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FILOSOFÍA DE LA VIDA COTIDIANA
Confío en que la solemnidad de este acto académico no se estropee si comienzo por
recordarles que son todos ustedes unos animales. Por la animalidad que ustedes y yo
compartimos, una parte nada desdeñable de nuestra vida consiste en conductas y procesos
fisiológicos idénticos o muy similares a los que hallamos por doquier en el resto del reino
animal, y que están ligados a nuestras necesidades de nutrición, cobijo, crecimiento,
reproducción y cuidado de la prole. Pero, en el gran zoológico del mundo, la rareza del
animal humano se delata tan pronto como observamos un sinfín de “animaladas” que
configuran el exclusivo patrimonio de la humanidad. ¿Conocen ustedes acaso algún otro
animal que se dedique a fabricar bombas atómicas o refinados instrumentos para torturar a
sus congéneres? ¿Y qué otros animales expresan en verso su amor o su dolor? ¿Y qué otra
especie de la fauna esculpe el mármol, obliga a la tierra a dar fruto, acaricia nerviosamente
con los pulgares la pantalla de un iPhone, juega con unos y ceros para crear programas
informáticos o manipula el material genético en el que está escrito el libro de la vida? ¿Y qué
decir de otras tantas insólitas “animaladas” humanas como la invención de esas reglas de
juego que llamamos leyes, constituciones, sistemas políticos y formas de gobierno,
destinadas en principio a organizar nuestra convivencia más allá de la mera supervivencia
animal?
Sobre esos extravagantes animales que somos los humanos se interroga desde hace
siglos la filosofía. Tienen fama los filósofos de preguntarse cosas muy extrañas, pero
tendremos que admitir que la extrañeza, en realidad, está ya en ustedes y en mí, es decir,
en esos singulares animales que acaparan buena parte de la atención filosófica: los seres
humanos.
La perplejidad ante la rareza del animal humano y sus insólitas “animaladas” es, pues,
la savia que nutre desde su raíz a la filosofía y, en particular, a esa rama de la filosofía que
denominamos antropología filosófica, esto es, la reflexión filosófica sobre el anthropos, sobre
el hombre. Los intentos de diagnosticar las causas de nuestra extraña condición se
remontan cuando menos a Aristóteles, quien definió al ser humano como zoon logon echon
y zoon politikon, o sea, como animal pensante dotado de lenguaje y racionalidad, y como
animal que sólo se realiza en plenitud en la polis, es decir, viviendo en sociedad y
sometiéndose a leyes y formas de gobierno.
Desde Aristóteles venimos repitiendo como loros que somos animales racionales y
sociales. Ahora bien, a estas definiciones ya tópicas del homo rationalis, socialis y politicus
no dejamos de sumar, con el paso de los siglos, nuevas perspectivas que enriquecen
nuestro retrato de la excepcional criatura humana y se afanan en descifrar las claves de
nuestra singular y desconcertante condición. Así, seguimos tirando de latinismos para
definirnos como hombres sabios (homo sapiens) en función de nuestra inmersión en mundos
culturales plagados de significados (homo culturalis y homo simbolicus), nuestra permanente
acción manipuladora de la realidad (homo agens y homo faber), nuestra sed de inmortalidad
y trascendencia (homo religiosus), nuestra búsqueda de la máxima utilidad, beneficio y
riqueza (homo economicus), nuestra vocación juguetona (homo ludens) o nuestros
ramalazos de locura (homo demens).
La historia de la filosofía está plagada de debates dentro de esta variopinta galería de
retratos del ser humano. ¿Creen ustedes que nos retratan mejor los que destacan nuestra
racionalidad o los que resaltan con sus pinceladas nuestros rasgos irracionales: pasionales,
lúdicos, impetuosos, orgiásticos, mecánicos o borreguiles?; ¿los que nos pintan como
criaturas libres o como esencialmente carentes de libertad y determinadas ya sea por los
dioses, el destino, la genética, el contexto socioeconómico o el sometimiento a las creencias
e ideologías que mamamos desde la cuna?; ¿los que alaban nuestra noble naturaleza a la
manera del buen salvaje de Rousseau o los que, advirtiendo nuestro egoísmo y nuestra
peligrosidad, dibujan con Hobbes al hombre como un lobo para el hombre?
