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Transcript
F O N D O D E C U LT U R A E C O N Ó M I CA
M AY O D E 2 0 1 7
557
ADEMÁS El complot
mongol
por rafael bernal
Serie -topías
557
F O N D O D E C U LT U R A E C O N Ó M I CA
M AY O D E 2 0 1 7
3
Utopismo:
pismo:
o y nuevo
viejo
L
a percepción compartida cada vez por más personas
de que el mundo material y la subjetividad humana
han entrado en situaciones sin salida ha empezado a
revivir el interés por el pensamiento utópico. No es
el interés por las utopías de las sociedades regimentadas imaginadas por Platón, Tomás Moro y otros,
tampoco por las utopías totalitarias del siglo xx, sino
por aquel pensamiento que, al imaginar zonas de una vida mejor y
energizar las relaciones intersubjetivas, ayuda a superar la atrofia del
pensamiento político y a concebir reformas que vayan más allá de las
variaciones de lo mismo.
Con este espíritu el fce anuncia el lanzamiento de la serie –topías
en coedición con La Jaula Abierta y el cide. La serie incluirá libros
utopistas “clásicos”, de imaginación crítica moderna y utopías negativas o distopías. Este último género ha acumulado gran prestigio desde
la posguerra y ha cobrado nuevo vigor desde fines del siglo pasado.
Tiene la virtud de que al extrapolar tendencias políticas, económicas
y tecnológicas actuales nos alerta de lo que el mundo podría ser en un
futuro no muy lejano.
De acuerdo con su tradición editorial de obras del pensamiento crítico moderno, el fce no se ha caracterizado por publicar libros utopistas (salvo algunos clásicos indispensables, los cuales serán reimpresos
en esta nueva serie). Sin embargo, en su catálogo abundan obras que
tienen al pensamiento utópico como referente, ya sea para criticarlo,
corregirlo o mantener la mirada en un horizonte de mejora para el
género humano.
Viene al caso recordar Caminos de utopía de Martin Buber (Colección Breviarios), que argumenta soluciones a problemas de la convivencia humana y las relaciones políticas desde un punto de vista
antropológico. Sus soluciones son “utópicas” no por irrealizables, sino
porque suponen una toma de conciencia de lo que significa ser humano. A Buber le interesa identificar las zonas de fricción y cooperación
entre el individuo y la colectividad, entre la colectividad pequeña y
la colectividad grande, entre el centralismo y la descentralización;
zonas donde se crean patrones sociales cuyas líneas de demarcación
están sujetas al diseño y rediseño constantes. Suena relevante para el
México actual.
Esta dimensión de convivencia que el utopismo nos ha enseñado
a ver es quizá el espacio más prometedor de un pensamiento crítico
vigorizado. Es el “utopismo iconoclasta” que Russell Jacoby demanda
rescatar y que Theodor Adorno resumió así: “Contemplar todas las
cosas como se verían desde el punto de vista de la redención” (Minima
moralia).•
El mar es historia
derek walcott
5
Serie -topías
dossier
7
Del sentimiento
utópico de la vida
josu landa
8
Serie -topías
armando gonzález torres
9
Tomás Moro, Utopía
roger bartra
10
¿Y La Ciudad del sol?
pablo soler frost
11
Misericordia.
El destino trágico de una collera
de apaches en la Nueva España
antonio garcía de león
13
William Harvey
y la circulación del tiempo
andrés garcía barrios
14
Sombras en el arcoíris
conversación con mónica b. brozon
rocío alarcón
José Carreño Carlón Director general del fce
Martha Cantú, Susana López, Socorro Venegas,
Karla López, Octavio Díaz y Juan Carlos Rodríguez
Consejo editorial
15
Roberto Garza Iturbide Editor de La Gaceta
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por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716
Ilustración de portada ©Ulises Mora
Cien años de filosofía
en Hispanoamérica
(1910-2010) margarita m. valdés
18
El complot mongol
rafael bernal, ricardo peláez y luis humberto crosthwaite
20
22
Nostalgia del ocho negro
eduardo antonio parra
poema
El mar es historia
Derek Walcott
¿Dónde están vuestros monumentos,
vuestros mártires y batallas?
¿Dónde, vuestra memoria tribal? Está,
señores,
en ese cofre gris: el mar. El mar
los tiene a buen recaudo: es Historia.
En el principio era el aceite, palpitante,
denso, como el caos;
luego, luz al final del túnel,
la linterna de un carabela:
tal fue el Génesis.
Luego los gritos hacinados,
la mierda, los lamentos:
El Éxodo.
Huesos por el coral soldados a los
huesos,
las Tablas de la Ley: mosaicos
que con su sombra un tiburón bendijo;
tal fue el Arca de la Alianza.
Luego, de los quebrados cables
de luz del sol sobre el suelo marino,
las harpas doloridas del cautiverio
babilónico,
mientras que blancas cauris como
esposas
ceñían las muñecas de las mujeres
ahogadas;
tales los brazaletes de marfil
del Cantar de Salomón.
Pero el océano seguía pasando hojas en
blanco
en busca de la Historia.
Luego vinieron hombres, ojos pesados
como anclas,
que se hundieron sin una tumba,
ladrones que devastaron el ganado
y abandonaron las calcinadas osamentas
como hojas de palma sobre la playa;
tiempo después la marea engulló, furiosa,
entre sus fauces espumeantes, Port Royal;
ése fue Jonás.
¿dónde está pues vuestro Renacimiento?
Estas cuevas repletas de aristas y
escaramujos
como piedras labradas
son nuestras catedrales,
y el ardiente calor anterior a los
huracanes
es Gomorra. Huesos pulverizados por
ruedas de molino
convertidos en harina y arcilla
fueron nuestro Libro de Lamentaciones,
pero eran solamente Lamentaciones,
no eran la Historia.
Vinieron luego, como sucia espuma en el
reseco labio del río,
los juncos pardos de los pueblos
creciendo hasta convertirse en ciudades,
y por la noche, el coro de los mosquitos,
y por encima de ellos, las agujas de los
campanarios
hundiéndose en el costado de Dios
al ponerse Su hijo; y ése fue el Nuevo
Testamento.
Vinieron después las blancas hermanas
aplaudiendo el avance de las olas
y ésa fue la Abolición de la esclavitud —
regocijo, oh regocijo—
que se desvaneció a la misma velocidad
con que el encaje del mar se seca bajo el
sol;
pero ésa no era la Historia,
era sólo la Fe,
y entonces cada roca se escindió y fue su
propia nación,
vino luego el concilio de las moscas,
la garza plenipotenciaria,
el sapo reclamando un voto,
¡ah!, luciérnagas con brillantes ideas,
murciélagos veloces cual embajadores en
vuelo,
la mantis, caqui como la policía,
Enterrado, Señor, en las arenas,
cerca del cenagoso banco del arrecife,
ahí donde los cuerpos de los hombres de
guerra iban flotando;
y esas togadas orugas: los jueces,
examinando con atención cada caso;
y luego, entre las oscuras espigas del
helecho,
tomad este visor, yo mismo os llevaré.
Todo es sutil y submarino,
entre colonias de coral,
entre las rocas perladas de sal
con sus charcas diminutas, el sonido,
como un rumor sin eco alguno,
más allá de las góticas ventanas de las
gorgonias,
hasta donde, ojos de ónix, parpadean
ásperas carpas abrumadas de joyas
como reinas calvas.
de la Historia, de veras comenzando.
Traducción:
Rafael Vargas,
publicado en Vuelta, 123,
febrero 1987.
“Porque las civilizaciones son finitas, en la vida de cada una de ellas
llega un momento en que el centro deja de regir. Lo que las preserva entonces de la desintegración no son las legiones, sino el lenguaje […] La tarea de mantener el centro en tales tiempos es a menudo
hecha por hombres de las provincias, de las afueras. Contrario a
la creencia popular, las afueras no son los lugares donde el mundo
termina: son precisamente donde empieza a extenderse.”
Joseph Brodsky, “On Derek Walcott”.
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l a g aceta
3
SERIE
-TOPÍAS
dossier 557
Anunciamos el lanzamiento de la serie
–topías, de la que se han publicado ya los
tres primeros títulos. Cinco textos en esta
edición de La Gaceta dan razones para
justificar la iniciativa: es necesario ampliar
nuestro horizonte intelectual y emocional
para concebir ideas que nos animen a pensar
“fuera de la caja”. Ofrecemos un poema
del recientemente fallecido Derek Walcott
(1930-2017), un relato de Eduardo Antonio
Parra, reseñas de libros y más… ¶
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fe r nando carab ajal, maur i ci o góme z mori n, ji me na schlae p fe r y u
uli
li ses m o r a
5
l a g aceta
serie - T O P Í A S
Del sentimiento
utópico de la vida
Las utopías son inextinguibles porque
traducen aspiraciones humanas elementales,
como la conjunción del sentir con el pensar
y la concordancia de la política con la ética.
Aspiramos a su renovación de acuerdo
con las exigencias de nuestra época.
josu landa
H
acia finales del año pasado, el
Fondo de Cultura Económica, en alianza con el Centro
de Investigación y Docencia
Económicas (cide) y la editorial independiente La Jaula
Abierta, a propuesta de Roger Bartra y el editor Gerardo Villadelángel, inició la andadura de la serie -topías, con una nueva
edición de Utopía, la célebre invención de Tomás
Moro. A comienzos de este año, han salido a la luz
La ciudad del sol, de Tomás Campanella, y Nueva
Atlántida, de Francis Bacon.
Estas nuevas ediciones de los clásicos del utopismo aparecen con el aliciente añadido de enjundiosos paratextos del propio Bartra, Julio Hubard,
Jorge F. Hernández, José Antonio Aguilar Rivera,
Gonzalo Lizardo y Pablo Soler Frost.
Éste es sólo el comienzo, pues el plan consiste
en poner a la disposición del lector los más significativos frutos de la imaginación de mundos pretendidamente perfectos —“lugares que no son”,
distopías, ucronías, afines y colaterales— de todos
los tiempos y de zonas culturales que rebasan las
lindes de Occidente: toda una contribución cultural
de largo aliento y de consecuencias difíciles de medir. Con todo, no es necesaria demasiada sagacidad
para presumir que este nuevo catapultaje del pensamiento utópico ayudará en mucho a la memoria
de nuestros referentes intelectuales, así como a la
reflexión y a un diálogo mejor fundado en torno a
un asunto que se mantiene vigente con el paso de
los siglos.
La imaginación utópica está condenada a la pervivencia, toda vez que junto a las tendencias destructivas que por momentos lo motivan, el ser humano muestre una pulsión de bien y, sobre todo,
una propensión a procurar lo mejor, con independencia de cómo se entiendan las expresiones concretas de estas inclinaciones. En general, queremos
lo mejor y aun el bien mismo y esto puede explicar
la “diuturna enfermedad” del pensamiento utópico:
su renovación perpetua, de acuerdo con las modificaciones que le imponen las diversas épocas históricas. Existe una demasiado humana voluntad
de utopía; por eso, lo utópico es muy anterior a la
palabra utopía, inventada por Moro, así como lo
maquiavélico precedió con mucho a la publicación
de El príncipe, de Nicolás Maquiavelo. También por
eso, el extraño anhelo, de algunos, de que no haya
utopía es ya utópico.
Acaso se justifique hablar de un sentimiento utópico de la vida: una concreción específica del modo
humano de ser en el mundo, que se cifra en una conjunción del sentir con el pensar, en aras de determinada imagen de un mundo mejor que el realmente
vivido. Ante las abominaciones y deficiencias del
presente toma forma un ensamble intelectual-afectivo, sentimental-epistémico, que integra un agudo
sentido crítico (con frecuencia no exento de tintes
de nostalgia histórica), el ya referido anhelo de lo
mejor claramente adscrito al vital reino del deseo,
la esperanza de que se realizará tal expectativa,
los poderes de la imaginación, la invención en general bastante precisa de futuribles, el relato de lo que
habría de advenir como nuevo mundo de perfección
y la acción político-social dirigida a hacerlo real.
Entregarse a los requerimientos del sentimiento utópico de la vida no tiene, en sí mismo, nada
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dra
de reprobable, pero los escenarios que engendra
y, en especial, las acciones que reclama su pretendida concreción sí pueden serlo con demasiada
frecuencia. El problema de los programas utópicos más ambiciosos y elaborados es lo ilusorio de
los nuevos mundos que relatan y, sobre todo, las
secuelas de una praxis político-social que, en sus
expresiones más extremas, se mueve en pos de
puros espejismos y puede derivar en infernales
distopías. He aquí una especie de paradoja mosaica: el atisbo de cierta tierra prometida orienta el
deseo de un “pueblo” o agente histórico, dispuesto a atravesar el desierto del caso, con tal de hollar el suelo vislumbrado a la luz del deseo esperanzado, pero ese anhelo no puede cumplirse, del
mismo modo que nunca podremos tomar posesión
duradera del siempre esquivo reino del horizonte. Esto es, precisamente, “lo utópico”: el no-lugar
por el que, sin embargo, individuos y comunidades
pueden desvivirse. Paradoja que puede llegar a ser
terrible, pero constitutiva del modo humano de
ser en el mundo, le guste a quien le guste, le pese a
quien le pese. Por cierto, esto es algo que ya había
advertido el Sócrates platónico, cuando en República —en buena medida, junto con Leyes, faro del
sentimiento utópico de la vida a largo de la historia— le hace ver a su interlocutor Glaucón que “la
praxis, por naturaleza, alcanza la verdad menos
que las palabras” (473a); es decir, que hay un desfase insuperable entre la imaginación de lo mejor
y el relato que lo configura, por un lado, y la acción
enderezada a efectuarlo, por el otro.
Por momentos, el sentimiento utópico de la vida
sucumbe a ondas de descrédito y debe afrontar
los más variados ataques, situaciones que siempre termina superando con nuevos bríos. En esa
dinámica cíclica o pendular, parece incluirse ahora una suerte de devaluación del anhelo utópico:
la supresión despiadada de ciertos logros sociales de un pasado todavía cercano, hace que éstos
sean ahora objeto de expectación utópica. Un caso
concreto, a este respecto, es la abolición del llamado “Estado de bienestar”. Nadie puede afirmar,
seriamente, que dicho régimen político-social sea
irrealizable, puesto que es bien sabido cómo ese
modelo existió y fue deliberadamente aniquilado.
Tal vez, este hecho histórico, que limita el peso de
la “irrealizabilidad” como criterio de lo utópico,
opera como factor de reducción del sentimiento
utópico de la vida a mera nostalgia. Ese utopismo
demediado está en la raíz de dos fenómenos políticos de gran resonancia, aunque muy diferentes:
el movimiento de los indignados y la elección de
Donald Trump como presidente de los Estados
Unidos.
