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LA HERIDA DEL CORAZÓN
Uno de los cuatro principios enunciados por el papa Francisco en la Evangelii gaudium
afirma que la realidad es superior a la idea. Ilustrándolo, el papa presenta algunas
degeneraciones que de diferente modo ocultan la realidad: «los purismos angelicales,
los totalitarismos del relativo, los nominalismos declaracionistas, los proyectos más
formales que reales, los fundamentalistas antihistóricos, los eticismos sin bondad, los
intelectualismos sin sabiduría» (EG 231).
Son actitudes que, incluso antes de declinarse en relación a la realidad social, asedian
nuestra mirada de fe. Pensamos, por ejemplo, en la tentación de una fe “pura” que huye
a todo contacto (o, quizás, contagio) con la historia o a su uso instrumental, cuando se
la exhibe como baluarte de valores irrenunciables, de abstractos principios graníticos,
olvidando el testimonio de la bondad y la supremacía de la misericordia.
También en las cosas de la fe, es más sobre todo en ellas, es necesario recordarse que
la realidad supera la idea. Que nuestro ser cristiano no se basa ni sobre la potencia de la
idea ni sobre la atracción del ideal, sino que se declina en referencia a la realidad, a partir
de la realidad indeducible del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado pro nobis.
Es aquí donde encuentra la razón de ser la actualidad, la perenne juventud de la
devoción al Corazón de Jesús. Ella, precisamente en su ser “sintética” (no una devoción
entre las demás, sino que se refiere al núcleo de la fe), pretenden ponerse como
custodia de esta realidad, del evento pascual, en el que va incluido el núcleo de la
espiritualidad del Corazón de Jesús, reencontrándolo quizás más allá de los
revestimientos más o menos legítimos que a lo largo de los siglos se han ido formando.
Y precisamente a partir de aquí quisiera desarrollar dos órdenes de consideración
respecto a la actualidad de esta devoción para el hoy de la Iglesia, considerando
respectivamente el objeto y la perspectiva en la que se sitúa.
El paraíso de nuestro origen
La revelación del Corazón de Jesús no es el símbolo abstracto de un amor genérico de
Dios por la humanidad, sino la manifestación de una dedicación concreta, de un
sufrimiento real, de un amar humanamente inconcebible. Es precisamente el
advenimiento realísimo de la cruz, donde se da una concreción carnal que es
inimaginable para el hombre “religioso” que presuma de pensar Dios, que la devoción
al Corazón de Jesús pretende salvaguardar.
El icono de esta dedicación lo vemos representada por el evangelista Juan en la escena
de la transfixión del costado de Jesús (Jn 19,31-37). Es aquí que la devoción al corazón
de Jesús distingue la referencia al «corazón abierto» (cf. Jn 19,34), a una apertura que
abre las vísceras de misericordia de Dios y revela así el misterio último de Dios. No se
habla, como se sabe de corazón, sino del costado traspasado de Jesús nos muestra que
de esta herida, procurada simplemente para cerciorarse de la muerte del crucificado, es
posible entrever el misterio del que Jesús vive, la pasión del que ha vivido y ha muerto.
Un costado roto «a fin de que, a través la herida visible, viésemos la herida invisible del
amor», como afirma la Vitis mystica, un opúsculo espiritual medieval atribuido
(erróneamente) a san Buenaventura (cf. Buenaventura: 643). Una herida que rompe,
por así decir, la divina impenetrabilidad, mostrándonos de qué amor es capaz Dios. Una
herida que abre el corazón. Y esta apertura del corazón, por decirlo con von Balthasar,
«está para indicar el don (...) de cuanto de más personal e íntimo Jesús tiene; el espacio
abierto, vaciado, puede ser accesible a todos» (Balthasar, 1990: 121).