Dicen las malas lenguas que los filósofos se enzarzan en debates tan abstractos e
ininteligibles como inútiles y estériles. Pues bien, la propuesta que hoy quiero hacerles a
todos ustedes es la siguiente: para no dar la razón a quienes conciben la filosofía como un
puro ejercicio especulativo, como una abstrusa reflexión divorciada de la realidad,
apresurémonos a hablar de la vida, de la vida cotidiana, de la existencia de cada uno de
ustedes en una realidad concreta donde hacen cosas concretas en el mundo, con el mundo
o contra el mundo. Y un mundo donde, por cierto, ninguno de ustedes está solo, sino
conviviendo con otros seres humanos, con los que interactúa y con quienes ha de contar,
aunque a veces no sea más que para huir de ellos.
He empezado invitándoles a reparar en la extrañeza del animal humano y ahora les
estoy sugiriendo que poca cosa sensata podremos decir sobre él si lo extirpamos de su
hábitat, si lo arrancamos de su mundo vital, de esa realidad cotidiana en la que vivimos,
como diría Ortega, circundados por nuestras circunstancias. Sólo cuando hayamos bajado
de las nubes al ser humano abstracto y lo hayamos hecho aterrizar en su existencia
cotidiana en el mundo de la vida, estaremos en condiciones de abordar con sensatez todos
los interrogantes filosóficos que ustedes quieran acerca de nuestra libertad o esclavitud,
nuestra racionalidad o demencia, la nobleza o mezquindad de nuestras acciones, lo justo o
lo injusto de nuestros comportamientos.
Pero ¿a qué me refiero con esto de hablar filosóficamente de nuestra vida cotidiana?
Pues a analizar los entresijos del mundo de la vida humana para ver cómo está organizado.
He aquí, pues, la tarea filosófica que hoy les propongo: investigar la estructura del mundo de
la vida cotidiana. Todos tenemos clara la misión cuando se trata de estudiar la estructura de
la materia, de un organismo, de un aparato o de un edificio. Sabemos qué átomos, qué
células, qué piezas o qué pilares buscamos en cada caso. Pero ¿qué demonios es eso de
estudiar la estructura de la vida cotidiana? ¿Con qué lupa, microscopio, telescopio, escáner
o bisturí lo hacemos?
Cuando escudriñamos el mundo de la vida cotidiana, lo que descubrimos es una
tupida tela tejida con unos hilos que les invito a llamar relevancias. Al igual que los átomos
no están aislados sino enlazados para formar moléculas; al igual que las células se
organizan en tejidos, órganos y aparatos, así también esas células de la vida cotidiana que
llamo relevancias no existen aisladamente, sino articuladas o acopladas en sistemas o
estructuras. El armazón de nuestra vida cotidiana, de la vida de cada uno de ustedes en el
mundo, es, pues, una tupida malla de sistemas o estructuras de relevancias.
No se dejen asustar por esta definición, pues nada misterioso esconde. De sobra
saben ustedes que relevante quiere decir importante, significativo. Pues a eso se refiere ni
más ni menos mi definición: vivimos sumergidos en un océano de realidades que poseen
para nosotros diferentes grados de importancia o significatividad, es decir, que en cada
momento y circunstancia se nos antojan más o menos relevantes o irrelevantes. Les invito a
pensar que la consistencia y solidez de esta morada del mundo cotidiano donde transcurre
nuestra existencia viene dada por estos sistemas o estructuras de relevancias que le sirven
de mortero o argamasa.
Estos sistemas de relevancias se estructuran de manera jerárquica y, por otro lado,
no son rígidos y estáticos, sino dinámicos. Unas relevancias se subordinan a otras, que a su
vez dependen de mis planes vitales. Pero estas jerarquías pueden alterarse y reorganizarse
en función de nuevas relevancias que irrumpan en mi vida. Por ejemplo, la relevancia de mi
proyecto convierte en relevantes para mí los medios para realizarlo. Como desde niño he
querido ser rico, me resultan potencialmente relevantes las numerosas fórmulas para ganar
mucho dinero, desde la lotería hasta la dirección de una multinacional, pasando por el atraco
del siglo. La opción del atraco va perdiendo relevancia para mí a medida que me inculcan el
ideal de vida honrada basada en el respeto de la propiedad ajena. Así pues, sin dejar nunca
de jugar a la lotería, me pongo a estudiar Administración y Dirección de Empresas. En mis
años de facultad, me enamoro locamente de una estudiante Erasmus de sociología que,
entre caricia y caricia, me va poniendo en contacto con grupos e iniciativas de economía
alternativa y solidaria, consumo responsable y comercio justo. Conforme crece mi interés por
los proyectos de cooperación al desarrollo, disminuye mi obsesión por el volumen de mis
cuentas bancarias. La jerarquía de mis relevancias se redefine a la luz de mis nuevos
planteamientos vitales.
