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1648: LA REDEFINICIÓN DE EUROPA CARLOS GREGORIO HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ Los siglos que transcurren entre el cisma de Oriente y la paz de Westfalia, son el tiempo en el que la Cristiandad, poco a poco se va desvaneciendo hasta desaparecer como concepto y recuperarse el de Europa, más propio para designar al continente durante la época de secularización que se iniciaba. El cisma de Oriente, la querella de las investiduras (s. XI), el cisma de Occidente, el conciliarismo, las rupturas de Lutero, Calvino y Enrique VIII, las guerras de religión, la guerra de los treinta años y su conclusión, con la paz de Westfalia, aunque parezcan acontecimientos remotos, son los jalones que permiten dar sentido a la situación de la religión en la esfera pública en el presente. Primero el Imperio intentó debilitar la autoridad del Papa y, efectivamente lo hizo con éxito, al menos en algunas regiones del continente, precisamente aquellas que luego combatieron la catolicidad. De aquella primera etapa salió mucho más cuestionado el Imperio que el Papado —el reforzamiento de Roma, hasta en lo material, es evidente—, pero durante la misma, a través de la Guerra de los Cien Años, emergieron varios Estados, los primeros Estados modernos, Francia e Inglaterra, en los que comenzó a discutirse al unísono la autoritas de ambos, tanto del Papado como del Imperio. La derrota del Imperio fue fundamental para el final de la Cristiandad. Sin el cuestionamiento de su poder que se operó entonces, difícilmente habría encontrado donde prosperar aquellos que pretendían derrumbar la Iglesia. De hecho, la actitud del Emperador Carlos fue una actitud distinta a la de sus antecesores, que venían intentando mantener su propia esfera de influencia, en una postura que nada tenía de distinta de la de Francia e Inglaterra. La fusión del Imperio con España, con una España a la que hasta entonces poco había atendido, fue la última oportunidad de la unidad cristiana de Europa. En general los españoles solemos mirar a la historia de Europa a partir del siglo XV, pero si fuésemos capaces de remontarnos unas pocas décadas atrás comprobaríamos que la unidad cristiana ya vivía en precario, no tanto por los herejes, que siempre existieron, sino por la emergencia de los Estados capaces de contrarrestar la influencia del Imperio, darles cobijo y fundamentar a través de ellos su propia independencia y justificación. La actitud de los reinos hispanos ante el Cisma de Occidente fue una actitud extraña entre los europeos. Supeditar sus propios problemas y la oportunidad que les ofrecía esta disputa para sumar aliados para sus propios intereses no fue lo que ocurrió en las otras naciones europeas. Desde el siglo XIV y como una consecuencia de la crisis experimentada por la sociedad europea, se venía reclamando una reforma de la Iglesia: se trataba más de un sentimiento que de un programa definido. Pronto las diversas posturas tendieron a ordenarse en dos sectores, de acuerdo con las dos grandes corrientes teológicas, producto de la segunda escolástica, el tomismo y el nominalismo, respectivamente. La primera insistía en una rectificación de la disciplina y en las costumbres, intensificando la vida de piedad conforme a las enseñanzas de la Iglesia. La segunda reclamaba un cambio en las estructuras, «in capite et in membris» porque consideraba a la jerarquía como una de las causas fundamentales del mal. El gran Cisma de Occidente presenció la primera maduración de ambas corrientes con intentos de ruptura, wyclifismo y husismo, que de momento no lograron prosperar. Las dificultades que acompañaron a la revolución del conciliarismo, esto es, el intento de supeditar el Papa al Concilio en época del pontífice Eugenio IV, hicieron que la Curia prestara más atención a la independencia política del Papa y al refuerzo de su poder que a ninguna otra cosa. De Sixto IV a Clemente VII, el que corona a Carlos, se suceden Papas elegidos más por razones políticas que por otra cosa. Los propulsores del radicalismo tuvieron de este modo la oportunidad de destacar los defectos personales, a veces muy graves, de dichos Pontífices. No carecían de razón los críticos que denunciaban cómo recursos espirituales, indulgencias, indultos y colaciones