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La Europa contemporanea
extensión de los intercambios, pero al tiempo se introdujeron, para evitar un nuevo estrangulamiento de la expansión, las innovaciones que darían origen a la Revolución industrial.
L
A ILUSTRACIÓN, hermana del reformismo,
se convirtió a fines del siglo XVIII en madre de
la Revolución. En efecto, la historia de Europa conoce a fines de esta centuria un proceso de aceleración que cambia en poco tiempo su fisonomía en
todos los terrenos. En la vida económica, es la época de la revolución demográfica, agrícola, industrial
y tecnológica, que se resumen todas bajo el nombre
genérico de la Revolución industrial. En la vida política, la Revolución francesa abolió la Monarquía
absoluta de derecho divino del Antiguo Régimen y
creó un nuevo sistema garantizado por una constitución como ley suprema del Estado y basado en
la soberanía popular, el gobierno representativo y el
reconocimiento de las libertades de los ciudadanos.
En el orden cultural, los fundamentos que habían
servido para la creación literaria y artística desde el
Renacimiento hasta la Ilustración dejan paso (tras
los últimos fulgores del neoclasicismo) a una época
signada por las continuas revisiones, reacciones y
rupturas en todos los ámbitos de la producción intelectual. Así, las revoluciones se instalan como una
constante de la historia europea hasta la crisis decisiva de la segunda guerra mundial.
El punto de partida de esta expansión fue la explosión demográfica. Un crecimiento demográfico que
se nos ofrece bajo la misma luz que el experimentado durante el siglo XVI, es decir, aparece como un
fenómeno espontáneo que por su carácter universal
no admite explicaciones limitadas geográficamente
sino que exige un esfuerzo de comprensión global.
En ese sentido, la tendencia alcista no puede responder sino a un fenómeno de compensación de carácter maltusiano (término creado a partir de la obra
de Thomas Robert Malthus, An Essay on the Principle of Population, 1798), que llevó a las comunidades europeas a colmar los vacíos dejados por los tiempos revueltos del siglo XVII, por la situación crítica
de la anterior centuria. La recuperación de los efectivos demográficos produjo un doble fenómeno: la
reconquista del suelo arable por parte de las nuevas
generaciones que volvían a reproducir el episodio de
la periódica hambre de tierra experimentada por las
comunidades europeas y, lógicamente también, el
incremento de los precios agrarios como consecuencia de la presión creciente de la demanda. Este es el
indicador clave: la demanda de una población en aumento mantiene la tendencia alcista de los precios,
más los agrarios que los industriales, más los cerealísticos que los de otros productos agrícolas, más los
***
El crecimiento económico del siglo XVIII se asentó una vez más en la acción concatenada del impulso demográfico, la ampliación de las tierras cultivadas, la multiplicación de las manufacturas y la
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de consumo masivo que los de los artículos destinados a las clases privilegiadas. Hasta ahí, el hecho
tenía precedentes en la historia europea, pero el proceso iba a desembocar en una situación inédita: por
primera vez las fuerzas productivas iban a ser capaces de ampliar la oferta y de situarla a la altura de las
necesidades de una población en sostenido y progresivo aumento.
tierra, de la moda por las cosas del campo. Es la época en que el vizconde Charles Townshend realiza insistentes experimentos en la rotación de cultivos, en
que Jethro Tull explica sus experiencias con la sembradora mecánica tirada por caballos de su invención en su obra The New Horse-hoeing Husbandry
(1731) o en que Arthur Young publica sus más conocidas obras (The Farmer’s Guide o The Farmer’s
Tour through the East of England) y edita los 43 volúmenes de sus famosos Annals of Agriculture entre
1784 y 1812. Es también la época de la aparición
y el triunfo de la escuela fisiocrática francesa (de fisiocracia, «gobierno de la naturaleza»), representada
por autores como François Quesnay (autor de Tableau économique, 1758) y Victor Riqueti, marqués
de Mirabeau (autor de L’ami des hommes ou Traité
de la population, de 1756-1758, y de Philosophie rurale, 1763), quienes defendieron la idea central de
que la renta de la tierra era la única fuente verdadera de la riqueza y de que por lo tanto la agricultura era el gran sector productivo, el que debía ser objeto privilegiado de la atención de las autoridades.
Si el impulso de la población antecede y en parte
explica el salto adelante de la producción agraria, la
aceleración demográfica experimentada en el transcurso del siglo XVIII hubiera terminado tropezando
con el techo maltusiano de la disponibilidad de los
recursos si no se hubiera producido una renovación
del stock tecnológico al alcance de los campesinos y
un consiguiente aumento de los rendimientos y
de la producción agraria disponible. En efecto, pese al auge evidente de la roturación de tierras marginales, la expansión de la agricultura europea fue
sobre todo un fenómeno de utilización intensiva de
las mejores tierras. Dicho proceso dio quizás comienzo en los cinturones de huertos situados en torno a las ciudades, donde el jardín y el vergel, como se ha dicho, sirvieron de laboratorio antes que
las experiencias felices se trasladasen al campo. Aquí
la intensificación agraria adoptó las más de las veces la forma del combate contra el barbecho, es decir, contra el descanso periódico de las parcelas que
dejaba cada año sin cultivo y por tanto sin cosecha a un tercio de la superficie agraria europea.
En el campo de la producción manufacturera, el marco productivo de la Revolución industrial es el sistema fabril, que representa el estadio final de un proceso que requiere sumar el mayor grado de
concentración (con el capital fijo ganándole la partida al capital circulante), el impulso decidido a la
mecanización del proceso productivo, la introducción
de los nuevos avances de la tecnología y la utilización de las nuevas fuentes de energía puestas al servicio de la industria. Con esos requisitos, el sistema fabril se implantó solamente en algunos ramos
del sector industrial, principalmente en la metalurgia y el textil, y especialmente en este último caso en
El auge de la agricultura generó asimismo una corriente intelectual que potencia a su vez la expansión. El siglo XVIII fue el siglo de la experimentación
agraria, de la teorización sobre el arte de cultivar la
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nización de los puertos, así como la multiplicación
de los medios de pago, gracias al descubrimiento
de los yacimientos de oro brasileños de Minas Gerais y al mantenimiento del flujo de plata mexicana. Para terminar, si la fortaleza del mercado interior tuvo un papel decisivo, hay que decir también
que la demanda exterior no dejó de ejercer un vigoroso influjo sobre el desarrollo de los intercambios, hasta tal punto que ha podido considerarse
que sin los mercados de la semiperiferia europea
del Este (el territorio de la servidumbre) y de la periferia colonial (sobre todo, el territorio americano
del sistema esclavista) no hubiera podido abrirse la
«brecha industrial» para la Europa más avanzada
del Oeste.
el algodón, que fue la punta de lanza de la Revolución industrial, al reunir todos los requisitos necesarios para su expansión: ser una fibra nueva implantada al margen de las corporaciones, ser objeto de
una demanda masiva por su ligereza y su capacidad de respuesta a los gustos del consumidor, ser una
fibra susceptible de una fácil adaptación al proceso
de mecanización, que iniciado en el tejido con la invención de la lanzadera volante, se continuaría con
las sucesivas máquinas para aumentar el ritmo del
hilado y culminaría con la invención del telar mecánico. A su lado, la metalurgia del hierro y la siderurgia se beneficiaron de los métodos para el aprovechamiento de la hulla, de la incorporación de la
máquina de vapor y de los nuevos procedimientos
de laminado y pudelado para iniciar una escalada
que se proseguiría en la centuria siguiente. Así, el algodón y el hierro protagonizaban el paso desde una
época de recursos escasos, presidida por el predominio del trabajo, la madera y la energía hidráulica, a
otra época de recursos más abundantes, signada por
la primacía del capital, el carbón y el vapor. En medio se había producido la Revolución industrial.
***
La Revolución francesa no es solo uno de los grandes hitos de la historia de Europa, sino uno de los
grandes acontecimientos de la historia de la humanidad, de tal modo que su significado es el equivalente en el plano político al de la Revolución industrial en el plano de las transformaciones
económicas. Su motivación profunda hay que buscarla en el contraste existente entre la prosperidad
económica y el ascenso de la burguesía, por un lado, y la exclusión del poder de esa misma burguesía responsable en buena parte de dicha prosperidad, por otro, en la Francia del siglo XVIII. La
quiebra financiera de la monarquía obligó en 1789
a la convocatoria de los Estados Generales, que
pronto adoptaron una actitud revolucionaria con
la intención manifiesta de cambiar los supuestos
políticos y sociales del sistema vigente. La Asamblea Nacional (constituida el 27 de junio) derribó
Finalmente, hay que señalar que uno de los factores que posibilitaron la ruptura del bloqueo de la
economía europea fue la ampliación del mercado, tanto interior (más población con mayor capacidad adquisitiva) como exterior (más productos
comercializados a mayores distancias). Esta expansión del mercado y de los intercambios generalizó
los beneficios de la economía mercantil y constituyó uno de los requisitos para el triunfo de la Revolución industrial. Aquí intervinieron la ampliación
y el mejoramiento de la red viaria, la navegación
por los ríos, la construcción de canales y la moder-
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Mecanismo de la máquina de vapor de James Watt.
En: Manuel María del Mármol, Idea de los barcos de
vapor, 1817. Biblioteca Nacional de España.
Water frame, ca 1775 (torno de hilar hidráulico
inventado por Richard Arkwright en 1768).
Science Museum, Londres.
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dos nuevos sistemas de gobierno: el Consulado y
el Imperio, cuyo titular fue Napoleón Bonaparte.
en pocos meses los cimientos del Antiguo Régimen:
la monarquía absoluta de derecho divino fue sustituida por una monarquía constitucional, se proclamó la separación de poderes (el ejecutivo siguió
en manos del rey, el legislativo pasó a la Asamblea
y el judicial se entregó a unos tribunales de justicia
independientes). El ejercicio de la soberanía popular llevó consigo la destrucción de la sociedad estamental y la igualdad de todos los ciudadanos ante
la ley, la supresión de todos los privilegios y derechos feudales y el decreto de la Constitución Civil
del Clero (julio de 1790). Antes, el 14 de julio de
1789, la toma de la Bastilla, la odiada prisión política, por parte del pueblo de París, fue el hecho
simbólico que ponía fin a una época de la historia
de Europa.
La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano fue hecha por la Asamblea Constituyente
el 26 de agosto de 1789 y pasaría como prefacio a
la constitución monárquica de 1791. Una segunda versión (que incluía el principio de que «el fin
de la sociedad es la felicidad común») fue promulgada en 1793 e incorporada a la constitución republicana del mismo año. En cualquier caso, el artículo primero era todo un pronunciamiento
programático: «Los hombres nacen y permanecen
libres e iguales en derechos». A partir de aquí se definen la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión como «derechos inherentes
a la naturaleza humana». Otros derechos se recogían
en otros artículos: la libertad de opinión, de prensa y de conciencia. Finalmente, otro artículo establecía que la ley era la expresión de la voluntad general, la expresión de la soberanía y la fuente de
legitimidad de los poderes públicos. La Declaración pasaba a convertirse en un patrimonio europeo inalienable, tal como sería corroborado, haciéndose eco de la declaración de las Naciones
Unidas de 1948, por la Convención Europea de Derechos Humanos, firmada en Roma en 1950, más
de un siglo y medio después, y tal como sigue siendo hoy día.
El nuevo sistema político empezó a funcionar como una Monarquía constitucional presidida por el
rey Luis XVI. Sin embargo, la explosiva combinación de la insinceridad del soberano (intento de
huida abortado en Varennes), la actuación de los
enemigos interiores (sublevación realista de la Vendée) y la agresividad de los enemigos exteriores (por
un lado, los exiliados, los émigrés, y, por otro, las
potencias absolutistas) llevaron a la guerra (Valmy,
20 de septiembre de 1792), a la proclamación de
la República (23 de septiembre de 1792), a la declaración de la Revolución en peligro y a la creación del Comité de Salud Pública, presidido por
Maximilien Robespierre (1793). Finalmente, una
reacción hacia el moderantismo (golpe de Estado
de Termidor, 9 de julio de 1794), se propuso la estabilización del nuevo régimen. En cualquier caso,
la defensa de las conquistas de la Revolución terminaron por ser asumidas consecutivamente por
La defensa del nuevo régimen llevó a los revolucionarios franceses fuera de sus fronteras, lo que contribuyó, en un contexto ya predispuesto por la ideología ilustrada y por la propaganda coetánea, a la
expansión de la Revolución. Así, durante la última
década del siglo, si Francia se anexiona Bélgica y la
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orilla izquierda del Rin, los principios revolucionarios se aplican en una serie de «repúblicas hermanas»,
como son las repúblicas Bátava, Ligur, Cisalpina, Helvética, Romana y Partenopea. Durante el mandato
de Napoleón (como cónsul primero y como emperador desde 1804), además de la anexión de nuevos
territorios (como Piamonte), otros Estados quedan
bajo la órbita francesa durante la primera década del
nuevo siglo (España, Confederación del Rin, Reino
de Italia, Reino de Nápoles, Gran Ducado de Varsovia, Provincias Ilíricas), mientras otros aceptan su
alianza (Prusia, Dinamarca, Suecia, Austria, Rusia).
