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Publicidad, cultura y comunicación
Claves para una
construcción cultural
de la publicidad
por MIRLA VILLADIEGO PRINS
l marco de análisis para las relaciones
existentes entre publicidad, cultura y comunicación resulta ser extraordinariamente limitado si se tiene en cuenta la
antigüedad de la industria publicitaria. Las razones que
explican este precario desarrollo pueden encontrarse
en una relación casi asfixiante entre la psicología y los
pocos estudios que intentan dar cuenta de los fenómenos asociados a la publicidad, como el consumo
de bienes y servicios e igualmente la promoción y el
posicionamiento de las marcas a gran escala. Una segunda razón es el hecho de que la mayor parte de los
estudios publicitarios consideran sólo aquellas variables que en términos prácticos garanticen el buen
desempeño del negocio, ya sea en el corto o en el
mediado plazo.
A pesar del valor y la utilidad de estos estudios, lo
cierto es que son insuficientes para pensar a la publicidad como un elemento determinante y a la vez determinado por el complejo sistema cultural de la modernidad. El costo de esa insuficiencia ha sido para
E
los publicistas la subordinación a un reducido marco
explicativo cuyo único objeto de estudio es la dimensión comercial de la publicidad, mientras que para las
ciencias sociales esa misma insuficiencia ha generado el desinterés por un objeto de estudio que bien
podría proporcionar pistas interesantes para entender
el modo en que se conforman y renuevan las mentalidades, es decir las representaciones y actitudes que
orientan el pensamiento y la acción de una sociedad.
Desde esta perspectiva, la pretensión de este artículo es la de proponer algunas claves desde las cuales sea posible la construcción analítica de lo que podríamos llamar la dimensión cultural de la publicidad.
Claves para una construcción analítica
Las claves desde las cuales se puede construir
analíticamente una dimensión cultural de la publicidad se encuentran dispersas en algunos trabajos clásicos de la sociología, la antropología y la historia social de la comunicación. Evidentemente, las perspectivas en las que se inscriben estos trabajos no son sólo
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El rojo, el blanco, el verde y el negro son los colores de las cuatro direcciones del mundo.
JOSEPH CAMPBELL
de orden teórico, sino que en ellas pueden rastrearse
también acontecimientos históricos de gran trascendencia para entender las relaciones que se establecen entre publicidad, cultura y comunicación.
En este sentido, tal vez una de las claves más interesantes la ofrezcan los estudios que reseñan la transformación de las mentalidades productivistas en mentalidades consumistas, pues dicha transformación sirvió para ambientar las condiciones económicas y mentales necesarias para hacer de la publicidad una industria exitosa en lo comercial pero también en lo cultural. La segunda y tercera clave pueden observarse
en los estudios que hacen alusión al carácter colectivo del consumo y a la participación del discurso publicitario en la conformación y renovación del universo
mental contemporáneo, esto es, de las representaciones colectivas referentes al bienestar, a la moda, a la
identidad personal y colectiva, a la política, al amor, al
sexo, etc.
El carácter moderno de la publicidad
La historia de la publicidad que buena parte de
los publicistas aceptan como válida, data el origen de
ésta mil años antes de Cristo. Para ellos la evidencia
de tal origen se exhibe en un aviso que actualmente
hace parte de la colección del Museo Británico y que
había sido producido en la ciudad de Tebas para buscar a un esclavo perdido o huido.1
Sin embargo, éste es un dato impreciso a la hora
de establecer el origen de lo que hoy consideramos
como publicidad. Una precisión en tal sentido demandaría reconocer el carácter moderno de la publicidad
contemporánea. Los rasgos que definen dicho carácter hay que buscarlos en la emergencia de las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales que
permitieron que la publicidad se convirtiera no sólo
en una industria comercial sino también en una industria de la cultura.