Estructuradas en sistemas jerárquicos y dinámicos, las relevancias marcan las
coordenadas de nuestros pensamientos y acciones en el mundo. Pensamos en algo o
hacemos algo porque ese algo nos parece en alguna medida relevante por algún motivo. En
cambio, ante aquello que nos resulta irrelevante vivimos como si no existiera: nuestro
pensamiento se adormece y nos quedamos pasivos, inactivos.
En este breve viaje que estamos haciendo juntos, una definición de la filosofía nos
arrastra ahora a otra. Partiendo de la filosofía como reflexión sobre el extraño animal
humano, les propuse que bajásemos inmediatamente de las nubes para pensar en el mundo
de nuestra vida cotidiana. Y ahora, al hacer la radiografía de este mundo, descubrimos que
se estructura en sistemas de realidades más o menos relevantes o irrelevantes para cada
uno de nosotros. Por consiguiente, la filosofía aterrizada en la vida cotidiana se convierte en
una investigación de los sistemas de relevancias que estructuran nuestro mundo. Se lo diré
con más claridad: la filosofía de la que hoy les hablo se dirige ya de entrada a cada uno de
nosotros para preguntarnos: “¿a ti qué te importa?” Y, una vez escuchada la respuesta, una
vez explorados tus sistemas de relevancias vitales, brotará, rizando el rizo, la pregunta
filosófica fundamental: “¿y por qué te importa lo que te importa?”
No sé si alguno de ustedes se estará diciendo: “esta pregunta no va conmigo; ¡a mí
no me importa saber por qué me importa lo que me importa! ¡Me importa lo que me importa
y punto!” Espero que no intenten convencerme de que les importan un bledo los motivos de
todo lo que hacen y de todo lo que piensan.
Continuemos, pues, nuestra excursión. En nuestro despreocupado vagabundeo por
nuestra vida cotidiana, un buen día como hoy la filosofía nos lanza a bocajarro a cada uno
de nosotros la pregunta: “¿Por qué te importa lo que te importa? ¿Por qué algo es relevante
para ti, moviéndote a pensar en ello o a actuar en una determinada dirección en el mundo
para lograrlo o para esquivarlo?” La pregunta supone en realidad un encargo: la tarea de
investigar la génesis o el origen de nuestros sistemas o estructuras de relevancias.
Al iniciar esta tarea investigadora, lo primero que constatamos es que la relevancia es
poliédrica. Relevantes son mis necesidades, mis intereses, mis conveniencias y mis deseos.
Y relevantes son también mis proyectos. Además, éstos (mis proyectos) mantienen con
aquellos (mis necesidades, intereses, conveniencias y deseos) una relación circular. Por un
lado, para intentar satisfacer mis necesidades, intereses, conveniencias y deseos, forjo
proyectos en mi mente. Pero, por otro lado, una vez que tengo un proyecto en la cabeza, se
vuelve relevante para mí todo lo necesario o conveniente para cumplirlo. Por consiguiente,
cuando me pregunto por qué me importa lo que me importa, es decir, cuando investigo la
génesis de mis sistemas de relevancias, lo que trato de averiguar es dónde y cómo nacen
mis necesidades, mis intereses, mis conveniencias, mis deseos y mis proyectos.
