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CRÍTICA
JACOB STEVENS
LA ECOLOGÍA MONETIZADA1
Cuando Thomas Malthus escribió el «Ensayo sobre el origen de la población» señalando una eterna pugna entre un crecimiento de la población
exponencial y un mucho más lento crecimiento en la producción de alimentos, tenía una agenda política: descartar cualquier proyecto igualitario para la sociedad humana. La furiosa y elocuente respuesta de William
Hazlitt, en nombre de «todo el saber, o la virtud o la libertad», es el pistoletazo de salida para un debate que ha mantenido su fecundidad. Hoy
en día, el contenido ideológico de las posturas ha sido invertido: los verdes liberales de izquierda son quienes advierten del agotamiento de los
recursos; los defensores del crecimiento virtuoso del capitalismo es más
probable que sean directivos ejecutivos. Bjorn Lomborg, firmemente posicionado entre los últimos, se propone debilitar a los maltusianos modernos de hoy y aplacar todas las preocupaciones al respecto. El ingenio de la
sociedad humana y el dinamismo del capitalismo contemporáneo remontarán cualquier límite relativo a nuestra provisión de alimentos. Los fatalistas, como Malthus, Al Gore o Greenpeace, son sometidos a una exhaustiva
y desgastante polémica a lo largo de 500 páginas y 3.000 notas: han tergiversado los hechos. Las cuestiones abordadas en el libro –la demografía,
las existencias de grano y de pescado, el combustible fósil, la deforestación,
la polución del aire y del agua, la extinción de especies, el calentamiento
del planeta– son tan variadas como monótona es su estructura argumentativa: la economía prospera, la contaminación está bajo control, los pesticidas son prácticamente inocuos, la biodiversidad no está amenazada y
finalmente, pero no menos importante, el efecto invernadero no supone
una amenaza relevante.
En el prefacio, Lomborg reconoce su deuda intelectual hacia el último
ciclo del debate maltusiano: una entrevista con Julian Simon en la revista
Wired. Simon defiende que el crecimiento de la población ha llevado a
un perfeccionamiento de los indicadores materiales y medioambientales:
un tema presente en su trabajo desde que publicara The Ultimate Resource (1981); libro elogiado por Hayek. La historia intelectual de Lomborg
1
Bjorn LOMBORG, The Sceptical Environmentalist: Measuring the Real State of the World,
Cambridge, Cambridge University Press, 2001.
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Tanto Simon como Lomborg lamentan la obsesión mediática con las
malas noticias y con los escenarios de catástrofe, pero la última conversión damasquina parece haber procurado un gancho periodístico vital:
desde Politiken y The Guardian a The Economist, pasando por The Washington Post, las implacables «buenas noticias» estadísticas de Lomborg
han recibido la máxima publicidad. Después los ecologistas y los científicos han devuelto el golpe. Las reseñas, entre las que destacan las cuatro publicadas en la Scientific American, fueron elaboradas teniendo en
cuenta los temas abordados por Lomborg. De hecho la disputa suscitada
por el derecho de réplica y de reedición de Lomborg rápidamente tomó
un tono ácido que salpicó a otras páginas y sitios web. El sitio de Lomborg
en Internet, www.lomborg.com, fue contestado con el sitio www.antilomborg.com; un privilegio normalmente reservado a los políticos y a las grandes
corporaciones. Indudablemente ha tocado un nervio al proclamar haber revelado las incongruencias que sostienen la «industria» medioambiental.
The Sceptical Environmentalist tiene el aspecto, el aire y el estilo de la prosa
burocrática de un libro de texto de economía o de sociología («Debemos
tratar con cuidado los problemas, priorizar razonablemente, pero no preocuparnos exageradamente»). Tablas, gráficos y esquemas clasificadores,
ilustran cada paso de la argumentación. Cada capítulo comienza recitando
«la letanía»: las investigaciones medioambientales clásicas, los panfletos
activistas y los medios de comunicación que profetizan la crisis inminente. Seguidamente Lomborg despliega una selección de fuentes –a modo
ilustrativo, los organismos de investigación de la ONU, de Estados Unidos, de la UE–, con el objetivo de refutar las afirmaciones exorbitantes y
colocar el resto dentro del aplaudido contexto de los análisis de coste-beneficio. Al igual que hace Simon, desmonta con éxito partes de The Population Bomb (1968) de Erlich y Limits to Growth (1972) de Meadows; las
predicciones de un aumento de los precios y de la hambruna planetaria
no han sido corroboradas por los hechos.
