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Al borde de la extinción
Una visión integral de la recuperación
de fauna amenazada en España
Ignacio Jiménez Pérez y Miguel Delibes de Castro, editores
Este libro culmina el proceso iniciado en el Seminario Internacional sobre Recuperación de Fauna
Amenazada organizado en el mes de diciembre del año 2002 por la Consellería de Medio Ambiente
(hoy Consellería de Territorio y Vivienda) de la Generalitat Valenciana y la Asociación Especies y
Espacios Internacional.
Forma sugerida para citar este libro: Jiménez Pérez, I. y M. Delibes de Castro (eds.) 2005.
Al borde de la extinción: una visión integral de la recuperación de fauna amenazada en España.
EVREN. Valencia, España.
La edición y la divulgación de este libro ha sido financiada por EVREN, Evaluación de Recursos Naturales, S.A. por petición de los editores, con uno de los cuales, Ignacio Jiménez, existen vínculos profesionales y personales.
Este libro no está a la venta. Se permite la reproducción total o parcial y su almacenamiento en un
sistema informático con fines académicos, científicos y divulgativos. No se permite su reproducción
parcial o total con fines comerciales sin previo permiso de los editores, los autores y la empresa editora. Se puede consultar y descargar de manera gratuita en www.evren.es
© Edita: EVREN, Evaluación de Recursos Naturales
© 2005 Ignacio Jiménez Pérez y Miguel Delibes de Castro, eds.
© 2005 de los autores de los capítulos y del prólogo
© 2005 EVREN, Evaluación de Recursos Naturales
Ilustraciones: Manolo Roldán
Diseño: Ignacio Jiménez Pérez y Gràfiques Vimar
Depósito Legal: V-3571-2005
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ÍNDICE DE CONTENIDOS
Prólogo. Manuel Nieto Salvatierra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Prefacio. Ignacio Jiménez Pérez y Miguel Delibes de Castro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
PARTE I: ASPECTOS GENERALES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1. ¿Qué es lo que pretendemos conservar y qué significa en ese
contexto recuperar especies amenazadas? Miguel Delibes de Castro
....
15
17
2. ¿Qué sabemos sobre los factores que afectan al proceso de
recuperación de fauna amenazada? Ignacio Jiménez Pérez . . . . . . . . . . . . . . . 29
3. Catálogos, planes y estrategias: El marco legal y administrativo de
la conservación de fauna amenazada en España. Juan Jiménez . . . . . . . . . 45
4. Participación pública y conflictos en la recuperación de especies.
Una versión personal. Benigno Varillas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75
PARTE II: EXPERIENCIAS ESPAÑOLAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
95
5. ¿Puede un pequeño pez mantenerse en áreas de alto interés económico?
El caso del Samaruc. Pilar Risueño Mata y Paloma Mateache Sacristán . . 97
6. El sapito resucitado por la ciencia y salvado por la conservación.
El caso del ferreret en Mallorca. Joan Mayol . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
7. Conservación creativa de poblaciones mínimas. El caso de los
lagartos gigantes canarios. Oscar Afonso y José A. Mateo . . . . . . . . . . . . . . . . 135
8. La conservación de aves acuáticas en ambientes dinámicos. El caso
de la cerceta pardilla y la malvasía cabeciblanca en la Comunidad
Valenciana. José Luis Echevarrías Escuder . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159
9. La aplicación de un plan de recuperación como marco organizador
de ciencia, gestión y participación. El caso del quebrantahuesos en
el pirineo aragonés. Manuel Alcántara de la Fuente y Ramón J. Antor
Castellarnau . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181
5
Índice
10. Proyectos demostradores y proyectos coordinados. El caso
del águila imperial en España. Miguel Ferrer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203
11. La recuperación de un carnívoro adaptable en un ambiente
cambiante. El caso del lobo en España. Juan Carlos Blanco . . . . . . . . . . . . 221
12. Reflexiones sobre conservación en un marco de complejidad
política y social. El caso del oso pardo cantábrico. Javier Naves
......
13. Ensayo de recuperación de una especie en situación crítica.
El caso del lince ibérico. Miguel Delibes de Castro y Javier Calzada
251
...