Pese a los altibajos que le depara la historia, el
sentimiento utópico de la vida siempre pervive y
ha estado en la raíz de la mayor de todas las utopías: la concordancia de la política con la ética. Todos los mundos perfectos imaginados con fe utopista han sido modificaciones y actualizaciones de
ese gran anhelo. No debe extrañarnos que también
en el presente, eso sea lo que más queremos, lo que
más esperamos.•
Ciudad de México, marzo de 2017
fe rnando carab ajal
l a g aceta
7
s erie - T O P Í A S
maur i ci o góme z morí n
Serie -topías
El fce anuncia la publicación de la serie -topías,
que incluirá utopías y distopías del pasado remoto
y el pasado reciente, donde encontramos algunas
de las aventuras más nobles y extravagantes de la
imaginación humana. A continuación reproducimos
el texto leído por Armando González Torres en la
presentación de la serie en la pasada fil
del Palacio de Minería.
armando gonzález torres
E
n el otoño de 1516, el jurista, escritor y político inglés Tomás
Moro publicó un opúsculo en latín, que ha pasado a la posteridad
como Utopía. En ese libro, Moro,
jugando con diversos géneros en
boga en la época como la sátira
moralista, las preceptivas de buen gobierno y los libros de viajes, imaginaba un archipiélago lejano en
el que se había constituido un país ejemplar. En ese
país, llamado Utopía, no había guerras ni hambre
ni injusticia y sus habitantes vivían en digna austeridad y luminosa armonía. Moro contrastaba ese
estado de cosas con la Europa, y particularmente
la Inglaterra de su tiempo, inmersa en hambrunas,
pestes y conflictos bélicos y religiosos, y señalaba
que el afán de acumulación y competencia constituían los generadores de todos estos males. Por
eso, en su fantasía proponía una sociedad en la que
no existiera la propiedad privada, se despreciara
el dinero y la opulencia y las personas vivieran de
la manera más sencilla y uniforme posible. En su
país imaginario no había nobleza ni clases sociales, todas las funciones productivas y de gobierno
se alternaban, las familias cambiaban cada tanto de
casa a fin de evitar apegarse a los bienes materiales,
había libertad religiosa y se despreciaba profundamente la riqueza, al grado de que el oro era utilizado
para la fabricación de orinales. Lo más singular es
que el autor de este inusitado diseño, Tomás Moro,
no era un agitador aislado y excéntrico sino un influyente político (y posteriormente mártir) que comenzaba su carrera ascendente en la corte del célebre Enrique VIII. Existe controversia en torno a
si Moro creía o no en la posibilidad práctica de esta
sociedad y, para muchos, su opúsculo simplemente
era un divertimento que, con la exageración, buscaba fustigar afablemente la sociedad de su tiempo. Lo
cierto es que su Utopía se convirtió en la inspiradora de una numerosa genealogía de obras literarias y
políticas, así como de proyectos prácticos de reforma social. De hecho, mientras Moro todavía vivía y
enfrentaba las fases más álgidas de su suplicio político, un lector suyo, el abogado español Vasco de
Quiroga, que había venido a la Nueva España como
miembro de la Audiencia, se encontró con la expoliación de los indígenas que llevaban a cabo los primero propietarios españoles y decidió establecer
un modelo alternativo aplicando a la letra el modelo
utópico en algunas pequeñas comunidades en la periferia de la ciudad y en Michoacán.
Las otras dos utopías del Renacimiento están indudablemente inspiradas en la de Moro, aunque
con los poderosos rasgos de sus creadores. La ciudad del sol, de Campanella, por ejemplo, es una
comunidad teocrática-astrológica, de costumbres
rigurosamente espartanas, en donde la desaparición de la propiedad privada es aún más radical
que en Moro y ni siquiera subsiste la institución
de la familia, por lo que tanto las mujeres y los hijos pertenecen a la comunidad. Los apareamientos
entre hombre y mujer, para que sean óptimos, son
dictados por los astros y los hijos son criados por
el Estado, al tiempo que sus oficios se les dictan
de acuerdo con sus inclinaciones y con la astrología. Por su parte, la comunidad ideal de Bacon,
La Nueva Atlántida, de acuerdo a su oficio científico, es una utopía tecnocrática, donde el mando
lo detentan los sabios y los científicos y en donde
la aspiración del conocimiento parece ser el valor más importante. Con sus distintos énfasis, las
utopías del renacimiento tienen los rasgos comunes de la desaparición, en diversos grados, de la
propiedad privada, la subordinación del individuo
a la comunidad, la inexistencia de clases ociosas y
la glorificación del trabajo, el virtuosismo de las
costumbres, la insularidad geográfica y el enorme
escepticismo hacia los intercambios culturales y
comerciales.
Utopía, pues, constituye una obra que marca
secuelas en distintos campos y que ha designado,
no sólo un lugar imaginario, sino una facultad de
la imaginación que consiste en oponerse al principio de realidad. Con la obra de Moro se relacionan
las personalidades y los sistemas de los socialistas utópicos del siglo xix, Saint-Simon, Fourier
y Owen estos seres supererogatorios y megalómanos, que buscaron pasar de la imaginación literaria a la realidad social, las grandes utopías
socialistas, disfrazadas de cientificismo y las más
modestas utopías contemporáneas, acotadas a
territorios concretos y objetivos plausibles. Por
supuesto, no todos concuerdan con el carácter positivo de la utopía y hay quienes la ven como un
género tóxico que puede aturdir o guiar a la acción
equivocada. Para los utopofóbicos, este género
busca la realización humana; sin embargo, a menudo entraña una sobrevaluación de las capacidades de reforma y un enorme miedo a la imperfección, por lo que se vuelve un género rigorista,
ávido de seres obedientes y disciplinados. No poco
de fermento utópico hay en el marxismo y en los
socialismos realmente existentes del siglo xx. Asimismo, como descendientes rebeldes de la utopía
pueden reputarse las distopías, esas obras —Nosotros, de Zamiatin; Un mundo feliz, de Huxley;
o 1984, de Orwell— cuestionan la idea de perfectibilidad de la sociedad y el ser humano y describen los extremos de terror a que puede llegar esta
ilusión.
Lo cierto es que la utopía ha adoptado las más
diversas formas literarias y mecanismos prácticos por lo que no puede definirse unívocamente.
Hay utopías muy rígidas como las del propio Moro,
Campanella o Cabet, donde el menor impulso social está normado y cronometrado, hay otras, al
contrario, como el sistema de Fourier, las Noticias
de ninguna parte, de Morris o la Ecotopía de Callembach, que exaltan la libertad y el juego de los
apetitos. De modo que, más que definirse por su
forma o su sustancia, la utopía representa la facultad humana de negar y crear situaciones hipotéticas, lo que permite evadir lo meramente instintivo
e integrar valores éticos y estéticos en la vida social. Con esta revisión que promete la serie -topías
se recupera la memoria de un género que atesora
alguna de las aventuras más nobles y extravagantes de la imaginación humana.•
serie - T O P Í A S
Tomás Moro, Utopía
La crisis en curso de la globalización económica
ha renovado el interés intelectual por las utopías
y distopías del pasado. El fce reimprime una vez
más la Utopía de Tomás Moro, ahora con un prólogo
de Roger Bartra, y un epílogo juguetón de Pablo
Soler Frost. Publicamos ambos como adelanto.
roger bartra
T
omás Moro es ante todo conocido por haber escrito la famosa Utopía, en donde imagina
una sociedad comunista —en
la que está ausente la propiedad privada— gobernada de
acuerdo a principios racionales. La Utopía se publicó en 1516 y fue recibida con
gran entusiasmo por los humanistas de la época.
Pero no es por haber escrito este libro que Moro
fue canonizado por el papa Pío XI en 1935, sino
por haberse convertido en un mártir al no aceptar
a Enrique VIII como jefe de la Iglesia de Inglaterra
y haberse opuesto al matrimonio del rey con Ana
Bolena. Por ello fue decapitado en 1535 en la Torre
de Londres. Juan Pablo II lo declaró “Patrono de
los gobernantes y los políticos” en 2000, pero en la
carta apostólica con la que el papa polaco, conocido por su anticomunismo, justifica su proclamación
no hay ninguna referencia a su obra más conocida
e influyente, Utopía. A su manera, los comunistas
soviéticos también canonizaron a Tomás Moro. Por
instrucciones de Lenin en 1918 se modificó un obelisco del jardín Alexandrovsky, contiguo al Kremlin, para dedicarlo a los pensadores que habían ilustrado al movimiento obrero y socialista. Ese obelisco fue el primer gran monumento, conocido como la
Estela de la Libertad o como el Obelisco de los Pensadores Revolucionarios, erigido por el poder soviético después de la Revolución de Octubre. En el obelisco se esculpieron los nombres de 19 pensadores:
Tomás Moro aparecía en el noveno lugar de una lista
encabezada por Marx y Engels y en la que figuraban
también Campanella, Saint-Simon y Bakunin. Este
monumento fue desmantelado en 2013 por el gobierno de Vladimir Putin y restaurado en su forma original de 1914, dedicado a la dinastía de los Romanov.
Para los católicos la Utopía de Tomás Moro es
especialmente incómoda. Por ejemplo, para el reverendo Germain Marc’hadour la vida de Moro es mucho más importante que su obra. Pero reconoce que
su Utopía, el “pequeño libro de oro”, le ha traído más
fama que la corona de su martirologio o los millones
de palabras del resto de sus escritos. La Utopía sería
el mero juego de un intelectual que nunca pretendió
comprometerse en su realización. La escribió como
una obra para ser contemplada, más que como una
meta práctica digna de ser perseguida.
Y sin embargo la historia posterior de este pequeño libro impulsó a pensadores y políticos no sólo
a la reflexión sino también a la puesta en práctica de
los principios igualitarios y comunistas que caracterizaron a la sociedad de esa Isla de Ningún Lugar
que Moro imaginó. La influencia de este libro proviene en gran medida del hecho de ser una aguda sátira de la Inglaterra de su época. Es una fuerte crítica de una sociedad en proceso de transición, en la
cual se extiende con ímpetu la economía mercantil
moderna y se erosionan las formas tradicionales de
convivencia. En esas épocas tensas de cambio con
frecuencia la crítica de las miserias nuevas tiende
a mirar hacia el pasado, a veces con añoranza, en
busca de ideas que encaminen el disgusto y la resistencia. Curiosamente, ese mirar hacia el pasado
se convierte en una visión proyectada al futuro. La
queja contra los tiempos modernos y sus amenazas, que estimula reflejos conservadores, al mismo
tiempo abre puertas hacia el futuro por un camino
que no va a ninguna parte y que sin embargo ilumina la crítica y fomenta la reflexión. Sucedió algo similar con un contemporáneo de Tomás Moro, fray
Bartolomé de las Casas: su repudio de los tiempos
modernos desde una concepción medievalizante de
la sociedad lo llevó paradójicamente a una defensa
de los indios americanos.
m ayo d e 2 01 7
Como he dicho, se han encontrado varias personas en la figura de Tomás Moro. Hay el santo Tomás
Moro católico, hay el afamado precursor del comunismo, el agudo satírico y otros álter ego que han
sido desprendidos de su biografía. Lo mismo puede
decirse de su Utopía: hay diversas facetas que se
prestan a diferentes interpretaciones. Hay quienes
como Karl Kautsky consideraron que es preciso entender literalmente la perspectiva comunista que
hay en el libro. Pero hay otros que han creído que
Moro hubiera apoyado una lectura metafórica que
describe una sociedad ideal y no un modelo para la
acción política. Como ya lo he mencionado, también
se ha interpretado el texto utópico de Moro como
una sátira y una ironía que critica a la sociedad de
su tiempo. Un estudioso como C. S. Lewis, por su
parte, está convencido de que no hay en el libro una
distopía satírica, ni un ideal metafórico, ni tampoco un modelo para impulsar reformas. Él cree que
Moro escribió su Utopía como un jeu d’esprit, como
un mero divertimento.
Ciertamente, las interpretaciones socialistas
de la obra han enfatizado sus rasgos comunistas,
así como la educación gratuita, la jornada de seis
horas y los principios de tolerancia que son atribuidos a la sociedad utópica. También hay peculiaridades que se prestan a ver la Utopía como una
sátira, como la belicosidad y los hipócritas hábitos
guerreros de los habitantes de la isla, su usanza de
encadenar a los esclavos con cadenas de oro y la
costumbre de burlarse a carcajadas de los enfermos que sufren de atraso mental. Los católicos
han visto semejanzas entre las prácticas utópicas
y la vida monástica, así como una dimensión ética similar a la moral cristiana de las comunidades
cristianas primitivas o medievales. Todas estas facetas sin duda están presentes en la obra de Moro,
pero su interpretación varía según la perspectiva
de cada crítico y de cada lector.
Hay una interpretación que es muy reveladora, aunque ha resultado ser falsa. Me refiero a
la idea del filólogo alemán Heinrich Brockhaus,
quien asumió que hubo un texto original escrito
por Moro, que proponía solamente una reforma
religiosa, y que habría sido corregido con muchos
añadidos y cambios por su gran amigo Erasmo de
Rotterdam. Esta interpretación provocó algunas
reflexiones muy interesantes de Ernst Bloch. La
parte agregada por Erasmo sería la que expresa
posiciones comunistas, epicúreas y tolerantes fruto de una alteración de la Utopía original. Según
Bloch, que tanto ha reflexionado sobre la esperanza, esta interpretación de Brockhaus es reveladora de las actitudes que pretenden eliminar de
la Utopía sus malos olores comunistas y erradicar
su gozo por la vida y su tolerancia religiosa. Bloch
reconoce que como buen cristiano Moro amó la
comunidad primitiva; sin embargo, el epicureísmo
gozoso revela un ambiente muy poco religioso en
la isla comunista, en donde no rige un estado confesional sino una gran tolerancia religiosa. Bloch
subraya el hecho de que las dos partes en que se
divide la Utopía son muy diferentes: la primera es
una crítica llena de diatribas contra las pésimas
condiciones sociales en Inglaterra, mientras que
la segunda parte dibuja una imagen ideal amable
y tranquila de la vida utópica. Esto ya había sido
señalado por Erasmo en una carta de 1519 a Ulrich
von Hutten, que contiene un bello esbozo biográfico de su amigo Tomás Moro. Allí Erasmo se refirió
a la Utopía:
Cuando era adolescente trabajó en un diálogo en el
que defendía las doctrinas de Platón sobre el comunitarianismo […] Publicó la Utopía con la intención
fe rnando carab ajal
de mostrar el porqué de las deficiencias de la sociedad; pero retrató sobre todo la nación inglesa porque
la había estudiado y era la que mejor conocía. Escribió primero el libro segundo, en su tiempo libre; más
tarde, cuando tuvo oportunidad, añadió el primer libro bajo la inspiración del momento. De ahí esa cierta desigualdad en el estilo.
No sólo hay una diferencia de estilo. Se pueden observar también algunas contradicciones entre las
dos partes. Por ejemplo, mientras en la primera señala que las causas del crimen se hallan en la pobreza económica y exige que los detenidos por robo
sean tratados con gran clemencia, en la segunda
los criminales son encadenados permanentemente,
reducidos a esclavitud y obligados a los más duros
trabajos. Si se rebelan son tratados como bestias
salvajes o condenados a muerte y ejecutados.