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CRÍTICA
guarda un sorprendente parecido con la de Simon. Gurú del marketing y
de la gestión empresarial de la década de 1960 con opiniones maltusianas acerca de los peligros del crecimiento de la población, a Simon se le
vinieron abajo sus ideas –y según cuenta, su prolongada depresión– gracias a un estudio de los datos disponibles. En la segunda edición del
libro, los ataques que había provocado le llevaron a defender sus credenciales ecologistas: «no me gusta matar a las arañas ni a las cucarachas,
preferiría ahuyentar a las moscas antes que tener que matarlas». Lomborg
tiene un pasado como estadístico. Después de estudiar las conclusiones
de Simon –que al principio interpretó como simple «propaganda de derechas»– él también dio un vuelco a sus ideas acerca del estado del deterioro medioambiental. Sin embargo, Lomborg es agudo al evitar el error
observado en Simon, que es encasillado por su credo político, y se defiende
de antemano: como vegetariano confesado y como antiguo «miembro del
ala izquierda de Greenpeace», los lectores están advertidos para no rechazar su trabajo factual basándose en simples fundamentos políticos.
CRÍTICA
Lomborg juega sus cartas por orden de contundencia, empezando con el
crecimiento medio del bienestar humano y la disponibilidad global de
recursos. Una población que ha aumentado de menos de 3.000 millones
a más de 6.000 millones de personas en cincuenta años ha continuado
disfrutando de un crecimiento de la esperanza de vida y de una disminución de las enfermedades infecciosas incluso, como Lomborg se esfuerza en demostrar, en los países en vías de desarrollo. La tendencia a la
expansión de los cultivos más importantes y el aumento en el uso de fertilizantes y pesticidas han sepultado las predicciones maltusianas sobre
nuestra provisión de alimentos. La producción agrícola ha superado constantemente el crecimiento de la población, llevando a un aumento del 23
por 100 en la ración de alimentos per cápita desde 1961; en los países en
vías desarrollo, el volumen de la producción per cápita ha aumentado un
52 por 100. Acerca de la radicalmente desigual distribución, defiende que
tanto el porcentaje como el número absoluto de personas con hambre en
el mundo en desarrollo han caído desde 1970. El hecho de que en el África
subsahariana la ínfima disminución producida en esta proporción esté
disimulada por un gran incremento en el número absoluto, se esfuma
detrás de un simplificado «velo de ignorancia» rawlsiano. Si hubiera que
elegir entre vivir en un país donde 500.000 personas de una población de
1.000.000 mueren de hambre y otro en el que lo hacen 499.999 personas
de una población de 500.000, elegiríamos el primero; aunque únicamente el número relativo tenga un peso moral.
La perspectiva que ofrecen los recursos no renovables tales como los
combustibles fósiles se dibuja igual de resplandeciente. Las habituales
predicciones desde la década de 1970 de que nos quedaríamos sin petróleo
dentro de diez o veinte años se han visto refutadas por el avance tecnológico registrado. Lomborg muestra que las reservas disponibles actualmente de los combustibles más importantes se han ampliado en una proporción
más elevada de lo que lo ha hecho el consumo; consecuentemente los precios no han dejado de caer. Y por si no bastara, los costes de producción
de las energías renovables –energía solar y eólica– están menguando a un
ritmo que las hará competitivas en cincuenta años. La necesidad global
de energía ya podría satisfacerse sólo con cubrir de células solares el 2,6 por
100 del desierto del Sahara.