277
PARTE III: EXPERIENCIAS INTERNACIONALES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
309
14. El Acta de Especies Amenazadas de los Estados Unidos y sus
resultados. Joel Pagel, Tim W. Clark y Daniel Rohlf . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 311
15. La conservación de especies amenazadas en Australia: Lecciones
para una implementación efectiva (una perspectiva americana).
Tim W. Clark . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 331
PARTE IV: CONCLUSIONES Y RECOMENDACIONES
...................................
363
16. Recuperación de fauna amenazada en España. Lecciones aprendidas
y sugerencias para ser más efectivos. Ignacio Jiménez Pérez . . . . . . . . . . . . 365
17. Un método interdisciplinario para la recuperación de especies
amenazadas: Combinando ciencia, organización y política.
Ignacio Jiménez Pérez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 407
NOMBRE, AFILIACIÓN Y DIRECCIÓN DE LOS AUTORES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
429
FOTOGRAFÍAS DE ESPECIES AMENAZADAS ESPAÑOLAS
433
6
...............................
PARTE I
Aspectos
Generales
1
¿QUÉ ES LO QUE PRETENDEMOS CONSERVAR Y
QUÉ SIGNIFICA EN ESE CONTEXTO RECUPERAR
ESPECIES AMENAZADAS?
Miguel Delibes de Castro
Indudablemente la sociedad, o una parte relevante de ella, demanda que se conserven
las especies amenazadas. No es fácil saber por qué, pero cabe detectar varios elementos que lo explican. Existe un factor emocional, que puede ligarse a lo que Edward O.
Wilson (1984) ha llamado biofilia. Sufrimos viendo un alcatraz petroleado, nos intimidan los ojos de una paloma con un ala rota y nos angustia pensar en una ballena
perdida en el océano sin posibilidad de encontrar pareja (como los ciudadanos gallegos escribían en sus pancartas tras el naufragio del Prestige, “temos o corazon petroleado”). Se trata de nobles sentimientos que pueden ayudar a la conservación de especies
amenazadas, pero no tienen forzosamente por qué hacerlo. También hay elementos
emocionales en el miedo a la extinción, a la pérdida de una especie para siempre.
Imaginar al último baijí, el delfín de agua dulce de China, nos aturde con una suerte
de amargura no muy diferente de la que nos produjo en su día la lectura de “El último mohicano”. Y sin embargo, en este caso, hay algo más que sentimientos. Al tratar
de la extinción se incorpora al proceso de toma de decisiones un factor racional, resultado del conocimiento científico.
Sabemos que las especies son los ladrillos con los que están construidos los ecosistemas (Leader-Williams y Dublín 2000), y que a medida que vamos perdiendo esos
ladrillos toda la biosfera, el ecosistema global, pasa a funcionar de otra manera. ¿Hasta
cuando lo hará de forma satisfactoria para nuestros intereses? El asunto de qué especies son prescindibles y cuáles no o, alternativamente, el del papel que tienen las diferentes especies en la conservación de las funciones ecosistémicas que hacen de la Tierra
un planeta habitable, es un campo de investigación muy activo en estos momentos
(ver, por ejemplo, los libros de Kinzig et al. 2001 y Kareiva y Levin 2003). Sin embargo, parece prudente mantener el viejo criterio que se atribuye a Aldo Leopold según
17
Miguel Delibes de Castro
el cual lo más razonable es conservar todas las especies posibles, al menos hasta que
sepamos las funciones que desempeñan unas y otras.
