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Transcript
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Filosofar es dejar de vivir
Texto original en inglés Oscar Brenifier.
Traducción al español Ana Azanza.
Aquellos que se dedican a la filosofía propiamente hablando están ni más ni
menos que preparándose a sí mismos para el momento y el estado de la muerte.
- Platón
El Tao te King es tan misterioso que en cuanto lo escuchas estás deseando
morir. – Confucio
¿Cambiar de idea? ¡ biológicamente, no puedo hacerlo! - Carmen
Si filosofar es aprender a morir, aprender cómo morir, entonces no puede
hacerse más que practicando el morir. Por ello mi propuesta es que la filosofía
es realmente morir para adquirir una experiencia real de la muerte. En este texto
intentaremos mostrar que filosofar es dejar de vivir, o en otras palabras, cómo la
filosofía se opone a la vida.
Dos filosofías
La filosofía es la vida, es una expresión que escuchamos frecuentemente en
labios de quienes practican y aman la filosofía. Pero nos parece que la verdad es
exactamente lo contrario de esa afirmación. Aunque esto suele ocurrir con
muchas expresiones comunes: son muy útiles para ponerlo todo patas arriba.
Probablemente porque con ellas la persona que las utiliza esconde la realidad
para sentirse mejor. Y si pensamos en ello esta puede ser una de las razones
más frecuentes para hacer “filosofía”: el deseo de tener una conciencia tranquila,
la esperanza de que nuestra mente se sienta cómoda y relajada.
Es una concepción común de la filosofía: la filosofía tranquiliza. Por ello me
parece útil, tomar lo contrario de este principio para darle la vuelta y de esa
forma examinar el efecto producido por dicha operación.
Y en este caso como en otros similares parece que funciona bastante bien, ya
que por ejemplo la expresión “filosofar es dejar de vivir” es una expresión
bastante acertada e interesante.
Probablemente, en efecto, hemos llegado a otro significado de filosofía opuesto
al primero: la filosofía implica darle la vuelta a las ideas establecidas e inducir el
desasosiego, corriendo el riesgo de sentirse mal, una especie de sufrimiento y
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muerte. Por supuesto que soy consciente de que he puesto sobre la mesa dos
concepciones clásicamente muy distintas de filosofía: una puede ser llamada
“vulgar” y la otra “elitista”. No estoy intentando establecer una jerarquía entre
ellas. Ya que vulgar podría significar “muy conocida” y elitista podría ser
interpretado como “abtrusa”. Pero subjetivamente, en defensa de esta filosofía
“dura” déjenme decir que si la filosofía fuera la vida, llenaría estadios de fútbol,
aprovisionaría los supermercados, la encontraríamos en las encuestas de
opinión, aparecería en las horas de mayor audiencia televisiva, y probablemente
los filósofos reconocidos como tales parecerían menos “grisáceos” y sus
palabras llegarían a todo el mundo. Aunque algo de esto último podría estar
pasando ya en los últimos años por diferentes razones.
Vamos a examinar diferentes maneras en las que la filosofía se opondría a la
vida. Primero, considerando la afirmación clásica de que: “filosofar es aprender
a morir.” Platón, Cicerón, Montaigne y muchos otros han afirmado, escrito y
vuelto a escribir que la preparación para la muerte efectivamente constituiría el
corazón de la actividad filosófica, la experiencia filosófica por excelencia. Por
supuesto podemos traer aquí a colación la opinión contraria de algunos filósofos
como Espinosa con su concepto de “conatus”: todo viviente tiende a perseverar
existiendo, o la famosa cita: “el hombre libre en nada piensa menos que en la
muerte”. O la de Nietzsche que apunta que la vida misma es el núcleo del
pensar, cuando escribe que la gran razón es el cuerpo y la pequeña razón la
mente. O Sartre, que siguiendo los pasos de los epicúreos afirma que la muerte
es exterior a la existencia, ya que es la ausencia o el cese de la vida. Pero dado
que por principio, especialmente en este tipo de cuestiones, no hay una sola
proposición que obtenga el consentimiento unánime de los filósofos, no nos
vamos a preocupar del consenso, solamente examinaremos la viabilidad de
nuestra proposición. Y de hecho, probablemente nos reconciliaremos con
nuestros filósofos de “oposición” en el curso de nuestra peregrinación. También
porque en estos diferentes filósofos el concepto de finitud es importante, y es
precisamente a este trayecto al que queremos invitar al lector: examinando las
apuestas del pensamiento, probando y viviendo la finitud desde el punto de vista
existencial, epistemológico, psicológico…
El sabio no tiene deseos
Uno de los obstáculos más comunes para filosofar es el deseo, incluso si el
deseo mismo se encuentra en el corazón de la dinámica filosófica. Para Platón la
perversión de la filosofía se lleva a cabo en el proceso de inversión de lo erótico.
Cuando el deseo abandona su objeto más legítimo para un filósofo, ya sea la
verdad o la belleza, para buscar satisfacciones más inmediatas, como el logro del
poder o la gloria, la acumulación de riqueza o de saber, la lujuria, etc… No es
tanto que el filósofo abandone toda actividad intelectual, sino que dado que ese
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propósito vulgar no está al servicio de su vocación natural, su actividad se ve
pervertida por consideraciones terrenas.
Y si este filósofo, que se ha convertido en sofista, obtiene el acuerdo de la
mayoría o se hace famoso entre sus conciudadanos, es sólo porque el común de
los mortales ignora cómo aparece el filósofo. El hombre corriente se deja
impresionar por las apariencias, por el simulacro de pensamiento, se queda
anonadado por aquellos que para Platón no son más que un bufón o un juglar.
La vida tiene mucho que ver con el deseo, ya que la vida está hecha de
necesidades, de la búsqueda de cualquier objeto que satisfaga esas necesidades,
de la angustia de no obtener el objeto que daría satisfacción a la necesidad, y del
dolor que llega incluso cuando las necesidades se ven satisfechas, a través del
miedo y la preocupación. Por ello da la impresión de que esta vida tiene una
enorme capacidad de crear nuevas necesidades y por consiguiente nuevos
dolores, particularmente para los seres humanos, que tienen un alcance mucho
mayor que cualquier otra especie en su visión de la vida. El hombre puede
incluso apuntar al infinito, una visión efectivamente excitante, pero también
puede producir una lista interminable de deseos insatisfechos a veces sino a
menudo simplemente por el hecho de que son imposibles. Mientras que la
mayoría de las especies se contentan con las necesidades particulares de su
propia especie –la gallina no pretende bucear ni elefante quiere volar- la especie
humana no conoce límites a sus deseos, ambiciones o pretensiones, y por tanto
tampoco conoce los límites de su dolor. Se podría argumentar que el hombre
satisface más deseos que ninguna otra especie y por tanto puede sentirse más
contento, pero parece su imaginación y su avidez sobrepasan su capacidad de ser
satisfecho.
Incluso si la filosofia a través del tiempo y del espacio ha seguido muchos
caminos, parece que hay cierta coherencia en las diferentes formas en que los
filósofos han intentado resolver la excesiva capacidad del hombre para hacerse
infeliz a sí mismo. Llamaremos a esa base común “reconciliación con uno
mismo”. Ya sea con el epicúreo “carpe diem”, que nos invita a apreciar el
momento presente, ya con el idealista y puro placer de pensar y razonar, ya con
la perspectiva del mundo extramundano o realidad que modera, restringe o
aniquila los deseos comunes como encontramos en muchas religiones, o con el
imperativo de aceptar simplemente la realidad, a pesar de su dureza o
precisamente por ella, ya con el amor de los conceptos trascendentes como
verdad, bien o belleza, que en sí mismos sirven para sublimar todo dolor y
satisfacer el alma, o con el disfrute de la acción pura, física o mental, liberada de
toda expectativa de recompensa, de este modo han intentado ofrecer al ser
humano muchas recetas para obtener lo que podríamos llamar una “vida mejor”.
Evidentemente, uno puede saltar en este punto y gritar: “Te das cuenta, ¡la
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filosofía es la vida! Tú mismo lo acabas de reconocer, la filosofía nos ayuda a
vivir una vida mejor.” Pero nuestro crítico olvida algo fundamental. Le haremos
unas preguntas: ¿Por qué esos filósofos tienen tan pocos seguidores? ¿por qué
esas filosofías eran tan difíciles de seguir? ¿no ofrecían esas filosofías
proposiciones opuestas a la concepción común de la vida? Por ello incluso las
religiones con más seguidores tienen que reconocer que sus mensajes, incluso
cuando son considerados como palabras divinas, encuentran muchas dificultades
para ser obedecidos y seguidos al pie de la letra.