de beneficios, se estaban empleando como medios para obtener dinero con que atender a la obra política de crear una Roma fuerte, cabeza indiscutible de la cristiandad incluso en sus rasgos externos. Amén de estos reproches la Iglesia ya había iniciado su reforma con la que enmendarse, que comenzó en España, y que implicó la reducción de las rentas canónicas; la revisión de los recursos del clero; el retorno a los procesos de selección, garantizando la calidad de las personas elegidas; y el desarrollo de los institutos de formación y de enseñanza. El impulso acelerado a los avances científicos y económicos enfrentaba a las nuevas generaciones con problemas que reclamaban rápida y decidida respuesta. Nuevos descubrimientos, geográficos, físicos y matemáticos exigían también nuevas respuestas en relación con la Naturaleza creada. Los laicos reclamaban ahora más protagonismo dentro de la Iglesia y el saber. El gran comercio internacional reclamaba para sus créditos y seguros un espacio que excedía, con mucho, los que autorizó el Concilio de Lyon. Ahora el de Letrán (15121517), recordando algunos precedentes, intentó desarrollar un sistema de «Montes de Piedad» para los préstamos pequeños, corrigiendo la usura que se había incrementado. Habiendo irrumpido con fuerza la mentalidad capitalista, ya no eran suficientes las corporaciones para garantizar una relación entre capital y trabajo. Todo ello, unido al gravísimo problema de las disyunciones doctrinales, exigía dar mayor protagonismo al Concilio, asignándole un programa de trabajo. Pero era precisamente esto lo que los Papas, aleccionados por las duras experiencias de Constanza y Basilea, no se atrevían a hacer. La falta de respuestas claras y adecuadas favorecía la confusión. El nominalismo avanzaba en Oxford y en las nuevas Universidades alemanas entre las que debemos destacar el papel de la de Wittemberg. 7.1.1 EL CISMA DE OCCIDENTE (1378-1414) El Cisma de Occidente (1378-1414) fue el germen de la futura división entre los cristianos, cristalizada por Martín Lutero un siglo después. Aunque resulte paradójico, las naciones que siguieron a Clemente VII y luego a Benedicto XIII ─los Papas cismáticos─ fueron precisamente las que luego van a ser católicas (los reinos hispánicos, que conciertan actuar al unísono y mantener una postura homogénea, y Francia), mientras que las naciones que sirvieron a Urbano VI, el Papa romano, es decir, Inglaterra, el norte de Europa y el Sacro Imperio Romano Germánico, serán finalmente las que rompan con Roma amparando el protestantismo. Es evidente que no se trató de una mera querella eclesiástica sino que respondió al enfrentamiento entre dos modos de pensar ─nominalistas y racionalistas tomistas─ que recibieron el respaldo de las citadas naciones. La Iglesia que venía de disfrutar durante los siglos XII y XIII de su apogeo material y doctrinal, cohesionada en torno a la figura de Santo Tomás de Aquino, se encuentra en la centuria siguiente con que el Imperio y, por ende, su sede de Italia, sufrían las consecuencias del enfrentamiento entre los wëlfos y los gibelinos que llegaron a la guerra civil por defender la supremacía del Emperador o del Papa. Es entonces cuando Clemente V, de origen francés, decidió abandonar Roma y trasladar la sede de Pedro a Aviñón, en Francia, que estaba al margen del conflicto. Siete Papas y casi un siglo permaneció la Iglesia en Francia, donde se fue forjando la influencia francesa sobre la Iglesia y también la oposición de Inglaterra, con quien estaba en guerra. Es allí donde cuaja en 1328 la idea de una Iglesia nacional sujeta a la obediencia del Rey y también donde el franciscano Guillermo de Occam, profesor en Oxford, cuestiona la infalibilidad pontificia ─le negó al Papa incluso la obediencia en cuestiones doctrinales─ y niega además la posibilidad de comunicar la trascendencia y la inmanencia, con lo que abre, sin darse cuenta, el camino para una negación de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, base de la doctrina tomista. Asimismo, el rey de romanos Luis de Baviera negaba toda autoridad al Papa, salvo en lo concerniente a los asuntos espirituales. Este mismo emperador, que dio acomodo a los nominalistas en sus territorios ─fundaron la Universidad de Wittemberg, donde llegaría a ser profesor Martín