En los dos párrafos precedentes están encerradas todas las claves de este capítulo. Si
pretendemos recuperar especies es porque reconocemos en ellas unos valores que nos
interesa preservar. Es más, los reconoce la sociedad, que es la que paga para que esas
especies se recuperen. La sociedad quiere conservar especies y lo quiere por múltiples
razones, desde el simple “porque sí”, o “porque me gustan”, al más complejo “porque
me siento mejor si sé que ninguna especie se pierde”, o al todavía más sofisticado “porque la biosfera no puede seguir perdiendo elementos”. Pero, además, deseamos evitar
la extinción de las especies porque los científicos nos advierten de que el proceso está
ocurriendo a gran velocidad (nos hallamos en la “sexta extinción”; Delibes 2004) y que
ello puede cambiar las condiciones de vida sobre el Planeta. Hay, por tanto, unos valores emocionales y éticos asignados a la conservación de especies, pero también valores
racionales y científicos. ¿Hasta que punto casan bien estos dos planteamientos? ¿Qué
pretenden los gestores y qué pretendemos los investigadores cuando hablamos de recuperar especies? ¿Pretende lo mismo el grueso de la sociedad? Mi intención es bucear
un poco en estos planteamientos, con un ánimo provocativo y poco académico. Pienso
que tal vez los conservacionistas enviamos a la sociedad, en nuestro discurso y a través
de los medios de comunicación, un mensaje ambiguo respecto a lo que debe conservarse, quizás porque nosotros mismos no lo tenemos muy claro, y porque juzgamos
más interesantes jugar con varias barajas al mismo tiempo (o, como diría el cantante
Luis Eduardo Aute, “no perdernos ningún tren”). De ser cierto, ello repercutiría negativamente en el respaldo que esa misma sociedad debe prestar a los estudiosos y técnicos que se dedican a la conservación. Por otro lado, y suponiendo de nuevo que ello
fuera cierto, deberíamos reflexionar sobre si es o no inevitable actuar de esa manera.
En todo caso, el debate es acerca de valores y de maneras de conservar las especies que
los encarnan. Ello hace interesante tratar de analizar qué valor y qué papel atribuimos a
las distintas especies, por qué escogemos unas y no otras a la hora de poner en práctica
políticas conservacionistas y, en definitiva, qué es lo que aspiramos a conservar.
Especies carismáticas o abanderadas (flagship species)
Demasiado alegremente he planteado que la sociedad quiere conservar especies. No
todas las especies, ciertamente, ni tampoco toda la sociedad. Entre nosotros, en
España, por no ir más lejos, tal vez casi todo el mundo esté de acuerdo en que fue una
18
¿Qué es lo que pretendemos conservar...?
lástima la extinción del bucardo, o se indigne ante la crítica situación del lince ibérico
o del águila imperial. Pero pocas gentes del campo torcerán el gesto ante la oportunidad de eliminar de la faz de la Tierra a los lobos, especie a la que, por el contrario,
defiende la sociedad urbana (ver el capítulo de Juan Carlos Blanco en este mismo
libro). Y casi con seguridad una inmensa mayoría de los ciudadanos estarán de acuerdo en erradicar las cucarachas y los ratones caseros, si es que existe alguna posibilidad
de hacerlo. Quiere ello decir que atribuimos valores diferentes a las distintas especies,
y que también son diferentes los valores detectados en una misma especie por distintos sectores de la sociedad (por no hablar de distintas sociedades; la conservación del
tigre no es lo mismo vista desde Valencia que vista desde la India, donde los tigres
matan y comen personas).
Probablemente en todas las sociedades se atribuye particular relevancia a algún animal o planta, a los que se encuentra bellos, poderosos, o símbolos o representaciones
vivas de la divinidad (e.g. Aguilera 1985). En el mundo desarrollado, que tiene particular importancia por ostentar el liderazgo económico del Planeta, y por ello también
la mayor responsabilidad conservacionista, las especies grandes y llamativas, generalmente mamíferos y aves (pero también de otros grupos de vertebrados, e incluso mariposas y flores), resultan emblemáticas y especialmente atractivas. La mayor parte de la
gente es sensible a la suerte de las ballenas, los elefantes, los cóndores y los gorilas de
montaña, y está dispuesta a hacer esfuerzos (económicos o de otro tipo) por su conservación. Esas especies han sido llamadas “especies abanderadas” (e.g. Primack 1998),
pues su papel en la batalla por salvar a la naturaleza tiene muchos parecidos, sorprendentemente, con el del soldado (o el barco) abanderado en un ejército.
En las batallas clásicas la bandera era el símbolo de todo lo que había que ganar (o
lo que no había que perder), hasta el punto de que si el portador de la bandera caía,
cualquier otro soldado dejaría de disparar su arma para enarbolarla. Sólo cuando la
bandera cayera para siempre estaría perdida la lucha. Por otra parte, el abanderado era
de alguna manera el depositario de las esencias del bando en guerra, aquel que recogía
las adhesiones, los entusiasmos, el que animaba a los demás a luchar. Las especies
emblemáticas representan de algún modo ese papel, para bien y para mal.