La herida del costado del Crucificado revela por lo tanto el amor infinito, indomable, de
Dios. Es muy elocuente que para hablar del amor de Dios –del que en el ambiente
eclesial se habla en verdad demasiado, muy a menudo de modo aproximativo o enfático,
opportune et importune- la devoción al Corazón de Jesús tenga como referente
simbólico una herida. Una herida que se inflige en la carne del Hijo de Dios, que muestra
la verdad de la encarnación y la concreción cualquier cosa menos etérea y espiritualista
que asume el misterio de Dios que se llama agape.
Es una herida, la del Corazón de Cristo, que muestra hasta qué punto Dios se implica en
la relación con el hombre, de modo sensible, material, con todo el afecto del que es
capaz, en las entrañas de su misericordia.
Es una herida que sangra, que cuesta mucho a Dios. La muerte en cruz no es la ofrenda
de una gracia barata, que diría Bonhoeffer, sino que es a precio muy caro: el precio de
un amor apasionado, indomable, «hasta el fin» (Jn 13,1).
Es una herida, la del Corazón de Cristo, que se expone de modo gratuito, ofreciéndose
a la mirada contemplativa del creyente («Volverán la mirada a aquel que han
traspasado»), pero se expone también al escarnio de quien se burla, ironiza sobre la
figura de una salvación que no puede ciertamente venir de ese modo («Ha salvado a
otros, ¡que se salve a sí mismo!»). Y es una herida fecunda, porque por esas llagas hemos
sido curados (cf. Is 53,5). Hemos sido curados precisamente mediante la vulnerabilidad
del corazón del Hijo, de su hacerse tocar en la carne. De esta herida nace la Iglesia:
Ecclesia ex corde scisso. Y ella nunca debería olvidar que ha nacido de la fecunda
vulnerabilidad del Hijo de Dios.
Es una herida, la del Corazón de Cristo, acogida, que muestra la fuerza del amor. Como
observaba Josef Pieper, la virtud de la fortaleza presupone la vulnerabilidad y consiste,
en su raíz, en el «saber aceptar una herida» (Pieper, 1956: 19). La herida del Hijo de Dios
no nos habla de una debilidad decadente (¡cuánta retórica en los discursos sobre la
debilidad de Dios!), sino de la fuerza, del coraje de quien asume el propio destino y
acepta las heridas, cueste lo que cueste. Y, en cuanto acogida, es también acogedora:
en la herida del Traspasado encuentran lugar todas las heridas de la historia, las de los
desesperados, de los niños violados, de los prófugos, de los abandonados, las heridas de
soledades inconsolables y de vidas cicatrizadas.
Y es una herida, la del Corazón de Cristo, que es «paraíso de nuestro origen», como
escribía Turoldo en su lírica (Turoldo, 1993: 298). La devoción al corazón de Jesús nos
muestra no solo que las heridas, las de todos nosotros, pueden ser curadas. Pero nos
muestra, más radicalmente, que nuestras heridas, o mejor, podríamos decir, nuestra
herida -la que de algún modo somos desde el momento en que nacemos, expuestos a
la muerte- es paraíso porque está habitada por un amor así, el del Corazón de Cristo. La
herida del origen es fecunda, es fiable, se puede transformar en gracia.
Tocar y dejarse tocar
Situándose aquí, en la realidad indeducible del Traspasado, la devoción al Corazón de
Jesús alcanza el misterio de ese Dios que ninguna jamás ha visto (cf. Jn 1,18), el ser
mismo de Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8). Lo alcanza no como idea, sino que lo ve, lo
siente, lo toca, en el cuerpo herido del Crucificado.
Es necesario recuperar urgentemente este aspecto de la fe: el ver, el sentir, el tocar.
José Tolentino Mendonça, autor de una audaz meditación sobre una mística que dé
espacio a los cinco sentidos, escribe: “Nos hace falta una nueva gramática que sepa
conciliar en lo concreto los elementos que nuestra cultura retiene inconciliables: razón
y sensibilidad, eficiencia y afectos, individualidad y compromiso social, administración y
compasión, espiritualidad y sentidos, eternidad e instante” (Tolentino, 2015: 34). Nos
hace falta por tanto una renovada alianza entre las diferentes dimensiones del espíritu.
