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JUAN PABLO OBISPO
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS PARA PERPETUA MEMORIA
A LOS VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS, ARZOBISPOS,
OBISPOS Y A LOS QUERIDOS HIJOS PRESBITEROS,
DIACONOS Y A LOS DEMAS
FIELES CRISTIANOS DE LAS IGLESIAS ORIENTALES
Los SAGRADOS CÁNONES, de los que los Padres, reunidos en el
séptimo Concilio Ecuménico en la Sede de Nicea el año 787,
confirmaron plenamente la «íntegra y firme prescripcióm> a los
presidentes legados enviados por nuestro predecesor Adriano I, en
la primera regla canónica del mismo Concilio, «con el gozo de quien
ha encontrado un gran tesoro», con breves palabras fueron decla­
rados por el mismo Concilio que eran los que, como dice la
tradición, proceden de los gloriosos apóstoles y de los «seis santos
y universales Sínodos y de aquellos Concilios reunidos localmente»,
así como de «nuestros santos Padres».
En efecto, el mismo Concilio, mientras afirmaba que los autores
de los sagrados cánones, iluminados «por el único y mismo Espí­
ritu», habían establecido «las cosas que eran convenientes», consideró
aquellos cánones como un único Co,pus de leyes eclesiásticas y lo
confirmó como «Código» para todas las Iglesias orientales, como
ya había hecho el Sínodo Quinisexto, en el cónclave Trullano
reunido en la ciudad de Constantinopla en el año del Señor 691,
delimitando con más claridad en el segundo canon el ámbito de las
mismas leyes.
En una variedad tan admirable de ritos o patrimonios litúrgicos,
teológicos, espirituales y disciplinares de cada una de las Iglesias,
que tienen su origen en las venerables tradiciones alejandrina,
antioquena, armenia, caldea y constantinopolitana, los sagrados
cánones, no sin razón, son considerados realmente como una parte
conspicua de ese mismo patrimonio, el cual constituye el funda­
mento único y común del ordenamiento de todas estas Iglesias. De
hecho, apenas se encuentra una colección oriental de normas
disciplinares en la que los sagrados cánones, que ya antes del
Concilio de Calcedonia superaban el número de quinientos como
leyes primarias de la Iglesia establecidas o reconocidas por la
autoridad superior de las mismas Iglesias, no fuesen urgidos e
invocados como principales fuentes del derecho. Cada una de las
Igles��s �iempre tuvo claro que cualquier ordenación de la disciplina
eclestastlc� �ncontraba su_ firmeza en aquellas normas que brotan
de las tra�ciones r�conocidas por la suprema autoridad de la Iglesia
o qu� estan conterudas en los cánones promulgados por esa misma
autoridad, y que las reglas particu lares tienen valor si están de
acuerdo con �l derech� superior o que son nulas si discrepan de él.
<<!;,a . fideli?ad hacia este sagrado patrimonio de la disciplina
eclesta�tlca hizo que, entre tantos y tan graves su frimientos y
adve�sidades co1:10 las Iglesias orientales han padecido lo mismo en
�os tiempos antiguos como en los más recientes, se conservase
ir.itegro, no obstant�, el carácter propio del Oriente, cosa que
ciertamente ha sucedido con beneficio de las almas» (AAS 66 [1974]
245). Es.tas esclarecidas palabras de Pablo VI, de santa memoria
pron�nciadas en la Capill� -�ixtina ante la primera plenaria del grup�
de �i�mb�os de la Com1sion para la revisión del Código de Derecho
Canonzco onenta( hacen reson ar de nuevo las q ue el Con cilio Vatica­
n o !I pr?clar�10. a�erca de la «máxima fidelidad» en conservar el
patrt�oruo disciplinar por parte de todas las Iglesias, pidiendo
tambien que «procurasen volver a las ancestrales tradiciones» si en
algunas . cosas «hubieren decaido in debidamente por circuns¡ancias
de los tiempos º. de. las �ersonas» (decr. Orientalium b'ccfesiamm, n.6).