Al menos en el mundo desarrollado, la gran mayoría de los agentes contaminantes –desde las emulsiones producidas por la combustión de carbón hasta los fosfatos orgánicos– ha ido disminuyendo durante gran parte
de la segunda mitad del siglo XX. Lomborg se inclina en la dirección de
la regulación –la London Clean Air Act, los tratados internacionales sobre la
lluvia ácida y la capa de ozono–, pero la mayor parte de su relato apela
al crecimiento económico y al avance tecnológico. El aumento en la incidencia del cáncer no se atribuye a los fertilizantes o a los pesticidas, sino
al envejecimiento de la población y a una mejora en la atención generalizada. Ésta es, quizá, la sección más pormenorizada del libro, dado que
la epidemiología es, en muchos sentidos, un campo estadístico y Lomborg
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La alarma ecologista sobre el agotamiento de los recursos no renovables
y sobre los peligros de la contaminación, que al principio se encontró con
la negación rotunda de los gobiernos y de la industria, a la larga ha inspirado sofisticados órganos de investigación científica. Sin embargo, las
conclusiones científicas acerca del recalentamiento del planeta continúan
siendo lamentablemente insuficientes a la hora de prescribir medidas. Lomborg acepta la realidad de un aumento de las temperaturas producido por
la acción del hombre, pero cita nuevos estudios –principalmente sobre el
«efecto iris», consistente en la formación de nubes frías por el aumento de
la temperatura del mar– para sembrar la duda sobre su posible alcance.
El descenso en los costes de la energía renovable junto con estos efectos
mitigantes asegurarán, según su punto de vista, que el aumento no superará los 2oC y que se estabilizará después del año 2100. Esto debería evitar otro tipo de cambios mayores del sistema climático y producir simplemente un pequeño ascenso en el nivel del mar. La adaptación a este
cambio tiene un coste estimado de 5 trillones de dólares, en su mayor parte
destinados al mundo en vías de desarrollo, que recibiría el peor golpe; el
mundo desarrollado podría aspirar a un éxito de la economía en red. Las
políticas para prevenir o revertir el cambio climático –incluso la implementación del absolutamente inconsistente Protocolo de Kyoto– supondrían
entre 3 y 33 trillones más que lo anterior (dependiendo de cómo fueran
implementadas). Una vez más, el análisis coste-beneficio anuncia que el
proceder racional es la adaptación, sin ninguna aportación extra de fondos destinados a proveer agua potable y educación en el mundo en vías
de desarrollo.
El apoyo de esta entusiasta valoración, capítulo tras capítulo, se encuentra en la presunción de la existencia de una correlación constante entre el
acelerado crecimiento económico y la caída en la tasa de nacimientos, lo
cual conduce holgadamente (quizá sin esfuerzos) al uso de combustibles
y de tecnologías limpias. Lejos de ser un escéptico, Lomborg demuestra
ser un verdadero creyente, sus expectativas para los pobres del planeta
se sostienen en una fe ciega en la reestructuración neoliberal: «nos hemos
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CRÍTICA
aporta un minucioso examen de la metodología científica y de las regulaciones existentes, con una visión de conjunto de una selección de estudios que muestran que las muertes debidas al cáncer, atendiendo a cada
edad, están disminuyendo a escala global. Los cancerígenos artificiales se
comparan a los mucho más frecuentes e indiscutiblemente más tóxicos
que se producen de modo natural; fija las víctimas mortales en Estados
Unidos a causa de cancerígenos artificiales en 20 personas al año. Dentro de las constricciones impuestas por el sistema económico actual, Lomborg es capaz de articular el clásico dilema regulador. Si fuésemos a
embarcarnos en una transición hacia los alimentos orgánicos –el gobierno danés estima que esto costaría un 3 por 100 del PIB–, la subida de los
precios recaería sobre el consumidor, el descenso resultante en la cantidad
de fruta y de verduras ingeridas aumentaría las muertes de cáncer y la pérdida en la productividad agrícola llevaría a una mayor deforestación.
