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Título original: Marathon. Sfida per la vittoria Primera edición: 2012 autor: Andrea Frediani mapa: Giorgio Albertini © 2011 Newton Compton editori s.r.l. © traducción: M. P. V., 2012 © Algaida Editores, 2012 Avda. San Francisco Javier, 22 41018 Sevilla Teléfono 95 465 23 11. Telefax 95 465 62 54 e-mail: [email protected] Composición: REGA ISBN: 978-84-9877-792-5 Depósito legal: Se. 3064-2012 Impresión: Huertas, I. G. Impreso en España-Printed in Spain Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización. Índice Antes de comenzar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Capítulo i . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 Capítulo ii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 Capítulo iii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 Capítulo iv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57 Capítulo v . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79 Capítulo vi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99 Capítulo vii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121 Capítulo viii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 Capítulo ix . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163 Capítulo x . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187 Capítulo xi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 209 Capítulo xii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231 Capítulo xiii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249 Capítulo xiv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267 Capítulo xv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285 Capítulo xvi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 305 Capítulo xvii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 325 Capítulo xviii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 347 Capítulo xix . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 369 Capítulo xx . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 385 Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 403 Epílogo del autor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 407 Antes de comenzar E n líneas generales, una novela histórica no puede prescindir de términos técnicos o muy relacionados con la sociedad, el lenguaje, el acontecimiento o a las costumbres de la época en la que está ambientada. Sin embargo, esta vez no pretendo afligir al lector sembrando el texto con palabras no comprensibles para quien no tenga un conocimiento profundo sobre el argumento. Por lo tanto, ante expresiones del griego antiguo que tienen correspondencia con una palabra contemporánea, he preferido usar directamente ésta última, evitando cargar el texto con notas a pie de página. Tratándose de un hecho narrado «en tiempo real», sería un contrasentido hacerlo de otra forma. Al lector deseo indicarle sólo unos pocos términos que sí aparecerán en el texto. El hemerodromo era el corredor capaz de correr un día completo; el stadion, o estadio, era tanto la unidad de medida correspondiente a unos 180 metros como la prueba corta de las competiciones de carreras; el diaulos, la prueba de medio fondo correspondiente a un doble stadion; y el dolicos, la prueba de fondo equivalente a nuestros 5000 metros. A.F. 9 Después de la batalla de Maratón, según la tradición, un heraldo corrió hasta Atenas para anunciar la victoria. Después de casi cuarenta kilómetros, el guerrero llegó extenuado y murió inmediatamente después de haber hecho el anuncio. Pero las fuentes antiguas no están de acuerdo sobre quién fue aquel hombre. Hay quien le da el nombre de Eucles, quien de Tersipo, y otros atribuyen la empresa a Filípides (o Fidípides), a quien la tradición, de común acuerdo, otorga la hazaña de haber recorrido el camino mucho más largo hasta Esparta, antes de la batalla. ¿Y si enviaron a Milcíades y sus socios más de un mensajero a Atenas? Ko tro ni Ag ri e l i k i K o Carandro Probalinto Ha ci aA ten as Templo de Heracles Marisma de Vrexiza Bosque sagrado Maratón ra k i Tricorinto Gran Marisma ura