El personaje que en la Utopía relata su viaje a
una isla americana que no existe en ningún lugar,
Raphael Hythloday —o Rafael Hitlodeo—, es muy
enfático en sus concepciones. Afirma que el único
camino para que una nación sea feliz es el establecimiento de la igualdad en las condiciones de vida
de todos; está seguro de que mientras exista propiedad privada esa igualdad será imposible y el cuerpo
político no podrá ser perfecto. Mientras no se confisque la propiedad privada no podrá haber distribución equitativa y justa de los bienes. Acepta que
con reformas se pueden mitigar los males que pesan
sobre la mayor parte de los ciudadanos, pero jamás
se podrán extirpar totalmente si persiste la propiedad privada. La sociedad no sería perfecta aun si se
reformaran las leyes para establecer un máximo de
bienes (en tierras y dinero) que cada persona pueda
poseer, aun si nuevas normas limitaran el poder de
los príncipes y se pusiesen barreras para bloquear
el desorden y la sedición, aun si se impidiese que los
cargos públicos se vendieran para que los funcionarios vivan en el lujo. Estas reformas serían como
cuando se aplica un remedio para curar una enfermedad: al administrar la cura se ocasiona otra
dolencia. El remedio contra un mal provoca otro
acaso peor, como cuando se fortalece una parte del
cuerpo y con ello se debilitan las otras y surgen más
complicaciones.
Ante esta posición tan radical, quien narra en
primera persona el encuentro con Raphael Hythloday y que podemos asumir es el propio Moro, contesta que no está de acuerdo y que piensa todo lo
contrario, pues sin el estímulo de la ganancia y con
muchas personas tratando de evitar el trabajo, se
acabará arruinando la confianza entre los integrantes de una sociedad y cundirá la holgazanería. Eso
provocaría un estado de revolución permanente
y un continuo derramamiento de sangre. El viajero que ha visitado la isla utópica replica que no es
así y que la prueba es la sociedad que él ha conocido. Con ello, es invitado a describir lo que ha visto
y así se abre paso a la segunda parte del libro. Al
final del relato, el crítico de la utopía mantiene sus
discrepancias, pero acepta que muchas cosas de la
constitución de Utopía serían deseables en nuestros
países. Ya el mismo crítico había advertido que no
debía de haber un lugar para la filosofía especulativa, con normas fijas e inflexibles. Apoya en cambio una filosofía práctica que se adapta al escenario
que la rodea. Es un elogio de lo que hoy llamaríamos
reformismo pragmático. El defensor de la utopía,
Raphael Hythloday, le contesta que si fuese como
dice su crítico, lo único que se podría hacer es intentar no volverse loco al tratar de curar la locura
de los demás.
En el libro Tomás Moro no deja un espacio para
que el crítico pragmático se explaye en sus opiniones. El lugar central lo ocupa el viajero Raphael
Hythloday, con su descripción de la sociedad utópica y su exaltación de los principios que la rigen. Y
sin embargo allí quedó el testimonio del crítico del
proyecto utópico, que trata de no enfermarse cuando se esfuerza por curar los males de los demás.
Hay que recordar con asombro que este libro se
publicó hace cinco siglos. Después de tanto tiempo, la Utopía de Tomás Moro conserva su frescura
y sigue siendo una lectura muy estimulante. Nos
conecta con muchos temas que siguen preocupándonos hoy en día. Erasmo dijo de Moro que era un
“omnium horarum homo”, tomando la expresión de
Quintiliano para indicar que el gran pensador inglés era un hombre preparado para todo lo que pudiera venir. Lo mismo se podría decir de su Utopía:
un libro para todas las horas, una reflexión para todos los tiempos.•
l a g aceta
9
s erie - T O P Í A S
¿Y La Ciudad
del sol?
pablo soler frost
Y
... ¿ya acabó el libro? —dijo el
sándose un dopsiquiatra, alisándose
o en sus pantablez imaginario
lones de lino blanco, para luego
atusar su bigote recortado a la
Ramón Novarro y, por fin, mirarse las uñas limpias con una
satisfacción digna de mejor causa.
—¿Cuál, doctor? —preguntó el paciente de los
lentes rotos.
—El de la Ciudad de Dios.
—... del Sol.
—Sí, sí, del Sol, ¿qué dije? *“Lacan, Lacan.”*
Cuénteme.
—Hmmm... *Piensa en fracciones: ¿por qué
podría interesarle? ¿Será una prueba? Por
supuesto: es una prueba, una línea que tira
para ver si clava el aguijón escondido en
la carnada. Por otra parte, es un hombre
muy leído... ¿Pudiera ser curiosidad?
No.*
—Lo leí, sí. Pero, no sé por qué no me
gustan las utopías.
El doctor escribe que al paciente no
le gustan las utopías.
—Mire, si yo fuera un macho alfa
dorado y de ojos azules —el doctor se
permite una mínima sonrisa socarrona pues él tampoco cae dentro de esta
extraña categoría de los que mutaron su
color de ojos hace diez mil años— y habilísimo en las artes y en los oficios, si fuera
además un filósofo pitagórico y padre del número exacto de hijos nacidos para la República,
y me gustasen todas las mujeres en general y en
particular ninguna, si fuera legislador, no del reino universal de los fines, sino de la Utopía, ésta
podría, no sólo agradarme, sino convencerme y
vencerme. Una y otra. Pero no soy así. Y no sólo
estoy muy lejos de ser así y ser así no es siquiera
una probabilidad para mí en este mundo a menos
que ocurriera un milagro, sino que además soy un
escritor. Es decir, prefiero... ¿qué prefiero?
—El otro día dijo usted “llamar la atención”.
—Bueno, tal vez por eso sea fama el que en las
utopías no se tolera a los poetas, ni, en general, a
los escritores... o, déjeme decirlo mejor, no los toleran, aún hoy, porque llamar la atención no implica necesariamente llamar la atención sobre uno
mismo, sino poner el dedo en la llaga.
—¿A qué se refiere?
—A que la visión del escritor no coincide con
otras miradas; ciertamente no coincide con la de
otro escritor. Y la utopía de uno, sea o no sea escritor, es el infierno para otro. Mire a Campanella:
usa, en el apéndice de su ciudad, en otro barrio,
digamos, del Sol, de todos los argumentos posibles
para probar que no es “ocioso y vano ocuparse de
lo que nunca ha existido, existirá ni es de esperar
que exista…” De eso se han ocupado, justamente,
muchos escritores, pero otros, negándose a los
reinos imaginarios, han intentado exprimir la
realidad “tal cual es”. Y eso ya no existe doctor, lo
sabe usted, que puede recetar estados de realidad
mejor que yo.
—Pero, aparte de eso...
—Es decir, aparte de su peculiaridad y aparte
de mi peculiaridad...
—Aparte de las teorías que pueda tener respecto al ser escritor, ¿no conviene al mundo el orden,
no lo vuelve más feliz?
10
l a g ac e ta
—Doctor... El Almirante dice al Gran Maestre
que los ciudadanos solares “deducen que en las cosas humanas surgen grandes perturbaciones por
motivos ignorados”: si las causas son desconocidas, ¿cómo puede haber una solución? Un Mentat
le diría, con justa razón: I need more data. Si no
se conoce el origen de la distorsión, ¿cómo puede
nadie pretender armonizarla?
—¿Un Mentat?
—Un individuo capaz de realizar tareas de cómputo que antes tan sólo las máquinas podían realizar. A lo que voy es a que todo termina, si bien nos
va, pareciéndose a la última utopía, que es a la vez,
si no la primera, si la distopía más engañosa y puede ser que casi la más célebre de todas: Un mundo
feliz de Huxley. Y la gradación sigue en el Congreso de Futurología de Lem y llega a La serpiente de
César Aira. *Y de allí a Fear The Walking Dead.*
—¿Le gusta Aira?
—Muchísimo.
—¿Y Piglia?
—Hmmm...
—¿Y eso?
—¿Recuerda usted a Steiner, su famosa pregunta... (¿Tolstoi o Dostoievski?) Bueno, en la literatura argentina de hoy esa pregunta es ¿Aira
o Piglia?
—¿Por qué no le gusta?
—Se me hace que... Doctor, ¿seré un nihilista?
—¿Por qué la pregunta?
—Es raro... Mire... creo que el único punto en
común que tuvieron mi abuelo paterno y mi madre fue que ambos, desde muy distintas maneras
de mirar la historia, escribieron sobre utopías;
mi abuelo acerca de Fourier y su nuevo mundo
amoroso y sobre Icaria y otros falansterios fundados en el siglo xix, y mi madre, años después,
para contradecir a Phelan, quien postulaba, no
sé si usted se acuerda doctor, que los francisca-
ji me na schlae p fe r
nos intentaron impla
implantar el reino milenario en la
Nueva España, pues eran, en realidad, joaquinitas.
—Y ¿por qué piensa que sea así?
—En realidad las ideas de Joaquín de Fiore, en
particular “el tiempo del Espíritu Santo”, tiempo
que ha de seguir a la Edad del Padre y la Edad del
Hijo...
—No, pero me refiero a usted...
—Pues mire... mi abuelo era un hombre difícil,
en gran medida por su pensamiento utópico. (Habían perdido la guerra). Siempre pensó (y su familia iba en primera línea) que “la parte es para el
todo y el todo es para la parte” y hubiera estado
feliz de ser abuelo de todos en general y de nadie
en particular.
El doctor alisa una improbable arruga
mientras piensa.
—¿De usted en particular?
—Mi abuelo no me quiso nunca porque
me parecía yo mucho a mi madre y porque, cuando me preguntó quién era mi
personaje favorito de Los tres mosqueteros, le contesté que el cardenal.
—¿Y su madre?
—A ella le caía bien Aramis. Para
ella, como seguramente para Moro y
para Campanella, las utopías eran felices ficciones que podían ayudar a ciertos
individuos a alcanzar vislumbres de los
gozos de la vida en comunidad, entendiéndose las comunidades como las órdenes,
mendicantes y hospitalarias o compañías
como la de Jesús.
—Yo creo, si me lo permite, que si fuera usted
un nihilista, sería Milady de Winter quien más lo
interesara, de Los tres mosqueteros...
*Es listo. Son listos. ¿Debería confesar que muchas veces me atrajo esta mujer marcada? Mejor
no, no ahora.*
—Veo que para usted no son las utopías. ¿Y no
rescató nada de su lectura?
—¿Sabe? Chesterton siempre alabó el sentido
común. Yo tengo un sobrino vegano. Me interesó
muchísimo lo siguiente: “Al principio rehusaban
sacrificar animales, por parecerles una crueldad.
Pero después consideraron que también era crueldad cortar hierbas, las cuales tienen igualmente
vida y sentidos y, por lo tanto, se verían obligados
a perecer de hambre en el caso de seguir radicalmente el criterio primitivo. Por eso, llegaron a la
conclusión de que las cosas inferiores han sido
producidas en beneficio de las superiores. Así
pues, ahora ya comen de todo…”
—¿?
—Reconocer errores y enmendarlos está en la
raíz de toda utopía.
—En la raíz de todo.
Se permitieron silencio. Cosa rara. Luego:
—Debo irme, irme ya.
—Le quedan cinco minutos más.
—Imposible, doctor —dijo el hombre de los lentes rotos, tomando con su mano la caja en cuyo interior, formadas desde Suiza, venían sus pastillas
azules. Ya afuera pensó en su precipitado ahora,
que sí, que la comunidad ideal habrá de llegar no
por placer, sino por el obsequio (y la renunciación
y el sacrificio, como lo filmó Tarkovsky, no hace
tanto).•
m ayo de 2 017
fragm ento
andrea garcía flores
fragmento
Misericordia
El destino trágico
de una collera
de apaches en la
Nueva España
Antonio García de León sigue
descubriendo historias, esta vez
la de una cadena de apaches presos,
fugados en el camino a su confinamiento
en el Caribe, y su persecución por
los españoles a fines del siglo xvii.
Presentamos un adelanto
de esta insólita y triste historia.
antonio garcía de león
m ayo d e 201
2 01 7
La guerra de las fronteras
Porque la noche cae y no llegan
los bárbaros.
Y gente venida desde la frontera
afirma que ya no hay bárbaros.
¿Y qué será ahora de nosotros sin
bárbaros?
Constantinos Cavafis,
Esperando a lós bárbaros, 1904
Y
a el encabezamiento de esta
historia anticipa
su naturaleza
trágica. También
admite una condición de derrota
que habría que relativizar en la medida de las muchas circunstancias
que rodearon los acontecimientos y
la forma como se dieron; la manera
como la agonía y la zozobra, llegado
el momento, no significaron nada,
sobre todo comparadas con el hecho
de estar del lado de la gracia y más
allá de la muerte, avanzando hacia
un destino marcado de antemano,
inserto en un tiempo que brotaba
perpetuo sobre el instante… Porque
los protagonistas de este trance
eran precisamente aquellos cuya
apasionada creencia en la legitimidad de sus propios objetivos, no
podía soportar ninguna disparidad
entre lo que ellos deseaban para sí
mismos y lo que un proceso de dominación les exigía como los vencidos
y resignados que deberían ser.
Estamos así ante una memoria
de fronteras: de principio, en el
margen que separaba en dos la vida
sedentaria y el orden cristiano de
la Nueva España en relación con las
regiones indómitas del norte; y en
segundo plano, en una dimensión
más interior, en el límite incierto
que disociaba la vida de la muerte
entre quienes implantaban el tiempo
del imperio y entre quienes se le
resistían prolongando la vida más
allá del umbral… De esta suerte,
en las soledades inmensas de las
Provincias Internas del norte, en las
interminables praderas y serranías
ásperas trasegadas por naciones
cazadoras y recolectoras, muchas
memorias se entrecruzaron entre
las sombras que una larga guerra de
conquista dejó a su paso durante dos
siglos: cuando esas naciones, parcialidades, tribus y bandas fueron exterminadas, integradas o sometidas
bajo el avance de otros bárbaros,
los recién llegados, los cazadores
de gentes y almas, los seguidores
la g
gaceta
aceta
11
m iseri cord i a. el d est i n o t r á g i co d e un a co ll e r a de apac h es en l a n u eva es pañ a
de la fe de Cristo. En el silencio de
esos espacios infinitos, en donde la
ondulación de la hierba por el viento
y los mares de arena se desplazan
como si fueran las densas olas de un
pausado océano, los meses del verano son cálidos en el día y fríos desde
el anochecer. Los inviernos crudos
ahuyentan con su aspereza casi
toda la vida silvestre. Los arroyos
y abrevaderos atraen entonces a la
pequeña fauna, la única que sirve de
sustento para los cazadores ocasionales durante los meses de intenso
frío y de extensiones que se cubren
de un blanco manto de nieve. Allí
hay que esperar la primavera y el
verano para cosechar algún fruto, y
para vivir de la caza de los rebaños
errabundos, de los ganados de los
colonos y de las manadas de bisontes que se desplazan como torrentes
oscuros en la búsqueda desesperada
de pastos y aguas. Porque desde
siglos atrás, los pueblos nativos de
esos eriales, las “naciones gentiles”
de esas inmensidades entregadas
al sol compartían la angustia de la
trashumancia, siempre en pos de la
supervivencia, habitando dispersas y errantes las altas sierras y
las barrancas, las praderas donde
pastaba el bisonte, el hostil altiplano
desértico y las más fértiles riberas
de los ríos.
Entonces, lo que aquí relatamos
es sólo un segmento de una ominosa
historia, de lo complejo que resultó el
avance del imperio español hacia el
norte. Se trata de un momento
de aquella realidad violenta —un
western trasladado al sur y al
Caribe por la fuerza de las circunstancias—, un episodio más, como
ejemplo de lo que permanentemente
sucedía, de lo que fuera la colonización de dilatados territorios que
se despliegan desde las Californias
en el Pacífico hasta las húmedas
cuencas y pantanos de las costas del
Golfo de México y de la Florida en
el Atlántico: heredades desmedidas
habitadas desde mucho tiempo atrás
por naciones cazadoras, recolectoras y agricultoras que, ante la
presencia extraña en los más de tres
siglos que duró esa conquista, abandonaron la agricultura sedentaria y
se convirtieron en los más indomables guerreros nómadas, hasta ser
exterminados, o reducidos y confinados como parias a los márgenes
de un nuevo orden implacable y sin
retorno.