CRÍTICA
hecho cada vez más ricos, en primer lugar, porque nos hemos organizado fundamentalmente en una economía de mercado y no porque hayamos estado preocupados». Lomborg se apoya en el Banco Mundial para
algo más que para las estadísticas: también le proporciona sus herramientas para el análisis político. El «problema africano» recibe el diagnóstico –el mal gobierno– y el remedio –el fortalecimiento de la legislación
en materia de propiedad privada y la apertura de los mercados– familiar
del FMI. En el comienzo del libro sostiene que el crecimiento económico
es una tendencia que puede ser proyectada sin inconveniente hacia el
futuro; aunque la única base citada para sostener esta opinión es el Intergovernmental Panel on Climat Change. Incluso éste aconseja cierta cautela en sus predicciones –basadas en el Banco Mundial– de un crecimiento
global mantenido y la convergencia entre el mundo desarrollado y el mundo
en vías de desarrollo. Lomborg se suma de manera entusiasta a las predicciones pero desdeña la cautela.
Una valoración más seria de las vicisitudes del mundo en vías de desarrollo durante las décadas más recientes tendría que tomar en consideración las divergencias radicales existentes en la economía global durante
este periodo. La industrialización registrada en América del Sur, en el
sudeste asiático y en África durante las décadas de 1960 y 1970 logró éxitos en algunas áreas en parte gracias a la utilización de estrategias de sustitución de las importaciones y otras políticas de mercado nacionales y
regionales. El advenimiento del modelo dictado por el Banco Mundial
y la OMC desde la década de 1980 –la prohibición efectiva de la utilización
de cualquier estrategia para proteger sectores de la economía nacional– ha
expuesto aún más a estas economías débiles a los caprichos del capital
global. Depender enteramente del mercado de la exportación ha llevado
a eludir las cuestiones de la redistribución necesarias para incrementar el
poder adquisitivo en el ámbito nacional; como resultado, estas economías
dependen progresivamente de las fluctuaciones experimentadas en el centro. Contrariamente a las halagüeñas visiones de Lomborg, el efecto de
conjunto de los programas de ajuste estructural impuestos durante las
décadas de 1980 y 1990 a cerca de noventa economías en vías de desarrollo y en transición ha sido la institucionalización del estancamiento
económico.
El Human Development Report de la ONU proporciona una buena visión
de conjunto de los efectos de los últimos veinte años sobre 4.600 millones de personas que viven en el mundo en desarrollo. Hay 2.400 millones de
personas sin acceso a una atención sanitaria básica; 1.200 millones viven
con menos de un dólar diario y 880 millones son analfabetos. Durante el
último cuarto de siglo la renta per cápita en los Estados árabes, en América Latina y en el Caribe creció por debajo del 1 por 100 anual, y en el
África subsahariana efectivamente cayó un 1 por 100 anual; dieciséis economías en transición de Europa del Este y la CEI también han sufrido una
reducción en la renta per cápita durante la década de 1990, en cuatro de
ellas la reducción ha sido del 50 por 100 durante la última década. El Global
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Lomborg sólo dedica tres páginas a abordar la desigualdad en el planeta,
a lo largo de las cuales defiende que es preferible el uso de una comparación basada en la paridad del poder adquisitivo (PPP) a una basada en
los tipos de cambio; lo que arroja una proporción más reducida y, aparentemente, un tenue descenso de la desigualdad global durante las décadas de 1980 y 1970. Lomborg omite apreciar que el tipo medio de país
en vías de desarrollo que utiliza está influenciado en gran medida por el
relativo éxito del sur y este de Asia: el 2001 Human Development Report
muestra que el África subsahariana y los países menos desarrollados han
sufrido un descenso, desde un PIB per cápita en 1960 consistente en
un noveno de la elevada renta de los países de la OCDE a exactamente un
decimoctavo en 1998. Escasamente trata la desigualdad vigente dentro de
los países, una consideración crucial en la elaboración de pronósticos
rigurosos sobre el crecimiento, que puede también afectar a las conexiones entre los indicadores de crecimiento y empobrecimiento medioambiental.