Vamos a examinar porqué los filósofos no son fácilmente seguidos, por decirlo
suavemente. Como una respuesta general a esta pregunta, podemos proponer
una hipótesis. Los filósofos nos piden que abandonemos lo más querido para
nuestro corazón o mejor para nuestras tripas. ¿Cómo nos piden tal cosa? Una
vez más la manera más general de caracterizar su petición es decir que nos piden
dejar atrás lo obvio e inmediato a favor de otra cosa que nos resulta bastante
distante, incluso impalpable, imperceptible y difícil de explicar. Ya se trate del
camino medio, la sabiduría, la autonomía, la perfección, la realidad, el amor, la
conciencia, el absoluto, la alteridad, la esencia, pueden parecer merar palabras si
se compara con la comida, el placer, el baile, trabajar para ganarse la vida,
reproducirse, la apariencia, la fama…etc. Incluso viviendo el momento presente,
que podría parecer algo fácil de hacer, ya que no tenemos nada más de lo que
preocuparnos resulta una tarea muy ascética y difícil, pues el hombre gasta
mucha energía echando en falta un pasado maravilloso, incluso doliéndose de él,
o sintiendo ansiedad por el futuro y su carácter impredecible.
De este modo vivir el momento presente puede durar un instante, pero dentro de
ese corto espacio de tiempo otras dimensiones del tiempo, incluyendo el deseo
de eternidad, llamarán a nuestra puerta. Así sucede con el amor que parece algo
con muchos fans, pero que cuando miramos más de cerca a su manifestación
observamos toda clase de sórdidos cálculos, resentimientos, celos, dominio y
otras burdas y humanas perversiones de su concepto puro.
También tenemos un interesante punto de vista cuando nos fijamos en la vida de
los filósofos: el gran genio Leibniz a cuyo entierro no asistió nadie, Kant
viviendo toda su vida solo con su criado, Wittgenstein renunciando a su herencia
y viviendo como un mendigo, Nietzsche que cayó en la locura, Sócrates
ejecutado por sus conciudadanos, Bruno quemado en la hoguera, aunque
tenemos que admitir que algunos obtuvieron fama, gloria y riqueza, como Hume
o Aristóteles.
Pero vamos a examinar otros aspectos de nuestra afirmación de que filosofar es
dejar de vivir.
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Parar la narración
La vida es una secuencia o serie de eventos. Cuando alguien cuenta su vida a sus
amigos o escribiendo una autobiografía, cuenta una historia: “ocurrió esto, luego
esto otro, y finalmente lo de más allá”, así hasta terminar la narración. En
general los seres humanos disfrutan contándoles a los demás la historia de su
vida, a veces porque ocurrieron cosas importantes, pero más a menudo dando
cuenta de los detalles más triviales y sin interés, sólo por mantener una
conversación con el vecino y para existir un poco más. Lo mismo ocurre al oír la
historia de la vida de otras personas, el cotilleo sobre los vecinos o los famosos,
un afán insaciable de “voyeurismo”. La vida es una narración también por la
manera de organizar nuestras actividades, a menudo las anotamos en una
agenda, que establece lo que debemos hacer tal día a tal hora, una impecable
lista de actividades como levantarse, trabajar, ir de compras, citas variadas,
tareas diarias, y el indispensable horario de los programas televisivos que da
ritmo a la vida de muchas familias. Además como nos preocupamos por todas
las cosas que no hemos hecho, que deberíamos hacer y que probablemente no
haremos nunca, tenemos que incluirnos a nosotros mismos de alguna forma en
la infinita lista que compone nuestra existencia, como si el tiempo fuera el único
parámetro. Esta es una de las razones por la que es tan fácil sentirse eterno,
olvidarse de la propia finitud; nuestro deseo resiste y conspira firmemente contra
tales límites. ¡Si tuviera tiempo! La existencia es por tanto una larga lista de
sucesos y hechos, y una más larga lista de esperanzas, expectativas y temores de
los sucesos y de los hechos.
Entonces, ¿cómo la filosofía se opone a la idea de una narración? Aunque otra
vez algunos filósofos quieran defender en la modernidad una visión
fenomenológica de la existencia y hayan promovido la narración, una de las
grandes revoluciones de la filosofía, como apareció en la clásica convulsión
griega que algunos consideran, con razón o sin ella, como el nacimiento de la
filosofía, fue el paso del mito al logos. Hasta entonces, todo, ya sea la creación
del mundo, la existencia del hombre, los fenómenos naturales, los problemas
morales e intelectuales, era explicado a través de historias que nosotros, mentes
modernas e “ilustradas”, llamamos mitos. Si no tuviéramos en cuenta el factor
calidad, los podríamos llamar shows televisivos. Y ya que algunos de los mitos
más fantásticos necesitan actores, toda clase de criaturas son convocadas para
perpetrar la explicación de los diferentes fenómenos inexplicados del cosmos.
Por ello los poetas, como entonces se les llamaba, como Homero o Hesiodo para
los griegos, Ovidio o Virgilio para los romanos, compusieron llenos de
perspicacia inspiradas historias que dieron coherencia y explicación al mundo.
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Cosmogonías, teogonías, historias épicas, toda clase de historias fueron
tramadas para educar al pueblo, dándole una idea de que hay un sentido en el
universo, que explica el porqué de los acontecimientos diarios. Y por supuesto
para dar cuenta cabal de ello, nuestros más mínimos acontecimientos deben
hacerse eco de las hazañas históricas, así podríamos disponer de nuestros diarios
y pequeños mitos, entrelazados con los mitos cósmicos en una especie de
relación causal. Sin embargo, el universo como un todo y todas las partes que lo
componen tienen sentido, significado, leyes y principios, todo forma una
“historia”. Esto nos permitiría también una tranquilizadora proporción de hechos
previsibles para consolarnos de las dificultades de la vida, incluso si toda la
explicación que se nos da es la rabieta o la historia de amor de un dios malvado.
Las pequeñas historias reflejarían las grandes, todo consistiría en historias. Así
ocurría no sólo en Grecia y Roma, también en Egipto, China e India, por
mencionar sólo algunas de las culturas más famosas y duraderas, ya que estos
mitos fueron los fundamentos de la civilización. Como vemos hoy en muchos
países por ejemplo en Africa, estos mitos tienen una función educativa
primordial, ya que sacan a la luz patrones, que algunos llaman arquetipos, que
nos permiten percibir que los acontecimientos nos afectan no sólo de manera
accidental sino también como manifestaciones o llamadas de algo más
fundamental.
La emergencia del logos no tuvo lugar solamente en Grecia – este es sólo el
cambio más famoso- sino también en otras culturas, y consiste básicamente en la
transformación de “una cultura que cuenta historias” en “una cultura que
explica”, que algunos llaman “racionalidad” o “abstracción”. La idea consistía
en sustituir las historias con razones y reglas, procedimientos y métodos. Esto
implica que nos podemos alejar de las situaciones concretas, particulares o
universales, y sustituirlas por ideas que tienen como característica principal ser
atemporales y no estar en el espacio. Estas ideas se organizarían y formalizarían
para crear sistemas, que podrían ser usados para producir nuevo saber y
principios generales, que a su vez servirían para examinar críticamente
pensamiento y hechos. La lógica es un ejemplo de llevar al límite esta función
intelectual. Las matemáticas y la astronomía son en muchas culturas tempranas
la forma más primaria y visible de tales intentos, a veces también la medicina y
la física. Estas nuevas ciencias habrían permitido la comprensión del presente y
del pasado y la predicción del futuro. El saber no se habría basado solamente en
datos empíricos, también en abstracciones y en construcciones intelectuales. Las
leyes que surgirían no son sólo descriptivas, capaces de explicar lo que
percibimos, también son prescriptivas, porque nos dicen lo que debemos hacer.
La razón para usar comillas para las palabras explicación, racionalidad y
abstracción, es que de alguna forma, la cultura mítica ya llegaba a ello pero de
una manera diferente. De hecho en Africa en la actualidad está teniendo lugar un
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acalorado debate para determinar si hay, hubo o no una filosofía africana, para
decidir si el contar historias de los bardos tradicionales puede ser considerado
filosofía. Los intelectuales africanos de tendencia occidental consideran que no
lo es debido sobre todo a que no hay un sistema conceptual y un aparato crítico
y por tanto no se explica el contenido filosófico. El otro campo, el de los etnofilósofos reivindican que las historias tradicionales cuestionan, analizan y
problematizan, particularmente la vida humana en sus aspectos existenciales,
morales y sociales. Tenemos que recordar aquí también que Shelling, el filósofo
romántico alemán, contraponía a la idea de la tradicional “filosofía primera” de
Aristóteles, la metafísica, una “filosofía segunda” que es la narración, contar una
historia, aunque cronológicamente esta filosofía segunda viene antes. Por ello es
cierto que las sociedades están fundadas sobre grandes mitos que recubren la
esencia, la naturaleza, la razón del ser, la meta, la especificidad de una sociedad
dada. Por eso la literatura en la forma de teatro, poética u otros es una institución
tan importante al lado de la filosofía, para explicar quiénes somos, qué es el
mundo. Y Shelling no será el único filósofo que critique el olvido de la
narración como una forma crucial de filosofía. Más recientemente la idea de una
“filosofía sistemática” o del “método” ha sufrido el ataque por parte de los
filósofos.
