición
para los demás, expandirán el reino de Dios, fortalecerán a su iglesia y descubrirán quiénes son
realmente, una creación única de Dios. Imiten a Jesús y amen a Dios con todo su ser: con todo su
corazón, con todas sus posesiones y con toda su mente.
Copyright: Richard L. Smith