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LA IGLESIA ESPAÑOLA Y LA GUERRA
DE LA INDEPENDENCIA.
DESMONTANDO ALGUNOS TÓPICOS
Carlos Rodríguez López-Brea
Universidad Carlos III de Madrid
1. Antes de 1808: entre la reacción y la reforma
Poco descubrimos al afirmar que la Iglesia española era un cuerpo poderoso y privilegiado en 1808. Durante siglos había reunido un inigualable patrimonio excluido del mercado por el privilegio de la amortización;
los eclesiásticos recibían diezmos, disfrutaban de jurisdicción propia y no
pagaban impuestos, pues los dineros que en situaciones de apuro aportaban a la Monarquía eran donaciones teóricamente voluntarias, no sujetas
a regularidad. Este poder se extendía sobre la comunidad de creyentes, o
sea, todos los españoles, a los que la Iglesia podía juzgar y condenar si se
separaban de la fe católica. La Iglesia igualmente controlaba las universidades, las publicaciones y la vida social a través de sus 70.000 eclesiásticos
seculares, sus 50.000 monjes y frailes y sus 25.000 monjas, repartidos de
forma muy desigual por el territorio peninsular.
Estos privilegios habían sido parcialmente limitados durante los reinados de Fernando VI, Carlos III y Carlos IV, pero en absoluto se daban por
anulados. Los reyes Borbones, en su tarea de conformar una Monarquía
más uniforme y coherente, más «ilustrada» si se prefiere, habrían de chocar
con un estamento habituado a obrar con gran autonomía; la Iglesia era un
«estado dentro del Estado», algo inaceptable en la mente de consejeros reales y de no pocos juristas de la Monarquía, que no entendían de soberanías
compartidas o limitadas.
Los ministros borbónicos afirmaban que los privilegios de que gozaba
la Iglesia eran regalías, o sea, concesiones regias que podrían ser revocadas
llegado el momento. Apelaban a la tradicional protección que el Rey católico ofrecía a la Iglesia española, lo que le permitiría intervenir en la llamada
Historia Contemporánea 35, 2007, 743-763
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disciplina «externa», que para ellos comprendería la práctica totalidad de
los negocios eclesiásticos, excluida la administración de Sacramentos y la
fijación de dogmas (que sería lo propio de la disciplina «interna»). Fijar
límites parroquiales o determinar la iluminación de los templos serían así
competencias del soberano, aunque esta intervención era calificada por algunas voces de la Iglesia como una injerencia inaceptable.
Otros eclesiásticos, en cambio, se sentían más identificados con un Monarca católico próximo que con un Papa romano lejano. Todos los obispos,
la práctica totalidad de los canónigos y muchos otros prelados debían además sus cargos al Rey, quien en virtud del llamado Patronato Regio podía
proponer al Papa los nombres de las personas que serían consagradas para
tales dignidades. Dentro de este grupo leal al Rey se encontraban las mentes más preclaras del reformismo eclesiástico, un grupo muy heterogéneo
por orígenes y objetivos, pero que por lo general querían reforzar la autoridad de los obispos, discutida por abades, inquisidores y otras figuras «no
ordinarias» de la Iglesia, potenciar el clero que llamaban «útil» (obispos y
sacerdotes con cura de almas), limitar la influencia social y la riqueza de las
órdenes religiosas, y sustituir la religiosidad barroca por otra más austera
e íntimamente sentida, como paso previo a la regeneración moral e intelectual de una Iglesia corrompida por el exceso de riquezas y privilegios.
Estos reformistas, no siempre ilustrados, eran en cambio más ambiguos a
la hora de abordar cambios en el fuero jurídico y fiscal del clero, porque
ambos privilegios (para ellos derechos) formaban parte de su cultura, en
tanto que signo de identidad de su condición eclesiástica1.
Ni que decir tiene que las reformas señaladas debía ejecutarlas el Rey,
más preocupado por el destino de la Iglesia española que el Papa, a quien
con frecuencia se presentaba como un títere de una curia corrupta y enriquecida, apegada a las reservas pontificias para sobrevivir.
Frente a los reformistas se erigían los inmovilistas, de nuevo poderosos tras la Revolución Francesa. Consiguieron revitalizar la Inquisición
y crear un ambiente de cruzada entre las gentes sencillas, contando para
ello con ciertos apoyos en la Corte. Para los inmovilistas, el mejor medio
de protegerse de la «peste» francesa era reforzar los lazos de unión con el
Papa, mantener la religiosidad transmitida por los mayores y renunciar a
las reformas preconizadas por los ilustrados, en las que cifraban el origen
de muchos males. Los más extremistas de este grupo denunciaban la exis1 Emilio La Parra López, «La reforma de la Iglesia en la crisis del Antiguo Régimen», en
VV. AA., La Ilustración Española. Actas del Coloquio Internacional celebrado en Alicante.
1-4 Octubre de 1985, Instituto Juan Gil-Albert/Diputación Provincial de Alicante, Alicante,
1985, pp. 359 y ss.
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tencia de una conspiración para destruir el catolicismo por parte de ilustrados y clérigos jansenistas, nombre con el que despectivamente se referían
a los eclesiásticos reformistas. Era un apelativo de ribetes teológicos muy
inapropiado, pero que conseguía sembrar dudas acerca de la ortodoxia de
los partidarios de las reformas.
Quienes simpatizaban con la reforma tuvieron que guardarse las espaldas. Carlos IV, secundado por su favorito Godoy, era consciente de que
no se podía hacer una reforma en la Iglesia sin contar con el Papa. «No
disputéis con Roma y componeos con ella», le gustaba decir al Favorito,
enemigo del regalismo radical. Le favorecía que el papa elegido en 1799,
Pío VII, fuera un hombre abierto y receptivo a las demandas de la Corte
española, una de las pocas sobre las que el Papado conservaba cierto ascendiente. España sin embargo no se lanzó a pedir las reformas exigidas por
el clero jansenista, sino otras demandas más prácticas para las maltrechas
arcas públicas. Por ejemplo, el Rey pidió y obtuvo de Roma varias cesiones de diezmos y rentas o el permiso para vender algunas propiedades de
la Iglesia española, que en 1806 se fijó en una séptima parte de todos sus
bienes raíces. Dado el carácter pactado de estas donaciones, la Iglesia consiguió salvar su preciada independencia jurídica y fiscal.
La debilidad del Papado, agravada tras la entrada en Italia de los ejércitos napoleónicos, permitió a la Monarquía española plantear uno de los
proyectos más queridos por los defensores de la Iglesia más nacional: un
control más estrecho de las poderosas órdenes regulares por parte del Rey.
Este proyecto, además, tenía la virtud de que podía satisfacer tanto la necesidad de dinero de las arcas públicas, como los discursos regeneradores
de los eclesiásticos reformistas, que se sentían menos escuchados. El Papa
consintió primero una visita de todos los conventos españoles para inspeccionar su moralidad, cuya dirección se encomendó al cardenal Luis de
Borbón, arzobispo de Toledo y de Sevilla, quien debía su suerte al hecho de
ser primo del Rey y cuñado de Godoy. Dada la estrecha relación del prelado con la Corte, se daba por seguro que la inspección se traduciría en una
sustancial reducción de las casas religiosas, con la consiguiente aplicación
de sus bienes al Estado. Al poco, Pío VII permitió que se instituyera en
España un superior nacional de cada orden, cuya elección se reservaría el
Rey; para Roma lo aprobado era un mal menor, y más si se considera que
en buena parte de Europa los conventos de religiosos habían sido clausurados como resultado de sucesivas disposiciones de gobiernos ilustrados y
revolucionarios.