Aunque la situación interna es muy diferente en cada uno de los territorios, el contexto favorece la difusión de las ideas revolucionarias a todo lo largo y
ancho de Europa, hasta que la caída de Napoleón haga cambiar el escenario político. Ahora bien, incluso
entonces y a pesar de la constitución de la llamada
Santa Alianza tras el Congreso de Viena (1815) dominado por Gran Bretaña, Austria, Rusia y Prusia
para evitar el contagio revolucionario, las semillas
sembradas impedirán una mera vuelta atrás al Antiguo Régimen en la mayor parte del continente.
Jacques-Louis David.
Bonaparte pasando los Alpes
por el Gran San Bernardo, 1800.
Musée national de Malmaison.
Las Cortes Generales y Extraordinarias de España,
celebradas entre las poblaciones de la Real Isla de
León (San Fernando) y Cádiz a partir del 24 de septiembre de 1810, promulgaron el 19 de marzo de
1812 una Constitución válida para «los españoles
de ambos hemisferios», es decir, para los habitantes
de la Península y de las Indias hispanas. Su texto,
inspirado en los principios revolucionarios franceses
(primacía de la constitución, soberanía nacional, gobierno del rey y las Cortes, igualdad jurídica, extinción de los señoríos, libertades individuales como la de imprenta), resultó un modelo de equilibrio
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y la invasión francesa) no le coge desprevenido, sino bien dispuesto para dar testimonio excepcional
de la misma en dos grandes obras maestras: El dos
de mayo de 1808 o La carga de los mamelucos y Los
fusilamientos del tres de mayo. Tras esta primera conmoción, y en función de su nombramiento como
pintor de cámara de José Bonaparte, deberá contemporizar con el gobierno afrancesado, pero su
mundo interior se expresa más libremente en su
nueva serie de grabados sobre los Desastres de la guerra (o Fatales consecuencias de la sangrienta guerra
en España contra Buonaparte), realizada entre 1810
y 1820, aunque permanecería inédita, que refleja
las penalidades reales o imaginadas de la España dividida. La restauración absolutista le renovó el nombramiento oficial, pero su espíritu navegaba por
otras aguas más atormentadas, las que reflejan las
nuevas series de grabados de la Tauromaquia (18151816) y de los Disparates (tal vez posterior aunque
inédita), culminación de la vertiente grotesca, pesimista y visionaria de su última época. Como lo
son también las pinturas negras de la Quinta del
Sordo, con sus horribles viejos, sus brujas y sus
aquelarres: Saturno, Dos viejos comiendo sopas, Duelo a garrotazos, El aquelarre o El gran cabrón. La segunda restauración absolutista y la consiguiente
persecución de los liberales le empujan finalmente a un voluntario exilio en tierras francesas, donde moriría no sin antes dedicarnos una última sonrisa, un último tributo a la creencia en un posible
futuro feliz para el hombre en La lechera de Burdeos
(1828), donde parece volver la vista a un tiempo y
un arte ya periclitados. Testigo de una época turbulenta, Goya fue extremadamente sensible a las
ilusiones de una centuria confiada en el progreso
de la humanidad en alas de la razón y también a las
y, por tanto, un perfecto ejemplo para los liberales
de otras latitudes, lo que explica la razón de su extraordinario éxito y de su amplia difusión. Traducida a varios idiomas entre 1814 y 1821, constituyó el programa ideal del liberalismo europeo hasta
la revolución de 1830. Su influjo se hizo sentir en
las sucesivas constituciones europeas y americanas,
contribuyendo poderosamente a la formación de los
modernos Estados-naciones propios del siglo XIX.
***
El paso de la Europa del Antiguo Régimen a la Europa del Liberalismo no dejó de encontrar obstáculos de parte de los defensores del sistema tradicional, como acreditan las reacciones conservadoras
amparadas por la Santa Alianza de 1815 y las resistencias frente a la revolución liberal de 1830 o la
revolución democrática de 1848. Un testigo excepcional del tránsito de la Ilustración al Liberalismo
y de todas las convulsiones que se sucedieron en
tan dilatado periodo fue el pintor Francisco de Goya. Así, sus primeros trabajos importantes revelan
una pintura costumbrista y popular llena de gracia
y frescura, que sirve de vehículo a la plasmación de
la vida apacible de un momento marcado por los
beneficios de la revolución agrícola y de los avances de las corrientes reformistas. Sin embargo, el
artista, llevado por su lúcida percepción, empezó a
reflejar en su obra durante la última década del
siglo el conflicto político que estaba desgarrando
la sociedad de su tiempo: sus Caprichos (84 aguafuertes, 1792-1799), su primera obra de este tipo, son una solapada crítica de la España tradicional. De este modo, la crisis que estalla en 1808
(la quiebra institucional de la monarquía española
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La cultura de la primera mitad del siglo XIX discurrió bajo los presupuestos de un movimiento intelectual que se había venido gestando desde fines de
la época anterior, desde antes del estallido de la Revolución francesa: el Romanticismo. Bajo este nombre se designaba a una corriente cuyos caracteres
esenciales dimanaban de la reivindicación de la sensibilidad como contrapeso al énfasis puesto en la razón por los hombres de las Luces y se manifestaban en una serie de rasgos originales: la exacerbación
de determinados sentimientos (nostalgia, melancolía, vivencia de lo efímero, gusto por lo fúnebre),
la exaltación de la naturaleza (también a veces en sus
apariencias más extremadas, como el paisaje nocturno, la soledad, el desencadenamiento de los elementos), la idealización de la Edad Media como espacio
histórico y legendario, la huida hacia mundos exóticos como expresión del rechazo de una realidad insatisfactoria, el inconformismo que lleva al heroísmo, el idealismo que conduce a la defensa de causas
perdidas, la búsqueda de la libertad individual como forma de realización personal, la conciencia de
la belleza y de la tragedia del destino humano.
tormentas espirituales que se abatieron sobre los
años finales del Antiguo Régimen y presidieron el
nacimiento de una nueva edad de la historia de la
humanidad.
Otro testigo excepcional de la transición fue el genial músico Ludwig van Beethoven. Educado en el
mundo del clasicismo alemán, sus primeras composiciones siguen las pautas consagradas en las
últimas décadas del siglo XVIII. Sin embargo, su
Tercera sinfonía (cuya dedicatoria en homenaje a
Napoleón Bonaparte como encarnación del avance hacia el progreso y la libertad sería suprimida
por la decepción causada al autor por su consagración como emperador en 1804), significa un salto a nuevas formas, que no cesarían de evolucionar
a lo largo de los primeros quince años del siglo XIX,
tanto en sus conciertos para piano, su concierto para violín, sus sonatas y, sobre todo, sus sinfonías,
especialmente la Quinta (con su invocación al destino), la Sexta (llamada Pastoral por su acercamiento apasionado a la naturaleza) y la Séptima (calificada por Richard Wagner como la «apoteosis de la
danza»). Su última fase concluiría con la composición de la grandiosa Novena sinfonía, en cuyo finale introduce la voz humana para cantar a la alegría («Alegría, hermosa chispa divina», siguiendo
los versos de Friedrich Schiller), causando con ello
un impacto de tal magnitud que la pieza, andando
el tiempo, habría de convertirse primero en el himno del Consejo de Europa y, por último, en el himno oficial de la Unión Europea. Y, aún más allá, su
revolución musical tendría una influencia decisiva
sobre todos los grandes representantes de la música sinfónica romántica, como Franz Schubert, Robert Schumann o Félix Mendelssohn.
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Estas notas ya están presentes en muchas creaciones
dieciochescas. La noche es el marco perfecto para la
meditación poética de Edward Young (Complaint, or
Night Thoughts, 1742-1746), la Edad Media como
época remota, primitiva y bárbara de épicas batallas
y trágicos amores es el escenario de los cantos de James Macpherson (Ossian Poems, 1762-1765), el gusto por lo terrorífico se halla en la novela «gótica» de
Horace Walpole (The Castle of Otranto, 1764), los terrores nocturnos se muestran en la obra pictórica
de Johann Heinrich Füssli (El íncubo o La pesadilla,
1781), los mundos exóticos y fantásticos sirven de
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base a las narraciones de William Beckford (Vathek,
1786) o Jan Potocki (Manuscrit trouvé à Saragosse,
1805). Y los impulsores del movimiento del Sturm
und Drang en Alemania también fueron pioneros en
algunas temáticas específicamente románticas, como
el suicidio por amor (Die Leiden des jungen Werthers,
la novela de Johann Wolfgang Goethe, 1774) o el de
los proscritos por causa de la libertad (Die Räuber, el
drama de Friedrich Schiller, 1781).
El Romanticismo del siglo XIX tuvo una proyección
plástica que se manifestó en la insistencia en algunos temas privilegiados: el paisaje (con las obras del
alemán Caspar David Fiedrich y su Caminante sobre el mar de nubes de 1818 o del inglés William
Turner y sus luminosas vistas de Venecia), los sucesos dramáticos (Théodore Géricault, La balsa de La
Méduse, 1819), la lucha por la libertad (Eugène Delacroix, La libertad guiando al pueblo, 1830), los
mundos exóticos y particularmente los orientales
(Horace Vernet, Jefes árabes en consejo, 1834) o la
pureza primitiva tal como la retrataron los cuatrocentistas italianos con la escuela de los prerrafaelistas ingleses, John Everett Millais (Ofelia muerta,
1852) o Dante Gabriel Rosetti (Proserpina, 1873).
Caspar David Friedrich.
Caminante sobre el mar de nubes, ca. 1818.
Hamburger Kunsthalle.
Foto Elke Walford © Photo Scala, Florence/BPK,
Bildagentur für Kunst,
Kultur und Geschichte, Berlin.
Algo parecido ocurrió en el campo de la literatura.
La búsqueda individual de la libertad y la belleza
ideal inspira a los grandes poetas ingleses, como
Lord Byron (Don Juan, inacabado a su muerte,
1824), Percy Bysshe Shelley (Ode to the West Wind)
y John Keats (Ode on a Grecian Urn), la exaltación
del paisaje alterna con el combate político en el alemán Heinrich Heine (Buch der Lieder, 1827), el
sueño patriótico de una Italia resurgente o, más allá,
de una edad de oro mueve la musa del italiano
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inauguración del Canal de Suez, pero representada finalmente en el Teatro de la Ópera de El Cairo
(1871): sus cuatro largos actos, sus coros, su célebre marcha, sus ballets y sus monumentales escenarios para la recreación del antiguo Egipto son finalmente un homenaje a una nueva época, que es a
la vez la del fin del Romanticismo y la del triunfo
de la segunda revolución industrial, con su confianza en el progreso ilimitado de la sociedad en alas de
la ciencia y la técnica.
Giacomo Leopardi (Canti, 1831), la nostalgia del
mundo clásico (de la «Köstliche Frühlingszeit im
Griechenlande», de la «deliciosa primavera de Grecia») discurre por la poesía de Friedrich Hölderlin (Der Archipelagus) y el amor apasionado junto
a las leyendas tradicionales o inventadas inspiran
el romanticismo tardío del español Gustavo Adolfo Bécquer (Leyendas, 1858-1864). Sin embargo,
el espíritu romántico se expresa también en la narrativa, con la novela iniciática de escenario medieval de Friedrich von Hardenberg llamado Novalis
(Heinrich von Ofterdingen, 1800), con las novelas
históricas de Walter Scott (Ivanhoe, 1819) o con las
leyendas y las novelas de aventuras escritas en la lejana Rusia por Alexander Pushkin, antes de morir
prematuramente en un duelo malhadado: Ruslan i
Ludmila (1820, que inspiraría la ópera homónima
de Mijaíl Glinka) y Kapitanskaia dochka (La hija del
capitán, 1836), sobre la historia de las revueltas campesinas capitaneadas por Iemelian Pugatchev.
