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Cuestión de principios
Diego Gracia Guillén (*)
"Lo que yo quiero son hechos. No enseñes a estos niños y niñas otra cosa que hechos. Los
hechos son el único objetivo de la vida. No plantes otra cosa, arranca todo lo demás. Sólo con
hechos podrás formar la mente de animales razonantes: ninguna otra cosa les será de utilidad.
Éste es el principio que yo he utilizado con mis propios hijos, y es el principio a utilizar con
estos chicos. ¡Atente a los hechos, por favor!"(1)
Con estas palabras se inicia la novela de Charles Dickens Tiempos difíciles, que como tantas
otras suyas intenta reflejar de forma a la vez realista, irónica y crítica los problemas sociales e
intelectuales de la Inglaterra de su época. Estas líneas en concreto describen el ideal
positivista de la perfecta educación, el atenimiento estricto a lo que Auguste Comte denominó
el "régimen de los hechos". Fue la utopía de toda una época, que dejó huella profunda, aún
vigente, no sólo en pedagogía sino también en medicina.
La medicina ha venido siendo concebida desde la época del positivismo como una ciencia
basada sólo en hechos, en puros hechos. El ideal positivista de la llamada ciencia "pura"
consistía en la más estricta beligerancia en las cuestiones de hecho y la neutralidad a ultranza
en las de valor. Y dado que la pureza ha sido siempre considerada como una nota moral
positiva, una virtud, resultaba que la ciencia, la ciencia pura, había de ser por definición
buena, ética; más aún, que estaba más allá del bien y del mal.
Hoy sabemos que esa presuposición es infundada y que la ciencia no se halla más allá del bien
y del mal, porque no hay actividades en la vida humana libres de valores, dado que todos los
juicios se hallan impregnados de éstos, y porque la ciencia en general, y la medicina en
particular, son campos en los que se hallan en juego valores muy importantes, fuentes de
muchos conflictos, que nos enfrentan continuamente a decisiones difíciles (2,3). La cuestión
es cómo tomar decisiones adecuadamente, correctamente. Este es el problema de la
fundamentación de los juicios de valor: cómo justificar nuestras opciones de valor; cómo
elegir racionalmente entre lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo.
De este modo, el tema de la fundamentación de nuestras decisiones morales ha pasado a
primer plano. La bioética apareció hace unos veinte años, cuando se puso a punto un
particular sistema de manejo de valores y de resolución de conflictos (4). La llamada "teoría
de los cuatro principios"(5) fue formulada por vez primera por Beauchamp y Childress en
1979 en su libro Principles of Biomedical Ethics, sin el cual es imposible entender la historia
de la bioética (6,7). Todas las otras teorías se han construido hasta el día de hoy en diálogo
con ésta, ya en favor, ya en contra suya.
La discusión de los últimos veinte años ha aumentado significativamente nuestro
conocimiento sobre la fundamentación de la bioética y sobre el sentido de los cuatro
principios, al menos con respecto a tres puntos diferentes: primero, si ellos son prima facie (en
principio) del mismo nivel o pueden ordenarse jerárquicamente; segundo, si tienen un carácter
absoluto o relativo; y tercero, si son deontológicos o teleológicos. En lo que sigue intentaré
analizar estos tres puntos a fin de integrarlos en una propuesta concreta.
I. ¿Son los cuatro principios de la bioética prima facie del mismo nivel?
Beauchamp y Childress propusieron un sistema de cuatro principios (autonomía,
beneficencia, justicia y no-maleficencia) en el que cada uno tiene prima facie la misma fuerza;
sólo las circunstancias pueden establecer un orden jerárquico entre ellos (8). Así, escriben:
"Las obligaciones de no hacer mal a otros son a veces más vinculantes que las de ayudarlos,
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pero las obligaciones de beneficencia son también a veces más vinculantes que las
obligaciones de no-maleficencia." (9)
Esta forma de entender la relación entre los principios de la bioética ha conseguido una
aceptación casi universal. Ahora bien, ¿es esto tan evidente? Pienso que no. En mi opinión,
debemos priorizar la no-maleficencia y la justicia sobre la beneficencia. Entre la nomaleficencia y la beneficencia hay una relación jerárquica, ya que nuestro deber de no hacer
daño a otros es claramente superior al de beneficiarlos. Lo mismo cabe decir de la justicia.