Si alguno de ustedes, recogiendo el guante que acabo de lanzarles, empieza a
preguntarse ahora “¿y a mí qué es lo que me importa en la vida y por qué me importa lo que
me importa?”, no tardará en saltar del yo al nosotros, comparando su sistema personal de
relevancias vitales con el de sus familiares, sus amigos del alma, sus compañeros de aula o
de trabajo, de juerga o de equipo de fútbol, sus conocidos, sus conciudadanos, sus
compatriotas y el resto de sus congéneres humanos. Y, al poner todos estos sistemas de
relevancias sobre el tapete, a nadie le sorprenderá descubrir semejanzas, que irán desde las
meras coincidencias parciales hasta la estrecha sintonía con los deseos, intereses y
aspiraciones de otras personas. No hay nada raro en ello. Recuerden que desde el principio
insistimos en que las relevancias no son átomos aislados, sino células organizadas en
tejidos, aparatos y sistemas dinámicos o, si prefieren, hilos que se entretejen para formar el
tupido tejido de la vida cotidiana. Pues bien, ahora es imprescindible subrayar que estos
sistemas o estructuras de relevancias no son sólo personales o individuales (subjetivos) sino
también interpersonales o colectivos (es decir, intersubjetivos), pues el mundo de la vida
cotidiana es, desde el principio, no sólo mi mundo, sino nuestro mundo. Si mis sistemas de
relevancias garantizan la consistencia de mi personalidad y mi existencia cotidiana, las
estructuras colectivas de relevancias son el cemento que mantiene unida cualquier
comunidad humana, desde una relación amorosa o de amistad íntima hasta un Estado o una
comunidad de naciones, pasando por cualquier asociación o institución, comunidad religiosa
o cultural, clase o estamento social. Si usted susurra al oído de su pareja “a ti y a mí nos
unen las relevancias que compartimos”, como poeta no va a llegar muy lejos, pero estará
diciendo una verdad como un templo: sin comunidad de relevancias no hay comunidad
humana que se sostenga. Por cierto, ¿qué será a estas alturas del romance entre nuestro
estudiante de ADE y nuestra aspirante a socióloga?, ¿seguirán fundidas sus relevancias
hasta que la muerte las separe?
Sumergido cada uno de ustedes en la vida cotidiana, le sigue taladrando ahora la
pregunta “¿Por qué me importa lo que me importa?” Si se fijan bien, las dos fuentes de
nuestros sistemas de relevancias son las dos dimensiones del mundo de nuestra vida, que
es por un lado un mundo natural, pero por otro, y sobre todo, un mundo social y cultural. Las
coordenadas para la navegación por nuestra vida cotidiana las definen en parte nuestra
naturaleza y en parte nuestro específico entorno sociocultural. Voy a pasar revista a ambas
dimensiones, pero antes les sugiero que todo nuestro aluvión de relevancias, tanto naturales
como socioculturales, brota de un mismo manantial, a saber, nuestra conciencia de finitud en
un mundo que nos trasciende. Sé que moriré y temo morir. Este temor, esta ansiedad
fundamental es compañera inseparable de la racionalidad y la conciencia reflexiva del
extraño animal humano con el que andamos a vueltas. A esta ansiedad fundamental se
subordinan a la postre todos nuestros proyectos vitales y, por tanto, todas nuestras
estructuras de relevancias gobernadas por dichos planes de vida.
Como animal en un mundo natural, lo relevante para usted es dar respuesta a los
imperativos biológicos como la necesidad de nutrición y cobijo, el deseo sexual o los
mensajes de dolor que le envía de vez en cuando su cuerpo.
Ahora bien, aunque el mundo en el que transcurre nuestra vida cotidiana tiene una
dimensión natural, es ante todo y sobre todo un mundo intersubjetivo de cultura. Es un
mundo intersubjetivo porque usted convive desde su nacimiento con otros sujetos humanos.
Y es un mundo de cultura porque está plagado de significados. Palabras y números, útiles,
artefactos, armas y herramientas, vestimentas y ornamentos, creencias e instituciones
religiosas y políticas, tecnología y ciencia, jerarquías sociales, dinero, un sinfín de realidades
materiales o inmateriales a las que dotamos de sentidos que compartimos colectivamente,
nos transmitimos de unos a otros y de generación en generación, y con los que nos
pasamos la vida traficando: eso y no otra cosa es la cultura.
Para cada uno de ustedes, la vida cotidiana transcurre, pues, en un mundo
intersubjetivo de cultura, que en adelante llamaré sencillamente mundo sociocultural. Este
mundo sociocultural es, por tanto, el escenario donde, bajo el omnipresente nubarrón de la
muerte que planea sobre nuestra cabeza, los animales humanos como ustedes y yo
buscamos, sí, respuestas concretas a nuestros imperativos zoológicos, pero enseguida nos
ponemos a complicarnos la vida con cosas tan raras como las que al principio
mencionábamos: poemas y ecuaciones, armas y leyes, uniformes y creencias.
¿Por qué le importa a usted lo que le importa? Pues porque vive en una realidad
sociocultural concreta que le suministra un entramado de sistemas de relevancias, que
definen para usted en buena medida las hojas de ruta que gobiernan su vida cotidiana. En
esta realidad concreta aprende usted a forjar planes para su vida y, así, algo o alguien le
resultará más o menos relevante en la medida en que se le antoje más o menos necesario,
conveniente o deseable para realizar dichos planes. Y viceversa: en esta realidad concreta
aprende usted a sentir necesidades, intereses y deseos, es decir, a construir los sistemas de
relevancias que le llevarán a trazarse nuevos proyectos.