La desigualdad de los términos de intercambio que Lomborg pretende
ignorar revela que la proporción entre el PIB per cápita del 20 por 100
de los países más ricos y el 20 por 100 de los más pobres sufrió un incremento de 30/1 en 1960 a 78/1 en 1994. Con los mercados agrícolas y de
bienes primarios occidentales bloqueados por políticas proteccionistas,
con las leyes de propiedad intelectual entorpeciendo la difusión de nuevos saberes y tecnologías y con el mantenimiento de los pobres resultados económicos de los últimos veinte años, las perspectivas de crecimiento en el mundo en vías de desarrollo se presentan inciertas, por no decir
algo peor. Debido a la debilidad económica relativa, el Sur es incapaz de
resarcirse actuando en contra del proteccionismo practicado por Estados
Unidos y por la Unión Europea o de protestar de modo efectivo contra
un sistema de mercado mundial amañado. El nivel de desigualdad global
es probable que también origine un incremento de la inestabilidad política y económica, tanto nacional como internacional. Debido al papel crucial dado a las previsiones del Banco Mundial a lo largo de The Sceptical
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CRÍTICA
Economic Prospects Report (2002) del Banco Mundial muestra que, si excluimos a China, el número de personas que viven con menos de 2 dólares
diarios continuó aumentando durante la década de 1990, alcanzando los
2.100 millones de personas. El Centre for Economic and Policy Research
ha analizado varios indicadores durante las pasadas cuatro décadas: el
grupo de países más pobres pasó de un crecimiento positivo del PIB en
el periodo comprendido entre 1960 y 1980 a un crecimiento negativo
entre 1980 y 2000; en cuanto al resto de grupos, se experimentó un crecimiento más lento durante el segundo periodo. La esperanza de vida y
la mortalidad infantil se han regido por un patrón similar, al registrar una
mejora mucho más lenta durante los últimos veinte años. Si bien Argentina ofrece actualmente el ejemplo más espectacular, el Consenso de Washington no se ha ocupado del desarrollo del mundo en su conjunto, y no
hay razones empíricas para creer que empezará a hacerlo en el futuro.
CRÍTICA
Enviromentalist, Lomborg haría bien en examinar sus fuentes; a diferencia de las estadísticas sobre la deforestación, no basta meramente con
citarlas.
El empeoramiento de los indicadores es más claro en aquellas regiones
que han sido dejadas atrás por los últimos veinte años de «desarrollo» económico. Como revela el reciente Enviroment Report, GEO-3 de la ONU,
este hecho ha sido oscurecido por la utilización de promedios transversales de todo el mundo en vías de desarrollo. Una injusta distribución de
la tierra, el aumento de la población y la generalización de la pobreza en
África han llevado a una grave erosión del suelo y a una tasa de deforestación anual del 0,7 por 100. Un cuarto del total de la superficie de la
Tierra está en riesgo de desertificación. El Amazonas brasileño, la selva
tropical mayor del mundo, se ha visto reducido en un 10 por 100 en los
últimos veinte años, sufriendo un aceleramiento de la tala de árboles durante la década de 1990. Una capa formada por una nube de contaminación
marrón, medida por primera vez en 1999, ahora cubre gran parte de Asia,
reduciendo la luz del sol que llega a India en un 10 por 100; las emisiones de dióxido de azufre en la región se han incrementado en un 47 por
100 desde 1985, lo que comporta la propagación de los daños causados
por la lluvia ácida. La captura abusiva de pescado ha conducido a que
cerca del 70 por 100 de los bancos de pescado comercialmente relevantes
haya sido clasificado como completamente capturado, sobreexplotado,
agotado o en «lenta recuperación». La actividad militar, como las pruebas
de armas de la Guerra Fría, también ha tenido un efecto devastador en
algunas regiones. Estos fenómenos biorregionales son convenientemente
ocultados por el énfasis de Lomborg en las estadísticas globales.
Otras tendencias mundiales también desafían las conclusiones de Lomborg. La concentración de CO2 en la atmósfera es ahora de 330 partes por
millón, un incremento del 30 por 100 desde 1750 que sigue en aumento.
