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¿Existe el 'problema catalán'? | Economía | EL PAÍS
19/03/12 00:37
ECONOMÍA
¿QUÉ PROYECTO PARA ESPAÑA? / 3
¿Existe el 'problema catalán'?
España necesita un proyecto de futuro más audaz, más motivador y más urgente que otros países
europeos para salir de la crisis
CÉSAR MOLINAS
15
18 MAR 2012 - 01:00 CET
Archivado en:
Recesión económica
Cataluña
Coyuntura económica
España
Historia
Economía
Se cumplieron el año pasado 90 años
de la publicación de La España
invertebrada, uno de los libros más
odiados por el españolismo
ultramontano. Vale la pena releerlo,
porque es un nonagenario lleno de
frescor y actualidad (iam senior, sed
cruda deo viridisque senectus,
escribió Virgilio).
En este artículo voy a argumentar que
España, para salir de la presente
crisis, necesita un proyecto de futuro
más audaz, más motivador y más
urgente que otros países europeos.
La razón es que la cohesión nacional
Grabado de las guerras carlistas
es, comparativamente, muy baja, y
que para superar los obstáculos del
presente hace falta un fuerte estirón desde el futuro. En primer lugar discutiré la experiencia
nacional de España partiendo de la idea de nación de Ortega. A continuación analizaré las
importantes diferencias que tiene España como Estado-nación con otros países de nuestro
entorno como Francia o Portugal. Por último, resaltaré el carácter anacrónico de la
construcción nacional en pleno siglo XXI y defenderé que el mencionado proyecto tiene que
poner el énfasis en la construcción de una sociedad que maximice las oportunidades que se
les ofrecen a los individuos.
Para Ortega, una nación se define por un proyecto de futuro con capacidad integradora,
dirigido por un pueblo con autoridad para mandar. Es un concepto muy amplio que incluye,
por ejemplo, al Imperio romano (nación latina dirigida por Roma). España tuvo ese tipo de
proyecto, por lo menos hasta el siglo XVII, vertebrado por una Castilla que sabía mandar y
mandaba. La historia de una nación es la historia del proceso de integración, mientras el
proyecto de futuro se mantiene vigoroso, y también la historia de la desintegración, cuando el
proyecto desfallece. Una nación también puede verse como un equilibrio entre fuerzas
centrífugas, que siempre permanecen vivas, y la fuerza centrípeta que emana del proyecto
integrador. Cuando esta última se debilita, porque el proyecto se agota, las fuerzas centrífugas
se manifiestan con todo su potencial. En el siglo XVII el proyecto español se anquilosa porque
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las clases dirigentes se vuelven inmovilistas y reaccionarias (en el primer artículo de esta
serie, España, capital Madrid, di una explicación braudeliana de este proceso basada en la
geografía: hay, por supuesto, otras explicaciones, complementarias o alternativas). Esta es la
historia de España desde entonces: primero se va Flandes; luego sigue Nápoles; más tarde
marcha América; a continuación, Filipinas y Cuba; también las provincias africanas, y ahora
Cataluña y el País Vasco se lo están pensando… Es llamativo que no hubiera un diagnóstico
certero de lo que estaba ocurriendo hasta 1921, y es significativo que, una vez publicada La
España invertebrada, cayese sobre ella un espeso manto de silencio. Así que se sigue
hablando del problema catalán evitando extraer denominadores comunes con el problema
filipino, el problema americano o el problema flamenco. El problema no está en las fuerzas
centrífugas, que siempre han estado ahí, sino en la fuerza centrípeta, cuyo atractivo integrador
se perdió hace siglos.
En 1939 España devino una “unidad de destino en lo universal” en la que los protocatalanes
Indíbil y Mandonio ya encarnaban hace dos milenios las esencias patrias de una España
eterna e inmutable. Que todo esto fuese risible desde cualquier perspectiva histórica seria no
fue óbice para que este milenarismo fantasioso se consolidase como el paradigma desde el
que un sector de la población española —el que tiene como intelectual orgánico a la Iglesia
católica— concibe pasado, presente y futuro. En lo que sigue —y con el único ánimo de
abreviar— me referiré a este sector como “Indíbil y Mandonio”. Sus concomitancias con la
base social del capitalismo castizo son muy grandes. Su alianza estratégica con la izquierda
aglutinada en torno al movimiento sindical —en adelante, “los sindicatos”— para hacer
fracasar la reforma estructural es una de las claves para entender la política de fondo de la
España actual. La pinza reaccionaria formada por Indíbil y Mandonio y los sindicatos para
defender el statu quo —en adelante “la pinza”— es el mayor obstáculo que tiene que superar
cualquier programa coherente de reforma estructural. Pero dejo esto para más adelante, en el
cuarto y último artículo de esta serie, para concentrarme ahora en otro tipo de obstáculos que
tiene que afrontar dicho programa: la débil cohesión resultante de las peculiaridades de la
construcción de España como Estado-nación.