En Alemania, Richard Wagner, autor que, contrariamente a los demás, va a hacerse responsable no solo
de la música, sino también del libreto y de la escenografía, aspirará con la ópera a la construcción de una
obra de arte total (una Gesamtkunstwerk). La ideología subyacente se nutre de difusos conceptos procedentes de la revolución democrática de 1848, de las
corrientes igualitarias del anarquismo y el socialismo
y, finalmente, de su deseo de una fraternidad entre
todos los pueblos. Por eso, sus dramas musicales no
pueden pasar por ser una exaltación del nacionalismo alemán (como cabe deducir de sus conocidas críticas a Bismarck y el imperialismo prusiano), sino como una elaboración personal de diversos motivos de
la historia, la leyenda y la literatura de la Edad Media germánica. Así aparece en todas sus obras, desde Der Fliegende Hollander de 1843 a su tetralogía
Der Ring des Nibelungen de 1869-1876. Como ejemplo, una de sus óperas más conocidas y más inspiradas, Tannhäuser (1845), se nutre de la figura legendaria del protagonista y su decepción romana (ya que
el Papa no está dispuesto a perdonarle su estancia en
el Venusberg, el monte de Venus) y del acontecimiento histórico del certamen de los trovadores en la fortaleza de la Wartburg, para plantear poéticamente la
El siglo XIX encuentra la máxima expresión de la
conjunción entre la literatura, el teatro y la música
en la ópera, uno de los géneros más cultivados y más
característicos de la época. En Italia, la ópera alcanza su cumbre con la figura de Giuseppe Verdi, un
autor que consigue su popularidad no solo por sus
innovaciones musicales en el género del belcantismo
(ya cultivado por músicos de genio como Gioacchino Rossini, Vincenzo Bellini o Gaetano Donizetti),
sino por las implicaciones políticas de su obra, hasta el punto de que el «Coro de los esclavos hebreos» de su drama Nabucco (1842) sería considerado
como una clara expresión de las ansias del nacionalismo italiano. Sus obras mayores culminan con
el colosal espectáculo de Aída, compuesta para la
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contradicción entre el amor sacro y el amor profano.
En cualquier caso, su obra (un proyecto perfectamente articulado servido por un talento musical excepcional) contribuyó más que ninguna otra a crear una
verdadera ópera alemana.
Pío IX, opuesto no solo al evolucionismo, sino al
mundo moderno en general, condenado en su famoso Syllabus Errorum de 1864, donde se anatematizaba todo aquello que desde entonces ya formaba parte indisoluble de la identidad de Europa.
Como tardío epílogo de las expediciones científicas
de finales del siglo XVIII, la travesía del buque británico Beagle (1831-1836) había de pasar a la historia
gracias a las observaciones de uno de sus pasajeros,
Charles Darwin, que, en su transcurso y especialmente durante su estancia en las islas Galápagos, conseguiría aportar pruebas precisas a la teoría de la evolución de los seres vivos sobre la Tierra, que hasta
ahora solo circulaba como hipótesis plausible entre
un reducido grupo de científicos. La lenta elaboración de los materiales recogidos desembocó en la publicación de una obra capital (On the Origin of the
Species, 1859), donde la evolución aparece explicada
por los procesos de selección natural, lucha por la vida y adaptación al medio. Más tarde, en un nuevo libro (The Descent of Man, 1871), la teoría se ocupaba también del hombre, que quedaba asimismo
incluido en la cadena evolutiva. De esta forma, la naturaleza aparecía como un mundo presidido por el
azar, la utilidad, la necesidad de adaptación, la lucha
por la supervivencia: un mundo muy alejado de la
naturaleza romántica, que perdía sus cualidades de
bondad e inocencia, que perdía su sentido ético. Naturalmente, la teoría de la evolución encontraría una
oposición irreductible en distintos medios, pero sobre todo en las iglesias, que defenderían a capa y espada su idea de la creación del mundo y del hombre
por obra de un dios trascendente. Nada extraño que
esta enemiga encontrase su máxima expresión en
la Iglesia católica, entonces gobernada por el papa
Obras como las de Darwin contribuyen a la disolución del Romanticismo en el mundo intelectual
europeo. La segunda mitad de siglo será la época
de la segunda revolución industrial, de la tecnología aplicada al confort de la vida cotidiana, del
positivismo filosófico, del realismo literario y artístico, del hallazgo de nuevas formas de expresión
como serán la fotografía o el cinematógrafo. En este sentido, el pensador de la nueva era es el francés
Auguste Comte, que en su Cours de Philosophie positive de 1830-1842 había defendido la evolución
del conocimiento humano a través de tres etapas:
la mítico-teológica, la metafísica y la positiva, que
era la de su época, la del progreso ilimitado garantizado por los adelantos de la ciencia. La novela,
por su parte, se propuso ser un simple reflejo de la
realidad circundante, aunque sus mejores cultivadores fueron más allá: Stendhal (un escritor que escribe en pleno romanticismo en un estilo deliberadamente realista, con obras como La Chartreuse de
Parme, 1839) Honoré de Balzac (con su ciclo de
La comédie humaine, sistematizado a partir de 1842)
y, más adelante, Gustave Flaubert (Madame Bovary, 1857) y Guy de Maupassant (Boule de Suif,
1880) en Francia, Benito Pérez Galdós (Las cuatro
novelas de Torquemada, 1889-1895) o Leopoldo
Alas «Clarín» (La Regenta, 1884-1885) en España,
Charles Dickens (The Posthumus Papers of the
Pickwick Club, 1836-1837) en Inglaterra y Liev
Tolstói (Anna Karénina, 1875-1877) o Fiodor
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al empleo de las cajas de resistencia, a la creación de
sindicatos por empresas y, finalmente, a la constitución de grandes agrupaciones sindicales, que en
Inglaterra se llamaron Trade Unions. En 1868 esta
«aristocracia obrera» (fuerte de sus éxitos en la limitación de la jornada laboral o en la prohibición del
trabajo infantil en minas y fábricas) celebraría su
primer congreso en Manchester. Su reconocimiento legal (1871) abriría las puertas a la sindicación
de los obreros sin cualificación (1875). Finalmente, la aparición de la Sociedad Fabiana (que agrupaba a prestigiosos intelectuales como George Bernard Shaw o Herbert George Wells) condujo a un
último paso, teorizado por Sydney Webb (Industrial Democracy, 1897): la necesidad de unir a la
acción sindical la acción política, lo que a la larga
desembocaría en la creación del Partido Laborista.
Dostoievski (Bratia Karamázovy, 1879-1880) en
Rusia. El realismo literario tuvo, además, su contrapunto en una plástica realista, representada en
Francia por pintores como Gustave Courbet o escultores como Auguste Rodin.
***
La Europa del siglo XIX es también, en gran medida, una sociedad que busca desarrollar el segundo de
los principios de la Revolución francesa: la igualdad
después de la libertad. La Europa ochocentista busca la emancipación de los grupos olvidados por la
historia y, en cierto modo, postergados por el propio movimiento revolucionario. Estos grupos son,
entre otros, los obreros, las mujeres y los esclavos.
Para todos ellos, una serie de construcciones intelectuales, de experiencias prácticas, de movimientos de masas, tratarán de encontrar una solución
que les permita disfrutar también de los beneficios
de una Europa más libre y más próspera. La Revolución debe alcanzar también a los desheredados.
Al mismo tiempo que nacía y se consolidaba el sindicalismo, otra vía de pensamiento teorizaba la necesidad de superar la revolución burguesa por la revolución del proletariado, que implantase la igualdad
social y económica, especialmente mediante la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, dando así carta de naturaleza al socialismo.
Los primeros protagonistas de esta nueva corriente
fueron denominados despectivamente «socialistas
utópicos», aunque el apelativo hizo fortuna y así
ha quedado registrado por la Historia. Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, expuso la paradoja de que los trabajadores y creadores de riqueza carecieran de poder político y los parásitos inútiles
(nobles, obispos, militares y propietarios absentistas) disfrutasen de su monopolio, cuando debían ser
los obreros, los profesionales y los comerciantes e industriales preocupados por el desarrollo económico
La Revolución industrial hizo surgir en el siglo XIX
una nueva dicotomía social: la burguesía que, como propietaria de los medios de producción, se arrogó todo el poder económico y político, y el proletariado que, poseedor solo de su fuerza de trabajo,
se vio sumido en la miseria material y en la exclusión del poder político. Sin embargo, pronto los
obreros adquirieron conciencia de su número, de
su fuerza (a partir de la concentración en fábricas
del proceso productivo) y de sus intereses como clase social. En Inglaterra (y más tarde en otros países)
los obreros recurrieron a medidas de fuerza para mejorar sus condiciones laborales: las huelgas llevaron
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a la propiedad privada de los medios de producción y, por tanto, a la explotación del hombre por
el hombre, para construir una nueva sociedad presidida por la igualdad. De este modo, la utopía marxista se convertía en una de las teorías más generosas engendradas por el pensamiento europeo,
construida sobre una base filosófica y científica (el
estudio de los mecanismos de funcionamiento del
sistema capitalista, analizados singularmente en la
obra Das Kapital, 1867) y con el propósito de encarnarse en una práctica política para llevar a cabo
sus fines de emancipación social.
y el bienestar social los que gobernasen la comunidad. Charles Fourier renovó las viejas utopías con su
construcción teórica del falansterio (unidad voluntaria de 1600 personas para la práctica de una economía autárquica), que no resistió la prueba de su
puesta en práctica aunque legaba a la posteridad una
de sus ideas capitales: el acento puesto no en la producción sino en la distribución de los bienes. Por último, Robert Owen, empresario industrial (que introdujo en sus empresas reformas sociales tan
avanzadas como la abolición del trabajo infantil, la
retribución según la productividad y el disfrute de
vivienda y escuela gratuitas), puso las bases de un socialismo cooperativo que intentó implantar en los
Estados Unidos, pero su Colonia de New Harmony
(1827-1829) no respondió a las expectativas y su impulsor hubo de regresar desilusionado a Inglaterra.
La creación de una Asociación Internacional de Trabajadores (la Primera Internacional, 1864) fue vista
por Marx y Engels como un formidable instrumento para la organización política del socialismo. Sin
embargo, desde el primer momento, la Primera Internacional fue el foro para la confrontación entre
dos teorías que, pese a sus muchos puntos de contactos en sus formulaciones de partida, acabarían revelándose radicalmente incompatibles: el socialismo y
el anarquismo en la definición del ruso Mijaíl Bakunin. La propuesta anarquista había aparecido tempranamente en la obra más divulgada del francés
Pierre-Joseph Proudhon (Qu’est-ce que la propriété?,
1840) y alcanzaría su nivel más elevado de explicitación teórica en la obra del príncipe Piotr Kropotkin,
padre del comunismo libertario y autor de numerosos libros de reflexión social y política (La conqûete du pain, 1892), en las que expondría su idea de
una sociedad más justa regida por el principio de exigir de cada uno según sus capacidades y dar a cada
uno según sus necesidades. Sin embargo, sería Mijaíl
Bakunin, pese al menor desarrrollo de su obra teórica (Dieu et l’État, redactado en 1871 y publicado
Sin minusvalorar estos precedentes, el socialismo
debe sus principales formulaciones y sus principales avances al esfuerzo intelectual y organizativo de los alemanes Karl Marx y Friedrich Engels.
La fundamentación filosófica provenía de la lectura del también alemán Georg Wilhelm Friedrich
Hegel, que hacía depender la marcha de la historia
del Espíritu del Mundo, tesis a la que se le daba
la vuelta mediante el enunciado del materialismo
histórico, que hacía depender la evolución humana no de un supuesto espíritu fantasmal sino de
la propia acción de los hombres a través de un motor esencial: la lucha de clases. En su primera obra
capital, el Manifiesto comunista (Manifest der kommunistischen Partei, 1848), Marx y Engels vaticinaban una nueva etapa de la Historia en que el proletariado, libre del falso consuelo de la religión (el
«opio del pueblo»), ocuparía el poder, pondría fin
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en francés en 1882) quien lucharía más vehementemente por el triunfo de su concepción de un anarquismo colectivista, que supondría la supresión de
los Estados nacionales, la abolición de las clases sociales, la formación de federaciones de libres sociedades agrícolas e industriales y la organización del proletariado al margen de los partidos políticos. El
Congreso de la I Internacional celebrado en La Haya en 1872 se saldaría con la expulsión de los anarquistas y la división del movimiento obrero en dos
corrientes paralelas e irreconciliables, de tal modo que
la II Internacional (constituida en 1889) integraría
exclusivamente a los partidarios del socialismo. Mientras tanto, otras corrientes, llamadas en general revisionistas, estaban procediendo a la crítica de las
prácticas políticas socialistas y propugnando, no la
destrucción, sino la reforma del sistema capitalista:
la socialdemocracia como tercera vía para la creación
de una sociedad más equilibrada (conciliando la libertad con la justicia social) estaría llamada a conseguir numerosas adhesiones, a constituir diversas
formaciones políticas y a expandirse con fuerza a lo
largo del siglo XX.