Actualmente el recalentamiento global se estima que ha producido un
incremento de la temperatura media en todo el planeta de 0,6oC, y una
subida de entre 10 y 20 cm en el nivel del mar. Lomborg sostiene que no
ha habido un aumento notable en el número de accidentes climáticos
extremos, pero otras fuentes difieren radicalmente. De acuerdo con la
compañía de seguros Munich Re, el número de grandes desastres naturales durante la pasada década es tres veces más alto de lo que lo fue en la
década de 1960 y el volumen de pérdidas económicas es nueve veces más
alto: cerca de 100.000 millones de dólares sólo en 1999. El número de
personas afectadas aumentó de 147 millones al año en la década de 1980
a 211 millones al año durante la de 1990, dos terceras partes de cuyos muertos proceden de países con bajos niveles de desarrollo. Lomborg intenta
explicar esto indicando los incrementos en la densidad de población y en
el crecimiento económico de las áreas afectadas; lo cual es parte de la
razón, pero no desmiente el incremento en la frecuencia de los desastres
hidrometeorológicos.
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El registro del aumento y de la disminución de ciertos contaminantes a medida que una economía crece, conocido como la «curva medioambiental de
Kuznet», ha sido discutido pormenorizadamente por economistas y ecologistas. Hay muchas maneras de explicar esta relación: el aumento de la conciencia social y de la presión política, la regulación, el regreso a una escala
tecnológica menos contaminante, y la tendencia del mundo rico a exportar
las industrias de contaminación intensiva. Muchas de estas causas echarían
por tierra la valoración de Lomborg acerca de que el crecimiento capitalista
llevará a una mejora medioambiental. Si bien la producción de algunos contaminantes ha disminuido en algunas economías con un PIB en crecimiento,
la complacencia de Lomborg va mucho más lejos de lo que permiten las evidencias. Una serie de tendencias económicas indica una aproximación más
cautelosa: el desplazamiento de las industrias de contaminación intensiva al
mundo en vías de desarrollo ocasionará un aumento de la toxicidad en estos
lugares. Las fuerzas sociales en el centro de la economía-mundo capitalista
fueron lo suficientemente fuertes como para exigir leyes medioambientales
efectivas; aquellas presentes en la periferia de una economía global progresivamente desigual puede que no lo sean.
En la conclusión del libro, Lomborg cita un estudio de Harvard que atribuye un «coste por vida y año» a un abanico de medidas, desde los detectores de humo obligatorios (de coste inferior a cero) a los niveles de emisión
de radiación en las plantas de energía nuclear (180 millones de dólares).
Tales comparaciones en términos de coste y beneficio proporcionan la
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CRÍTICA
Quienes aceptan las optimistas predicciones del IPCC para el sur del planeta puede que todavía duden de la simplista conexión que Lomborg
establece entre el crecimiento del PIB y la mejora de la calidad de vida y
los indicadores medioambientales. Lomborg infravalora el papel de la
intervención política basándose en un ejemplo insuficiente proporcionado por Julian Simon: un descenso en la polución del aire en las ciudades
que no disponen de una Clean Air Act. Lo cual revela un arrogante desdén por la historia social del cambio medioambiental: la presión social
que conduce a la regulación en un caso puede funcionar a través de otros
canales. La polución del aire en la Inglaterra victoriana fue severa, provocó de 4 a 7 veces más muertes de personas que la polución global del
aire en la década de 1990, y a medida que se extendió la Revolución Industrial, trayendo consigo el humo de las fábricas, los ciudadanos comenzaron a protestar. Con las demandas de un agua limpia y de salubridad
urbana, las consecuencias indiscriminadas de la polución del aire supusieron que unas fuerzas sociales poderosas apoyaran la regulación, lo cual,
a su vez, condujo a los avances tecnológicos en combustibles limpios y
en la filtración que permitiera a la economía seguir funcionando. La presión política originó la toma de medidas medioambientales en Londres en
1956, y después más ampliamente en Norteamérica desde 1966, Europa
occidental y Japón desde 1970 y Europa oriental desde la década de 1990.