Llamamos especies abanderadas (mejor que especies bandera) a todas aquéllas a las
que, por su atractivo, hacemos de alguna manera depositarias de las esencias de la conservación. Tienen que ser bellas (de acuerdo con los cánones de la belleza imperantes
en un lugar y un momento dados), conmover, inspirar sentimientos conservacionistas
y, finalmente, como resultado de todo ello, ser capaces de generar fondos para la con19
Miguel Delibes de Castro
servación. Las especies abanderadas, por tanto, no se caracterizan por su “cualidad”
ecológica, sino que son seleccionadas con criterios estratégicos (Hunter 2002). El
panda gigante es probablemente el mejor ejemplo, pero ballenas, tigres y grandes primates le siguen muy de cerca. En nuestro país, apenas puede dudarse de que el lince
ibérico o el lobo son mejores abanderados que el desmán, por más que no se discuta
la extrema singularidad de éste.
Pros y contras de conservar especies abanderadas
Puesto que nadie discute que la conservación necesita fondos, por un lado, y también
(aunque sea la otra cara de la misma moneda) precisa convencer cada vez a sectores
más amplios de la sociedad, hay que reconocer que conservar especies abanderadas es
no sólo útil, sino seguramente imprescindible. Pero ello no quiere decir que no genere problemas.
En la guerra, defender al portador del estandarte hasta el extremo de depositar en su
suerte el destino final de la batalla tiene un sentido claro, por cuanto se entiende que el
abanderado por sí solo nada tiene que hacer. En otras palabras, conseguir que el abanderado mantenga enhiesto su estandarte es tanto como reconocer que nuestras fuerzas
son superiores a las del contrario. En cambio ello no tiene por qué ocurrir con la especie abanderada. Puede darse el caso, y quizás con frecuencia se da, de que se confunda al
símbolo (la especie abanderada) con lo simbolizado (la naturaleza en peligro). La insistencia de los conservacionistas en personalizar su preocupación en determinadas especies
(lo que aparentemente les ayuda a conseguir fondos y a avanzar) puede llevar a la sociedad a percibir que esas especies son las que interesa conservar, y el resto son banales o no
corren peligro. Podemos, pues, estar perdiendo la batalla contra la sexta extinción mientras creemos ganarla porque el oso panda o el lince ibérico aún no han desaparecido.
Por otra parte, reforzado en la especie abanderada su sentido emblemático, e independizada en gran medida de su componente ecológico, ¿qué quiere decir salvarla? La
aproximación científica a la conservación pretende mantener a las especies en su
medio (in situ) y cumpliendo un papel funcional en los ecosistemas, pero nada de eso
lo requiere la aproximación emocional que caracteriza a las especies carismáticas. Muchas veces oímos decir: “Si hay que salvar al oso cantábrico, y tan difícil es, que los
metan a todos en una gran jaula y les den de comer” (y quien dice osos, puede decir
cualquier cosa). Una parte significativa de la sociedad que quiere la conservación de la
naturaleza entiende que conservar consiste, fundamentalmente, en evitar que las espe20
¿Qué es lo que pretendemos conservar...?
cies llamativas se extingan. Y consciente o subconscientemente, una parte de los responsables de la conservación alimentan el mismo punto de vista.
Pero ése no es el único riesgo de confiar en demasía la conservación de la naturaleza al uso de especies emblemáticas. Volvamos de nuevo al campo de batalla. Si el abanderado cae y nadie toma su papel, es que hemos perdido; si “vuelven banderas victoriosas”, hemos ganado. La suerte de la bandera es la suerte de la batalla. En la lucha
conservacionista, sin embargo, no ocurre así, pero la sociedad puede estar tentada a
pensar que sí. Por ejemplo, y esperemos que no ocurra, si llegara a extinguirse el lince
ibérico, emblema de la naturaleza mediterránea, ¿no cabe el riesgo de que la gente
piense que, puesto que no hemos sido capaces de salvar a una especie con tanto carisma, no merece la pena luchar por salvar a otras menos atractivas? Y si ocurre al revés,
si conseguimos recuperar al lince, ¿no puede ocurrir que la gente lo celebre y piense
que el mal momento ha pasado, que los problemas de conservación en el monte mediterráneo ya han desaparecido? Simberloff (1998) ha revisado algunos de estos problemas en relación, sobre todo, con especies norteamericanas.
