Download Canibalismo azteca: controversias desde una mirada amazonista

Document related concepts

Sacrificios humanos en la América precolombina wikipedia , lookup

Xochiyáoyotl wikipedia , lookup

Gastronomía mexica wikipedia , lookup

Transcript
Ganador del Reconocimiento al Mérito Estatal de Investigación 2014 en la Subcategoría de Divulgación y Vinculación
Canibalismo azteca: controversias desde
una mirada amazonista
Israel Lazcarro Salgado
INAH - Morelos
L
a antropofagia en Mesoamérica ha sido desde el siglo XVI un tópico
controvertido. Para el nacionalismo mexicano, afirmado en un
glorioso pasado indígena, ha sido sin duda su principal dolor de
cabeza: ¿cómo abordarlo? La respuesta primaria que nuestra propia sociedad
ofrece es la de horrorizarse. De ahí que el “canibalismo” mexica convoque
todo género de animadversiones. Como ningún otro tema, el canibalismo
ha estado sujeto a un ir y venir de argumentos que suelen desbordar lo
académico y en cambio, bordar en los terrenos de la condena moral. Para el
nacionalismo indigenista mexicano, la antropofagia mexica supuso un horror
que con mucha dificultad se asumió …cuando se asumió. La respuesta más
frecuente fue la negación: una calumnia de los invasores europeos, una
manera de denostar a las poblaciones indígenas existentes a fin de justificar su
dominación y exterminio. Reivindicar a los pueblos indios supuso entonces
negar su antropofagia, lo que no fue sino otra manera de negarlos. Esos dilemas
no se limitaron a la opinión pública: han atravesado el discurso académico,
adentro y fuera de México. La actitud frente a la antropofagia mesoamericana
ha oscilado entre la negación de su existencia, a su “justificación” bajo
criterios alimenticios y ecológicos. Tal fue la tesis de Michael Harner, quien
en esto siguió al célebre Marvin Harris, figura emblemática de la antropología
estadunidense, iniciador del materialismo cultural y para quien la antropofagia
se debía más a una adaptación cultural frente a una circunstancia ecológica:
carencia de carne animal y necesidad de proteínas. Lo cierto es que ninguna
de estas posturas se atreve a dejar hablar la voz indígena, la voz del otro y su
diferencia cultural. Fue ahí donde apuntó la aguda crítica de un antropólogo
como Marshall Sahlins, también estadunidense, quien buscó desmontar la
extensa red de prejuicios y caricaturizaciones en que se sostuvo buena parte
de la antropología en su mirada de los otros, con su “primitivismo”, de antiguo
asociado con la miseria, la simplicidad y la ignorancia. El texto que presento
a continuación, es una traducción libre de la primera parte de un interesante
artículo escrito por Oscar Calavia, publicado en la revista Mana, número 15,
en 2009, con el título: O canibalismo asteca: releitura e desdobramentos. Se
trata de la lectura de un antropólogo y escritor español, amazonista, sobre la
antropofagia mexica según las fuentes históricas mexicanas. Es significativo
que el debate en torno al canibalismo mesoamericano, regrese a México bajo
las miradas provenientes de América del Sur. Algo pasó en México donde
el tema se vetó: un tema incómodo, que al parecer suscitó más pasiones
que reflexión. Sin embargo, los hallazgos y reflexiones surgidas en torno al
canibalismo amazónico en las últimas décadas, parecen ofrecernos una mirada
más atenta, más serena y al mismo tiempo mejor equipada para abordar el
tremendamente complejo problema del canibalismo en Mesoamérica. Es eso
lo que Oscar Calavia se propuso hacer: “un ensayo provisorio, que pretende
releer los textos bien conocidos, y extraer algún provecho de la aproximación
entre los datos sobre el canibalismo azteca y los que nos ofrecen las Tierras
bajas de América del Sur”, desde los Tupinambá históricos hasta los Wari
contemporáneos, con los cuales los mexicas puedan dialogar a cinco siglos
de distancia. Va aquí la traducción libre de la primera parte de este interesante
artículo.