Pero quizá es posible ir aún más allá, dado que los demás pueden obligarnos a no hacer daño
o no ser injustos, pero no pueden obligarnos a ser beneficentes. Un acto de beneficencia debe
ser dado y recibido libremente, y por tanto se halla intrínsecamente relacionado con la
autonomía. Autonomía y beneficencia son principios morales estrechamente relacionados, y
en consecuencia del mismo nivel. Por ejemplo, yo defino autónomamente mi sistema de
valores, mis objetivos de vida, mi propia idea de perfección y felicidad, y por tanto el
conjunto de acciones que considero beneficentes para mí. Algo puede ser beneficente para
una cierta persona y no para otra. Para un Testigo de Jehová la transfusión de sangre no es un
procedimiento beneficente, en tanto que para los demás sí lo es. Algo beneficente es siempre
beneficente para mí. La beneficencia lo es siempre respecto al propio sistema de valores
religiosos, culturales, políticos y económicos. Este es el nivel en el que todos nosotros somos
diferentes, debido a la diversidad de nuestras ideas de perfección y felicidad. Autonomía y
beneficencia no sólo nos permiten ser moralmente diferentes, sino que nos obligan a serlo, y
obligan a los demás a respetar nuestra particular idea de vida buena.
Pero hay otro nivel moral. El hecho de vivir en sociedad nos obliga a aceptar ciertos preceptos
morales que el Estado debe aplicar a todos los miembros de la sociedad por igual. Si la ética
del nivel anterior es privada y los sujetos morales son los individuos, este segundo nivel es
público, y el sujeto es el Estado. La vida moral no sólo está constituida por los deberes
privados de autonomía y beneficencia, sino también por los deberes públicos de nomaleficencia y justicia. Si en el primer nivel la vida moral de cada uno es diferente y debe ser
respetada en su diversidad, en este segundo nivel todos debemos ser tratados de modo igual.
La ética pública o civil no puede aplicarse diferencialmente a los miembros de la sociedad.
Esto sería discriminación, segregación o marginación, cosas completamente prohibidas por el
principio de justicia. En caso de conflicto entre beneficencia y justicia, la justicia tiene
preferencia. Los deberes públicos tienen prioridad sobre los privados. Esta es una regla
procedimental clásica, presente desde antiguo en la tradición ética y legal, la que afirma la
superioridad del bien común sobre el privado o individual en caso de conflicto entre ambos.
Los objetivos de la moralidad pública no son sólo evitar la discriminación, marginación y
segregación social, sino también proteger la vida y la integridad física o biológica de sus
miembros. Los deberes de este nivel son siempre transitivos. No podemos discriminar o
marginar a otros en su vida social, aunque sí podemos hacer eso mismo con nuestras propias
vidas. De forma parecida, el principio de no-maleficencia sólo se aplica a las acciones
transitivas: no podemos dañar la integridad biológica de otros. Sólo las acciones transitivas
pueden ser maleficentes (10). En las acciones referidas al propio cuerpo, la maleficencia no
puede distinguirse de la beneficencia. Sólo en las acciones transitivas es esta distinción
posible. Los deberes públicos se definen en su contenido públicamente, por consenso, y por
tanto obligan sólo en las acciones públicas o transitivas. Como la justicia, la no-maleficencia
es expresión del principio básico de la ética civil, la igual consideración y respeto de todos los
seres humanos.
Si todo este razonamiento es correcto, entonces los cuatro principios de la bioética deben
ordernarse en dos niveles: uno privado, que comprende los principios de autonomía y
beneficencia, y otro público, con los de no-maleficencia y justicia. Los dos primeros
principios definen aquella parte de la vida moral en la que todos debemos ser respetados en
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nuestra diversidad; y los otros dos principios, los deberes morales que deben ser iguales y
comunes para todos los miembros de la sociedad. Por supuesto, de estos dos niveles, el
primero, el privado, es primario desde el punto de vista genético. La vida moral es un carácter
propio de los seres humanos o de las personas conscientes y autónomas. La vida moral
comienza con la autonomía. Por tanto, desde el punto de vista genético, los principios
privados de autonomía y beneficencia tienen prioridad sobre los otros dos. El contenido de los
otros dos principios es siempre la consecuencia de un acuerdo entre los miembros de la
sociedad. Por ejemplo, el contenido del principio de no-maleficencia lo define la sociedad en
el Código Penal, y por tanto cambia con la evolución del sistema de valores de la sociedad. Lo
mismo sucede con el principio de justicia: así, por ejemplo, la cantidad de impuestos a pagar
es siempre la consecuencia del acuerdo entre los miembros de la sociedad. En otras palabras,
sólo hay dos vías de definir los deberes públicos derivados de los principios de nomaleficencia y de justicia, que son el acuerdo y la fuerza. Los principios de no-maleficencia y
de justicia carecen de contenido absoluto, y por tanto son el resultado del consenso social e
histórico alcanzado por las sociedades (o, en caso contrario, deben ser impuestos por la
fuerza).