El análisis en Gran Bretaña de lo que la gente estaría dispuesta a pagar por conservar algunas especies ilustra muy bien la potencial perversidad de un apego poco crítico hacia las especies emblemáticas, a las que se ve como algo especial y distinto, separadas del resto de la comunidad viva. Los habitantes de Yorkshire están dispuestos a
pagar más para conservar a la nutria sola que para conservar simultáneamente a la
nutria y la rata de agua (White et al. 1997). Dicho de otro modo, prefieren a la especie emblemática desnuda y limpia, sin enmascarar con otras (Jordi Sargatall habla de
la “seducción ambiental” que ejercen las especies emblemáticas; pero salvando las distancias eso implica el riesgo de que, seducidos por Claudia Schiffer o Harrison Ford,
y pensando sólo en ellos, creamos que por eso somos poco egoístas y estamos mostrándonos solidarios con el resto de la humanidad).
Especies indicadoras
A juzgar por lo que acabamos de decir, la suerte de una especie emblemática de alguna manera indica a la sociedad y a los especialistas como marcha, en líneas generales,
la lucha por la conservación. Si ni siquiera podemos conservar las especies más atractivas, capaces de generar mayor apoyo, ¿cómo irá la conservación de todo lo demás?
Esta no es, sin embargo, la única caracterización posible de una especie indicadora, ni siquiera la más habitual (ver, por ejemplo, Landres et al. 1988). Tradicional21
Miguel Delibes de Castro
mente se ha considerado especies indicadoras a aquéllas que por el hecho de estar presentes en un determinado sistema señalan que dicho ecosistema está sano, desde el
punto de vista físico, químico o biológico (o, por el contrario, que está deteriorado,
como ocurre con las especies de invertebrados acuáticos indicadoras de contaminación). Suele tratarse de especies fáciles de detectar y “monitorear”, de manera que los
cambios demográficos de sus poblaciones puedan ser detectados a tiempo e interpretados en términos de otras variables de interés conservacionista más difíciles de medir.
En este sentido, como han señalado Leader-Williams y Dublín (2000), el valor de
las especies indicadoras incluye tanto un componente ecológico (en la medida en que
sus cambios puedan reflejar los del conjunto de la comunidad a la que pertenecen)
como un componente estratégico (en tanto en cuanto son útiles para llamar la atención precozmente sobre los problemas y orientar la política conservacionista).
De lo dicho se desprende que las especies indicadoras tienen un particular interés
de conservación, directamente derivado de su utilidad para el seguimiento. En el
aspecto puramente ecológico, sin embargo, su conservación no es esencialmente diferente de la de cualquier otra especie.
El riesgo que se corre apostando todo (o mucho) a la salvación de una especie indicadora es que consigamos evitar los síntomas (señalados por el devenir de la especie en
cuestión) pero no acabemos con el mal. Una política de conservación muy orientada
a una especie indicadora puede conseguir que deje de serlo, por cuanto cumplía su
papel únicamente en las condiciones naturales previas a la actuación sobre ella (en el
caso más extremo, ninguna especie sirve para indicar nada sobre su ecosistema de origen cuando es mantenida en cautividad, o en unas condiciones de “libertad vigilada”,
al margen de enemigos y provista de alimento). Por otro lado, podemos pretender eliminar ese posible sesgo recurriendo a la exageración contraria, como sería declarar que
prácticamente todas las especies son indicadoras, a un nivel u otro (Noss 1990). En
ese caso nos habríamos movido mucho, pero no habríamos avanzado nada.