Las distancias entre reformistas e inmovilistas se agravaron. Estos últimos no se fiaban de Godoy, e incluso recelaban de la generosidad del
Papa; tenían puestas sus esperanzas en el Príncipe de Asturias, futuro Fer-
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nando VII, que se había mostrado receptivo al discurso apocalíptico. Algunos reformistas e ilustrados, no ciertamente todos, miraban en cambio con
simpatía al Emperador de los franceses, capaz de conciliar en su persona
la herencia revolucionaria y el respeto al catolicismo. Un futuro afrancesado, el obispo Amat, calificaba en 1807 a Napoleón como un «hombre
extraordinario»2; seis años antes, Bonaparte había sellado con el Papa
un Concordato que garantizaba al catolicismo una protección especial del
Estado francés, aunque sin rango de religión oficial3. Gracias al esfuerzo
del Emperador, escribía Amat, se pagaban pensiones al clero, se abrían
seminarios, la Iglesia controlaba la instrucción primaria y se enseñaba religión en las Universidades. Bonaparte igualmente quiso que las sucesivas constituciones que se promulgaron en territorio italiano proclamaran
el catolicismo como religión de Estado, aun admitiendo el culto de otras
creencias no católicas, algo habitual incluso en la Roma de los papas, que
desde hacía siglos acogía una importante comunidad judía. Daniele Menozzi, historiador del hecho religioso, ha escrito que en aquellos momentos
los obispos italianos eran por lo general favorables a Napoleón, y no pocos
lo tenían por un héroe4.
Los contrarios al Emperador tampoco estaban faltos de argumentos:
a pesar de sus declaraciones de fe y de los concordatos, Napoleón apadrinaba una política regalista radical en Francia y en los reinos de Italia, lo
que amenazaba con reducir al Papa a una mera figura decorativa en el orbe
católico. Desde 1806, al menos, las fluidas relaciones entre París y Roma
se habían agriado, coincidiendo con la promulgación en Italia del Código
Napoleónico, que reconocía el matrimonio civil y el divorcio; la ruptura se
consumó en 1809 con la prisión del Papa, la anexión de los Estados Pontificios al Imperio y la bula papal de excomunión a Bonaparte5.
2 Félix Amat, Tratado de la Iglesia de Jesucristo o Historia Eclesiástica. Imprenta de
Benito García y Cía., Madrid, 1807, t. XII, pp. 187 y 230-239.
3 Sería en el transcurso de las campañas italianas, entre 1796 y 1797, cuando Napoleón
advirtió la importancia del factor religioso para garantizar la estabilidad de la vida política
(vid. Antonino de Stefano, Rivoluzione e religione nelle prime esperienze costituzionali italiane (1796-1797), Giuffrè, Milán, 1954; Luciano Guerci, Istruire nelle verità repubblicane.
La letteratura politica per il popolo nell’Italia in rivoluzione (1796-1799), Il Mulino, Bolonia, 1999, pp. 282 y ss.).
4 Daniele Menozzi, «La Chiesa, la rivoluzione e l’Impero napoleonico», en Storia della
Societá Italiana, 13. L’Italia giacobina e napoleonica. Diretta da G. Cherubini, F. Della
Peruta, E. Lepore, G. Mori, G. Procacci, R. Villari. Teti Editore, Milán, 1985.
5 Francesco Margiotta Broglio, «Società civile e società religiosa», en L’Italia nell’età
napoleonica. Atti del LVIII Congresso di Storia del Risorgimento Italiano (Milano, 2-5 Ottobre 1996), Istituto per la Storia del Risorgimento, Roma, 1997, pp. 118-144.
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2. El proyecto afrancesado, ¿una reforma sin revolución?
Como esos hechos se produjeron mucho después de que los ejércitos
imperiales traspasaran los Pirineos, a comienzos de 1808 Napoleón aún
no había perdido su prestigio entre los sectores católicos de España. Sus
primeros pasos tras las abdicaciones de Bayona parecían dar la razón a los
optimistas. El Emperador se mostró de entrada como continuador de las
tradiciones monárquicas y como custodio de los valores religiosos, una
estrategia que pareció darle resultados. El temor a la anarquía y la violencia del bajo pueblo fueron otros buenos aliados de Napoleón durante las
primeras semanas de la ocupación, sobre todo entre las elites, el sector
social más mimado por el Emperador. Los consejeros de la Inquisición,
por ejemplo, en un oficio de 6 de mayo denunciaban «el alboroto escandaloso del bajo pueblo contra las tropas del Emperador de los franceses» y
pedían a sus tribunales provinciales extremar los cuidados «para evitar que
se repitan iguales excesos y mantener en todos los pueblos la tranquilidad
y sosiego que exige su propio interés». Cuatro días después será el Consejo
de Castilla quien reitere esas consideraciones a obispos y párrocos.
Los obispos, por lo general, prefirieron esperar acontecimientos. Hubo
quienes se mostraron condescendientes y afectuosos con el invasor, como los
arzobispos de Zaragoza y de Valencia, los obispos de Guadix6, de Ávila, o el
auxiliar de Zaragoza, fray Miguel Suárez de Santander7, pero sobresalió entre
todos el obispo palatino Félix Amat, que publicó una pastoral sosteniendo que
el nuevo soberano había sido elegido por el Altísimo: «Dios —escribió— es
quien da y quita los reinos y los imperios y quien los transfiere de una persona
a otra, y de una nación a otra nación o pueblo»8. Con tales palabras, Amat
demostraba ser coherente con las tesis que se enseñaban en las universidades
del Reino, contrarias al origen popular de la soberanía. Otro personaje de
primer orden, el cardenal Borbón, arzobispo de Toledo y de Sevilla, aunque
no publicó pastoral alguna, sí envió una carta de felicitación al Emperador de
los franceses mostrando su disposición a colaborar con él9.
6 Gérard Dufour, Sermones revolucionarios del Trienio Liberal (1820-1823), Instituto
Juan Gil-Albert/Diputación Provincial de Alicante, Alicante, 1991, pp. 29-31.
7 Antonio Elorza, «Cristianismo ilustrado y reforma política en Fray Miguel de Santander», Cuadernos Iberoamericanos, 1967, n.º 214, pp. 73-107
8 Ramon Corts i Blay, L’arquebisbe Fèlix Amat (1750-1824) i l’última Il.lustració espanyola, Facultat de Teologia de Catalunya, Herder, Barcelona, 1992.
9 Maximiliano Barrio Gozalo, «El Episcopado ante el Dos de Mayo», en L. M. Enciso
Recio (ed.), Actas del Congreso Internacional El Dos de Mayo y sus Precedentes. Madrid,
20, 21 y 22 de mayo de 1992, Consorcio para la Organización de Madrid Capital Europea de
la Cultura 1992, Madrid, 1992.