Desde el punto de vista genético, por tanto, el nivel privado de moralidad, compuesto por los
principios de autonomía y beneficencia, tiene prioridad sobre el público, compuesto por los
principios de no-maleficencia y de justicia. Pero jerárquicamente estos últimos tienen
prioridad sobre los primeros. En caso de conflicto entre un deber privado y otro público, el
público tiene siempre prioridad. Por eso los deberes públicos deben ser denominados, en mi
opinión, "deberes de obligación perfecta o de justicia", en tanto que los otros, los privados,
deben considerarse como "deberes de obligación imperfecta o de beneficencia".
Contra esta subordinación de los deberes de autonomía y beneficencia a los de nomaleficencia y justicia suelen formularse varias objeciones. Una es que se reduce el contenido
de los dos primeros principios o deberes a derecho, con lo cual se pierde su verdadero
contenido ético. Pero ello no es cierto. Los deberes perfectos tienen siempre una doble
expresión, pública y privada. Son deberes privados en tanto que propiamente morales o
dependientes del propio individuo. Yo tengo obligación de ser no-maleficente y justo, y por
tanto no puedo matar, mutilar, etc. a otros. El consenso público sobre no-maleficencia,
presente en el Código Penal, puede decir que el aborto no es maleficente en ciertas
circunstancias, o que tampoco lo es la pena de muerte, y sin embargo yo puedo estar en
desacuerdo con esos consensos. En ese caso no hay duda de que mis obligaciones de nomaleficencia diferirán de las de mi sociedad, y yo me veré obligado o bien a no hacer cosas
que la sociedad permite hacer (el hecho de que las permita no quiere decir que obligue a
realizarlas), o bien a hacer otras que la sociedad no hace (como, por ejemplo, actos que en mi
opinión son de justicia y no sólo de beneficencia, pero que la sociedad no ha expresado como
tales).
La segunda objeción se refiere a que pone siempre los deberes de no-maleficencia y justicia
por encima de los de autonomía y beneficencia, lo cual no parece que sea siempre así. Pero
esto nace de una mera ilusión. Es absolutamente evidente que en caso de conflicto de un deber
perfecto con un deber imperfecto, siempre tiene prioridad el primero, y esto es lo único que
dice la jerarquía que hemos establecido. Pero eso no quiere decir que los deberes jurídicos
tengan prioridad sobre los morales. Esto es obvio tras lo dicho. Si los deberes jurídicos
coinciden con nuestra percepción de los deberes perfectos, entonces no hay duda de que nos
obligan prioritariamente. Pero en caso contrario, no. Lo que nos obligará prioritariamente será
nuestro modo de entender o dotar de contenido a los deberes perfectos. Por tanto, los deberes
perfectos siempre tienen prioridad, pero no la expresión jurídica de los deberes perfectos sino
su contenido directa y primariamente moral.
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Brevemente, los cuatro principios bioéticos, lejos de ser del mismo nivel, se hallan
estructurados en dos niveles diferentes que definen dos dimensiones de la vida moral: la
privada, compuesta por los principios de autonomía y beneficencia, y la pública, formada por
los de no-maleficencia y justicia. Las relaciones entre estos dos niveles se hallan gobernadas
por dos reglas. La primera o genética dice que cronológicamente el primer nivel es anterior al
segundo. La segunda o jerárquica afirma que en caso de conflicto entre deberes de esos dos
niveles, los deberes del nivel público tienen siempre prioridad sobre los del nivel privado.