Something New under the Sun de John McNeill ofrece un buen análisis al
respecto.
CRÍTICA
trama estructuradora de las páginas del libro: las muertes de cáncer y la
eutrofización de los lagos, causada por el aumento en el uso de fertilizantes y pesticidas, se contraponen al coste en el PIB de un cambio a la
comida orgánica. Y el coste de adaptarse al cambio climático planetario
se argumenta que es menor al que supondría mitigarlo. Aquí nos encontramos con la feliz unión de Lomborg en tanto que neoliberal y estadístico: los problemas que entraña la complejidad de la toma de decisiones
políticas como mejor se solventan es evaluando las alternativas aplicando
una escala común: el dinero.
Si bien Lomborg acierta cuando sostiene que los ecologistas necesitan
sopesar sus demandas frente a otras medidas necesarias –la sanidad y el
desempleo, por ejemplo–, esto no implica que «debamos comparar los
costes y beneficios de todas las inversiones [medioambientales] con las
inversiones equivalentes en todas las restantes áreas importantes del
hacer humano». La credibilidad inicial del razonamiento de Lomborg descansa en el ejemplo del estudio de Harvard: dado el objetivo político de
prevenir la muerte accidental, y los limitados fondos destinados a ello,
aquélla parece una medida razonable. Pero el salvar vidas no es un fin
político que tenga que colocarse al lado de otros como la mejora de la
calidad de vida y la conservación del medio ambiente para futuras generaciones. Permitir el deterioro o la destrucción de un ecosistema local,
aduciendo que el coste económico es menor que el beneficio económico, es un tipo de valoración cualitativamente diferente: es asumir que es
posible poner un precio a los recursos naturales.
Aquí, las opiniones de Lomborg se inspiran en Garret Hardin, quien formuló un problema que llamó «la tragedia de los bienes públicos». Resumiendo, éste describe la sobreabrasión de la tierra de dominio público
causada por los campesinos propietarios de ganado, y argumenta que el
camino para garantizar un nivel de abrasión óptimo de la tierra es adjudicar derechos de propiedad concretos: cada agente puede entonces evaluar el coste marginal de la abrasión en su propia parcela frente al beneficio marginal. Aunque tanto Hardin como Julian Simon comparten la fe
en la mano invisible del mercado, ambos discrepan vivamente sobre los
efectos de un aumento de la población. Hardin sostiene, desde una concepción maltusiana, que cualquier redistribución de la riqueza, al final,
sería perjudicial para todos: «cada vida salvada este año en un país pobre
disminuye la calidad de vida de futuras generaciones». La solución preferible para Hardin a la tragedia de los bienes públicos fue atribuir derechos de propiedad sobre la tierra, pero el neoliberal de hoy también
incluiría la opción de atribuir derechos de abrasión: cualquier cosa que
permitiera al mercado asignar un precio al coste social de la actividad en
cuestión. Según esta visión, todos los problemas medioambientales se deben
a las externalidades que aún no tienen asignadas un precio.
Los recursos naturales pueden introducirse en los mercados si se crean
derechos de propiedad comercializables (tales como los créditos de emi144
Hay un problema relacionado con la forma que tiene Lomborg de «sopesar» los temas medioambientales: las evaluaciones de costes malamente se
ocuparán de cualquier riesgo de catástrofe. Lomborg intenta arreglárselas
con esto diciendo que ya ha mostrado que «las catástrofes ecológicas a
gran escala» son míticas. Lamentablemente, no lo hace: como mucho, ha
admitido que situaciones como el calentamiento extremo del planeta son
muy improbables; lo cual en absoluto es lo mismo. El método estadístico
tradicional para tratar los pequeños riesgos de una gran catástrofe consiste en multiplicar el coste del desastre por el riesgo (fraccional), pero
ésta es una base precaria para diseñar políticas. Debe quedar abierto a
una sociedad democrática declarar el que cualquier riesgo reducible o eliminable sea inaceptable, por muy pequeño que sea. El calentamiento del
planeta está dentro de esta categoría: el pronóstico optimista de Lomborg
descansa sobre tantas variables cuestionables –las todavía inconclusas
investigaciones que cita, las perspectivas económicas para el mundo en
vías de desarrollo y el coste futuro de la energía renovable– que el riesgo que queda puede ser tal que el mundo debería elegir no asumirlo.