No hay ninguna región, por muy
salvaje y accidentada que sea, que
los hombres no puedan convertir en
escenario de guerra. La ocupación
del Septentrión significó entonces
el intento de someter por la guerra
a una población que obedecía a una
lógica civilizatoria distinta a la
enfrentada desde siglos antes en las
regiones localizadas en el centro
y el sur del virreinato. Nómadas,
seminómadas, cazadores y recolectores, agricultores sedentarios y
gente parcialmente arranchada, al
mismo tiempo que bandas guerreras
defensivas, creadas por el avance
del orden colonial —“sociedades
ecuestres independientes”, como
las llama Weber—, se expandían
por ese extenso territorio y habían
hecho del caballo —una bestia introducida por los españoles— arma
indispensable, instrumento de viaje
y de vagabundeo, alimento, símbolo
funerario y cabalgadura celestial. El
caso es que casi todas las naciones
adoptaron el veloz “perro celestial” —como le llamaron los lakotas
de las praderas—, no sólo como
un arma de guerra y cacería, sino
también como carne y fuente de pro-
12
l a g ac e ta
teínas. Es por eso que cuando estas
naciones eran reducidas y sometidas a la vida sedentaria —con una
dieta pobre en carnes—, sufrían de
hambre y, como consecuencia, caían
presas de nuevas enfermedades,
precisamente de las que se criaban
en el hacinamiento miserable de las
galeras y chozas de los presidios.
En todo este universo se distinguían los indómitos apaches:
cazadores y ladrones de caballos,
excelentes jinetes y grandes guerreros, que en las carneadas del bisonte
—o “cíbolo”, como le llamaban los
españoles— hacían caer a las bestias una a una para despellejarlas
y curtir sus cueros; como lo hicieron en un origen con el caribú y en
tiempos de guerra con toda clase de
ganados. Y aunque habían adoptado
las armas de fuego, que intercambiaban con los forasteros, seguían
siendo los mejores flecheros de la
América septentrional y sus manos
expertas imprimían a las saetas de
mimbre y carrizo una fuerza mortal
que aterrorizaba a sus enemigos,
pues eran capaces de atravesar
con ellas un bisonte, así como las
cueras curtidas y las adargas que
los colonos usaban como inútiles
cotas de defensa. En este teatro de
los acontecimientos, territorios de
caza disputados día a día para su
supervivencia, los apaches —una de
las tantas naciones rebeldes que defendían su espacio discontinuo— se
significaron por no aceptar la vida
sedentaria bajo control colonial,
pues por siglos habían sido parte
de una naturaleza cambiante y les
era imposible aceptar un pequeño
territorio designado, o reconocer a
jefes que ellos no hubieran decidido
darles el mando por sus méritos en
el transcurso de una confrontación
permanente “en tierra de guerra
viva”, como decían las crónicas y los
partes militares.
Su noción de la muerte les daba
siempre una ventaja sobre sus
enemigos, ya que el umbral de ese
tránsito, la línea de frontera de la
vida estaba entre ellos colocada
más allá; como en una epifanía final
que el encadenamiento de destinos
había preparado de antemano, sin
escapatoria posible pero con la recompensa de acompañar al sol en su
viaje en el caso de morir en situación de guerra. La trascendencia del
ser más allá de la muerte aseguraba
entre ellos el asumir un destino
en el alto cielo, junto al sol o como
estrellas del infinito nocturno. Así,
la muerte era una victoria sobre el
tiempo porque lo envolvía sobre sí
mismo, porque al escapar del flujo
lineal de la historia y del impacto de
los cambios eludían la esclavitud y
la mansedumbre. Y esta sola línea
de fuga que se abría en el silencio de
los espacios inagotables les confería
la fuerza en el combate y la furia
exaltada que tanto sorprendió a sus
perseguidores.
Del otro lado de la moneda; y mientras en aquel desierto hostil los pretendidos hijos de Dios se enfrascaban
en largas ceremonias bajo techo para
conjurar el asedio de los bárbaros,
una larga historia de despojos de tierras y de búsqueda codiciosa de veneros de plata había cubierto de sangre
el destino de aquellos corderos de
Dios: de los que sí fueron sometidos
a la evangelización, de los que se
integraron mientras su mundo se
transformaba para siempre llenándose de capillas, misiones, haciendas, minas y presidios. Pero a pesar
de estas predicaciones en el desierto, el conocimiento de lo porvenir
les era vedado a los intrusos por
una muralla invisible de teologías,
pecados, sentimientos de culpa,
santos de palo y cruces milagrosas.
En cambio, merced a un estado de
trance consagrado a la guerra y la
cacería, y a una religión sin ídolos ni jerarquías, la pradera de los
nómadas fue por siglos tan remota e
inalcanzable, tan invencible y cruel
como los monstruos y gigantes que
poblaban sus mitologías y sus sueños. En este territorio de lo insondable, los oráculos, los encantamientos
y el haz de flechas y plumas de los
chamanes escrutaban el futuro mejor que los rezos y letanías de los sacerdotes y misioneros, con la lucidez
de quien no adivina más que para
reconocerse en su estado de glorificación. La memoria del gran diluvio
era el eterno retorno de sus sueños
colectivos, el génesis de su matriz
nativa, y como hijos de aquella
catástrofe se concebían a sí mismos
como emanados de las aguas, vástagos de las riadas primordiales ahora
convertidas en extensos desiertos.1
Sus únicos dioses inciertos eran los
gahan, espíritus de la montaña que
habitaban los lugares sagrados y
proporcionaban la carne del venado,
el Gran Hermano, y de otros animales que eran propiciados por largas
penitencias, ayunos y esperas. Su
alegoría primordial se refiere a la
búsqueda incesante de un umbral, el
de la muerte como posibilidad de lo
imposible, el del tránsito final presidido por el sol y la madre tierra,
ayudados por los gemelos divinos de
la guerra; los cuales los antecedían
en sus desplazamientos mientras
establecían los límites del mundo
y los parajes en donde, trayendo a
rastras de sus perros sus aperos de
caza y sus tiendas de cuero —metáfora del Universo—, podrían vivir
y asentarse aunque fuera sólo por
corto tiempo.
Y cuando las fratrías y parcialidades se establecían en lugar fijo,
los cueros de las bestias abatidas
eran curtidos, trabajados y alisados
al máximo para ser convertidos en
gamuzas, pieles finas que tenían un
alto valor en los mercados itinerantes de aquel desierto. Sus filosos belduques separaban ágilmente la piel
de sus presas y de un solo tajo podían
arrancar las cabelleras de sus perseguidores blancos, genízaros2 e indios,
para colgarlas de las bridas de sus
cabalgaduras y enunciar con ellas
sus repetidas victorias. Secadas al
sol constituían trofeos de guerra que
medían el valor de sus poseedores;
aunque —en contraparte— luego se
puso precio a las cabelleras apaches,
que los mexicanos norteños obtenían
cobardemente de los indios pacíficos
y que cambiaban en las tesorerías
por buenos 200 pesos.
1 En general se dice que la palabra “apache”
deriva del zuñi apachu, que significa “enemigo”. Aunque los tlaxcaltecas que colonizaron
el norte asociaban a los apaches con el verbo
náhuatl pachihui, que significa “acechar”,
“seguir el rastro de una presa”; y también, como
hijos del Gran Diluvio (llamado en náhuatl huey
apachihuiliztli, “gran inundación”, de apachihui
“haber una inundación”). El caso es que esta
denominación aparece en varios documentos ya
desde finales del siglo xvi.
2 Se llamaban así, originalmente, los miembros de un cuerpo de infantería surgido desde el
siglo xiv, y formado en el imperio otomano con
jóvenes de poblaciones no turcas. En la Nueva
España, y más particularmente en el norte, se
usó la palabra genízaro para denominar a los
hijos de mulato e india (llamados “chinos” en
el México central); una “casta de mestizos”
—cualquier cosa que esto signifique— que
era ocupada en las milicias de avance de la
colonización. La denominación es ambigua,
pues también hubo en el norte “indios genízaros” reducidos a cristiandad, españolizados y
de diferentes naciones que abandonaron sus
lenguas: “y éstos”, aclara un padrón de Nuevo
México en 1793, “no hablan otro idioma que el
castellano para entenderse entre ellos”.
Lo que sigue es solamente el
relato de una cacería humana que
deja entrever las miserias de una
brutalidad que exacerba los enconos
y las contradicciones a su paso, en el
trayecto de un escenario abatido por
una crisis profunda, la que antecede
a la Guerra de Independencia y que
muestra los intereses más bajos de
sus protagonistas. Es la aventura
final de un puñado de guerreros
apaches capturados en el norte,
desterrados junto con sus mujeres,
niños y ancianos, trasladados en
collera hacia la capital y al puerto
de Veracruz, con destino final hacia
Cuba y otras islas del mar Caribe.
La fuga de 18 guerreros cautivos,
ocurrida a inicios del invierno de
1796 en una venta del camino cercana a Jalapa —y su recorrido en
armas hasta el sur de Guanajuato—,
muestran el incierto derrotero de
un grupo de prófugos que se habían
convertido en un solo cuerpo, que
se movían como una sombra inasible por el Altiplano en busca de los
senderos de regreso a ese imposible
que era su lugar de origen.
Y ante todo esto surge la pregunta, ¿cómo es que el azar lo coloca
a uno frente a esos hechos, o lo
involucra en otra persecución para
atrapar esas sombras y traerlas de
regreso? Es entonces cuando los
hallazgos fortuitos de los archivos obligan a encaminar los pasos
hacia lo inesperado, al llamado de
voces apagadas que se ubican en
el fondo de un laberinto. Porque,
entre cientos de legajos que se
apilan en el ramo Indiferente de
Guerra del Archivo General de la
Nación, casi siempre referidos a
las grandes aventuras y campañas
militares en el norte durante el
último siglo de la vida colonial —a
veces en pos de un bárbaro inventado, de un enemigo necesario—,
se encuentra un expediente más que
contiene ordenanzas, partes de guerra, cartas, diarios, informes civiles
y militares relacionados con éste y
otros sucesos. En las ventanas hacia
el pasado que aquellos folios abren,
dando paso a un conjunto de visiones corales que se desarrollan en diversos ámbitos y a diversas voces, y
que han quedado como suspendidas
en el tiempo sin significado y vacío
de los documentos, hay algo que es
una constante: las autoridades coloniales que los perseguían y acosaban
tenían todas voz y nombre; no así
sus víctimas, conocidas solamente
por los testimonios diferidos que
pudieran desprenderse de los silencios y las referencias de otros […] En
aquellos informes y partes de guerra
se traslucen nítidamente las contradicciones en un momento crítico de
transición del poder colonial —de
definiciones de fronteras—, que es
cuando se exacerba la subyugación
tardía de los indios insumisos, la
corrupción de los mandos militares, las políticas de deportación, la
muerte violenta y el exterminio de
una nación indómita.•
m ayo de 2 017
biografía
William Harvey
y la circulación del tiempo
Hubo un tiempo en que el pensamiento científico
y las asociaciones poéticas estaban unidos en una
sola sensibilidad. Esta biografía de William Harvey
se remonta al ambiente intelectual y artístico
de la época para mostrar esa unidad.
andrés garcía barrios
Lo que hoy ya está demostrado
alguna vez fue sólo imaginado.
w. blake
Se miente más de la cuenta
por falta de fantasía.
También la verdad se inventa.
antonio machado
E
l libro se titula La circulación
de la sangre. La revolucionaria idea de William Harvey. De
entrada, el título suscita una
pregunta: ¿por qué no El revolucionario “descubrimiento” de
William Harvey? La respuesta es simple: porque lo que el biógrafo Thomas
Wright quiere enfocar es la idea de la circulación
más que el hecho de su descubrimiento, pues en
ella encuentra la esencia del pensamiento del gran
médico inglés que en el primer tercio del siglo xvii
descubrió que la sangre se mueve en círculo por el
cuerpo.
En 1628, Harvey escribió: “Cuando examiné el
gran cúmulo de pruebas que había reunido, empecé a pensar si no existiría un movimiento, por
decirlo así, en círculo. Ahora bien, más tarde descubrí que era cierto”. Esa idea previa al descubrimiento es la que Wright indaga. Su libro propone
una forma de investigar el proceso mediante el
cual la mente genera hipótesis, es decir, la manera
en que a partir de datos aislados generamos ideas
que los agrupan. Equivocadas o no, esas ideas suelen servirnos de guía para seguir investigando.
Según Wright, en la época de Harvey había dos
opciones para investigar. Una, el realismo aristotélico, que llevaba 15 siglos imperando en Europa.
De acuerdo con éste, la mente aprehende la esencia de la realidad gracias a que ambas se corresponden; una es inteligente y la otra es su par inteligible. La idea de fondo es que todas las cosas del
universo, pensantes o no, tienen una causa final
común y por lo tanto guardan afinidades evidentes u ocultas entre sí. La función del intelecto es
descubrirlas, ya sea mediante observación empírica, razonamientos o asociaciones espontáneas.
Harvey, quien de joven se había “embebido en la
poesía” y era admirado por su “gran facilidad para
reconocer semejanzas”, proclamaba, por ejemplo,
que la similitud física entre los riñones y los frijo-
m ayo d e 2 01 7
les debe guiarnos a la hora de estudiar el funcionamiento de los primeros, sus enfermedades y tratamientos. Para Wright el punto no es saber si esto
último es o no verdad sino indagar el valor de este
tipo de asociaciones que podemos llamar poéticas
y que en la Europa del siglo xvii seguían considerándose una legítima forma de conocimiento.
La otra vía para explicar cómo la mente encuentra una verdad a partir de los datos empezaba a esbozarse en tiempos de Harvey y provenía
de uno de sus pacientes, sir Francis Bacon, quien
harto de verdades irrefutables surgidas como por
arte de magia, insistía en que es muy importante
no apartarse demasiado de los datos de la observación y el experimento. La mente no debe actuar
por sí sola sino que las conclusiones tienen que
desprenderse de los hechos y ser demostradas. No
hay verdad más allá de esto.
Los historiadores tienden a situar a Harvey entre los primeros científicos baconianos modernos,
pues era un tenaz experimentador que al sacar
conclusiones confiaba en lo que veía. A esta actitud suya se le atribuyen grados heroicos, pues el
hombre nunca dudó en sostener sus ideas públicamente aunque contradijeran “verdades” que
eran literalmente obligatorias entre los sabios de
su tiempo. Los historiadores de la ciencia suelen
ver en esa energía rebelde y esa convicción irrenunciable el rasgo inequívoco de una mentalidad
moderna.
Pero en realidad William Harvey nunca dejó de
ser un médico conservador y aristotélico que veía
la realidad como una concatenación de hechos ligados entre sí, los que podían conocerse mediante
la observación y el experimento, siempre y cuando
se añadiera el razonamiento filosófico y la asociación que podemos llamar poética. Cierto que era
un virtuoso anatomista y un despiadado cercenador de cuerpos humanos y animales, pero rechazaba la legitimidad de un conocimiento que se limitara a dividir lo existente.