Polémicas en torno al canibalismo azteca:
una mirada amazonista
Israel Lazcarro Salgado
INAH - Morelos
L
a antropofagia en Mesoamérica ha sido desde el siglo XVI un tópico
controvertido. Para el nacionalismo mexicano, afirmado en un glorioso
pasado indígena, ha sido sin duda su principal dolor de cabeza: ¿cómo
abordarlo? La respuesta primaria que nuestra propia sociedad ofrece es la de
horrorizarse. De ahí que el “canibalismo” mexica convoque todo género de
animadversiones. Como ningún otro tema, el canibalismo ha estado sujeto a un ir
y venir de argumentos que suelen desbordar lo académico y en cambio, bordar en
los terrenos de la moral. Para el nacionalismo indigenista mexicano, la antropofagia
mexica supuso un horror que con mucha dificultad se asumió, cuando se asumió.
La respuesta más frecuente fue la negación: una calumnia de los invasores
europeos, una manera de denostar a las poblaciones indígenas existentes a fin
de justificar su dominación y exterminio. Esos dilemas llevados al extremo, no
se limitan a la opinión pública: han atravesado el discurso académico, adentro y
fuera de México. La actitud frente a la antropofagia mesoamericana ha oscilado
entre la negación de su existencia, a su “justificación” bajo criterios alimenticios
y ecológicos. Lo cierto es que ninguna de estas posturas se atreve a dejar hablar
la voz indígena, la voz del otro y su diferencia cultural. El texto que presento a
continuación, es una traducción libre de la primera parte de un interesante artículo
escrito por Oscar Calavia, publicado en la revista Mana, número 15, en 2009,
con el título: O canibalismo asteca: releitura e desdobramentos. Se trata de la
lectura de un antropólogo brasileño, amazonista, sobre la antropofagia mexica
según las fuentes históricas mexicanas. Es significativo que el debate en torno al
canibalismo mesoamericano, regrese a México bajo las miradas provenientes de
América del Sur. Algo pasó en México donde el tema se vetó: un tema incómodo,
que al parecer suscitó más pasiones que reflexión. Sin embargo, los hallazgos y
reflexiones surgidas en torno al canibalismo amazónico en las últimas décadas,
parecen ofrecernos una mirada más atenta, más serena y al mismo tiempo mejor
equipada para abordar el tremendamente complejo problema del canibalismo en
Mesoamérica. Es eso lo que Oscar Calavia se propuso hacer: “un ensayo provisorio,
que pretende releer los textos bien conocidos, y extraer algún provecho de la
aproximación entre los datos sobre el canibalismo azteca y los que nos ofrecen
las Tierras bajas de América del Sur”, desde los Tupinambá históricos hasta los
Wari contemporáneos, con los cuales los mexicas puedan dialogar a cinco siglos
de distancia. Va aquí la traducción libre de la primera parte de este interesante
662
domingo 22 de febrero de 2015
artículo.
El canibalismo azteca: relectura y desdoblamientos (primera parte)
Oscar Calavia Sáez
La polémica
Los aztecas abrieron en 1977, el debate sobre el canibalismo en la antropología
contemporánea. Fue en ese año que Michael Harner publicó un artículo que
interpretaba la máquina de guerra de México-Tenochtitlan y el canibalismo en
gran escala, que estaba asociado a ella, como un recurso para compensar la falta
de proteína que afligía a la densa población del imperio mexica, desprovisto de
caza o de ganado de gran tamaño. Las adhesiones a la tesis de Harner y las
posteriores refutaciones a ella (Harris, 1977; Ortiz de Montellano, 1978; Sahlins,
1978; 1979) nutrieron una controversia, cuyas secuelas duran hasta hoy en día.
Mas los aztecas serían, luego de la disputa que habían originado, apenas citados
tras los primeros embates. Inspiraron pocas páginas de los deconstructores del
canibalismo y ninguna de los etnólogos que, especialmente a partir del caso Tupi,
proporcionaron poco después un notable desenvolvimiento en esa vieja materia
de la antropofagia, especialmente en Brasil – ausencia lamentable en uno y otro
caso, ya que los datos mexicanos podrían tener para ambos un valor crítico.
