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E
l sueño de Unai
1er Premio Categoría Senior
ENRIQUE ROZADILLA LÓPEZ
M
iraba los mercantes atracados en el muelle y los petroleros anclados en la bahía. Estaba sentado sobre la arena de la playa,
encima de una leve duna que le servía de atalaya, y recordaba lo que su aita solía decir cuando iba allí con toda su familia y
observaba los detritos que, mezclados entre la espuma de las olas con todo tipo de basuras, se posaban sobre la arena mojada que, al
secarse en la bajamar, se iba convirtiendo en un feo panorama ante la mirada desolada de los vecinos y visitantes, que habían
considerado siempre aquella zona como su paisaje favorito.
Y soñó despierto que los mayores habían fracasado en sus débiles intentos de purificación del medio ambiente; soñó que él mismo
lideraba uno de aquellos grupos del futuro, que se habrían afanado en alertar y prevenir y en limpiar las calles de los pueblos y ciudades
con mayor profundidad; y hacerlo también, con más esmero si cabe, con las playas y los montes.
Soñó, frente al mar, que el tributo que pagaban las playas por el puerto y el superpuerto de El Abra era injusto; que el dinero que
proporcionaba a la Hacienda aquella muralla de piedra en el mar, no compensaba la pérdida de bienestar social ni el desprecio que
evidenciaba la falta de turistas.
Soñó que las estelas de plata en aquel mar acharolado en el horizonte no se merecían la humillación de los salvajes vertidos con que el
ser humano violaba su virginal naturaleza.
Unai quería bañarse allí; y en frecuentes actos de rebeldía se saltaba la prohibición, corriendo después a la ducha; pero cada vez que
esto ocurría, se rebelaba aún más contra el general maltrato del mar, que comparaba a la tala indiscriminada de los árboles en los
bosques; y pensaba en la alopecia gigante de la selva del Amazonas y de los grandes bosques de Canadá, en cuyos árboles siempre
había creído que se depositaba la panacea de la salud y la despensa de aire puro, lo mismo que el mar guardaba en sus entrañas la
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reserva de alimentos que le ilusionaba creer garantizado para cuando cumpliera el fatal destino de la corteza terrestre, entonces
seguramente cubierta de un humus pestilente e irrespirable.
Y soñó que reunía a todos los jóvenes de la Tierra en un gran desierto; y que convertía sus abrasadas arenas en un inmenso vergel
poblado de toda clase de plantas y árboles, en el cual saciaban el hambre los etíopes, los somalíes, los eritreos, que aprendían a
sembrar allí prodigiosos frutos.
Y cuando Unai despertó, la playa sonreía y la mar agradecida, que subía hacia él, le lamía los pies.
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