Por consiguiente al lado de los grandes mitos hay numerosas historias, antiguas
o recientes que contribuyen a identificar a los que las cuentan y a los que las
escuchan. Esto incluye las historias que se cuentan en las familias, el mito que
cada uno hace para sí mismo. ¿No tenemos todos historias sobre nosotros
mismos?, historias que hemos contado tantas veces, cambiado y embellecido
cada vez que las contamos, esas historias que otros repiten como nosotros, esas
historias de las que las personas que nos rodean se han cansado, pero que
seguimos contando porque esas historias son lo que somos, o somos lo que ellas
son. Decimos que son reales, pero en cierta forma una historia no puede ser real
porque subjetivamente describe de forma específica y parcial un evento que en
sí mismo escapa a toda descripción, con palabras o sin ellas. Después de todo ¡el
hombre es el único animal que se inventa a sí mismo!
Por consiguiente para aclarar más nuestra idea de la filosofía como una ruptura
de la vida definida como una secuencia de eventos, vamos a resumir lo dicho en
algunos puntos: contar una historia es más fácil y natural que explicar, es algo
concreto que dice más a cada uno. Los ejemplos vienen más inmediatamente a la
mente que las explicaciones. Las historias parecen más reales que las
explicaciones, ya que más que aportar explicaciones subjetivas y análisis
sesgados describen hechos. Las historias son más gratificantes, porque se puede
hacer una bella historia con pocas y sencillas palabras. Las historias dejan
mucho más lugar a la imaginación que la razón, que es mucho más estricta. Las
historias son más agradables de escuchar que los pensamientos abstractos:
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incluso los niños las disfrutan, ya que tienen una dimensión estética que a
menudo falta en las ideas. La filosofía tiene una imagen más árida, que no gusta
fácilmente porque implica entender mucho más de lo que lo hace la narración.
Pero por supuesto, estas hipótesis de trabajo no son absolutas, simplemente
intentan proporcionarnos algunas generalidades sobre percepciones generales
que ya no son válidas para muchos filósofos, pues ellos disfrutan lo que el
común de los mortales no puede disfrutar. El filósofo es de alguna forma, a los
ojos de los demás, alguien que al menos parcialmente ha dejado la vida. Parece
no estar interesado en la “vida real”: prefiere las ideas abstrusas. Esto nos lleva a
nuestro próximo punto: el carácter ascético de las ideas.
El ascetismo del concepto
La aridez del discurso filosófico nos lleva directamente a otra faceta de la
oposición entre la vida y la filosofía: la dimensión ascética del concepto. El
concepto es una herramienta crucial del pensamiento, sino la principal, como
generalmente se acepta en filosofía, particularmente desde Hegel. Por eso el
filósofo alemán postuló esta herramienta como el constituyente de nuestra
actividad mental. Por eso rechaza la acción de contar historias, para él eso es
definitivamente no filosofía, incluso cuando lo encontramos en un filósofo
clásico como Platón, que se permite contar historias, así es como Hegel lo ve,
cuando para Platón el mito tiene todavía una importante papel fundador del
pensamiento.
¿Qué es un concepto? Es una representación intelectual, que capta el tema o la
idea principal en un discurso dado: también podemos llamarlo “palabra clave” o
“expresión clave”. Puede estar incluido en el discurso o ser inducido por éste. A
menudo puede ser considerado como categoría, como un nombre común para
una multiplicidad de objetos. “Manzana” es por ejemplo un concepto definido
que se refiere abstractamente a una infinidad de objetos con forma diferente,
talla y color, pero que tienen en común ciertas características que nos permiten
incluirlo en la categoría de “manzana”, un concepto que a su vez define esos
objetos que se corresponden con él. Esto es resultado de una doble operación.
Una abstracción, ya que conserva sólo algunas características de los objetos y no
de otros. Por ejemplo, “estar crudo” no entra en la definición de manzana,
incluso aunque nos concierne en la “vida real” cuando tratamos con manzanas.
Y una generalización, ya que las características retenidas son aplicables a todos
los objetos que pertenecen a la categoría. Es un objeto mental con una doble
dimensión. Comprensión: la totalidad de las características constitutivas.
Extensión: la totalidad de los objetos a los que se puede aplicar esas
características.
Por consiguiente el concepto es breve, -generalmente una palabra, a veces dos o
tres, raramente más- abstracto o general, ya que no se refiere a una cosa
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concreta. Para mostrar el proceso y los grados de abstracción, Kant hace una
interesante distinción entre conceptos empíricos, que se refieren a cosas que
podemos percibir, y conceptos derivativos que no podemos percibir, ya que se
refieren a la relación entre objetos, y los califica. “Hombre” o “agujero” podrían
ser conceptos empíricos, “igual” o “diferente” serían conceptos derivativos. De
cualquier forma no es tanto el concepto lo que aquí nos interesa, sino la
dinámica misma de la conceptualización, la producción de conceptos. Como
Hegel indica en su esquema realista -aquel para el que las ideas son reales- no
queremos que el concepto sea determinado meramente por su objeto, por
ejemplo, ser el concepto de algo, en cuyo caso la realidad sería externa al
pensamiento, sino que apuntamos a un concepto que es el mismo objeto del
pensamiento: un concepto en el que la realidad es generada por el pensamiento
mismo. Por eso la actividad de conceptuar es un problema para el hombre,
razonar más que el concepto en sí mismo, el cual, como objeto mental pasivo y
virtual no representa ninguna amenaza concreta, dar y usar un nombre
arbitrariamente, puede ser una actividad que no implica ningún especial logro
intelectual.
Entonces, ¿qué es la conceptualización? Es la actividad que consiste en
reconocer, producir, definir y utilizar conceptos, integrados en un proceso de
pensamiento global. Cada uno de estos cuatro aspectos presenta alguna
dificultad, que constituye las razones para resistir a la conceptualización. Pero
generalmente, el problema con la conceptualización es que consiste en una
acción de reducción, de disminución que tiene una connotación severa y
rigurosa por las siguientes razones: vamos de lo concreto a lo abstracto, de lo
múltiple a lo simple, de lo actual a lo virtual, de lo perceptible a lo inteligible, de
las entidades inscritas en el tiempo, materia y espacio, a las entidades acósmicas,
inmateriales e intemporales: entramos en el reino de las ideas puras, el reino de
pensar el pensar.
Y si muy a menudo la idea de reducción conlleva una connotación negativa,
deberíamos recordar al lector que en filosofía, puede ser al contrario, una
actividad útil y positiva, como en el concepto de reducción fenomenológica
propuesto por Husserl. Se trata de un proceso mental en el que se nos invita a
poner el mundo entre paréntesis y suspender el juicio, de forma que podamos
hacernos con la realidad interna del fenómeno en sí mismo, como aparece. Por
supuesto, tenemos que dejar aparte la realidad entorno para poder contemplar los
objetos de nuestra percepción mental desconectados de todo contexto. Este
fenómeno puede ocurrir de forma natural, cuando nos quedamos pasmados, pero
el proceso de la reducción fenomenológica nos pide que recreemos
artificialmente tal suceso natural, una tarea verdaderamente exigente que nos
permite atrapar la esencia interna de un objeto de pensamiento abandonando su
posible relación con nuestra visión establecida del mundo, que subjetivamente
tiñe nuestro pensar. El proceso de reducción puede también ocurrir al observar
la variación de las apariencias de un objeto dado, para dejar atrás las
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características contingentes y conservar sólo lo necesario, su esencia así
revelada.
Reconocer un concepto en el discurso de otro o en el propio es difícil porque
tenemos que seleccionar entre todas las palabras pronunciadas, aquellas que son
el centro del patrón de pensamiento expresado por el discurso pronunciado. Es
un proceso difícil ya que debemos eliminar muchas palabras, de hecho la
mayoría de ellas, y sólo quedarnos con una o muy pocas. Soltamos la
perspectiva de la narración o de la explicación global centrándonos en el tema
con una sola palabra.
Producir un concepto es difícil porque tenemos que acudir a un término que
trasciende la realidad dada, tenemos que identificar un término que unifica una
pluralidad en una sola determinación, tenemos que dividir la totalidad de los
objetos indeterminados por el proceso de poner nombre que implica crear
determinadas categorías, o tenemos que calificar una realidad global a través de
un término específico que podemos llamar etiquetado. A menudo parece que
nuestro propio lenguaje se nos escapa, que la realidad está más allá de nuestra
capacidad para pensarla.
