Download Capítulo V. Habermas y la Moral Postconvencional

Document related concepts

Ética del discurso wikipedia , lookup

Lebenswelt wikipedia , lookup

Acción comunicativa wikipedia , lookup

Karl-Otto Apel wikipedia , lookup

Aprendizaje dialógico wikipedia , lookup

Transcript
Capítulo Quinto
Habermas y la Moral Postconvencional
Sobre una Teoría normativa de carácter universal.
La necesidad de profundizar en una teoría normativa de la sociedad se le presenta a
Habermas como una consecuencia directa de su tesis sobre la colonización del mundo
de la vida por los sistemas sociales, pues, como vimos, en la fragmentación de los
universos simbólicos de vivencia en formas de vida “privadas” —la imposibilidad de
gestar una identidad cultural homogénea para toda una sociedad—, el mundo de la vida
se encuentra despojado de su función primordial de la integración social, que ya sólo
puede ubicarse en un sistema “artificial” —en el sentido de cerrar unos límites que
definan una sociedad en sus múltiples referencias contextuales “externas” (geográficas,
históricas, económicas, políticas, etc.)—, que vendrá a denominarse, en la práctica
mayoría de las sociedades modernas, como un Estado de Derecho. La particularidad
propia de este sistema es que, en su pretensión de funcionar como bisagra de la
integración entre los sistemas sociales en su conjunto y el mundo de la vida (los
individuos en cuanto actores), tiene que incorporar una base normativa de amplio
espectro susceptible de obtener un reconocimiento generalizado entre todos sus
miembros, sea cual sea su procedencia sociocultural. Habermas cree hallar en la
aplicación de los principios que sostienen la racionalidad comunicativa de una
pragmática formal la solución a estos referentes normativos de carácter universal.
Dentro de sus reflexiones sobre la materia, se podrían señalar dos etapas teóricas.
La primera trata de germinar una teoría moral que, acorde con el desarrollo filosófico de
una ética del discurso, acuda en auxilio del sistema de derecho para proveerle de los
principios centrales que su función integrativa le demandan. El énfasis en la balanza
entre la legalidad y la legitimidad del derecho será puesto en la segunda, siguiendo la
inquietud principal de su teoría de la acción comunicativa —heredera de su formación
en la Teoría Crítica— de habilitar una razón práctica que actúe como vigilante del
desarrollo de los sistemas sociales en su conjunto. Frente a esta subordinación del
derecho a la moral, en una segunda redefinición teórica, Habermas va a conceder un
mayor protagonismo al análisis de la teoría del derecho, conceptualizando sus relaciones
con la moral como una tensión irreductible entre “validez” y “facticidad”, que ya no
deriva en un estado de dependencia y subordinación, sino más bien en una relación de
complementariedad mutua. Esta último conjunto de reflexiones tendrán como
consecuencia, aunque Habermas no se detenga explícitamente en ello, una
reconstrucción solapada de su modelo teórico general, donde la facticidad de los
sistemas sociales recabará una importancia crucial para “estabilizar” los principios
deónticos de validez racional procedentes de una ética del discurso (que por su estado
de abstracción filosófico no tiene una conexión real con los “mundos” de vida, y cuya
racionalidad comunicativa pasa a hacerse dependiente de la racionalidad de un sistema
particular —el político— sujeto al principio democrático ).
Como consecuencia de dicha señalización de etapas, la exposición que se va a
realizar de la teoría normativa de Habermas va a seguir los siguientes puntos narrativos:
1. La ética del discurso como principal referente de la articulación normativa en las
sociedades modernas.
1.1. La preeminencia de la moral sobre el derecho positivo. Las relaciones entre
la Legalidad y la Legitimidad en Ensayos políticos y Tanner Lectures.
1.2. Defensa filosófica de una moral cognitiva basada en la racionalidad
comunicativa. Los postulados de la Ética del Discurso.
1.2.1. Papel de la Filosofía en la reflexión moral.
1.2.2. Corrientes filosóficas modernas sobre la moral.
1.2.3. Defensa filosófica de una moral cognitiva.
1.2.4. Propuesta de una teoría normativa de carácter universal basada en
la Ética del Discurso.
2. Revisión de la teoría normativa comunicativa: la irreductibilidad de la tensión entre
Facticidad y Validez, y el principio democrático como mediador.
2.1. Retoques a una teoría moral basada en la ética del discurso. Las relaciones
entre la justicia y la solidaridad.
2.2. Estudio de la teoría del derecho y sus relaciones con la moral. La tensión
irreductible entre Facticidad y Validez y el principio democrático como
mediador.
3. La Globalización como campo de batalla entre la colonización sistémica y la
racionalidad comunicativa posnacional.
298
1. La Etica del Discurso como principal referente de la articulación normativa en las
sociedades modernas.
La preocupación de Habermas por la cuestión de la normatividad social se puede
considerar un legado de su paso por la Teoría Crítica, centrado en la búsqueda de la
inacabada racionalidad práctica del proyecto de la Ilustración, a través del cual
emprender la tarea de la recuperación del timón de las sociedades desde la cultura
natural-tecnocrática hacia la cultura social-comunicativa, umbral sociológico desde el
que sembrar las condiciones de realización del viejo tema marxista-hegeliano de la
emancipación de la conciencia y autorrealización del ser humano. En la teoría de la
acción comunicativa, la definición normativa nos aparece como un nuevo reto para la
integración de las sociedades modernas, donde la colonización y especialización de
espacios de comunicación social por los sistemas sociales, frente a un mundo de la vida
en franco retroceso como principio estructurador, y en proceso de fragmentación y
privatización de mundos de vivencia —ya no se podría hablar de “un” mundo de la
vida, sino de una multiplicidad de “mundos” de vida—, va a demandar un nuevo
sistema social especializado en dicha tarea: el derecho. No obstante, dicho
ordenamiento jurídico, si realmente quiere obtener el asentimiento de sus mandatos por
parte de sus implicados, deberá responder también a los principios —que la teoría de la
acción comunicativa ha desvelado reconstructiva y pragmáticamente— de la misma
racionalidad práctica que sostiene el mundo de la vida. En conclusión, al final de su
trayectoria, todo el trabajo emprendido en la obra magna de Habermas no tendría otra
utilidad que la aplicación de sus presupuestos a una teoría normativa de la sociedad.
En una primer etapa, Habermas abordará este objeto de análisis desde dos niveles
diferentes: 1) un primer encuadre que sitúe sus reflexiones dentro de la arquitectura de
su teoría de la sociedad; y 2) una continuación del pensamiento filosófico reconstructivo
aplicado a la fundamentación de una moral que responda a las premisas de la
racionalidad comunicativa, que será denominada, en conjunción con Apel, como una
ética del discurso.
299
1.1. La preeminencia de la moral sobre el derecho positivo. Las relaciones entre la
Legalidad y la Legitimidad en Ensayos políticos y Tanner Lectures.
Si el derecho debe responder primordialmente a la función de la integración social,
su primer requisito no puede ser otro que responder a los postulados de una moral
susceptible de ser reconocida por todos, es decir, a los principios de una racionalidad
comunicativa reconstruidos a partir de una pragmática formal. Esta es la tesis básica que
Habermas maneja a lo largo de la década de los ochenta para ubicar al sistema jurídico
dentro de su teoría de la sociedad: desde al punto de vista de los sistemas sociales, el
derecho se apresta, por mediación de su legalidad, a regular sus procesos y poner
límites y controles sociales a su desarrollo; desde el punto de vista del mundo de la vida,
el derecho necesita del input de la legitimidad como lealtad de la población, solamente
requerible desde los principios que encarna la racionalidad práctica-comunicativa. En
definitiva, la legalidad se debe a un principio ordenador de su normatividad que sólo
puede proceder de una moral racional de carácter pragmático-comunicativo1.
Una de las principales cuestiones a solventar en las relaciones entre la legitimidad y
la legalidad es si esta última es suficiente parar explicar el respeto y obediencia de la
ley, o si necesita de una ulterior fundamentación de carácter moral que legitime y
explique la aceptación de dichos mandatos. Habermas le critica a Weber, en su tesis de
la dominación legal-racional, el creer que es posible separar los valores respecto de un
presunto carácter racional del derecho positivo, pues la legitimidad de todo sistema
jurídico descansa en una relación interna entre el derecho y la moral2. Con la tesis de un
entrelazamiento interno, la moral se aloja en el interior del derecho positivo como un
requisito que garantiza la imparcialidad —racionalidad práctica— en la fundamentación
de los procedimientos legislativos y la aplicación de sus contenidos jurídicos3. La fuerza
legitimadora de la legalidad tendrá su origen, de este modo, en la presunción de
racionalidad de los procedimientos jurídicos, que a su vez dependerán del carácter
discursivo de su formación y de su permeabilidad a los argumentos procedentes de la
1
Esta primera formulación peca de un cierto trascendentalismo apeliano, que reside en su apelación
apriorística a una Comunidad Ideal de Comunicación como ubicación natural de la racionalidad
comunicativa. La Moral, en este primer diseño, se restringiría a una función cognitiva de fundamentación,
abandonando sus funciones tradicionales en el mundo de la vida de la integración social —solidaridad—.