_De manera sigrufica�v� se ha de.stacado también por el Concilio
V�t1cano n que «la religiosa fidelidad a las antiguas tradiciones
.
ori�ntales», ¡�nt? con «la oración , los ejemplos de vida, el mutuo y
me¡or conocimtento, la colaboración y la fraternal estima de las
cosas y de �as m�ntalidades», c�ntribuyen en grado máximo para
que la� !glesias orientales que estan en plena comunión con la Sede
A ��stolica Romana � u?1plan «la especial misión de promover la
uru.on d.e todos l?s cristianos, especialmente de los orientales» (decr.
Onentalzum_ Eccleszamm, n.24), según los principios del decreto «sobre
el ecumerusmo».
Y �sí, no se ha de olv��ar que las Iglesias orientales que todavía
n � estan en plena comu ruon con la Iglesia católica se rigen por el
�smo Y fu?damentalmente único, patrimonio de la disciplina canó­
ruca, es. decir, por los «sagrados canones» de los primeros siglos de
la Iglesia.
�n lo que se refiere al tema general del movimiento ecuménico
suscitado po� el Esp�ritu Santo para obtener la perfecta unidad d�
t?da la Iglesia de Cristo, el nuevo Código no sólo no es un óbice
smo que m.ás bien ayuda en gran manera. En efecto, este Códig;
tut�la el mismo derecho fundamental de la persona humana, es
decir, el de profesar la fe cada uno en su rito, obtenido ordinaria­
mente por el mismo seno materno, que es la regla de todo
«ecumenismo», y no omite nada para que las Iglesias orientales
católicas, cumpliendo en la tranquilidad del orden los deseos del
Concilio Vaticano 11, «florezcan y realicen con nuevo vigor apos­
tólico la función que les ha sido confiada» (decr. Orientalium Eccle­
siamm, n.1). De donde resulta que los cánones del Código de las
Iglesias orientales es preciso que tengan la misma firmeza que las
leyes del Código de Derecho Canónico de la Iglesia latina, es decir, que
permanezcan en vigor mientras no sean abrogados o no sean
modificados por la suprema autoridad con causas justas, de las
cuales razón ciertamente gravísima es la plena comunión de todas
las Iglesias orientales con la Iglesia católica, en máxima congruencia
además con los deseos de nuestro Salvador Jesucristo.
Pero la herencia de los sagrados cánones, común a todas las
Iglesias orientales, creció admirablemente en el transcurso de los
siglos junto a la índole de cada uno de los grupos de fieles de los
que consta cada Iglesia, y de ellas, con frecuencia de una misma y
sola nación, impregnó de tal manera toda la cultura con el nombre
de Cristo y con su mensaje evangélico, que pertenece al corazón
mismo de los pueblos de manera inviolable y dignísima de toda
consideración.
Cuando nuestro predecesor León XIII, a finales del siglo XIX,
manifestaba que la «variedad de la liturgia y de la disciplina oriental
aprobada por el derecho» era «un resplandeciente ornamento de
toda la Iglesia», que afirmaba «l a unidad divina de la fe católica»,
estimó también que la misma variedad era lo que «qu izá es más
admirable que otra cosa para ilustrar la nota de "catolicidad" en la
Iglesia» (LEÓN XIII, carta ap. Orientalium dignitas, 30 de noviembre
de 1894, proemio). Lo mismo testimonia la voz unánime de los
Padres del Concilio Vaticano 11, por la cual «la variedad» de las
Iglesias, «tendente a la unidad, manifiesta con mayor evidencia la
catolicidad de la Iglesia indivisa» (const. Lumen gentium, 23), y «no
sólo no daña a su unidad, sino que más bien la manifiesta» (decr.
Orientalium Ecclesiamm, n.2).