En los próximos minutos destacaré tres de los pilares que sustentan la existencia
cotidiana de cualquier ser humano como ustedes o como yo, configurando nuestras
estructuras de relevancias tanto individuales como colectivas.
En primer lugar, cada uno de ustedes parte de una situación biográficamente
determinada, un Aquí y un Ahora que no son sólo un tiempo y un lugar concretos, sino
también unas circunstancias familiares, sociales y económicas particulares. Huelga decir que
las vidas de Lorenzo y Catalina, alumnos de 2º de Bachillerato que tal vez se sientan hoy
entre nosotros en este salón, serían muy diferentes si usted, Lorenzo, hubiese nacido en
Sierra Leona y le hubiesen reclutado como niño soldado a los seis años o si a usted,
Catalina, primogénita de una familia campesina en Chiapas, le tocase ahora estar cosiendo
en una maquila o cultivando maíz en la milpa, mientras acarrea a sus espaldas a su segunda
criatura. El Aquí y Ahora es el origen del sistema de coordenadas en torno al cual se
organiza mi mundo en perspectivas de mayor proximidad o lejanía y, por tanto, más o menos
accesibles o inaccesibles para mí. En función de mi Aquí y mi Ahora, una parte del mundo
está a mi alcance y otra fuera de mi alcance, aunque estas coordenadas pueden ir
cambiando: lo que ahora está a mi alcance puede que antes no lo estuviese y, del mismo
modo, puede dejar de estarlo en un futuro. Es decir, unos sectores del mundo están a mi
alcance actual, otros potencialmente a mi alcance, y otros parecen totalmente fuera de mi
alcance. Y esta estructuración perspectivista de mi mundo en torno a mi situación biográfica
define también las posibilidades y modalidades de mi relación con otros seres humanos:
desde la interacción directa cara-a-cara con mis semejantes o consociados, hasta mi
relación sólo indirecta con mis meros contemporáneos, mis antecesores o mis sucesores.
Salta a la vista que los sistemas de relevancias que gobiernan mi vida cotidiana
dependen en buena medida de esta organización de mi mundo en perspectivas de
proximidad o lejanía, y del grado de intimidad o anonimato que define mi relación con los
demás. Hay perogrulladas que parece saludable recordar: La abismal diferencia entre la
situación biográfica del alumno o la alumna de bachillerato del Cañada, el niño soldado de
Sierra Leona o la campesina chiapaneca se plasmará en la colosal disparidad de sus
respectivas necesidades, intereses y proyectos vitales, es decir, de sus respectivas
estructuras de relevancias.
La segunda característica que me gustaría destacar en nuestra vida cotidiana es que
vivimos en un mundo de constantes acciones e interacciones. Vivimos actuando,
ejecutando, moviendo nuestro cuerpo en la realidad y manipulándola sin tregua. Por ser un
mundo de actividad, está gobernado por motivaciones eminentemente prácticas o
pragmáticas, que jerarquizan nuestros sistemas de relevancias según el grado de urgencia
de cada tarea, siguiendo la regla de oro: lo primero es lo primero. Sin embargo, aunque
nuestra vida transcurre sobre todo en este mundo de actividad regido por relevancias
pragmáticas, de vez en cuando saltamos desde esta realidad soberana a otras realidades o
a otros mundos: el mundo de los sueños, el mundo de la fantasía, el mundo de la
representación teatral, el mundo literario o artístico, el mundo de las teorías científicas, etc.
Y, en todos estos otros mundos ya no gobiernan los motivos pragmáticos, por lo que nuestro
ingreso en cada una de estas realidades alternativas supone el abandono provisional de
nuestras relevancias ordinarias, para saltar a otro tipo de necesidades, intereses y deseos.
Dicho con el mayor cariño y sin ninguna connotación patológica, al pasarnos la vida
haciendo viajes de ida y vuelta entre la realidad cotidiana y estas otras múltiples realidades,
todos tenemos una personalidad algo esquizofrénica, disociada o escindida entre todos
estos mundos por los que vamos saltando.