Esta última función será reincorporada en la segunda etapa —aunque en mi opinión no en todas sus
implicaciones—, suscitando la necesidad de un reconocimiento de la doble correlación de fuerzas en el
derecho entre su facticidad y su validez.
2
Habermas, J. (1986), “Lección primera: ¿Cómo es posible la legitimidad a través de la legalidad?”,
Tanner Lectures, en Facticidad y Validez, Trotta, Madrid, 1998, pp. 535-543.
300
opinión pública gestada en el espacio político no institucionalizado de todos los
implicados —sociedad civil4. No obstante, pese a los guiños realizados a una
intersubjetividad discursiva latentes en el concepto de moral que maneja Habermas,
aquí la racionalidad sobre la que se sustenta la legitimidad del derecho es más práctica
que comunicativa —en el sentido de su definición “trascendental” kantiana—, es decir,
que la función primordial de la moral respecto del derecho, en este primer ensayo
normativo, es la de proporcionarle «…la fuerza trascendedora de un procedimiento que
se regula a sí mismo, que controla su propia racionalidad»5.
Un artículo emblemático de este periodo, en el que Habermas viene a defender la
superioridad de las reivindicaciones morales sobre la mera legalidad, es el que viene a
hacerse eco de uno de los temas más candentes por parte de los nuevos movimientos
sociales: la desobediencia civil6. Acorde con las conclusiones de la teoría de la acción
comunicativa, este artículo es un precursor de sus reflexiones acerca de los orígenes
comunicativos del poder social —recordemos que su destino funcional no es otro que
hacer cumplir los fines colectivos, cuya definición siempre debiera enfrentarse como
una tarea discursiva entre los ciudadanos—, frente al poder administrativo como mero
guardián de la legalidad vigente7. La distancia creada por la racionalidad comunicativa
entre la legalidad y la legitimidad sería, precisamente, el escenario en el que se acomoda
la desobediencia civil como proceso de negociación reflexiva de los fines éticos a los
que debe servir el derecho vigente. Con ello, la desobediencia civil viene a ser
legitimada como un instrumento de expresión del poder comunicativo —opinión
pública no institucionalizada— gestado en el mundo de la vida, frente al poder
administrativo “colonizador” procedente de los sistemas sociales —en este caso del
3
Ibíd., pp. 554 ss.
Si la razón práctica necesita del espacio político como ámbito “natural” de su realización, con su
transformación en racionalidad comunicativa el sistema político deberá ser rediseñado también para
ajustarse a la necesidad de “realización reflexiva” que se le proyecta a la Opinión Pública. Esta intuición
ya estaba presente en algunos teóricos antes de la formulación explícita de la Política Deliberativa. Ver,
por ejemplo: Thibaut, C., “Los límites del procedimentalismo”, Daimon, nº 1, 1989, pp. 113-131; Garzón,
E., “Consenso, racionalidad y legitimidad”, Isegoria, nº 2, 1990, 13-28; Cohen, J. L., y Arato, A., Civil
Society and Political Theory, MIT, Cambridge (Mass), 1992.
5
Habermas, J. (1986), “Lección segunda: sobre la idea de Estado de Derecho”, Tanner Lectures, en
Facticidad y Validez, p. 583.
6
Habermas, J., (1983), “La desobediencia civil: piedra de toque del Estado Democrático de Derecho”, en
Ensayos políticos, Península, Barcelona, 1988.
7
Esta formulación se basa en la que previamente realiza H. Arendt, en La Condición Humana (Paidós,
Barcelona, 1993) y en Crisis de la República (Taurus, Madrid, 1973). Ver también: Ferry, J-M.,
Habermas. L’étique de la comunication, PUF, París, 1987, pp. 75-107; Chambers, S., Reasonable
Democracy. Jürgen Habermas and the Politics of Discurse, Cornell Univ. Press, Nueva York, 1996, pp.
1-18; White, S. K., “Reason, Modernity and Democracy”, en White S. K., (ed.), The Cambridge
companion to Habermas, Cambridge Univ. Press, Nueva York, 1995, pp. 3-16.
4
301
derecho mismo cuando se “cosifica” como un sistema independiente e impermeable a la
racionalidad comunicativa8.
1.2. Defensa filosófica de una moral cognitiva basada en la racionalidad comunicativa.
Los postulados de la Ética del Discurso.
Con la preeminencia de la moral sobre el derecho en la definición normativa del
orden social, Habermas se ve en la necesidad, para dar una continuidad a su proposición
teórica, de extender sus esfuerzos “reconstructivos” de la acción comunicativa a este
nuevo ámbito —la moral—, que además, por ser enfocada únicamente desde el aspecto
de su fundamentación normativa, sólo podrá emprenderse desde la reflexión filosófica9.
El orden en que vamos a seguir estas reflexiones será, en primer lugar, determinar cual
puede ser el papel jugado por la filosofía en el análisis de la moral; en segundo lugar,
revisar cuales son las corrientes que en la actualidad se destacan en la filosofía para el
tratamiento de la cuestión moral; en tercer lugar, nos preguntamos sobre qué base cabe
realizar una defensa del posicionamiento filosófico de la moral centrado en el
cognitivismo; y por último, nos detendremos, con especial atención, en los postulados
de una ética del discurso que asuma los principios de la racionalidad comunicativa
como referentes de la determinación de una moral universal.
8
Sobre el problema de la colonización sistémica como “degeneración” de la esfera Pública, ver: Rodger,
J., “On the Degeneration of the Public Sphere”, Political Studies, v. 33, 1985, pp. 203-217; Velasco, J.C.,
“Tomarse en serio la desobediencia civil. Un criterio de legitimidad”, Revista Internacional de Filosofía
Política, nº 7, 1996, pp. 159-184. Se puede consultar también el magnífico libro, recopilatorio de artículos
de autores de primera fila sobre la esfera pública, editado por C. Calhoum.: Habermas and the Public
Sphere, MIT, Cambridge (Mass.), 1992.
9
Esta restricción filosófica en el tratamiento de la moral, en esta primera exploración, será una decisión
metodológica que actuará como un pesado lastre para Habermas, pues amenaza con subvertir el origen
intersubjetivo de la razón comunicativa por otro trascendente procedente de la racionalidad práctica
kantiana. En esta primera etapa, la influencia de Apel en Habermas será muy marcada, y los intentos de
distanciarse del a priori de una comunidad ideal de comunicación serán tímidos y desmentidos
continuamente en los presupuestos de fondo. El resultado final será, pues, prácticamente coincidente,
como lo demuestran los postulados de una ética del discurso que tratan de reafirmarse desde una
orientación cognitivista universal, es decir, una racionalidad práctica kantiana trasvestida discursivamente
bajo un formato comunicativo. Habermas necesitará complementar este emprésito de la moral con la
Justicia con otra función social, denominada “solidaridad”, para dirigir el análisis de la misma hacia sus
implicaciones sociológicas (urgente necesidad, cabría añadir, para un edificio teórico sostenido en una
revisión —comunicativa— de la teoría de la acción).
302
1.2.1. El papel de la Filosofía en la reflexión moral.
Con el actual debate entre los filósofos sobre el objeto de la Filosofía en la
modernidad, que viene amparado por la renuncia a la transcendentalidad de la verdad e
incluso de la misma racionalidad (Rorty), ésta se devalúa hasta el punto de poner en
entredicho el motivo de su existencia10. Habermas distingue —aunque de modo
extremadamente simplificado— algunas corrientes que, renunciando al cognitivismo,
intentan salvaguardar restrictivamente el capital filosófico por caminos divergentes11: la
recepción analítica renunciaría a la fundamentación última, restringiéndose a
comprender la experiencia con enunciados simples; la posición contructivista tomaría la
crítica lingüística como método de una teoría crítica del conocimiento conceptual
convencional; la posición crítica sustituiría el clásico esfuerzo de fundamentación por el
de una sospecha ideológica; el pragmatismo hermenéutico reemplazaría el concepto de
racionalidad transcendental por el de una razón mediada lingüísticamente y referida a la
acción; los abolicionalistas se limitarían a señalar la futilidad de una filosofía
terapéutica, pues al final, sus elucubraciones especulativas vienen a dejar todo como
estaba; la filosofía heroica abogaría por deshacer los desvaríos metafísicos que nunca
llegan a tocar la praxis real, al tiempo que reivindican el carácter grandioso de la
filosofía como ejercicio del pensamiento puro; y por último, nos encontraríamos con
una Filosofía salvífica, que pretende rescatar las viejas verdades que se encuentran
ocultas tras la madeja filosófica de los mitos bajo la forma de un pensamiento
simbólico, en oposición con el conocimiento científico positivo.