Teniendo todo ello presente, este Código que ahora promulgamos
debe ser valorado especialmente según el derecho antiguo de las
Iglesias orientales; y a la vez somos plenamente conscientes tanto
de la unidad como de la variedad tendente a ella, con las cuales,
creciento juntas, «se manifiesta la fuerza de la vida» de la Iglesia
universal, «que nunca envejece y sobresale con mayor magnificencia
la esposa de Cristo a la que la sabiduría de los Santos Padres_
reconoció bosquejada en el pasaje davídico: Está la reina sentada a
tu derecha con un vestido de oro y rodeada de vanee/ad ..>> (Sal 44)
(LEÓN XIII, carta ap. Orientalium dignitas, 30 de noviembre de 1894,
proemio).
Desde el principio de la codificación de las Iglesias orientales,
la ,v<;>luntad constante de los Romanos Pontifices de promulgar dos
Codigos, uno para la Iglesia latina y otro para las Iglesias orientales
católicas, pone perfectamente de manifiesto que ellos querían con­
servar lo que en la Iglesia sucedió por la providencia de Dios, que
ella, congregada por el único Espíritu, respire como con los dos
pulmones de Oriente y Occidente, y arda en la caridad de Cristo
con un corazón que tiene dos ventrículos.
Es igualmente manifiesta la constante y firme intención del
s1;11:remo Legislado_r en la Iglesia respecto de la fiel custodia y
dilig�nte obse�ancia de todos los ritos orientales que provienen de
las cmco tradiciones ya mencionadas, expresada una y otra vez en
el Código con normas propias,
Consta también lo mismo de las variadas formas de constitución
j�rárquica de las Iglesi�s orien_tales, entre las que sobresalen extraor­
dinariamente las Iglesias patriarcales, en las cuales los Patriarcas y
los S�nodos son par:ttcipes, por derecho canónico, de la suprema
auto?dad de la Iglesia. Al que _ abre el Código, inmediatamente se le
marufiestan e_stas formas
de�critas en su titulo y el carácter propio
_
de cada Iglesia oriental sancionado por la ley canónica así como el
status sui iuris y la plena comunión con el Romano Pontífice, Sucesor
de San Pedro, el cual, como presidente en la unión universal de la
caridad, �tela las legítimas variedades y vigila a la vez para que las
c?sas parnculares no sólo no perjudiquen a la unidad, sino que la
sirvan (cf. const. Lumen gentium, n.13).
. Adviértase, además: que en esta parte el presente Código enco­
mienda �l derecho pa_rncular de cada Iglesia sui iuris todo lo que no
se. considera necesario para el bien común de todas las Iglesias
orientales. A este respecto, nuestra intención es que quienes tienen
la potestad legislativa en las distintas Iglesias sui iuris se doten cuanto
antes_ de. normas p�rtic�ares, teniendo presentes las tradiciones del
prop10 rito y las disposiciones del Concilio Vaticano II.
La fiel custodia de los ritos debe concordar con el fin supremo
de todas las leyes eclesiásticas que está situado en la economía de
la salvación de las almas. Por esa razón no se ha recibido en el
Código todo lo que de la legislación anterior era caduco, superfluo
o menos adaptado a las necesidades de los tiempos, Al establecer
las nuev�s leyes s_ e tuvo en cuenta en primer lugar lo que realmente
re�pondiese me¡or, dentro de la fértil vitalidad de las Iglesias
orientales, a los postulados de la economía de la salvación de las
almas y estuviese a la vez en armonía y concordia con la sana
tradición, de acuerdo con las directrices dadas por nuestro prede­
cesor Pablo VI al comienzo de los trabajos de revisión del Código:
<<las nuevas normas no deben parecer como un cuerpo extraño
introducido violentamente en el organismo eclesiástico, sino que
deben florecer como de manera espontánea de las normas ya
existentes» (AAS 66 [1974] 246).