Lutero─, llegó a coronarse en una ceremonia laica, rompiendo la tradición iniciada con Carlomagno al ser coronado por el papa León III en el 800. En este contexto Marsilio de Padua dio a conocer el Defensor Pacis, que proclamaba la absoluta supremacía del Estado y su independencia frente al pontificado y que definía a la Iglesia como una sociedad humana creada por los fieles. A esta disidencia del papado se la empezó a llamar modernidad. El cisma se desencadenó con el regreso de los pontífices a Roma en 1367, tras conseguir el cardenal Gil de Albornoz pacificar la ciudad. La situación, todavía precaria, se hizo tan difícil que Urbano V decidió regresar a Aviñón en busca de libertad. Poco después Gregorio XI, en 1377 regresó de nuevo a la ciudad del Tíber. Su muerte en 1378 desencadenó protestas en la ciudad de Roma, donde se empezó a exigir un Papa romano o, al menos, italiano, después de la larga serie de pontífices franceses. Los cardenales eligieron a Urbano VI, que anunció como primera medida poner coto al poder de los cardenales e iniciar una reforma de la Iglesia, que se hacía necesaria porque la indisciplina se había difundido por todo el Occidente. Los cardenales nuevamente se reunieron en el reino de Nápoles y decidieron prácticamente por unanimidad declarar inválida la elección anterior y nombrar ahora a Clemente VII, que regresó a Aviñón. La división afectó a la estructura política de Europa en la forma ya anunciada, pero la Iglesia, aunque con dos cabezas, siguió fundamentalmente unida, con las únicas salvedades de Wycliff en Inglaterra y Hus en Europa central, que iniciaron movimientos de ruptura. A la muerte de Urbano VI los cardenales en lugar de elegir a su rival Clemente VII, proclamaron a Bonifacio IX. Lo mismo hicieron los de Aviñón, que eligieron al español Pedro Martínez de Luna. Pedro Martínez de Luna, que reinó sobre la Iglesia como Benedicto XIII (13941423) y que también fue conocido como el «Papa Luna», apoyado en San Vicente Ferrer, dejó como legado de su pontificado una gran cantidad de elementos que han permanecido y que forman parte de los elementos esenciales de la modernidad y sus disposiciones se mantuvieron como la ley de la Iglesia, aunque terminó sus días en la soledad del castillo de Peñíscola. De entonces data la primera definición de los derechos naturales que asisten a todo hombre en tanto que criatura de Dios. Desde la propia Francia, que pretendía aparecer ahora como árbitro de la solución, se quiso arrancar del Papa español la renuncia, aunque sin éxito. Se intentó también recurrir al Concilio en Pisa (1409), que depuso a los dos Papas, eligiéndose a uno tercero, Alejandro V, pero los primeros no abdicaron de sus posiciones, llegando la confusión a su cénit. El nuevo emperador Segismundo, rey de Hungría, acuciado por el peligro otomano y por la ruptura husita, que había calado entre los checos, abogó por la reunión de un nuevo Concilio, que tendría lugar en Constanza en 1414, al que acudieron las cinco naciones de Europa (Italia, España, Inglaterra, Francia y Alemania), cada una con un voto, y representantes de los tres papas. El 11 de noviembre de 1417 Martín V fue elegido papa, reuniéndose nuevamente la Iglesia también en su jerarquía, aunque subsistieron algunos epígonos conciliaristas. 7.1.2 MARTÍN LUTERO El nombre de Reforma protestante ─en muchos sectores se prefiere hablar de Reforma a secas, como si fuese única─ a la gran revolución que partiendo del nominalismo y del voluntarismo, rechazó la doctrina de la unicidad de la Iglesia como Cuerpo místico adherido a la Tradición, para abrir las puertas a una interpretación personal, ««libre examen» de las Escrituras. Fue, sin embargo, posterior en el tiempo a la reforma católica, que en torno al 1500 había alcanzado nivel de madurez. El luteranismo rechazaba directamente la jerarquía y, en especial, al Pontificado, viendo en ambos un obstáculo. Bajo el nombre de Contrarreforma incluimos los movimientos que desde el campo católico se hicieron para detener el protestantismo y recobrar el terreno perdido. Se trata de acontecimientos decisivos para la vida europea. Ante los pensadores y maestros de las primeras generaciones del siglo XVI, la Modernidad se presentaba en dos versiones distintas, cada una de las cuales exigía ser reconocida como única