Por fin, el tercer pilar que soporta nuestra vida cotidiana es su carácter incuestionado
o dado por sentado. Transitamos por nuestro mundo cotidiano dando por sentadas sus
características y estructuras esenciales. No sólo contamos con que el sol saldrá cada día por
el mismo sitio o con que al abrir la puerta para salir de este salón de actos seguirá estando
ahí un suelo que nos impida caer al abismo. Casi con la misma naturalidad, cuando nos
paseamos por Portobello, damos por sentadas infinidad de cosas. Contamos con que la
carta que echamos al buzón llegará a Canadá y no se disolverá en ácido sulfúrico, aunque
no conozcamos con detalle la logística del servicio de correos. Contamos con que, por
mucha hambre que tengamos, no podemos comernos las manzanas de los puestos del
mercado sin pagarlas previamente. Contamos con que los coches se detendrán si el
semáforo está rojo y con que los transeúntes no nos acribillarán a balazos si les
preguntamos la hora. Contamos con que después del paseo volveremos al aula, donde por
supuesto seguirán las clases, que por supuesto necesitamos para completar un bachillerato,
que por supuesto nos permitirá ir a la universidad para buscar luego un buen trabajo, pues
por supuesto en este mundo la mayoría de nosotros tendremos que trabajar para vivir, y así
sucesivamente. A quienes ya estén hartos de aguantarme, les invito a que recorran en su
mente el arsenal de presuposiciones que manejará mientras tanto en su vida cotidiana el
niño soldado de Sierra Leona o la campesina chiapaneca. Sea en Londres, en Sierra Leona
o en México, todos tendemos a dar por supuesto el funcionamiento de la intrincada
maquinaria que permite que el reloj del mundo sociocultural no deje de hacer tictac.
Mi confianza en la esencial estabilidad de mi mundo cotidiano se basa en mi acervo
de conocimiento a mano, es decir, en mi posesión de un repertorio de conocimientos y
experiencias que soportan un sinfín de expectativas acerca del comportamiento de los
demás sujetos y objetos de mi mundo, así como de lo que se espera de mí en cada contexto
y situación. Gracias a todas estas expectativas y conocimientos que damos por sentados,
nuestra existencia cotidiana es una realidad esencialmente no problemática para nosotros
pues, en buena medida, tanto los demás como yo nos dedicamos a seguir hábitos, rutinas,
usos, costumbres, reglas, programas, tradiciones y convenciones. Nuestra vida cotidiana
está repleta de manuales de instrucciones y recetas de libro de cocina, por lo que buena
parte de nuestras acciones e interacciones se limitan a confirmar nuestras expectativas
recíprocas.
Una dimensión esencial de mi acervo de conocimiento a mano son los valores y las
creencias que sirven de cimiento a los sistemas de relevancias que orientan mi vida
cotidiana y mi definición del mundo. Por tanto, mis estructuras de relevancias fundamentales
poseen también este carácter incuestionado y dado por sentado. No me despierto cada
mañana preguntándome qué merece la pena en mi vida, cómo es el mundo ni si podría ser
diferente de como es. Dando por sentado lo que es el mundo a mi alcance y lo que cabe
esperar de mi vida dentro de él, me pongo a ejecutar las tareas del día a día ayudado por
esas recetas y manuales de instrucciones que tengo a mano. Por consiguiente, en mi vida
cotidiana lo relevante para mí son los pequeños problemas a los que me enfrento al ejecutar
dichas tareas. En cambio, rara vez me cuestiono los propios proyectos vitales que me llevan
a ejecutar estas tareas cotidianas. Las grandes estructuras de relevancias que dimanan de
mis planes de vida yacen, por lo general, en el trasfondo de lo dado por sentado.
Así, por ejemplo, ustedes y yo damos por sentado que somos gente de bien, pues,
pese a nuestras pequeñas flaquezas y travesuras cotidianas, somos honrados estudiantes y
trabajadores que ni robamos ni matamos. También damos por sentado que nuestra vida
transcurre en un mundo donde más de ochocientos millones de personas pasan hambre, y
por eso este detalle carece de relevancia para nuestra vida cotidiana pues, a fin de cuentas,
qué le vamos a hacer. Contamos con que así ha sido siempre, lo es y lo será. Damos por
sentado que, más allá de esporádicos donativos y maratones solidarios, esto de la pobreza y
la hambruna es un asunto fuera de nuestro alcance. La escandalosa distribución de la
riqueza del planeta será cosa del destino, de la fortuna, del capricho de los dioses o de las
multinacionales.