La conservación de especies clave (keystone species)
En algunos casos la conservación de especies concretas tiene un sentido ecológico muy
evidente, por tratarse de especies con un papel muy relevante en la comunidad o el ecosistema del que forman parte (Paine 1969, 1995). Estas especies, llamadas habitualmente especies clave, tienen un impacto desproporcionado en relación a su abundancia o su biomasa. En algunos casos pueden ser especies ingenieras, que modifican físi22
¿Qué es lo que pretendemos conservar...?
camente el ambiente en el que viven, como ocurre con los castores que fabrican pequeños embalses. En otros casos destacan por su papel como grandes depredadores (especialmente cuando limitan la abundancia de mesodepredadores más pequeños, como
ocurre con la nutria marina del Pacífico). Algunas veces son presas, aunque en este caso
suelan ser particularmente abundantes, y aún caben otras posibilidades. El conejo, por
ejemplo, ha sido considerado una especie clave en el monte mediterráneo ibérico,
donde cumple numerosos papeles: consume gran cantidad de vegetación, alterando el
paisaje, dispersa semillas, alimenta a numerosísimos depredadores, construye vivares
subterráneos donde viven otras especies, etc. De un modo similar, las praderas centrales de Norteamérica han sido consideradas “el ecosistema del perrito de las praderas”.
Como ha señalado Heywood (1995), un problema con las especies clave es que su
papel suele detectarse cuando ya han desaparecido o se han vuelto muy escasas (es frecuente detectar el valor especial de personas y cosas cuando nos faltan, mientras que
nos parecen normales mientras las tenemos). En esas situaciones, una vez que la especie clave ha dejado de cumplir su papel, el sistema completo tiende a buscar (y con frecuencia encuentra) nuevos equilibrios, transformándose en algo distinto a lo que
conocíamos y pretendíamos conservar. Cuando ocurre así, volver al estado inicial es
complicado, generalmente por la dificultad de recuperar a la antigua especie clave, que
carece de sitio en el nuevo equilibrio ecosistémico (por ejemplo, el conejo en el sistema monte-conejo-mesodepredadores-lince).
Detectar las especies clave y trabajar por su conservación y eventual recuperación se
parece más a luchar por los objetivos finales conservacionistas de lo que lo es trabajar
con especies abanderadas y especies indicadoras (Simberloff 1998). En todo caso, y una
vez más, las especies clave sólo lo son en su medio natural y cuando existen en una
abundancia y ocupando un área de distribución determinadas. Igual que una golondrina no hace verano, unos pocos ejemplares de una especie clave no pueden tener un
papel ecológico relevante. ¿Qué queremos conservar, pues, en este caso? La respuesta
debería ser, supongo, que poblaciones de especies clave suficientemente nutridas como
para que puedan tener en el ecosistema el impacto que se espera de ellas.
El caso de las especies paraguas (umbrella species)
Hay especies que tienen requerimientos de hábitat tan grandes y complejos que su
conservación implica casi necesariamente la de todo el sistema que las acoge. De alguna forma funcionan como paraguas que automáticamente dejan a cubierto del riesgo
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Miguel Delibes de Castro
de extinción a muchas otras especies (Hunter 2002). Su razón de ser, por tanto, es
mucho más ecológica que estratégica, aunque suelen ser más eficaces si además de
paraguas son especies carismáticas. El lince ibérico se considera un paraguas del ecosistema mediterráneo peninsular, en la medida en que conservar al lince requiere mantener en buen estado de conservación extensas parcelas de monte con su flora y su
fauna. El gorila de montaña, sin duda, es un buen paraguas para los ecosistemas forestales de los Volcanes Virunga.
La conservación de especies paraguas es una buena alternativa, dado que con frecuencia se da la coincidencia, además, de que las especies con grandes requerimientos
de hábitat (y por tanto con mayor potencialidad como paraguas) son especies de gran
tamaño, y en consecuencia llamativas, y por ello carismáticas. La utilización intensiva
de estas especies, sin embargo, no está exenta de problemas, y el caso del lince ibérico
en Portugal (y en cierta medida en España) lo ilustra muy bien.