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Esta frialdad de los obispos, que tampoco era una oposición clara y
manifiesta al invasor, forzó al Gobierno a circular una nueva instrucción
que conminaba a los prelados a actuar como agentes del orden público;
en casos graves, el obispo debía presentarse en los pueblos de sus diócesis
para disipar tensiones «con sus saludables consejos y doctrina». Para entonces, el Emperador había cedido la corona española a su hermano José
Bonaparte. También estaba convocada una asamblea de notables españoles
en la ciudad francesa de Bayona. Aunque a la reunión habían sido invitados
50 eclesiásticos de toda España, el día del inicio de sesiones (el 15 de junio)
sólo se presentaron 16, entre ellos el arzobispo de Burgos, tres superiores
de órdenes religiosas, dos priores de conventos, el inquisidor mayor, un
canónigo y dos párrocos: eran pocos, pero no poquísimos. Los ausentes
se excusaron por enfermedades repentinas o por la inseguridad de los caminos, un argumento más que creíble en una España en la que cualquiera
se exponía a un asalto violento, con independencia de su condición sacerdotal. Sólo el obispo de Orense se atrevió a contestar que no iba a Bayona
porque no reconocía la legitimidad del nuevo rey10.
El Emperador, pese a los contratiempos, no abandonó su estrategia conciliadora, con la esperanza de ganar apoyo entre los indecisos. Así, la Constitución que la Asamblea de Bayona aprobó para España, proclamaba en su
primer artículo que «la religión católica, apostólica, romana en España y en
todas las posesiones españolas, será la religión del Rey y de la Nación y no
se permitirá ninguna otra». La coletilla final era una absoluta novedad en el
universo constitucional de Bonaparte, más partidario de conjugar la confesionalidad católica del Estado con la tolerancia a otros cultos. Por ejemplo, la
Constitución aprobada para el Reino de Nápoles pocos días antes, señalaba
más escuetamente que «la religione cattolica apostolica romana è la religione dello Stato». Si en España se operó de modo distinto fue por la presión que ejercieron sobre el Emperador los delegados españoles reunidos en
Bayona, y en particular los eclesiásticos. Éstos que Napoleón bautizó como
«prejuicios españoles» igualmente le aconsejaron no dictar por el momento
la supresión del Santo Oficio, un tribunal que calificaba de «bárbaro», como
tampoco la extinción de las órdenes religiosas, en este caso atendiendo los
ruegos de algunos superiores regulares presentes en Bayona11.
10 Respuesta dada a la Junta de Gobierno por el Ilmo. Señor Obispo de Orense D. Pedro
Quevedo y Quintano, con motivo de haber sido nombrado diputado para la Junta de Bayona, Reimpresa en Murcia, de orden de la Junta, [s.a.].
11 Actas de la Diputación General de Españoles que se juntó en Bayona el 15 de Junio de
1808, en virtud de convocatoria por el Gran Duque de Berg como Lugar-Teniente General
del Reino y la Junta Suprema de Gobierno, con fecha 19 de Mayo del mismo año, Impr. J.
A. García, Madrid, 1874.
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Días después, la derrota en Bailén alteró profundamente los planes religiosos de Napoleón, que había previsto una primera estrategia de conciliación con la Iglesia para plantear más adelante, mejor asentado en el
poder, otras reformas más audaces que arruinaran los privilegios feudales
del estamento eclesiástico y suprimieran la práctica totalidad del clero sin
cura de almas. Es más que probable que, sin esa batalla, varios obispos
hubieran terminado por apoyar la, pese a todo, Monarquía católica de José
Napoleón.
Ciertamente, obispos como los de Cartagena12, Barbastro13, Cádiz o Coria (no muchos más) publicaron antes de Bailén exhortaciones pastorales
con alguna mención expresa a la legitimidad de Fernando VII, pero aun en
ese caso, se exigía de los fieles una resistencia tranquila, sin violencia inútil.
No es menos innegable que en España había sesenta obispos y que desconocemos la actitud de la mayoría de ellos durante la primera ocupación. Corrió
el rumor de que habían guardado una sospechosa pasividad con el invasor,
cosa que no se dijo de párrocos rurales y frailes, en su mayoría contrarios a
Napoleón; algún prelado quiso justificarse más tarde alegando una supuesta
detención o la necesidad de evitar males mayores.
Sea como fuere, la capitulación de Dupont en Bailén les ofreció la
oportunidad para comprometerse contra Napoleón, en algunos casos con
renovado entusiasmo. Hasta una decena de obispos fueron reclamados para
presidir o formar parte de las juntas provinciales que se iban formando
en las zonas libres del invasor, aunque alguno de ellos, como el cardenal
Borbón, presidente de la de Toledo, había llegado a felicitar al Emperador semanas atrás. Algo diferente es el caso del arzobispo de Valencia, el
franciscano Joaquín Company, que se incorporó a la junta de aquel Reino
sin que ello le impidiera colaborar más tarde de forma entusiasta con José
Bonaparte. La presencia de eclesiásticos en esas juntas fue en no pocos
casos abrumadora: si en la de Toledo tenían esa condición 17 de sus 47
miembros, en la de Granada, aparte del arzobispo (que más adelante se
afrancesará), se integraron el deán, cuatro canónigos, dos párrocos, dos
capellanes reales y varios prelados del clero regular.
Esta elevada cifra no debería sin embargo llevarnos a engaños. El papel
de la mayoría de esos eclesiásticos fue más testimonial que real; se les ele-
12
Nos Don Joseph Ximenez, por la gracia de Dios, y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de Cartagena, del Consejo de S.M. A nuestros amados Curas y Venerable Clero Secular
y Regular de esta Diócesi: salud en nuestro Señor Jesuchristo, Palacio Episcopal de Murcia,
11 de julio de 1808.
13 Edicto del Ilustrísimo Señor Obispo de Barbastro para el alistamiento, Impr. Nicolás
Gómez de Requena, Cádiz, [ca. 1808].
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gía por su prestigio, por su influencia en los pueblos remotos o por disponer
de rentas, pero el verdadero poder no estuvo en sus manos, sino en el de
civiles muy conscientes de la dignidad de su recién adquirida soberanía.
Conseguida esa legitimidad, la Junta Central resultante de la unión de estas
provinciales, aunque contó con seis clérigos entre sus 34 miembros, no dio
a la guerra un tono de lucha mística. Del clero se esperaba apoyo moral y
religioso, no la dirección de los asuntos públicos.
Antes incluso de que esa Junta pudiera consolidar su poder, los franceses recuperaron posiciones por la Península y ocuparon Madrid en diciembre. Por entonces las relaciones entre París y la Santa Sede se habían roto,
y la actitud de Napoleón ante una Iglesia española que no le había sido todo
lo fiel que esperaba, fue mucho más dura. Mientras las tropas imperiales
arrasaban templos y conventos sin contemplaciones, el Emperador dictaba
el 4 de diciembre desde Chamartín dos decretos que hubiera querido promulgar antes: el primero abolía la Inquisición, el segundo suprimía de un
plumazo dos terceras partes de los conventos de los territorios ocupados,
con la consiguiente nacionalización de sus bienes. No era sólo un castigo a
los frailes por sus predicaciones contra el invasor, era también la aplicación
a España del mismo marco legal que el Emperador tenía en mente para una
Europa más moderna y secularizada, aunque sin poner en tela de juicio sus
raíces cristianas14.