10
En opinión del segundo Wittguenstein, la enfermedad que la filosofía debe curar (su objeto) no es otra
que ella misma. La reflexión filosófica se disuelve en el seno de la praxis social —juegos del lenguaje—,
que es la única que tiene una existencia “real” para su implicados. Sobre el debate entre Rorty y
Habermas, se puede consultar: Habermas, J., “El giro pragmático de Rorty”, Isegoria, nº 17, 1997, pp. 536; Rorty, R., “Habermas y Lyotard sobre la postmodernidad”,en Revista de Occidente, v. 85, 1988, pp.
71-92, y en Giddens, A. y otros (eds.), Habermas y la Modernidad, Cátedra, Madrid, 1994; Habermas, J.,
“Cuestiones y contracuestiones”, en Giddens, A. y otros (eds.), op. cit., pp. 305-343; Gómez, V., “La
liquidación de la Filosofía. Notas sobre la disputa entre Rorty y J. Habermas”, Convivium, nº 6, 1994, pp.
104-128; Gomila, A., “¿Qué filosofía? El debate entre Habermas y Rorty”, Contextos, nº 10, 1987, pp.
117-141; Nielsen, K., “Skeptical Remarks on the Scope of Philosophy: Rorty vs Habermas”, Social
Theory and Practice, v. 19, 1993, pp. 117-160; Rodriguez, G., “Habermas y Rorty en torno al
universalismo”, Laguna, (extra), 1999, pp. 183-191. Sobre las contrarréplicas de Habermas a los
“postmodernos” y/o neoconservadores, ver: “La modernidad: un proyecto inacabado”; en Ensayos
políticos, Península, Barcelona, 1988, pp. 265-283; “El criticismo neoconservador de la cultura en los
Estados Unidos y en Alemania Occidental: un movimiento intelectual en dos culturas políticas”, en
Habermas y la modernidad, op. cit., pp. 111-126; artículos varios en The New Conservatism, MIT-Polity
Press, Cambridge, 1989; artículos varios en El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid,
1989.
11
Habermas, J. (1981), “La filosofía como vigilante e intérprete”, en Conciencia Moral y Acción
Comunicativa, Península, Barcelona, 1996; pp. 11-29.
303
A contracorriente, pero al mismo tiempo en cierta sintonía con algunas de estas
posturas
reflexivas
—por
ejemplo,
con
el
pragmatismo
hermenéutico,
el
constructivismo o la defensa de un conocimiento propio para las ciencias sociales frente
al positivismo científico—, Habermas va a apostar por la defensa de una filosofía
cognitivista, aunque con la dificultad añadida de un distanciamiento teórico —“giro
lingüístico”— respecto de la trascendentalidad racional procedente de la filosofía de la
conciencia12. Por el momento, en el artículo señalado, Habermas va a atribuir a la
Filosofía dos funciones prioritarias que le cabría desempeñar: a) una función como
protectora y vigilante de la racionalidad práctica frente a las pretensiones universalistas
del conocimiento de las teorías empírico-científicas13; y b) una función como intérprete
de las distintas esferas de conocimiento (ciencia, moral, arte) y mediadora entre la
mismas, que apoyada en la teoría comunicativa puede reivindicar como objeto propio el
estudio de la racionalidad en sus diferentes pretensiones de validez.
Habermas va a reclamar un estatus “científico” para su trabajo filosófico, en virtud
de su reconstrucción de la teoría social desde la conjunción metateórica de la psicología
cognitiva y la pragmática formal. Desde esta plataforma “paradigmática”, cabría tomar
como objeto propio de una filosofía de orientación cognitivista el problema de la
determinación de una moral universal como un problema de fundamentación de la
racionalidad práctica-comunicativa (frente a los problemas más sociológicos de su
“aplicación” en contextos concretos de vida). Este es el marco filosófico que Habermas
va a emplazar como punto de partida para sus reflexiones en torno a la moralidad en las
sociedades modernas, cuyo desarrollo no puede tomar forma —fiel a su método
dialógico— sino en el debate y confrontación con el resto de posiciones de la filosofía
moral.
12
Sobre la relación de Habermas como filósofo y la orientación que imprime para la misma, ver: Olafson,
F. A., “Habermas as a philosopher”, Ethics, v. 100, 1990, pp. 641-657; Beriain, J., “La reconstrucción del
discurso de la modernidad según Habermas”, Estudios Filosóficos, nº 108, 1989, pp. 319-340; Swindal,
J., Reflection Revisited. Jürgen Habermas’s Discursive Theory of Truth, Fordham Univ. Press, Nueva
York, 1999; Habermas, J., El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid, 1989; Habermas, J.,
“Concepciones de la modernidad. Una mirada retrospectiva a dos tradiciones”, en La constelación
postnacional, Paidós, Barcelona, 2000, pp. 169-198. El problema nos proyecta sobre el fenómeno de la
“subjetividad”, sobre el que se apoya la modernidad como nuevo estadio del aprendizaje “reflexivo” de
las tradiciones y de la propia identidad. La moral que la resultaría propia al “individualismo” de la
modernidad, sólo puede esperar encontrar su fundamento normativo en la propia razón, que, como vimos
en su reconstrucción pragmática, no es ni individual (en sentido transcendental o de la teoría del cálculo
racional-egoísta) ni social (en el sentido de una moral convencional que se impone sobre las conciencias
individuales), sino “intersubjetiva”, es decir, nacida de la propia comunicación, en cuya práctica se
socializan los individuos.
13
Este elemento es una herencia directa de la Teoría Crítica en la particular visión de Habermas sobre la
Filosofía.
304
1.2.2. Corrientes filosóficas modernas sobre la moral.
El mapa cognitivo que Habermas está utilizando como marco en el que ubicar los
diferentes debates sobre la filosofía moral se puede resumir en tres posiciones
principales: el no cognitivismo fuerte, el no cognitivismo débil, y el cognitivismo
fuerte14. Dentro del no cognitivismo fuerte se atrincheran los escépticos radicales sobre
cualquier apoyo trascendental de la razón, pudiendo distinguirse tres orientaciones
principales: el empirismo, el utilitarismo y el funcionalismo. De estas tres corrientes, la
más importante es la primera, ya que el utilitarismo es devaluado desde todos los frentes
por ser incapaz de explicar los presupuestos humanistas e individualistas de la moral
moderna, y el funcionalismo se restringe más hacia los aspectos normativos formales
del derecho, que en esta primera parte de los trabajos de Habermas se mantienen en un
plano secundario. A su vez el empirismo se divide en dos orientaciones divergentes,
dependiendo de la acentuación sobre el interés racional o sobre la autoestima para
abordar el objeto de una motivación moral de carácter pragmático. Por el lado de las
sanciones contrafácticas nos encontramos con las teorías en torno al interés racional,
entre las que se pueden destacar los clásicos de la filosofía moral escocesa (Smith,
Ricardo, etc.), el contractualismo (desde Hobbes hasta Rawls), y el decisionismo
(rational choice). Por el lado de la fenomenología de los sentimientos morales
(emotivismo), podemos encontrar un elenco abierto de autores, con propuestas también
muy variadas en sus contenidos y presupuestos de partida, entre los que se pueden citar
de manera señalada a Stevenson, Strawson, Wellmer o Tugendhat.
14
Aunque estas tres posiciones se encuentran presentes en todos los trabajos de Habermas sobre la
filosofía moral, la designación de las mismas procede de un artículo titulado: “Una consideración
genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral”, recogido en su libro: La inclusión del otro,
Paidós, Barcelona, 1999; pp. 29-78.
305
Posiciones Filosóficas
Corrientes Internas
Interés racional
Autores
Principales
Debates Centrales
Clásicos
Smith, Jevons
Sentimientos morales y racionalidad
Contractualismo
Hobbes, Locke,
Rousseau, Rawls
Solidaridad y cooperación racional.
Legalidad y legitimidad
Empirismo
No Cognitivismo Fuerte
Emotivismo
(escepticismo trascendental)
Utilitarismo
Mill, Bentham,
Sidgwick
Consecuencias acción y bienestar
económico colectivo
Funcionalismo
Luhmann, Selman,
Gibbard, Günther
La “obligatoriedad” legal y
problemas de “aplicación” jurídica
Taylor, McIntyre,
Sandel, Walzer,
Benhabib, Puka
Relaciones entre moralidad y
eticidad, cognición y motivación.