Karl Marx.
El sentimiento filantrópico del siglo XVIII alumbró
un movimiento a favor de la abolición de la esclavitud, una corriente cuyo propósito era la erradicación
de una de las prácticas más injustificables desde el
punto de vista moral, aunque más lucrativas desde
el punto de vista económico y más indispensables
desde el punto de vista de la lógica colonial. En efecto, hay que llegar a la generación de los philosophes
franceses para encontrar las primeras condenas por
razón de humanidad, tal como aparecen en Montesquieu, en Voltaire o en el abate Guillaume Raynal.
Primera condena que deja paso a la teoría utilitarista
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de la escuela escocesa, representada por David Hume, Adam Smith y John Millar, que rechazan el sistema esclavista no solo por su crueldad y barbarie,
sino también por su carácter nocivo desde la propia
lógica de la economía, como subrayó claramente el
último en su obra The Origin of the Distinction of
Ranks (título de la tercera edición de 1779 tras una
primera en 1771, prueba de su éxito). El movimiento abolicionista apenas si compromete todavía a
un núcleo selecto de pensadores (como Samuel Johnson), de philosophes (como el barón de Condorcet)
y de filántropos (como Granville Sharp). En todo
caso, en Inglaterra serían las campañas de los evangélicos William Wilberforce y Thomas Clarkson (autor de An Essay on the Slavery and Commerce of the
Human Species, particularly the African, 1786) las
que abrirían el camino para la ley de la abolición de
la trata votada en el Parlamento (1807) y para la definitiva supresión de la esclavitud en el Imperio británico (Abolition Act, 1833).
aunque el sistema esclavista subsistiera hasta más
adelante en muchas dependencias coloniales de estos mismos países: España no aboliría la esclavitud hasta 1873 en Puerto Rico y hasta 1880 en Cuba, y Brasil no lo haría hasta la tardía fecha de 1888.
La fuerza liberadora de la Revolución francesa se
transmitió también al terreno de la condición de la
mujer, que la historia había relegado (salvo contadas excepciones) a un papel secundario cuando no
abiertamente marginal en un mundo construido
para los hombres y dominado por los hombres. Así,
no es extraño que, apenas iniciado el movimiento
revolucionario, aparezcan dos textos básicos: Les
droits de la femme et de la citoyenne, de Olympe
de Gouges (1791), y A Vindication of the Rights
of Woman, de Mary Wollstonecraft (1792), donde la combativa escritora inglesa exigía para la mujer una educación integral: mixta, igualitaria, científica y sexual. De estas propuestas teóricas a las
primeras acciones reivindicativas organizadas hubo de andarse un gran trecho. Después de un largo siglo XIX donde las organizaciones se batieron,
especialmente en Inglaterra, sin obtener avances
significativos, la lucha por la emancipación de la
mujer adoptó como uno de sus principales objetivos en el siglo XX la obtención del derecho al sufragio en los sistemas parlamentarios. Aunque la
Alianza Internacional para el Sufragio Femenino se
fundó en Berlín (1904), fueron las sufragistas inglesas las que se pusieron a la cabeza del movimiento, con heroínas tan conocidas como Emmeline
Pankhurst, creadora de la Women Social and Political Union (WSPU), una de las sociedades que
contribuyó en 1917 a la concesión del derecho a
voto a las mujeres de más de treinta años (y en igual-
Sin embargo, haría falta aún algún tiempo para que
el movimiento consiguiese la abolición de la trata y
de la esclavitud en el resto de las naciones con intereses ultramarinos, por más que también en Francia se constituyera, antes del estallido de la Revolución y sobre el modelo de la Anti-Slavery Society
inglesa, una Société des Amis des Noirs, presidida por
el futuro político girondino Jacques Pierre Brissot,
llamado Brissot de Warville (1754-1793), y por más
que muchos revolucionarios estuviesen convencidos de que la libertad, la igualdad y la fraternidad
debían extenderse a otras razas y otros continentes.
En general, puede decirse que en la mayoría de los
países europeos la abolición de la esclavitud se produjo entre los años treinta y sesenta del siglo XIX,
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dad con los hombres en 1928). Antes que las sufragistas inglesas, el voto femenino había sido conquistado en varios países escandinavos (Finlandia en
1905, Noruega en 1913 e Islandia en 1915). Más
tarde, lo sería en España durante la Segunda República (1931) y, tras la Segunda Guerra mundial, en
otros países, hasta constituir hoy una cuestión incontrovertida dentro de la vida política de Europa.
La desigualdad social que acompañó el triunfo de
la Revolución industrial fue objeto de reflexión por
parte de numerosos artistas y escritores ante el escándalo de la burguesía beneficiaria de la miseria de las
clases populares. Así se refleja, por ejemplo, en el
reportaje gráfico realizado en 1872 por Gustave Doré y Blanchard Jerrold bajo el título de London. A Pilgrimage, donde el pintor y grabador francés dejó un
testimonio imperecedero de la miseria de las clases
populares londinenses. En el campo de la literatura,
también son famosas las novelas de Charles Dickens
(como Oliver Twist, 1837-1839), que se muestran
muy críticas con la rigidez de la estratificación social,
con la inflexibilidad del aparato judicial, con la falta
de piedad hacia los pobres de que hizo gala la puritana época victoriana. Y lo mismo puede decirse de
Victor Hugo, siempre preocupado por la llamada
«cuestión social» (que resuelve como el conflicto «entre los que tienen y los que no tienen»), muy atento
la defensa de los desheredados de la fortuna y tenaz
abogado de los oprimidos en obras como la paradigmática Les misérables (1862). Por ello, Victor Hugo
y Charles Dickens pueden ser por ello considerados
a justo título como los padres en Francia y en Inglaterra de la novela social, que alcanzaría sus máximas cotas con el naturalismo de autores como el también francés Émile Zola (Germinal, 1885).
Charles Chusseau-Flaviens.
Sufragista inglesa, ca. 1919.
George Eastman House, Nueva York
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(colorantes sintéticos, abonos minerales, géneros de
caucho, dinamita y otros explosivos, productos farmacéuticos) y la siderúrgica (posibilitada por los convertidores Bessemer y Siemens-Martin). Particularmente, la electricidad (conocida de antiguo, pero
ahora producida en grandes cantidades en las centrales térmicas e hidroeléctricas y aplicada con progresiva facilidad) revoluciona la vida urbana, los transportes (tranvía, metro, trolebús) y las comunicaciones
a larga distancia con la invención del teléfono (disputado su descubrimiento entre el italiano Antonio
Meucci y el estadounidense de origen escocés Alexander Graham Bell, 1854), la radiofonía y la telefonía sin hilos (desarrolladas ambas por el italiano
Guglielmo Marconi a finales de siglo).
***
Las transformaciones propiciadas por la Revolución
industrial y prolongadas por la llamada «segunda revolución industrial» generan en Europa una época
de crecimiento económico ininterrumpido a lo largo del siglo XIX. Aunque la distribución de los beneficios de esta expansión es muy desigual (y a veces
solo es patrimonio de las clases burguesas), Europa
se ve inmersa en una era de confianza en un progreso ilimitado amparado por las aportaciones de la
ciencia y de la técnica y en una oleada de prosperidad, que se reflejará en el aumento del consumo cotidiano (comestibles, bebidas, vestidos), el afianzamiento del confort doméstico (máquinas de coser,
lavabos con agua fría y caliente, sistemas de calefacción), la mayor habitabilidad de las ciudades (dotadas de más servicios), la multiplicación de los espectáculos públicos (el teatro, la ópera, el baile, el
concierto, el cabaret), la frecuentación de balnearios
y playas, la afición al viaje de turismo, el auge de los
juegos y deportes al aire libre.
El reflejo de la segunda revolución industrial en la vida cotidiana se manifiesta a todos los niveles. Las ciudades replantean su urbanismo (nuevos trazados de
los cascos antiguos) o se planifican de acuerdo con
los nuevos avances y las nuevas necesidades: los bulevares para el paseo, las vías amplias para el tráfico
rodado, las canalizaciones subterráneas para el alcantarillado, el pavimentado de las vías públicas, la conducción de agua, la construcción de barrios residenciales, el diseño de nuevos parques y jardines. Aparecen
inéditos sistemas de transporte: el tranvía (en París,
en 1854), la bicicleta (que dentro de un largo proceso tal vez adquiera su fisonomía clásica hacia 1855),
el metro o suburbano (que inicia su andadura en Londres en 1863), el trolebús (experimentado por primera vez en Berlín, en 1882). Especialmente significativo es el adelanto del alumbrado de las calles de
las grandes ciudades: si las lámparas de gas habían
empezado a funcionar en Londres a partir de 1813,
ahora la gran innovación es la iluminación eléctrica,
La condición indispensable para esta nueva joie de
vivre, que alcanzará su máxima expresión en el momento del fin-de-siècle y de la belle époque y que se
verá comprometida por el estallido de la Primera
Guerra mundial, es la prolongación de la coyuntura expansiva gracias a la aplicación al sistema productivo de las novedades científicas y tecnológicas
que se suceden a partir de mediados del Ochocientos: el carbón mantiene sus posiciones, pero aparecen nuevas fuentes de energía como el petróleo y la
electricidad, la máquina de vapor es sustituida por
el motor de explosión, las industrias textil y metalúrgica son superadas en dinamismo por la química
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que París estrena en 1877 y Berlín en 1882, de modo que en Europa, también en el sentido literal, y
gracias a las ciencias aplicadas, la luz destierra a las tinieblas después de muchos siglos de oscuridad.
La arquitectura también se beneficia, desde mediados de siglo, de los avances tecnológicos, desplazando lentamente los estilos historicistas que prolongan el romanticismo a la manera del famoso
Royal Pavilion de Brighton de John Nash (18151823), modelo de inspiración orientalizante, donde confluyen elementos egipcios, chinos, hindúes
o islámicos. Ahora se emplean nuevos materiales
(el hormigón armado, el hierro y el vidrio), a la par
que se levantan los nuevos tipos de edificios (fábricas, mercados, pasajes comerciales, bibliotecas o estaciones de ferrocarril) exigidos por las necesidades
recientemente creadas. Las exposiciones internacionales, concebidas como grandes escaparates del
progreso industrial y comercial de los países organizadores, se revelan como ocasiones privilegiadas
para la experimentación arquitectónica. Así, Joseph
Paxton crearía para la Exposición Universal de Londres de 1851 el espectacular Crystal Palace (hoy desaparecido), que aparecía como una celebración de
este material empleado por primera vez en gran escala, como un «monstruo de cristal». El mismo impacto causó la construcción para la Exposición Universal de París de 1889 por el ingeniero Gustave
Eiffel de la torre de hierro que lleva su nombre y
que se convertiría andado el tiempo en icono perdurable de la capital francesa.
The Crystal Palace, diseñado por Joseph Paxton
para la Exposición Internacional de Londres
de 1851. Entrada sur al pabellón,
según un grabado de ese mismo año.
La arquitectura no se detiene solo en las hazañas de
la tecnología de los nuevos materiales, sino que,
utilizando los mismos medios, desarrolla también
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un estilo decorativista muy vinculado a la misma
joie de vivre que marca las postrimerías del siglo XIX
y los inicios del siglo XX. Su impronta se deja ver
en todas las ciudades europeas (la Bruselas de Víctor Horta, el París de Héctor Guimard, el Glasgow
de Charles Rennie Mackintosh, la Barcelona de Antoni Gaudí) y se desborda hacia la producción de
numerosos objetos artísticos (el art nouveau presente en carteles, ilustraciones de revistas, encuadernaciones de libros, papeles pintados, joyas y otros
objetos de uso cotidiano, donde resalta la imaginación desbordada de Émile Gallé o René Lalique).
