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La crisis del imperio romano y la transición al feudalismo
Los últimos tiempos de la República y los primeros del Imperio
Una autocracia es
-el “principado” como suele llamárselo—, del siglo II a.C. al II d.C.,
un sistema de gobierno en
constituyeron el período de florecimiento del mundo romano.
la medida en que
Posteriormente, con la crisis del siglo III, se fue resquebrajando el
su autoridad recae sobre
una sola persona que
orden político, en el que la vida pública dejaba de ser la expresión de
gobierna sin ningún tipo de
los intereses de la comunidad, la degradación de la concepción de
límite o regulación (como
ciudadanía y un Estado autocràtico que destruía la noción de la
pueden ser las leyes).
dignidad del ciudadano transformándolo en un súbdito. Esos
ciudadanos que compartían el mismo derecho, los mismos modos de vida, la misma concepción del
mundo constituían dentro del Imperio Romano una absoluta minoría. Por debajo de esa delgada capa que
conformaba el mundo urbano, se extendía el mundo rural que incluía la parte más numerosa de la
sociedad. Ese mundo rural estaba habitado, en parte, por campesinos libres que cultivaban sus parcelas,
pero la organización predominante del trabajo difundida por los romanos se basaba en la esclavitud:
propiedades de distinta extensión eran trabajadas por esclavos. De allí que podamos definir a la sociedad
romana, entre los siglos III a.C. y el II d.C., como una sociedad esclavista.
Gran parte de la mano de obra esclava había sido obtenida en esas guerras de conquista que habían
permitido a Roma, desde su ubicación en el Lacio, controlar ese enorme territorio que rodeaba el
Mediterráneo. En efecto, las campañas militares habían provisto una gran cantidad de cautivos de guerra
que fueron sometidos a la esclavitud. De ellos dependía la producción agrícola y también la producción
manufacturera. En síntesis, los esclavos eran la gran maquinaria que impulsaba a toda la economía
romana.
¿Por qué esta compleja estructura, que durante mucho tiempo pareció ser la base de la
magnificencia romana, dejó de funcionar?
Las razones fueron indudablemente múltiples y complejas. Pero lo importante es desentrañar las
tendencias que venían desarrollándose tras el velo de la prosperidad.
La pax augusta, la estabilización de los límites del Imperio a fines del siglo I a.C., los pasos que
dieron los emperadores para terminar con las guerras y la piratería trajeron prosperidad, pero también
perjudicaron a la esclavitud como institución, ya que agotaron la principal fuente de suministros de
esclavos. El número de esclavos que nacían en la casa del amo era bastante alto, pero resultaba escaso
para satisfacer las necesidades de mano de obra; se debía recurrir por lo tanto a la compra, en un pequeño
goteo, de esclavos en la frontera.
El debilitamiento de la esclavitud trajo pronto sus consecuencias. Los antiguos centros
manufactureros entraron en decadencia y se registró un traslado de la producción hacia zonas periféricas
donde, como en la Galia, la manufactura disponía, si no de esclavos, sí de una abundante mano de obra
libre dispuesta a dedicarse al trabajo manual. De este modo, ese traslado gradual de los talleres, de las
ciudades a las aldeas, confirmó el carácter esencialmente agrario del Imperio Romano sobre los elementos
urbanos que habían producido sus desarrollos más significativos.
En el ámbito rural, el agotamiento progresivo de las fuentes de mano de obra esclava obligó
también a los terratenientes a buscar otros trabajadores. Se recurrió entonces en forma creciente a los
colonos, es decir, a labradores-arrendatarios que recibían una parcela de tierra, e incluso las herramientas,
del propietario y, a cambio, pagaban con parte de la cosecha. Pero esto también parecía insuficiente.
Además, la contracción de los recursos era acompañada por el constante aumento del costo de la administración imperial que debía recaudar los crecientes impuestos, poner guarniciones en fronteras cada vez
más débiles, reclutar ejércitos —incluso entre los soldados germanos—, limpiar las aguas de la piratería,
mantener en orden los caminos.
