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Pelajes rojizos y fríos inviernos
Todo comenzó una tarde de verano acalorada y pesada, con mi mujer volvíamos a casa
luego de trabajar toda la mañana para llevar el pan a la mesa. Vivíamos en el campo, y
al estar prácticamente aislados de la sociedad se nos hacía un poco difícil la ruta de la
subsistencia. Como de costumbre nos esperaban nuestros tres pequeños hijos en la
entrada de nuestra casa, y por lo que se veía, estaban hambrientos y ansiosos por ver
que traíamos para cenar. La niña más grande preguntó primero:
- ¿Que cenaremos hoy?, espero que no sea devuelta ‘pasto’ (así es como ella
usualmente llamaba a la ensalada).
- “A caballo regalado no se le miran los dientes” mi querida niña, pero para tu suerte hoy
trajimos carne, tu padre logró cazar un conejo en la pradera más al norte, cerca del
arroyo.
Al decir eso, sus ojos brillaron y comenzaron a saltar de la alegría, cual conejos
irónicamente. Tal fue su desesperación en la mesa, que los pedazos de carne volaban
por los aires, manchando sus cabelleras rojizas. Supongo que la genética nos jugó una
mala pasada, ya que somos todos colorados, inclusive mi esposa. Probablemente sea
por la región de donde provenimos. Luego de cenar, relaté una historia a mis hijas, como
suelo hacer antes de que se vallan a dormir y después decidí salir a apreciar el
maravilloso cielo estrellado que podía verse desde el campo.
Por lo general las noches aquí son tranquilas y el único ruido es el del cantar de los
grillos. Comencé a pensar muchas cosas y sobre todo lo duro que sería este invierno,
deberíamos comenzar a juntar alimentos para que no escaseen en su debido momento.
Como mi viejo abuelo solía decir, “guarda pan para mayo y hierba para tu caballo”. Pero
a pesar de esto y nuestro plan para obtener alimento y la confianza sobre nuestro hogar
como refugio del frio en el arduo invierno, tarde o temprano el cambio de temperatura y
la falta de alimento debido a las migraciones, iban a ser notorias ya que “a la larga, el
galgo a la liebre mata”. Por eso había ideado un plan en el que confiaba plenamente,
aunque tuviese ciertos riegos que debían ser tomados si se quería vivir a gusto y en paz
durante todo el invierno. Tendríamos que recurrir a la ayuda del viejo Justo y su esposa
Muriel, porque como el viejo refrán dice, “a falta de caballos, que troten los asnos”
Así que me decidí, hablé con mi esposa y le comenté la situación, ella aceptó con una
expresión de frustración, ya que el recurrir a esa pareja de viles y tacaños ancianos
hacia hervir su sangre. Entonces esa mañana partí temprano hacia su estancia, a un
par de kilómetros al sur, cerca de un pequeño cerro. Al llegar, noté que no había señales
de la pareja, pero sí de su antipática mascota, Igor, un viejo sabueso con el que años
atrás había luchado a causa de que uno de mis pequeños hijos, mientras buscaban algo
que comer junto con sus hermanos, había cruzado la cerca que separa la casa del
campo y se había introducido en su cucha sin percatarse de su presencia. Aun hoy
recuerdo la frase que él me dijo cuándo lo empuje luego de que mis otros hijos me
buscasen para socorrer a la pequeña Nina:
- “A cordero extraño no agasajes en tu rebaño”.
- Es solo una pequeña niña jugando, solo eso. Da igual lo que digas, “Perro que ladra
no muerde”, respondí.
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Desde ese día en adelante, cada vez que nos vimos nuevamente nos miramos con odio
y rabia, esperando el día a que nuestros caminos se vuelvan a cruzar y cada uno
demuestre de lo que está hecho.
Al llegar inmediatamente notó mi presencia y levantó sus orejas mientras que a la vez
erguía su viejo y pulgoso pecho, en un acto de intentar verse más grande y agresivo de
lo que en verdad fue jamás. Me preguntó:
-
¿Qué hacés por acá vos? Sabés muy bien que “a cada pez le llega su vez”.
Aprovecho el momento y ya que hablas de peces recordarte que mueren por la
boca, Igor.
Sabés muy bien que soy un perro de pocas pulgas y que no dudaría en pelear
de nuevo con vos, Martín.
En ese preciso momento mi oreja oyó el ruido de una vieja camioneta aproximándose,
así es, eran Justo y su esposa Muriel regresando a casa. Me alejé de la cucha del viejo
Igor y esperé sentado a los ancianos en el porche de la casa. Al llegar me reconocieron
al instante, ya que el día de la pelea con Igor, Muriel volvía del arroyo y Justo se
encontraba sentado justo donde estaba yo en este momento observando su campo.
Muriel abrió su boca en un intento por decir algo, pero el viejo la interrumpió en el
momento justo y dijo:
-
Este zorrito de nuevo eh, yo sabía que ibas a volver por comida y refugio, el frio
se les hace muy jodido a ustedes para sobrevivir. No me voy a olvidar de la vez
que intentaste robarme comida y matar a mi perro.
Pero él se equivocaba, no conocía la verdadera historia, él pensaba que había sido
intencional, pero yo sabía que fue un error. En ese instante Igor ladró, afirmando su
declaración. Luego Justo tomo su carabina de la parte trasera de la camioneta y apunto
hacia mí. Igor ladró de nuevo, como si estuviese de acuerdo con la acción de él. En ese
momento y por instinto, arqueé mie espalda, elevé mi cola, fruncí el ceño y mostré mis
grandes incisivos ante la pareja y su mascota. En ese momento escuche que Marta
gritaba desesperada: “Dispárale ya Justo! O nos va a atacar en cualquier momento”.
Entonces vi los segundos pasar en cámara lenta: el nuevo ladrido de Igor, Marta
soltando las bolsas del almacén y desparramando todos las frutas y alimentos por el
suelo, y a Justo gatillando su arma. Supe que ese era el fin.
Mientras mi visión se enceguecía y perdía el conocimiento pensaba en mi familia, en mi
mujer, mis hijos y mi casa en el campo. Los deliciosos conejos que ella preparaba y las
noches contando historias a mis tres adorables hijos. No sentía absolutamente ningún
dolor, pero si esa espesa y fría lagrima cayendo por mi hocico, llevando no solo aflicción
y arrepentimiento, sino también melancolía.
Fin
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