Todo esto brilla espléndidamente en el Concilio Vaticano II
porque él mismo «del tesoro de la Tradición ha sacado cosas nuevas
y antiguas» (const. ap. Sacrae disciplinae feges: AAS 75 [1983], Parte II,
XII), traduciendo en novedad de vida aquella tradición procedente
de los Apóstoles por medio de los Padres, en plena armonia con
el anuncio del Evangelio.
El Código de cánones de las Iglesias orientales que sale ahora a
la luz, y que ha de considerarse como un nuevo complemento del
magisterio del Concilio Vaticano II, completa finalmente el orde­
namiento canónico de la Iglesia universal, habiendo sido prece<lido
por el Código de Derecho Canónico de la Iglesia latina, promulgado el
año 1983, y por la Constitución apostólica de la Curia Romana, la
cual va unida a ambos Códigos como «comunión que en cierto
sentido enlaza a la Iglesia universal» (const. ap. Pastor Bonus, n.2).
Si volvemos ahora la mirada a los primeros pasos de la
codificación canónica de las Iglesias orientales, el Código aparece
como el puerto anhelado después de más de sesenta años de
prolongada navegación. En efecto, es un cuerpo de leyes en el que
se reúnen por primera vez todos los cánones comunes de la
disciplina eclesiástica de las Iglesias orientales católicas y que son
promulgados por el supremo Legislador en la Iglesia, después de
tantos y tan grandes trabajos de comisiones creadas por el mismo
Legislador, la primera de las cuales, la Comisión cardenalicia para
los estudios preparatorios de la codificación oriental, fue erigida en
1929 por nuestro predecesor Pío XI (AAS 21 [1929] 669), bajo la
presidencia del cardenal Pedro Gasparri. Los miembros de esta
comisión fueron los cardenales Luis Sincero, Buenaventura Cerretri
y Francisco Ehrle, siendo secretario Mons. Amleto Cicognani, asesor
de la S. Congregación para la Iglesia oriental y después cardenal.
Concluidos con gran esfuerzo, después de seis años, los trabajos
preparatorios debidos a dos grupos de expertos elegidos en su mayor
parte entre los dignatarios de las Iglesias orientales (cf. L'Osservatore
Romano, 2 de abril de 1930, p.1), y habiendo fallecido el cardenal
Pedro Gasparri, pareció oportuno proseguir con la constitución de
la Comisión Pontificia para la redacción del «Código de Derecho
Canónico oriental». Como consta por su misma denominación, era
competencia de esta Comisión, erigida el 17 de julio de 1935,
determinar el texto de los cánones y dirigir la compos1c1on del
Código de Derecho Canónico oriental. A este propósito hay que advertir
que el mismo Sumo Pontífice había determinado, como apareció
en la Notificación del establecimiento de la Comisión, publicada en
las Acta Apostolicae Sedis (AAS 27 [1935] 306-308), que el título del
futuro Código iba entre comillas para indicar que, aunque era óptimo,
había sido elegido «hasta que se encontrase uno mejon>.
Fueron presidentes de la Comisión para la redacción del «Código
de derecho canónico oriental» el cardenal Luis Sincero hasta su
muerte, el cardenal Máximo Massimi y, fallecido él, el cardenal
Pedro XV Agagianian, Patriarca de la Iglesia de los Armenios.
Entre los Cardenales que junto con el presidente formaron el
grupo inicial de miembros de la Comisión, a saber, Eugenio Pacelli,
Julio Seraftni y Pedro Fumasoni-Biondi, destaca el nombre del
cardenal Eugenio Pacelli, quien más tarde, por la suprema provi­
dencia de Dios, como Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia
universal, el más preocupado por el bien de las Iglesias orientales,
llevó casi a término la obra de la codificación canónica oriental.
Efectivamente, de los veinticuatro títulos de que por su voluntad
constaba el Código de Derecho Canónico oriental elaborado por la
mencionada Comisión, él publicó no menos de diez, sin duda los
de importancia más urgente, por medio de cuatro cartas apostólicas
dadas motu proprio (Crebrae a/latae sunt, Sollicitudinem nostram, Postquam
Apostolicis Litteris y r:leri sanctitatt). Los demás títulos, con el texto
aprobado por todos los Cardenales miembros de la Comisión y en
gran parte ya impresos por mandato pontificio «para la promulga­
ción», con la muerte del mismo Pontífice y convocado el Concilio
Vaticano II por Juan XXIII, su sucesor en la Cátedra de San Pedro,
permanecieron en el archivo de la Comisión.
En el transcurso de los años y hasta el cese de la Comisión a
mediados de 1972, numerosos Cardenales colaboraron en el Colegio
de miembros, ampliado por mandato pontificio, sucediendo otros
a los que iban falleciendo. Concluido el Concilio Vaticano II, fueron
incorporados al Colegio en 1965 todos los Patriarcas de las Iglesias
orientales católicas. Al comienzo del último año, el Colegio de
miembros de la Comisión para la redacción del Código de Derecho
Canónico oriental constaba de seis dignatarios de Iglesias orientales y
del Prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales.
Desde el comienzo de la Comisión para la redacción del Código
de Derecho Canónico, y por largo tiempo, trabajó en ella como
secretario con sumo empeño y sabiduría el P. Acacia Coussa, B.A.,
más tarde cardenal. Lo recordamos aqui con elogio junto con los
demás egregios consultores de la Comisión.
La composición y la forma de la Comisión Pontificia para la
revisión del Código de Derecho Canónico oriental constituida a mediados
de 1972, aseguró su carácter oriental, ya que estaba compuesta por
la multiplicidad de las Iglesias, y en primer lugar por los Patriarcas
orientales. Los trabajos de la Comisión mostraban de manera
eminente la nota colegial. En efecto, las formulaciones de los
cánones, elaboradas gradualmente en los grupos de peritos elegidos
de todas las Iglesias, se enviaron antes que a nadie a todos los
Obispos de las Iglesias orientales católicas con objeto de que
manifestasen su parecer de manera colegial en la medida de lo
posible. Después, estas fonnulaciones, revisadas muchas veces de
nuevo en los grupos especiales de estudio de acuerdo con los deseos
de los Obispos, reformadas repetidamente si era el caso, y después
de un cuidadoso examen de los miembros de la Comisión, fueron
aceptadas con un óptimo consenso de votos en la reunión plenaria
de los miembros congregada en el mes de noviembre de 1988.
Debemos, ciertamente, confesar que este Código «lo han confec­
cionado los mismos orientales» según los deseos manifestados por
nuestro predecesor Pablo VI en la solemne apertura de los trabajos
de la Comisión (AAS 66 [1974] 246). Hoy damos las gracias con
las más encendidas palabras a todos y a cada uno de los que
participaron en estos trabajos.
En primer lugar evocamos con gratitud el nombre del difunto
cardenal José Perecattil, de la Iglesia malabar, quien casi todo el
tiempo, exceptuados los tres últimos años, prestó un óptimo servicio
como presidente de la Comisión del nuevo Código. Junto con él
recordamos especialmente al fallecido arzobispo Clemente Ignacio
Mansourati, de la Iglesia de los sirios, que desempeñó la función
de vicepresidente de la Comisión en los primeros años y los más
trabajosos.
Agrada recordar también a los que viven, en primer lugar a los
venerables hermanos Miroslaw Esteban Marusyn, designado en la
actualidad Arzobispo secretario de la Congregación para las Iglesias
orientales, que durante largo tiempo desempeñó de manera insigne
el cargo de vicepresidente de la Comisión, y al obispo Emilio Eid,
actual vicepresidente, que ha contribuido en gran manera al feliz
éxito del trabajo; después de ellos, al querido Iván Zuzek, sacerdote
de la Compañia de Jesús, quien desde el principio, como secretario
de la Comisión, trabajó asiduamente; también a todos los que en
la Comisión prestaron su valiosísima ayuda, bien como miembros
-Patriarcas, Cardenales, Arzobispos y Obispos-, bien como con­
sultores y colaboradores en los grupos de estudio y en otros cargos;
y finalmente a los observadores, los cuales, invitados de las Iglesias
ortodoxas
en atención a la <leseada unidad de todas las Iglesias,
fueron de gran ayuda con su utilísima presencia y colaboración.
Tenemos la gran esperanza de que este Código «se traduzca
felizmente en la actividad de la vida diaria» y «ofrezca un testimonio
genuino de reverencia y amor hacia la ley eclesiástica» según los
deseos de Pablo VI, de santa memoria (AAS 66 [1974] 247), e
instaure en las Iglesias orientales, de tan gloriosa antigüedad, aquel
mismo orden de sosieg o que deseábamos vehementemente al pro­
mulgar el Código de Derecho Canónico de la Iglesia latina. Se trata, na­
turalmente, del orden «que, atribuyendo la primacía al amor, la gracia
y el carisma, haga al mismo tiempo más fácil su orgánico crecimiento
en la vida tanto de la sociedad eclesial como de cada uno de los
hombres pertenecientes a ella» (AAS 7S [1983], Parte II, XI).
«El gozo y la paz con la j usticia y la obediencia recomiendem>
también a este Código «y que lo que manda la cabeza lo cumpla el
cuerpo» (ibíd., XIII), de tal manera que, unidas to<las las fuerzas,
aumente el crecimiento de la misión de la Iglesia universal, y se
establezca con más fecundidad el Reino de Cristo «Pantocrátor» (cf.
JUAN PABLO II, Alocución en la Basílica de S. Pedro en la audiencia a los
que qjercen su ministerio en la Curia Romana, 28 de junio de 1986: AAS
79 [1987] 196).
Pidamos a Santa María siempre Virgen, a cuya benigna protec­
ción encomendamos repetidamente la preparación del Código, que
con su maternal intercesión obtenga de su Hijo que este Código se
convierta en un instrumento de aquella caridad que se manifestó
patentemente en el Corazón de Cristo atravesado en la cruz por la
lanza, según el testimonio insigne del apóstol San Juan, y que debe
estar profundamente enraizada en el espíritu de toda criatura hu­
mana.
Así pues, invocado el auxilio de la gracia divina, apoyado en la
autoridad de los bienaventurados Apóst oles Pedro y Pablo, bien
consciente de lo que hago y accediendo a las peticiones de los
Patriarcas, Arzobispos y Obispos de las Iglesias orientales que con
afecto colegial han colaborado con nosotros, haciendo uso de la
plenitud de la potestad apostólica de que estamos revestido, por
medio de esta Constitución, que tendrá siempre vigencia, promul­
gamos el presente Código tal como ha sido ordenado y revisado, y
determinamos y mandamos que en adelante tenga fuerza de ley para
todas las Iglesias orientales católicas, y lo confiamos a la cust odia
y vigilancia de los Jerarcas de las misma s Iglesias para que sea
observado.
Para que todos aquellos a los que afecta puedan conocer de
cerca las disposiciones de este Código antes de que entre en vig or,
declaramos y mandamos q
o
encen a
partir del 1 de octubre de ��9� n;:esta del terter _f�erza de ley a
Patrociru� de la Bie
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mayor parte de las Iglesias orien n'
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luso dignas
de especialisima mención.
Exhortamos, pues a todos
las normas propuesta; con si los q,ue_n'dos hi'¡ os a que observen
ncero arumo y buena voluntad
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Roma, en San Pedro, a 18 de
octubre de 1990, añ
o duod,
de nuestro pontificado.
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11
JUAN PABLO II