A nivel económico, la revolución industrial, iniciada en el siglo XVIII con la invención de una máquina
lanzadera que, mediante un mecanismo simple, aceleraba la producción textil,2 así como el lento proceso
de disciplinamiento del obrero3 en la fábrica hicieron
posible la acumulación de capital, que a más largo
plazo terminaría siendo reinvertida en una mayor producción y comercialización de mercancías.
Sostenía Max Weber que por aquella época se
empezó a despertar el espíritu del capitalismo, esto
es, una especie de dinámica económica en la que los
empresarios se contagiaron con una nueva aspiración
a enriquecerse a partir de la “ganancia lograda con el
trabajo capitalista, incesante y racional”.4
No obstante, estas nuevas condiciones económicas
que el espíritu del capitalismo configuraba no eran sólo
la consecuencia del desarrollo técnico, sino que de alguna manera eran también el resultado de las nuevas
condiciones sociales y culturales propiciadas por los
procesos de secularización, o lo que es lo mismo, por
los procesos de desencantamiento de la imagen religiosa del mundo que durante toda la Edad Media la
Iglesia católica había impuesto al mundo occidental.
Desde este punto de vista, la secularización no sólo
generaba una imagen laica del mundo, sino que también hacía posible que esa imagen fuera múltiple y a
la vez tolerada por quienes en otra época no hubieran
dudado en señalarla como herejías que se apartaban
o cuestionaban las verdades producidas o custodiadas por la Iglesia.
1
2
3
4
Manuel Lorenzo Villegas, Historias de publicidad, Bogotá, Plaza & Janés, 1995, pág. 71.
Para una mayor ilustración sobre el tema, consultar el conocido texto de M.I. Mijailov, La
revolución industrial.
Sobre estos procesos hay referencias importantes en el ensayo sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber.
Idem.
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La comunicación es un acto mediante el cual un organismo desencadena la acción del otro.
HOCKETT
En términos sociales y culturales,
las consecuencias
de los procesos de
secularización pueden observarse en
la lenta pero progresiva liberación de los individuos
de las restrictivas pautas de pensamiento y acción impuestas por las autoridades religiosas y políticas. Las
nuevas búsquedas y exploraciones abrirían caminos
alternativos en las artes, en la filosofía, en las ciencias,
en la cotidianidad y en las maneras de vivirlas.
También por la acción de los procesos de secularización, la vieja esperanza en la promesa del bienestar en la vida eterna, que por tanto tiempo había servido como dispositivo de control social, empezaba a
desvanecerse. Lentamente en su lugar fue instalándose una nueva promesa, la promesa del bienestar en el
mundo aquí y ahora, que el discurso publicitario ayudaría a alimentar desde sus inicios.
De las mentalidades productivistas a las
mentalidades consumistas
La mentalidad productivista que durante los siglos
XVIII y XIX inspiró a los sectores económicamente más
dinámicos de Inglaterra y Alemania5 tenía una fuerte
influencia puritana. La Reforma protestante había producido, según Weber, una gran angustia entre sus
seguidores debido a que los había despojado de las
certidumbres con respecto a las vías para alcanzar la
salvación.
Las críticas que la Reforma protestante había propiciado contra el comercio de indulgencias, llevado a cabo por
la Iglesia Católica para garantizar la salvación en la otra vida, habían abierto
el camino para considerar que esa salvación sólo podría alcanzarse por vías
individuales, en un encuentro íntimo
con Dios.
No obstante, lo cierto era que no
existían certezas sobre cómo debían
recorrerse esas nuevas vías. Frente a esa
situación, algunos tratados religiosos
del protestantismo
buscaron resolver el
problema de la angustia generando
una serie de fórmulas a través de las
cuales podía alcanzarse la gracia divina. Para Weber
una de las fórmulas que mejor carrera hizo fue la que
reivindicó el trabajo duro como la mejor manera de
ganar la salvación por los propios medios, al ejercer
una profesión que se desarrollara de manera metódica.