Harvey nunca dejó de inquietarse por no poder
asociar la circulación de la sangre con las causas
finales metafísicas que, de acuerdo con Aristóteles, están presentes en todo lo existente, y tuvo
que resignarse a dejar incompleta su teoría de la
circulación, es decir, sin la demostración del por
qué último. Y mientras que la mayoría de sus colegas académicos repudiaba sus teorías (en parte
por esa fatal incompletitud), él aborrecía a sus es-
casos defensores, entre los que se encontraba el ya
famoso René Descartes. El nuevo método que este
último proponía haría surgir una nueva era en la
historia del conocimiento y, sin embargo, Harvey le llamaba “mierda”. Más cercano en ello a los
antihéroes que a los héroes, en su propia práctica
médica seguiría usando viejas terapias (ignorando
su propio descubrimiento de que la sangre circulaba), y repudiaría tratamientos tan innovadores
como la transfusión sanguínea, obviamente inspirados en su descubrimiento.
El libro de Wright no es sólo una exposición
razonable de argumentos; es mucho más original
que eso. Usando los datos con la libertad de un
ensayista moderno (o de un antiguo filósofo naturalista), tiende en torno al gran médico inglés una
original red tejida no sólo de información verificable sino de asociaciones poéticas e inquietudes
filosóficas. Las continuas citas poéticas y culturales en general no sólo le sirven para colorear el
texto sino que son parte del método. Entonces el
lector puede contemplar deslumbrado, por ejemplo, cómo el recorrido de Harvey por la agitada
Londres, calle por calle desde su domicilio hasta
la silenciosa sede del Colegio de Médicos, prefigura con su serpenteo las impetuosas vueltas que da
la sangre por el cuerpo antes de llegar al corazón.
Wright —que parece también querer soñar en
círculos— evoca (¿o invoca?) la época de Harvey
no sólo para apoyar sus tesis; confía en que las
evocaciones pueden ser en sí mismas un conocimiento valioso, y con ellas en mano intenta el retorno, o más bien, avanza en el retorno hacia un
punto donde la poesía y la ciencia estaban unidas,
tenían un significado juntas.
El libro es un intento comprometido con una
nueva forma de conocimiento del pasado que propone organizar certezas científicas y asociaciones
poéticas en aras de comprender mejor la vida humana, la nuestra y la de quienes estuvieron aquí
antes.•
La circulación de la sangre. La revolucionaria
idea de William Harvey, Thomas Wright, trad.
Virgina Aguirre Muñoz, fce, Breviarios, 2016.
l a g aceta
13
en tre v ista
Sombras
en el arcoíris
“
Pienso que la
discriminación se
combate desde la
primera infancia:
mientras más
pequeño sea
el lector, más
eficaz el mensaje.
”
Conversación con
Mónica B. Brozon
Mónica B. Brozon habla
con La Gaceta de su más reciente
libro en el fce, Sombras en el arcoíris,
que aborda la diversidad sexual —tema
poco tratado en la literatura infantil—
desde el punto de vista de una niña
de diez años, quien se cuestiona
acerca de lo que nos hace diferentes
y la violencia que algunos sufren
por ser o pensar distinto.
rocío alarcón
Retratar la intolerancia
Al preguntarle si la intención de la novela era un
pretexto para tratar la diversidad sexual o si lo
importante eran los personajes con el tema como
segundo plano, destaca:
“Siempre trato de huir de esas intenciones, pero
en este caso no lo hice, fue muy deliberado. La primera vez que pensé en escribir algo así para niños
pequeños fue a raíz de una nota en internet sobre
Ricky Martin y sus dos niños, y pues, me metí a
chismear… por supuesto, me pareció fantástico: los
niños hermosos, él guapísimo, todos se veían felices… Hasta que empecé a leer los comentarios. Había tanto odio, tantos prejuicios. Entonces pensé
14
l a g ac e ta
que no podía quedarme de brazos cruzados al ver
ese torrente de insultos y descalificaciones. Me di
cuenta de que no era nada más la típica indiferencia de que “él haga lo que quiera, a mí no me importa porque no me afecta”, etcétera. ¡No!, la actitud
era: ¡Ojalá que se mueran esos bastardos! Horrible.
La marcha por la familia,
detonador
La autora menciona que a partir de lo sucedido
en septiembre de 2016, cuando en varias ciudades
del país se organizó una marcha contra la iniciativa de reformar el artículo 4º de la Constitución
para permitir los matrimonios del mismo sexo
—aquella marcha que tenía como lema: “no te
metas con mis hijos”, que en realidad debió haber
sido “no te metas con tus hijos”, porque se corre
el riesgo de ir en contra de alguno y no saberlo—,
fue cuando entendió que había llegado el momento de escribir el libro.
Sobre la inclusión
“Hay muchos personajes diversos. Yo quise expresar que los miembros de la familia de Constanza y de Jerónimo son cool, no les importa la
reacción a la hora que él sale del clóset. Son amables, como uno esperaría de una familia normal
y de buenos sentimientos, donde hay cariño y no
hay prejuicios ante la diversidad”, etcétera:
O sea, es como contar un secreto. Bueno, no tal
cual; por ejemplo, si yo les confieso a mis papás que
esa bolsa de palomitas acarameladas que estaba en
la alacena me la comí yo sola, eso no es salir del clóset. Es confesar otra clase de secretos, como lo que
hizo Jero con mis papás…
No es que me crea la sabelotodo, pero la verdad
ya sabía que mis papás no iban a dejar de querer
a Jero, ni lo iban a correr de la casa, ni lo iban a
mandar con un doctor que hiciera que le gusten las
chicas.
Compartir un secreto importante con mi hermano me hacía sentir única en el mundo, y eso era
bonito. Pero me hacía sentir preocupada, y eso era
pesado. También descubro que es bonito no tener
ese secreto.
Sobre la exclusión
La autora explica que quiso retratar la intolerancia de varios grupos de la sociedad representados
en el universo del salón de clases, “en las compañeritas de Constanza que a la hora que ella lo
cuenta y la ven que trae su pulserita de hilos con
los colores del arcoíris se refieren mal a ella y a
su hermano. Entonces es toda esa parte de la sociedad que no sólo no lo acepta y que, dicho sea de
paso, está muy bien, si yo no quiero ser gay nadie
me va a obligar a serlo, sino que se dedica a fastidiar a quien tiene elecciones de vida con las que
ellos no están de acuerdo. Quise retratar eso. Soy
muy apasionada de todo lo referente a este tema
y traté de reflejar todos los puntos de vista, tanto
de adultos como de niños, y de incluir las diferentes posturas”.
”Hay muchos libros que tratan sobre la diversidad y la tolerancia, pero en general son libros
dirigidos a lectores mayores, y yo pienso que la
discriminación se combate desde la primera infancia: mientras más pequeño sea el lector, más
eficaz el mensaje. Entonces, mi intención era escribir un libro con una narradora infantil de diez
años y que además fuera la hermana, para generar esa identificación con el lector, un personaje
que lograra eso: conexión y empatía.
Ӄste es un libro en particular que me dio mucho
gusto escribir porque tenía una intención, y me
dará más cuando vea que se cumple. Creo que estoy haciendo algo que va a ser bueno para alguien.
O sea, abrir el criterio de un niño, y si logro que algún niño cambie su modo de ver las cosas o lo que
ve en su casa porque leyó mi libro, yo me daré por
bien servida, y eso me hace sentir muy bien.
”Mi idea es, y celebro tanto que hayan incluido
el libro en la serie dirigida a quienes empiezan a
leer, que lo lean chiquitos y que vayan sacudiéndose sus prejuicios desde esa edad.
”Los niños que se vuelven lectores son insaciables, y mientras se les sigan ofreciendo cosas padres van a querer seguir leyendo, y eso nos conviene a todos.”
Mónica B. Brozon nació en la Ciudad de México,
y estudió comunicación en la Universidad Iberoamericana y un diplomado en la Sociedad General de Escritores de México (Sogem), donde
descubrió su vocación literaria. Ganó el premio
de literatura infantil El Barco de Vapor de la Fundación SM en 1996 con la novela ¡Casi medio año!,
y nuevamente en 2001 con Las princesas siempre
andan bien peinadas. Ha publicado, entre otros,
Historia sobre un corazón roto…, 36 kilos (premio
Gran Angular de Ediciones SM 2008). Fue acreedora al Premio Nacional de Literatura Infantil
Juan de la Cabada en 2007 con Memorias de un
amigo casi verdadero. Con Odisea por el espacio
inexistente obtuvo el premio A la Orilla del Viento 1997 otorgado por el Fondo de Cultura Económica. Es autora también de Alguien en la ventana
(serie para los que leen bien) fce, 2006.•
m ayo de 2 017
introducción
introducción
Cien años
de filosofía
en Hispanoamérica
(1910-2010) La labor filosófica académica o institucional
en Hispanoamérica se encuentra en buena
salud, en diálogo e intercambio constantes con
to del
los profesores de las universidades del resto
mundo. El dilema de hacer una “filosofía propia”
es son
o imitar la europea ha sido superado, tales
pilación
las conclusiones principales de esta recopilación
de ensayos.
margarita m. valdés
L
a idea de publicar este conjunto de
ensayos sobre la filosofía del último siglo en los países latinoamericanos de habla hispana surgió a
raíz de la publicación en 2009 en
la editorial Cátedra, en España,
de un voluminoso tomo intitulado
El legado
legad filosófico español e hispanoamericano
del siglo xx, que coordinamos Manuel Garrido, Nelson Orri
Orringer, Luis M. Valdés y yo. Para esa publicación inv
invité a distinguidos profesores hispanoamericanos de filosofía a escribir sobre el desarrollo
de esa disciplina
d
en sus propios países durante
el siglo xx. Los ensayos por ellos escritos se reunieron en
e la parte iv del libro antes mencionado,
dedicad
dedicada precisamente al pensamiento filosófico
hispano
hispanoamericano. El resultado fue excelente. Sin
embargo
embargo, el espacio asignado a esa parte en aquel
volumen resultó insuficiente; algunos autores encontraro
contraron muy restringido el número de páginas
del que podían
p
disponer y, más grave aún, algunos
países h
hispanoamericanos no se incluyeron en ese
proyect
proyecto por falta de espacio. Ese hecho, junto con
el desco
desconocimiento que suele haber entre muchos
de nues
nuestros colegas, y entre muchos estudiantes
de filoso
filosofía, del pasado reciente de su propia disciplina, me hicieron pensar en la conveniencia de
buscar o
otra plataforma donde presentar, ampliar y
difundir aquellos ensayos sobre la filosofía hispanoamer
noamericana en el periodo 1910-2010 en la forma
de un lib
libro independiente, más compacto y de más
fácil adquisición.
adq
Agradezco a la editorial española Cáted
Cátedra y al Grupo Anaya la cesión de derechos
de algun
algunos artículos aquí incluidos.
¿Por qué dedicar un libro a la filosofía hispanoamer
noamericana? Alguna justificación tenemos que
dar de por
p qué este libro versa sobre la filosofía
hispano
hispanoamericana y no latinoamericana, esto es,
por qué no incluimos aquí la historia reciente del
pensam
pensamiento filosófico de Brasil, o de la Guayana
Frances
Francesa y de algunas islas francófonas caribeñas. La respuesta es doble: primero, como mencioné antes,
an
este libro proviene de aquel otro que
estaba d
dedicado exclusivamente al legado del pensamient
samiento filosófico en lengua española. En segundo lugar,
lugar estoy convencida de que la comunidad de
idioma ees mucho más significativa para la filosofía
que el hecho
h
de compartir un mismo continente
o una p
parte considerable de él, esto es, el idioma
castella
castellano que compartimos los países hispanoamerican
mericanos de alguna manera moldea nuestra mentalidad y nos hace formar parte de una comunidad
intelect
intelectual natural que el lector podrá apreciar en
los ensa
ensayos aquí reunidos. La comunidad de idioma, por otra parte, nos hace herederos de una historia intelectual
in
muy similar en todos los países
m ayo d e 2 01 7
andrea garcía flores
l a g aceta
15
cie n años d e fi los o f í a e n h i s pa n oa m é r i c a
de Hispanoamérica. En pocas palabras, el criterio
que unifica los ensayos aquí recogidos pretende
ser de tipo lingüístico-cultural y no meramente
geográfico.
Una razón adicional por la que elegimos reducirnos a los países de habla hispana es que la publicación de este libro coincidirá aproximadamente con
la celebración de 200 años de independencia política en casi todos ellos. Los países que formaron
parte de las colonias españolas en América iniciaron sus movimientos de independencia ya entrado
el siglo xix, y la filosofía que se produjo en ellos se
profesionalizó y empezó a tener rasgos distintivos
ya iniciado el siglo xx. Eso nos hizo considerar necesario contar con un libro que permitiera comparar el desarrollo de la filosofía en los distintos países hispanoamericanos durante los últimos 100
años, es decir, desde que empezaron a publicarse
en aquellos países obras originales de filosofía escritas por profesionales desde principios del siglo
xx hasta principios del xxi. Varios libros se han
escrito recientemente sobre el pensamiento filosófico hispano y latinoamericano,1 pero ninguno
de los escritos hasta ahora nos ofrece el mapa de
las ideas filosóficas preponderantes en el siglo xx
en cada uno de los países (o regiones) considerados
por separado. Con este libro esperamos llenar ese
hueco bibliográfico.
¿Cómo se entiende aquí la “filosofía hispanoamericana”? Quiero aclarar que los ensayos que
conforman este libro no están centrados en cómo
se constituye la identidad hispanoamericana o
qué es lo distintivo o peculiar del pensamiento
filosófico producido en nuestros países. Los
autores han tenido toda la libertad para incluir o no
en sus ensayos ese tipo de preocupación filosófica,
legítima, sin lugar a duda. Pero el propósito de este
libro no es referirnos especialmente a ese tipo
de cuestionamientos, sino, más modestamente,
registrar lo que ha ocurrido en los diferentes
países hispanoamericanos a lo largo del siglo xx
y principios del xxi en el campo de la filosofía,
entendida como una disciplina académica. Desde
luego, los ensayos aquí reunidos reflejan necesariamente la preponderancia de ciertas corrientes
filosóficas en diversas épocas y de ciertas preocupaciones recurrentes en la filosofía hispanoamericana, pero ninguno de ellos deja a un lado lo
que podríamos llamar la “filosofía institucional”,
esto es, la que se enseña o se ha enseñado en las
aulas de las universidades en los países hispanoamericanos a lo largo de los últimos 100 años y que
podemos ver reflejada en las mejores publicaciones de filosofía en español en nuestro continente
durante el siglo xx.
La manera más sencilla de organizar un libro
sobre un tema como el que da título a éste es, desde luego, por países, y en algunos casos por regiones (el Caribe y Centroamérica). En algún momento pensé incluir artículos que versaran sobre las
corrientes de pensamiento que han florecido con
mayor notoriedad en Hispanoamérica durante el
siglo xx y sobre sus más ilustres representantes.
Sin embargo, llegué a la conclusión de que hacerlo
doblaría el número de páginas de este volumen y
en muchos casos resultaría repetitivo, ya que los
autores de los artículos aquí recogidos, al hablar
del desarrollo de la filosofía en sus propios países,
se refieren necesariamente a las líneas de pensamiento más representativas e influyentes en cada
uno de ellos (positivismo, fenomenología, marxismo, existencialismo, filosofía analítica, filosofía
de la liberación, hermenéutica y otras).