A la distancia de más de treinta años, la tesis de Harner parece demasiado débil. Ya
en pleno siglo XVI, Francisco Hernández, protomédico de Felipe II, se admiraba
con la hechura de los mercados de México y, concretamente, con su variada
oferta de carnes nativas. En las mismas páginas los cronistas y los misioneros
en que Harner encontró sus argumentos, se encuentran los contra-argumentos
que él desconsideró, pues en ellas abundan las referencias a cadáveres que se
descomponían en el campo de batalla y el desperdicio de las proteínas obtenidas
en muchos de los rituales sacrificiales, cuyas víctimas eran destruidas sin consumo.
Así con estos y otros datos utilitaristas, y contra la tesis utilitarista, queda sobre
todo la infinita complicación de los rituales sacrificiales y la maquinaria bélica que
los alimentaba, lo que sobrepasa por mucho cualquier beneficio: no es casual que
Bataille (1967) haya hecho del imperio azteca el paradigma de su teoría sobre
el consumo como núcleo de la economía. Una razón práctica – como alegó en
una ocasión Marshall Sahlins – era insuficiente para dar cuenta de un sistema
cuya clave debería ser encontrada en términos de la misma cultura. El paradigma
ecológico era vigoroso en ese momento y, al margen de las simplificaciones del
materialismo cultural, encontró su expresión en otros abordajes que podrían
ser rotulados de etnoecológicos, como el de Duverger (1986), que interpretó el
sacrificio azteca como una tecnología diseñada para apropiarse de la energía y
controlarla en un mundo marcado por la entropía.
Mas la polémica debió llegar mucho más lejos, en una dirección opuesta. El
artículo de Harner fue el principal catalizador de un libro de enorme éxito, The
man-eating myth, de William Arens (1979), que denunciaba el canibalismo como
una obsesión fantasiosa de colonizadores y antropólogos. El libro de Arens
cumplió una misión muy digna: acotó una época en la que el canibalismo era
un dato positivo, pronto para integrar los Human Relations Area Files, y mostró
que en una inmensa mayoría de los casos, las informaciones al respecto eran
escasamente confiables: testimonios indirectos, acusaciones estratégicas,
mitologías tradicionales o historias de cazador. Pero Arens se perdió al final por
perseguir con demasiado ardor un ala del enemigo, derrotada con facilidad. Una
vez descartada la realidad factual del canibalismo, en sus páginas no quedaba de
él mas que perversiones de Occidente, las que se proyectan sobre los nativos,
tan inocentes como inoperantes. El modo sumario con que Arens despacha
testimonios como el de Léry y Staden sobre el canibalismo tupinambá – y más
aún, las fuentes sobre el canibalismo azteca – muestra que estaba demasiado
ávido por librarse de la factibilidad caníbal y que, quizá, los canibalistas habían
sido atacados por un adversario igualmente imprudente.
Contabilizar y comentar la literatura que desde entonces abordó el debate caníbal
sería una tarea interminable; apenas aludiré aquí a dos exponentes que establecieron
tópicos importantes para esta discusión. Uno, el trabajo de Lestringant (1994), que
se ocupa de detallar y positivar un amplio sector del discurso caníbal de Occidente
– sin exigir para ello que el canibalismo haya sido apenas un discurso occidental.
Lestringant muestra que en medio de exotizaciones y demonizaciones, nos faltó al
menos un momento de simpatía por lo caníbal – el ensayo de Montaigne sería el
único destacable – cuando el devoramiento del cuerpo del enemigo abatido, fue
vista como la expresión de un ethos de venganza, afín al de la aristocracia europea.
Esa simpatía por el noble salvaje fue dando lugar, en los tres siglos siguientes, a
una visión utilitarista y miserabilista del canibalismo como recurso alimentario de
poblaciones primitivas. Un canibalismo de necesidad, coherente con los grandes
relatos que culminaron en el siglo XIX: la evolución, la penuria económica y
moral desde sus estados primitivos a la racionalidad del homo oeconomicus.
