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ORÍGENES DEL PONTIFICADO ROMANO:
LOS PRIMEROS PAPAS
Primer Papa: San Pedro
Luis Alonso Somarriba
Arvo.net 16.07.2011
Desde hace mucho tiempo, en nuestra cultura circulan diferentes
opiniones y teorías según las cuales el Papado y su poder espiritual no
corresponden a las primeras comunidades cristianas, sino que son fruto
de una evolución histórica posterior, y por lo tanto un invento de la
propia jerarquía de la Iglesia. Sin embargo, estas ideas carecen de
fundamento sólido, pues ignoran la rica tradición eclesiástica, así como
los testimonios históricos y las pruebas aportadas por la arqueología.
Cuando Jesucristo fundó la Iglesia estableció a los Apóstoles como
jerarquía para su gobierno. Al frente y como cabeza rectora de aquellos
Doce, Cristo eligió a Simón, a quien cambio el nombre por Cefas o
Pedro, que significa piedra, para dar a entender con ello que se
convertía en fundamento y base del nuevo edificio, la Iglesia.
Los Evangelios nos narran la escena, cerca de Cesarea de Filipo, en la
que Jesucristo designó al que habría de ser Príncipe de los Apóstoles,
prometiéndole todos los poderes sobre la Iglesia: «Y yo te digo a ti que
tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas
del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino
de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y
cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos» (1).
Posteriormente, Cristo confirmará a Pedro como supremo pastor de la
Iglesia: «Apacienta mis corderos… Apacienta mis ovejas» (2). Los
sucesores de San Pedro, conocidos más tarde con los títulos de «papas»
y «romanos pontífices», heredarán de éste el gobierno y la suprema
autoridad sobre toda la Iglesia.
Los Apóstoles se extendieron principalmente por el Imperio Romano,
predicando, bautizando y organizando las primeras comunidades de
cristianos; con el tiempo nombraron a sus sucesores, los obispos. Sobre
la actividad misional de los Apóstoles, las noticias más claras que nos
han llegado corresponden a San Pedro, San Pablo y San Juan, siendo
especialmente abundantes los datos sobre el segundo.
Pablo estuvo en Roma, aproximadamente entre los años 61 y 63, a
causa del proceso judicial suscitado por los judíos en Palestina y que
terminó con su liberación, después de lo cual es probable que continuara
sus viajes, para terminar por ser detenido en Roma, donde fue
martirizado en tiempos de Nerón, el año 67.
De Pedro sabemos que, después de su labor en Palestina, se dirigió a la
vecina Siria, residiendo algún tiempo en Antioquía, importante ciudad
donde por primera vez se dio el nombre de cristianos a los seguidores
de Jesús. Finalmente, San Pedro se instaló en Roma, donde dirigió la
primitiva comunidad cristiana de la Urbe. Fue en esta ciudad donde
escribió su primera epístola, dirigida a los fieles de varias regiones del
Asia Menor, en lo que hoy es Turquía.
Las consecuencias del incendio que asoló Roma, en el verano del 64,
habrían de cambiar por mucho tiempo la suerte de la Iglesia. Tras la
catástrofe todo parecía apuntar al emperador Nerón (54-68 d. C.) como
su más probable autor. Ante la indignación creciente del pueblo, Nerón
decidió atribuir la responsabilidad a los cristianos, iniciando así la
primera de las persecuciones, que según parece quedó circunscrita a la
ciudad de Roma y sus alrededores. Aquella comunidad cristiana debía
ser ya importante pues el historiador Tácito (54-120 d. C.) nos dice que
se registró una muchedumbre ingente de víctimas, las cuales muchas
veces encontraron una muerte atroz, devorados por las fieras,
crucificados o quemados a modo de antorchas (3).
Uno de los mártires de la persecución neroniana fue San Pedro. Como
otros cristianos, el Apóstol sufrió la muerte en el circo de Nerón (en el
año 64 o 67), donde fue crucificado cabeza abajo. Dicho circo –o
hipódromo– se encontraba en el Vaticano, por entonces un área,
extramuros de Roma, formada por una colina y su entorno. En ese
lugar, en el siglo I, el emperador Calígula (37-41 d. C.) había mandado
edificar un circo, para cuyo embellecimiento hizo traer un obelisco desde
Egipto. Esta construcción fue completada años más tarde por Nerón.