José Napoleón I por su parte se tomó muy en serio la cuestión de la
Iglesia, como prueba la creación de un Ministerio de Negocios Eclesiásticos en febrero de 1809. De los despachos de la España josefina salió un
puñado de decretos que, en su conjunto, pretendían potenciar el eje obispopárroco-coadjutor a costa de otras figuras, y reducir al eclesiástico a la categoría de ciudadano común del Estado, con menores privilegios jurídicos
y fiscales. A lo largo de 1809 se vendieron fondos de conventos, cofradías,
hermandades y órdenes militares, instituciones todas ellas suprimidas, se
nacionalizó el diezmo al pasar su recaudación y gestión a la Hacienda Pública y se dispuso el cierre definitivo de los conventos que aún permanecían
abiertos, permitiéndose tan sólo la existencia de algunas casas femeninas
sujetas a la inspección de los obispos. Fue el golpe de gracia para la vida
regular: los exclaustrados tenían prohibido predicar y confesar, a no ser
que iniciaran los trámites para su secularización (su paso del clero regular
al secular).
Dado el carácter unilateral de semejantes medidas, que en algunos casos iban más allá de las exigencias de los eclesiásticos reformistas, se com14
1989.
Gérard Dufour, La Guerra de la Independencia, Biblioteca Historia 16, Madrid,
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prende que, ahora sí, el clero mayoritariamente fuera un pilar de la España
antinapoleónica. De poco servía querer hacer de la Iglesia un instrumentum
regni cuando la gran mayoría de obispos, curas y frailes estaban huidos o
combatían con los medios a su alcance al Gobierno afrancesado.
Los obispos que no pudieron o no quisieron huir al territorio libre colaboraron con el invasor con muy poco entusiasmo, salvo un puñado de
excepciones. Por lo general, los obispos que se quedaron en sus diócesis
apelaban al sagrado valor de la paz y al horror de una imposible rebelión,
mientras retardaban los expedientes todo lo que podían o no les daban cumplimiento. Esta actitud colaboracionista, con matices en su intensidad, fue
la seguida por los obispos de Córdoba, Granada, Gerona, León, Valladolid
o los auxiliares de Sevilla y Madrid, quienes permanecieron en sus diócesis
tras la vuelta de los franceses, y que luego, en el momento de la liberación,
no tuvieron excesivos problemas para salvar con éxito sus procesos de
«purificación» y conservar sus mitras. Alguno de ellos, como el sevillano
Cayetano Muñoz, había dispensado a José Bonaparte calificativos como
«caudillo benigno», «amoroso padre» y «rey victorioso». Por su parte, el
auxiliar de Madrid, Atanasio Puyal, intransigente y campeón del absolutismo, fue más tarde promocionado por Fernando VII.
Para compensar la defección casi general del episcopado, el gobierno
afrancesado forzó a los cabildos a declararse en sede vacante y elegir como
nuevo obispo a un candidato impuesto, en teoría leal a José. Tampoco ésta
fue una estrategia eficaz, porque no todos los candidatos aceptaban tomar
posesión de la sede episcopal por este procedimiento, al menos en vida
del titular. Otros sí lo hicieron, pero no muchos, como el muy leal josefino
Félix Amat, elegido obispo de Osma tras la extinción de su prelatura palaciega en San Ildefonso o el obispo auxiliar de Toledo, Alfonso Aguado y
Járaba, que aceptó la diócesis de Calahorra15.
Analizados estos casos en conjunto, no parece que pueda hablarse de
una perfecta identificación entre clero ilustrado y afrancesado, como tampoco la hubo entre obispos conservadores y enemigos de Napoleón16. Cierto
es que el arzobispo de Zaragoza, Ramón José de Arce o su auxiliar, el capu15 Manuel Moreno Alonso, «Sevilla de la Ilustración al liberalismo», en VV. AA., Historia de la Iglesia de Sevilla, Castillejo, Sevilla, 1992, pp. 634-639. Contra los obispos
«colaboracionistas» la Junta Central publicó un decreto el 12 de abril de 1809, ordenando
que «se les ocupen sus temporalidades y embarguen sus bienes, y en caso de ser prendidos
se les entregará al Tribunal de Seguridad a fin de que les forme causa».
16 Francisco Ruiz Cortés, «La Iglesia española bonapartista, ¿revolucionaria o regalista?», en Repercusiones de la Revolución Francesa en España [Actas del Congreso Internacional celebrado en Madrid, 27-30 noviembre 1989], Universidad Complutense, Madrid,
1990, p. 584.
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chino Miguel Suárez de Santander, antiguo simpatizante de la Revolución
Francesa, fueron entusiastas afrancesados y reformistas, pero en cambio el
granadino Moscoso y Peralta, el toledano Puyal o el gerundense Ramírez de
Arellano más bien podrían ser tildados de conservadores17.
El gobierno afrancesado jugó igualmente la baza de atraerse a los párrocos. En la idea de que este clero podría erigirse en portavoz del nuevo
gobierno, se elevó su congrua mínima hasta los 400 ducados, que en lo
sucesivo les correspondería como asalariados del Estado, y no como perceptores de diezmos propios. Las investigaciones disponibles, sin embargo, no nos hablan de unos párrocos apóstoles de la paz y de la tranquilidad
pública, sino más bien de curas unidos a los fieles en su antipatía al invasor,
e incluso abiertamente contrarios cuando las circunstancias les permitieron
expresarse con libertad. Hubo naturalmente excepciones, como la de seis
párrocos de la vicaría de Talavera de la Reina (Toledo), obligados a entregar sus licencias en 1813 cuando el gobierno afrancesado perdió el control
sobre aquella zona18, pero que no destruyen la impresión general de que el
gobierno tuvo pocos apoyos en esta capa del clero. Sólo 86 sacerdotes de
unos 70.000 se exiliaron de España tras la huida del rey José en 1813, lo
que dice todo.
Más significativo fue desde luego el afrancesamiento del clero catedralicio, o sea, canónigos, racioneros y otras altas dignidades. Se trataba
de un clero urbano elegido por el Rey en virtud del Patronato Regio, y
cuya mentalidad funcionarial les unía muy estrechamente al poder civil.
Los canónigos de Segovia tenían claro que lo suyo era recibir y homenajear
a cualquier autoridad que ocupara la ciudad, ya fuera francesa o española,
y casi lo mismo se podría decir de los dos cabildos más ricos y numerosos
de España, los de Toledo y Sevilla. De hecho, Juan López Tabar ha cifrado
en 141 los canónigos afrancesados, destacando los de Sevilla (con veinte canónigos), Toledo (dieciséis), Zaragoza (once), León (nueve), Burgos
(nueve), Salamanca (ocho) o Ávila (seis)19. Si a su afrancesamiento se une
el escaso afecto de que gozaban entre las gentes, que los tenían por holga17 Gérard Dufour, «Don Ramón José de Arce, arzobispo de Zaragoza, Patriarca de las
Indias e Inquisidor General», en G. Dufour, L. Higueruela del Pino, M. Barrio Gozalo, Tres
figuras del clero afrancesado (Félix Amat, Vicente Román Gómez y Ramón José de Arce),
Université de Provence, Aix-en-Provence, 1987, pp. 147-193.
18 Expediente sobre que a los curas provistos por el Gobierno intruso se les recojan sus
títulos y se les mande cesar en sus curatos con lo demás que a él resulta y se le ordena por
las Cortes. Año 1813 (Archivo Diocesano de Toledo, Fondo Religiosos, legajo Común de
Frailes 5).
19 Juan López Tabar, Los famosos traidores. Los afrancesados durante la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833), Biblioteca Nueva, Madrid, 2001.
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zanes y poco compasivos, se entiende que muchos de estos eclesiásticos
tuvieran que exiliarse a Francia entre 1813 y 1814, en concreto un 3,09%
del total de los canónigos españoles según las cuentas de Gérard Dufour20.