En la ética protestante la finalidad del trabajo duro
no era la de producir riqueza, pues ésta era cuestionada por generar tentaciones como disfrutar del ocio y de
otros placeres que estaban en abierta oposición con
los preceptos ideológicos que los ideólogos del protestantismo habían señalado para sus copartidarios. La finalidad del trabajo duro era fundamentalmente agradar a Dios, pero su carácter racional e incesante sumado a una ética que, como bien lo señaló Weber, estrangulaba el consumo, terminaron produciendo la acumulación de grandes capitales que harían crecer a la economía como hasta entonces no había ocurrido.
La transformación de estas mentalidades productivistas en mentalidades de consumo vendría a darse
en las últimas décadas del siglo XIX cuando el desarrollo tecnológico permitió un más amplio acceso a las
mercancías producidas de manera industrial, pero también cuando la minuciosa reglamentación de la vida y
los sistemas de vigilancia y control de las tentaciones,
que la ética protestante había forjado, empezaba a desfallecer entre los sectores dinámicos
de las sociedades europeas.
Una vida relajada y desprovista de
las angustias del pasado no resultaba
ya de ninguna manera cuestionable
si se llevaba sin excesos. La búsqueda de la felicidad terrena, lejos de resultar transgresora de los planes divinos, humanizaba la existencia de los
individuos en el contexto del mundo
moderno.
No obstante, el paso a unas mentalidades consumistas no se consolida-
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La palabra impresa embalsama la verdad para la posteridad.
ALEJO CARPENTIER
ría sin el necesario desarrollo de los procesos de urbanización de finales del siglo XIX y principios del XX
en los Estados Unidos y Europa. Es bien conocido que
antes de estos años las poblaciones de estos países
vivían mayoritariamente en las zonas rurales, pero la
tecnificación del campo expulsó a una gran masa de
población campesina que fue a dar a las ciudades en
busca de las mejores oportunidades de vida que éstas
ofrecían y que se materializaban en la democratización del acceso a servicios de
energía, agua potable, teléfono, educación, salud y entretenimiento; en el mayor poder
adquisitivo de los salarios industriales y en la más amplia
accesibilidad de las mercancías que satisfacen necesidades materiales y simbólicas.
Según el sociólogo alemán Georg Simmel, 6 por
aquellos años la ciudad se caracterizaba por el “acrecentamiento de la vida nerviosa” y
por la convergencia entre economía monetaria y un estilo de vida intelectualista, en el
sentido de que su mejor instrumento de acción parecía
ser el cálculo racional.
Para Simmel era evidente que la vida en la ciudad
traía consigo nuevas exigencias y que una de ellas era
el interactuar permanente entre personas desconocidas;
por lo tanto, era preciso racionalizar las relaciones con
los otros, someterlas a un proceso de mediación del cálculo y del entendimiento a fin de evitar las angustias
que suponía enfrentarse a los desconocidos. Las relaciones sociales que tenían lugar en la ciudad de ninguna manera podían continuar siendo lo que habían sido
en las zonas rurales, en donde todas las personas se
conocían y en las que en virtud de ese conocimiento
podían establecerse vínculos de solidaridad. La nueva
realidad de la ciudad exigía tomar distancia en la relación con los otros desconocidos, abrir un abismo que
protegiera o que funcionara como un mecanismo de
defensa a la vida anímica de las personas.
Es en esta racionalización de las relaciones socia-
les en donde Simmel encuentra la más profunda similitud con la economía monetaria, pues ambas rehuyen
el reconocer la diferencia. Lo importante, lo racionalmente aceptable es lo que hace parte del estándar; lo
desconocido, lo que es diferente, no. Para Simmel el
mejor ejemplo de esa situación lo constituye, en la economía monetaria, el dinero, cuyo principio de acción
supone un doble movimiento en el que, por una parte,
se aniquilan las diferencias y por la otra, se establece
un sistema de equivalencias
entre todo lo que va a ser intercambiado.