En un artículo publicado en EL PAÍS en 2009, España y la Historia
En el siglo XVII las
(así, con mayúscula) defendí la tesis de que España, como Estadoclases dirigentes se
nación, se quedó a medio cocer. El porqué hay que buscarlo en el
papel que ha tenido la guerra en la construcción de las naciones. La vuelven
guerra, terrible como es, ha sido un motor importantísimo de la
inmovilistas y
innovación, de la tecnología, de la investigación fundamental y del
reaccionarias
cambio social y moral. En apoyo de esto último, quizás lo más
llamativo de la frase anterior, recuerdo el pensamiento de Sartre tras
Hiroshima y Nagasaki: “Al abrir por primera vez la posibilidad del suicidio colectivo, la bomba
nos hace definitivamente libres”. Si no fuese por la guerra —repito, terrible como es— todavía
seríamos monos. La idea de nación aplicada al arte militar permitió a Napoleón extender las
levas al conjunto de la población y así movilizar ejércitos de tamaño nunca visto hasta
entonces. Hubo más muertos en cualquier batalla napoleónica que en todas las batallas del
siglo XVIII tomadas conjuntamente. Otras potencias europeas, para poder defenderse en
igualdad de condiciones, tuvieron que recurrir a la misma idea que, por revolucionaria y
francesa, por supuesto detestaban. De este modo, la capacidad de movilización de la
población se convirtió en la clave de bóveda de la estrategia militar del siglo XIX. Para
incrementar el poder militar del Estado se tenía que fortalecer a la nación y para eso se tenía
que aumentar la cohesión nacional. La escolarización obligatoria, las pensiones para la vejez
y otras medidas que entran dentro de lo que hoy en día se conoce como “conquistas sociales”
se introdujeron, lo que son las cosas, en la Prusia bismarckiana como elemento clave de una
estrategia militar a largo plazo. Otros Estados europeos no tuvieron más remedio que unirse a
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esa escalada militar, y así nació lo que hoy en día conocemos como el Estado de bienestar.
Los Estado-nación modernos se cocieron en el fuego de las guerras europeas de los siglos
XIX y XX. Por decirlo deprisa y mal, Francia se hizo francesa matando alemanes, y viceversa.
Las guerras contra el enemigo exterior son muy cohesivas y, como resultado de estas
guerras, se fraguaron unos Estado-nación muy cohesionados, es decir, con fuerte sentido del
Estado y del interés general, capaces de abordar empresas nacionales con el apoyo muy
mayoritario de la población. Mientras todo esto sucedía en Europa, en España nos
dedicábamos a matarnos los unos a los otros en una cruenta sucesión de guerras civiles: tres
guerras carlistas en el siglo XIX y una guerra civil en el XX que dejó tras de sí un millón de
muertos. Las guerras civiles no son cohesivas, sino divisivas y por ello no es de extrañar que
el grado de cohesión que muestra España sea mucho menor que el de, por ejemplo, Francia o
Alemania. En España la noción del interés general, o nacional, es débil, y apenas hay políticas
de Estado: el aborto es o no delito dependiendo de quien gobierne; las prioridades de la
política exterior cambian con el Gobierno de turno; también las educativas; no ha sido posible
consensuar las reformas estructurales más importantes (pensiones y mercado de trabajo) que
han acabado siendo utilizadas como arma electoral por el partido entonces en la oposición…
España no ha llegado a ser un Estado-nación moderno porque le falta la cohesión interna
necesaria para serlo. Una comparación con Portugal, país que tiene una fortísima cohesión, a
pesar de no haberse visto involucrado en ninguna guerra europea en los dos últimos siglos,
sugiere que el problema español no viene tanto por la falta de ardor guerrero en el exterior
como por el exceso de ese ardor que hemos tenido en el interior.