Definir un concepto es difícil porque tenemos que determinar la realidad que el
concepto engloba. Preferiríamos dar ejemplos, ya que lo concreto o particular
viene a la mente más naturalmente que lo abstracto y lo general. Definir es tocar
la esencia de la realidad, determinar y subrayar su naturaleza, es uno de los
ejercicios mentales más exigentes. Para hacerlo otra forma cómoda es producir
sinónimos, pero aunque esto pueda ser útil, el problema permanece: no nos dice
cómo determinar la naturaleza de esa realidad. El problema también es que
algunos conceptos de naturaleza altamente trascendental son en general usados
para determinar o calificar otros conceptos: parecen referirse sólo a ellos
mismos, como entidades autoevidentes. Este es el caso de “bien”, “bello”,
“verdadero”, etc. Por consiguiente parecen escapar a toda definición, y cualquier
intento por hacerlo aparece siempre reduccionista y altamente cuestionable.
Usar un concepto es probablemente la manera más fácil de conceptualización,
ya que puede hacerse de una forma muy intuitiva, menos formal. Por supuesto,
determinar si un concepto ha sido usado en una forma apropiada es parte del
uso, y esta sería la parte más difícil, ya que tenemos que evaluar nuestro propio
pensamiento. Para hacerlo tenemos que mantener una idea suficientemente clara
del significado del concepto. Pero entonces de nuevo la intuición puede
funcionar bastante bien, y después de todo, el lenguaje nos es enseñado de una
forma bastante “natural” y reiterativa, como una práctica diaria, más que como
un proceso consciente. La común reticencia de los escolares a estudiar gramática
y cierto abandono de su enseñanza en la pedagogía moderna pone en evidencia
la prueba de nuestra tesis sobre el carácter “artificial” de esta actividad formal.
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Aunque desde nuestro punto de vista “artificial” no es de ninguna forma
contradictorio con necesario.
Así para sintetizar qué es ascético y desagradable en la conceptualización -y por
ello contrario a la vida- diremos: tener que escoger y dejar de lado, porque
queremos todo. Producir términos específicos con una función específica,
porque parece formal y complicado y preferimos lo fácil. Tratar con
abstracciones que no responden a una realidad empírica, porque nos parece
inútil y una pérdida de tiempo. Analizar el pensamiento y hacernos más
conscientes del propio pensamiento, porque es aterrador. Se podría objetar a
nuestra idea que esta conceptualización es el cese de la vida diciendo
simplemente que lo que aquí se ha descrito no es más que una forma de trabajo
intelectual, y que el trabajo es parte de la vida, incluso si no nos gusta trabajar y
a algunos les gusta trabajar de cualquier manera. Nos gustaría responder a esta
objeción en dos pasos. Primero nos ocuparemos del trabajo, luego del aspecto
intelectual.
Trabajar
En todas las culturas y pensadores existen diferentes formas de ver el trabajo.
No queremos hacer un estudio extensivo de la materia, solamente daremos
algunas intuiciones de cómo funciona la oposición entre “vida” y “trabajo”.
Como prueba de ello podemos mencionar ya el hecho de que la palabra misma
“trabajo” en algunos idiomas como francés, “travail” o español, “trabajo” viene
de la palabra latina “tripalium”, que era un instrumento de tortura o un artilugio
para inmovilizar los animales, cuando los animales justamente se definen por su
movilidad. “Negotium” es otra palabra latina para trabajo, y significa la ausencia
de descanso, o de ocio, la ausencia de lo que en francés llamamos “temps de
vivre”, literalmente: tiempo para vivir. Aristóteles recomienda que no se otorgue
la ciudadanía al hombre que trabaja, Rousseau critica la agitación y el tormento
que conlleva el trabajar, Pascal pretende que lo usemos no pensando en
nosotros, Nietzsche considera que el trabajo es una medida usada para controlar
a todo el mundo de manera de parar el desarrollo de la razón, del deseo y de la
independencia. El concepto de alienación ha constituido una acusación
importante contra la idea de trabajo. Pero el concepto de “trabajo” tiene también
su club de fans. En el lado favorable, Arendt piensa que el trabajo aporta placer
y buena salud, Comte afirma que procura la cohesión social, y Voltaire escribe
que nos protege de tres terribles azotes: el aburrimiento, el vicio y la necesidad.
Y nos habremos dado cuenta de que la defensa del trabajo no estriba solamente
en su utilidad, sino en que también contribuye al crecimiento existencial. Estos
autores de “oposición” son mencionados para mostrar que de ninguna manera
tomamos nuestras ideas como certezas, son meras hipótesis de trabajo.
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Se podría también criticar el hecho de que no distinguimos sino que más bien
confundimos diferentes significados de “trabajo”: como función social, como
una forma de ganarse la vida, como una actividad, etc. y sin embargo no
distinguimos por ejemplo entre la placentera y libre actividad del pensador de la
actividad física y dolorosa del peón. Tenemos que declararnos culpables en este
punto, no queremos oponer un trabajo intelectual “noble” a un “innoble” trabajo
físico. Nos parece interesante no oponer esos dos conceptos de trabajo porque
son fácilmente intercambiables, especialmente hoy en día, incluso si la
oposición puede ser muy cierta en determinadas circunstancias. Un intelectual
puede escribir un libro por una razón económica y de estatus, una especie de
necesidad, y un albañil puede construir una casa por el puro placer de construir
algo. De la misma manera no vamos a entrar en el debate sobre la naturaleza del
hombre como “faber” (fabricante), que naturalmente intenta hacer algo en la
vida, o el hombre como “perezoso” o “pecador” que se embarca en el pecado de
pereza cuando trata de desembarazarse de su lote de trabajo. Sólo queremos dar
algunas pistas sobre la reticencia existencial al trabajo, para justificar y dar
sentido al hecho de que vida y trabajo son bastante incompatibles en muchos
aspectos, y que el trabajo a menudo se realiza cuando uno es empujado por la
necesidad, por ejemplo, para ganarse la vida, un empeño del que a menudo sino
muy a menudo los hombres preferirían pasarse si se les ofreciera la posibilidad
de elegir sin ninguna coacción. Y efectivamente, esta podría ser una explicación
de porqué la filosofía que es una práctica que implica trabajo, mucho trabajo,
para adquirir una cultura, adquirir capacidades y enfrentarse a sí mismo, sin que
exista ninguna necesidad inmediata ni recompensa fácil -no es la forma más
fácil de ganarse la vida o hacerse rico- nunca ha llenado estadios de fútbol. Por
supuesto si la filosofía es una mera discusión sobre la vida y la felicidad, del
tipo que tenemos cuando tomamos algo en el bar, eso es otra cuestión. Y esta es
la dirección tomada por algunos “filósofos” par hacer la filosofía algo más
socialmente aceptado. Pero si la filosofía es trabajo, lucha contra sí mismo y
contra el otro, para producir conceptos o ser, lo más normal es que la mayoría lo
rechace como un obstáculo para la “buena vida”.
El trabajo se opone generalmente a la vida, ya que es una obligación cuando la
vida es deseo. Friedrich Schiller, que era al mismo tiempo filósofo, poeta y
dramaturgo, no apreciaba ese dualismo kantiano entre “impulso sensual” e
“impulso formal”, una oposición que él quiso resolver por el “impulso del
juego”. El afirmaba que cuando el filósofo reprende al que le escucha con la
aridez de su discurso, le devuelve a su “impulso de juego”, porque al hombre le
gusta jugar, por ejemplo con ideas. Pero por supuesto, esto implica que las
emociones son educadas por la razón, y las emociones se resisten a tal esfuerzo,
aunque debe ser posible, sino ¿cómo iban a crecer los niños? Para el humanista
alemán, en el “alma bella”, el deber y la inclinación ya no están en conflicto.
Expresarse no tiene porqué estar unido a los sentimientos banales y primitivos,
sino que pueden estar conectados con emociones de un orden más alto, a la
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belleza. La libertad humana se expresa a sí misma por ello como una capacidad
de ir más allá de los instintos animales. Pero, por supuesto, esto implica alguna
clase de trabajo, tal logro no llega de forma natural. Si es natural se trata de una
naturaleza adquirida, una especificidad del hombre a la que llamamos cultura.