II. ¿Son los principios absolutos o relativos?
Afirmar principios éticos absolutos supone negar que puedan tener excepciones, es decir, que
haya circunstancias en las que los principios no sean aplicables. Si los principios son
absolutos, deben cumplirse siempre y en todas las circunstancias. Esto resulta difícil de
asumir, dado que la experiencia parece demostrarnos continuamente que los principios
morales más aceptados tienen excepciones. Lo cual, a su vez, plantea el problema de cómo se
justifican esas excepciones o desde dónde se hacen. La justificación no puede hacerse más
que desde otro principio, que por tanto sería de rango superior y estaría siendo afirmado como
absoluto y sin excepciones. Esto demuestra, cuando menos, que los extremos son inviables en
ética. Ni el absoluto absolutismo ni el absoluto relativismo son realmente posibles. El primero
impide entender la propia evolución de los contenidos morales, y por tanto la propia historia
moral de la humanidad. Y el segundo es lógicamente insostenible, aunque sólo sea porque es
contradictorio hablar de un relativismo absoluto. Por tanto, parece claro que el juicio moral
tiene una estructura compleja, en la que algo debe ser afirmado como absoluto y otro algo
como relativo. El problema es determinar qué es lo uno y qué es lo otro.
La estructura formal de la moralidad humana es absoluta y, por tanto, carece de excepciones
(e.g. se puede ser inmoral, pero nunca amoral), pero los contenidos (los derechos y
obligaciones concretos) tiene que irlos construyendo racionalmente el ser humano. Esa
construcción no puede ser nunca absoluta ni carecer de excepciones. La experiencia moral,
como la de cualquier otro tipo, por ejemplo la experiencia científica, es dinámica y está
siempre abierta a perfeccionamientos y rectificaciones ulteriores. Desde ella se han de
elaborar proposiciones universales, principios, de igual modo que la razón científica elabora
hipótesis y teorías. Pero es inútil pedir para los principios morales, como lo es también para
las teorías científicas, el estatuto de absolutamente verdaderos. En un tiempo se pensó que
esto podía ser así, pero hoy se halla claramente fuera de nuestro alcance. No es posible
elaborar ninguna proposición de contenido universal absolutamente verdadera. Todo principio
ético de carácter material y deontológico (e.g. que obliga a algo concreto) tiene que renunciar,
por ello, a ser absoluto. Si es un principio material y deontológico, ha de tener excepciones; y
si no tiene excepciones, es que no se trata de un principio material y deontológico. Tal es el
dilema de la ética. Un principio ético sólo puede ser absoluto en tanto que formal, y todos los
principios materiales han de ser por definición relativos. Formal significa carente de
contenido deontológico concreto (e.g. que no obliga a algo concreto). Un principio formal es,
por ejemplo, el imperativo categórico kantiano, o la absoluta consideración y respeto que
todos los seres humanos merecen. Cuando decimos que todos los seres humanos deben ser
tratados con absoluta consideración y respeto, estamos formulando el canon de moralidad, no
una estricta regla o deber moral. Porque los seres humanos deben ser respetados (canon
formal de moralidad), yo debo respetar su vida (regla material de acción). Pero el respeto de
la vida, como la no-maleficencia, es material, y por tanto no es una regla absoluta, sino que se
halla llena de excepciones (e.g. matar en defensa propia). Los principios formales pueden ser
absolutos y sin excepciones debido a su carácter meramente formal. Pero cuando se les
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incorporan los contenidos materiales, comienzan a aparecer las excepciones y el absolutismo
se pierde inmediatamente.
Nos preguntábamos al comienzo de este epígrafe si los principios de la bioética tenían
carácter absoluto o relativo. Beauchamp y Childress afirman a veces la existencia de
principios sustantivos absolutos en ética. Pero inmediatamente añaden que esos principios
"son raros y raramente juegan un papel en la discusión moral" (11). Esto significa que ellos no
consideran los cuatro principios como absolutos, aunque al mismo tiempo no niegan la
existencia de cierto tipo de principios absolutos, por más que éstos no jueguen un papel
importante en los debates éticos. Entonces, ¿qué son? Hablando en términos kantianos, puede
decirse que son, como el imperativo categórico, formales y canónicos, pero no materiales y
deontológicos. En mi opinión, tal es el único posible sentido correcto que la expresión
"absolutismo de los principios generales de la moralidad" de Beauchamp y Childress puede
tener. Los cuatro principios pueden ser derogados, y por tanto no cabe considerarlos como
materialmente absolutos, pero sin embargo ellos siguen obligando prima facie, es decir,
formalmente. Una de las tragedias de la bioética ha sido no distinguir el aspecto material y
deontológico de los cuatro principios del formal y canónico. La confusión está en no
distinguir estrictamente la dimensión material de la formal. Los principios son formalmente
absolutos y materialmente relativos. No hay otra interpretación posible.