Los textos que se recogen en este volumen, y
que pretenden de alguna manera reconstruir el
propio pasado intelectual, no pueden menos que
reflejar las preferencias, los intereses, las valoraciones y las manías de quienes los escribieron.
Eso, lejos de constituir un defecto, añade un atractivo al libro y explica la diversidad de estilos y énfasis que encontrará el lector.
Pero, preguntémonos, ¿cuál era, a principios
del siglo xx, el panorama general de la filosofía
en los países cuyo desarrollo se pretende describir en este volumen? En los albores del siglo xx el
panorama que ofrece la filosofía en Hispanoamérica es, a grandes rasgos, el siguiente: por un lado,
persisten algunos vestigios de lo que fue la filosofía traída por los conquistadores, aún enseñada en
las escuelas y preferida entre los grupos conservadores hispanoamericanos, esto es, la filosofía
1 Véanse, entre otros, Gracia y Millán-Zaibert, 2004; Nuccetelli
y Seay, 2004; Beorlegui, 2006; Dussel, Mendieta y Bohórquez,
2009, y Nuccetelli, Schutte y Bueno, 2009.
16
l a g ac e ta
escolástica; por otro lado, desde la década de 1870
la atención de ciertos grupos políticos y liberales
hispanoamericanos se había visto atraída por el
utilitarismo de John Stuart Mill, el evolucionismo
de Herbert Spencer y, muy especialmente, el positivismo francés de Auguste Comte. Esta última
doctrina había llegado a tierras americanas por
medio de numerosos políticos y hombres de letras
que viajaron a Francia en el último tercio del siglo
xix y quedaron deslumbrados por esa filosofía laica, científica, que se nutría de la doctrina evolucionista, creía firmemente en el progreso y tomaba la
experiencia como el tribunal último para evaluar
las ideas sobre el ser humano, la historia y la sociedad. El positivismo se oponía a todo tipo de especulación teológica y metafísica, y se presentaba a sí
mismo como una reflexión de tipo científico. La filosofía de Comte asumía, como antes la de Francis
Bacon y la de los enciclopedistas franceses, que las
únicas guías válidas para construir el orden social
son la razón y los conocimientos que nos aporta la
ciencia. Sin embargo, a diferencia de los enciclopedistas franceses, y a pesar de su admiración por la
ciencia y el progreso, la intención de reforma social
que Auguste Comte tenía en mente era más bien de
tipo conservador y contrario a las revoluciones.
Lo primero que había que hacer era establecer el
orden social sin sobresaltos, y sólo entonces los
ciudadanos podrían aspirar a la libertad, la cual,
por su parte, se debería considerar exclusivamente
como instrumento para el progreso de las naciones. El positivismo terminó por imponerse en los
medios científicos e intelectuales hispanoamericanos para convertirse en la ideología dominante
Los textos que se
recogen en este volumen,
y que pretenden de alguna
manera reconstruir el propio
pasado intelectual, no pueden
menos que reflejar las
preferencias, los intereses,
las valoraciones y las manías
de quienes las escribieron. Eso,
lejos de constituir un defecto,
añade un atractivo al libro
y explica la diversidad
de estilos y énfasis que
encontrará el lector.
en casi todos los medios políticos y educativos al
inicio del siglo xx. Como atinadamente señala Augusto Salazar Bondy, no es casual que la doctrina
positivista haya sido prohijada por las clases dirigentes de la América hispánica en el periodo del
establecimiento del capitalismo financiero internacional y que su consolidación coincida en los países hispanoamericanos con la emergencia de una
burguesía urbana que, si bien creía en el progreso,
poco quería saber de cambios revolucionarios. Al
comenzar el siglo xx, quienes abrazaban ideas revolucionarias eran tildados de anarquistas. La clase en el poder estaba convencida de que el progreso
positivo, como lo dijo Spencer, había de alcanzarse
mediante la evolución, no la revolución.
A pesar del espíritu conservador que caracterizó a los positivistas a principios del siglo xx, es en
el seno de esta corriente de pensamiento donde se
fraguan la crítica y la posterior superación de ésta.
Algunos de los más destacados positivistas son los
primeros en criticar sus anteriores convicciones,
así como en buscar en el mercado filosófico de la
época nuevas ideas y teorías alejadas de los errores de la doctrina positivista, que propusieran modos de ver el mundo, más acordes con los cambios
sociales necesarios en Hispanoamérica. Muchos de
los críticos del positivismo decimonónico fueron,
además, grandes educadores empeñados en llevar
a cabo una revolución educativa y en construir un
ambicioso movimiento filosófico en las universidades hispanoamericanas.
La generación que emprende el ataque contra el
positivismo e impulsa la enseñanza de otras ideas
filosóficas en las universidades se conoce con el
nombre de los fundadores. Entre ellos se encuentran José Vasconcelos y Antonio Caso en México,
Alejandro Korn en Argentina, Carlos Vaz Ferreira
en Uruguay, Enrique Molina en Chile y Alejandro
Deusta en Perú. Al movimiento que éstos inician
en la década de 1920 se unen diversos intelectuales en otros campos de la cultura, como el dominicano Pedro Henríquez Ureña y el mexicano Alfonso Reyes. París era en aquel entonces el centro
cultural y filosófico más importante del mundo, y
es ahí adonde vuelven la mirada los intelectuales
hispanoamericanos que quieren superar el positivismo y propugnar un pensamiento filosófico nuevo. Los animan algunas actitudes comunes: un decidido antimaterialismo, un anticientificismo, una
predilección por los conceptos dinámicos frente
a las categorías estáticas, una preferencia por la
intuición como fuente de conocimiento frente a
la razón lógica y una mayor tolerancia hacia las
disquisiciones metafísicas. Como señala Leopoldo Zea: “a una filosofía que había buscado un orden inmutable, se le opuso una filosofía dinámica
que predicaba el cambio de todo”. El vitalismo de
Henri Bergson responde a los ideales de estos intelectuales e inspira muchos de los escritos de los
fundadores. La materia se ve como lo perecedero,
“es un movimiento de descenso, de caída”, según
escribe José Vasconcelos; en cambio, “la vida es
un movimiento contrario al descenso; un impulso
que tiende a desprenderse del dominio de las leyes naturales” (idem). La vida, según Vasconcelos,
encierra la esencia de la libertad, que no es otra
cosa que el no estar sometido a las leyes naturales.
Émile Boutroux, Benedetto Croce y, sobre todo,
Henri Bergson, van a ser las fuentes en las que
abreven los fundadores.
A principios de la década de 1920, diversos intelectuales hispanoamericanos cobraron conciencia de que Hispanoamérica había vivido desde la
época de la Conquista un colonialismo cultural
inaceptable. Con los ojos permanentemente vueltos hacia Europa, habían cultivado durante siglos
una filosofía prestada, la cual había impedido el
desarrollo de una genuina filosofía “criolla” que
partiera de reflexionar sobre los problemas de
Hispanoamérica y su historia, y que de alguna manera se engarzara con las tradiciones culturales
propias. La preocupación por encontrar la propia
identidad cultural se encuentra en la base de muchas reflexiones y obras producidas entre las décadas de 1920 y 1950.
En la década de 1920 el marxismo hace su entrada en el escenario hispanoamericano: se cultiva
tanto entre activistas sociales como entre algunos
filósofos académicos. El arraigo del marxismo en
el contexto hispanoamericano se explica, en parte, por los graves problemas sociales que la región
vive desde la época de la Conquista, de los cuales
empieza a ser claramente consciente en la primera
mitad del siglo xx. Sin embargo, como bien señala
Augusto Salazar Bondy, por más que el marxismo
haya tenido una considerable influencia en la vida
política de los países latinoamericanos en la primera mitad del siglo xx y aunque, indudablemente, haya habido en ese periodo distinguidas figuras
académicas marxistas, no fue ésa la filosofía más
importante en las universidades, excepto, mucho
más tarde, en las universidades cubanas, donde a
partir de la década de 1960 se convierte en la filosofía oficial. En la década de 1930 hay grandes
pensadores influidos claramente por el marxismo,
como José Carlos Mariátegui en Perú y, en México, los impulsores del socialismo en el movimiento
surgido de la Revolución mexicana: Vicente Lombardo Toledano y Francisco Mújica; sin embargo,
sus ideas fueron más debatidas en el terreno de la
acción política que en las aulas universitarias.
Otras notables influencias en el medio filosófico académico hispanoamericano entre 1930 y
1960 fueron la fenomenología de Edmund Husserl,
con sus correspondientes derivaciones axiológicas y ontológicas, y la filosofía existencialista de
Martin Heidegger. Dos factores explican el auge
de estas doctrinas filosóficas. Primero, la expansión política y económica de Alemania en las décadas de 1930 y 1940 contribuye indudablemente
a la difusión internacional de las ideas filosóficas
alemanas. Segundo, la llegada a Hispanoamérica
al término de la Guerra Civil española, a finales
de los años 1930, de eminentes filósofos españoles
conocedores del pensamiento de Husserl y de Heidegger, quienes contribuyeron desde la cátedra a
la revitalización de la fenomenología y al estudio
m ayo de 2 017
cien a ños de filosofía en hispa noa mérica
y la difusión del existencialismo heideggeriano.2
La fenomenología se convierte en la metodología
que adoptan muchos filósofos hispanoamericanos interesados en hacer una filosofía original; se
intenta hacer descripciones fenomenológicas de
algunas manifestaciones típicamente hispanoamericanas —como “el relajo” en México o el complejo de inferioridad de los mestizos—, o sobre la
manera de ser, o el ser, de los argentinos, peruanos
o mexicanos. Cabe observar que algunos filósofos
hispanoamericanos encontraron en la filosofía de
la “circunstancia” de Ortega y Gasset una validación de este tipo de quehacer filosófico. La fenomenología y el heideggerianismo fueron corrientes dominantes en las décadas de 1950 y 1960, y
siguen cultivándose hasta la fecha en algunos grupos de filósofos hispanoamericanos.
Con la llegada a Hispanoamérica de los filósofos del exilio español, se difunde el historicismo
de José Ortega y Gasset, así como las ideas de Wilhelm Dilthey en las que aquél se había inspirado.
Tras la derrota de la Segunda República Española,
en 1939, llegan a tierras mexicanas varios ilustres
discípulos de Ortega y Gasset miembros de la Escuela de Madrid, como José Gaos, Luis Recaséns
Siches y María Zambrano. Éstos, junto con otros
filósofos exilados procedentes de Barcelona, como
Jaume Serra Hunter, Joaquín Xirau y Eduardo
Nicol, dieron un impulso colosal al desarrollo de
la filosofía mexicana y contribuyeron grandemente al proceso de profesionalización de esta disciplina. Ortega y Gasset y Manuel García Morente
pasaron algunos años en Argentina; Juan David
García Bacca se exilió primero en México y luego
emigró a Venezuela; José Ferrater Mora enseñó en
Cuba y Chile, antes de establecerse en los Estados
Unidos. La influencia de todos estos pensadores
españoles en el desarrollo de la filosofía hispanoamericana en el siglo xx no puede exagerarse.
Al término de la segunda Guerra Mundial, las
ideas de los existencialistas franceses, especialmente las de Jean-Paul Sartre, Albert Camus y
Gabriel Marcel, ocupan también un lugar importante en el panorama filosófico hispanoamericano. Entre los temas centrales del existencialismo
están la cuestión de la autenticidad, la idea del intelectual comprometido, la libertad y la muerte;
éstos influyeron notablemente en la elección de
temas sobre los que muchos filósofos hispanoamericanos escribieron a finales de los años 1940. El
hecho de que Jean-Paul Sartre haya elegido la literatura más que la filosofía estricta para expresar
algunas de sus ideas filosóficas ayudó, además, a
que sus doctrinas penetraran en sectores amplios
de la sociedad hispanoamericana.
Desde el siglo xix ha existido entre los filósofos hispanoamericanos una preocupación por
encontrar una manera diferente, “auténtica”,3 de
hacer filosofía, esto es, que no imite simplemente la filosofía europea ni tome sus temas como
único punto de referencia, sino que sea un tipo
de reflexión original sobre los problemas y las
peculiaridades de la realidad hispanoamericana.
Muchos se han preguntado si esto es siquiera posible, pues si se tiene en cuenta que en la América
precolombina no existió la reflexión propiamente
filosófica y que la filosofía fue un producto cultural europeo trasplantado a la América hispánica
durante la Colonia, resulta razonable pensar que
sea difícil, si no imposible, hallar una forma de
hacer filosofía diferente de la europea. Sin embargo, algunos pensadores, como José Vasconcelos en México y Alejandro Korn en Argentina,
defendieron la idea de que sí es posible hacer una
filosofía original latinoamericana. Vasconcelos
creía que Europa estaba agotada y que los latinoamericanos nos hallábamos en una situación
privilegiada para continuar el camino iniciado
por los filósofos europeos, y Korn consideraba
que la mentalidad latinoamericana no era tan
abstracta como la europea y, por lo tanto, se interesaba en asuntos más concretos como la identidad cultural o la realidad social propia.
La cuestión de si es o no posible hacer una filosofía latinoamericana realmente original se halla
en la base del debate entre quienes se denominan
latinoamericanistas y quienes se consideran universalistas. Para los primeros, la tarea primordial
2Una exposición rigurosa de las ideas de los filósofos del exilio
español se puede encontrar en Zirión, 2003, en especial en el cap.
ii. Véanse también Garrido, Orringer, Valdés y Valdés, 2009, caps.
22-27; Abellán, 1982a y 1982b, así como Caudet, 2007.
3Un ejemplo claro de esta preocupación se encuentra ya en el
siglo xix, en Juan Bautista Alberdi, en Argentina. Véase, por ejemplo, Alberdi, 1842.
m ayo d e 2 01 7
de los filósofos hispanoamericanos es liberarse
del “imperialismo filosófico” europeo y anglosajón e iniciar un nuevo modo de filosofar sobre
temas propios; para los segundos, la labor del filósofo hispanoamericano no es diferente de la del
filósofo francés, inglés o ruso, pues se trata de
contribuir a la discusión de problemas filosóficos
que definen las comunidades filosóficas más importantes del mundo, las cuales, por cierto, tenemos que reconocer, no han solido ubicarse en Hispanoamérica. El debate entre latinoamericanismo
y universalismo aún no ha terminado.4
En la década de 1950 empieza a sentirse en Hispanoamérica la influencia tanto del positivismo
lógico del Círculo de Viena como de la lógica matemática que había florecido de manera espectacular en Europa y los Estados Unidos durante la
primera mitad del siglo e imperaba en los grandes
centros filosóficos internacionales. Tanto en Argentina como en México, esta influencia, al igual
que el descubrimiento de la producción filosófica
del mundo anglosajón de la posguerra, se encuentran en el origen de una importante corriente filosófica que ha dado excelentes frutos en Hispanoamérica: la filosofía analítica.5 Esta corriente
de pensamiento florece especialmente en esos dos
países, pero no deja de tener destacados representantes en Perú, Venezuela, Colombia, Chile, Uruguay y Costa Rica. La filosofía analítica ha contribuido, entre otras cosas, a la profesionalización y
la internacionalización de la filosofía hispanoamericana. En efecto, para muchos la filosofía ha
dejado de ser un medio para expresar las propias
convicciones sociales y políticas o para hacer reflexiones histórico-antropológicas o para realizar
especulaciones metafísicas y publicarlas, preferentemente, en alguna revista local. El filósofo
analítico procura, en general, estar al tanto de las
principales discusiones filosóficas que se llevan a
cabo en los más importantes centros de investigación y publicar el resultado de sus reflexiones en
revistas de circulación internacional. La influencia de la filosofía analítica se deja ver en el hecho
de que nadie admite ya en las principales universidades hispanoamericanas que se pueda prescindir del conocimiento de la lógica moderna en una
buena formación filosófica, y todos concuerdan
en que la discusión filosófica tiene que conducirse
mediante argumentos razonablemente evaluables.