Muy cerca del circo se desarrolló una necrópolis en la que se dio
sepultura al cuerpo de San Pedro.
Desde muy pronto, en los difíciles tiempos en que la Iglesia vivió en la
clandestinidad, la sencilla tumba del Primero de los Papas se convirtió
en lugar de culto y devoción para los cristianos. Cuando por fin cesaron
las persecuciones (año 313), el primer emperador cristiano,
Constantino, decidió levantar sobre el venerado sepulcro apostólico una
gran basílica (324-326), para cuya cimentación fue necesario desmontar
la colina Vaticana y enterrar el cementerio. En el nuevo templo, la
Basílica de San Pedro del Vaticano, el altar mayor se situó justo encima
del túmulo del apóstol Pedro. A principios del siglo XVI, la ya más que
milenaria basílica Vaticana fue demolida, edificándose sobre el mismo
solar una nueva y más grande, la actual, en la que trabajaron los más
destacados artistas del Renacimiento. El genial Miguel Ángel remató el
templo con la espléndida cúpula que hoy podemos admirar. Dicha
cúpula, elevada sobre el altar principal, señala, al exterior, el exacto
emplazamiento de la tumba de San Pedro, y, en el interior, con enormes
letras sobre el friso, recuerda a todo el que alce la vista, las palabras
con las que Jesucristo designó al Apóstol como jefe de la Iglesia: «Tu es
Petrus et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam et tibi dabo
claves regni caelorum» («tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia y yo te daré las llaves del reino de los cielos»). Asimismo, a
finales del siglo XVI, el obelisco que en su día adornó la espina del circo
de Calígula y Nerón fue trasladado e instalado en el centro de la plaza
de San Pedro. Desde entonces, aquel mudo testigo del sacrificio del
Primer Papa se ha convertido en monumento que apunta con la cruz al
cielo celebrando la victoria de la Iglesia sobre el paganismo.
Las excavaciones arqueológicas realizadas en el subsuelo de la basílica
del Vaticano, entre 1939 y 1957, ratificaron todo lo que se sabía por la
tradición sobre aquel histórico lugar, empezando por el hallazgo de la
antigua necrópolis romana con sus panteones. También se encontró una
inscripción en griego, «Petros eni», es decir, «aquí está Pedro» (4), así
como un esqueleto, el de San Pedro. El estudio científico realizado con
los huesos demostró que pertenecían a un varón, anciano, de
constitución robusta y que vivió en el siglo I (5).
Los primeros sucesores de San Pedro heredaron del Apóstol la dirección
sobre la comunidad romana, así como la supremacía –autoridad y
gobierno– sobre toda la Iglesia. Si bien esta segunda función quedó
matizada por las especiales circunstancias, los cristianos de los primeros
tiempos tuvieron siempre claro que el obispo de Roma poseía una
especial dignidad y autoridad. La literatura cristiana de los siglos I-III
aporta importantes muestras de esta primacía que se reconocía a los
romanos pontífices. Así, hacia el año 110, San Ignacio de Antioquia, en
una carta que escribe camino del martirio, se refiere a la Iglesia de
Roma como la que está «puesta a la cabeza de la caridad», entendiendo
por el contexto que la palabra caridad es aquí sinónimo de Iglesia (6).
En torno al 180, San Ireneo de Lyon señala la «preeminencia» especial
de Roma, que es «la Iglesia más grande, la más antigua y mejor
conocida, fundada y establecida por los gloriosísimos apóstoles Pedro y
Pablo». Por este motivo, añade, que los que deseen la verdad deben
buscarla en Roma (7). A mediados del siglo III, San Cipriano, obispo de
Cartago, llama a la Iglesia romana «la silla de Pedro y la iglesia
principal, de donde procede la unidad de los obispos». Y, en otro pasaje,
el mismo autor escribe: «El que abandona la cátedra de Pedro sobre la
que está fundada la Iglesia, ¿cree aún estar dentro de la Iglesia? (...)
Ciertamente los otros eran también lo que era Pedro, pero el primado se
le ha dado a Pedro y así se muestra y demuestra una sola Iglesia y una
sola cátedra» (8).