Sin embargo, el punto culminante de esta tendencia se encuentra en la constitución del movimiento de la Sezession de Viena, cuyo órgano de expresión es la revista Ver Sacrum y cuyo emblema es el
edificio construido por Joseph Olbrich en 18981899 (que acoge en la XVI Exposición del grupo
el famoso Friso Beethoven de Gustav Klimt y la escultura del músico alemán realizada por Max Klinger), mientras otro de los artistas vieneses más representativos del momento, Adolf Loos, se aleja
programáticamente del ornamentalismo para integrarse en las filas del nuevo diseño funcional.
La torre Eiffel y el dirigible de Santos Dumont.
Portada de Le Petit Parisien, 28.07.1901
Foto © White Images/Scala, Florence.
No menos relevante es la revolución de los transportes a larga distancia. El tren es un medio bien
conocido (la primera locomotora, ideada por George Stephenson, se ensaya en 1814), pero es en la
segunda mitad de siglo cuando se acelera la construcción del tendido de ferrocarril en los distintos
países europeos, lo que tiene una repercusión de
gran trascendencia en el conjunto de las economías nacionales. Del mismo modo, el primer barco de
vapor había navegado por el río Sena en 1802, pero el velero no se verá desplazado definitivamente
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hasta la apertura del canal de Suez, obra del ingeniero Ferdinand de Lesseps en 1869, aunque las masivas emigraciones europeas habían precipitado la
creación de las primeras grandes líneas de pasajeros
mucho antes: la Lloyd (1826), la Peninsular &
Oriental Company (1837), la Cunard Line (1841),
la Hamburg-Amerika Linie (1847). El siglo XIX
alumbraría otro tipo de vehículo llamado a un gran
porvenir: la invención del motor de gasolina permitirá la fabricación del primer automóvil, gracias
al esfuerzo combinado de Gottlieb Daimler y Carl
Benz (1884-1885). Finalmente, el hombre trata de
conquistar otros espacios que hasta entonces le habían sido negados: la navegación submarina (con
los ingenios creados por los españoles Narcís Monturiol entre 1857 y 1868 e Isaac Peral en 1888), y
la navegación aérea (con el dirigible del conde Ferdinand von Zeppelin en 1900 y los primeros intentos de la aviación entre 1900 y 1914).
La imagen había sido un vehículo privilegiado de
transmisión de mensajes desde los tiempos clásicos.
Sin embargo, ahora por primera vez la tecnología va
a permitir la reproducción exacta de imágenes de la
vida real. La historia de la fotografía es sinuosa, pero
la primera fijación gráfica de una imagen natural (en
una placa de cobre plateada) la llevó a cabo el francés Louis Daguerre (inventor también del diorama)
con ayuda de otro pionero, Nicéphore Niepce, en
1837, de tal modo que las primeras fotografías (presentadas oficialmente dos años más tarde) serían conocidas como daguerrotipos. Casi simultáneamente, el proceso se perfecciona gracias a la labor de
Hippolyte Bayard, el primero que consigue fijar las
imágenes sobre papel, aunque solo se trate todavía
de positivos directos. Finalmente, el inglés William
Un retrato familiar en ferrotipo, ca. 1860-1880.
Biblioteca Nacional de España.
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Henry Fox Talbot protagoniza un avance significativo al conseguir por primera vez reproducir varios positivos a partir de un negativo llamado calotipo, procedimiento presentado en 1839 y patentado en 1841
que le permitirá publicar el primer libro de fotografías (The Pencil of Nature) entre 1844 y 1846. A partir de aquí, los inventores seguirán alcanzando nuevas metas: el papel de albúmina, el colodión húmedo,
la gelatina-bromuro, la fotografía en color o la fotografía instantánea, hasta llegar a la reproducción del
movimiento. La fotografía cobraba así carta de naturaleza en los distintos países de Europa.
El paso de la imagen fija a la imagen en movimiento sería protagonizado por los hermanos Louis y Auguste Lumière. Formados en el taller fotográfico de
su padre, la raíz de su aventura (basada en el principio de la persistencia de las imágenes en la retina)
fue el invento de un aparato que servía a la vez como cámara tomavistas y como proyector: el cinematógrafo. Armados de este sencillo instrumento
sus inventores presentarían en París la primera película de la historia: La sortie des ouvriers des usines
Lumière à Lyon Montplaisir (22 marzo 1895). Poco
después producirían nuevos documentales y la primera obra de ficción: L’arroseur arrosé. A partir de
aquí el cine se extendió rápidamente por todo el
mundo, mientras se sucedían las invenciones que
hacían progresar la nueva técnica, pronto convertida en el «séptimo arte», con las primeras cintas imbuidas de este espíritu, como el famoso Voyage dans
la Lune del también francés Georges Méliès (1902).
Georges Méliès. Voyage dans la lune, 1902.
Foto © BI, ADAGP, Paris/Scala, Florence.
El impresionismo nace como un movimiento pictórico impulsado por un grupo de artistas interesados en la investigación de la percepción de la luz y
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ka en Viena. Si Jacques Offenfach popularizó el género en la capital francesa (Orphée aux Enfers, 1858),
la opereta alcanzó su mayoría de edad en la capital
austriaca, de la mano de grandes compositores de
música ligera como fueron Johann Strauss (Die Fledermaus, 1874) y los húngaros Emmerich Calman
(Die Fürstin von dem Csardas, 1915) y Franz Lehár,
director del famoso Theater an den Wien desde
1902, donde se estrenaron algunas de sus obras,
que se cuentan entre las más populares del género,
como Die lustige Witwe (1905) y Der Graf von Luxemburg (1909). La opereta constituyó, sin duda,
una de las más genuinas expresiones de esa alegría
de vivir que se transmitió a otros países y que incluso ejerció su influjo en otros géneros nacionales, como la zarzuela española.
de los cambios producidos en la luminosidad de los
objetos en el transcurso del tiempo. Su trascendencia viene dada sobre todo por una transferencia de
la preocupación del artista hacia la fugacidad del
instante y por una mutación radical de la temática,
que privilegia la vida cotidiana en sus manifestaciones más novedosas: Auguste Renoir pintará el animado Baile del Moulin de la Galette y el ambiente
de las regatas durante El almuerzo de los remeros, Edgar Degas se interesará por las bailarinas de ballet y
los jockeys de las carreras de caballos, Edouard Manet pintará la soledad de la camarera en un Bar
del Folies Bergère, Claude Monet (que da nombre al
grupo con su cuadro Impresión, sol naciente) se obsesionará por los juegos de la luz sobre las ninfeas
de su villa de Givenchy, Henri de Toulouse-Lautrec
reflejará la fisonomía de los artistas del cabaret en
unos carteles que crearán escuela. La alegría de vivir del impresionismo se trasladará a otras artes, como la música, de la mano de Claude Debussy y
Maurice Ravel, quienes se servirán como motivo de
inspiración de los grandes poetas simbolistas franceses, a quienes leerán y con quienes compartirán
un mismo sentido estético: el pionero Charles Baudelaire (autor de Les fleurs du mal, 1857), el visionario Arthur Rimbaud, el «príncipe de los poetas»
Paul Verlaine y, especialmente, Stéphane Mallarmé
(con la partitura del Prélude à l’après midi d’un faune, basada en un poema bucólico del escritor). Y, finalmente, se expandirá por todos los países, hasta
convertirse en un estilo plenamente europeo.
El cabaret fue una de las atracciones más populares
de la belle époque. Concebidos como locales para espectáculos nocturnos, disponían de un bar bien surtido de bebidas y vituallas y ofrecían, sobre todo, un
repertorio de canciones y bailes con algunas otras
atracciones a cargo de mimos, payasos, humoristas o
ilusionistas. Emparentados con los café-concerts (como el Ambassaseurs o el Divan Japonais y su famosa
bailarina Yvette Guilbert) y con los bailes al aire libre
(como el del Moulin de la Galette), los más famosos
se concentraron en la ciudad de París, y singularmente en el barrio de Montmartre, como fue el caso de
Le Lapin Agile (que bajo la égida del Père Frédé pasó por muchas vicisitudes tras conseguir su nombre
y su enseña en 1875), Le Chat Noir (fundado en 1881,
especializado en el teatro de sombras, pero donde
se encumbró el chansonnier Aristide Bruant, que cambiaría su nombre por el de Le Mirliton), el Folies Bergère (al principio teatro de variétés, pero después
La opereta fue una comedia musical sustentada generalmente sobre un argumento de enredo amoroso y la inclusión de los bailes de moda de la época,
especialmente el cancán en París y el vals y la pol-
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Claude Monet. Impression, soleil levant, 1872.
Musée Marmottan, París.
Foto © Scala, Florence.
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escenario de los triunfos de las bailarinas Loïe Fuller y Cléo de Mérode) y el Moulin Rouge (fundado
en 1889 en el barrio de Pigalle, a la bajada de Montmartre y convertido en el reino del cancán y de sus
celebradas bailarinas La Goulue y Jane Avril), todos
ellos frecuentados por los pintores impresionistas que
contribuyeron a inmortalizarlos con sus cuadros y sus
carteles. De Francia, la moda pasó a otras latitudes,
como España (con los cabarets barceloneses de Els
quatre gats, de 1897, vinculado a la figura del pintor Ramón Casas, y el Petit Moulin Rouge, construido en 1905), Alemania (con el Überbrett o Buntes
Theater de Berlín) e incluso Suiza, donde el cabaret
Voltaire de Zürich fue el santuario de los artistas dadaístas, ya tardíamente en 1916. Muy distinta fue
la variante inglesa del music-hall, aunque también
combinaba la bebida en las mesas iluminadas por las
velas con el despliegue de música y baile, más las
características pantomimes: inaugurado este tipo de
locales con el famoso Canterbury Hall de Londres
(fundado en la temprana fecha de 1856), su modelo, más próximo a la sala de fiestas, se exportaría a
otros lugares de Inglaterra a lo largo de la segunda
mitad de siglo. Esta manera de divertirse (en sus diferentes versiones) pasaría así a convertirse en una de
las más representativas de su tiempo, perviviendo mucho más allá de su momento de esplendor, aunque
fuese al precio de sufrir una serie de sucesivas metamorfosis a partir del original.
la práctica de acompañar a jóvenes aristócratas ingleses enviados por sus progenitores a un viaje de formación (un Bildungsreise) por Europa, que forzosamente debía incluir París y las ciudades italianas
(especialmente Florencia, Roma y Nápoles). Sin embargo, ahora el viaje de turismo se democratiza y se
hace más frecuente. Un destino habitual es el balneario (lugar propicio para las relaciones sociales, los moderados esparcimientos y los tratamientos terapéuticos), al que se suma más adelante la playa (con sus
baños de mar también de propiedades curativas) y
la montaña, ámbito igualmente saludable que brinda además la posibilidad de imponerse en una práctica nueva, la del alpinismo. Sin embargo, los más pudientes o los más aventureros viajan a lugares más
lejanos (gracias a la generalización de los trenes, los
automóviles y los barcos de vapor), provistos de sus
pesados baúles, sus guías y mapas impresos y sus reservas de plazas tanto en los medios de locomoción
como en los grandes hoteles que empiezan a proliferar en las ciudades de mayor envergadura o de más
celebrados encantos.
Los juegos habían formado parte de la sociedad
europea desde los tiempos clásicos: los juegos atléticos del mundo antiguo habían sido relevados por
los torneos medievales y estos por los ejercicios caballerescos de los tiempos modernos. En el siglo
XIX, el pasado perduraba en prácticas como la de
la caza o la equitación, pero la novedad era el deporte, los juegos de competición como el golf, el
tenis y el fútbol, que iban ganando adeptos entre
capas más amplias de la población. A fines de siglo, los nuevos deportes servirán de fundamento
a la causa de la restauración de una de las mayores
manifestaciones de la solidaridad de la Europa clá-
«Solo el que ha hecho el Grand Tour de Francia y el
Giro de Italia está en condiciones de comprender a
César y Tito Livio», decía a finales del siglo XVII (con
una expresión que hoy nos recuerda inevitablemente las carreras ciclistas), en su Voyage or a Complete
Journey through Italy, Richard Lassels, un pionero en
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sica, los Juegos Olímpicos, que se vuelven a celebrar significativamente en 1896.