La otra contribución –más reciente y a la que dedicaremos mayor atención – es la
de Obeyesekere (2005), envuelta en acostumbrada polémica con Marshall Sahlins
(2003). El argumento de Obeyesekere continúa y completa el de Arens, enfocándose
en los datos polinesios: los aztecas hacen una aparición episódica, y el canibalismo
tupinambá, aunque gana un lugar paradigmático – y gráfico – en la portada y en las
primeras páginas, no es analizado, debido a una declarada desconfianza del autor
en cuanto a su recepción en el medio antropológico brasileño. Se trata en suma,
de reafirmar el canibalismo como una variante del orientalismo: lo que los relatos
sobre el canibalismo rebelan es, según Obeyesekere, un cannibal talk, un complejo
folklórico europeo que viaja en los navíos de los exploradores y se enriquece
con numerosas contribuciones de los marinos; que define las expectativas de los
colonizadores al respecto de los nativos, y que eventualmente acaba por llevar
estos mismos nativos a encarnar finalmente el estereotipo del feroz devorador,
que ya más nada tiene de nativo, para las guerras coloniales. El canibalismo es
una fábula europea o, en el límite, una realidad eurogénica. Obeyesekere hace
una reserva, que aparecía ya fugazmente en Arens: no niega que el consumo de
carne humana haya existido como práctica vinculada al complejo sacrificial maorí
o fidjiano. Mas esta antropofagia divergiría radicalmente del canibalismo siendo
la primera un acto religioso y frugal, y el segundo un festín bulímico, celebrado
por la imaginación europea, que en parte se confunde con el canibalismo por
necesidad de Lestringant, y en parte con el hambre insaciable de los ogros y
vampiros de las fábulas. No resumiré ni recrearé aquí los contra-argumentos de
Sahlins, muy parecidos a los que utilizó en la anterior polémica respecto a la
divinidad de Cook, y que discrepan de Obeyesekere tanto en la validación de las
fuentes como en sus implicaciones para un estudio del pensamiento de los otros.
Prefiero centrarme en la distinción que Obeyesekere hace entre la antropofagia y
el canibalismo, que parece constituir un esfuerzo para distanciar lo simbólico de
lo real y de lo sensible. Los nativos de Obeyesekere parecen ahora, empeñados
ritualistas que comen sin apetito, pos-modernos hastiados, prontos en parodiar las
obsesiones europeas, aunque para ello tengan que declararse caníbales y hasta
tragar un filete humano ofrecido por los europeos en un infame test científico.
domingo 22 de febrero de 2015
Si los autores del “canibalismo de necesidad” imaginaran un devoramiento
absolutamente profano, Obeyesekere parece proponer una antropofagia
exclusivamente sacramental o retórica. Es al respecto de esta distinción que una
revisión del corpus sobre el complejo sacrificial-caníbal mexicano puede ser útil.
Antropofagia y canibalismo en México
La principal fuente respecto al canibalismo azteca –y de virtualmente cualquier
otro asunto del mundo mexicano– es la obra de fray Bernardino de Sahagún,
conocida como Códice Florentino o, en la edición de la parte en español de su
texto, como Historia General de las cosas de la Nueva España. El prestigio de
Sahagún no está lejos de sus objetivos, lato sensu inquisitoriales. Era un control
filológico del alma indígena el que pretendía con sus métodos y su exhaustividad,
lo que le valió el reconocimiento como “precursor” de la etnografía.
Auxiliado por nativos entrenados en el uso del español y del latín, y capaces
de escribir en lengua náhuatl con caracteres latinos, condujo extensas pesquisas
con informantes de varias ciudades mexicanas, escogidos de entre los viejos más
versados en la tradición y en la lectura de los antiguos jeroglíficos, produciendo
un corpus de textos en náhuatl que más tarde fueron traducidos por su equipo.