En el siglo III la crisis se hizo abierta y catastrófica. La caída de la productividad agrícola se reflejó
en una caída demográfica. También estallaron los conflictos sociales: sublevaciones populares y
fundamentalmente campesinas, como las bagaudas —palabra de origen celta que posiblemente signifique
“hombres en rebeldía”— que desde el año 284 sacudieron la Galia. Al mismo tiempo, los pueblos
germanos presionaban sobre la frontera. Los ejércitos que ocupaban las provincias, prontos a rebelarse al
mando de un general ambicioso, desbarataron la maquinaria de gobierno, y la guerra civil dio origen al
caos.
De la crisis del siglo III el Imperio Romano salió profundamente transformado. La base del Estado
ya no estuvo en el conjunto de los ciudadanos, sino en la fuerza militar. Pero además el Estado asumió
rasgos cada vez más autoritarios, en manos de emperadores autócratas que, según el modelo que
proporcionaban los déspotas orientales, eran revestidos con rasgos de divinidad. El brillo de la
civilización y la estructura del derecho romano se encontraban en retirada ante las exigencias de su propia
creación, el Estado imperial.
Pero todo esto también implicó un cambio en la sociedad. Las guerras, la inseguridad creciente y la
carga de los impuestos habían llevado a muchos campesinos libres a escapar, pero sólo había un refugio:
un terrateniente poderoso. Esto, junto con la difusión del sistema de colonato, fue transformando las
relaciones sociales. Lazos de dependencia personal comenzaron a vincular a los productores con un señor.
La tendencia se acentuó cuando el Estado, cada vez con menos recursos, empezó a transferir sus
funciones a los terratenientes. Un decreto del emperador Valente (364-378), por ejemplo, los hizo
responsables de la recaudación de los impuestos a que estaban obligados sus colonos. De este modo, la
idea de derecho y la idea de Estado comenzaron a diluirse, el campesino debía obediencia a un
terrateniente que paulatinamente se fue transformando en un amo.
El crecimiento del poder de los terratenientes era también un síntoma de la descomposición del
Estado. Pero al debilitarse la autoridad central, también se debilitaban las defensas. Así las invasiones
encontraron poca resistencia efectiva en un mundo desgarrado, con una sociedad fracturada y una
economía irreparablemente debilitada.
Texto extractado y adaptado de: Bianchi, S. “La sociedad feudal”. En: Historia social del mundo
occidental. Del feudalismo a la sociedad contemporánea. Bernal, UnQui, 2005.
Las invasiones germánicas, la caída del Imperio Romano y la transición al feudalismo (del
siglo V al siglo VIII)
La suerte del Imperio Romano de Occidente fue efímera. A comienzos del siglo V, tribus
germánicas cruzaban la frontera del Rin e iniciaban la invasión. En poco tiempo, el territorio se vio
cubierto por pueblos que buscaban dónde instalarse y reducían al poder imperial a una total impotencia.
Los intentos de controlar y canalizar esta invasión fracasaron rotundamente: el Imperio de Occidente no
era más que una sombra. En 476, fue depuesto el emperador Rómulo Augústulo y ya nadie pensó en
designarle un sucesor.
Los pueblos germánicos, que habían estado ubicados en las fronteras del Imperio, en la región
central de Europa desde el Báltico hasta el Mar Negro, se agrupaban en poblaciones independientes que
con frecuencia luchaban entre sí. Si bien no formaban un Estado unificado, poseían una organización
socioeconómica y una cultura semejantes, que les otorgaba una identidad común.
Los germanos eran pueblos agricultores organizados en aldeas o comunidades campesinas, que
reconocían vínculos de parentesco o, por lo menos, un mítico ancestro común. La tierra estaba dividida en
dos: la tierra de propiedad privada, la cual era cultivada por cada familia propietaria, y la tierra de la
comunidad, que podía ser utilizada por todos sus miembros. Todos los propietarios de las tierras se
reunían en concejos en donde resolvían los conflictos habituales y cotidianos que pudieran surgir.