Jules Verne fue un autor de gran éxito desde el mismo inicio de la publicación de los Voyages extraordinaires por el editor Jules Hetzel a partir de 1863.
Sin duda una de las razones de esta popularidad se
debe a la localización de sus novelas de aventuras de
corte popular en el contexto de los grandes avances
científicos de la segunda revolución industrial y
de los grandes sucesos políticos que conmovían a la
opinión pública. Por ello, se ha podido hacer «una
lectura política» de su obra, señalando sus raíces en
la tradición democrática de la revolución de 1848,
en el socialismo utópico y en el individualismo libertario, así como en la ambigua vivencia de otros
hechos contemporáneos: la colonización de los países extraeuropeos (cuyos habitantes pasan de la consideración de nobles a la de innobles salvajes) o la
dialéctica entre nacionalismo (la patria sí, pero no
el militarismo y la guerra) y el internacionalismo
(con el gusto por comunidades ideales cosmopolitas y políglotas). Sin embargo, Jules Verne se pronuncia sobre todo a favor del progreso científico,
que le lleva a la admiración por los geógrafos y los
exploradores y a la exaltación de los nuevos inventos (las máquinas eléctricas, los trasatlánticos, los
dirigibles o los submarinos en Vingt mille lieues sous
les mers, 1870) y también a imaginar nuevas aventuras fuera del alcance de los hombres, como en Voyage au centre de la Terre (1864) o De la Terre à la
Lune (1865). Su obra es un compendio de muchas
de las esperanzas de una época que parecía estar viviendo una aventura extraordinaria.
Toulouse-Lautrec.
Affiche Jane Avril, 1893.
Art Museum. San Diego.
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Una de las primeras rupturas intelectuales del siglo
XX se produjo en el terreno de la física, la sustitución de la concepción newtoniana del universo (vigente durante dos siglos) por la teoría de la relatividad. La revolución comenzó cuando el alemán
Max Planck, a raíz de sus estudios de los fenómenos luminosos, planteó la tesis de los quanta (o
«cuantos») como elementos de una energía definida como discontinua, revelando así uno de los principios básicos de la física moderna (1900). Parecía que poco más quedaba por añadir tras el
abandono de la teoría ondulatoria por la teoría
cuántica de la luz, pero el danés Niels Bohr pudo,
a partir de sus estudios sobre el átomo, desarrollar una verdadera mecánica cuántica (1913). Y a
continuación vendría la enunciación de la teoría
de la relatividad por el también alemán Albert Einstein, en sus dos formulaciones, la especial o restringida (1905) y la general (1915), que concibe un
universo no tridimensional, sino cuatridimensional, siendo el tiempo la cuarta dimensión, hallazgo a partir del cual puede establecerse una correlación entre energía y masa: E = mc2, siendo c la
constante que expresa la velocidad de la luz. En realidad, la teoría de la relatividad significaba el nacimiento de un nuevo universo.
Las vanguardias fue el término acuñado en el mundo de la literatura, las artes plásticas y la música para referirse a toda una serie de movimientos que en
rápida sucesión revolucionaron las formas recibidas
y vigentes durante siglos en el mundo europeo para
imponer unos parámetros inéditos que implicaban
el triunfo de una diferente funcionalidad de la cultura: la radical libertad de expresión, la intelectualización o la suprema irracionalización del arte, el abandono de la melodía como elemento primordial de la
creación musical, toda una serie de valores que contundentemente expresados abrían una nueva era en
la concepción del arte: serían los ismos pictóricos (fauvismo, cubismo, expresionismo, surrealismo), la arquitectura funcional o la música atonal, cuyas expresiones se verían acompañadas con frecuencia por el
escándalo y el rechazo de las mayorías, que no por
ello dejarían de aceptarlas a largo plazo.
El concepto de vanguardias proviene del arte, pero (como en el caso del barroco o de otros movimientos nacidos en el mundo artístico) es fácilmente extrapolable a otras esferas de la actividad
intelectual, ya sea la física, la psicología, la terapéutica, la filosofía o las ciencias sociales. En todos estos campos se produjo un fenómeno consustancial
con las vanguardias: la ruptura con el pasado, ya
sea en la concepción del universo, en la consideración del alma humana, en el tratamiento de la morbilidad, en la teoría del conocimiento, en los nuevos métodos de la antropología, la sociología o la
historia. En definitiva, se trató de una época de gran
creatividad que hoy causa asombro, de una etapa
de revisión completa de los fundamentos de la cultura occidental cuyas consecuencias siguen vivas en
la Europa de nuestros días.
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A finales del siglo XIX, la mente humana era todavía una auténtica terra incognita y la terapéutica para los trastornos psíquicos estaba todavía en la prehistoria científica pese a algunas prácticas que tenían
una cierta tradición como la hipnosis o el mesmerismo. Fue el médico austríaco Sigmund Freud
el primero en elaborar una teoría de la mente y la
conducta humana y el primero en proponer una
técnica curativa para las afecciones psíquicas, a partir
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la esterilización y la inmunización. Por su parte, el
alemán Robert Koch puede ser considerado el padre de la bacteriología con sus descubrimientos de
los bacilos de la tuberculosis y del cólera, mientras
el también alemán Paul Ehrlich enunciaba la teoría
de la inmunidad de cadena lateral y descubría el valor curativo de la quimioterapia. Finalmente, como
consecuencia de estos avances en microbiología y
bacteriología, el siglo XX pudo dar la gran batalla
por desterrar una amplia serie de enfermedades endémicas: la observación de la destrucción de ciertas
bacterias por la acción de unos hongos permitió al
británico Alexander Fleming descubrir la penicilina (1929), que inició la era de los antibióticos como remedios decisivos para la erradicación de un
amplio espectro de enfermedades infecciosas y con
ello la salvación de innumerables vidas humanas.
primero de la hipnosis y muy pronto de un método rigurosamente inédito, la interpretación de
los sueños, con lo cual cobraba carta de naturaleza
el psicoanálisis. A partir del descubrimiento de la
actividad subconsciente de la mente y de la relevancia del deseo sexual en la conducta humana, los
conceptos revolucionarios se sucedieron: la represión, la sublimación, el complejo de Edipo, las pulsiones de vida y muerte (simbolizadas por Eros y
Thanatos), todas ellas teorizadas en una numerosa
serie de obras, de las cuales la más difundida fue
Die Traumdeutung (La interpretación de los sueños,
1900). La segunda parte de su labor consistió en
poner a punto el método terapéutico del psicoanálisis para conseguir la catarsis y así la curación automática del individuo. Aunque estas tesis fueron
rechazadas por buena parte de los profesionales de
la medicina y por buena parte de la sociedad bienpensante de su tiempo, su genial aportación terminó por abrirse camino hasta ser considerada como uno de los hallazgos intelectuales más decisivos
de la Europa del siglo XX.
A principios del siglo XX el postimpresionismo desembocó en la pintura del grupo de los Fauves, que
heredaría su preocupación por la luz y el color (Henri Matisse), como también lo haría la abstracción
cromatista del grupo Der Blaue Reiter, a cuya cabeza se situaría el ruso afincado en Alemania Vassili
Kandinski. Por otra parte, la lección de la utilización
expresiva tanto del color como de la distorsión de la
imagen en la obra de Vincent van Gogh estaría presente en la corriente expresionista encarnada inicialmente en Alemania por el grupo Die Brücke, pero
difundida también fuera de sus fronteras por figuras tan notables como el noruego Edvard Munch.
Poco tiempo después, en Francia, durante los años
de la Gran Guerra y los primeros de la posguerra,
surgía el movimiento Dadá, con un programa encaminado a desmantelar los modos tradicionales de la
expresión artística, como se esforzarían en demos-
Si la curación del espíritu dio un gran salto adelante gracias a las tesis de Sigmund Freud, también la
medicina consiguió en el mismo periodo una serie
de importantes avances en su combate contra la enfermedad. La ciencia médica había progresado a un
ritmo acelerado gracias al trabajo en el laboratorio
de una pléyade de sabios, las grandes figuras de la
microbiología y la bacteriología de finales del Ochocientos. Así, el microbiólogo francés Louis Pasteur,
tras descubrir los procesos de fermentación y de putrefacción, elaboró la teoría germinal de las enfermedades infecciosas (los gérmenes como agentes patógenos) y desarrolló las técnicas de la pasteurización,
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espacio, 1913), la nueva concepción del espacio aparecerá sobre todo en la escuela constructivista rusa, así como en una serie de escultores instalados
en París, como el francés Raymond Duchamp-Villon (Caballo, 1914) o el rumano Constantin Brancusi, que persiguió la máxima simplificación de las
formas tridimensionales (Pájaro en el espacio, 1919).
Sin embargo, el máximo representante del cubismo y de la vanguardia artística es el pintor español
Pablo Ruiz Picasso, que profundizó en su radical
hallazgo a partir del cuadro que marca el nacimiento de la nueva estética, Las señoritas de Aviñón, una
imagen inédita de un prostíbulo de Barcelona
(1907), mediante la producción, a lo largo de una
larga y fecunda vida artística, de una numerosa serie de magistrales composiciones de todas las temáticas, entre las que puede destacarse la celebrada
Guernica, emotiva interpretación de los estragos
del bombardeo llevado a cabo por la aviación alemana e italiana sobre la población civil de la ciudad española del mismo nombre en el transcurso
de la Guerra civil (1937).
trar prácticamente, con su incesante afán de provocación, las obras de Marcel Duchamp, los readymade, que revolucionaban no ya solo el concepto sino
incluso los soportes de la obra de arte. Entroncados con los artistas anteriores aparecían los primeros cultivadores del surrealismo, una corriente que,
teorizada por André Breton (1924), produciría un
arte que, claramente deudor de las enseñanzas de
Freud, hundiría sus raíces en el inconsciente, daría
prioridad a las criaturas de una imaginación desbocada y a las imágenes procedentes del mundo de
los sueños. Entre sus principales representantes algunos se pronunciaron por el automatismo (el suizo Paul Klee o el español Joan Miró), mientras otros
preferían el universo onírico (el alemán Max Ernst
o el belga René Magritte, además del italiano Giorgio de Chirico, con su «pintura metafísica»), que sería llevado incluso al cine por obra del español Luis
Buñuel (Un chien andalou, 1928).
Sin embargo, frente a estas corrientes que privilegian los sentidos (a través del color) o el libre flujo
de la imaginación (a través de la interpretación de
los mensajes del subconsciente), hay otra tendencia que, recogiendo las lecciones de pintores como
Paul Cézanne, se convertirá quizás en aquella que
mejor definirá el espíritu de las vanguardias artísticas, en su más acabado paradigma: se trata del cubismo, con su radical intelectualización del arte, su
liberación respecto de la realidad visual, su geometrización de las figuras y los objetos y su yuxtaposición de los distintos aspectos de la realidad vistos
desde ángulos diferentes. Si el dinamismo y el movimiento de la sociedad moderna inspira también
a la escuela futurista italiana (con la obra de Umberto Boccioni, Formas únicas de continuidad en el
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La arquitectura funcionalista rompió también de
modo definitivo con las formas heredadas del arte
clásico y renacentista y transformadas pero no abolidas en el siglo XIX. En este campo, la obra de demolición y de creación de formas nuevas vino de la
mano de experiencias colectivas, como el Deutscher
Werkbund de Dresde, donde trabajó durante 19111912 uno de los protagonistas de esta ruptura, el
francés Charles Edouard Jeanneret, conocido como
Le Corbusier (Pabellón de Suiza de la Ciudad Universitaria de París, 1930). Aún más influencia en la
arquitectura funcionalista tuvo la fundación de la
famosa escuela de la Bauhaus trasladada de Weimar
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Pablo Picasso. Les demoiselles d’Avignon, 1907. Museum of Modern Art (MoMA).
Foto © Digital image, The Museum of Modern Art, New York/Scala, Florence.
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cafonismo serial, método compositivo que puso en
práctica en sus obras más importantes como Verklaerte Nacht (1899) y Pierrot lunaire (1912), abriendo así una vía de extremada exigencia por la que le
siguieron sus discípulos Alban Berg (Lulú, 1935) y
Anton Webern (Cuarteto de cuerda, 1938).
a Dessau en 1926, regida por Walter Gropius (autor del emblemático edificio y de muchas otras
obras) y de donde surgieron algunos de los más característicos arquitectos del periodo, como Ludwig
Mies Van der Rohe, director de la institución desde 1930 (antes de su traslado a Berlín en 1931 y de
su clausura impuesta por el régimen nazi en 1933)
y autor del famoso Pabellón de Alemania en la Exposición Universal de Barcelona (1929).