Valores axiológicos y ética de bienes.
Realismo y objetivismo moral
Moore, White,
Hare, neoplatónicos
Problema de la “verdad” moral.
Objetivismo y Subjetivismo.
Kantismo y neokantismo
Kant, Rawls
Fundamentación trascendental
Etica del Discurso
Apel, Habermas,
Toulmin, Alexy
Argumentación vs. Participación.
Racionalidad comunicativa y
pragmatismo ético universal.
No Cognitivismo Débil
(neoaristotélicos)
Cognitivismo Fuerte
306
Stevenson,
Sentimientos morales (autoestima), y
Strawson, Wellmer,
lucha por el reconocimiento
Tugendhat
En el no cognitivismo débil podemos hallar, en sintonía con la acción “racional”
con arreglo a valores y la ética de la convicción de Weber, una plétora de autores
afincados en posiciones comunitaristas neoristotélicas, es decir, apegados a un concepto
de la moralidad que hace prevalecer la ética de bienes —la definición axiológica de la
bondad de una forma de vida— sobre el de la Justicia. El debate frente a los
cognitivistas se centra en si la moral debe abastecer a los individuos de un sentido de
pertenencia, de una identidad social que los motive a comportase “moralmente”, ó si
debe restringirse a un mero procedimentalismo deóntico de carácter universal, que
manifiesta un déficit motivacional para la acción —el problema de la voluntad racional
débil— al definir a los individuos como sujetos abstractos. La dificultad de este
planteamiento, como se apresta a criticar Habermas, es que la Justicia se convierte en
una definición más del bien social, compitiendo en igualdad de condiciones con otras
formas de vida, y negándosele el papel de árbitro cuando se producen conflictos de
acción como consecuencia de la “convivencia” entre diferentes concepciones
comunitarias de formas de vida. De entre los autores que se posicionan en esta corriente
“comunitarista” del debate moral y político, tales como McIntyre, Sandel, Walzer,
Benhabib, Puka, Michelman, etc, quien más va a influir en este debate es Charles
Taylor, que incluso llegará a provocar en Habermas una cierta corrección de sus
presupuestos teóricos al reclamar la atención sobre el aspecto de la “socialización” para
la “eficacia” normativa de toda concepción moral (la inclusión de la solidaridad como
otra función de la moral que complemente la fundamentación normativa racionalcognitiva).
Dentro del cognitivismo fuerte se destacan otras tres corrientes principales: el
realismo, el kantismo y la ética del discurso. El realismo se podría descomponer a su
vez en otras dos sendas: la de los neoplatónicos, en conexión con la filosofía “salvífica”,
y el objetivismo moral de Moore y otros. Como Habermas no presta especial atención a
ninguna de ellas, nosotros tampoco lo haremos, pues dispersaríamos en exceso nuestras
originarias intenciones de examinar su obra. Por el contrario, el kantismo es la fuente de
la que bebe toda propuesta de una filosofía moral cognitiva, y, pese a la distancia que
supone la reconversión de la racionalidad práctica en comunicativa, Habermas mantiene
bastantes afinidades con la misma. Por último, la ética del discurso recoge los últimos
desarrollos filosóficos en torno a la filosofía del lenguaje para la fundamentación de una
307
pragmática universal con vocación normativa, al tiempo que asume la tarea de rescatar
la racionalidad práctica de su exilio trascendental para confrontarla con la prueba de una
intersubjetividad comunicativa. Apel será la cabeza de este movimiento, que con el
eventual apoyo de otros autores y colaboradores, será retomado por Habermas para dar
una salida a las aspiraciones normativas de su teoría de la acción comunicativa.
1.2.3. Defensa filosófica de una moral cognitiva.
Después de los ataques por parte de los escépticos, la filosofía parecía haber
encallado en la mar muerta de la imposibilidad de su propio objeto: la fundamentación
del pensamiento reflexivo. La primera tarea que Habermas tendrá que asumir es la
defensa de una nueva tendencia filosófica que se encuentre en condiciones de restaurar
este originario empeño de la fundamentación cognitiva15. Los apoyos principales para
esta empresa los encontrará en las teorías reconstructivas, que en base a su propósito por
esclarecer los cimientos psicológicos que permiten el pensamiento formal (Piaget,
Köhlberg), avalan una estrategia metodológica orientada hacia una teoría del
conocimiento de la propia racionalidad. El camino seguido por Habermas para abordar
la racionalidad práctica en esta dirección, y que permite salvar el escollo de las
objeciones del escepticismo a la trascendentalidad del pensamiento puro, lo hallamos en
su reconversión hacia una racionalidad comunicativa, que partiendo de la pragmática
formal se encuentra en disposición de reconstruir los presupuestos normativo-deónticos
de todo proceso de interacción social-comunicativo. La ética del discurso, finalmente,
no hará otra cosa que recoger los “contenidos” concretos de una predisposición moral
comunicativa, que tiene en el reconocimiento de cualquier otro ser humano con
capacidad de habla como un interlocutor válido —competencia comunicativa— su
máxima por la mutua tolerancia entre iguales pero diferentes.
Pero antes de asentar el razonamiento que permite la vertebración filosófica de
dicha propuesta, Habermas necesita situar su propio programa normativo en el seno de
los discursos internos de la filosofía moral. Con ello, su plantemiento estratégico
cognitivista puede ir adquiriendo forma en las posturas tácticas con las que afronta cada
15
Ver, Habermas, J., Debating the state of philosophy: Habermas, Rorty and Kolakowski, Praeger,
Westport (Conn.), 1996.
308
uno de los debates que centran la discusión sobre la posibilidad de una fundamentación
filosófica de la moral.
El primero de estos debates, por el que se puede conceder un espacio propio a la
moral cognitiva, no es otro que aquel que se centra en la separación entre la moralidad y
la eticidad. La principal ventaja del tratamiento filosófico de la moral frente al
sociológico, sería el poder diferenciar las cuestiones puramente morales —fundamento
racional-universal de la justicia— de las cuestiones evaluativas —las definiciones
socioculturales de la vida buena16. Esta diferenciación vendría respaldada por los
recientes descubrimientos por parte de la psicología evolutiva, y, en especial, por los
trabajos de Lawrence Köhlberg sobre el desarrollo de la conciencia moral17. Como se
sabe, Köhlbert, siguiendo los trabajos precedentes de Piaget18, desglosa en tres etapas
fundamentales los progresos sobre las capacidades reflexivas en materia moral19. La
primera etapa, llamada pre-convencional, pondría el énfasis sobre una motivación
egoísta que sólo responde a las normas que tienen el respaldo de una sanción social, y
cuya disponibilidad para la cooperación social se ciñe a una correspondencia de
contraprestaciones mutuas. La segunda etapa, también llamada convencional,
internalizaría en el individuo los valores cultural-normativos de una comunidad de vida
que se encuentran más allá de los miembros que la componen, es decir, en afinidad con
16
Habermas, J. (1983) , “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, en Conciencia
moral y acción comunicativa, Península, Barcelona, 1996; p. 134. Ver también: Nielsen, T. M., “Jürgen
Habermas: Morality, Society and Ethics”, Acta sociologica, v. 33, nº 2, 1990, pp. 93-114.
17
El interés de Habermas por la psicología evolutiva es muy temprano a sus inquietudes intelectuales, ya
que se puede rastrear, como mínimo, hasta su obra sobre La reconstrucción del materialismo histórico.
Su interés reside, fundamentalmente, en buscar un apoyo “científico” o empírico a su tesis sobre una
evolución de la racionalidad social, en sintonía con Heguel y Weber. En sus investigaciones sobre la
cuestión de la moralidad social y la racionalidad práctica, Köhlberg es el principal avalista para la
formulación de una teoría reconstruccionista de la racionalidad práctica/comunicativa. Por ello, la
atención que le dedica a este autor puede parecer excesiva para el empeño de un tratamiento filosófico de
la moral, que, a fin de cuentas, en su objeto de una fundamentación reflexiva, debe sostenerse por sí
mismo. También sería cuestionable eximir a Köhlberg de tener pretensiones fundamentadoras en materia
de filosofía moral, como por ejemplo le critican Selman o Puka, pues el tercer estadio —de vocación
teleológico racional por añadidura— responde a una conceptualización liberal influenciada por Rawls.
18
Ver la excelente investigación de Piaget (1932) sobre El criterio moral del niño (Fontanella, Barcelona,
1977). En función de una metodología cualitativa de investigación sobre las reglas del juego de las
canicas, Piaget consigue descomponer en tres etapas la evolución de la conciencia normativa en los niños,
en dependencia de su edad biológica.