Si bien se trataba de una sociedad relativamente igualitaria, existían jefaturas, que eran, en un
principio, elegidas para afrontar una guerra y que, posteriormente, se fueron convirtiendo en jefaturas
hereditarias y permanentes. Estos jefes contaban además con su séquito o comitivas, que eran una
conjunción de hombres libres y esclavos domésticos, que lo acompañan en las guerras. Así, cada vez que
triunfaban en una guerra y obtenían el botín, el jefe lo repartía como regalo a su séquito. Dicho regalo
debía ser devuelto, aunque nunca debía ser de la misma manera. Por ejemplo, si el jefe le regalaba a un
miembro de su séquito una moneda de oro, este al recibirla estaba obligado a devolverle algún
equivalente, pero nunca podía ser la misma moneda de oro, sino que podía devolvérsela en el transcurso
del tiempo, en caso de necesitarlo para realizar alguna otra guerra. Esta lógica de regalos que debía ser
devueltos con otro favor se la denomina don y contradon. Al funcionar de esta manera, los pueblos
germánicos se fueron diferenciando internamente entre aquellos que lograban otorgar más regalos y más
importantes a los miembros de su séquito, estableciendo así jerarquías internas dentro del mismo pueblo.
Hacia el siglo VI, sobre la base de la crisis del Imperio romano y las invasiones de los pueblos
germanos se constituyeron los reinos romanos-germánicos. Ante la mencionada crisis, la sociedad
paulatinamente fue abandonando las ciudades, para convertirse lentamente en una sociedad rural. Sobre la
base de la sociedad romana rural -los campesinos dependientes de un terrateniente—, los germanos
incorporaron un gran número de hombres libres que se asentaron de diferentes maneras: mientras que un
sector campesino ocupó tierras para la agricultura en donde no había romanos asentados, otro sector, el
vinculado a los jefes guerreros se asentó en las ciudades romanas con el título de condes, controlando los
campos de sus alrededores. Esa posibilidad de control de los territorios por parte de los condes eran
concesiones o regalos otorgados por los reyes (el don), el cual era el propietario de todas las tierras. Los
condes, a cambio de este regalo, debían brindarle servicios de lealtad y de servicio militar al rey. Sin
embargo, este control de tierras era de manera precaria, y solo con el paso del tiempo, a partir del siglo
IX, se convertirá en propiedad absoluta del conde o señor.
Estos territorios controlados por los condes estaban poblados por campesinos: aquellos que
perdieron la tierra y que estaban sujetos a los mismos terratenientes romanos, que habían caído bajo su
“protección”, a quienes a cambio le pagaban alguna renta; campesinos libres, los cuales algunos formaban
parte de su séquito y otros que pagaban un tributo más moderado; y por último podía haber aldeas en
donde el conde tenía un control superficial pero no podía exigirles un tributo. En estas regiones, el conde
recibía alimentos, vestimentas, alojamiento a cambio de regalos que este otorgaba a los campesinos y de
solucionar conflictos internos, estableciendo relaciones de don y contradon. A medida que pasó el tiempo,
esta clase de condes lograron obtener cada vez más poder. Este poder les permitió empezar a dar cada vez
menos, a dar menos regalos, a cambio de más cosas, creando jerarquías cada vez más marcadas y
sustituyendo una relación de reciprocidad por una de explotación.
De esta manera, se fue fortaleciendo un sector aristocrático que en un primer momento no contaba
con el poder suficiente como para subordinar a todas las aldeas. La manera bajo la cual se consolidó este
sector social fue mediante esta lógica de don y contradon que explicarán el funcionamiento de la sociedad
feudal. Entre la crisis del sistema esclavista, la decadencia del Imperio romano y el feudalismo existió un
momento caracterizado por la transición de un momento al otro, en donde tanto los elementos romanos
como los germanos se fueron fusionando y modificando hasta constituir, conjuntamente con la Iglesia
católica, un nuevo orden social.