Aún sin apagar los ecos de las revulsivas propuestas de Arthur Schopenhauer (cuya influencia se extendió muchas décadas después de la temprana
composición de su obra principal, su alegato pesimista Die Welt als Wille und Vorstellung, El mundo como voluntad y representación, de 1819) y de
Friedrich Nietzsche (especialmente en sus últimos
escritos, como Der Antichrist, publicado en 1895),
la filosofía se abre camino a partir de una encrucijada donde se dan cita los epígonos del marxismo (el italiano Antonio Gramsci, el húngaro
György Lukács o el alemán Theodor Adorno), los
filósofos del existencialismo ontológico (los alemanes Martin Heidegger y Karl Jaspers) o el máximo
representante de un existencialismo humanista, el
francés Jean-Paul Sartre, que define al hombre como un «ser-para-sí», un ser dotado de libertad que,
sin embargo, se encuentra ahogado por los sentimientos de angustia («náusea») y fracaso (la muerte convierte al hombre en una «pasión inútil»), y
que difunde sus ideas a través del tratado filosófico (L’être et le néant, 1943) y las populariza a través de la literatura (La nausée, 1938). Una antropología que no deja de tener vinculación con las
formulaciones coetáneas del también francés Albert Camus y su convicción del carácter absurdo
de la existencia humana, expuesta asimismo a través del ensayo (Le mythe de Sisyphe) y de la novela
(L’etranger), ambas de 1942.
El desplazamiento definitivo de la estética romántica y postromántica del panorama de la música europea se produce a partir de la segunda década del
siglo XX, de la mano de una serie de autores que, armados de un concepto altamente intelectualizado
de la producción musical, rechazan todos los moldes clásicos asaltando con originales innovaciones
«las viejas fortalezas de la tonalidad y la armonía»,
e imponiendo finalmente el atonalismo y la escritura serial. Entre ellos es obligado destacar al ruso Igor
Stravinski que con sus tres primeras composiciones
para ballet (El pájaro de fuego, Petrushka y La consagración de la primavera, 1911-1913) no solo rompió
con los modelos de la música para danza vigentes en
sus días, sino que infundió nueva savia en la compañía de los ballets rusos de Serge Diághilev, que
se apoyaban en el genio de Vatzslav Nijinski como
su bailarín y coreógrafo principal. La segunda gran
figura del periodo es la del músico húngaro Bela Bartok, maestro en el uso expresivo de los recursos rítmicos y tímbricos en obras tan significativas como
El mandarín maravilloso (1918-1919). Sin embargo, la experiencia más radical fue la de la escuela
de Viena, impulsada en primer lugar por Arnold
Schönberg, que teorizó en su Tratado de armonía
(1910-1911) la música atonal y el sistema del dode-
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1915) como en sus novelas de mayor envergadura
(Der Prozess, Das Schloss, Amerika, 1925-1927) construye un mundo alucinante donde el enfrentamiento entre dos lógicas incompatibles conducen a la desesperación de un callejón sin salida a unos personajes
que expresan así la angustia y la alienación del hombre de su época al tiempo que vaticinan los horrores que están a punto de abatirse sobre Europa.
Aunque, quizás, la corriente más innovadora de la
primera mitad del siglo XX es aquella que se interesa
por la fundamentación de la filosofía en la lógica y
las matemáticas. Es el caso de la fenomenología de
Edmund Husserl, que se propuso hallar una nueva
base en la que asentar sólidamente el conocimiento
como si de un nuevo cartesianismo se tratase (Logische Untersuchungen, Investigaciones lógicas, 19001901). Es el caso también de Bertrand Russell, que
(junto al también británico Alfred North Whitehead)
emprende la búsqueda para la filosofía de un lenguaje científico y altamente formalizado (Principia Mathematica, 1910-1913). Es finalmente el caso de la
filosofía del lenguaje del austríaco Ludwig Wittgenstein, inmerso en una investigación sobre el funcionamiento del lenguaje y las relaciones entre gramática y metafísica hasta intentar la construcción de un
positivismo lógico: sus preocupaciones y sus hallazgos quedarán expuestos en varias de sus obras, que se
cuentan entre las más influyentes del pensamiento
de la centuria, singularmente en su Tractatus LogicoPhilosophicus (1921, con su famoso postulado final:
«De lo que no se puede hablar hay que callar»).
La obra del irlandés James Joyce es posiblemente la más debatida de la literatura universal del siglo XX. Si sus dos primeros libros (los relatos de
Dubliners y la novela autobiográfica Portrait of the
Artist as a Young Man) adelantan algunos rasgos
posteriores, su obra maestra, Ulysse (1922), representa una deslumbrante innovación en el universo literario por sus extraordinarios hallazgos: el
flujo sin barreras de las vivencias interiores de los
personajes y la creatividad verbal manifestada en
la introducción de numerosos elementos heterogéneos en el discurso y en el empleo de estilos diferentes correspondientes a distintos géneros literarios sin solución de continuidad, todo ello sobre
una base argumental deliberadamente liviana, como es la lejana referencia a la Odisea de Homero
y la omnipresencia de un personaje inusual, como es la propia ciudad de Dublín. Utilizando tan
variados e inéditos recursos el autor despliega el
universo de una proteica narración, donde el lenguaje es el principal protagonista, como lo será en
su última creación, Finnegans Wake (1939), donde la experimentación lingüística llega a sus más
extremadas consecuencias, a límites casi inalcanzables por el lector. En cualquier caso, el siglo XX,
y no solo en Europa, ha vivido literariamente en
el surco de este libro excepcional.
El siglo XX se abre con una serie de obras de extrema originalidad que marcan la evolución de la literatura universal durante toda la centuria, a partir del
ciclo de Marcel Proust titulado genéricamente À la
recherche du temps perdu y compuesto por siete novelas (1913-1927) que despliegan morosamente las
memorias del autor bajo la influencia del impresionismo plástico y musical y de la filosofía de Henri Bergson. Más influyente aún es la relativamente
breve obra de Franz Kafka, escritor checo de expresión alemana, que en sus obras, tanto en sus narraciones cortas, Die Verwandlung (La metamorfosis,
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roe (encarnado por el actor Nikolai Cherkasov) en
la famosa secuencia de la batalla sobre el lago helado, portentosamente subrayada por la música de
Serguei Prokofiev.
El cine se fue afirmando como un arte cada vez más
complejo técnicamente y más versátil artísticamente durante las dos primeras décadas del siglo XX. Así,
al margen de la paralela experiencia estadounidense, la Europa de entreguerras produjo un cine muy
imaginativo pero al mismo tiempo muy vinculado
con las experiencias políticas y sociales que estaba
viviendo, como es el caso de las obras maestras del
expresionismo alemán, cuyos autores se muestran
muy preocupados por las criaturas sobrenaturales
(Der golem de Paul Wegener, de 1914, Nosferatu de
Friedrich Wilhelm Murnau, de 1922), las maquinaciones de personajes obsesionados por el poder
(Das Cabinet des Dr. Caligari de Robert Wiene, de
1919, y Dr. Mabuse de Fritz Lang, de 1922) o las
premoniciones de un futuro inquietante (Metrópolis
de Fritz Lang, de 1926).
***
Mientras los intelectuales del siglo XX estaban abriendo un nuevo universo al espíritu humano, los países de Europa habían iniciado una dinámica que
conducía al suicidio del continente, a la pérdida de
la posición hegemónica que había detentado durante centurias. Por una parte, la carrera imperialista
había devuelto a los europeos a la competencia inmoderada por controlar el resto del mundo. Pero,
en el propio interior de sus fronteras, Europa afrontaba una serie de conflictos, larvados o manifiestos,
que iban a provocar un grave proceso de desestabilización, disolución y autodestrucción en breve
plazo: el reto lanzado por la Alemania unida a las
potencias occidentales hegemónicas (Francia e Inglaterra), la crisis interna de Rusia (que provocaría
en 1917 la mayor revolución conocida desde 1789),
la progresiva incapacidad del Imperio austro-húngaro para hacer frente a las tendencias disgregadoras de unos movimientos nacionalistas en efervescencia y la irrefrenable decadencia del Imperio
otomano, imposibilitado para mantener unidos unos
territorios tan extensos y heterogéneos al haber perdido la eficacia administrativa y militar de sus años
gloriosos de los tiempos modernos. Toda una serie
de factores que acabarían provocando la Primera
Guerra mundial con una posguerra erizada de dificultades (sobre todo por el ascenso de los totalitarismos) y la Segunda Guerra mundial, que traería
consigo la división de Europa en dos bloques irre-
En cambio, Serguei Eisenstein fue el más acabado
producto de la eclosión de las fuerzas creativas propiciada por la revolución comunista en Rusia, más
tarde apagada (aunque no extinguida del todo) por
el totalitarismo estaliniano. Su obra maestra es Bronenósets Potyomkim, El acorazado Potemkin
(1925), que narra el motín de los marineros y la
represión llevada a cabo por los soldados zaristas
en la escalera de Odessa (prodigiosa secuencia en
que el tiempo parece detenerse), pero la mejor de
sus cintas con utilización del color es Alexander
Nevsky (1938), donde el dibujo del héroe popular,
la cuidada reconstrucción histórica y la maestría
del montaje dotan de inusitada eficacia al relato
teñido de crítica de la cruzada de los caballeros de
la Orden Teutónica, primero sobre Pskov (cuyos
pobladores son masacrados) y luego sobre Novgorod, donde los católicos son detenidos por el hé-
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conciliables. Tras 1945 se inició la reconstrucción
económica y política de Europa, cuyos hitos más
importantes fueron la recuperación de la unidad
(tras la caída del Muro de Berlín) y el proceso de integración que conduce a consolidar perdurablemente la unidad dentro de la diversidad de las naciones,
es decir a la formación de la Unión Europea.
tión de Oriente», que llevó a la independencia respecto del Imperio otomano de nuevos países como
Serbia, Rumanía y Montenegro y a la administración de Bosnia-Herzegovina por el Imperio austrohúngaro (1878), uno de los artefactos de relojería
que provocarían a medio plazo la Primera Guerra
mundial.
El progreso técnico y económico de Europa alcanzó su cenit en el último tercio del siglo XIX. Igualmente, en este momento se completó el mapa político europeo, con la finalización de los procesos de
unidad de Italia y de Alemania. Giuseppe Mazzini
fue el principal teórico de una república italiana para todos (incluidos los obreros y los campesinos),
mientras que Camillo di Cavour, editor de Il Risorgimento y primer ministro del rey de Cerdeña fue
el político que propició la unidad, con la decisiva
ayuda de Giuseppe Garibaldi que, al frente de sus
Mil, ocupó Sicilia y Nápoles, de modo que pronto
pudo convocarse el primer Parlamento de la Italia
unida en Turín (1861), aunque todavía restase la solución de algunas dificultades, como la de la resistencia de los Estados Pontificios, que fueron incorporados en 1870, mientras los papas eran confinados
en el Vaticano. La unidad de Alemania se hizo desde Prusia y contando con la energía de Otto von Bismarck, que no dudó en vencer con las armas las resistencias de otros países (batallas de Sadowa contra
Austria en 1866 y de Sedán contra Francia en 1870,
lo que provocaría la insurrección popular de la Comuna de París), antes de proclamar (en un Versalles
ocupado) un segundo Imperio alemán compuesto
por 26 estados y dirigido por Prusia. A partir de aquí
se sucederán otros conflictos europeos, especialmente los que se englobaron bajo el rótulo de la «cues-
Será justamente entonces cuando la nueva vitalidad
y los deseos expansionistas de las potencias europeas, las mismas que están provocando estos conflictos
intraeuropeos, trasladen su rivalidad a la competencia por una nueva colonización del espacio extraeuropeo, por un nuevo reparto del mundo (y especialmente de África) después de los procesos
emancipadores que habían dado lugar a la marginación de los viejos imperios ibéricos (España y
Portugal) y a la aparición de una serie de países independientes en las Américas (Estados Unidos, las
repúblicas hispanoamericanas, Brasil, Canadá). Si la
implantación de Portugal en África (Angola, Mozambique) era ya antigua y la de Francia en Argelia venía
ya de principios del siglo (1830), la concurrencia
de las restantes potencias se extendió a lo largo del siglo XIX y hasta la Primera Guerra mundial. Si los pretextos ideológicos variaban desde los más asumibles
(la extensión de los beneficios de la civilización europea a otros pueblos más atrasados) a los más detestables (la superioridad del hombre blanco sobre otras
razas inferiores), dos de los motores básicos del imperialismo fueron la voluntad de encontrar nuevas
regiones productoras de metales y materias primas y
la oportunidad de dirimir la rivalidad entre los Estados europeos mediante el dominio de otros territorios fuera de Europa. El reparto de África fue tan efectivo que a principios del siglo XX las nueve décimas
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decisivo de 1917, cuando la acción combinada de la
intervención estadounidense (tras el hundimiento
del Lusitania por un submarino alemán) y el desencadenamiento de la Revolución de Octubre en Rusia (donde los comunistas, dirigidos por Vladimir
Ilyich Uliánov llamado Lenin y por Liev Davídovich Bronstein llamado Trotsky, tomaron el poder)
alteró profundamente la situación. El traslado de
las tropas alemanas al frente occidental (tras la defección de la Rusia revolucionaria) no sirvió para
frenar la ofensiva de sus rivales, que avanzaron de
modo incontenible hasta el armisticio de 11 de noviembre de 1918 y la firma de los diversos tratados
de la paz de París (1919-1920). Sin embargo, de la
guerra salió derrotada toda Europa, que perdió la hegemonía mundial mantenida durante varios siglos:
cayeron los imperios (alemán, austro-húngaro, ruso, otomano), cambiaron las fronteras, surgieron
nuevas naciones, se hundió la economía (y aún más
tras el crack de 1929 que, originado en Estados Unidos, conllevó la pobreza, el desempleo y la pérdida
de confianza en las instituciones para millones de
europeos), se contaron los muertos (nueve millones)
y los mutilados (otros seis millones), pero, sobre todo, se pusieron en movimiento peligrosas fuerzas: el
totalitarismo (enfrentado a la democracia y a la socialdemocracia) y el espíritu de revancha de los derrotados, tratados sin ninguna generosidad por los
vencedores. Estas dos últimas corrientes preludiaban
una segunda (y aún más terrible) confrontación.