El razonamiento moral, por tanto, tiene no menos de tres niveles. Primero, el formal,
meramente canónico, que afirma el absoluto respeto de todos los seres humanos. Segundo, el
contenido material de los principios morales derivados de aquél, como son los cuatro
principios de la bioética: autonomía, beneficencia, no-maleficencia y justicia. Y como estos
cuatro principios no son absolutos y tienen excepciones, el tercer nivel del razonamiento
moral es siempre el análisis de las circunstancias y consecuencias del caso concreto, para ver
si pueden hacerse excepciones a los principios materiales. Una excepción debe ser siempre
hecha cuando las consecuencias derivadas del principio material en una situación concreta
contradicen la regla formal de absoluta consideración y respeto de todos los seres humanos.
Por ejemplo, la absoluta consideración y respeto nos obliga a no mentir a los demás. Pero
cuando decir la verdad puede dañar seriamente a alguien, entonces la mentira puede ser
permitida como una excepción, dado que en caso contrario no cumpliríamos con el principio
formal de consideración y respeto de los seres humanos.
Esto nos conduce al último punto de esta sección: el papel de las circunstancias y
consecuencias en el razonamiento moral. En el principialismo estricto, cuando los principios
morales se afirman como absolutamente absolutos, las circunstancias y las consecuencias no
pueden jugar ningún papel en la toma de decisiones. Pero cuando los principios materiales no
son considerados absolutos, la evaluación de las circunstancias y las consecuencias es un
momento importante del juicio moral. En el razonamiento moral hay un momento
principialista, y hay también otro que podemos llamar contextualista, narrativista (12-18) o
hermenéutico (19-22). El principialismo no es incompatible con estas otras metodologías que
tienen por objeto el análisis del contexto factual. Este es también el lugar de la "prudencia
aristotélica" y, por tanto, de la casuística, tanto antigua como moderna (23-26).
III. ¿Son los principios teleológicos o deontológicos?
El tercer problema es el del estatuto deontológico o teleológico de los principios de la
bioética. Pocas cuestiones hay en este momento tan oscuras y necesitadas de alguna
clarificación. Ello se debe a que los términos teleología y deontología se utilizan con distinto
sentido por los diversos autores, con lo que al final nadie sabe exactamente de qué se está
hablando.
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La confusión es patente en el propio libro de Beauchamp y Childress. Estos autores definen
como deontológicas todas "aquellas teorías que juzgan las acciones como correctas e
incorrectas de acuerdo con alguna característica de las acciones distinta de o adicional a las
consecuencias"(27). Teorías deontológicas son, por tanto, aquellas que no juzgan la
corrección o incorrección sólo por las consecuencias. Las que afirman esto último se
denominan teorías teleológicas.
En el segundo capítulo de su libro, Beauchamp y Childress analizan con cierto detalle el
utilitarismo como prototipo de teoría basada en las consecuencias, y la ética kantiana como
modelo de teoría basada en la obligación o el deber. Analizan los pros y contras de cada una
de esas posturas, y al final optan por una postura mixta, intermedia, que denominan "teoría de
la moralidad común basada en principios". Se trata, pues, de una teoría deontológica (ya que
acepta algún criterio de corrección distinto de las consecuencias), pero acepta la evaluación de
las consecuencias como uno de sus principios.
En Five Types of Ethical Theory (1930), C.D. Broad dividió las teorías éticas en dos
conjuntos opuestos (28), uno en el que incluyó los métodos éticos que afirman la existencia de
principios deontológicos absolutos y sin excepciones, y otro con aquellos para los que la
razón moral es incapaz de afirmar absolutamente cualquier tipo de proposición normativa.
Broad llamó al primer grupo de métodos o sistemas "deontológico", y al segundo
"teleológico" (29). Por tanto, en el lenguaje de Broad deontológico no es igual a principialista,
ni teleológico a consecuencialista. Esta equiparación, que en las últimas décadas ha llegado a
ser tópica, no tiene nada que ver con la división de Broad, y además está falta de rigor y
coherencia, aunque sólo fuera porque todas las teorías éticas aceptan algún tipo de principios.