Resulta simplificador concluir que la Iglesia se levantó en armas contra
Napoleón, pero sí parece evidente que la Monarquía católica diseñada por
éste para España se estrelló con la resistencia, cuando menos pasiva, del
clero. Aunque los inicios pudieran parecer esperanzadores, el propósito de
servirse del clero como un instrumentum regni fracasó en España más que
en otros lugares controlados por Napoleón (Francia o los reinos italianos),
y fue por la mayor falta de apoyos. Para el clero español una cosa era avalar una Monarquía confesional que respetara los privilegios eclesiásticos y
la continuidad de los frailes e incluso de la Inquisición, otra muy distinta
apoyar un proyecto transformador que diera al traste con la esencia privilegiada del estamento. Ante ese fiasco, el Emperador tuvo que recurrir a la
fuerza y sacrificar cualquier intento de consenso.
En líneas generales, pues, el afrancesamiento no deja de ser un fenómeno menor, más visible entre el clero acomodado, urbano, culto, menos dispuesto a echarse al monte y cambiar de vida. Si en España había 140.000
eclesiásticos, sólo 252 se sintieron lo suficientemente amenazados como
para emigrar a Francia al acabar la guerra.
3. La España liberal o la «revolución vergonzante»
La España enemiga de Napoleón no fue una España de frailes ni de soldados cruzados. Algunos frailes se unieron muy visiblemente a las partidas
contra el invasor en 1808, pero ese esfuerzo no duró. Meses después, la mayoría de los frailes habían desaparecido de los campos de batalla, «hechos
como a una cómoda y tranquila vida» en palabras del canónigo zamorano
y miembro de la Junta Central, Lorenzo Bonifaz21.
Tampoco la Junta Central o el común de los obispos resistentes pusieron el mayor empeño en dar a la lucha el rango oficial de cruzada, aunque
20 Gérard Dufour, «La emigración a Francia del clero afrancesado», en G. Dufour, J.
A. Ferrer Benimelli, L. Higueruela del Pino y E. La Parra, El clero afrancesado. Actas de
la Mesa Redonda, Aix-en-Provence, 25 de enero de 1985, Université de Provence, Aix-enProvence, 1986, pp. 163-206.
21 Archivio Segreto Vaticano, Nunziatura di Madrid, vol. 234, ff. 398-399 (L. Bonifaz
a P. Gravina, 13 de septiembre de 1811); Pedro Pascual, Curas y frailes guerrilleros en la
Guerra de la Independencia. Las partidas de cruzada, reglamentadas por el carmelita zaragozano P. Manuel Traggia, Institución «Fernando el Católico»/Diputación Provincial de
Zaragoza, Zaragoza, 2000.
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Carlos Rodríguez López-Brea
la retórica de no pocas pastorales y exhortaciones pudieran hacer pensar
lo contrario. Un fraile carmelita, Manuel Traggia, pretendió que la Junta
Central definiera la guerra contra los franceses como «cruzada santa», de
modo que los sacerdotes pudieran empuñar armas y los religiosos colgar
sus hábitos y servir como soldados sin incurrir en irregularidad canónica.
Nos consta que no se le hizo caso, en tanto que la lucha se entendía más
como una guerra nacional, cuya definición como cruzada hubiera servido
para dar por bueno que parte de los cruzados eran los heréticos hijos de
Albión.
Eso no significa que la Junta Central se despreocupara de la Iglesia
durante sus dieciséis meses de vida (septiembre de 1808-enero de 1810), en
tanto que el regalismo había hecho de lo religioso un problema de Estado
más. Es cierto, sin embargo, que consciente de su provisionalidad, la política eclesiástica de la Junta consistió más en gestionar problemas concretos
o en proveer vacantes de las dignidades de Real Patronato que en aprobar
reformas de largo alcance.
Esta estrategia chocaba con la propia realidad de España, pues a las
tradicionales tensiones que dividían al clero español entre reformistas e
inmovilistas, se agregaba la incomunicación con Roma (se sospechaba que
el Papa era cautivo de Napoleón, pero no había certeza absoluta) y, peor
aún, que las disputas religiosas se convirtieran en un verdadero problema
nacional, aireadas por impresos y papeles que desde muy pronto desafiaron
la censura. En esos papeles se dibujaba entre líneas un proyecto que rebasaba por su izquierda al tradicional reformismo, y que podríamos definir de
revolucionario: consistía en separar más abiertamente la esfera civil de la
religiosa y en expropiar los bienes de la Iglesia para ponerlos en manos de
los individuos particulares, motores del progreso y del bienestar material,
coincidiendo en esto con las ideas de Napoleón.
A corto plazo, lo que más parecía preocupar era la incomunicación con
el Papa, en quien la disciplina católica otorgaba facultades exclusivas para
la dispensa de los impedimentos matrimoniales más graves (a cambio de
dinero), para la consagración de los nuevos obispos (aunque el nombre lo
pusiera el Rey) o para el sumo gobierno de las órdenes religiosas. Para algunos reformistas se trataba de facultades que el Papa había ido usurpando
a los obispos, y por eso la falta de noticias sobre Pío VII fue percibida como
una oportunidad de oro para poner en práctica los viejos sueños de una
Iglesia más nacional regida por la denominada disciplina antigua.
En paralelo a ese debate de fondo, demasiado polémico y complejo,
los obispos dudaban sobre lo que convenía realmente hacer, ya que no
había ningún cauce previsto para el caso en que faltara el Papa durante un largo período de tiempo. Muy inquietos, se carteaban, debatían y
La Iglesia española y la Guerra de la Independencia. Desmontando ...
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discutían, algunos consultaban a la Junta Central. ¿Podría un concilio de
obispos españoles sustituir al Papa con plenas garantías? En caso afirmativo, ¿esa sustitución sería circunstancial o un primer paso para una Iglesia
menos dependiente de Roma? Y si no, ¿podía el nuncio apostólico asumir
algunas de las funciones propias del Papa sin socavar la dignidad de los
obispos?
Pronto comenzaron a dibujarse diversas opiniones. El cardenal Borbón,
primado de España, era partidario de que los obispos juntasen sínodos y
concilios para dispensar en los impedimentos matrimoniales más urgentes,
pero no se pronunciaba sobre la consagración de nuevos obispos, un problema que bien podría esperar, porque la mayoría de los prelados estaban
vivos y habitaban en las zonas libres. Borbón gozaba de importantes apoyos eclesiásticos y políticos, entre ellos los que querían ya mismo imponer
la disciplina antigua. Otros sectores estaban en cambio con el nuncio Pietro
Gravina, que aseguraba haber recibido del Papa facultades extraordinarias
para circunstancias igualmente excepcionales, pero no pudo probar con documentos fehacientes que realmente las tenía; sólo supo alegar en su favor
un caso pasado que no guardaba relación con España, demasiado poco para
un ambiente tan caldeado por el nacionalismo con aquél.