Pero la ciudad no sólo
producía desajustes en la vida
anímica de las personas, puesto que también había generado la desorientación simbólica de los individuos debido a
que éstos no encontraban en
los referentes culturales, traídos de sus lugares de origen,
el modo de enfrentar las nuevas experiencias que en la ciudad se volvía imperativo resolver. De esta circunstancia se derivaría una angustia,
percibida esta vez con mayor intensidad en los Estados Unidos, no sólo por los migrantes del campo a la
ciudad, sino también por los recién llegados de otras
latitudes.
En respuesta a esta situación, el periodista norteamericano Jib Fowles7 sostiene que la industria editorial empezó a generar una serie de manuales de
autoayuda que aconsejaban fórmulas para “templar el
carácter” y no dejarse consumir en un estado depresivo
al que la angustia podía fácilmente conducir. Sin embargo, según el mismo Fowles, de las fórmulas probadas en aquel momento la más efectiva resultó ser la que
ofrecía el cine, porque en él se representaban los esti5
6
7
Inglaterra era el país de mayor empuje industrial en esos siglos, mientras que Alemania
tenía una fuerte influencia del protestantismo.
Las referencias que se hacen al trabajo de este sociólogo son tomadas de su artículo “Las
grandes urbes y la vida del espíritu”, publicado en El individuo y la libertad: ensayos de
crítica de la cultura, Barcelona, Editorial Península, 1986, del mismo autor.
Jib Fowles, “Los medios de comunicación de masas y el star systems”, en David Crowley y
Paul Heyer, La comunicación social en la historia: tecnología, cultura y sociedad, Barcelona,
Editorial Bosh, 1996.
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Comunicar es naturaleza; recibir lo comunicado, tal como se da, es cultura.
GOETHE
los de vida que la gente del común anhelaba tener y
que al verlos en la pantalla podía imitar en sus comportamientos cotidianos.
El cine estaba ofreciéndole a esta masa de recién
llegados a la ciudad los modelos para hablar, para
enamorarse, para conducirse en los espacios urbanos,
para comportarse en el trabajo, en la familia, con los
amigos; ofrecía los nuevos modelos de valoración del
mundo que les rodeaba e igualmente proponía nuevas metas o aspiraciones para alcanzar.
A poca distancia de la labor terapéutica del cine
puede observarse la que cumplió la publicidad. El
papel de la publicidad en la nueva experiencia de la
vida en la ciudad era el de construir lo que Rosalynd
Williams 8 denominó los
“mundos de ensueño del
consumo”, esto es, la idea
de que la satisfacción plena de cualquier deseo era
posible porque al consumir el producto se ganaban los atributos que en
su comercialización el
anunciante prometía.
Los “mundos de ensueño del consumo” eran
entonces la materialización de la promesa del
bienestar aquí y ahora,
que valiéndose de toda
una serie de artificios
discursivos, pero también
tecnológicos, reducían la ansiedad que producía un
ambiente social agresivo y lleno de incertidumbres.
Resulta evidente entonces que la generalización
de las prácticas publicitarias, como principal medio
de comercialización de las mercancías, no respondía
sólo a propósitos comerciales, sino que, vista retrospectivamente, la publicidad se constituyó sin proponérselo en uno de los dispositivos más importantes para
la liberación de la angustia que producía el nuevo
entorno social, pero también en una importante herramienta de socialización de una nueva mentalidad, la
mentalidad del consumo.
Finalmente, debe aclararse que al hablar de la
transformación de una mentalidad productivista en una
mentalidad consumista no se está sugiriendo que el
trabajo o la producción dejen de ocupar un lugar importante en la vida social, sino que las representaciones y actitudes con respecto a ellos se han redefinido
en el horizonte mental de nuestra época.