Intelecto
Vamos a examinar el problema “intelectual” de la filosofía. Para empezar,
podemos recordar al lector la famosa historia de Tales y la esclava tracia
contada por Platón. Aparentemente, Tales, filósofo y astrónomo, estaba mirando
a las estrellas, y no a sus pies, y por eso cayó en un pozo. Una esclava que lo vió
la escena empezó a reír ante tal loco, tan ocupado en las “esferas celestes” que
ignoraba la realidad más cercana. La cuestión que por supuesto se impone a la
mente filosófica, que no a la esclava como la historia parece implicar, es saber si
el pozo, el agujero en el suelo, la presencia física inmediata, está dotada de más
realidad que los lejanos cielos que Tales contemplaba. Esta historia capta bien el
punto de vista general del filósofo, de su actividad filosófica, incluso si se puede
etiquetar como un cliché. Pero después de todo, un cliché es un término que en
el origen designa la fotografía tomada por una cámara, mostrando de manera fija
lo que es inmediatamente visible; por ello, a pesar de su cualidad reduccionista,
hay realidad en el cliché. Así pues el filósofo, afirmando que hay otra realidad
aparte de la inmediata y visible, se centra en esa realidad escondida, está
obsesionado por su secreto, por eso ya no ve nada más, o ve mucho menos lo
que es visible para cualquier otro. Esto nos devuelve a Platón y al mito de la
caverna, en el que el hombre que ha visto “la luz de la verdad” está cegado una
vez que vuelve a la oscuridad de la caverna, no puede jugar a los juegos
comunes, lo que hace que sus compañeros primero se rían de él y luego lo
maten.
Otro punto de diferencia sobre la vida, cuando pensamos en Tales y la esclava,
es el tema del cuerpo. Parece que si la esclava habita su cuerpo, no así el
filósofo. Podemos pensar de él -como de muchos filósofos- como en una mente
con piernas, su cuerpo es un mero instrumento para transportar su cabeza, lo
mismo que vemos en los dibujos de los niños pequeños. Ella tiene un cuerpo, él
es una especie de ectoplasma. Al revés que ella, él no se preocupa por lo que le
pasa al cuerpo y por eso tropieza y cae. La inmediatez de los sentidos no tiene
significado real, ya que sus sentidos están tan dados de sí, mirando a las
estrellas, que ya no se distinguen de la actividad de la mente. Mientras que la
esclava parece dotada del llamado “sentido común”, ese sentido tan unido a la
percepción sensorial. Ella confía en sus ojos y en su mente por lo que le dicen,
cuando él duda, el filósofo disecciona y trata de ir más allá. Ella está viva,
existe, él es un ser intelectual. El encarna la clásica tesis intelectual: el cuerpo es
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una prisión para el alma, un alma que desesperadamente intenta alcanzar lo
ilimitado, pero un alma al que el cuerpo humilla constantemente, recordándole
su ser finito. Mientras que el alma a su vez, reprende a ese ridículo trozo de
carne llamado cuerpo. La vida es sucia y desordenada. Por esta razón Lucifer no
puede entender porqué Dios no prefirió a los ángeles bellos, criaturas de luz
antes que a los torpes y enlodados humanos. Lucifer como el “santo patrón” de
los filósofos…
El otro cuerpo ignorado o despreciado por el filósofo es el cuerpo social. Lo
mismo que el cuerpo físico personal, el cuerpo social es vinculante, pesado,
banal, rudo, desordenado, ordinario, inmediato, etc. Lo que es común es malo, lo
que es especial es bueno. Lo que es distante es bello, lo que es cercano es feo.
Lo que se percibe es determinado, lo que es pensado es libertad. Por supuesto,
una vez más, este cliché no pretende establecer alguna forma de prisma
absoluto, sino en general como regla práctica funciona bastante bien, y es útil
entender nuestro propio modo de funcionar, como uno de los dualismos más
clásicos característicos de la existencia humana. Para entender por ejemplo
nuestra propia tendencia a no confiar en nadie más que en uno mismo, la
desconfianza fundamental de la opinión común, una sospecha que parece estar
en diversos grados de intensidad en todas las mentes humanas.
Finalmente pero no por ello menos importante, el otro modo como el intelecto
niega la vida es en su relación con los sentidos. Vamos a fijarnos en uno que es
común y a menudo es una razón para no filosofar: la empatía. La empatía como
la compasión, el amor, la piedad y otros son sentimientos sociales que nos hacen
humanos, que nos hacen poder vivir. Pero el intelecto, como otras funciones
mentales, al dar más importancia a su propia actividad, tiende a ignorar,
disminuir, negar, frustrar o suprimir otros tipos de actividad, especialmente si no
son de la misma naturaleza. Y efectivamente, analizar y buscar el concepto, y
pedir a alguien que lo haga, buscar y exponer la verdad, cuestionar, puede ser y
es doloroso y contrario a los sentimientos sociales que preferiríamos facilitar las
cosas a la otra persona. Por supuesto, los partidarios de la “totalidad”, otra forma
de omnipotencia conectada con la tendencia “new age” o las personas
satisfechas con alguna forma de “psicologismo”, dirán que esas dos actividades
combinan muy bien. Pero según nuestra propia experiencia, estos “humanistas”
tienden a proyectar sus propios miedos e ideas en los adultos y en los niños con
los que tratan, expresando más que nada una falta de confianza hacia su propia
identidad intelectual, por tanto hacia la identidad intelectual de los demás, un
fenómeno muy común. De nuevo los sentimientos parecen constituir los
principios básicos de la vida, una manera común de conducirse, y filosofar toma
la apariencia de una actividad forzada y artificial, a menudo con una exigente y
por tanto dura y brutal connotación. Ellos olvidan que la filosofía como las artes
marciales, no puede evitar los tropiezos, las caídas y los moratones. Y así es
probablemente como nos enseña a crecer, a través de la relación con la realidad.
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Estas diferentes especificidades del intelecto pueden ser cubiertas por un
concepto existencial que no es caro: la autenticidad. Y a pesar de su connotación
existencial, afirmamos que la autenticidad es una forma de muerte. Ser
auténtico, significa radicalizar nuestra posición, atreverse a articularla, llevarla a
cabo sin estar constantemente mirando por encima de nuestro hombro: la
autenticidad no necesita justificarse a sí misma. Una buena razón para que los
demás la califiquen de altiva y arrogante. Esta extrema singularización es una de
las principales razones para explicar el ostracismo contra el filósofo, aunque
puede ser también la causa de su glorificación. Los cínicos son un buen ejemplo,
pues se atreven a pensar y expresar lo que piensan, sin consideración hacia lo
establecido, costumbres, principios, moral y opiniones. Ellos muestran su falta
de respeto por todo lo que sus conciudadanos consideran sagrado. Por supuesto,
esto sólo les puede conducir a la confrontación y al aislamiento. Los cínicos
parecen rígidos y dogmáticos, mientras que para sobrevivir hay que ser flexible
y adaptarse. Incluso se les puede acusar de caer en una especie de conducta
patológica, una conducta suicida. Y si ellos son acusados de hacer picadillo de la
gente con la que se encuentran, no se debería de pasar por alto que también se
hacen picadillo a sí mismos. Se debe al perpetuo estado de guerra en el que de
hecho están involucrados, aunque no es ese su propósito; simplemente deriva de
su incapacidad para hacer como que juegan los juegos sociales. Pero también su
persona es negada a favor de algo más importante, algún concepto trascendente,
ya sea la verdad, la naturaleza u otro, un concepto que podrían no querer
pronunciar, pero al que quieren sacrificar todo incluidos ellos mismos. La única
razón por la que parecen personas desleales y fuera de la ley es porque no
aceptan las medias tintas y los compromisos. Observamos en las formas diarias
de conversación que la mayoría de los diálogos se componen de tres
ingredientes principales: charlas insustanciales sobre el tiempo y cotilleos,
autoglorificación y autojustificación, obtención de alguna ventaja de alguien. La
autenticidad del filósofo está en total ruptura con esto: la charla insustancial es
aburrida, no tiene porqué glorificarse y autojustificarse a sí mismo, el diálogo
sólo debería tratar de preocupaciones trascendentes. Si no más vale quedarse
callado y callar al interlocutor.
La alegoría de la caverna da buena cuenta de las dos actitudes más frecuentes
que el hombre común tiene para con el filósofo: risa y enfado. Risa porque se
comporta de manera extraña, enfado porque se sospecha -o se tiene la certezade que sabe algo que los demás no saben: envida. Esta descripción cuadra bien
al filósofo definido como el otro, ¿Pero que hay del filósofo dentro de sí mismo?
¿Cómo relacionarnos con él? Vamos a examinar cómo el filósofo interior -el
daimon como lo llamaba Sócrates- para nuestra vida. Podemos responder a esta
pregunta indirectamente afirmando que en el común proceso educativo, los
padres no alentarán esta clase de preocupación o punto de vista sobre el mundo
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en su vástago. Por la simple razón de que un niño con estas inquietudes sería
percibido como alguien con una especie de handicap: parecería torpe, que
realmente no está en sí mismo, poco práctico, molesto, etc. En otras palabras, no
estaría preparándose para la lucha que la mayoría de la gente considera que es la
vida, incluso cuando no lo reconocen abiertamente. Hay que adaptarse, ser
práctico, ser consecuente. Especialmente hoy en día cuando la competición
económica arrasa con fuerza, entregarse a las preocupaciones filosóficas no
parece proporcionarnos la preparación más útil para la vida. Más bien parece
como poco un lujo, como mucho una amenaza. Observamos esto frecuentemente
en nuestro trabajo con los niños, en los que encontramos que la principal
objeción a la filosofía es que pensar lleva tiempo y hay materias más urgentes
con las que tratar. Ya que estamos en este tema podemos añadir que
secundariamente se sospecha que el niño se verá desestabilizado o inquietado
por este tipo de actividad. Su vida infantil se verá inhibida por la actividad del
pensamiento, lo que podría provocarle angustia y desazón. La vida es
considerada suficientemente dura sin tener que pensar en cosas terribles; por ello
dejemos que el niño sea niño, dicen…Probablemente el adulto también… De
esta forma, además de las dificultades de pensar que ya hemos examinado,
existe la sospecha de que el tipo de pensamiento del que estamos hablando sería
destructivo. Lo que en cierta manera es más que probablemente verdad. Un
camino que nos lleva a la siguiente contradicción entre la vida y la filosofía: el
tema de la problematización.