veraz. La propuesta luterana partía de la incapacidad humana para alcanzar con sus obras el premio eterno ─sólo la fe puede salvar─ y, al mismo tiempo, de un pesimismo filosófico que negaba en las criaturas humanas tanto el libre albedrío como la capacidad racional para alcanzar un conocimiento de las ideas universales o esencias. El catolicismo, recogiendo la herencia de los humanistas, defendía ambas cosas. Aquí entraba también Erasmo, que sería criticado desde ambas orillas. Martín Lutero (1483-1546), religioso agustino y doctor universitario, es protagonista indiscutible; sin embargo, hay que constatar que el éxito que alcanzó se debe a la concurrencia de algunas circunstancias que un siglo o dos antes no se daban, aunque algunos teólogos ya apuntaran hacia esa vía moderna. Muchos, cómo él, pensaban que la nación alemana había sido traicionada en sus demandas reformadoras tanto en Constanza como en Basilea. De modo que, junto a motivos doctrinales muy serios a los que debemos referirnos, actuaron circunstancias, graves sin duda, pero coyunturales como el grado de decadencia del clero, la ausencia de una Monarquía alemana con poderes soberanos, el resentimiento contra Roma, sede del Primado, y el despertar de la conciencia nacional. Todo esto aparece en su manifiesto titulado Gravamina nationes Germanicae. Hubo, asimismo, razones personales que le impulsaban a procurar una reforma de la vida cristiana y su formación fue también importante. Lutero se sintió dominado por una tremenda angustia al sentirse incapaz de superar, con sus propias fuerzas, la concupiscencia de la carne; no pudo encontrar la solución en las prácticas piadosas como sus maestros le recomendaban. De esta experiencia, compartida por muchos cristianos, hizo él una cuestión personal, casi una obsesión: se trataba de alcanzar la santidad y le acongojaba, en consecuencia, el temor a condenarse por sus obras. Llego a la conclusión de que atribuir mérito trascendente a las acciones humanas era tanto como poner límite a la omnipotencia de Dios que de este modo se vería obligado a salvar a los virtuosos. Sólo Dios salva, tal era su conclusión. En 1517, el mismo año en que se clausuraba el V Concilio de Letrán y Carlos de Europa comenzaba su trayectoria, habiéndose iniciado la predicación de una indulgencia destinada a allegar fondos para las obras de San Pedro del Vaticano, Lutero decidió iniciar la lucha, formulando sus 97 tesis en las que rechazaba la autoridad del Papa, especialmente en este punto. Su pensamiento se afirmaba sobre tres puntos: a) El pecado original ha afectado sustancialmente a la naturaleza humana, por lo que es imposible al hombre contraer méritos sobrenaturales ni elevarse a la trascendencia de Dios. Esto incluía el rechazo de los principios sobre los que se apoyaba la ascética, que era clave en la reforma católica. b) La razón, que proporciona evidencias, es incapaz de alcanzar conocimientos ciertos sobre todo aquello que la trasciende, de modo que sólo la fe permite el acceso a las verdades que son reveladas. El hombre debe conformarse con esas evidencias que, acerca de la Naturaleza, le proporcionan la observación y experimentación. Sobre ambas se edificará la ciencia moderna. c) Las verdades de fe se encuentran únicamente en la Escritura, de modo que la elaboración explicativa que se conoce bajo el nombre de Tradición no pasan de ser un mero producto humano que no puede enriquecerla. El fiel necesita acudir directamente a la Escritura para entrar en contacto con esas verdades. Se borró la conciencia de que todo pecado puede alcanzar el perdón mediante la adecuada penitencia, pues la naturaleza humana está esencialmente dañada por el pecado original: Dios recubre gratuitamente al creyente con los méritos de Jesucristo, y le da la salvación. De este modo llegaba a la conclusión de que nada significan sacerdocio, sacramentos, votos ni jerarquía; mucho menos el Papa a quien, en determinados momentos de exaltación llamó Anticristo. Al éxito de Lutero contribuyó su personalidad arrolladora, que atraía la voluntad de sus oyentes, pero también operaban otros motivos que poco tenían que ver con los estrictamente doctrinales: el celibato y los tres votos de pobreza, castidad y obediencia que se exigían en el estado eclesiástico eran, para muchos, carga