En ese corpus, la antropofagia nunca es tematizada ni consta de epígrafes. Las
referencias a ella aparecen esencialmente en las descripciones de las fiestas de
los dioses que componen el libro 2, y con más detalles en una de sus relatos en
un capítulo del libro 9 que trata de la organización y de las costumbres de los
comerciantes. Esas referencias no son especialmente sensacionales. Veamos por
ejemplo, la que aparece con motivo de la fiesta de Tepeilhuitl (Sahagún, capítulo
XIII), en la cual son sacrificados cuatro mujeres y un hombre, personificando
figuras divinas: “llegados abajo, les cortaban las cabezas y las encajaban en un
palo, y los cuerpos eran llevados a las casa que llaman del calpul, donde los
repartían para comer”. Otras referencias son igualmente sucintas: “Y después
repartían todo el cuerpo entre ellos: lo comían” (ibídem, capítulo XX). Y así por
el estilo. En otros casos, se especifica un destino diferente para los cuerpos,
totalmente incinerados o ahogados en la laguna mexicana. Mayores detalles sobre
el consumo son ofrecidos en ocasión de la descripción de un festival particular, el
Tlacaxipehualiztli, sobre el cual volveremos más tarde:
“Después de cocinados, los viejos, llamados cuacuacuilti, llevaban los cuerpos
al calpulli, donde el dueño del cautivo había hecho su voto o promesa. Ahí lo
dividían y enviaban una cosa a Moctecuzoma para que comiese, y el resto lo
repartían entre los otros principales o parientes. Para comerlo en la casa de aquel
que cautivó al muerto. Cocían aquella carne con maíz y daban a cada uno, un
pedazo de aquella carne en un cuenco o en una calabaza, con su caldo y maíz
cocido, y llamaban aquella comida de tlacatlaolli. Después de haberla comido,
seguía la bebida”. (ibídem Cap. XXI).
Este consumo observa, entre tanto, una restricción importante:
“El señor del cautivo no comía la carne porque hacía de cuenta que aquella era
su propia carne, porque desde el momento en que lo tomó como cautivo, le tenía
por un hijo, y el cautivo a su señor como un padre que, por esta razón, no quería
comer de aquella carne. Sin embargo, comía la carne de los otros cautivos que
habían sido muertos” (ibídem Cap. XXI).
Una descripción detallada de la antropofagia es hecha igualmente en el transcurso
de la fiesta de Panquetzaliztli, realizada por el gremio de comerciantes de esclavos
comprados para ese fin. El Panquetzaliztli es un festival muy complejo, mas la
práctica del festín caníbal es en sí despachada rápidamente; hay sin embargo
algunos detalles importantes en cuanto al consumo: “La carne, colocada sobre
maíz, comían muy poco. Ningún chile se mezclaba en la preparación de la carne.
Solamente sal” (ibídem, libro 9, cap. XIV).
Sahagún no es un mitómano ni un propagandista, y en su obra no demuestra gran
asombro en relación al canibalismo. Junto con vigorosos alegatos de simpatía
por los nativos y el reconocimiento de sus cualidades intelectuales y morales,
se permite de vez en cuando sermones elocuentes sobre su depravación. Pero
veamos, por ejemplo, lo que dice del sacrificio y del consumo de niños en el
festival de Atlacualo:
662
“Es cosa lamentable y horrible ver que nuestra humana naturaleza haya llegado
a tanta bajeza y oprobio, que los padres, por sugestión del Demonio, maten y
coman a sus hijos, sin pensar que en esto haya alguna ofensa, antes pensando que
con esto prestan gran servicio a sus dioses. La culpa de esta tan cruel ceguera… no
se debe imputar tanto a crueldades de los padres –los cuales, derramando muchas
lágrimas y con gran dolor en sus corazones las ejercían – sino al cruelísimo odio
de nuestro antiquísimo enemigo Satanás que, con malísima astucia, los persuadió
de tan infernal hazaña” (Sahagún, cap. XX).
Las diatribas contra los horrores de la idolatría se encuentran en todos los
autores de la época, incluyendo por cierto a los autores indígenas que, por su
parte, elaboran una sustancial historiografía nativa en náhuatl y en español. Los
conquistadores, naturalmente, las proferían para defender su empresa –y su botín–
de los ataques proferidos por sus temibles adversarios, como el Padre Las Casas, y
los misioneros para justificar su misión. Los indios, dice más tarde el Padre Acosta
(en su “Historia Natural y moral de las Indias”: Cap. XXII) estaban cansados de su
religión y deseosos de adoptar otra más “agradable”. El sistema sacrificial no se
debe a la barbarie de los mexicanos, sino a las astucias del diablo y del engaño
de los sicofantes, que propiciaban los sacrificios alegando el hambre de los dioses
(ibídem). El cannibal talk mexicano era vasto, complejo y matizado, y no servía
para construir un indígena monstruoso. Ni siquiera era del todo un cannibal talk,
ya que difícilmente se encuentran referencias a él que prescindan de su contexto
religioso.