Aunque con muchos matices, por lo general los reformistas estaban
con Borbón y los inmovilistas con Gravina, cosa lógica porque nada se alteraba en la disciplina de la Iglesia si el nuncio se limitaba a suplir al Papa
en determinados casos. Aun así, los arzobispos de Valencia, Burgos y Granada, que coquetearon con el gobierno afrancesado, como también algunos
obispos de talante reformista, como los de Mallorca, Ibiza o Barbastro,
mostraron su disposición a apoyar al Nuncio si se demostraban ciertas sus
facultades extraordinarias (que no fue el caso). Requerida por todos, la
Junta Central pidió informes a diestro y siniestro, pero dejó que el debate
se pudriera sin ofrecer una solución, una dejadez que no deja de sorprender
en un Estado que sólo reconocía como legalmente válido el matrimonio
canónico. Tuvo que ser el órgano político heredero de la Junta Central, el
Consejo de Regencia, el que en mayo de 1810 resolviera la disputa al pronunciarse a favor de las tesis del cardenal Borbón; de este modo, se dieron
curso legal a las dispensas que concediesen los obispos, aunque sólo de
forma extraordinaria y mientras no hubiera noticias del Papa. Gravina y
los suyos no se dieron por vencidos, y reforzaron su identidad como guardianes de la ortodoxia, algo que el Nuncio supo aprovechar en los debates
venideros22.
22 Isidoro de Villapadierna, «Conflicto entre el Cardenal Primado y el Nuncio Monseñor
Gravina en 1809-1814», Anthologica Annua, 1957, vol. 5, pp. 261-311.
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Carlos Rodríguez López-Brea
Como se ha señalado, el reformismo radical no quería desaprovechar
una oportunidad sin igual para llevar adelante sus planes. Reformistas eran
sobre todo algunos canónigos de tradición ilustrada y con buenos contactos
en los círculos de poder, aunque el grupo se había fracturado en 1808 entre
partidarios y contrarios a Bonaparte. Sus demandas poco habían variado
respecto a antes de la guerra: una Iglesia de obispos y párrocos, con menos frailes y menos dependiente del Papa, y una religiosidad más austera
y con menos barroquismos, lo que abría el camino a la desamortización
reclamada por los revolucionarios; cuando se hablaba de pagar impuestos o de suprimir la inmunidad jurídica del clero, los reformistas no eran
tan claros. Bien relacionados como se ha dicho, consiguieron que la Junta
Central crease una Junta de Materias Eclesiásticas, cuya función habría de
ser definir un catálogo de «materias mixtas» en cuya reforma tuviera que
intervenir la autoridad real. Los miembros de esa Junta Eclesiástica, en
su inmensa mayoría canónigos y similares, elaboraron 21 memorias, cuyo
contenido, aunque sólo se hayan conservado tres, está en la línea del reformismo radical apuntado23.
Estos trabajos quedaron incompletos tras la precipitada marcha de Sevilla de la Junta Central. Es más que dudoso que este órgano soberano, tan
inane en este tipo de asuntos, hubiera impulsado los cambios requeridos
en las memorias, pero a finales de 1810 la situación dio un vuelco con la
reunión de las nuevas Cortes soberanas en Cádiz. En esa cámara ya estaban nítidamente representados los revolucionarios, pronto conocidos como
liberales; éstos tenían su propio proyecto sobre Iglesia y religión, gestado
en los ambientes más radicales de la Ilustración, en la experiencia de la
Revolución Francesa y en animados debates que la cultura escrita no nos
ha transmitido. Para los liberales, que definían España como nación y no
como monarquía, la nación española era soberana e independiente, y estaba formada por individuos iguales ante la ley, sin importar su condición o
cuna, por lo que teóricamente no cabían privilegios legales o fiscales. A la
Iglesia no sólo se le negaba su propiedad privilegiada, sino su misma condición de propietaria, en tanto que ese derecho sólo correspondía a los individuos libres. Por último, una nación liberal estaba obligada a no castigar
a sus ciudadanos por motivos religiosos, por ser éstos propios y privativos
de la intimidad del hombre.
Esta visión secularizada de la política poco tenía que ver con la de los
reformistas religiosos, que no identificaban la libertad de la nación con la
libertad de cultos, sino con la reforma de la institución que proporcionaba
23 Emilio La Parra López, El primer liberalismo y la Iglesia. Las Cortes de Cádiz, Instituto Juan Gil-Albert/Diputación Provincial de Alicante, Alicante, 1985, pp. 69 y ss.
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el culto a los españoles, la Iglesia católica. Es evidente que ningún liberal
suscribiría frases como «la Iglesia [está] en el Estado y el Estado en la
Iglesia», habituales en cambio en la boca del canónigo Joaquín Lorenzo
Villanueva, uno de los cabecillas del reformismo jansenista24.
Ni liberales ni jansenistas, sin embargo, podían imponer su programa
«máximo» en las Cortes, ya que no reunían una mayoría suficiente. Aunque
los primeros eran el grupo más compacto, tuvieron que sacrificar la libertad
religiosa a la libertad política. Ya se encargaría la libertad de imprenta, a
sus ojos un instrumento mágico, de difundir con sus «luces» la tolerancia
religiosa. Mientras eso llegaba, era más práctico aliarse con los reformistas
eclesiásticos o jansenistas (apelativo que en Cádiz se hizo común), pues
éstos, al identificar lo político y lo religioso, podrían favorecer una acción
«neo-regalista» del Estado liberal para poner coto a los más arraigados
privilegios del clero.
De esta colaboración surgió un proyecto ambiguo, cuyo primer avance
fue el decreto de libertad de imprenta aprobado en noviembre de 1810;
esta norma mantenía una censura previa sobre los libros que trataran de
religión, confiada a los obispos. Como no se definía con exactitud qué se
entendía por libro religioso, los obispos utilizaron la ley para denunciar
por «irreligiosa» cualquier obra que fustigara las costumbres menos rigurosas de curas y frailes, aunque no discutiera el dogma. Los escritores más
osados entendieron justo lo contrario, que ya no había trabas para abrir un
debate público sobre los privilegios más injustos de la Iglesia. Con ello, el
clero conservador vio confirmada su sensación de que el Estado liberal no
les protegería eficazmente de las infamias.
La misma ambigüedad se observó en la Constitución de Cádiz. Pese a
sancionarse principios indiscutiblemente revolucionarios como el de soberanía nacional, división de poderes o ciudadanía participativa, los diputados se distanciaron de esta tónica liberal cuando se nombraba a la Iglesia
o a la religión. Pocas dudas puede ofrecer la redacción del artículo 12, que
dice así: «la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes
sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra». En otras palabras:
si la nación constitucional sólo reconocía la validez del culto católico como
único verdadero, los no bautizados no podrían ser españoles ni gozar de los
derechos reconocidos en la carta magna, y los que hubieran perdido la fe
católica serían sospechosos. Esta declaración tan rotunda levantó ampo24 Joaquín Lorenzo Villanueva, Vida literaria o Memoria de sus escritos y de sus opiniones eclesiásticas y políticas, y de algunos sucesos notables de su tiempo, Imprenta Macintosh, Londres, 1825.
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Carlos Rodríguez López-Brea
llas entre los diputados liberales más concienciados: el conde de Toreno
presionó sin éxito para que el artículo se modificara, mientras Argüelles,
que votó a favor, reconocería algunos años más tarde que aprobarlo fue un
error nefasto. Algunos diputados conservadores, como el canónigo Pedro
Inguanzo, vieron en cambio en este artículo 12 un caramelo envenenado,
pues no dejaron de evidenciar que la religión católica era la de España por
derecho divino, y no porque la nación, entendida como «la reunión de todos los españoles», así lo hubiera acordado mediante un «pacto».