El carácter colectivo del consumo
Las definiciones clásicas del consumo están íntimamente emparentadas con los presupuestos epistemológicos de la psicología, que se han encargado de
definirlo como un proceso que individualmente se lleva a cabo como consecuencia de las motivaciones generadas por los diversos y
atractivos procesos de comunicación que hacen parte de la estrategia de las
campañas publicitarias.
Desde esta perspectiva,
el consumo también sería un
lugar en donde se completa
el ciclo que se inicia con la
producción. Pero éste es un
punto de vista discutible
para un grupo de investigadores liderados por el conocido semiólogo de la publicidad, José Manuel Pérez
Tornero,9 en la medida en
que el comienzo de este ciclo no siempre se ha originado en la producción, como ocurre en las sociedades
masificadas, sino que –en el caso de las sociedades tradicionales– ese inicio se producía en la demanda.
La precisión es importante, porque permite a estos
investigadores sostener la idea de que al iniciar el ciclo desde el punto de vista, no de la demanda, sino de
la producción, se pone a esta última al servicio de los
productores y del crecimiento económico, pero no de
los consumidores y de sus necesidades, como bien
podría pensarse.
Para este grupo de investigadores, en las sociedades de mayor desarrollo económico la producción de
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La comunicación es, hoy, movimiento de información.
MARSHALL MCLUHAN
bienes y servicios que resuelven necesidades básicas
es abundante, pero esto ha traído como consecuencia
la reducción de los márgenes de ganancia de los productores. Esta situación explicaría la mayor inversión
de capital en sectores productivos cuyos propósitos
no son resolver necesidades básicas sino satisfacer otro
tipo de demanda que a su vez permita incrementar el
nivel de ganancias.
Al margen de la inversión de capital necesaria para
la producción de este tipo de bienes y servicios, los
productores deben hacer una inversión adicional, destinada a la generación de atributos para sus productos. Indiscutiblemente la publicidad es la más importante aliada para la consecución de estos propósitos,
porque gracias a la producción de una retórica en la que
se exaltan dichos atributos, se
logran interpelar no sólo los
deseos de los individuos sino
también su cultura.
De la alianza entre productores y publicistas se deduce
entonces que el consumo no
resulta ser un acto soberano,
producto de la libre determinación de los consumidores,
sino de lo que denomina el
grupo de Pérez Tornero como
“la seducción de la opulencia”,
es decir, de una seducción, no
de los productos y de sus posibilidades funcionales, sino
de un discurso publicitario que no ahorra esfuerzos
para producir un derroche de atributos que pueda
ponerse al servicio de la promoción de los productos
que se le han encomendado.
En una perspectiva de análisis distinta se ubican
investigadores que soportan sus explicaciones sobre
el consumo en presupuestos teóricos procedentes de
la antropología y de algunos estudios de la sociología
urbana. En América Latina uno de los investigadores
que más reconocimiento han obtenido por su trabajo
en este ámbito ha sido el argentino Néstor García
Canclini.
Según García Canclini, si el consumo “fue alguna
vez territorio de decisiones más o menos unilaterales,
hoy es un espacio de interacción, donde productores
y emisores no sólo deben seducir a los destinatarios
sino también justificarse racionalmente”.10 Y es que para
este autor el consumo no obedece a las presiones procedentes del mundo industrial y publicitario, sino que,
como bien lo plantea en el enunciado de su hipótesis,
sirve para pensar. Esto quiere decir que el consumo
de bienes y servicios costosos, que no satisfacen necesidades básicas, es el resultado de la necesidad de
fijar colectivamente, mediante mecanismos rituales
como la fiesta, el significado de acontecimientos que
afectan la vida de las comunidades.
El consumo, desde este
punto de vista, no sería el
resultado de “la seducción de
la opulencia”, sino un mecanismo en el que se despliega
la participación activa de los
miembros de la comunidad,
al redefinir en sus rituales el
valor y el sentido de los objetos que pueblan su cotidianidad.