19
Kohlberg, L., Psicología del desarrollo moral, Desclée de Brouwer, D.L., Bilbao, 1992. Köhlberg
desglosa las tres etapas señaladas por Piaget en seis para poder hacerlas operativas según una metodología
cuantitativa basada en cuestionarios. No obstante, los saltos “cualitativos” siguen presentándose en el
agrupamiento de cada dos etapas en las mismas tres distinguidas por Piaget. Habermas se refiere
fundamentalmente al agrupamiento de estas tres etapas, para hacerlas coincidir con su tesis de una
evolución de las imágenes del mundo con la descentración de las tres pretensiones de validez en que se
divide la racionalidad.
309
Durkheim, como una realidad propia de rango superior al individuo que éste “debe”
respetar y preservar como algo sagrado. La cooperación social, que en este caso también
se podría denominar “solidaridad”, vendría motivada por un bien común —identidad
colectiva— por el que todos los individuos se sienten implicados y movilizados. La
última etapa, denominada post-convencional, crearía una distancia entre las capacidades
reflexivas abstractas del individuo y sus creencias particulares acordes a su adscripción
comunitaria. En este contexto —la convivencia entre individuos procedentes de
distintas comunidades de vida—, el sujeto social necesita de nuevos conceptos
universales de conducta, tales como la justicia, para ordenar sus nociones morales. La
motivación principal para la cooperación social residiría en principios abstractos
capaces de suscitar la adhesión “racional” de todos los implicados, tomando como
referentes principales los derechos humanos y un concepto de justicia que garantice la
igualdad de oportunidades para la satisfacción de dichos derechos20. Habermas asumirá
esta formulación de una moral postconvencional para delimitar su paradigma
comunicativo frente a las morales clásicas de corte convencional21.
El pivote de conexión con una moral postconvencional vendría recogido en el
mismo principio de universalidad de la ética del discurso, pues éste va a actuar como un
cuchillo con el que separar lo justo de lo bueno, la moral cognitiva de la eticidad
20
La diferencia principal de Habermas con el paradigma liberal sobre la etapa post-convencional, estriba
en la fuente de dichos derechos fundamentales. Por ejemplo, para Rawls los derechos se refieren, en
última instancia, a una ética de bienes de derechos subjetivos (libertades irrenunciables para la
autorrealización del individuo), mientras que para Habermas, los derechos no son subjetivos, sino
producto de la intersubjetividad comunicativa y los presupuestos procedimentales del discurso (el
reconocimiento de cualquier otro como un interlocutor válido con el que se puede llegar al
entendimiento).
21
Una de las mayores objeciones a la teoría de Köhlberg, a parte de los que encuentran —no sin razón—
la sospecha de un cierto compromiso preteórico con la ideología burguesa liberal en la definición de la
última etapa postconvencional, es el conjunto de hipótesis sobre las que se sostiene su modelo evolutivo.
En primer lugar, la proposición de etapas es irreversible y secuencial, con lo que no se admiten ni
retrocesos ni saltos; en segundo lugar, las etapas constituyen una jerarquía de estructuras cognitivas, que
dan cuenta de la trayectoria progresiva de la racionalidad reflexiva; y por último, cada etapa constituye
una unidad estructurada de cognición (un paradigma), con lo que no cabe la comparación (ni el diálogo)
entre las diferentes etapas. Como lo demuestra la práctica, ampliamente documentada por sus críticos, en
la realidad social no se cumple ninguno de estos tres presupuestos, pues el tipo de normas que cabe
utilizar en una situación es dependiente de las condiciones sociales que la producen, y ya no tanto de la
competencia cognitiva de los actores. Habermas entiende que el paradigma cognitivo es útil en el sentido
de que, en íntima imbricación histórica con la evolución de las imágenes del mundo, da cuenta de la
condición de posibilidad para una competencia comunicativa discursiva: la distancia adscriptiva respecto
de una comunidad de origen y la asunción de una actitud hipotética. No obstante, habría que añadir que
las condiciones ideales de diálogo que se presuponen, raramente —prácticamente nunca— tienen lugar
sin venir “contaminados” por intereses sociales y diferentes posiciones de poder de negociación; en
definitiva, sin considerar “al mismo tiempo” los otros dos paradigmas de la conciencia moral (los
intereses racional-egoístas y las preferencias axiológicas).
310
concreta de formas de vida22. Más difícil se le presenta a Habermas el justificar como
dicha actitud hipotética no significa la anulación de los intereses éticos, sino tan sólo un
punto de vista imparcial —libre de prejuicios— a partir del cual poder llegar al
entendimiento sobre conflictos de acción. La ética del discurso se restringiría,
únicamente, a las normas procedimentales que posibilitan la comunicación —habría que
sumarle también la disponibilidad para llegar a entenderse—, pero pondría en suspenso
los contenidos concretos sobre los que hay que ponerse de acuerdo23.
Precisamente, ésta es una de las mayores críticas que los escépticos le plantean a
Habermas: su excesivo “formalismo”, que no se compromete con ninguna definición
del bien común, que al final lo deja todo como estaba, pues no resulta de ninguna
utilidad en la solución de contenciosos vitales, y lo único que garantiza es la renuncia al
recurso de la violencia para la solución de los conflictos, que, por su estancamiento
dialógico indefinido, siempre juega en favor de la situación vigente. La contrarréplica
de Habermas seguirá sin ser muy convincente, pues únicamente apela a que la
racionalidad comunicativa, frente a una acción estratégica, se define por una orientación
al entendimiento, esto es, por una disponibilidad —la siempre polémica atribución
motivacional de la buena voluntad— a dejarse convencer únicamente por la fuerza de
los mejores argumentos, frente a la defensa enconada de preferencias axiológicas y/ó
intereses egoístas24. La pregunta que habría que hacerle a Habermas es: ¿los mejores
argumentos respecto a qué?. Para valorar desde una racionalidad práctica cuáles son los
mejores argumentos, siempre se necesita de unos “valores” centrales para juzgarlos,
pero —y aquí se dejan oír los neoaristotélicos— una vez que las orientaciones
normativas nacidas de la ética del discurso se consideran “evaluativas”, se las puede
22
Habermas, J. (1982), “Qué es lo que hace a una forma de vida ser racional?”, Aclaraciones a la ética
del discurso, Trotta, Madrid, 2000; p. 39; también, “Etica del discurso. Notas sobre un programa de
fundamentación”, op.cit., p. 129.
23
Ver, por ejemplo, Habermas, J. (1991), Aclaraciones a la ética del discurso, Trotta, Madrid, 2000; pp.
170ss. La objeción a este argumento, si nos mantenemos fieles a sus premisas, es que, si bien es posible
que la ética del discurso predisponga a los sujetos “racionales” a comunicarse, no necesariamente tiene
que motivarlos para llegar a un entendimiento desde sus respectivas posiciones éticas. Con los
presupuestos de la ética del discurso podremos sentarnos en una mesa a dialogar, pero no existe ninguna
garantía de que alguna vez nos levantemos de la misma con un acuerdo debajo del brazo. En este sentido,
la propuesta tendría un resultado práctico similar al de Adorno sobre la dialéctica negativa: se consume a
sí misma en la futilidad de su movimiento deliberativo infinito.
24
Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, op.cit., pp. 127 ss.
Frente a la acusación “formalista” de la razón comunicativa, creo que resulta más adecuada —desde el
terreno de la fundamentación— la “restitución pragmática” de la misma que realiza McCarthy con ayuda
de Garfinkel; ver: McCarthy, T., “La pragmática de la razón comunicativa”, Isegoria, nº 8, 1993, pp. 6584.
311
comparar en igualdad de condiciones con cualesquiera otros valores de la vida buena,
devaluando la aspiración de la Justicia deóntica para arrogarse el manto de la
imparcialidad y el papel de árbitro entre concepciones divergentes del bien social25.
La otra dificultad que los neoaristotélicos le plantean a una moral descargada de
compromisos éticos es el problema de la motivación. Desde que Kant tratase de reducir
las cuestiones morales a un problema filosófico de fundamentación de una racionalidad
práctica trascendental —separada de la sensualidad empírica y de los intereses
mundanos—, la pregunta que quedará en el aire es: ¿por qué ser moral?. Habermas, en
un primer momento, tratará de defender una motivación moral inherente a la misma
razón práctica/comunicativa, que en su “autodeterminación”, correspondiente a una
conciencia moral postconvencional —distancia reflexiva/hipotética—, sólo puede
dejarse guiar por los dictados normativos procedentes de una ética del discurso —los
presupuestos ideales/racionales de la reconstrucción pragmática formal de la
comunicación social. En definitiva, la cuestión de la “voluntad débil” sería diferente de
la motivación racional propiamente dicha. Sin embargo, más adelante, tendrá que
reconocer, precisamente por su discusión con Taylor, que la moral no se puede reducir
exclusivamente a un problema de fundamentación cognitiva, pues también necesita,
para ser “efectiva” en la praxis social, de un vínculo de obligación comunitario —el
concepto de solidaridad, que sustituye al de la "buena voluntad” para entablar el diálogo
y la disponibilidad a entenderse.