Un buen ejemplo de cómo se ejercía el Primado sobre la Iglesia
universal en los primeros tiempos lo encontramos en una noticia que
nos ha llegado de San Clemente Romano, tercer sucesor de San Pedro,
quien, hacia el año 96, tuvo que intervenir en una disputa de la
comunidad de Corinto. El papa Clemente escribió una epístola
ordenando lo que se debía hacer para resolver el problema. Los corintios
acogieron respetuosamente las indicaciones de Roma. No solamente
obedecieron, sabemos por un obispo de esa ciudad griega que, unos
setenta y cinco años después, en Corinto se mantenía la costumbre de
leer en las celebraciones litúrgicas la epístola de San Clemente (9).
El título de «papa» –término de origen griego que significa padre– no se
usó como específico y singular del obispo de Roma hasta finales del siglo
IV. Los tres primeros sucesores de San Pedro fueron, San Lino (entre el
64 o 67 y el 76 o 79), San Cleto, o Anacleto, (76 o 79 al 89 o 90), y el
ya citado San Clemente (89 o 90 al 97 o 99). Su memoria, junto a la de
otros santos, ha perdurado hasta el día de hoy en la Misa, dentro del
Canon Romano o Plegaria eucarística I. San Ireneo, a fines del siglo II,
dejó escrito lo siguiente sobre el segundo de los papas, San Lino:
«Después de que los santos apóstoles (Pedro y Pablo) hubieran fundado
y constituido la Iglesia pasaron a Lino el oficio del episcopado. Este es
aquel Lino que menciona Pablo en su epístola a Timoteo. Le sucedió
Anacleto…» (10).
En total, hasta el 313, año en que Constantino concedió la paz a la
Iglesia, se pueden contar más de treinta papas, que, con frecuencia, al
igual que sucedió con numerosos cristianos de esa difícil época,
sufrieron las penalidades impuestas por las persecuciones, llegando a
derramar su sangre en testimonio de Cristo. Este trágico y mortal fin fue
el que corrieron, entre otros, los papas, San Fabián (236-250) y San
Sixto II (257-258), durante las persecuciones de los emperadores Decio
y Valeriano, respectivamente.
Pese a todos los problemas, consta históricamente que los romanos
pontífices anteriores al año 313 se esforzaron, más allá de la Urbe, por
gobernar con autoridad la Iglesia universal o católica. Entre los ejemplos
que ilustran sobre este proceder, podemos señalar los siguientes: la ya
mencionada intervención de San Clemente con los corintios (hacia el
año 96); las disposiciones del papa San Víctor I (189-199) sobre la
celebración de la Pascua; la actuación de San Esteban I (254-257) en el
problema suscitado por los obispos hispanos, Basílides y Marcial, y en el
caso del obispo galo Marciano de Arlés; o la condena de las herejías del
sabelianismo y subordinacionismo por parte del papa San Dionisio (259268).
Cuando Constantino, a través del Edicto de Milán (313), declaró legal el
cristianismo abrió un nuevo capítulo en la historia de la Iglesia. Años
después, el propio emperador se bautizaba favoreciendo la rápida
cristianización de la sociedad. Finalmente, en el 380, el cristianismo
católico se convirtió en la religión oficial del Imperio. Desde entonces,
con el nuevo contexto, los papas pudieron mostrarse al mundo más
libremente, desarrollando todas sus prerrogativas, si bien también
tuvieron que enfrentarse a nuevos retos y problemas.
Somarriba.
Luis Alonso
Santander, julio
del 2011.
NOTAS:
Mt 16, 18-20.
Jn 21, 15-18.
TÁCITO, Annales XV, 44.
IÑÍGUEZ, José Antonio, Síntesis de la arqueología cristiana, Ediciones
Palabra, Madrid, 1977, pp. 90-156.
El estudio de los huesos de San Pedro correspondió a Venerato
Correnti, profesor de Antropología de la Universidad de Palermo. En
1965, Margherita Guarducci publicó una obra sobre las reliquias de San
Pedro: Reliquie di Pietro sotto la Confessione della Basilica Vaticana,
Editorial Vaticana, 1965.
LLORCA, Bernardino, Historia eclesiástica, Editorial Labor, Barcelona,
1951, p. 99.
S. IRENEO, Adversus haereses, 3, 3.
S. CIPRIANO, De Ecclesiae unitate, 4 ss.
GARCÍA MORENO, Luis A., La Antigüedad Clásica. El Imperio Romano,
tomo II** de la Historia Universal de EUNSA, Pamplona, 1984, p. 495.
(10) S. IRENEO, Adversus haereses 3, 3.