Pensar lo impensable
Una de las más importantes capacidades de la filosofía es la capacidad para
problematizar. A través de cuestiones y objeciones, se supone que examinamos
críticamente las ideas dadas o las tesis, para escapar de la trampa de la
evidencia. Esta “evidencia” está constituida por un cuerpo de saber y de
creencias que los filósofos llaman “opiniones”: las ideas que no son razonadas,
que son puramente establecidas por la costumbre, las habladurías o la tradición.
Así, cuando nos internamos en el proceso filosófico, debemos examinar los
límites de la falsedad de cualquier opinión dada y avistar otras posibilidades de
pensar, lo que a primera vista parece extraño, sin sentido o incluso peligroso.
Para hacer esto, hay que suspender el propio juicio, como Descartes nos invita a
hacer, y no confiar en las emociones normales y las convicciones. Más todavía,
a través de su “método”, nos pide que pasemos por un proceso mental que
garantiza la obtención de un saber más solvente al que llama “evidencia”, por
oposición a la opinión establecida, ya sea vulgar o de escuela. Para ser digna de
confianza, esta “evidencia” tiene que poder resistir la duda, evitar la
precipitación y el prejuicio, y presentar formas claras y distintas. Con el método
dialéctico ya sea el de Platón, Hegel u otros, el trabajo de crítica o negatividad
va más lejos, pues es necesario ser capaz de pensar lo contrario de una
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proposición para entenderla, evaluarla e ir más allá de ella; de este modo
desaparece toda posibilidad de “evidencia”. Por supuesto, para efectuar tales
procedimientos cognoscitivos, se necesita estar en un cierto estado mental, tener
una específica clase de actitud, hecha de distancia y de perspectiva crítica.
Esta actitud es muy exigente, conoce muchos obstáculos. La sinceridad por
ejemplo es un obstáculo para esta actitud, también la buena conciencia y la
subjetividad, que tiene que renunciar a su estricto dominio sobre la mente. Más
radicalmente, los principios morales, los postulados cognitivos y las necesidades
psicológicas que nos guían en la vida tienen que ponerse entre paréntesis,
someterse a la dura crítica, incluso ser rechazados, lo que por supuesto no pasa
de manera natural ya que produce dolor y angustia, aunque uno sea capaz de
tomar distancia con respecto de sí mismo. Dividirse a sí mismo, como Hegel
sugiere, como condición de un pensamiento real, como condición de la
conciencia. Y para poder completar semejante cambio de actitud, hay que morir
a uno mismo, abandonar, incluso de manera momentánea, lo que es más
querido, la idea prudente, la emoción prudente. “Biológicamente, ¡no puedo
hacer eso!” me contestó una vez una profesora española cuando le propuse
problematizar su posición sobre determinado tema. Ella había percibido bastante
bien el problema, sin ser plenamente consciente de las consecuencias
intelectuales de su protesta. Nuestra vida, nuestro ser, parece fundado sobre
cierta especie de principios establecidos no negociables. De ahí que si pensar
implica problematizar como condición de la deliberación efectivamente uno
tiene que morir para pensar. Y si observamos como las personas que intervienen
en una discusión se acaloran cuando se les contradice, y recurren a posiciones
extremas o estrategias para defender sus ideas, incluyendo le más llamativa mala
fe, podemos concluir que efectivamente abandonar las propias ideas es una
especie de pequeña muerte.
Podríamos preguntarnos porqué rechazamos con tanta impaciencia abandonar
una idea incluso por un momento, porqué tanta resistencia a un corto interludio
de problematización, como regularmente encontramos cuando se formula tal
demanda. Al menos para los adultos, ya que para los niños parece no ser un
problema, pues son menos conscientes de las implicaciones y consecuencias de
esa posición “artificial” de contrapunto. Una perspectiva que tenemos sobre esta
materia nos la da Heidegger, por el estatuto que él da al discurso: “El lenguaje es
la casa del ser”, dice. Para él hablar es hacer que algo aparezca en su ser, por
ello podemos decir que el discurso proporciona existencia. Por supuesto, para el
hombre, un ser del lenguaje por excelencia, esto es bastante obvio aunque a
menudo negado, por ejemplo por la objeción común de que “son sólo palabras”.
Sin relatos, mitos ni historia, sin narración ni diálogo, ¿qué seríamos?
¡Ciertamente no seríamos humanos! Así lo que decimos de nosotros, ya sea en
forma de narración -mito- o en la forma de ideas y explicaciones -logos- nos es
indispensable y especialmente querido. Para probar la importancia del discurso,
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tenemos sólo que observar como nos sentimos amenazados si nuestro discurso
es ignorado o contradicho; ¡de pronto estamos muy preocupados por la verdad!
En realidad, nuestra preocupación real es nuestra imagen, nuestro “si mismo”
que hemos construido con laboriosa y concienzudamente, un “sí mismo” que
pretende manejar su propia producción, un sí mismo que tiene fuertes
pretensiones de parar el saber, la experiencia, la razón por ejemplo un sí mismo
válido… Nuestra imagen es un ídolo al que queremos sacrificar cualquier cosa;
ningún sacrificio nos parece demasiado excesivo. Por eso cuando la filosofía o
un filósofo concreto nos invita a examinar las sombras, los absurdos o la
vanidad de nuestros propios pensamientos, todo nuestro ser reacciona con
fuerza, instintivamente, sin tener que pensar en ello, es una reacción de mera
supervivencia. El conato de Espinosa, nuestro deseo de perseverar en la
existencia toma el control sobre nuestra sed de verdad, nuestro deseo de ser algo
específico, de existir, está preparado a negar toda otra forma de alteridad,
incluida la razón misma. La persona, este ser empíricamente construido, se
siente amenazada en su existencia real por el ser sin cara y sin identidad.
Problematizar nuestros pensamientos más íntimos, nuestros principios más
fundamentales, abandonar ligeramente o examinar libremente esos postulados
que hemos afirmado o defendido a veces durante años, se convierte en una
posición intolerable. Nuestras ideas somos nosotros, somos nuestras ideas. Y tal
modus vivendi no debería ser simplemente una forma de testarudez. Después de
todo, ¿cómo podríamos situarnos y actuar en la sociedad sino tuviéramos tales
ataduras? ¿Cómo podríamos comprometernos en cualquier proyecto si no
prometemos lealtad a algunos principios fundamentales? ¿Cómo podríamos
existir sin algunos ideales que guíen nuestra vida, a pesar de que estemos muy
distantes de hacerlos realidad? Si el hombre es el ser que piensa, es un ser de
ideas. El único problema es que las ideas son herramientas para pensar, a
menudo las ideas son tomadas como fin y por eso se convierten en un obstáculo
para el pensar. De ahí que problematizar es intentar restablecer la primacía del
pensar sobre las ideas, una tarea nada fácil, ya que al ser empírico le cuesta dar
paso al ser trascendente. Dejar de lado ideas específicas es una forma de morir,
pensar es por ello como morir.
Cosas más importantes que hacer
En algunas culturas, el filósofo mantiene un status real, es admirado por su
saber, por su sabiduría, por su profundidad, porque parece tener acceso a una
realidad que es negada al común de los mortales. En otras culturas por el
contrario, es visto como un ser sin utilidad, sospechoso, extraño o incluso
pervertido. Volviendo a Tales y la esclava tracia, algunas sociedades dan más
espacio a la perspectiva celestial que otras, y algunas sociedades son más
terrenas que otras. Este segundo caso se manifiesta a través de diferentes formas.
Primera posibilidad: la filosofía está bastante ausente de la matriz cultural, o se
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reduce a un estricto mínimo en términos de importancia la psicología colectiva.