La filosofía analítica se ubica decididamente del
lado del universalismo.
Por último, cabe mencionar que también en Hispanoamérica han florecido, a finales del siglo xx,
algunas formas relativizantes de pensamiento. Filosofías “autófogas”, como las llama Jacques Bouveresse, que aparentemente se autorrefutan, como
el posmodernismo o el multiculturalismo relativista, no han faltado en tierras hispanoamericanas. El pensamiento feminista ha dado algunos interesantes frutos, aunque tal vez más en el campo
de la antropología y la sociología que en el de la filosofía propiamente dicha. En las últimas décadas
del siglo xx se ha podido observar igualmente que
algunos grupos de filósofos hispanoamericanos
se inspiran en la hermenéutica de Georg Gadamer
o Paul Ricœur para abordar temas relacionados
con la llamada “crisis posmoderna”. En el terreno
de la filosofía moral se advierte un interés creciente por abordar problemas de práctica moral
más que de teoría moral, y por examinar conjuntamente con especialistas de otras disciplinas los
problemas morales que surgen a partir del enorme
progreso logrado en el siglo xx por las llamadas
“ciencias de la vida”; en otras palabras, asistimos
a un creciente interés por la investigación en temas de bioética. Hay que mencionar también el
auge de una corriente de pensamiento cristiano
conocida como “teología de la liberación”, la cual,
luego de nacer en Brasil durante la segunda mitad
del siglo xx, se ha esparcido por todos los países
de habla hispana en el continente americano. La
lacerante pobreza, la extrema desigualdad económica y social, la marginación y la exclusión de los
más pobres, situaciones imperantes en nuestro
continente, son, tal vez, la mejor explicación y justificación de este movimiento intelectual.
Por último, no puedo dejar de mencionar el
acercamiento a la ciencia empírica que hemos observado en años recientes en ciertas áreas de la
investigación filosófica, especialmente en la filo-
4 Sobre este tema, véanse Salazar Bondy, 1968, cap. 2; Gaos, 1998,
y Miró Quesada, 1998.
5 Véanse Salmerón, 1991, y Gracia, Rabossi, Villanueva y Dascal, 1985.
sofía de la mente, la epistemología y la filosofía del
lenguaje. Estas disciplinas se han visto fuertemente influidas o nutridas por diversos resultados
procedentes de las llamadas ciencias cognitivas,
las cuales, como es bien sabido, han tomado entre
sus temas muchos de los que tradicionalmente estaban reservados a la filosofía.
En resumen, podemos decir que la filosofía en
Hispanoamérica al iniciarse el siglo xxi se encuentra con buena salud. Por una parte, no dejan
de hacerse reflexiones originales sobre la peculiaridad del pensamiento producido en estas latitudes, donde las mezclas culturales y los problemas
sociales muy concretos han influido, sin duda, en
la mentalidad hispanoamericana; por otra parte,
el acercamiento cada vez mayor que los medios de
comunicación han hecho posible entre los filósofos profesionales hispanoamericanos y los grandes centros filosóficos internacionales han permitido también un desarrollo considerable de la
filosofía “universal” en nuestras tierras. El dilema
que se planteó en la década de 1960 entre hacer
una filosofía latinoamericanista o una filosofía
universalista parece haber quedado atrás, pues se
ha respondido en la práctica: ambas formas de hacer filosofía pueden convivir y florecer.
Quiero expresar mi enorme agradecimiento a
todos y cada uno de los colaboradores de este volumen: Juan José Botero, Nora Stigol, Guillermo
Hurtado, Eduardo Fermandois, Pablo Quintanilla, Fernando Tinajero, Omar Astorga, Yamandú
Acosta, Miguel Andreoli, Gerardo Mora-Burgos,
Samuel Arriarán y Pablo Guadarrama González;
sin su esfuerzo y compromiso indiscutible, la realización de este libro hubiera sido literalmente imposible. Quiero reiterar también mi agradecimiento al Instituto de Investigaciones Filosóficas de la
unam por su apoyo a lo largo del desarrollo de este
proyecto, al Departamento de Publicaciones del
propio instituto y muy especialmente a Leonardo
Castillo Medina, quien realizó una impecable corrección de estilo de todos los capítulos y una minuciosa investigación bibliográfica que permitió
completar muchas de las referencias bibliográficas mencionadas en los textos que componen este
volumen. Muchas gracias a todos.•
Nota:
de Cien
Por un lamentable error en lla impresión de ica (1910años de filosofía en Hispanoamérica
2010) se consigna información incorrecta en la
primera solapa, donde aparece la semblanza de
la doctora Margarita M. Valdés. La semblanza
correcta debe decir:
Margarita M. Valdés es doctora en filosofía por
la Universidad Nacional Autónoma de México.
Realizó estudios de doctorado en la Universidad
de la Sorbona (París i) y en la Escuela Práctica de
Altos Estudios de París. Ha sido profesora invitada de la Universidad Complutense de Madrid y ha
realizado estancias de investigación en las universidades de Barcelona y de Oxford. Coordinó, con
Manuel Garrido, Nelson Orringer y Luis M. Valdés
Villanueva, El legado filosófico español e hispanoamericano del siglo xx (2009). Ha sido investigadora del Instituto de Investigaciones Filosóficas
de la unam y profesora de filosofía de la Facultad
de Filosofía y Letras de la misma universidad durante más de cuatro décadas. Actualmente aún
colabora de manera externa con el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la unam.
l a g aceta
17
a d emás
El complot
mongol
rafael bernal; ricardo peláez (dibujos)
y luis humberto crosthwaite (guión)
En la calle de Dolores, en una Ciudad de México
secretamente poblada por agentes internacionales, políticos corruptos y células asiáticas, un
grupo de chinos parece estar planeando una conjura para asesinar al presidente de los Estados
Unidos durante su visita a nuestro país. Filiberto
García, antiguo verdugo de las tropas villistas y
18
l a g ac e ta
ahora matón del gobierno en turno, debe hacer
lo necesario para desmantelar la intriga, incluso
colaborar con la kgb y el fbi. Durante sus investigaciones, al tiempo que descubre los entresijos
de una clase política viciada por manejos sucios y
violencia, se ve envuelto además en un romance
para el que no está preparado.
La trama del clásico policiaco de Rafael Bernal
es bien conocida por afectos al género negro,
entre quienes se propagó en los últimos años el
rumor de que existía “por ahí” una versión gráfica de esta pieza magistral. El volumen que aquí
se reseña ilustra la tremenda versatilidad de El
complot mongol, la novela aparecida en 1969 bajo
el sello de Joaquín Mortiz. Con un trazo cerca-
no —por el uso del alto contraste— al del cómic
estadunidense, pero con la finura de los mejores
dibujantes franceses, Ricardo Peláez recupera la
sordidez recóndita del México moderno a partir
de un guión en el que Luis Humberto Crosthwaite
condensa el humor agrio y el cinismo del rudo
Filiberto García. Porque las alianzas no quedan
sólo en el terreno de la ficción, el fce y el Grupo
Planeta han complotado para concretar este proyecto guardado en un cajón por varios años.
tezontle
1ª ed. (fce, Planeta), 2017
m ayo de 2 017
el comp lot mongol
m ayo d e 2 01 7
l a g aceta
19
N OVEDADES
FOND O DE CULT UR A EC
ECO
O NÓMI
NÓ M ICA
C
M AYO D E 2 017
557
La hormiga de fuego
¿invicta?
Biología, ecología,
impacto económico
y ambiental
carlos a. blanco
Carlos A. Blanco, experto en plagas,
aborda en esta obra el caso de la
hormiga de fuego invicta. Este
diminuto animal se ha esparcido
por todo el mundo, causando
diversos problemas a los seres
humanos, la biodiversidad y el
medio ambiente. Cuáles son sus
características y cómo prevenir los
daños que ocasiona son algunas de
las preguntas que el autor intenta
resolver, con base en la certeza de
que la hormiga invicta muy pronto
estará entre nosotros.
la ciencia para todos
1ª ed., 2017
Fábulas
e historias
de estrategas
renato tinajero
Fabulas e historias de estrategas presenta
pequeños cuadros en los que el autor se apropia
de la metáfora del juego de ajedrez y por medio
del lenguaje crea un universo poético en el que
explora la relación del individuo frente a la vida
y la maquinaria del poder. Con esta obra, Renato
Tinajero va moviendo cada ficha del tablero,,
to,
consciente de que “cada acción concreta un acto,
dad”.
y cada acto una posibilidad”.
poesía
1ª ed., fce, ica, inba,
a, Conaculta, 2017
20
l a g ac e ta
ur szula kudajcz yk
El Estado de bienestar
social en la edad de la razón
La reinvención del Estado social
en el mundo contemporáneo
celia lessa kerstenetzky
Estudio de economía política que
aborda la definición, constitución,
principales dilemas y experiencias
del Estado de bienestar social. La
autora discute con los detractores
de esta forma de Estado para
construir sus argumentos y, a
partir una profunda investigación,
ofrece al lector evidencias de su
permanencia e importancia en la
época contemporánea. En la última
parte se revisa el caso brasileño.
economía
1ª ed., 2017
Genómica mestiza:
mezcla racial, nación
y ciencia en América Latina
La enseñanza de la ciencia
Un enfoque desde la historia y
la filosofía de la ciencia
Nashville o el juego del lobo
peter wade, carlos lópez beltrán,
eduardo restrepo y ventura
santos (eds.)
michael r. matthews
“El cuchillo está afilado. Un largo
corte recorre la mano que lo
sostiene: se lo hizo al probar la hoja.
Sí, está afilado, lo suficiente. De eso
se trata. Él no gritará, no le dará
tiempo. Duerme”, con estas frases
comienza Nashville o el juego del
lobo, de Antonia Michaelis, autora
de El cuentacuentos, quien nos
vuelve a sorprender con un thriller
que mantendrá al lector expectante.
Svenja acaba de mudarse a
Tubinga para estudiar medicina.
Está muy ilusionada por su vida
independiente y por descubrir lo que
significa hacerse mayor. Cuando
llega a su nuevo departamento,
descubre en la alacena de la cocina
a un niño parado de cabeza,
lleno de arañazos y hojas en el
cabello, que la mira fijamente. Él
no pronuncia una palabra, pero
se instala con Svenja, así que
ella decide llamarlo Nashville,
como se lee en el estampado de su
desgastada camiseta. La libertad
que imaginó tener se ve frustrada
por la presencia de este chico que
desaparece constantemente sin
ninguna razón aparente. Ahora
Svenja tiene que combinar las
responsabilidades escolares con
el cuidado de Nashville, pero no
siempre las cosas le resultan bien.
Cuando una serie de asesinatos
de indigentes pone a la ciudad en
crisis, Svenja se inquieta, pues
sospecha que tienen que ver con las
desapariciones de Nashville y los
ataques de pánico que sufre. Pronto
se dará cuenta de que sus vidas
están en peligro y de que todo es un
juego de apariencias donde el lobo
busca en silencio a su víctima.
Resultado de los hallazgos de un
proyecto interdisciplinario de
laboratorios genéticos de México,
Brasil y Colombia, Genómica
mestiza replantea conceptos
como raza, nación y etnia en el
contexto natural y cultural de la
ciencia. El trabajo comienza con
los antecedentes históricos del
estudio de la biología humana y la
diversidad para luego presentar
las prácticas científicas de la
investigación. Concluye con el
recuento de los hallazgos más
importantes en ese ámbito y los
relaciona con los debates actuales
en torno al tema.
En América Latina hubo una
tendencia a rechazar el término de
raza. No obstante, la categoría no
desapareció ya que se utilizaron
diferentes términos (como
etnicidad). A esto se le sumó que
este concepto fue concebido como
una construcción culturalizada,
relegando a la esfera natural. Ante
esta cuestión, los autores presentan
dos objetivos: primero, presentar
a la genómica como una forma
de conocer las características
biológicas de los mestizos y,
segundo, analizar el impacto de
términos como raza y nación en las
investigaciones regionales sobre el
tema.
antropología
1ª ed., 2017
Esta obra explica cómo la historia y
la filosofía de la ciencia contribuyen
a resolver aspectos teóricos,
pedagógicos y curriculares de la
enseñanza de la ciencia. Muestra
por qué es esencial para los
profesores de ciencias conocer y
apreciar la historia y la filosofía
de la materia que imparten y cómo
este conocimiento enriquece
la experiencia de la ciencia en
el salón de clases. Aborda el
conflicto que con frecuencia se
presenta en las culturas más
tradicionales y conservadoras
entre el plan de estudios de
ciencias y los valores religiosos
y culturales más arraigados.
Desde su perspectiva histórica,
el libro revela a estudiantes,
profesores e investigadores las
bases del conocimiento científico
y su relación con la filosofía, la
metafísica, las matemáticas y otras
influencias sociales más amplias.
educación y pedagogía
1ª ed., 2017
antonia michaelis
a través del espejo
1ª ed. en el fce, 2017; 448 pp.
m ayo d e 2 01 7
l a g aceta
21
t rass f ond
ondo
Nostalgia
del ocho negro
Eduardo Antonio Parra
Los caminos seguidos por las
vocaciones literarias suelen ser menos
convencionales de lo que se supone.
El autor retrotrae su memoria a su
adolescencia como jugador de billar,
donde identifica su primera experiencia
del universo como una combinación
de orden y azar en el golpe de la bola
blanca contra el triángulo de las bolas
numeradas sobre la mesa de paño verde..
Buen golpe.
on el paso de los años
abandonamos ciertas
actividades que nos
proporcionaban placer,
alegría u otro tipo de satisfacción.
La mayor parte de las veces lo
hacemos sin motivos claros, sólo
por indiferencia, desidia, falta de
tiempo. Deambular sin rumbo, el
ejercicio de un instrumento musical,
visitas a los cines de arte, reuniones
constantes con los amigos, ir de
campamento, pueden ser algunas
de nuestras pérdidas inconscientes.
Otras se deben a la disminución de
ciertas capacidades físicas, como
formar parte de un equipo deportivo
o hacer alpinismo, pero por lo
común la causa suele ser el modo en
que asumimos el simple transcurrir
del tiempo. Entre las cosas que
practicaba con gusto y sin darme
cuenta abandoné décadas atrás está
el billar. No la carambola. Lo mío
era el pool, donde hay que hundir la
mitad de las bolas —las de número
menor o mayor— en las buchacas
o troneras y, al final, cantar dónde
caerá el ocho negro para ganar la
partida. Un juego sencillo que, no
obstante, mantiene enfrascados
C
22
l a g ac e ta
a los jugadores por horas, sobre
todo si se consume alcohol entre
tiro y tiro, al grado de que llega un
momento en que son más los errores
que los aciertos.