Cinosa Playa de Esquenia Lago Stormi La llanura de Maratón en el 490 a. C. I Cabo de Artemisio, Eubea, agosto del 480 a. C. H abía una enorme curiosidad a bordo. Durante algún tiempo los hombres, los hoplitas embarcados, los marineros, e incluso los remadores, habían dejado de preguntarse sobre la situación en las cercanas Termópilas y estaban más ocupados en analizar la superficie del agua, en espera de ver emerger de la oscuridad la silueta de la embarcación cuya llegada había sido anunciada por un heraldo persa. Y además, todos le miraban a él, al poeta, aguantándose con mucho esfuerzo las ganas de preguntarle por qué una mujer proveniente de la flota persa tenía que venir a visitarle entre un enfrentamiento y otro. Pero nadie se atrevía a acercarse a él e interrogarle explícitamente. Como veterano de Maratón, Esquilo era uno de los pocos que se había enfrentado en el pasado a los persas. También por ello causaba una cierta impresión entre los reclutas. Como autor de dramas teatrales, se había construido un nombre fuera de los campos de batalla, y los otros veteranos encontraban poco digno mostrar interés hacia quien, como él, había preferido concentrar sus propias energías en una actividad que se consideraba muy poco viril. 15 ANDREA FREDIANI El navarco, por otra parte, se complacía con la situación. Nada podría distraer de forma tan eficaz la atención del equipaje sobre los acontecimientos del día en el frente marítimo y en el terrestre ante el primer día de enfrentamiento con el temido enemigo asiático. Durante diez años los griegos habían temido la venganza persa. Una década exacta desde la fecha en la que los hombres del gran rey habían escapado frente a la masa compacta de los hoplitas atenienses en Maratón. Y ahora el momento tan temido había llegado. Muchos de los ciudadanos embarcados en los ciento ochenta trirremos de la flota ateniense habían visto por primera vez a un persa sólo pocas horas antes, de forma confundida y de lejos, en los puentes de las naves enemigas ocupadas en intentar rodear a la flota griega. Se había tratado de una primera toma de contacto, nada más. A primera hora de la tarde, Euribíades y Temístocles, comandante oficial y comandante de hecho de la flota helénica, habían querido probar la consistencia de la flota de Jerjes y se habían acercado a Afete, a breve distancia de la punta más al septentrión de Eubea, dando batalla. Los persas habían intentado aprovecharse de la propia superioridad numérica disponiéndose en círculo alrededor de las naves griegas que, sin embargo, se habían formado en una alineación radial, con las proas mirando al enemigo y una ausencia de movimiento que había continuado hasta caer la tarde, lo que había dado lugar al final de la hostilidad. Salvo algún que otro lanzamiento de proyectiles, no había ocurrido nada que fuera relevante. Muy diferentes fueron los acontecimientos ocurridos en las Termópilas, si se prestaba atención a las noticias llegadas por tierra. El rey espartano Leónidas había tenido que enfrentarse a una serie de ataques enemigos a la altura del desfiladero, pero su defensa no había mostrado ninguna señal de debilidad. Si aquel angosto paso demostraba ser insuperable, como los 16 MARATÓN griegos esperaban, a los persas no les quedaría otra opción que intentar un ataque con más determinación por mar, en aquel estrecho canal entre la isla de Eubea y la tierra firme, punto donde el comando griego deseaba poder frustrar la superioridad numérica de la flota enemiga. Vamos, que parecía que los griegos habían acertado la mejor estrategia. Los persas se habían adentrado en una partida que les impedía dar rienda suelta a todo su potencial, tanto por tierra como por mar. Pero todo aquello no parecía afectarle al poeta. A diferencia de los otros que, antes de ir a dormir, se enredaban en charlas y comentarios sobre el día que acababa de transcurrir, Esquilo permanecía por su cuenta, sentado en la cubierta, entreteniéndose con un estilo y tablas de cera sin percatarse de lo que ocurría a su alrededor. Parecía que durante aquel día había