Casi tan polémico resultó el artículo 249, que mantenía el fuero jurídico de los eclesiásticos, aunque posibilitaba futuros cambios legales al
añadirse la coletilla de que dicho privilegio se ejercería «en los términos
que prescriben las leyes o que en adelante prescribieren». A pesar de esa
posible restricción, no había un artículo semejante ni en la Constitución
de Bayona ni en ninguna de las constituciones italianas entonces vigentes,
lo que indignó una vez más al conde de Toreno: «La administración de la
justicia —dijo en las Cortes—, debe ser igual para todos, imparcial y ejecutiva. Y ¿cómo podrá ser igual si existen privilegios que, al tiempo que
favorecen a unos, dañan y perjudican a los demás?»25. Para muchos como
él, el proyecto liberal originario se había desnaturalizado en nombre de un
incierto consenso.
El resultante de la alianza de liberales y jansenistas ha sido definido
recientemente como «nación católica». El profesor José María Portillo,
promotor de esta tesis, subraya que las Cortes no aprobaron ninguna declaración de derechos individuales, en tanto que los derechos recaían sobre un
colectivo definido como nación. En segundo término, indica Portillo, los
derechos tampoco los construirían los hombres «naturalmente» al margen
de Dios, sino que serían el resultado de trasplantar al mundo finito el orden
divino, más perfecto que cualquier realización humana26. La tesis es sin
duda sugestiva, pero transmite la impresión de que en Cádiz salió a la luz
un proyecto bien conformado en los años y meses anteriores, sin tener en
cuenta las concesiones que los liberales hicieron a los reformistas religiosos, muy de última hora, y no tan previsibles cuando las Cortes abrieron
sus sesiones.
Las concesiones tampoco fueron un cheque en blanco. Los liberales,
por ejemplo, se desentendieron tanto del proyecto de Concilio Nacional
amparado por los jansenistas, como de las disputas sobre dispensas matrimoniales o consagración de obispos, unas cuestiones escabrosas ajenas a
25
Diario de las Sesiones de Cortes, 16 de noviembre de 1811.
José María Portillo Valdés, Revolución de nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-1812, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2000.
26
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su cultura. Si en lo sucesivo las Cortes prestaron atención a la Iglesia fue
cuando se les abría la perspectiva de ampliar la jurisdicción del Estado a
costa de las privilegiadas (como se vio en el debate sobre la continuidad
de la Inquisición) o la posibilidad de privatizar los bienes amortizados del
clero.
¿Hubo entonces un clero constitucional? Entendemos como «constitucional» el clero leal a la Constitución, por eso mismo capaz de armonizar
libertades civiles y derechos políticos con la confesionalidad y el mantenimiento de los viejos derechos del clero. La respuesta es que sí, aunque se
trató de un grupo dúctil e inseguro, supeditado a la naturaleza cambiante
del acuerdo que hizo nacer la Constitución en 1812; por ejemplo, la posibilidad de alterar el fuero eclesiástico si las leyes futuras así lo determinaban
(artículo 249) anunciaba incertidumbres sobre la continuidad de uno de los
más preciados signos de identidad del clero. Por eso los eclesiásticos inmovilistas, con principios aparentemente inmutables, resultaban más creíbles
que estos constitucionales, expuestos a ser desmentidos si los liberales desarrollaban su verdadero proyecto transformador. Un eclesiástico que podríamos llamar constitucional, como el cardenal Borbón, apoyaba la carta
de Cádiz por no ver en ella nada contrario a la religión católica, aunque esta
conformidad no se extendía ni a los excesos de la prensa libre, ni a la desamortización unilateral de los bienes del clero, ni al regalismo más radical
que pretendía marginar al Papa.
Si el debate derivaba en defensa de privilegios o en desconfianza hacia
el poder, quienes más podían ganar eran los enemigos del cambio, más
todavía si el promotor de las reformas era un Estado liberal de cuya legitimidad se dudaba, por mucho que disfrazara su rostro bajo la máscara
de la intolerancia religiosa. «La religión es una ley del Legislador de los
legisladores sobre el cual y la cual ninguna potestad tienen ni el Congreso
español ni el que se juntase de todos los pueblos y naciones», escribía el
padre Alvarado, uno de los publicistas reaccionarios más conocidos. En el
discurso del conocido como El Filósofo Rancio, subyacía la idea de que la
invasión de los franceses había sido un castigo divino contra una España
que con las reformas ilustradas se había alejado de Dios; las culpas sólo
podrían expiarse volviendo a los viejos principios y renunciando al lujo, al
hedonismo y a las ideas modernas.
Estos temores parecieron confirmarse cuando las Cortes y el gobierno
tuvieron que lidiar con la abolición de la Inquisición y la continuidad de las
órdenes religiosas, instituciones que para Alvarado o para el fraile Vélez e
infinidad de obispos y escritores católicos, eran pilares esenciales de la religión. Para la prensa liberal, en cambio, inquisidores y frailes eran símbolos
de los tiempos oscuros, cuya continuidad en el nuevo Estado comprome-
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tería la soberanía nacional. El Rancio pudo por eso escribir que «en Cádiz
hay una conspiración abiertamente decidida contra Dios y contra su Cristo,
que por todos los medios trata de abolir la religión»27.
A finales de 1812 se abordó en las Cortes la supresión del Santo Oficio,
desaparecido en la España josefina, pero no así en la España libre, donde
el tribunal estaba «como suspendido», porque no operaba de facto desde el
afrancesamiento de los principales inquisidores en 1808. Fueron los grupos
conservadores quienes solicitaron reactivar el Santo Oficio para frenar los
ataques de los escritores que juzgaban impíos; de paso, pensaban desenmascarar a los liberales obligándoles a definirse. Partidarios y contrarios
del tribunal apelaban a la Constitución durante los debates de Cortes, los
unos incidiendo en la unidad de jurisdicciones consustancial a la igualdad,
los otros, al carácter confesional del Estado de 1812 y a la necesidad de
consultar al Papa, por ser la Inquisición un tribunal con jurisdicción apostólica. Los obispos no permanecieron ajenos al debate, y hasta 22 de ellos
reclamaron por escrito la continuidad del Santo Oficio.
Sin atender esos ruegos, las Cortes votaron finalmente en contra de la
Inquisición, aunque con una mayoría más estrecha de la prevista (90 a 60).
Para calmar los ánimos, los diputados aprobaron establecer en las diócesis
unos singulares Tribunales Protectores de la Fe, presididos por los obispos.
Estos tribunales tendrían jurisdicción para perseguir herejías o cualquier
ataque al dogma católico, de palabra o por escrito, por ser ésos delitos públicos cuya calificación el Estado católico gentilmente cedía a los obispos,
los mejores guardianes posibles de la fe nacional. Conforme a la ley, un
juez eclesiástico instruía el expediente, calificaba el posible delito y podría
reprender verbalmente al reo, pero no imponerle penas temporales, ya que
esa parte del proceso era privativa de la autoridad civil.