pesada; abundaban los clérigos que, viviendo en concubinato, aspiraban a legitimar su conducta. Lutero dio un paso adelante contrayendo matrimonio con una religiosa, Catalina Bora. La Teología de la consolación brindaba una salida airosa a esa fuerte contradicción humana que el Renacimiento sacó a la luz: seguridad de que existe una vida eterna que debe ser alcanzada frente a la realidad práctica de vivir en pecado. Una fe vigorosa convertida ahora en valor absoluto, permitía superarla. Otros factores secundarios trabajaban a favor de esta Reforma que permitía hacer de la vida religiosa una dimensión sometida al príncipe que podía acabar con los diezmos y apoderarse de los cuantiosos bienes eclesiásticos. Por ejemplo, la Reforma haría de la Orden Teutónica un reino de Prusia. También funcionaban en el mismo sentido el sentimiento nacionalista. El luteranismo abría las puertas para que pudieran organizarse iglesias evangélicas en cada nación. 7.1.3 LA RUPTURA Reinaba aun Maximiliano cuando se presentaron las 97 tesis. El arzobispo Adalberto de Brandenburgo consideró que la cuestión era muy importante y decidió apelar a Roma. Lutero acudió a la Dieta que se hallaba reunida en Augsburgo y presentó su propia apelación, ante el Concilio y no ante el Pontífice, cuya autoridad no reconocía. A la muerte de Maximiliano se abrió un paréntesis. León X, que no quería que ni Carlos ni Francisco de Francia pudieran convertirse en emperadores, movió la candidatura de Federico, el duque de Sajonia, que llegaría a convertirse en el gran protector de Lutero. En junio de 1519, tras verse arrinconado por los argumentos que el dominico Juan Eck presentó en un debate público celebrado en Leipzig, Lutero decidió que era imprescindible la ruptura: no estaba dispuesto a aceptar ningún argumento de autoridad, fuera ésta del Papa o del Concilio; la Escritura, y sólo la Escritura, por él libremente interpretada. Convocado a Roma, Lutero se negó a comparecer. Finalmente, tras quemar la bula del Papa que le conminaba a reconducirse, el monje agustino fue excomulgado. La ruptura se consumó el 3 de enero de 1521 cuando León X pronunció la excomunión de Lutero y éste declaró que en nada le afectaba la autoridad del Papa. Tampoco aceptó la mano tendida del emperador Carlos, que le invitó a la Dieta de Worms, confirmando sus antecedentes. Mientras tanto, Lutero había conseguido sellar alianzas con algunos príncipes, en especial Federico de Sajonia, invocando en su favor el principio de «cuius regio eius religio» que obligaba a los súbditos a someterse a la confesión de su soberano. Desde Wartburgo, residencia del elector de Sajonia, llevó a cabo una traducción del Nuevo Testamento al alemán, sin percatarse, acaso, de que el abandono del latín para pasar a una lengua vulgar significa en sí mismo una interpretación del traductor. Zwinglio, a su vez, en el cantón suizo de Zurich, consiguió que se aceptara la reforma, imponiendo a todos sus habitantes la nueva confesión. A ella se sumaron también Berna y Basilea. Siendo la religión una de las dimensiones del hombre, el príncipe tenía no sólo el derecho sino el deber de escoger para sus súbditos la confesión que juzgaba verdadera. Se invertían los términos en relación con la norma establecida en la Monarquía católica española: en esta última los reyes estaban sometidos a la confesión unitaria de su comunidad: ahora eran los príncipes los que decidían cuál habría de ser ésta. Tal fue la propuesta que Felipe Melanchton presentó ante la Dieta de Spira (1526). Cuando Carlos V se opuso, los luteranos protestaron —ése es el origen del calificativo «protestantes»— declarándose en adelante exentos de la obediencia a las leyes del Imperio. Los príncipes, de hecho, comenzaron a decidir por su cuenta y Alemania se dividió. Entraba en juego una nueva conciencia de libertad sustituyendo a la de la persona individual que Erasmo estaba tratando de defender. Si, como consecuencia del pecado original, el ser humano ha perdido su cualidad se encuentra inevitablemente bajo el dominio de las pasiones y necesita, por tanto, ser guiado. Al príncipe, en definitiva al Estado, corresponde fijar el ámbito de independencia que cada uno puede usar sin perjuicio para el bien común. La libertad, cuantificable, pasaba a ser, como Hegel explicaría más