partes del continente estaban bajo el dominio europeo. Un dominio que conllevó obviamente una alta dosis de violencia (ninguna comparable con la ejercida por el rey Leopoldo II de Bélgica en el Congo)
y la resistencia de las poblaciones indígenas que desembocaron en cruentas guerras. El último territorio
libre, Marruecos, sería objeto de las apetencias de
franceses, españoles y alemanes (Conferencia de Algeciras, 1905) y de la posterior ocupación del país
por parte de las dos primeras potencias tras una serie
de dramáticos enfrentamientos bélicos.
La primera derrota de Europa fue la Primera Guerra mundial, llamada la Gran Guerra. El periodo que
precedió al primer enfrentamiento a escala europea
después de la Guerra de los Treinta Años (16181648) y las guerras de la Revolución y el Imperio
(1793-1815) se caracterizó por una carrera desenfrenada de armamentos (el periodo llamado de la
«paz armada»), una serie de movimientos diplomáticos encaminados a convertirse en alianzas militares y una serie de conflictos regionales, entre los que
destacaron las llamadas guerras balcánicas (19101913). Así las cosas, la chispa que prendió la llama
fue la muerte del archiduque Francisco Fernando en
Sarajevo a manos de un independentista serbio
(1914), que desencadenó un proceso inexorable al
estilo de una tragedia griega: declaración de guerra
de Austria a Serbia, movilización general de Rusia,
declaración de guerra de Alemania a Rusia, declaración de guerra de Francia a Alemania. Dejando aparte la narración de los episodios bélicos, hay que constatar la victoria de franceses y británicos en África
(las colonias alemanas quedaron reducidas a Tanganika) y la consolidación del frente en Francia con la
devastadora guerra de trincheras, antes del giro
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La segunda derrota de Europa fue la Segunda Guerra mundial. También ahora una serie de factores
preludiaron el fatal desenlace. Los más importantes fueron, sin duda, la abolición de la democracia
en Italia (1922-1925) y en Alemania (1933), la crisis
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Juventudes hitlerianas en la estación de Charlottenburg.
Biblioteca Nacional de España.
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ataque japonés a su base de Pearl Harbour el mismo año) y al régimen comunista de Stalin frente
al nazismo de Hitler y el fascismo de Mussolini (unidos ahora al Imperio militarista de Japón) hasta el
final de la contienda. Sin embargo, una vez concluida la paz, y tras el triunfo del comunismo en diversos países del Centro y del Este de Europa (y, fuera, también en China en 1949), el conflicto volvería
a adoptar la figura del principio: el enfrentamiento
entre la Europa de las dictaduras (esencialmente las
comunistas, pues España y Portugal quedaban como dictaduras arcaicas que podían por su anticomunismo acercarse a las potencias vencedoras) y
la Europa defensora de los valores fundamentales
de la democracia que habían sido su referente desde la Revolución francesa.
democrática y el avance del autoritarismo en otros
países (con su corolario del abandono de la negociación como forma de resolución de los conflictos), el auge del militarismo y la constitución de
ejércitos concebidos como instrumentos para imponer la voluntad sobre el enemigo exterior (mientras las policías políticas lo hacían sobre el enemigo interno) y la construcción de estados totalitarios
con idéntico propósito pese a los distintos discursos justificativos (la raza aria, la gloria del Estado o
la dictadura del proletariado). Con estas inquietantes premisas, una serie de episodios anunciaron la
carrera hacia el abismo: el rearme de Alemania, la
invasión de Etiopía por Italia, la ocupación de Renania por Alemania, la toma del poder por las fuerzas antidemocráticas (especialmente por el nazismo
en Alemania y el fascismo en Italia), la persecución
de los judíos en Alemania, la Guerra de España (con
la derrota del gobierno democrático legítimo de la
Segunda República a manos de los sublevados que
agrupaban a conservadores y fascistas), el Anschluss
o reunión de Austria y Alemania y la destrucción
de Checoslovaquia tras la crisis de los Sudetes. El
siguiente paso sería la invasión de Polonia (1 de
septiembre de 1939) por la Alemania nazi, primer
acto de la Segunda Guerra mundial (1939-1945).
Sin entrar en los episodios bélicos de la Segunda
Guerra mundial (calificada por Ernst Nolte como
una «guerra civil europea»), sino solo en sus consecuencias, la derrota de Europa se manifestó en
una crisis más profunda y dilatada que la anterior.
Las pérdidas materiales y humanas habían sido atroces, las matanzas de civiles habían superado todas
las cifras anteriores (la mayor parte de los sesenta
millones de muertos) y el terrorismo de Estado había alcanzado su cota más alta con los bombardeos masivos sobre las ciudades desarmadas, la creación de los campos de exterminio, el holocausto
judío y (fuera de Europa) el lanzamiento de bombas atómicas sobre poblaciones indefensas (Hiroshima y Nagasaki) perpetrado por Estados Unidos.
Finalmente, Europa quedaba dividida por un nuevo limes, por una raya infranqueable, garantizada
por la fuerza de la Unión Soviética y representada
simbólicamente por el Muro de Berlín y metafórica-
Durante la confrontación bélica, las alianzas fueron
cambiando por motivos pragmáticos o ideológicos.
Al principio (1939-1941), la alianza de los Estados
dictatoriales (Alemania, Italia, Unión Soviética) confirió al enfrentamiento el carácter de una guerra entre potencias democráticas y potencias totalitarias.
En un segundo momento, el ataque alemán contra
la Unión Soviética en 1941 unió a las fuerzas democráticas (apoyadas por los Estados Unidos tras el
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«Die Mauer» [El Muro].
Die Zeit. 17 de noviembre de 1989.
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y España, aquí tras la muerte de Franco, el viejo
dictador. Se habían puesto las bases para la inminente victoria de Europa.
mente por el «Telón de Acero», según la frase acuñada en 1946 por Winston Churchill. La Europa
de la Guerra Fría tenía un largo camino por delante: la reconstrucción económica y política, la unidad de todas las naciones y, finalmente, como fenómeno solo entrevisto, la integración también
económica y política. Era el camino que conducía a una nueva victoria de Europa.
La primera victoria fue la abolición de la frontera
entre las dos Europas surgidas de la guerra. La potencialidad económica y militar de la Unión Soviética y de los Estados Unidos había impuesto durante la Guerra Fría un equilibrio basado en el temor
a una confrontación nuclear, mientras la Europa
Occidental seguía representando un papel meramente secundario en el concierto de las naciones.
Sin embargo, la llamada Europa del Este dio pronto muestras de la existencia de fuertes desequilibrios
internos que condujeron a la sucesión de graves conflictos: autonomía progresiva de Yugoslavia (1948),
insurrección de Berlín oriental (1953), levantamiento de Hungría (1956), invasión de Checoslovaquia
por las tropas del Pacto de Varsovia (1968). La fase
final de estos conflictos comenzó con el golpe de
Estado de Polonia (1981) y siguió con la política de
distensión de Mijaíl Gorbachov (1985), la caída de
los regímenes comunistas (1989-1991) y, por último, la disolución de la propia Unión Soviética
(1991). El hecho, cargado de significado simbólico, de la destrucción del Muro de Berlín (1989)
marca una inflexión decisiva en la historia de la Europa del siglo XX: la aparición de una Europa democrática desde España a Rusia, la aparición de una
Europa sin fronteras ideológicas insuperables.
La reconstrucción económica (ayudada por los beneficiosos efectos del Plan Marshall) fue tan rápida que, en algunos casos, pudo ser calificada
de milagro (el «milagro alemán») y, en general, permitió a principios de los cincuenta alcanzar los
mismos niveles de producción industrial del periodo pre-bélico y reducir de modo drástico el déficit comercial. Inmediatamente después la Europa occidental conoció un boom económico con
un crecimiento acelerado de su producto nacional
bruto. Los mismos países que así crecían ponían
al mismo tiempo las bases del llamado Estado del
Bienestar (Welfare State), del Estado asistencial que
quería garantizar, basándose en los viejos principios keynesianos (del economista británico John
Maynard Keynes), el pleno empleo y la seguridad social, que cada vez fue ampliando más sus
prestaciones en el campo de la enseñanza obligatoria, la siniestralidad laboral, el régimen de pensiones, la cobertura del desempleo o la construcción de viviendas protegidas. La recuperación
económica se vio reforzada por la recuperación política o, lo que es lo mismo, la consolidación de la
democracia, implantada en Italia y Alemania, reafirmada en los restantes países de Europa occidental y más tardíamente restaurada en Portugal
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La segunda victoria de Europa fue la construcción
de la Unión Europea. En efecto, uno de los procesos más originales y apasionantes de la historia reciente ha sido el de la integración de Europa.
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implantación de la moneda única europea, el euro, que empezó a circular en 2002. En el camino
hacia la definitiva unión política, los pasos más importantes han sido la creación del Consejo de Europa como embrión de gobierno federal (1974),
la constitución del Parlamento Europeo (1979) y
finalmente la creación de la Unión Europea (por
el tratado de Maastricht, en vigor desde 1993) y
su expansión hasta llegar al número de 27 miembros. Hoy día, la Unión Europea se enfrenta al reto de integrar a los países de la Europa oriental,
que se presentan con un menor desarrollo económico y con unas sociedades y unas culturas más
heterogéneas respecto a las tradicionales de la Europa occidental. En cualquier caso, la construcción de Europa está muy cerca de superar esa histórica dialéctica de compaginar armoniosamente
su unidad fundamental con la diversidad de sus
pueblos y sus culturas, de conseguir la unidad en
la diversidad.
Iniciado apenas concluida la guerra con la creación del Benelux (unión aduanera de Bélgica, Holanda y Luxemburgo, 1948) y de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y el Acero, 1952),
el primer gran hito fue la firma del Tratado de Roma por parte de los países del Benelux más Francia, Italia y Alemania (1957 y entrada en vigor al
año siguiente). Posteriormente, se han sucedido,
por un lado, las adhesiones de nuevos países miembros y, por otro, la ampliación de las funciones y
los objetivos conducentes a la formación de un
mercado común y a la constitución de una comunidad política basada en el respeto a la democracia y en la adopción de medidas conjuntas vinculantes. Los principales jalones han sido, en la
integración económica, la creación del Sistema
Monetario Europeo (1979) y la firma del Acta Única (1986), que conllevó (a partir de 1993) la abolición de las últimas barreras para un mercado común, la creación del Banco Central Europeo y la
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