Los tribunales tuvieron la virtud de no satisfacer a nadie, excepto a los
jansenistas defensores del catolicismo episcopal. Para los liberales era el
precio a pagar por el muy insatisfactorio artículo 12, que guardaba al hereje
y al disidente religioso como un excluido de la comunidad nacional o como
un enemigo de la patria merecedor de penas espirituales y temporales. A los
obispos españoles, nuevos custodios de la fe de la patria, la ley en cambio
les parecía corta, porque no extendía los posibles delitos a las sátiras e
invectivas contra instituciones y privilegios del clero, dos realidades mucho más frecuentes que las herejías. Tampoco les convencía la publicación,
prevista en la ley, de una lista de libros prohibidos por atentar a la religión
católica, la fe nacional, puesto que la elaboración final de este curioso ín27 Francisco de Alvarado, Cartas críticas que escribió el Rmo. Padre Maestro Fr. Francisco Alvarado, o sea, El Filósofo Rancio. Impr. Aguado, Madrid, 1824-1825.
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dice expurgatorio constitucional estaría en manos de las Cortes, y no de las
autoridades eclesiásticas.
Dispersos entre Cádiz, Mallorca y las zonas del norte fronterizas con
Portugal, los obispos españoles seguían prefiriendo la Inquisición y no
apreciaban en absoluto las nuevas competencias que se les ofrecían. Los
que estaban refugiados en Mallorca publicaron una pastoral conjunta denunciando el «ultraje» a la religión promovido por filósofos y políticos28,
mientras que los que vivían en sus diócesis no parecieron darse por enterados de las nuevas leyes. Más preocupante aún resultaba la disidencia de
los obispos residentes en Cádiz, sede de las instituciones nacionales. Allí
el adalid de la resistencia resultó ser el Nuncio apostólico, muñidor de una
estrategia común con varios obispos y cabildos para no dar cumplimiento
a la obligación legal de leer en las iglesias el decreto que suprimía la Inquisición. Contaban con el apoyo tácito de la Regencia, enfrentada con las
Cortes en los últimos tiempos.
Algunos diputados se enteraron de la maniobra, y pudieron pararla a
tiempo destituyendo a la Regencia y eligiendo en su lugar otra presidida
por el cardenal Borbón, uno de los escasos obispos que se habían mantenido leales a las Cortes. Esta elección pretendía callar a quienes acusaban
a las Cortes de irreligiosas: ¿cómo podía el Primado de España, arzobispo
de Toledo y Sevilla, tío de Fernando VII, héroe de la resistencia nacional,
ser contrario a la fe de Dios? En realidad, el Cardenal se había distanciado
de sus hermanos obispos al cuestionar que la Inquisición fuera esencial
para el mantenimiento de la fe; antes de ser regente ya había advertido
que incitar a la rebeldía desde el púlpito era una actitud incompatible con
la religión católica, porque «la desobediencia produce la anarquía, y ésta
el desenfreno de todas las pasiones»29. El problema era que a esas alturas,
comienzos de 1813, apenas parecían dispuestos a escucharle los obispos de
Mondoñedo, Barbastro, Jaén, Ibiza, Canarias y Guadix, bastantes menos
que sus contrarios.
La popularidad de Borbón entre el clero cayó más en picado los meses siguientes cuando, en su nueva función de regente firmó las medidas
represoras contra los obispos y canónigos que se habían negado a dar cumplimiento al decreto sobre la Inquisición. Su firmeza resultó traumática:
algunos obispos huyeron a Portugal, otros fueron obligados a cambiar su
28 Instrucción pastoral de los Ilmos. Sres. Obispos de Lérida, Tortosa, Barcelona, Urgel, Teruel y Pamplona al clero y pueblo de su diócesis, de 12 de diciembre de 1812. Impr.
Muñoz, Málaga, 1813.
29 Exhortación Pastoral del cardenal de Borbón, Arzobispo de Toledo y administrador
de Sevilla a todos los fieles de los dos Arzobispados, s.i., s.l., 3 de enero de 1813.
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Carlos Rodríguez López-Brea
lugar de residencia, y el Nuncio acabó siendo expulsado del territorio español por su implicación en los hechos. Si el clero obedeció fue a palos,
algo que Borbón sabía por los informes que le llegaban de sus confidentes.
«Todavía no he oído un sermón que predique unión, obediencia a las autoridades constituidas, amor a la Patria y su libertad», decía uno de ellos.
«El congreso se mira con desprecio, y se habla de él con poco decoro, la
Constitución es para muchos un juguete, para otros un monstruo, y para no
pocos un trabajo inútil e indiferente», se leía en otro. El fracaso de Borbón
era también el fracaso del clero constitucional30.
Al conflicto de la Inquisición, siguió otro igual de profundo, que era
el futuro de los conventos en aquellos lugares que iban quedando libres
del invasor. Las órdenes religiosas habían sido suprimidas en la España
josefina en 1809, de ahí que los frailes entendieran que la liberación pasaba por volver a ocupar sus conventos. Sin embargo, el gobierno de Cádiz
sólo admitió la entrega provisional de unos pocos edificios, pero no de sus
otros bienes y rentas, que permanecerían secuestrados por las autoridades
nacionales. Era una señal demasiado evidente de que se aproximaba la tan
temida o ansiada reforma de los conventos españoles, pues en el mundo
liberal «reforma» era un modo eufemístico para hablar de fuerte reducción,
con vistas a traspasar a particulares los bienes de las comunidades religiosas suprimidas.
Así las cosas, la mayoría de los frailes tenían impedida la entrada a sus
conventos, y cuando se les autorizaba a volver, vivían con el temor de una
posible expropiación. Los siguientes pasos de las Cortes parecían confirmar tales sospechas. Un dictamen parlamentario de enero de 1813 fijaba
para toda España un máximo de 350 conventos masculinos, 350 femeninos
y 60 casas de monjes de vida contemplativa, quedándose el Estado con
los bienes de los que desaparecieran. Un decreto de septiembre de 1813
vinculaba el pago de la deuda pública a la desamortización de diversos
bienes eclesiásticos, principalmente los procedentes de los conventos menos rentables o que hubiesen de suprimirse tras la consabida reforma de
las órdenes religiosas, cuya ejecución se encomendó al cardenal Borbón al
desempolvarse para este fin la bula de visita de tiempos de Godoy, formalmente aún en vigor. En muy poco tiempo los frailes pasaron de odiar a los
franceses a odiar a las Cortes, rivalizando en tal animadversión con obispos
y párrocos31.
30 Carlos Rodríguez López-Brea, Don Luis de Borbón, el cardenal de los liberales
(1777-1823), Servicio de Publicaciones de la Junta de Castilla-La Mancha, Toledo, 2002.
31 Carlos Rodríguez López-Brea, Frailes y revolución liberal. El clero regular en España a comienzos del siglo XIX (1800-1814), Azacanes, Toledo, 1996.
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El clero en 1808 no era un cuerpo reaccionario sin más, pero se fue
desplazando hacia posiciones más rígidas a medida que el programa revolucionario de los liberales se iba realizando. Aunque se disfrazara la esencia de la revolución, los liberales sacaron poco rédito de unas cesiones que
restaron coherencia y definición a su proyecto, sin que por ello el clero se
echara en sus brazos. Para los eclesiásticos no había mucho donde elegir:
entre una reforma que amenazaba su independencia y una revolución cuyos
principios teóricos consideraban irreligiosos, prefirieron el inmovilismo.
Los grandes perjudicados fueron los eclesiásticos reformistas, huérfanos
sin el apoyo de un soberano respetado y aceptado por el común del clero:
para la Iglesia, las Cortes no podían compararse al monarca católico. El
nuevo consenso entre los eclesiásticos españoles derivó hacia el ultramontanismo, un proceso más visible a partir de 1814 y que probablemente entorpeció la adaptación de la Iglesia católica al mundo contemporáneo.