tarde, algo que proporciona el Estado y sólo él. Hasta 1530, enfrascado en la guerra con Francia, no pudo Carlos V prestar suficiente atención al problema y ello favoreció el crecimiento de los protestantes. En esa guerra fue parte importante Solimán el Magnífico, aliado coyuntural de Francia, que atacó sobre Viena y el Tirreno. La sacudida que para el rey de España significó el Saco de Roma y su posterior exaltación al Imperio en la coronación de Bolonia, le decidieron a iniciar una acción represora contra la herejía. La Iglesia, por su parte, convocó el Concilio de Trento del que debía salir una definición doctrinal que clarificase la brecha abierta por Lutero. El concilio de Trento (1543-1568), convocado por el papa Paulo IV, se convirtió en el fundamento de la restauración católica y en el definidor de los principios sobre los que descansó la labor de la Iglesia hasta tiempos recientes. Se reafirmó la validez de los siete sacramentos, confirmando la presencia real de Cristo en la eucaristía y el bautismo de los niños. Contra la tesis luterana del sacerdocio universal de los fieles, se acentúa la separación entre clero y laicado, y se defiende la institución divina del sacerdocio. Contra la tesis del libre examen de los reformados, se define que sólo la Iglesia jerárquica puede interpretar la Biblia y declarar oficial la versión latina de la misma conocida como Vulgata. A la tesis de la justificación por la fe, contrapone el principio de que la salvación se obtiene por medio de la fe y de las obras. El concilio recomienda también el culto de los santos y de la Virgen. En el plano disciplinar se reafirmó la obligación del celibato eclesiástico y se impone la residencia a todos los titulares de beneficios con cargos pastorales (obispos y párrocos), prohibiéndose la acumulación de beneficios. A los obispos se les manda a efectuar visitas regulares a las parroquias de sus diócesis para controlar el comportamiento de los fieles y eclesiásticos. Para combatir la ignorancia del clero se dispuso la creación de seminarios, a fin de seleccionar y formar a los futuros sacerdotes. También se ordenó la elaboración del catecismo, cuya primera versión se debe al papa Pío V. Asimismo el Concilio ordenó a los sacerdotes enseñar la doctrina a los fieles en lengua vulgar. La primera victoria militar contra la coalición protestante llegó en Mühlberg (1547), inmortalizada por el célebre cuadro de Tiziano. Pero para esa fecha Calvino ya había extendido el protestantismo a los cantones suizos —más tarde lo haría a Francia, donde serían conocidos como hugonotes, y posteriormente a Inglaterra y a Escocia, donde se les denominó respectivamente puritanos y presbiterianos—, llevando a sus últimas consecuencias los postulados protestantes y Enrique VIII de Inglaterra se había separado de la Iglesia católica (1534) erigiéndose en cabeza en su propio país, a fin de legitimar un divorcio que consideraba esencial para la consolidación de su dinastía. Las dificultades para Carlos fueron crecientes, con la defección de Mauricio de Sajonia, que abrazó al protestantismo y a punto estuvo de capturar al propio emperador, y la reanudación de la guerra contra Francia. Finalmente renunció a la corona imperial en favor de su hermano Fernando, que pronto firmó con los protestantes la Paz de Augsburgo (1555), y abdicó del trono de España en su hijo Felipe II. Ya en el gobierno del César Carlos las guerras se hicieron religiosas, aunque esta calidad era, muchas veces, un revestimiento. Al final, las contiendas, que se prolongaron hasta la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), se cerrarían con ventaja para los postulados protestantes. La difusión de la Reforma (DUBY, George: Atlas histórico mundial, Larousse, Barcelona, 2007, p. 163) 7.2 LA PAZ DE WESTFALIA: UN NUEVO ORDEN INTERNACIONAL SECULARIZADO El 19 de mayo de 1635, antes de que el emperador Fernando II hubiese firmado la capitulación de Praga, Francia declaraba la guerra a España. La guerra de los Treinta Años, que hasta entonces había dividido a católicos y protestantes y que se había originado como una guerra civil de carácter religioso, tomó un nuevo cariz político internacional al desmarcarse la cristianísima Francia de sus aliados naturales y unirse a los luteranos suecos. La iniciativa del cardenal Richelieu