Y a esto es a lo que sirve una devoción (cf. Bolis, 2013: 43-53). Situándose en la
encrucijada entre teología y experiencia, entre representación y afecto, la devoción
custodia la realidad de la fe, impidiéndole degenerar en simple idea, en intelectualismo
sin vida.
En el corazón de Jesús vemos un Dios cómplice de la afectividad, se nos revela toda la
pasión de su amor. La fe que se libera aquí no es solo una fe que procede de la escucha
(fides ex auditu), non es solo una fe que ve (oculata fides), sino también una fe que toca,
una fe como “con-tacto”. Lo dice muy bien el papa Francisco cuando nos recuerda, en
la Lumen fidei, que “con su encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha
tocado y, a través de los sacramentos, también hoy nos toca; de este modo,
transformando nuestro corazón, nos ha permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo
y confesarlo como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza
de su gracia. San Agustín, comentando el pasaje de la hemorroísa que toca a Jesús para
curarse, afirma: «Tocar con el corazón, esto es creer»” (LF 31).
La paradoja es que en un tiempo como el que estamos atravesando es difícil dejarnos
tocar. Si es verdad que nuestros sentidos experimentan solicitudes continuas y
disparatadas, esto, en lugar de hacernos más sensibles, produce en nosotros una
especie de saturación sensorial que conduce a la atrofia de nuestra sensibilidad.
Estamos de tal modo expuestos, estamos tan llenos de contactos, que al final nos
cerramos previamente a una relación auténtica con el otro, una relación en la que nos
demos verdaderamente nosotros mismos. Y la técnica, mientras produce posibilidades
hasta hace muy poco impensables de contactos, en el fondo sin embargo nos anestesia
al contacto auténtico con el otro, con su rostro, con su alegrarse o su padecer.
La devoción –que es relación de dedicación, don, ofrenda (votum)- implica como actitud
fundamental esta apertura al toque del Otro. Es devoto quien se expone, abaja las
defensas, se abandona al misterio de un Dios sensible al hombre, de un Dios que del
hombre desea hacerse tocar. Marcello Neri, en un ensayo reciente sobre la
espiritualidad dehoniana, habla de devoción como “tránsito de la vida” (cf. Neri, 2016:
116). La devoción, en otros términos, nos permite hacer pasar la vida, sus esperanzas y
su angustia, su negatividad y sus aspiraciones, en la relación con este Dios sensible al
hombre.
El contacto con el Dios revelado en el Corazón del Salvador se convierte así, en la
concreción de la devoción, en contacto con nuestra interioridad más profunda y con
nuestras heridas más escondidas. Se hace contacto con el otro, con el hombre herido
que se me hace prójimo y desea, incluso solo tácitamente, el gesto de una acogida
plenamente humana. En otras palabras: la devoción al Corazón de Jesús es garantía de
que nuestras heridas tocan a Dios, que son custodiadas en la herida del Traspasado, en
el paraíso de nuestro origen.
Bibliografía citada
Stefano Zamboni scj
BALTHASAR, H.U. von (1990): Teologia dei tre giorni. Mysterium paschale, Brescia.
BOLIS, E. (2013): Al cuore della fede. Spunti per una teologia del sacro Cuore, in La Rivista del Clero italiano
94 (2013), 43-53.
BUENAVENTURA, Vitis mystica, III, 10: PL 184.
NERI, M. (2016): Giustizia della misericordia. Europa, crisrtanesimo e spiritualità dehoniana, EDB: Bologna.
PIEPER, J. (1956): Sulla fortezza, Brescia.
TOLENTINO MENDONÇA, J. (2015): La mistica dell'istante. Tempo e promessa, Vita e Pensiero, Milano.
TUROLDO, D. M. (1993): Salmo del “pellegrino ruso”, in ID., O sensi miei ... Poesie 1948-1988, Milano.