El principal estigma esgrimido contra los aztecas –o más exactamente contra
sus sacerdotes– es el de sacrificadores, no de caníbales, que sigue al primero
apenas como una sombra. Es precisamente como materia religiosa que debería
ser erradicado con todo el sistema de idolatría al que servía de llave. En la escasa
medida en que podía ser segregado de la idolatría, el canibalismo era encarado
por los españoles como una actitud, digamos, moderna, en los términos de
Lestringant: el protomédico Francisco Hernández, a su vez, en 1577, atribuía
la aparición [del canibalismo] a la gran hambruna que había acontecido cien
años atrás. El mismo Hernández distingue, bien al estilo de Obeyesekere, una
práctica de los reyes, [según la cual] “no comían por nada carne humana, salvo,
por motivos religiosos, a los inmolados a los dioses”, de la práctica de todos los
otros, que “la comían con placer, siempre que fuese del enemigo o de los muertos
en guerra”. Probablemente Hernández está dando voz a un amalgama entre
preconceptos jerárquicos aztecas y españoles: ningún cronista, ni él mismo, deja
espacio para un tratamiento no-religioso del enemigo, y su información puede ser
mejor entendida como un juicio sobre diferencias éticas del consumo aplicadas a
una misma práctica.
Mas no descartemos por ello el peso del estigma caníbal en la escena
mesoamericana. Este podría explicar, tal vez, la diferencia de tratamiento que el
tema merece por parte de una serie de cronistas que lo abordaron en el siglo XVI
y a comienzos del siglo XVII. Barry L. Isaac, que procuró hacer esta comparación,
identifica actitudes diferentes en tres tipos de cronistas: los españoles, los indígenas
y los mestizos. Los españoles son conquistadores o misioneros; los indígenas son
miembros de la aristocracia nahua que ocupaban en esa época un lugar importante
en el régimen colonial, antes de que fueran reducidos, en el siglo siguiente, a su
mínima expresión: su disolución o su integración a las élites criollas o españolas.
Los mestizos ubicados entre unos y otros, pero más cercanos a los últimos que
a los primeros. El resultado de la comparación no tiene nada de sorprendente:
las afirmaciones más enfáticas del canibalismo se encuentran en las obras de los
españoles, en tanto que el tema es tratado con reservas o está totalmente ausente
en los escritos de los indígenas. Los relatos mestizos –como el de Pomar– ofrecen
un medio-término entre los anteriores, una afirmación matizada. ¿Qué significa
esa diferencia? O, en otras palabras, ¿cuando los autores indígenas dejan de hablar
del canibalismo es porque están eludiendo un tema molesto o simplemente, y
por razones obvias, están descartando el falso problema de una propaganda
hostil? Hay varias razones para suponer que sea lo primero. Veamos por ejemplo,
Tezozomoc, un autor que en ningún momento alude al consumo efectivo de
carne humana por sus ancestros, y que en una ocasión llamó como “comida de
gente buena” –comida legítima, podríamos decir– [a la que es] del tipo de tortilla,
tlacatlacualli o tlacatlaolli, que Sahagún describe como tortilla con carne humana:
“sustento humano” es un término suficientemente ambiguo para permitir ambas
662
interpretaciones, sin refutar ni una ni otra.
Tezozomoc se muestra coherente en relación a Sahagún cuando éste describe el
destino de los cuerpos, distinto al de la cena caníbal; en los casos en que Sahagún
explicita que las víctimas del sacrificio son devoradas, Tezozomoc pierde todo
interés por el destino de los cuerpos. Esto nos lleva a una evidencia negativa que
debería ser puesta en consideración en cualquier deconstrucción del canibalismo
azteca: los autores que con mayor autoridad e interés podrían haberlo negado,
esto es, los sucesores directos de la nobleza azteca, no negarán el canibalismo,
aunque lo eluden. Es decir, lo eluden, pero no lo niegan. Claman contra la idolatría
y los sacrificios con el mismo énfasis que los españoles usan, pero no incluyen
la antropofagia en esa lista de pecados. Sus crónicas son monumentos a la gloria
de la nación azteca, pero no se ocupan en limpiar esa gloria de la calumnia del
canibalismo –lo que no les estaba prohibido: el canibalismo indígena no era un
artículo de fe.