Segunda posibilidad: la filosofía se ve como un enemigo ya que socava los
postulados y principios que guían esa sociedad, introduciendo la duda y el
pensamiento crítico. Tercera posibilidad: la filosofía se adapta a la matriz
cultural, echa en el ancla en la preocupación material para evitar que el
pensamiento vuele hacia cierta realidad etérea. Por supuesto, esos tres aspectos,
pueden combinarse fácilmente, la cultura Anglo-Americana es un buen ejemplo
de ello. Tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido la filosofía es un
débil esfuerzo cultural. A menudo es vista como la gran amenaza hacia los
postulados establecidos, ya sean políticos, económicos o religiosos. Y su
tradición filosófica tiende a quedarse en el reino de la realidad empírica y
material, como vemos históricamente en las escuelas de empirismo, utilitarismo
y pragmatismo.
El tercer aspecto, una específica forma de filosofía, no es por ello accidental. El
tema es aquí el de la axiología. ¿Cuáles son los valores de una sociedad dada?
¿Cuál es la jerarquía de valores alrededor de la que se organiza dicha sociedad?
Recordemos el famoso cuadro de Rafael, la Escuela de Atenas, en el que Platón
apunta al cielo y Aristóteles a la tierra, diferentes filósofos se sienten
concernidos por temas diferentes. La historia de la filosofía no es más que una
serie de afirmaciones y refutaciones, acompañadas de algunas consideraciones
metodológicas sobre los métodos y procedimientos usados para probar los
diferentes puntos. De este modo el criticismo de la filosofía o el rechazo de la
filosofía están todavía operando en el ámbito mismo de la filosofía, porque
siempre se trata de la crítica o del rechazo a cierta forma de filosofía. La
filosofía produce su propio criticismo y lucha contra él. Esta es la razón por la
que la filosofía puede reclamar como propia cualquier forma de antifilosofía, ya
sea religiosa, científica, psicológica, política, tradicional, literaria, etc. Por ello
parece, como estamos subjetivamente queriendo afirmar, que el hombre no
puede escapar a la filosofía, como tampoco puede hacerlo a la fe o al arte. Los
únicos parámetros que cambian, son los valores adoptados, los métodos usados,
las actitudes tomadas y el grado de conciencia. El hombre crea su propia
realidad, y esta producción de la realidad tiene contenido filosófico. El
significado de los logros alcanzados por el hombre puede diferir, el deseo por
determinar su sentido puede variar, la relación con el significado puede cambiar,
la importancia relativa dada al sentido podría oponerse a la importancia dada a
las observaciones fácticas, pero hagamos lo que hagamos no podemos escapar al
sentido, porque el hombre es un animal racional, y no puede escapar a la razón.
Esto significa que él interpreta, juzga, evalúa, decide subjetivamente qué grado y
naturaleza de realidad concede a la realidad, él establece la medida de lo que es
verdad, y podemos afirmar que la realidad y la verdad no son más que
conceptos, construcciones humanas o inventos. Incluso cuando el hombre
declara que la realidad se le escapa, por estar materialmente limitada,
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objetivamente definida o dada por Dios, se compromete, se embarca en una
colección definida de valores.
En otras palabras, la esclava tracia es tan interlocutor –y en cierta manera tan
filósofa- como Tales, incluso si se parece mucho a nuestro vecino de la puerta
de al lado. Lo que nos hace volver al tema de la filosofía “vulgar” y la filosofía
“elitista”. Porque la filosofía es un intento de apretar el paso, de ir más allá, pero
estas transformaciones espaciales no tienen ningún sentido sin la “parcialidad”
de las cosas. Tales no tiene sentido sin la esclava, siendo extraña ella es su “alter
ego”: ¡es sólo otro ego! Sin el diálogo y la tensión entre las dos posturas, lo que
dice Tales carece de significado, y lo que dice la esclava también. Volvamos a la
alegoría de la caverna. ¿Por qué el filósofo tiene que volver a la caverna en la
alegoría de Platón? ¡vuelve para morir! No puede quedarse fuera, mirando a la
luz pura, incluso aunque prefiriera ser esclavo en aquel mundo iluminado a ser
el rey de la oscuridad. Pero Platón no puede evitarlo, no puede proponer
devolver a ese hombre a la caverna, como si alguna fatalidad le obligara a ese
diálogo forzado, a esa confrontación, a esa muerte. No hay filosofía sin “lucha”
proclama Nietzsche. La lucha es en la tragedia griega el momento de la
confrontación, del drama, de la tensión. Es ambigua y paradójicamente,
destructiva y constructiva. Pensar es un diálogo con uno mismo, asegura Platón,
y no puede haber diálogo si no hay distancia, un intervalo, si no hay
confrontación.
Aquí, nuestra afirmación es que adoptando la posición que hay cosas más
importantes o más urgentes que hacer que la filosofía, ya estamos en el debate
filosófico. Incluso olvidando que la filosofía existe, estamos en el campo
filosófico. El papel del filósofo como el del artista es apuntar, mostrar, indicar.
Foucault asegura que si el científico hace visible lo invisible, el filósofo hace
visible lo visible. Una vez que uno ha visto puede aceptar que ha visto, negar
que ha visto, olvidar que ha visto, pero sus ojos ya no son los mismos: ya no
puede reivindicar ninguna forma de virginidad. La filosofía hace fuego con
cualquier madera. En el diálogo, el filósofo siempre gana, sólo por empezar a
dialogar con otro. Pero él no tiene que ganar como el retórico; no deberíamos de
confundir la filosofía y la erística. En el diálogo el filósofo gana de dos maneras:
llevando al otro a ver algo y viendo lo que el otro ve. Por esto el diálogo es tan
fundamental en filosofía. Por eso Sócrates persigue con pertinacia y sin
descanso a sus conciudadanos por las calles de Atenas, y no tiene otro interés en
la vida más que examinar las mentes de sus compañeros humanos, ahondando
en sus almas. El afirma que ahí encuentra la verdad. ¿Cómo es posible? ¿estaba
exclusivamente rodeado por profetas y hombres sabios? No si leemos los
diálogos en los que Sócrates parece mucho más sabio que sus interlocutores.
Nuestra propuesta es que Sócrates encontraba la verdad en ellos porque les daba
la posibilidad de abandonarse a sí mismos, de morir a sí mismos. Entrando en
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esas almas extrañas y extranjeras, se confrontaba a sí mismo, en una especie de
persecución ascética, como el luchador o los soldados necesitan un oponente
para desafiarse a sí mismos, para ir más allá de sí, para transformarse en uno
mismo, para morir a sí.
Si miramos a la historia de la filosofía, tenemos otra lectura de este tema. En su
origen, la filosofía era todo aquello con lo que el pensamiento se ve concernido:
el saber sobre todo tipo de temas, naturaleza, religión, sabiduría, ética e incluso
el práctico saber hacer. Y en efecto había una fuerte connotación de
omnipotencia en esta actividad en aquel tiempo, en términos de saber teórico y
práctico. Podemos acordarnos de Hippias el sofista diciendo a Sócrates que todo
lo que le afectaba lo había hecho él. O Calicles, que explicaba que a través del
arte de la retórica, el fuerte puede dominar al débil, o Gorgias, que pretendía que
podía convencer a cualquiera de lo que él quisiera. No hay límites para las
pretensiones intelectuales, para las reglas del orgullo. La verdad aquí no tiene
lugar, tampoco el sentido común, ni lo tiene ningún principio regulador; es la ley
de la jungla. La única realidad del discurso es el sujeto y sus deseos. Ahora bien,
por supuesto, el erudito criticará nuestras palabras, diciendo que la filosofía
confirmó el rechazo de esas concepciones, tales como la búsqueda del bien y la
verdad, acusándonos de confundir voluntariamente al filósofo y al sofista. Pero
nuestra afirmación es que la sofística no es más que una escuela específica de
filosofía, y de hecho a través del relativismo y el amoralismo -o inmoralismo- de
su postura son precursores de muchas líneas de pensamiento. Y la pretensión de
omnipotencia de los sofistas, incluso si más tarde toma otras formas, ha
permanecido como una característica típica de la auto-imagen del filósofo
hinchado de vanidad, que en su tiempo Sócrates estaba intentando enfrentar
correctamente, afirmando que tales no eran filósofos, desde nuestro punto de
vista Platón esencialmente tenía razón, aunque no formalmente. Aunque él sabía
eso, él reconocía la proximidad de las dos especies, como indica su analogía
sobre el tema: decía que el filósofo comparado al sofista es como el perro al
lobo…
A lo largo de la historia la filosofía perdió muchos de sus dominios: las ciencias
de la naturaleza -física, astronomía, biología, etc..- y las ciencias de la mente psicología- son las pérdidas más destacadas, a las que podemos añadir muchas
otras especialidades secundarias: lingüísticas, gramática, lógica, sociología, etc.