En el contexto de la modernidad tardía, “consumir es
hacer más inteligible el mundo en donde lo sólido se evapora; por eso, además de ser
útiles para expandir el mercado y reproducir la fuerza de
trabajo, para distinguirnos de los demás y comunicarnos con ellos, las mercancías sirven para pensar”.11 Sin
embargo, la construcción de sentido que se deriva del
consumo no se produce de manera individual, sino
que depende por el contrario de los intereses del
mundo social en el que se produce.
8
Rosalynd Williams, “Mundos de ensueño del consumo”, en David Crowley y Paul Heyer, op.
cit., pág. 9. El grupo está integrado por Fabio Tropea, Pilar Sanagustín, Pere-Oriol Costa y
obviamente por José Manuel Pérez Tornero. La contribución a la que aquí se hace referencia
está consignada en un trabajo que está publicado con el título de La seducción de la opulencia: publicidad, moda y consumo, Barcelona, Paidós, 1992.
10 Néstor García Canclini, “El consumo sirve para pensar”, en Consumidores y ciudadanos,
México, Editorial Grijalbo, 1995, pág. 44.
11 Idem, pág. 48.
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Todo el mundo sabe todo sobre la internet, aunque pocos la entienden.
NICHOLAS NEGROPONTE
Examinando los presupuestos y planteamientos
conceptuales presentes en estas dos perspectivas de
análisis del consumo, lo que se puede concluir con
respecto al papel que la publicidad cumple en estos
procesos es que su efectividad no depende de la apelación exclusiva a los deseos individuales, sino que los
discursos publicitarios deben ser capaces de funcionar en sentido cultural, esto es, apelando a los referentes presentes en la memoria colectiva de las comunidades convertidas en target de la acción publicitaria.
El discurso publicitario en la conformación y
renovación del universo mental contemporáneo
Asumir que el discurso publicitario participa en la
conformación y renovación del universo mental contemporáneo porque contribuye a dar forma a representaciones y actitudes sobre el bienestar, la moda, la
identidad individual y colectiva, la
política, el amor, el sexo, etc., significa también insistir en la existencia de
una dimensión cultural de la publicidad, que ha sido insuficientemente
estudiada.
Si por cultura entendemos “un
modo de organizar el movimiento
constante de la vida mundana, concreta y cotidiana” y reconocemos que
esa cultura es en este sentido “un
principio organizador de la experiencia, mediante el cual ordenamos y
estructuramos nuestro presente, a
partir del sitio que
ocupamos en las redes de relaciones sociales”, 12 tendremos
que reconocer también que la acción de
la publicidad no se
produce sobre la nada, sino sobre los referentes o nociones a
veces dispersas, a veces desarticuladas,
que se originan en la
experiencia individual y colectiva, y en las que heredamos de las comunidades a las que pertenecemos.
De acuerdo con esto, la dimensión cultural de la
publicidad habría que definirla en su capacidad para
hacerse vocera, dar forma y hacer comprensible un
universo mental que se expresa de manera inconsciente en las conductas y en las hablas que nuestras sociedades asumen a partir de sus experiencias y de los
horizontes que proyecten sus condiciones materiales
de existencia.
La acción del discurso publicitario sobre el universo mental no puede ser valorada entonces a la manera de moldeamiento ideológico, en el que sólo cuentan los intereses de quienes lo patrocinan o diseñan;
ni tampoco como una máquina generadora de deseos.
El papel de las estrategias publicitarias en la conformación y renovación de representaciones culturales
reside en que sus modos de expresión articulan y dan coherencia e
inteligibilidad a las nociones que socialmente circulan en virtud de la
experiencia social.
Si hoy podemos decir que en
los discursos publicitarios circulan,
además de la promoción de productos, ideas sobre el bienestar, la
moda, el sexo, la política, la identidad, etc., no es sólo porque la publicidad busque ponerse a tono con
los intereses de la racionalidad económica, sino también porque des-
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Los ojos hablan; las palabras miran; las miradas piensan.