recibido la inspiración para componer algo, algo con un fondo bélico por fin, auguraba la mayoría, escandalizada por el hecho de que el hoplita no hubiera jamás trasladado a un escenario sus experiencias en el campo de batalla. Casi parecía que se avergonzara… Esquilo levantó sólo la mirada cuando un vigía indicó la llegada de una pequeña embarcación. Era la que habían anunciado con anterioridad, marcada con una bandera blanca izada en la proa. Pero no era la bandera lo que se abría paso en la oscuridad sino el tejido del traje de una mujer, de pie en el centro del puente. Los hoplitas se amontonaron contra la barandilla, algunos para obedecer las órdenes del navarco (que había pretendido un fuerte control en el acceso al puente), y otros para ver a la visitante. Esquilo, en cambio, no se movió. Conforme la mujer se acercaba al lateral del trirreme, se definió mejor su figura, envuelta en un vestido blanco, largo hasta los pies y repleto de brillantes que resplandecían con la luz de las antor- 17 ANDREA FREDIANI chas, con alfileres como cierres y decoraciones doradas en la parte delantera, y un cinturón dorado justo debajo del pecho. Una capa color púrpura con bordados dorados le caía por los hombros y un sombrero de hoja frigia, blanco y dorado como el vestido, le escondía la melena. Nadie, en la cubierta, tuvo dudas de que se trataba de la consorte de un alto dirigente persa o del Asia Menor. Cuando la barca llegó junto al costado de la nave, desde el puente le arrojaron una escalera de cuerda. En primer lugar subieron dos cortesanos, también estos vestidos con fastuosidad, si bien de una forma más comedida. Después de registrarlos, los hoplitas, armados con todo lo posible, autorizaron también a la mujer para que subiera a bordo. Cuando estuvo en el puente se percataron de que también era atractiva, sin ser joven ni tampoco bella, según los cánones clásicos, pero con unos rasgos en el rostro que parecían tener cada cual su propia personalidad: cada uno se quedaba grabado en la memoria del observador, transformándose al instante en una especie de fetiche. La nariz, sobre todo, se presentaba ante el interlocutor como si quisiera salir de su lugar para pellizcarle. Larga y ligeramente arqueada, tenía grandes orificios y terminaba con una punta parecida a la cúspide de una lanza. Los ojos, oscuros e intensos, se movían hacia la izquierda y la derecha con vivacidad y las mejillas parecían querer seguir el movimiento de las pupilas. Los lóbulos de las orejas parecían descolgarse, como arrastrados por el peso de los vistosos pendientes. La boca, regular y deseable, tenía un labio superior que se asomaba sensualmente más allá del perfil. La barbilla era larga y amplia pero elegante, y ofrecía al oval del rostro una forma inusual, característica. Si bien no era bella, se entendía cómo podía haber logrado embrujar a un personaje importante. 18 MARATÓN Esquilo, que se había concentrado de nuevo en su propio trabajo, no levantó la mirada ni siquiera después de haber escuchado a los otros cómo le indicaban a la mujer el lugar donde él estaba. Sintió sus pasos acercarse, pero siguió grabando en la tablilla de cera. Los versos estaban tomando forma y no tenía ninguna intención de dejarse distraer hasta que no hubiera terminado de transcribir lo que le pasaba por la cabeza. —Tú eres Esquilo, el poeta, me dicen. Tengo muchas cosas que contarte —dijo la mujer, con una voz decidida pero sin autoritarismo. El hoplita no se levantó ni alzó la cabeza. Transcribió los últimos versos sobre la reina madre del gran rey Jerjes y luego los leyó para sí mismo, para comprobar que funcionaban. Me parecieron dos mujeres con bellos vestidos, una arreglada con túnica de seda a la persa, la otra con la dórica, y avanzaban hacia mis ojos, mucho más vistosas por el tamaño de como hoy son las mujeres de belleza perfecta, dos hermanas de sangre: a una la suerte le había dejado vivir en la tierra de sus padres, Grecia, a la otra en un país extranjero. Y me parecía ver que tenían algo, aunque no sé qué enfrentamiento había entre ellas: mi hijo