Se llaman deontológicas aquellas que creen en la existencia de principios absolutos y sin
excepciones que determinan directamente la moralidad de los actos, sin que las consecuencias
puedan cambiar en ningún caso el signo de su moralidad, en tanto que son teleológicas todas
aquellas para las que los principios obligan, pero siempre y cuando las consecuencias no
justifiquen una excepción. Como escribe Broad, "las teorías deontológicas consideran que hay
proposiciones éticas de la forma: 'Tal y tal tipo de acción debería ser siempre correcto (o
incorrecto) en tales y tales circunstancias, sean cuales fueren sus consecuencias'"(30). Por
tanto, teorías teleológicas son las que no consideran posible afirmar que ciertos tipos de
acciones deben ser siempre correctos o incorrectos, y piensan que las consecuencias son
importantes para definir la corrección o incorrección de los actos. En este sentido, el sistema
de Beauchamp-Childress es teleológico. La diferencia entre su concepto de deontología y el
de Broad es tan enorme, que de acuerdo con el primero su sistema es deontológico, en tanto
que desde el segundo es claramente teleológico.
De acuerdo con la definición de Broad, es obvio que teorías deontológicas son sólo aquellas
que afirman la existencia de principios éticos materiales de carácter absoluto y sin
excepciones. Todas aquellas otras para las que los mandatos de contenido material no son
absolutos, no pueden denominarse en el rigor de los términos deontológicas sino teleológicas.
Esto es importante, pues permite dotar de mayor precisión al concepto de teleología. Las
teorías teleológicas no niegan la existencia de principios morales. Lo que sí dicen es que estos
principios, si poseen contenido material, y por tanto si mandan algo concreto, no pueden tener
carácter absoluto. Lo cual significa que los únicos principios de carácter absoluto que las
teorías teleológicas pueden aceptar son los denominados formales o canónicos. Una teoría
teleológica es perfectamente compatible con la defensa de uno o varios principios absolutos,
siempre y cuando éstos tengan carácter meramente formal o canónico. Lo que permite
resolver una de las clásicas objeciones a las teorías teleológicas, a saber, que al dar valor
definitorio de lo correcto y lo incorrecto a las consecuencias, elevan éstas a la categoría de
principio, con lo cual entran en contradicción con su negativa a aceptar la existencia de
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principios morales absolutos. La maximización de las consecuencias es un típico principio
formal y canónico, no material y deontológico.
No hay sistema moral que pueda sustraerse a la necesidad de afirmar algún principio como
absoluto. El absoluto relativismo es autocontradictorio. Todo sistema moral defiende algún
principio como absoluto y sin excepciones. La cuestión está en saber si ese o esos principios
absolutos que se defienden tienen carácter formal y canónico o material y deontológico. Y
aquí es donde la distinción de Broad es sobremanera útil. Porque deben llamarse
deontológicos todos aquellos sistemas morales que defienden la posibilidad de afirmar la
existencia de principios morales absolutos de contenido material y carácter deontológico, y
teleológicos los que afirman que los principios absolutos son sólo formales y canónicos, y que
los materiales y deontológicos no pueden tener más que valor relativo.
Así aclarada la distinción entre deontología y teleología, es evidente que los cuatro principios
de la bioética, en tanto que principios materiales y deontológicos, distan de ser absolutos y
carecer de excepciones, lo cual lleva a la conclusión de que la teoría moral propia de la
bioética es estricta y rigurosamente teleológica. La tradición que está detrás de la obra de
Beauchamp y Childress, y en general del sistema de la bioética, considera que los principios
deontológicos carecen de carácter absoluto, y que los principios absolutos carecen de carácter
deontológico.
Balance provisional: Tras lo dicho parece necesario concluir que en ética hay algo absoluto y
algo relativo. Lo absoluto tiene carácter formal y estructural, y lo relativo material y
deontológico. A partir de su absoluta condición moral, el ser humano, tanto individual como
social e históricamente, necesita ir creando su vida, proyectándola en forma de sistema de
posibilidades. Este sistema tiene que justificarlo ante sí mismo y ante los demás, lo cual
obliga a una continua e inacabable tarea de desciframiento e interpretación moral de la
realidad. La vida moral se convierte así en un complejo proceso hermenéutico que lleva a
construir principios, a formular leyes y normas, pero también a ponderar circunstancias y
consecuencias, y, por tanto, al continuo cumplimiento, a la vez necesario e imposible, del
único principio absoluto e inconcuso de la vida moral: el atenimiento a la realidad, la
fidelidad a lo real.
Referencias
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29. Broad CD, op. cit., p 162.
30. Broad CD, op. cit., p 206.
(*) Catedrático de Historia de la Medicina - Departamento de Salud Pública e Historia de la
Ciencia - Pabellón IV bajo - Facultad de Medicina - Universidad Complutense de Madrid