acabó con la hegemonía de la Casa de Austria pero también puso fin al predominio de la religión católica en Europa. Señalaba Rafael Gambra que es en el siglo XVII, con el desenlace de las guerras de religión en la Paz de Westfalia y con la disolución del Imperio de la Cristiandad, donde ha de buscarse el origen del impulso histórico que acarreará en 1789 la ruina del Antiguo Régimen y de la propia monarquía. El viraje se operó primero en el seno de la propia Francia. Católicos y hugonotes, antes que tales, debían ser buenos súbditos franceses. Como afirma Luis Suárez, “estamos en presencia de la primera raíz del laicismo”. El nuevo tiempo político reducía la religión al ámbito personal, quedando sujeta a los Estados y al margen de las grandes cuestiones políticas. La acción francesa contó para su éxito con las dificultades que se presentaron en el seno de la monarquía española por las exigencias de la guerra. En 1640 la Diputación de Cataluña reconoció a Luis XIII como rey. Inmediatamente Richelieu envió un ejército que incorporó Rosellón y Cerdaña al patrimonio francés, separándolos del Principado. Al mismo tiempo sucedió la secesión de Portugal. El duque de Braganza, a quien Felipe II había encomendado el mando del ejército, se proclamó rey como Juan IV. En Andalucía el duque de Medinasidonia fracasó en una tentativa semejante. La monarquía hispánica se descomponía. Luis de Haro, sucesor del conde-duque de Olivares, tuvo que dar prioridad desde entonces a la conservación de los reinos peninsulares. El 19 de mayo de 1643 los tercios españoles cayeron derrotados en Rocroi, cerrando un siglo en el que habían marcado el paso a Europa. Las otras naciones europeas también notaban el peso de la guerra. Los protestantes propusieron un Congreso donde se diera forma a una nueva estructura europea. El poder real caminaría desde entonces hacia la secularización. El 24 de octubre de 1648 se firmó el acuerdo, del que quedó al margen el papado. El pacto establecía la soberanía absoluta de los Estados, sin límites posibles, y también la reducción de las confesiones religiosas al ámbito de las opciones privadas. No había referencias a una autoridad o norma moral superior a los Estados. La razón pasaba a depender de la fuerza. El principio cuius regio eius religio acomodaba el mapa religioso al nuevo mapa político, al que se sometía, y dejaba las conciencias en manos de la autoridad pública. Francia inauguraba desde entonces su hegemonía. Las fronteras con Francia se definieron esta vez con rotunda claridad. El reino de España, presente en las conversaciones, se retiró de la firma de ese tratado porque Felipe IV no perdonaba al reino de Francia el haber ayudado con dinero y campañas militares a los levantamientos separatistas de Cataluña y de Portugal. Sin embargo y antes de su retirada, el gobierno de Madrid reconoció la independencia de las Provincias Unidas, abriendo sus puertos al comercio con esta nación y fijando las fronteras mutuas en Flandes. El Imperio unido desaparecía, reconociéndose la existencia de 350 principados independientes, casi soberanos, con voluntades políticas propias. Había perdido el 20% de su población. El título de emperador quedaba prácticamente reducido a un honor. Los Habsburgo se transformaban así, poco a poco, en emperadores nominales de un inmenso mosaico de principados, ducados, ciudades libres y obispados independientes. El Emperador ya no sería elegido por la dieta sino que la distinción quedaba en manos de la casa de Austria. Emergían Baviera, el Palatinado y el elector de Brandeburgo. Suecia consolidaba su hegemonía en el Báltico. La paz internacional se aseguraba mediante un sistema de alianzas que pronto se demostró ineficaz. La guerra Francia con España prosiguió hasta la firma de la Paz de los Pirineos (1659). Se reincorporó la mayor parte de Cataluña aunque no fue posible mantener la unidad con Portugal. Por el acuerdo España cedió a Francia el Rosellón, la Cerdeña, el Artois, el Luxemburgo francófono, el ducado de Bar en Lorena y una serie de fortalezas que garantizaban las fronteras del este de Francia, cediendo también tierras catalanas a la soberanía francesa. La paz, que pretendía ser duradera, se sellaba además con el matrimonio de María Teresa, hija de Felipe IV de España, con Luis XIV de Francia.