Regresemos al tranquilo mundo de este salón de actos. No me cabe la menor duda
de que Lorenzo, Catalina y todos y cada uno de ustedes están siguiendo con el máximo
interés este sermón. Mi charla es, para ustedes, relevante en grado superlativo. La
esperaban con auténtica impaciencia, apenas podían vivir sin ella y casi lloran de rabia
cuando les anuncio que en pocos minutos habremos terminado. Tan absortos están en mi
exposición que todo lo demás les resulta relativa o absolutamente irrelevante en este
momento. Y, sin embargo, la suma relevancia de mi discurso se desvanece para ser
destronada por otras relevancias si, de repente, una de las autoridades que presiden esta
ceremonia se sube a la mesa y comienza a bailar la danza del vientre, o si aparecen humo y
llamas detrás de la pantalla. En este micromundo que ahora compartimos ustedes y yo,
todos damos por supuesto que las autoridades se atendrán al protocolo y mantendrán la
compostura, y que hemos acudido a inaugurar oficialmente el curso académico y no a abrir
los informativos de la BBC escapando por los pelos de un incendio. Cuando se tambalea lo
que damos por sentado en nuestro mundo, cuando se quiebra nuestro repertorio de
expectativas y presuposiciones, irrumpen en el paisaje nuevas necesidades, intereses y
deseos que nos obligan a reconfigurar nuestros sistemas de relevancias. Evidentemente, la
rotunda relevancia del humo y las llamas tornaría irrelevante este apasionante discurso. Lo
que no tengo tan claro es qué incendio tendría que producirse para que dejemos de dar por
sentada la distribución de la riqueza mundial y para que los 842 millones de hambrientos
trastoquen las jerarquías de relevancias que gobiernan nuestra vida cotidiana.
Resumamos esta última etapa de nuestra marcha. Al examinar la estructura de mi
vida cotidiana, hemos visto que la soportan tres pilares fundamentales: (1º) es una realidad
organizada en perspectiva desde mi Aquí y Ahora, origen de mi sistema de coordenadas a
partir del cual jerarquizo mis estructuras de relevancias; (2º) vivo sobre todo en un mundo de
actividades y ejecuciones, gobernado por motivaciones prácticas, aunque transito también
por otras múltiples realidades regidas por otros sistemas de relevancias; y (3º) mi vida
cotidiana discurre entre hábitos, rutinas y automatismos, siguiendo recetas o manuales de
instrucciones socioculturales, sobre el confortable trasfondo de lo incuestionado o dado por
sentado, resultante de mi acervo de conocimientos, experiencias y expectativas. Sólo
cuando se vuelve problemático lo que doy por sentado, me veo forzado a replantearme mi
jerarquía de relevancias y planes de vida.
Después de este recorrido, confío en que ahora entenderán mejor a qué me refería al
principio de esta charla, cuando les invitaba a bajar de las nubes de la abstracción los
grandes debates filosóficos sobre el extraño animal humano y hacerlos aterrizar en el suelo
de la vida cotidiana. ¿Racionalidad?, ¿libertad?, ¿bondad y justicia? ¿Cómo suenan ahora
estos interrogantes?:
¿Racionalidad humana? Sin duda, el recordatorio de nuestra inteligencia racional y
nuestra conciencia reflexiva no sólo luce mucho en un examen de filosofía, sino que también
nos enorgullece al mirarnos al espejo cada mañana. Ahora bien, ¿qué papel reservamos a
nuestra capacidad reflexiva y deliberativa en nuestra vida cotidiana, tan plagada de hábitos,
rutinas y convenciones en un mundo que, en lo esencial, damos por sentado?
¿Reflexionamos alguna vez sobre nuestros proyectos vitales o nos limitamos a pensar cómo
realizarlos de la manera más efectiva? ¿Asumimos sin más que el mundo es lo que es o
pensamos por qué es como es y nos planteamos si podría ser de otra manera?
¿Libertad humana? Si mi mundo sociocultural acota el territorio en el que discurre mi
vida, si me inculca los valores y las creencias que predefinen el alcance de mis planes y
proyectos, sembrando en mí necesidades, intereses y deseos, mi libertad consistirá a lo
sumo en mi capacidad de satisfacer dichas necesidades, intereses y deseos. Pero
convendrán conmigo en que eso no es lo mismo que la libertad para forjar mis propias
jerarquías de relevancias y proyectos vitales. Tal vez sea libre para conseguir lo que quiero,
pero no tan libre a la hora de decidir mis querencias, lo que quiero querer, lo que me
importa, lo relevante para mí.