OCTAVIO PAZ
de su dimensión cultural se
está haciendo vocera y ordenadora de las hablas de
nuestra sociedad, para de
este modo poder ganar
aceptación social.
En consecuencia con
lo planteado hasta aquí,
debe hacerse una observación final, y es que la recomposición, el ordenamiento de estas hablas tiene una orientación terapéutica; esto es así porque la acción publicitaria busca
ser coherente también con el sistema social del que
se deriva, en lugar de convertirse en un espacio para
la crítica, aunque excepcionalmente algunas piezas publicitarias hayan tenido esa pretensión.
En este sentido, es evidente que la representación
del mundo que la publicidad propone sigue siendo,
como bien lo afirmó Rosalynd Williams, “mundos de
ensueños”, mundos armoniosos, bellos, luminosos, a
los cuales los bienes y servicios promocionados por la
publicidad no sólo ayudan a producir sino también a
comprender.
Conclusiones
La construcción analítica de una dimensión cultural de la publicidad no pretende desconocer el valor y
la importancia de los estudios que hasta el momento
han intentado dar luces sobre el funcionamiento comercial de la industria publicitaria, pero sí exige un
replanteamiento de los intereses de ese campo de estudios. Es un hecho evidente que la publicidad no puede seguir siendo exclusivamente estudiada desde los
referentes que proporcionan la psicología y la administración, sino que el análisis debe abrirse a la observación y comprensión de sus intersecciones con los
procesos sociales.
No cabe duda de que obrar en este sentido exigirá no sólo la redefinición de lo que entendemos por
publicidad, sino también la redefinición de la formación profesional, la cual no sólo deberá apostar por una
formación para el diseño de piezas con ciertas preten-
siones estéticas y el desarrollo de habilidades para mercadear, sino también por el desarrollo de competencias
para el análisis antropológico y simbólico.
BIBLIOGRAFÍA
Fowles, Jib. “Los medios de comunicación de masas y el star system”. En
Crowley, David y Paul Heyer. La comunicación social en la historia: tecnología, cultura y sociedad. Barcelona, Bosh, 1996.
García Canclini, Néstor. “El consumo sirve para pensar”. En Consumidores y
ciudadanos. México, Grijalbo, 1995.
González, Jorge. “Los frentes culturales: culturas, mapas, poderes y luchas
por las definiciones legítimas de los sentidos sociales de la vida”. En Memorias VI Encuentro de Felafacs.
Mijailov, M.I. La revolución industrial.
Pérez Tornero, José Manuel, Fabio Tropea, Pilar Sanagustín y Pere-Oriol Costa.
La seducción de la opulencia: publicidad, moda y consumo. Barcelona,
Paidós, 1992.
Simmel, Georg. “Las grandes urbes y la vida del espíritu”. En El individuo y la
libertad. Barcelona, Península, 1986.
Villegas, Manuel Lorenzo. Historias de publicidad. Bogotá, Plaza & Janés,
1995.
Weber, Max. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Madrid, Albor,
1999.
Williams, Rosalynd. “Mundos de ensueño del consumo”. En Crowley, David y
Paul Heyer. Idem.
MIRLA VILLADIEGO
Comunicadora social-periodista de la Universidad
Externado de Colombia y magister en Comunicación de
la Pontificia Universidad Javeriana. En la actualidad se
desempeña como profesora del Departamento de Comunicación de la Universidad Javeriana y como catedrática
de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
12 Jorge González, “Los frentes culturales: culturas, mapas, poderes y luchas por las definiciones legítimas de los sentidos sociales de la vida”, en Memorias VI Encuentro de Felafacs.
LAS ILUSTRACIONES HACEN PARTE DE LA OBRA GRÁFICA DEL ARTISTA ANDY WARHOL.
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