De hecho, los autores indígenas y los mestizos emprenderán descomunales
esfuerzos en apologizar su pasado. Fernando de Alva Ixtlilxochitl, por ejemplo,
desarrolla un argumento extenso y coherente para disculpar a la ciudad de
Texcoco por el estigma del sacrificio humano. Éste aparece en sus páginas como
una costumbre impuesta por los tenochcas, que Nezahualcóyotl, modelo del
rey texcocano, se esforzó en moderar (Historia de la nación chichimeca, cap.
XLI). El mismo Nezahualcóyotl es por ello, presentado como un rey filósofo
que, desengañado frente a la verdad de los ídolos, elabora un culto a un Dios
desconocido (ibídem cap. XLV). El complejo Quetzalcóatl –el rey-dios opuesto al
sacrificio humano, expulsado por el sombrío y violento Tezcatlipoca– puede ser,
como quieren los etnólogos (por ejemplo Duverger), testimonio de una religión
pre-azteca más benévola, aunque está claro que llegó a nosotros reelaborado por
una élite local criolla que ensayaba con ello una aproximación entre el universo
religioso nativo y el cristianismo (Lafaye 1977: 205-291).
Tales argumentos fueron bien recibidos por la ideología colonial, si es que no
fueron sus productos más ilustres. A diferencia de lo que acontece en la costa
brasileña o en las Islas Fiji, los conquistadores no pretenden retratar a los
dominados como salvajes sin fe, ley ni rey, o dominados por una miseria que les
domingo 22 de febrero de 2015
lleve a comer, digamos, del propio cuerpo; sería difícil en vista del esplendor de
sus ciudades, lo que ya era motivo de gloria para sus invasores. Mas la negación
del canibalismo debió esperar a la llegada de Arens.
Para profundizar en las razones que determinaron esa actitud doblemente reticente
de los autores indígenas, necesitamos detenernos en algo que la literatura postcolonial parece siempre poco dispuesta a reconocer: la opacidad del propio
discurso indígena. Este objetivo es difícil y para llevarlo a cabo lo suficiente,
requeriría sin duda conocimientos más densos de los que poseo.
Para leer más:
Calavia, Oscar: “O canibalismo asteca: Releitura e desdobramentos”, en Mana,
no. 15, pp. 31-57, 2009.
Arens, William: “The man-eating myth. New York, Oxford University Press, 1979.
Bataille, Georges: “La part maudite”, Minuit, Paris, 1967.
Duverger, Christian: “La flor letal. Economía del sacrificio azteca”, FCE, México,
1986.
Harner, Michael. “The ecological basis for aztec sacrifice”, American Ethnologist,
n. 4, 1977.
Harris, Marvin: “
Isaac, Barry: “Aztec cannibalismo. Nahua versus Spanish and mestizo acconunts
in the valley of Mexico”, Ancient Mesoamerica, n. 16, 2005.
Lafaye, Jacques: “Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia
nacional en México”, FCE, México, 1977.
Lestringant, Francois: “Le cannibale, grandeur et décadence”, ed. Perrin, Paris,
1994.
Obeyesekere, GAnanath: “Cannibal talk: the man-eating and human sacrifice in
the South Seas”, University of California Press, Berkeley; 2005.
Sahlins, Marshall. “Culture as protein and profi”, New York Review of Books, n.
25, 1978.
---
“Cannibalismo: an exchange”, New York Review of Books, n. 26, 1979.
---
“Artificially maintained controversies: global warming and the fidjjian
cannibalismo”, Anthropology Today, n. 19, 2003.
Órgano de difusión de la comunidad de la Delegación INAH Morelos
Consejo Editorial
Eduardo Corona Martínez Israel Lazcarro Salgado
Luis Miguel Morayta Mendoza
Raúl Francisco González Quezada
Giselle Canto Aguilar
www.morelos.inah.gob.mx
Coordinación editorial de este número: Israel Lazcarro Salgado
Formación: Joanna Morayta Konieczna
El contenido de los artículos es responsabilidad exclusiva de sus autores