Si bien, en su primera aproximación, Habermas critica la tesis de Bubner sobre la
necesidad de que para que una ética racional adquiera una eficacia práctica tiene que
25
J. Muguerza será especialmente crítico sobre la posibilidad de gestar una moral “post”-convencional,
pues la función prioritaria de toda determinación normativa sería, precisamente, la de tender puentes entre
la validez normativa y la ética personal como “máximas de conducta”; en definitiva, que si la moral tiene
que ser moral —la prescripción de un “deber ser”— o es convecional o no es nada ” (ver: J. Muguerza,
“De la conciencia al discurso: ¿un viaje de ida y vuelta? Algunas reflexiones en torno a la teoría de los
usos de la razón práctica en Jürgen Habermas”, en J. A., Gimbernat (ed.), La filosofía moral y política de
Jürgen Habermas, Biblioteca Nueve, Madrid, 1997, pp. 75 ss y 94 ss.). La única diferenciación que
Muguerza admite en torno a la moral, es aquella que distingue entre la moral como contenido —máximas
de acción “convencionales”— y la moral como actitud —la “buena voluntad” para asumir reglas de
conducta justas—, dónde lo postconvencional, en consecuencia, tan sólo se podría referir a la cuestión de
“la buena voluntad” (ibíd., pp. 80 ss.). F. Vallespín, en referencia a esta “trampa post” en la erudita obra
de Habermas, nos dirá lo siguiente: «Detrás de este asombroso paseo por todas las avenidas del
pensamiento contemporáneo, el lector escéptico se encuentra ante una situación similar a la de quien
asiste a un número de magia: intuye que en algún lugar hay truco, pero es incapaz de señalar cómo ni
dónde se ha introducido»; en “¿Reconciliación a través del derecho? Apostillas a facticidad y validez de
Jürgen Habermas”, en J. A., Gimbernat (ed.), op. cit., p. 200.
312
llevar aparejado un proceso de socialización en una “forma de vida racional”26, a partir
de Facticidad y Validez sostendrá, por un lado, la necesidad del derecho para solucionar
el problema de la voluntad racional débil con el refuerzo de sanciones empíricas, y por
otro lado, la necesidad de incluir la solidaridad —producto de la socialización en formas
de vida intersubjetivas— como una función de la moral complementaria a la
fundamentación de su validez racional-normativa27. En este último caso, Habermas
abogará por procesos de socialización reflexivos que sustituyan la identificación con
formas de vida convencionales por una nueva identidad universalista —la paradógica
“identidad post-identitaria”—, pertenenciente a la “comunidad moral” constituida por
todos los seres humanos con capacidad de habla —la comunidad indefinida de
comunicación de Apel y Pierce—, y que además, en virtud de su vínculo ilocucionario
constitutivo, sólo puede tener una naturaleza racional-cognitiva28. Sin embargo, habría
que recordarle a Habermas que, como lo demuestra la realidad práctica, allí donde los
intereses comunitarios entran en competencia, la solidaridad comunicativa universal se
desinfla hasta quedarse sin objeto29; quizás, no por casualidad, porque la solidaridad
social responde más fielmente al modelo durkheimniano de la identidad colectiva que al
de la ética del discurso, y todavía, como el mismo Durkheim aventuraba a comienzos de
siglo, una identidad colectiva de carácter universal resulta de muy difícil factura
26
Habermas, J., “Qué es lo que hace a una forma de vida ser racional?”, op. cit., pp. 44 ss. Como ya se ha
comentado en la “trampa post”, la intención de Habermas es situar la ética del discurso por encima de la
ética, valga la redundancia; es decir, “una forma de vida” postconvencional que libere todo el potencial
emancipatorio de la praxis comunicativa “por encima” de las definiciones particulares de la vida buena.
Habermas le critica a Bubner hablar de una forma de vida racional como si se tratase de una nueva
ideología, en plano de igualdad con otras definiciones éticas comunitaristas.
27
La maduración de estas dos puntualizaciones se puede colegir de los respectivos debates en torno a la
facticidad y validez (legalidad y legitimidad), por un lado, y al de la argumentación frente a la
participación (vínculo de la voluntad), por el otro.
28
En este intento, Habermas trata de fundamentar el hiato de la solidaridad social sobre los cimientos de
la racionalidad comunicativa, es decir, que sólo podemos ser solidarios en cuanto seres racionalesreflexivos, puesto que el pegamento cohesionador de la unión social responde a un vínculo ilocucionario.
Con ello se destruye la identidad colectiva durkheimiana como fuente de la solidaridad social, pues ésta
se perfila como un producto de la racionalidad misma. Al mismo tiempo, con esta tesis, la “forma de
vida” posconvencional vuelve a restaurarse hacia las posiciones de Bubner, pues nos aparece como el
destino histórico de una racionalidad teleológica, y con ello vulnerable a la crítica de los neoaristotélicos
de la sospecha ideológica, que la verán como una definición más de la “vida buena”. Sobre el “vínculo
ilocucionario” como cimiento de una moral cognitiva, ver: García Serrano, M., “Amores amables”,
Pensamiento, nº 53,1997, pp. 391-423.
29
Ver por ejemplo: Guerra, M. J., “La disputa sobre la comunidad o la deriva antifundamentalista del
Continente habermasiano”, Isegoria, nº 20, 1999, pp. 67-88; Muguerza, J., “ De la realidad de la violencia
a la no-violencia como utopía”, Revista Internacional de Sociología, nº 2, 1992, pp. 107-120.
313
“imaginativa” y, sobretodo, organizativa30. Pero si, a su vez, nos limitáramos a una
solidaridad conformada únicamente a partir de la identidad colectiva, como nos instruye
Habermas, nos quedaríamos sin referentes normativos —universales— para establecer
las bases de la convivencia entre formas de vida diferentes. En estimación de Habermas,
anteponiendo la solidaridad a la “motivación” racional, lejos de resolver el problema,
tan sólo nos situaríamos en las posiciones defendidas por los neoaristotélicos,
substrayendo al principio de la Justicia universal su papel como árbitro y mediador entre
formas de vida, es decir, reconociendo una definición ideológica de la misma31. No
obstante, la tesis de una solidaridad ilocucionaria universal no resulta muy convincente
en su pretensión de ponerse por encima de la ética, esto es, de una ética de bienes, pues
si se restringe al puro formalismo procedimental, sin una teoría pareja de bienes
universales correspondientes a una forma de vida racional, los referentes cognitivos
sobre los que asentar el entendimiento se desubstancializan en el vacío del eterno
retorno dialógico32.
30
Esta es una cuestión que se puede abordar desde el tema de la nacionalidad y los retos que la
globalización creciente le plantean. Habermas hace una tímida apuesta por la globalización —y los
estados postnacionales—, en el sentido de que, con la misma, al menos ya no resulta difícil de “imaginar”
una “comunidad internacional” que agolpe a todos los seres humanos, y sea avatar de la solidaridad
universal. Creo que en esta apuesta, Habermas sigue en cierta medida prisionero de su viejo compromiso
emancipatorio heredado de la utopía marxista. Ver Habermas, J., “El estado nacional europeo. Sobre el
pasado y el futuro de la soberanía y de la ciudadanía ”, La inclusión del otro, op. cit. pp. 102-105.
31
Esta es una de las grandes diferencias entre Habermas y Rawls, pues mientras el segundo es consciente
de su compromiso con la tradición política liberal de occidente, Habermas sigue convencido de la validez
de su teoría desde una fundamentación cognitivo-racional de carácter universal. Lo cierto es que, en sus
funciones legitimatorias del orden político, tanto da una cosa como la otra —en el supuesto de que todos
los ciudadanos se sientan identificados y comulguen con dicha ideología. Habermas, por el contrario,
seguirá empecinado en separar la validez “universal” del discurso de la “aceptancia” generalizada de un
ideal en una sociedad. ¿Y si la aceptancia de un ideal es extensiva a todas las sociedades? ¿Y si la validez
universal no es aceptada en todas las sociedades? ¿Puede existir un ideal social que no sea ideo-lógico?
¿Acaso un paradigma científico “racional" —y con su renuncia a la trascendentalidad, la teoría
comunicativa no puede ser otra cosa que un paradigma— no actúa de la misma manera que una ideología
social? (Facticidad y Validez, p. 292). Lo veremos en los debates sobre la argumentación y la
participación, por un lado, y la verdad objetiva/subjetiva, por el otro.