Resulta a primera vista sorprendente que en el caso del lince ibérico las autoridades
y los ecologistas hayan intercambiado sus habituales discursos. Es frecuente oír a los
defensores de la naturaleza enfatizando los problemas, mientras que la Administración
los minimiza. Así, los primeros deberían decir que ya no quedan linces y los segundos,
en cambio, que el problema no es tan grave. En la actualidad, con creciente frecuencia se oye lo contrario, y el motivo hay que buscarlo en el papel del lince ibérico como
especie paraguas. Más o menos al margen de las pruebas disponibles, en cualquier
lugar razonable los ecologistas defienden con entusiasmo que aún quedan linces, porque haciéndolo así defienden ese entorno de amenazas exteriores (como obras de infraestructura, proyectos de deforestación, etc). Por el contrario, la Administración que
desea evitar cortapisas para sus planes tiende a postular que el lince ha desaparecido
allí donde ella pretende actuar, disminuyendo así los costes de minimización del
impacto ambiental y las eventuales medidas compensatorias. Sin quererlo, el uso excesivo del concepto de especie (o especies) paraguas puede volverse contra la conservación, al constituirse en un incentivo perverso, que consigue lo contrario de lo que pretende (las aves acuáticas son especies paraguas en los humedales, de manera que suelen fijarse unos números mínimos por encima de los cuales el lugar debe protegerse;
en ese caso los cazadores pueden estar tentados, por ejemplo, a que las poblaciones
nunca alcancen ese número mínimo, pues desean seguir cazando).
Si tuviéramos muy claro lo que queremos conservar, tal vez este problema no existiría.
¿Recuerdan la película Tener o no tener, donde el borrachín preguntaba insistentemente a
Lauren Bacall, y a cualquier otro que se le pusiera por delante, si le había picado alguna
24
¿Qué es lo que pretendemos conservar...?
vez una abeja muerta? Pues bien, si tuviéramos muy claro lo que queremos conservar las
especies paraguas seguirían cubriendo los ecosistemas después de muertas (o localmente
extintas), por cuanto deberíamos aspirar a que pudieran recolonizar aquellos lugares algún
día. Astrid Vargas, tras el espectacular éxito de la cría en cautividad de turones de patas
negras (Vargas et al. 1999), ha contado como uno de los principales problemas a la hora
de reintroducirlos ha sido encontrar lugares bien conservados adecuados para ello (ver
Miller et al. 1994). Gran parte de las grandes praderas, el hogar del turón de patas negras,
no existen como tales, son hoy pastos artificiales y tierras de cultivo. Un uso óptimo del
turón como especie paraguas debería haber permitido conservar para él porciones suficientes del ecosistema de origen como para garantizar la viabilidad de sus poblaciones salvajes (reintroducidas) a largo plazo. El caso del lince ibérico no es muy distinto, pero con
la gran diferencia de que aquí aún estamos a tiempo de intentarlo.
Recapitulando: ¿Qué es lo que queremos conservar y a qué llamamos recuperar especies amenazadas?
Entiendo que a nadie debería ocultársele (y el planteamiento de este libro lo ilustra a
la perfección) que la práctica de la conservación de la naturaleza tiene cuando menos
una doble faceta. Detectar los problemas, sugerir soluciones y proponer prioridades de
actuación es materia fundamentalmente biológica y ecológica, y por tanto objeto de la
actividad científica. La puesta en práctica de esas medidas, sin embargo, y los factores
que condicionan su eficacia, son de naturaleza básicamente política, social y económica. Como esta doble dependencia es real, y no podemos cambiarla, hay que aprender a minimizar los problemas que genera, dado que es imposible evitarlos. Ni científicos, ni políticos, ni economistas pueden pretender solucionar por sí solos los problemas de conservación.
Los científicos defienden que la acelerada desaparición de especies amenaza al equilibrio inestable de la biosfera, puesto que cada especie cumple un papel y tiene un efecto, y es la suma de todos ellos la que convierte al Planeta en un mundo habitable para
nuestra especie. De alguna manera, por tanto, conservar especies sería un “atajo” (Caro
y O’Dogherty 1999) para alcanzar el objetivo principal que es conservar la viabilidad
de la Tierra, pues si seguimos perdiendo piezas tal vez nuestro planeta deje de funcionar de la manera que nos gusta. Además, los científicos están convencidos de que las
especies deben conservar la variabilidad genética suficiente como para adaptarse a los
cambios ambientales futuros, y tamaños de población y rangos de distribución lo bastante amplios como para garantizar la potencialidad de evolucionar. Ello implica que
25
Miguel Delibes de Castro
también deben conservarse hábitats determinados de especie suficientemente grandes
y conexiones entre hábitats que permitan los desplazamientos latitudinales de las especies si el clima cambia. Hasta llegar a ese nivel, una especie concreta no estaría del todo
recuperada desde el punto de vista de los científicos (y es difícil contestar a la pregunta de si sería deseable, en el caso de ser factible, que todas ellas alcanzaran ese estado).