Así las cosas, España se enfrenta a una crisis profundísima en la que cabe distinguir dos
niveles. Por una parte hay un componente cíclico, que afecta de manera desigual a todos los
países del mundo. España es uno de los países europeos más afectados porque en tiempos
de bonanza no hizo las reformas que ya entonces se sabían necesarias: mercado de trabajo,
pensiones, Justicia, Administración(es) Pública(s), enseñanza, cajas de ahorros, energía,
vivienda… El espejismo de la burbuja inmobiliaria, la feroz resistencia de la pinza y la
incomprensión, cuando no cobardía, de los Gobiernos nos han llevado a una situación que no
solo es muy mala, sino muy susceptible de empeorar. Los gobernantes del PSOE se fueron
sin explicitar un diagnóstico de lo que nos estaba ocurriendo. Yo creo que, en su aturdimiento,
no lo tuvieron nunca. Entraron los del PP y tampoco parecen saber qué nos pasa. Hacen —
dicen— lo que manda Bruselas. Y reforman el mercado de trabajo —más bien que mal— y
suben los impuestos y recortan los gastos —más mal que bien—, pero sigue sin haber un
diagnóstico creíble de la crisis más allá de que la culpa de todo la tiene Zapatero.
El problema no está en las
fuerzas centrífugas, sino en
la fuerza centrípeta
Más importante todavía: no hay un plan de futuro que aclare hacia
dónde nos dirigimos e ilumine el camino que debemos recorrer. El
desconcierto de la población, desde el #nimileurista hasta el
empresario, es total y, dada la previsible larga duración de la crisis,
raro será que este desconcierto no se transforme en resistencia.
Portugal está llevando a término un durísimo programa de ajuste dictado y controlado por la
troika europea y el FMI. Aunque tampoco saben adónde van, la población está demostrando
una disciplina férrea porque la cohesión nacional es muy grande. Es probable que el programa
consiga la estabilización macroeconómica, que es lo que pretende. Yo no veo a España
haciendo una cosa así.
La Transición fue un éxito porque había ambiciones explícitas que cohesionaron a la
población: democracia, Europa, Estado de bienestar. Enfrentarse a los retos actuales requiere
ambiciones nuevas, articuladas en un programa que, por las razones expuestas hasta aquí,
debe ser más audaz y motivador que el que puedan necesitar otros países de nuestro
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entorno. A este programa dedicaré el próximo, y último, artículo de esta serie.
El segundo nivel de esta crisis, más profundo que el primero, tiene
que ver con los cambios que ha sufrido el mundo desde la caída del
muro de Berlín en 1989. Los cambios han sido muy importantes en
lo económico, en lo social, en lo militar y en lo político.
En España la
noción del interés
nacional es débil, y
apenas hay
políticas de Estado
En lo económico ha habido una rapidísima globalización que, unida
a la disciplina monetaria impuesta por el euro, ha puesto muy difícil
que España pueda competir por costes en la economía global. No
nos queda más remedio que apostar por otra cosa. En lo social, la implantación de Internet y
de la web incrementa exponencialmente las interacciones entre humanos y, como
consecuencia, provoca una mayor aceleración de las innovaciones y del progreso en todas
sus dimensiones: científico, tecnológico, cultural y moral.
En lo militar, al cambiar la naturaleza de la guerra, se han profesionalizado, reducido e,
incluso, privatizado los ejércitos, cuya actividad bélica no depende ya de la capacidad de
movilización de la población. Eso quiere decir que la cohesión social y el Estado de bienestar
tienen ahora menor importancia estratégica militar que en los siglos XIX y XX. Y, en lo político,
las tareas de construcción nacional propias de la Edad Moderna han quedado anacrónicas:
los Estados-nación no desaparecerán, pero perderán competencias tanto por
descentralización como por centralización en organismos supranacionales. Esto está
ocurriendo ya en Europa y es algo de lo que deberían tomar buena nota nuestros
nacionalismos peninsulares.
En este contexto más global y con menos certidumbres personales, políticas y sociales, el
programa que España necesita debe poner el énfasis en maximizar las oportunidades que se
ofrecen a los individuos; en fomentar su iniciativa y su creatividad; en devolverles la
responsabilidad sobre las decisiones que tomen o dejen de tomar sobre sus propias vidas; y
en mantener una red de protección social que, sin desincentivar el esfuerzo personal,
garantice las igualdades básicas de los ciudadanos frente a la educación, la enfermedad y la
vejez. J
César Molinas, matemático y economista, es barcelonés de nacimiento y madrileño de
adopción. Ha sido académico, gobernante y banquero de inversión. Actualmente se dedica al
capital-riesgo en biomedicina y la consultoría.
© EDICIONES EL PAÍS, S.L.
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