lo entendía y se esforzaba en aguantarlas y aplacarlas bajo un solo yugo para imponer a sus cuellos unas únicas riendas. Y una, orgullosa por el bastidor, ofrecía su boca a una buena guía; la otra pataleaba, hería y arrancaba violenta con las manos 19 ANDREA FREDIANI los arneses, y al final sin yugo y sin bocado destrozaba el carro. La mujer no le interrumpió, ni dio señales de impaciencia. No demostraba en absoluto el orgullo que se podría esperar de la consorte de un alto dirigente. Al contrario, parecía mantener un comportamiento humilde y sumiso frente al poeta, casi como si fuera una postulante. Mientras tanto la tripulación, si bien se mantenía a una distancia respetuosa, observaba atentamente la escena. Había quien movía la cabeza, criticando el comportamiento de Esquilo. Los dos guardias del cuerpo se mantenían también distantes, permaneciendo entre la mujer y los demás. —¿Por qué me podría interesar lo que tienes que contarme? —dijo finalmente Esquilo, levantando la cabeza y mirando fijamente a la mujer. —Porque trata sobre tres de tus amigos que ya no están —respondió ella con un suspiro de alivio. Esquilo se quedó mirándola. Parecía que la mujer efectivamente había conseguido llamar su atención. —¿Tres? —preguntó. —Filípides, Tersipo y Eucles. —No hay nada nuevo que saber que yo no sepa sobre ellos. Una mujer no puede saber más que yo. Sobre todo una mujer persa. —Una mujer puede saber más que tú. Sobre todo si era la esposa prometida de ellos. Esquilo no consiguió replicar inmediatamente. Necesitó tiempo para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta. —¿Su prometida esposa? —preguntó al final. La mujer explotó de repente en lágrimas, y se dejó caer al suelo. 20 MARATÓN —Era un juego… sólo un juego… pero se nos escapó de las manos… —dijo sollozando. Sus dos guardias hicieron un gesto para acercarse, pero Esquilo les respondió con otro para que se detuvieran. Luego tendió las manos hacia la mujer, le sujetó dulcemente las muñecas, dejó que su llanto se calmara y luego le preguntó: —¿Pero tú, quién eres? Ella se secó las lágrimas con una esquina de la capa. Suspiró de nuevo. El maquillaje se le había en parte corrido, revelando numerosas arrugas y rasgos más marcados, pero el rostro no había perdido nada de su fuerza. —Me llamo Ismene y soy ateniense. Ahora soy una de las amantes del gran rey Jerjes, pero hubo un tiempo en el que estuve casada con un ciudadano ateniense. Hipias, el hombre que estuvo presente en Maratón junto a los persas, era mi tío. Había suficiente información para suscitar la curiosidad de Esquilo. —¿Y por qué vienes a confesarte conmigo? —le preguntó. —Porque deseo que tú cuentes la verdad sobre aquellos tres jóvenes que quizás me amaron. Su verdadera historia, quiero decir. Sólo tú puedes hacerlo. Fuiste su amigo y sabes escribir dramas. Y no conozco un drama más intenso y absurdo que este. Esquilo la analizó de nuevo sin proferir palabra, intentando entender a quién tenía delante. Podía tratarse de una loca, a fin de cuentas. O de una agente persa que pretendía quitarle valor a los héroes de Atenas. ¿Qué otra cosa se podía esperar, por otro lado, de la sobrina de un tirano, de un traidor, de un hombre que había impedido cualquier forma de democracia en Atenas hasta que no había sido expulsado? Un hombre capaz de conducir a los asesinos de los hermanos jonios, los persas, contra su propia ciudad de nacimiento. 21 ANDREA FREDIANI Y sin embargo… y sin embargo, echaba de menos a Tersipo, Eucles y Filípides, así como a su hermano Cinegiro. Escuchar hablar de ellos podía ser una forma para que vivieran de nuevo. Y poco importaba que todo fuera falso. La historia le consentiría recordar y evocar de nuevo con ella los acontecimientos que habían llevado a su gloriosa y desafortunada muerte. —No será una historia larga, espero —dijo al final—. Mañana por la mañana tendremos que combatir de nuevo y pretendo descansar, al menos un poco… —No temáis. Será tan larga como el tiempo que se emplea en recorrer corriendo el trayecto entre Maratón y Atenas —dijo ella sentándose. 22