La sociedad habitualmente no mira tan lejos y puede no percibir con claridad que
conservar el conjunto de la biodiversidad es importante para su bienestar o el de las
próximas generaciones. Además, percibe mejor y está más dispuesta a aplicar su dinero a la supervivencia de especies concretas y visibles que a objetivos abstractos que se
antojan lejanos (como, por ejemplo, evitar la disminución de la capa de ozono). Por
otro lado, una parte importante de la sociedad desconfía de la ciencia, que quita a las
cosas encanto y misterio (y por ende belleza; escribe el novelista sueco Hennig
Mankell: “Su belleza era misteriosa, como lo es todo lo bello”). Puede ser, entonces,
que la sociedad se conforme con que las especies no se extingan, y llame recuperar al
simple hecho de evitar la extinción (aunque sea en cautividad, o en condiciones de
supervivencia extremadamente artificiales, lo que quiere decir no funcionales).
Los políticos y gestores se encuentran en medio. Tal vez quisieran hacer caso a los
científicos, pues saben que merece la pena fiarse de ellos, ya que ha sido el conocimiento científico el que ha permitido el desarrollo de tecnologías que han hecho al
mundo ser lo que hoy es; pero al mismo tiempo se deben a la sociedad que les vota y
que paga con sus impuestos la tarea común (McNeely 2000). Por eso, aunque se ha
pretendido una aproximación ecosistémica a la conservación (donde el énfasis se pondría en la conservación de los flujos de materia y energía, en lugar de ponerse en los
organismos, componentes del sistema; ver, por ejemplo, Grumbine 1994), recurrir a
las especies sigue siendo vital. Trabajemos, pues, por la recuperación de especies, pero
teniendo las ideas claras.
Queremos conservar la integridad composicional y funcional de la biosfera
(Callicott et al. 1999), y para ello cuantas más especies consigamos recuperar, mejor.
La selección de objetivos puede hacerse a partir de los conceptos de especies abanderadas, paraguas, clave e indicadoras, intentando que las mismas especies caigan en
varias categorías, para ganar eficacia. Pero recordando siempre que, para alcanzar el
objetivo final, una especie sólo debería considerarse recuperada cuando sea lo suficientemente abundante y bien extendida en libertad como para mantener su funcionalidad, garantizar su capacidad de adaptación a los cambios ambientales y conservar
sus potencialidades evolutivas sin necesidad de ayuda de origen humano.
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¿Qué es lo que pretendemos conservar...?
¿Quiere ello decir que si no alcanzamos ese estatus debemos rendirnos? ¡Ni mucho
menos! De hecho, es imposible pasar directamente de una situación de amenaza a otra
de plena recuperación (dependiendo de las especies y las circunstancias, el proceso
puede durar años, lustros, siglos o no alcanzarse jamás). Pero sí que se pueden jerarquizar los objetivos a alcanzar en cada fase de los programas de recuperación. En primer lugar queremos salvar, como sea (incluyendo reproducción en cautividad, alimentación suplementaria, etc) a la especie amenazada de la inminente extinción.
Conseguido este primer paso podremos plantear ir más allá y potenciar la poblaciones
silvestres o crear mediante reintroducción algunas poblaciones nuevas. Superado de
nuevo este paso, podríamos aspirar a recuperar el área ocupada por la especie hace
veinte, o cincuenta, o cien años, etc, etc. En todo caso, la sociedad debe tener claro
que el objetivo buscado no es salvar especies por salvarlas, manteniéndolas artificialmente. Si nos conformáramos con eso sería tanto como aceptar que basta que en los
hospitales salven la vida de los pacientes, aunque se mantengan para siempre en coma
y con el respirador.
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