32
En este sentido, no creo que fuese desafortunado complementar el paradigma cognitivo con un
paradigma paralelo de la teoría de las necesidades al estilo de A. Maslow, donde únicamente podríamos
preocuparnos por las necesidades de autorrealización —correspondientes a una racionalidad reflexiva—
después de haber atendido las necesidades básicas —alimento, refugio, seguridad— y las necesidades
socio-afectivas —apoyo emocional, sexualidad, identidad social “convencional” (ver: El hombre
autorrealizado, Kairos, Barcelona, 1973 y Motivación y Personalidad, Sagitario, Barcelona, 1975). La
comparación resulta pertinente porque ambas escalas se encuentran secuencializadas jerárquicamente, es
decir, que sin haber atendido las necesidades egoístas, no podríamos pasar a la segunda etapa de la
conciencia moral convencional, y sin haber llenado las necesidades socio-afectivas, tampoco podríamos
alcanzar un rendimiento óptimo de nuestras capacidades racionales reflexivas —como lo demuestran los
bajos rendimientos académicos de los niños con problemas familiares y/ó de autoestima. Cómo
conclusión, al problema de la justicia universal vendría a sumársele el de una cultura del bienestar
correspondiente a una forma de vida racional —que el capitalismo (en las actuales condiciones
314
Esta es una cuestión que entronca directamente con el debate entre el cognitivismo
y el empirismo sobre el problema de la voluntad racional débil. El escepticismo de
fondo en el que se enmarcan los empiristas vendría a negar como una mera ilusión la
posibilidad de fundamentar racionalmente la “obligación” moral, pues ésta respondería,
por una lado, a las sanciones que respaldan los códigos normativos, y por otro lado, a un
refuerzo emocional de nuestra autoestima como reconocimiento de su sujeción
comportamental a los cánones sociales. Habermas aplazará el debate con el empirismo
punitivo en su posterior estudio del derecho, centrándose por el momento en las
objeciones de los emotivistas.
El quid de la cuestión del emotivismo, desde Smith a Stevenson, es si se puede
sostener la existencia de algo tan escurridizo para la razón como los “sentimientos
morales”, y si estos pueden funcionar como un “instinto social” innato —del bien y del
mal— a espaldas de los procesos cognitivos racionales. Habermas se apoyará en el
excelente libro de Strawson sobre el resentimiento moral para explicar como los
sentimientos de este tipo tienen en realidad un fundamento cognitivo33. La tesis central
del intento fenomenológico de exploración de la moral de Strawson es asimilar la
“experiencia” moral —actitud realizativa frente a la actitud hipotética del discurso—
con un sentimiento de indignación ante los agravios que se cometen contra la
integridad, física o emocional —autoestima—, de los individuos. Cuando una persona
A vulnera “moralmente” a otra persona B, A sentirá una aprensión de vergüenza o
culpa, a B le embargará un fuerte resentimiento hacia A, y una tercera persona C
mostrará una actitud de indignación, que, en su papel de juez objetivador ejercerá una
presión evaluativa moral sobre A. El interés de Habermas por esta propuesta empirista
frente a otras, obtiene su aliciente, como es obvio, de la traslación de la fenomenología
emotivista a un contexto de interacción comunicativo. Aplicando la figura meadiana del
neuter a la tercera persona que juzga la interacción, Habermas puede explicar como el
tecnológicas) es incapaz de universalizar para toda la población mundial en crecimiento exponencial, y
con la amenaza añadida de serias e irreversibles repercusiones medioambientales. En el caso de una
deficiente estructuración de la personalidad en torno a dicha “forma de vida racional”, el “retroceso”
hacia los valores tradicionales seguros —conciencia convencional— con los que construir la identidad
(nacionalismos, movimientos identitarios reivindicativos, religión, etc.) se mostrarán más atractivos que
la oferta moderna de una “identidad post-identitaria” —tesis defendida por Durkheim como solución al
problema de la anomía suscitada por el “individualismo”, aunque desde Habermas dicha solución sea
precisamente la “patología” social que se debe corregir para la correcta promoción y desarrollo de la
identidad post-identitaria, tal y como exige la actitud hipotética del discurso.
315
sentimiento de indignación moral tiene su origen en un ataque directo a una expectativa
normativa subyacente, que tiene validez para todos los pertenecientes a un grupo social.
El sentimiento de culpabilidad sería producto de la internalización socializante de
dichas expectativas intersubjetivas de acción, que al violarse, al igual que en el superyo
freudiano y el otro generalizado de Mead, crean una censura interna en la conciencia del
infractor34. El emotivismo moral procedería, en consecuencia, de un quebrantamiento
del entendimiento intersubjetivo, que vendría a llenar las funciones “morales” del
contrato social político; y la validez moral, por su parte, de una relación interna entre la
autoridad de las normas (pacto ilocucionario intersubjetivo) y la obligación interna de
cumplirlas. No obstante, esta explicación no resulta del todo convincente, pues toda
labor de interpretación por parte de un juez, entraña un componente hermenéutico de
negociación de sentido sobre el que se pueden colar las aspiraciones estratégicas de un
reconocimiento de intereses. Poder hablar de una validez moral para una situación dada
sería lo mismo que decir que solamente existe una posibilidad de interpretación de la
acción agravante —la “verdad” de los hechos—, sólo que, si de lo que se trata es del
reconocimiento moral de un individuo, la interpretación de sus motivaciones y,
sobretodo, del tipo reglas pertinentes para evaluar dicha situación, todo resulta
dependiente del “punto de vista” del observador.
Cuando dos amigos-as tienen una disputa irreconciliable, es inevitable que, puesto
que comparten un mismo grupo de amistades —que como capital relacional se quiere
33
Strawson, P.F., Freedom and Resentment, an Other Essays, Methuen, London, 1974; ver también,
Entity and Identity, and Other Essays, Oxford University Press, Oxford, 1997.
34
Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, op.cit., pp. 65 ss;
También, en “Aclaraciones a la ética del discurso”, op. cit.,pp. 151 ss. No obstante, en esta explicación no
se acaba por dar una respuesta satisfactoria a la fuente del resentimiento por parte del injuriado. El
resentimiento no nace exclusivamente, como lo pone de manifiesto la teoría psicoanalítica, de una
violación de expectativas recíprocas, sino que también tiene su origen en una frustración de impulsos,
deseos o intereses que un individuo deposita en otro individuo o en la sociedad misma. El caso más claro
quizás sea el de la sexualidad mediada por el código: “me gusta-atrae/no me gusta-atrae”. Que una
persona consigne sus expectativas sexuales sobre otra no significa que ésta vaya a corresponderle de la
misma manera, que al negarle dicho reconocimiento —supuestamente con el único factor de la atracción
física, para no complejizar más el problema— erosiona la autoestima de la primera como una pérdida del
valor físico-sexual propio. Evidentemente, si la segunda persona se aprovecha de la atracción de la
primera para ampliar su círculo social bajo el patrocinio —especialmente económico— de la primera,
quizás si cabría conceder un cierto reconocimiento de expectativas mutuas —intercambio de capital social
y económico por capital sexual—; pero aun en este caso, la segunda persona podría denegar tales
derechos aduciendo que el intercambio sexual sólo puede efectuarse en base a su propio código
comunicativo —me gusta/no me gusta—, y consecuentemente, depositar a su vez sus expectativas
sexuales sobre algún otro integrante del recientemente adquirido círculo de amistades del primero,
intentado convencer a éste-a que tan sólo es un “amigo-a”.
316
conservar35—, entablen una lucha simbólica para definir la situación según unas
pretensiones de validez ventajosas a su posición, de forma tal que puedan movilizar la
validez moral que otorga el reconocimiento de terceros no implicados. Pero, y aquí
encontramos una segunda dificultad a la limpieza de una moral cognitiva aplicada a los
sentimientos, dicho reconocimiento a pretensiones de validez no se efectúa únicamente
desde los criterios cognitivos de los mejores argumentos, y ni tan siquiera de la
fidelidad narrativa de los hechos, sino que también se entremezclan “sentimientos” de
lealtad personales, que en la mayoría de los casos son mucho más importantes y
determinantes para la movilización real de la opinión en liza. Sobre las razones y
argumentos que se esgrimen por ambas partes como una “lucha simbólica”36 por el
reconocimiento, se van a renegociar nuevos vínculos “ilocucionarios” de lealtades, que
no van a atender tanto a la pertinencia “cognitiva” de las mismas como a los intereses
relacionales puestos en juego. Incluso más allá, al igual que en la novela 1984 de G.