¿Bondad y justicia humana? Para medir nuestra temperatura moral, podemos utilizar
como único termómetro el trato justo y cariñoso que dispensamos a las personas de nuestro
entorno, es decir, a los semejantes con quienes nos relacionamos en el mundo actualmente
a nuestro alcance. Sin embargo, en plena era de la globalización, tal vez debamos
preguntarnos por qué nos resulta tan poco relevante y seguimos dando por sentada la
injusta distribución de las riquezas del planeta, donde, como saben ustedes, el 20% de los
humanos acaparamos el 80% de los recursos. Y quizás debamos preguntarnos también si
no tenemos la más mínima responsabilidad moral sobre la suerte que corren nuestros
contemporáneos y sucesores, incluidos esos 842 millones de hambrientos crónicos de un
planeta donde sabemos que hay alimentos para todos y donde tiramos anualmente a la
basura 1.300 millones de toneladas de alimentos (en nuestros países, por cierto, tiramos
más de 100 kilos de comida por habitante al año).
Después de esta media hora de paseo filosófico por la vida cotidiana, y ya que
estamos inaugurando un curso académico, concluiré subrayando la consecuencia más
evidente de mi discurso. En la configuración, el mantenimiento y la transformación de
nuestros sistemas y jerarquías de relevancias, es crucial el papel de la socialización, incluido
este sector de la misma que más nos incumbe en este momento: la educación formal.
Precipitados en las últimas décadas por una cascada de leyes educativas, con sus
sucesivas reformas y contrarreformas, no dejemos de preguntarnos cuál debería ser la
función más relevante del sistema educativo: ¿responder a las relevancias impuestas por
otras instancias sociales como el mercado?, ¿uniformar los sistemas de relevancias de
nuestros dóciles alumnos para garantizar la cohesión social y, por ende, el orden y el
control?, ¿propiciar que cada alumna o alumno construya con autonomía su jerarquía de
relevancias personales? Como apostar por cumplir a la vez todas estas misiones sería
buscar la cuadratura del círculo, los que nos dedicamos a este oficio tendremos que decidir
también qué es lo que nos importa.
En este curso que estamos inaugurando, les deseo a todas y a todos un feliz y
estimulante viaje por la vida cotidiana y por todos esos otros mundos a los que se asomen.
Y, cuando les apetezca, ya me contarán ustedes lo que les importa y por qué les importa lo
que les importa. Entretanto, muchas gracias por su paciencia y su atención.
Pablo Hermida, 9 de octubre de 2014
Pablo Hermida Lazcano (Ourense, 1968) se licenció en Filosofía y Ciencias de la Educación por
la Universidad de Santiago de Compostela en 1991, obteniendo el Tercer Premio Nacional de
Terminación de Estudios de Licenciatura.
En 1993 y 1994 realizó un Máster en Sociología en la New School for Social Research de Nueva
York, becado por la Fundación Barrié.
En 2001 defendió su tesis doctoral en Filosofía en la Universidad Nacional de Educación a
Distancia (Madrid), con el título Para una filosofía de la cultura: Alfred Schütz, con la calificación de
“Sobresaliente cum laude por unanimidad”.
Durante el curso 95/96 impartió clases de Sociología en la Universidad Pontificia Comillas de
Madrid.
Desde septiembre de 1996 ha sido profesor de Filosofía en institutos de Castilla-La Mancha,
Galicia, Extremadura y Marruecos. Éste es su quinto y último curso en el I.E. Vicente Cañada Blanch.
Ha publicado numerosos trabajos de investigación en el campo de la filosofía y las ciencias
sociales, entre los que destacan: “La psicosemántica de Jerry A. Fodor”; “La tortuga en la multitud: La
masa como emblema de la modernidad en Walter Benjamin”; “Topografía de una utopía: de la Utopía
de Tomás Moro a los Pueblos-Hospitales de Vasco de Quiroga”; “Polemizar con Feyerabend”;
“Nietzsche o la elegía a la cultura estrangulada”; “El nuevo espacio público de la religión”;
“Domesticando el futuro”; “The taken-for-granted world”; “La estructura del mundo de la vida”; “Die
Welt in Reichweite bei Schütz”.
Su libro Relevancias vitales aparecerá publicado en México el próximo año.
Ha presentado diversas ponencias y comunicaciones en cursos y congresos.
Ha traducido al castellano veinticinco libros del inglés y el francés, principalmente para las
editoriales Taurus y Paidós, así como numerosos artículos y capítulos de libros.