Otros peligros potenciales que caerían dentro de esta categoría son los
alimentos genéticamente modificados gracias a la posibilidad de transferir información genética, y la constante perdida de la biodiversidad, que
amenaza con la desestabilización ecológica y la pérdida de valiosas plantas y animales. Consideraciones similares son aplicables a escala regional
o local, como darán testimonio los habitantes de Ogoniland y Chernobyl.
Poner un precio a una «externalidad medioambiental» no recoge adecuadamente los escenarios de catástrofe u otras transformaciones cruciales
que se dan en una ecología local o regional: estos temas deberían reser145
CRÍTICA
sión) o, alternativamente, si su valor puede fijarse indagando qué pagaría
la gente si hubiera un mercado de estos bienes (o cuál sería la compensación que aceptarían por una pérdida medioambiental). Es evidente que
los pobres aceptarían un precio más bajo que los ricos. El efecto de la
aplicación generalizada de esta visión es profundamente antidemocrático:
las decisiones sobre el medio ambiente natural compartido las tomarán
quienes ya dominan el capital global antes que ninguna forma de diálogo político y proceso de toma de decisión. Una vez más, la credibilidad
de este criterio se debe a los casos donde el objetivo inicial ha sido decidido de antemano; si algún otro proceso político ha establecido un fin,
tal como un límite a las emisiones, entonces, los créditos comercializables
representan un posible mecanismo para alcanzarlo. Pero esto no nos
ayuda a evaluar el objetivo de tener energía barata frente al de tener un
medio ambiente saludable. Si pedimos a los Ilaje en Nigeria calcular el
coste de la destrucción de sus tierras y de sus ríos por Chevron, su resistencia está legitimada. Poner precio a los «servicios ecológicos» de una
parte del medio ambiente no refleja fielmente su valor. Algunos valores
son inconmensurables y es la premisa neoliberal de que se puede poner
precio a todo en el mercado lo que permite a Lomborg desplazarse desde
una «evaluación política» a la aplicación generalizada del análisis costebeneficio.
CRÍTICA
varse para la acción y la discusión política, antes que reducirse a inadecuados instrumentos del mercado.
Incluso la optimista lectura que hace Lomborg del panorama global reconoce que un surtido creciente de productos químicos están contaminando nuestros lagos y mares, que los principales bosques y la biodiversidad
están reduciéndose sin interrupción y que el calentamiento del planeta
por la acción del hombre ha empezado a hacer efecto. Su neoliberalismo
evangélico conduce a una peligrosa complacencia sobre las tendencias
futuras vigentes en el mundo en vías de desarrollo, y el barniz práctico
que aplica a la evaluación política de los problemas del medio ambiente
resulta ser inherentemente antidemocrático. Enfrentarse a los problemas
puestos de relieve por el movimiento ecologista requiere una nueva mirada hacia la naturaleza de la discusión política y de la democracia, y Lomborg acierta cuando señala que el comienzo de este proceso es una mirada
mesurada sobre el estado del planeta. Pero utilizar los análisis coste-beneficio para poner el proceso de toma de decisiones en manos del mercado, sin la adecuada deliberación de las razones por las que la sociedad
debería elegir perseguir una serie de objetivos medioambientales y políticos, echa a perder el debate antes de que haya comenzado. Aunque uno
sea pesimista y el otro optimista, ambos, Malthus y Lomborg, dejan a la
sociedad con pocas elecciones colectivas y efectivas que tomar; la llamada de Hazlitt a rehabilitar otros valores podría aplicarse a cualquiera de
los dos.
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