Nunca fui un experto ni se
me convirtió en vicio, aunque
mi relación con el billar tal vez
se inició por genética. Antes de
convertirse en un responsable
ejecutivo bancario, mi padre fue
un consumado billarista, un vago,
como se decía entonces, que incluso
perdió algún empleo a causa de su
necesidad de seguir jugando. En
la niñez escuché algunas de sus
anécdotas al respecto. Él sí fue un
crack en su Guanajuato natal, al menos hasta que alcanzó la edad adulta
y decidió alejarse de los salones de
juego —que no eran sino cantinas
con mesas para que se entretuvieran
los bebedores— con el fin de invertir su tiempo en algo más productivo. Un crack, pero nunca un apostador. Le pregunté una vez si había
ganado dinero con las apuestas.
“No” —respondió tajante—, “por
lo regular ganaba, pero si apostaba
perdía. No había modo”. ¿La razón?
“Si había dinero de por medio, me
andrea garcía flores
ponía nervioso, cometía pifias”. Entre las cosas que me contó, recuerdo
la de la tarde en que decidió abandonar la vagancia. Él era hijo único,
al menos de su madre, quien había
sido abandonada por el abuelo. Muy
pobres, ambos vivían arrimados en
casa de un tío. La abuela se deslomaba en una panadería y aun así no
les alcanzaba para vivir. Mi padre
había interrumpido sus estudios de
comercio y no hacía nada, excepto
rondar las mesas con paño verde todos los días. “Allí aprendí a fumar y
a beber, y después de eso se vinieron
en cadena otros vicios”, me dijo años
después al intentar disuadirme de
que hiciera lo mismo. Una tarde, me
dijo, “descansaba” echado sobre un
montón de grava, fumando y pensando en la inmortalidad del cangrejo, cuando sin necesidad de un
espejo pudo verse de cuerpo entero
y no se gustó. “Estaba despatarrado sobre la montaña de piedritas,
con el cigarro entre los dedos, y al
fumar me di cuenta de que los tenía
manchados de azul y amarillo. Eran
manchas de tiza y nicotina. Llevaba
días sin bañarme. También traía
tiza en la ropa agujerada. Vi mis
m ayo de 2 017
nosta lgia del ocho negro
Sólo quien ha estado
inmerso en la atmósfera
del salón de billar puede
comprender esa magia
que hechiza a mirones y
jugadores, no importa si
ganan o pierden, si son
billaristas consumados
o aprendices, si se
inclinan por el pool o
la carambola. Los
chasquidos de las bolas
chocando en mesas
vecinas o lejanas, las
carcajadas, los gritos
de entusiasmo o de
escarnio, las mentadas
de madre y otras
blasfemias.
zapatos: abiertos, con hoyos en la
suela. Me di coraje, asco”. Sintió
como si le hubieran dado un porrazo
en la cabeza. Arrojó la colilla lejos,
se puso de pie, decidido, y fue con
mi abuela. “Le pedí que me lavara la
ropa —pues nomás tenía una camisa
y un pantalón— para ir a buscar
trabajo. Me respondió que ya no me
creía nada, que me lavara la ropa
yo y que desapareciera de su vista.”
Así, el viejo entonces joven lavó su
ropa y al otro día salió temprano en
pos de empleo. No sé si a la primera
o a la décima, pero encontró: ayudante de contador en una agencia
automotriz. Ganaría ocho pesos a
la semana (era 1953). Su vida iba a
dar un giro. No obstante, el tercer
día de trabajo se levantó temprano,
se arregló y salió… rumbo al billar. El vicio volvía a jalarlo. Sentía
necesidad de estar en el salón, de
sumergirse en el ambiente. “Me
quedaba, aun sin jugar. Nadie quería
retarme porque les ganaba, pero no
me podía ir.” Días después de nuevo
tuvo asco y rabia contra sí. Se volvió
a levantar temprano, se vistió, pero
esta vez en lugar de ir al salón fue a
la agencia automotriz a recuperar
su empleo. El gerente estuvo a punto
de decirle que se largara, pero ante
sus súplicas y promesas accedió a
contratarlo como lavacoches, con
un sueldo de tres pesos a la semana. Aceptó. Se quedó y comenzó a
olvidar el vicio. Con el tiempo, al ver
que no volvía a faltar, lo ascendieron
al puesto que le habían dado antes,
ayudante de contador.
Nunca lo vi jugar, aunque lo siguió
haciendo de tanto en tanto. Lo que sí
recuerdo es que durante mi infancia
—eran los años setenta— nos sentábamos frente al televisor a ver los
campeonatos mundiales de billar.
Carambola a tres bandas. No olvido
a los jugadores, elegantes, concentrados, contemplando la posición
de las bolas sobre el tapete verde
mientras frotaban el cubo de tiza en
la punta del taco. Había participantes
de muchas partes del mundo pero,
al menos en los que me tocó presenciar, siempre ganaba un mexicano:
Gabriel Fernández. ¿Será que, para
que México destaque, debe competir
en puros deportes de vagos? Delgado,
de ademanes suaves, nariz aguileña, medio calvo y con un bigote bien
recortado, el maestro Fernández
m ayo d e 2 01 7
siempre iba de traje, aunque se quitaba el saco para quedarse en chaleco
y tener libertad de movimiento. La
voz de quien narraba los encuentros
—¿el Mago Septién?— era modulada, lenta, respetuosa, sólo se emocionaba (y nos emocionaba) cuando
Gabriel Fernández conseguía una
carambola imposible. Esos campeonatos televisados nos colmaban de
orgullo a mi padre y a mí, sobre todo
si tomamos en cuenta los paupérrimos resultados de nuestra selección
de futbol por aquel entonces que, si
no era eliminada antes del mundial,
terminaba en el último lugar. Al ver
brillar a Gabriel Fernández en el
paño verde sentíamos que México
era el mejor del mundo, aunque fuera
en un deporte-vicio.
Tendría once años la primera
vez que estuve cerca de una mesa
donde los jugadores golpeaban las
bolas con tacos. Fue en el casino
de Linares (nunca he sabido por
qué se les llama “casinos” a los
centros sociales para gente de
dinero). Aunque ya radicábamos en
Monterrey, habíamos vivido seis
años en esa ciudad y en vacaciones o
días feriados volvíamos allí a visitar
a los amigos de la familia. Había,
por tanto, mucho tiempo libre y
escasas opciones de diversión, por lo
que terminábamos en el casino con
adolescentes mayores que pasaban
el tiempo en torno de las mesas.
A los más chicos no nos dejaban
jugar, a menos que los grandes
se aburrieran y se fueran, pero
podíamos aprender observando.
Desde entonces me fascinó ver
de cerca las caras de seriedad de
los jugadores al calcular el tiro, el
humo de los cigarros que parecía
envolverlo todo, las leperadas con
que se comunicaban, las burlas ante
los tiros fallidos y las pifias. Fue
entonces cuando experimenté el
peso del taco en las manos, ensayé
mis primeros lances de esgrima
sobre el paño, sentí el impacto con la
bola que dejaba vibrando la madera
y escuché con placer el siseo de la
tiza al embarrarse en la baqueta de
la punta. Sin embargo, jugué muy
poco, pues en cuanto los meseros
veían que un puberto se inclinaba
sobre la mesa, corrían a arrebatarle
el taco de las manos porque “podían
dañar el paño”.
Sólo quien ha estado inmerso
en la atmósfera del salón de billar
puede comprender esa magia que
hechiza a mirones y jugadores,
no importa si ganan o pierden,
si son billaristas consumados o
aprendices, si se inclinan por el pool
o la carambola. Los chasquidos de
las bolas chocando en mesas vecinas
o lejanas, las carcajadas, los gritos
de entusiasmo o de escarnio, las
mentadas de madre y otras blasfemias. El apiñarse de los mirones
alrededor de la mesa para ver de
cerca una jugada decisiva. Los
desplazamientos de los meseros con
charolas llenas de tragos y cervezas.
El sonido bofo de las buchacas al devorar las pesadas esferas de marfil.
Los estantes donde se colocan los
tacos, siempre con los pandos que
nadie quiere usar. Las transacciones
clandestinas de apuestas, drogas
y cosas peores. Los olores a sudor,
pinol, tiza, creolina, alcohol, tabaco
y orines que se mezclan en un solo
efluvio constante. Los cordeles dentados, colgantes, donde se anotan
los puntos de las carambolas. Las
discusiones a punto de los golpes.
O los golpes, ya sean a puño limpio
o utilizando el taco a manera de
porra, patadas y botellazos, cuando
se arma la bronca en grande y las
pesadas bolas vuelan en busca de
costillas, espaldas y cabezas hasta
dejar el paño lleno de gotas de sangre y uno que otro diente.
Si bien en los campeonatos televisados, donde el maestro Gabriel
Fernández entusiasmaba al país, y
en el casino de Linares el ambiente
era sobrio y pulcro, bien iluminado y
el aire más o menos transparente; la
madera de las mesas lucía brillante
y fina y los paños eran de un verde
profundo, terso, nuevecito, con mi
llegada a la adolescencia al fin pude
conocer esos billares-cantina donde
la gente común acostumbra gastar
dinero, tiempo y energía, a veces
hasta agotarlos. Billares como los
que recordaba mi padre. Fue en la
frontera, en Nuevo Laredo, donde
su trabajo en un banco había llevado
a vivir a la familia. Yo estudiaba
secundaria en un plantel federal, en
el turno vespertino, es decir, lleno de
fósiles, de malandros, donde lo que
hoy se llama bullying era la costumbre y uso y para sobrevivir había que
mimetizarse con los demás, lucir
peligroso y actuar como buscapleitos. El grupo de compañeros con
los que me juntaba faltaba a clases
seguido. Sí entrábamos a la escuela,
pero estando ahí decidíamos saltarnos la barda trasera para “hacernos
la perra”, como se le decía. Comenzamos a ir a los billares. Tal vez porque
varios teníamos ya bigote, los encargados nos dejaban entrar, y además
jugar, mientras pagáramos, sin que
importaran nuestros uniformes
color caqui. A los demás comensales,
borrachos o demasiado atentos a su
juego, tampoco les importaba nuestra presencia. Entonces aprendimos
a jugar. Y lo hacíamos bien.
Para quien se halla junto a una
mesa de billar, con un taco en la
mano, un cigarro en la boca, el pubis
pegado a una de las barandas, el universo se concentra en su totalidad en
las evoluciones de las bolas encima
del paño verde. En el pool —lo que no
ocurre en la carambola—, la fracción
de segundo en que la blanca choca
con el triángulo, lo dispersa y las
marfileñas esferas de colores salen
disparadas hacia todos lados, inaugurando una suerte de caos momentáneo, es el inicio del tiempo y de las
cosas. Un pequeño big-bang. A partir
de ese instante lo que está alrededor
desaparece. Las miradas siguen con
atención el movimiento múltiple que
poco a poco comienza a perder el impulso del golpe inicial para detenerse
en el sitio que el azar ha establecido.
Enseguida, tras un silencio corto y
concentrado, el jugador en turno da
una fumada a su cigarro, talla el cubo
de tiza en la punta de su instrumento, respira hondo y elige la bola que
presenta un mejor ángulo para ser
golpeada por la blanca. Se inclina
sobre la mesa, a veces casi hasta
olisquear el paño, apoya en él una
mano cruzando los dedos para erigir
un soporte, apunta y tira. Entre o no
la bola elegida en la buchaca, conforme el juego transcurre el caos se va
alineando, es decir, desaparece para
dar paso a un orden donde, si bien el
azar con sus leyes absurdas aún tiene
intervenciones decisivas, la voluntad
y la destreza humanas influyen cada
vez más hasta convertirse en dominantes. Es como una metáfora del
tiempo, del mundo, de la evolución.
Tal vez en ello radica la seducción del
juego.
Al volverse uno habitual de los
billares, sobre todo los marginales,
los underground, aquellos que parecen nido de malvivientes o refugio
de los que no tienen nada ni a nadie,
se comienza a comprender la preo-
cupación de los padres cuando sus
hijos los frecuentan. En muchos de
estos salones las actividades ilícitas
se llevan a cabo a la vista de todos.
No sólo el alcohol fluye con naturalidad, también drogas y billetes
cambian de manos sin disimulo. Se
ejerce la prostitución, se cruzan
apuestas. Hay golpizas, batallas
campales, incluso una que otra
muerte. Cuando comencé a ir, se
prohibía la entrada a las mujeres, o
simplemente no iban, salvo algunas
prostitutas que buscaban cliente
o de perdido quién les invitara un
trago. Era un espacio cien por ciento
masculino. Un lugar de machos. No
era raro ver a un borracho llorando
por un amor perdido o a otro sufriendo a moco tendido la muerte de
su madre o su amante, en confianza,
a resguardo de miradas femeninas
que los avergonzaran. También en
eso radicaba su encanto. Eran otros
tiempos. Además, su fuerza gravitacional es tan fuerte que los habituales por lo regular continúan siéndolo
hasta sus años postreros. Otros,
que se alejaron de ellos, regresan
al final, incluso a morir, como si se
tratara de algo parecido a un cementerio de elefantes. Recuerdo, por
ejemplo, historias de boxeadores
que, ya con el cerebro estropeado
por los golpes, deambulaban por
un billar, ejercían de barrenderos o
mandaderos en él y dormían en las
mesas después del cierre, como el
legendario Pajarito Moreno, quien
acabó así sus días en un billar de
Zacatecas.
No obstante haber sido un jugador
apasionado, un habitual del ambiente durante la adolescencia y los
primeros años de la juventud, me
fui alejando sin sentir tanto de los
salones como del billar, al grado de
no recordar cuándo competí con
constancia por última vez. Claro,
en décadas recientes he jugado
algunas veces, sobre todo en casas
particulares, con amigos a quienes
no les gusta codearse con la fauna
pesada y optaron por hacerse de
una mesa propia. Acaso también
este alejamiento inconsciente,
como antes el gusto, tiene su origen
en la genética y no he hecho sino
repetir los pasos de mi padre, quien
decidió concentrarse en asuntos que
consideraba de mayor importancia.
Me he alejado, pero en mi cerebro
de vez en vez se escucha aún el
entrechocar de las bolas y, sobre
todo, recuerdo con intensidad esa
emoción que se siente al estar, con
la mesa casi vacía, a solas con el
ocho negro, cuando de un solo tiro
dependen la derrota o la victoria.
Tiene que ser esa la razón por
la que en mis primeros intentos
como narrador siempre tuvieron
un papel protagónico la atmósfera,
la gente y las sensaciones propias
de los salones de billar. Y debe ser
por lo mismo que ciertas veces
me pregunto si también algún día
volveré a sucumbir al atractivo de
los billares y terminaré mis días
en esa suerte de cementerio de
elefantes al que tantos regresan,
si es que mi miopía cada vez más
acentuada no me impide jugar de
nuevo como lo hacía antes. Cultural
o biológica, la pasión por el billar,
un tanto en suspenso por ahora, me
hace sentir una permanente nostalgia por el último golpe al ocho
negro, y en ocasiones hasta soñar
con ese trueno, esa explosión que
despedaza el triángulo de bolas de
colores y marca el inicio del tiempo
y de todas las cosas.•
l a g aceta
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