De forma extraña, en cuanto un saber particular quiso reclamar algo de certeza,
abandonó la filosofía y se estableció como lo que hoy llamamos ciencia, un
saber constituido de la objetiva e irrefutable evidencia, basado en hechos y en
números, observación y experimentación. La filosofía puede así llamarse
solamente “problemática”, como la denomina Kant: lo que es meramente
posible. Pero los filósofos, como sus ancestros los sofistas, no quieren
abandonar las certezas. El resultado es que hoy, el tipo de certezas que les han
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quedado y que reclaman son de tres tipos: la certeza de una visión del mundo
con contenido político, social espiritual u otro, las certezas del saber histórico
sobre ideas, escuelas y autores, bastante académico, y la certeza sobre cómo
pensamos que tiene que ver con el método y la epistemología. Y el
posmodernismo con su rechazo a todo tipo de universalidad, ha conseguido
crear un “nuevo” tipo de certeza: una omnipotente figura de la subjetividad,
finalmente prima hermana del sofista.
Con todo esto, estamos intentando justificar que el principio de lucha es
consustancial a la actividad filosófica, y no sólo la lucha, sino la agonía, ese
lento y sin fin morir a uno mismo. E incluso si muchos “momentos” de la
historia de la filosofía han pretendido haber dado algún tipo de respuesta
definitiva al debate previo y sin fin, siempre hay una nueva “reivindicación”
emergiendo, preparada para “matar” esa tesis “definitiva”. Hegel forjó ese
concepto de “momento”, e intentó mostrarnos como cada “momento”, en tanto
que seguía y refutaba al momento precedente, participaba en alcanzar algún tipo
de absoluto, que por supuesto él había sido capaz de distinguir. Pero de una
extraña manera, su reivindicación de absoluto, su “invitarse a sí mismo a la
mesa de lo divino” -crítica esta que se ganó de parte de Shelling- es parte del
proceso, e incluso un paso necesario de él. La crítica de Marx contra este “hiperidealismo” dialéctico fue así sólo una reacción legal y necesaria. La otra
reacción contraria a tal visión absolutista hegeliana fue la del pragmatismo
norteamericano. Y si estas dos escuelas de pensamiento han determinado
bastante el futuro de la humanidad, intelectual, cultural, políticamente, etc. la
segunda es por supuesto todavía la hegemónica. Pero si retenemos un criterio
común para estos inversos avatares de la filosofía “tradicional” diremos que es
la invocación de la razón, que pertenece a algún proceso inmanente, no a un
poder trascendental. Una vez más el filósofo tiene que morir: teóricamente no
puede hablar de un poder “dado por un dios o por un espíritu” el filósofo
responde de una propiedad que pertenece a todos, como acuñó Descartes cuando
escribió que “la razón es la cosa más repartida del mundo”. Y ese “anti-elitismo”
es probablemente cuando se le hace frente la experiencia más humillante e
inhumana para el filósofo. Y probablemente por lo mismo, una de las
experiencias filosóficas más fundamentales. “Desaprender” lo llamaba Sócrates,
“filosofar con el martillo” lo llamó Nietzsche. Podría llamarse “el triunfo de la
esclava tracia”.
Ser nadie
Ulises es un héroe real para Sócrates, probablemente su favorito, como lo
defiende en el diálogo Hipías menor. La principal razón es que Ulises es
“nadie”, como dijo el Cíclope Polifemo. Está en ninguna parte y en alguna, trata
con hombres y con dioses, que se pelean por su causa, es sagaz pero está a
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merced de fuerzas poderosas, es un líder y un hombre solitario, siempre echa en
falta lo que no es, esquivo hasta para sí mismo, su vive constantemente al filo.
Parece ser la versión mediterránea de la clásica taoísta visión de la vida, que
podemos resumir de la siguiente manera. Quien se preocupa principalmente de
la vida y está demasiado atado a la vida no vive, no tanto porque esta
preocupación socave su alegría de vivir, sino porque bloquea y corrompe la
vitalidad, la verdadera fuente de la vida. Esta idea de que la vida –procesión sin
término de pequeñas preocupaciones, tensiones y rigideces sobre “pequeñas
cosas” - es un obstáculo a la vitalidad, ofrece el equivalente existencial de que
las ideas son un obstáculo al pensar. La vitalidad no se aferra a la vida; el pensar
no se aferra a las ideas. Tenemos otro eco de esto en la figura de Cristo: hijo de
hombre, hijo de nadie y de todos, nacido para morir, que ni siquiera tiene una
piedra para reclinar su cabeza, como dijo al maestro que quería seguirle.
Así la esencia de la filosofía es dinámica, trágica y paradójica. Ya sea en su
apasionada versión occidental o en su despegada versión oriental, el reto que el
hombre tiene que encarar en la vida y en la filosofía es dejar ir sin abandonar.
Pero la vida como sabemos tiene aversión por el dejar ir, una postura rígida para
la que la única alternativa es abandonar todos juntos. Así la vida es a menudo
expuesta como una serie crónica de ciclos maníaco depresivos, que por suerte o
por desgracia termina con la muerte, el último estado maníaco o depresivo,
según el humor y las circunstancias.
La experiencia filosófica fundamental es una experiencia de alteridad, y una
experiencia del “otro lado de las cosas”, que sólo puede ser vivida desde el
punto de vista de “este lado de las cosas”. La distancia, el abismo, la fractura del
ser, la tensión entre lo finito y lo infinito, la realidad y el deseo, la afirmación y
la negación, la voluntad y la aceptación, son como otras muchas formas de la
misma experiencia. El eterno juego entre singularidad, totalidad y trascendencia.
Hay muchas maneras para describir lo que conduce al hombre a pensar y
explorar, tantas como de oscurecer y negar lo que busca. Extrañamente, la
historia de la filosofía se ha constituido como una superposición de visiones y
sistemas que pretenden completar, explicar o rechazar las previas. Todos los
textos filosóficos son meras notas a pie de página de los textos de Platón, dijo
alguien. Pero si todavía leemos el texto de Platón, nos damos cuenta de que
captura la paradoja de la filosofía. El impulso inicial del trabajo de Platón es dar
testimonio de la historia de un hombre que preguntaba más que afirmaba, un
hombre que nunca escribió una línea hasta donde sabemos. Pero ya Platón,
empieza a afirmar, empieza a construir una tesis basada en ese hombre, o
inspirada por él, y escribe mucho. Inmediatamente después llega Aristóteles,
según nuestro punto de vista aportará el armazón de la futura filosofía
occidental: una especie de enciclopedia del saber, que lo incluye todo: ciencias
naturales, ciencias políticas, psicología, ética, etc… Algo sólido y solvente. Pero
como Sócrates, pensamos que la filosofía no es leer o escribir, ya que eso tiene
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que ver objetos: los libros, cuando la filosofía primariamente tiene que ver con
enfrentarse con el alma humana. Entonces ¿Por qué escribes libros si estás en
contra de los libros si estás en contra de ellos? Objetó alguien con razón. Bien,
¿cómo puedes desaprender si nunca has aprendido? ¿cómo puedes quemar libros
si nunca los has escrito? ¿cómo puedes morir si no has vivido? Y con esta
inversión dialéctica tan común a la filosofía, vamos a preguntar también lo
siguiente: ¿Cómo puedes aprender si no has desaprendido? ¿cómo puedes
escribir libros si no los has quemado? ¿cómo puedes vivir si no has muerto?
El único problema con los filósofos, como con todos los seres humanos, es que
confunden o invierten los medios y los fines. Por la sencilla razón de que uno
está más a la mano que el otro. Ser profesor, tener un saber, escribir libros, tener
un título, tener ideas, ser famoso o importante, ser brillante, respetado,
reconocido, como muchas posibles consecuencias de filosofar, son otros tantos
obstáculos para filosofar. Porque los filósofos, como todos los hombres quieren
existir como filósofos. Esto es probablemente lo que llevó a Sócrates a citar a
Eurípides en su discusión con Gorgias el sofista, cuando dice: “quién sabe si
vivir es no morir, y por otra parte morir es no vivir.”
Que filosofar es morir al mundo, es una idea bastante común. Que la filosofía es
morir a uno mismo, es ya una idea más rara y extraña. Pero si además
afirmamos que la filosofía implica la muerte de la filosofía, caemos
derechamente en el absurdo, en el que poca gente está dispuesta a
acompañarnos. Pero pensamos que ahí está la filosofía, donde muere. Esta es
probablemente la mejor definición que podemos dar de filosofía como práctica,
aunque no diga mucho.
Aquí aparecen los filósofos que critican el concepto de práctica filosófica
diciendo que la filosofía no es más que una práctica, a pesar de las múltiples y
contradictorias formas que esta práctica pueda tomar. Aunque la verdad del tema
es que los filósofos académicos rechazan la práctica filosófica porque es un reto
para uno mismo y cuestiona a la persona, mostrando poco o ningún respeto
hacia ese “sí mismo”.
Pero déjennos terminar en este punto afirmando que la esencia de la práctica
filosófica es hacer lo que se deja para ser deshecho, hagamos lo que hagamos.
¡Una idea reguladora bastante difícil de vivir! Debe de ser filosófica… nadie
puede hacerlo… seguramente…