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Homilía para la Misa Crismal
Corrientes, 23 de marzo de 2016
Nos hemos reunido, como todos los años, para celebrar la Misa Crismal, en
vísperas de la fiesta de las fiestas del misterio cristiano: la pasión, muerte y
resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Nos alegramos por la presencia de
numerosos fieles y personas consagradas que vinieron acompañando a sus respectivos
párrocos y vicarios. La presencia de ustedes, su testimonio de amor a la Iglesia y a sus
sacerdotes, el compromiso apostólico que viven con pasión y entrega, son signos
elocuentes de la Misericordia de Dios. En este contexto jubilar, el Año Santo nos ayuda
a pensar y a vivir la Misa Crismal como un extraordinario conjunto de signos que nos
hablan del corazón misericordioso de Dios.
El signo por excelencia de la Misa Crismal es la unión estrecha de los
presbíteros con el obispo, cuya plenitud sacerdotal se manifiesta en esta comunión, en
la que se consagra el Santo Crisma y se bendicen los óleos de los catecúmenos y de los
enfermos. Esta unión del presbiterio con su obispo no es para que nuestro servicio
sacerdotal a la gente sea más eficiente. En realidad, nos encontramos inmersos en un
misterio de amor que nos abarca y nos supera, y al mismo tiempo se hace visible a
través de nuestras personas frágiles y tan expuestas a muchas debilidades.
Sin embargo, por medio de estos instrumentos inadecuados por cierto, se
realiza maravillosamente el sueño de Jesús de Nazaret, el cual rogó al Padre
suplicándole que todos sean uno y así cumplir su santa voluntad. El don de la
comunión y la misión de construir la unidad, son gestos del corazón compasivo y
bondadoso de Dios para con sus hijos. ¿Acaso la comunión, con sus parientas más
cercanas: la unidad, el encuentro y la amistad, no constituyen el anhelo más profundo
que late en todo corazón humano? Cuándo esa comunión está purificada de todo
egoísmo, ¿no se convierte espontáneamente en misión?
No es de extrañar que en esta celebración se consagren y bendigan los
principales elementos que se utilizarán luego para el ejercicio del ministerio
sacerdotal, es decir, para la misión. La comunión es para la misión, como el santo
Crisma y los óleos bendecidos son para el ejercicio del ministerio sacerdotal en
beneficio de la vida espiritual de los fieles. Dios es comunión y misión, por eso sus
entrañas de misericordia se conmueven profundamente cuando reúne a sus hijos y los
contempla estrechamente unidos a su Hijo Jesús. Su corazón de Padre goza al ver los
signos sacramentales a través de los cuales obra su Hijo Resucitado, ungiendo,
fortaleciendo y curando a través de las manos de sus ministros sagrados.
De nuestra disponibilidad y generosidad depende ahora que estos elementos
bendecidos se conviertan en ríos de misericordia para el pueblo de Dios. En el Jubileo
sacerdotal que hemos celebrado hace pocos días reconocíamos agradecidos los signos
de perdón y misericordia que Dios manifestaba a los fieles por medio de nuestro
ministerio. También dábamos gracias por los gestos de misericordia que la gracia de
Dios hacía fluir de un sacerdote hacia su hermano sacerdote. Pero, a la vez, nos
sentíamos avergonzados por las veces que no éramos señales claras de bondad, de
tolerancia y de buen trato tanto hacia la gente a la que hemos prometido servir con un
corazón misericordioso; y por las veces que nos comportábamos como signos opacos
de bondad y de cercanía con nuestros compañeros sacerdotes.
Sin embargo, no nos hemos quedado sólo en reconocer y agradecer lo bueno
que Dios hace por medio nuestro y entre nosotros, ni tampoco en permanecer
anclados mirando acomplejados nuestras infidelidades. Nos hemos ayudado y
alentado mutuamente a poner de nuevo nuestra confianza en Dios, rico en
misericordia. Eso nos animó a levantarnos y a peregrinar hacia la Puerta Santa del
Santuario de Itatí, la cual atravesamos juntos para colocamos a los pies de nuestra
Madre, para expresar nuestro renovado compromiso de ser mejores sacerdotes. Sobre
todo, coincidíamos en que debemos tener un trato más amable, cercano, humilde y
atento con todos, especialmente con las personas más pobres y vulnerables, y también
entre nosotros mismos.
Quisiera recordar con mis hermanos sacerdotes y con todos ustedes los
acuerdos, a los cuales nos comprometíamos especialmente durante el Año Santo de la
Misericordia: Nos disponemos –decíamos– acrecentar nuestra capacidad de escucha,
atenta, paciente, cercana y sencilla a los fieles; queremos manifestar claramente una
mayor disponibilidad, especialmente con los más pobres, y estar siempre en actitud de
salir al encuentro de quienes más nos necesitan; disponer espacios y tiempos, bien
visibles y al alcance de todos para vivir mejor el Sacramento de la Reconciliación;
revalorizar en nuestro “tiempo pastoral” la administración del Sacramento de la
Unción de los Enfermos.
En ese espíritu jubilar, nos comprometíamos a reavivar en nosotros la alegría
de ser sacerdotes, y serlo en una comunidad sacerdotal, fraterna, solícita,
comprensiva, servicial y capaz de dar y pedir perdón; privilegiar los encuentros de todo
el Presbiterio y los de los Decanatos, subrayando la gratuidad de los mismos; ser más
generosos en la "visita gratuita" entre nosotros, lo que nos acercaría más y nos
permitiría conocernos mejor; ser más prudentes al hablar de nuestros hermanos
sacerdotes y ser generosos en atribuirles elogios; crear un ambiente de confianza
entre nosotros, evitando el mal de la difamación y fomentando la caridad que nos
debemos. En fin, juntos nos disponíamos con sinceridad y con la confianza puesta en el
Señor, quien realiza toda obra buena, a ser hombres que exhalan el buen perfume del
Santo Crisma, con el que fuimos ungidos el día de nuestra ordenación sacerdotal.
A continuación vamos a proceder a la renovación de nuestras promesas
sacerdotales, a las que añadimos los acuerdos que hemos tomado juntos bajo la tierna
mirada de Señora de Itatí. A ella nos encomendamos confiados, junto con las
comunidades a las que fuimos enviados a servir, con la gozosa experiencia que nos da
saber que el corazón bondadoso de Dios nuestro Padre nos abraza siempre con su
amor y misericordia. Amén.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes