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“RUBICÓN. Auge y caída de la República Romana”. Tom Holland. Ed. Planeta. Barcelona, 2005. Páxinas 147-151.
O acceso á vida política
Vueltas y vueltas a la pista de carreras
Lo que nosotros llamaríamos un poste engrasado, los romanos lo llamaban Cursus. Era una
palabra con varios matices de significado. En su acepción más general se utilizaba para describir
cualquier viaje, particularmente si era urgente. Entre los círculos aficionados al deporte, no
obstante, tenía un significado mucho más concreto: no sólo una pista de carreras, sino que era el
nombre que se les daba a las carreras de carros, el espectáculo más popular que se celebraba en el
Circo Máximo, ese gran altavoz de la opinión popular. Llamar auriga a un noble era un insulto –
sólo ligeramente más suave que llamarle gladiador o ladrón–, pero ahí, incrustado en el lenguaje
del aficionado a las carreras, la comparación persistía, como eufemismo de lo que quizá era una
desagradable verdad. En la República, el deporte estaba politizado y la política era un deporte. Al
igual que el hábil auriga tenía que doblar las metae, los postes de giro, vuelta tras vuelta, sabiendo
que un solo error –enganchar una meta con el cubo de la rueda o tratar de doblarla a demasiada velocidad– podía hacer que
su vehículo saliera disparado fuera de control, también el ambicioso noble tenía que arriesgar su reputación elección tras
elección. Tanto el auriga como el noble se lanzaban en un intento de lograr la gloria frente a los vítores y abucheos de los
espectadores, sabiendo que era precisamente el riesgo de fracasar lo que daba valor a su éxito. Luego, cuando todo había
terminado, superada la línea de llegada o ganado el consulado, nuevos competidores salían a la pista y la carrera volvía a
empezar.
«La pista que lleva a la fama está abierta a muchos.» Así rezaba la máxima en la que muchos hallaban consuelo, pero
no era estrictamente cierta. Puesto que la pista del Circo era estrecha, sólo cuatro carros podían competir en ella a la vez.
Del mismo modo, también el terreno de juego en las elecciones estaba limitado. No había existencias infinitas de gloria.
Había un número finito de magistraturas cada año. Sila, al aumentar el número anual de preturas de seis a ocho, había
intentado ampliar la oferta. Pero puesto que al mismo tiempo había anulado el tribunado y había doblado el tamaño del
Senado, su legado fue, de hecho, aumentar la competencia por los puestos. «El choque de inteligencias, la lucha por la
preeminencia, el trabajar día y noche sin descanso por alcanzar la cumbre de la riqueza y el poder» era el espectáculo que
ofrecía el Cursus. A lo largo de las décadas siguientes se volvería más duro, despiadado y frenético.
Como siempre, las familias más importantes dominaban la competición. La presión que sentía César por pertenecer a
una familia que había detentado pocos consulados no era mayor que la que sentía el hijo de un cónsul. Cuanto mayores
fueran los triunfos que antiguamente había logrado una casa, más horrible era la idea de no estar a la altura. Para un
observador externo parecía que aunque un noble se pasara el día entero en la cama «le entregarían los honores electorales
en bandeja de plata», pero en Roma no se le daba nada a nadie sin esfuerzo. La nobleza no se perpetuaba por la vía de la
sangre, sino por la de los logros. La vida de un noble era una extenuante serie de duros desafíos, o no era nada. Fracasar y
no lograr una de las altas magistraturas, o, peor todavía, ser expulsado del Senado, hacía que el aura de un noble comenzara
a desvanecerse rápidamente. Si pasaban tres generaciones sin éxitos notables, incluso un patricio podía encontrarse con que
su nombre era conocido sólo por «historiadores y estudiosos, y completamente desconocido por el hombre de la calle, el
votante medio». No es sorprendente, pues, que las grandes casas recelasen tanto de los intrusos en el Senado. A duras penas
toleraban que se eligiera a un arribista al cuestorado, la primera y más básica de las etapas del Cursus, pero el acceso a
magistraturas más importantes —la pretura y el consulado— se guardaba con ferocidad. Ello hacía que la tarea de un
ambicioso recién llegado —un «hombre nuevo», como lo llamaban los romanos— fuera todavía más ardua. Pero no
imposible. Conforme las viejas familias se estrellaban y fracasaban en la carrera, algunas nuevas se podían encontrar en
buena posición para adelantarlas. El electorado era caprichoso. A veces, sólo a veces, prefería el talento a un apellido
célebre. Después de todo, como de vez en cuando los hombres nuevos se atrevían a subrayar, si las magistraturas fueran
hereditarias, ¿para qué molestarse en celebrar elecciones?.
Mario, por supuesto, era el gran ejemplo de un plebeyo que lo había logrado. Si mostraba la suficiente gallardía, la
carrera militar podía darle a un hombre nuevo gloria y botín. Pero de todas formas era complicado que alguien sin
contactos alcanzase un puesto de mando en el ejército. Roma no tenía academia militar. Los oficiales eran habitualmente
jóvenes aristócratas acostumbrados a mover algunos hilos. César no hubiera podido ganar su corona cívica si no hubiera
sido un patricio. Pero incluso después de lograrlo, un puesto militar traía su propia serie de problemas. Había campañas
muy largas, de aquellas que podrían ganarle a un hombre nuevo una gloria espectacular, pero también mantenerlo alejado
de Roma. Nadie que estuviera forjándose una reputación podía permitirse ausentarse de la capital durante mucho tiempo.
Los novatos ambiciosos en el juego político solían servir en las legiones durante un corto período para tener unas cuantas
cicatrices que lucir, pero pocos se hacían célebres de ese modo. Eso se dejaba para los miembros más importantes de la
nobleza. Para el hombre nuevo, el mejor camino para triunfar en el Cursus, lograr la gloria última del consulado y verse él
mismo y sus descendientes entre las filas de élite, era la práctica del derecho.
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Política e dereito
A los romanos les apasionaba el derecho. Los ciudadanos sabían que su sistema legal era lo que les definía y garantizaba
sus derechos. Estaban comprensiblemente orgullosos de él. El derecho era la única actividad intelectual en la que se sentían
capaces de mirar a los griegos por encima del hombro. Los romanos se regocijaban diciendo que «¡increíblemente liados,
casi rozando lo ridículo, son otros sistemas legales comparados con el nuestro!». Durante la infancia, los niños preparaban
sus mentes para la práctica del derecho con la misma intensidad que entrenaban sus cuerpos para el combate. Como adultos,
la práctica legal era la única profesión civil que un senador consideraba digna. Se debía a que la ley no era algo distinto de la
vida política, sino habitualmente una letal extensión de la misma. No había ningún sistema de fiscalía pública. Todos los
casos se presentaban a título privado, con lo que resultaba sencillo que las rivalidades y vendettas se ventilasen en los
tribunales. El encausamiento de un rival podía resultar un golpe demoledor. Oficialmente la pena para un acusado
considerado culpable de un crimen grave era la muerte. En la práctica, puesto que la República no tenía policía ni sistema de
prisiones, se permitía que un condenado huyese al exilio e incluso que viviera lujosamente allí, si había conseguido poner a
buen recaudo su riqueza más portátil a tiempo. Pero su carrera política habría acabado. No sólo los criminales perdían la
ciudadanía, sino que podían ser asesinados con impunidad si volvían a poner el pie en Italia. Todo romano que entraba en el
Cursus sabía que ése podía ser su destino. Sólo si lograba una magistratura, sería inmune a las persecuciones de sus rivales, e
incluso entonces sólo estaba protegido mientras durase su mandato. En cuanto éste acabase, sus enemigos volverían a atacar.
Todo valía para evitar un juicio: sobornos, intimidación, apelar descaradamente a los contactos que uno tuviera... Si se
llegaba a los tribunales, entonces no había truco demasiado bajo ni trapo demasiado sucio ni ataque demasiado cruel.
Incluso más que unas elecciones, un juicio era un duelo a muerte.
Para los romanos, con su inveterada adicción a las rivalidades apasionadas y sensacionales, eso convertía el derecho en
un espectacular deporte de acción. Los tribunales estaban abiertos al público. En el Foro había dos tribunales permanentes
y se podían construir otras plataformas temporales si las circunstancias lo requerían. En consecuencia, el aficionado
exigente siempre podía escoger entre una gran variedad de juicios. Los oradores medían su categoría por la cuota de
audiencia que arrastraban, lo que fomentaba la teatralidad que siempre había sido parte integrante de un juicio romano. Se
consideraba que basarse en lo que decían las leyes o los reglamentos era una estrategia pedante propia de una mente de
segunda, puesto que todo el mundo sabía que sólo «aquellos que no consiguen ser buenos oradores recurren al estudio de la
ley». La elocuencia era el verdadero rasero con el que se medía el éxito en el tribunal. El arte de un gran letrado consistía en
la habilidad de seducir a la multitud, a los espectadores además de a los jurados y los jueces, hacerlos reír o llorar,
entretenerlos con un número cómico o apelar a su corazón, persuadirlos y asombrarlos y hacerles ver el mundo de una
forma nueva. Se decía que un romano prefería perder a un amigo que una oportunidad de gastar una broma. A la inversa,
no sentían la menor vergüenza en dar rienda suelta a sus emociones. Se pedía a los acusados que vistieran de luto y
parecieran tan demacrados y ojerosos como pudieran. Los parientes se echaban a llorar a cada tanto. Se dice que Mario
lloró de tal modo en el juicio de uno de sus amigos que los jurados y el magistrado que presidía el tribunal se echaron
también a llorar emocionados y liberaron rápidamente al acusado.
Quizá no es sorprendente que los romanos usaran la misma palabra, actor, para referirse a un abogado y a un actor de
teatro. Puede que socialmente hubiera un abismo entre ambas profesiones, pero ambas usaban la misma técnica. El mejor
orador de Roma en la década que siguió a la muerte de Sila, Quinto Hortensio Hortalo, era famoso por lo bien que
imitaba los gestos de un mimo durante sus intervenciones. Como César, era célebre por su coquetería, y «disponía los
pliegues de su túnica con gran cuidado y exactitud», y utilizaba sus manos y los movimientos de los brazos como
prolongaciones de su voz. Lo hacía con tanta elegancia que las estrellas del teatro romano se levantaban entre el público
siempre que hablaba, estudiando y copiando todos sus gestos. Como los actores, los oradores eran celebridades a las que se
admiraba y sobre las que se cotilleaba en los corrillos. El propio Hortensio tenía el apodo de «Dionisia», tomado de una
famosa bailarina, pero podía permitirse ignorar todos los insultos. El prestigio que se había ganado como mejor orador de
Roma valía más que cualquier burla.
Naturalmente no faltaban rivales dispuestos a arrebatarle la corona. No estaba en la naturaleza de los romanos el
tolerar a ningún rey —o reina— durante mucho tiempo. La preponderancia de Hortensio había quedado establecida
durante los años de la dictadura de Sila, cuando los tribunales de justicia fueron amordazados. Comprometido con sostener
la autoridad del Senado, estaba fuertemente identificado con el nuevo régimen. Tal era la amistad de Hortensio con el
dictador que había sido él quien había pronunciado el panegírico de Sila en su funeral. En la década siguiente, su autoridad
como miembro dominante del Senado le sirvió para apuntalar su reputación en los tribunales. Pero conforme avanzaban
los años setenta a. J.C., su preponderancia comenzó a verse amenazada, no por un colega de la clase senatorial, ni siquiera
por otro noble, sino por un hombre que era un advenedizo en todos los sentidos. (...)
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