Orwel, el mecanismo conocido en psicología social como “disonancia cognitiva”
―Festinger—, va a actuar para convencer realmente a los individuos movilizados por
sus lealtades —vínculos solidarios—, de que la persona con la que se han posicionado
es la que realmente ostenta la validez moral —vínculo ilocucionario37.
En afinidad con esta objeción a Habermas, A. Wellmer, siguiendo la estela abierta
por A. Honneth38, argumentará que toda discusión por el establecimiento de normas
enraíza con una "lucha por el reconocimiento”, donde las diferentes posiciones de poder
de negociación van a discapacitar a la ética del discurso para promover un
35
Para una teorización del capital relacional, ver Felix Requena, Amigos y redes sociales. Elementos para
una sociología de la amistad, CIS, Madrid, 1994; pp. 26 ss. y 42-60.
36
Para una teorización del reconocimiento de clase como una “lucha simbólica”, ver P. Bourdieu, Cosas
Dichas, Gedisa, Barcelona, 1988.
37
En definitiva, son los intereses —en este caso emocionales— los que movilizan a los actores, y no las
razones discursivas, que tan sólo son el ropaje por el que se “comunican” en un contexto de interacción
dialógico. En el caso comentado de una persona que utiliza la atracción sexual de otra para ampliar su red
de contactos sociales, y a partir de la misma encauzar sus expectativas sexuales/matrimoniales en una
nueva relación, la validez moral de considerar como pertinente el código sexual “me gusta/no me gusta”
—el supuesto elemento pasional del enamoramiento— ó el código de lealtad y sinceridad en que se basa
la amistad, será el envoltorio ilocucionario sobre el que se evaluará la pertinencia de las pretensiones de
validez moral de cada una de las partes. Para unos el “amor” será un valor absoluto de la realización
personal irrenunciable, que justifica el comportamiento de la segunda persona; para otros la lealtad y la
sinceridad —el actuar de buena de fe— será un valor ético prioritario, otorgando la validez moral a la
primera. Al final, sin embargo, lo que determina la nueva configuración de la red social son los intereses
personales que se vinculan hacia uno u otro de los lados, utilizando al caso la justificación ilocucionaria
de valores correspondiente. Para una teorización de una especialización de códigos de “justicia
distributiva” en cada esfera de valor en torno a un “bien social”, ver Walzer, M., Spheres of Justice, Basic
Books, New York, 1983.
317
entendimiento intersubjetivo inmaculado39. En esta objeción se deja transparentar el
“poder de la historia” frente a la pretensión de transcendentalidad kantiana de una
racionalidad práctica esencialista40. Habermas defenderá la normatividad deóntica como
una necesidad moderna para distanciarse reflexivamente de las preferencias axiológicas
y asumir una actitud hipotética, requisito que exoneraría a la ética del discurso del
pesado lastre histórico, para, en base a una reglamentación procedimental nacida de la
pragmática
formal,
poder
restaurar
reconstructivamente
una
racionalidad
práctica/comunicativa41. No obstante, esta contrarréplica deja intacta la objeción
original del problema de la buena voluntad para llegar al entendimiento —la pregunta
de por qué ser moral—, que sólo puede ser resuelta desde la plataforma que le brinda la
solidaridad nacida de una identidad colectiva compartida (aunque ésta sea la humanidad
en sentido genérico —el a priori de la comunidad ideal de comunicación apeliana—, lo
cual nos plantearía otro problema al que Habermas no presta sino una atención colateral,
como es la definición de las condiciones “históricas” —la praxis— de su
autorrealización).
Una forma de resolver la cuestión de la buena voluntad desde el empirismo
emotivista es por mediación de las sanciones que sostienen un orden normativo.
Tugendhat enmarcará la moral como un sistema de normas que tiene su origen en la
presión social, tanto por sanciones de carácter externo como interno. Tugendhat
depositará especialmente su atención en las segundas, es decir, en la amenaza de una
pérdida del valor propio o autoestima como consecuencia de la violación de normas. La
autoridad de las normas residiría entonces en una praxis social regulada mediante un
intercambio de pruebas de estima mutua, sobre cuyo “reconocimiento” nuestra
conciencia podría encontrar el alimento que necesita para comportarse “moralmente”42.
La crítica de Habermas a este planteamiento encuentra su mordiente en el carácter
“egoísta” de una moral fundamentada exclusivamente en una relación de
reconocimiento interpersonal, sobre la cual no se puede sostener una genealogía de la
38
Honneth, A. La lucha por el reconocimiento, Crítica, Barcelona, 1997.
Wellmer, A. The persistence of modernity: essays on aisthetics, ethics, and postmodernism, Polity
Press, Oxford, 1991; para una contrarréplica a Habermas ver, Wellmer, A., Endgames: the irreconciliable
nature of modernity, MIT Press, Cambridge (Mass.), 1998 [Finales de partida: la modernidad
irreconciliable, Cátedra, Madrid, 1996].
40
Wellmer, A., Sobre la dialéctica de la modernidad y la postmodernidad, Visor, Madrid, 1992.
41
Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, op.cit., pp. 131 ss.
39
318
moral, cuya función principal es, precisamente, poner cotas al egocentrismo para
fomentar la solidaridad y el altruismo43. Su aportación más significativa en este debate,
a mi parecer, es la separación de lo que se pueden considerar problemas de definición
moral, de otras cuestiones afectivas nacidas de la interacción interpersonal —lo que en
la actualidad se ha venido a llamar en psicología del desarrollo como “inteligencia
emocional”44. La competencia comunicativa de la racionalidad reflexiva que habilita al
sujeto para un correcto discernimiento de las relaciones de “validez” moral, no debería
confundirse con el intercambio de pruebas de afecto y simpatía personal, pues la estima
de todo sujeto con capacidad racional de habla no puede ser objeto —desde las premisas
de la ética del discurso— de una negociación del valor de su dignidad. No obstante, una
ética discursiva dispuesta de este modo —cabría reprocharle a Habermas—, viene a
definir a los individuos como sujetos abstractos, que si bien puede responder
adecuadamente a las expectativas depositadas desde la ciencia política en el papel del
ciudadano, deja en suspenso su aplicabilidad en el contexto interactivo del mundo de la
vida, que es, precisamente, donde se supone que debe actuar la moral como un referente
cognitivo de la conducta social.
El aspecto de la validez moral nos pone sobre la pista de otro debate filosófico en
torno a la posibilidad de fundamentar una “verdad” de carácter práctico. Pese a los
intentos de G. E. Moore45 por gestar una moral objetiva, en consonancia con un
postulado descriptivo de la verdad moral, los críticos le saldrán al paso —por ejemplo
A. R. White46—, para reivindicar un estatus especial a las cuestiones morales, ya que
sus enunciados normativos no pueden ser falsados como lo pueden ser los enunciados
empíricos ―en el sentido objetivo de ser verdaderos o falsos. La verdad de un principio
42
Tugendhat, E., Self-consciousness and Self-determination, MIT Pres, Cambridge (Mass.), 1986 (hay
versión traducida en FCE, 1993); también en, Problemas de la ética, Crítica, Barcelona, 1988.
43
Habermas, J., “Aclaraciones a la ética del discurso”, op. cit.,pp. 153 ss. Compárese este argumento con
el de Durkheim sobre una solidaridad “convencional”. Como se puede apreciar, el arsenal argumentativo
de Habermas toca y asume todos los frentes, pero no sin el coste de cierta incoherencia en sus
planteamientos de fondo; en este caso por adjudicar el origen de la moral a la solidaridad social,
desatendiendo el criterio de una moral cognitivista pura.
44
Para la diferenciación conceptual entre la ética del discurso y la “inteligencia emocional”, se puede
consultar, Cortina, A., “La educación del deseo”, en Claves de razón práctica, nº 113, Junio 2001; pp. 5661.
45
Moore, G. E. (1903), Principia Ethika, Cambridge Univ. Press, Cambridge, 1993; Ver también,
Schilpp, P. A. (ed.), ´The Philosophy of G. I. Moore, Evanston, 1942; Camps V., (ed), Historia de la ética,
vol. 3.
46
White, A. R., Truth, Basic Books, New York, 1971.
319
moral no sería, como nos hace ver R. M. Hare47, producto de unas condiciones
“objetivas” del orden social, sino de un componente axiológico “subjetivo” que
determina evaluativamente la bondad de una forma de vida, y que, por consiguiente, no
es susceptible ni de comprobación empírica ni justificación trascendental. Este debate
entronca directamente con los esfuerzos dedicados desde el pragmatismo para conceder
un estatus científico a las ciencias del espíritu, y con el trabajo reconstructivo de
Habermas para reconvertir la racionalidad práctica en comunicativa. Habermas se
apoyará en la teoría de la argumentación de Toulmin —a parte, por supuesto, del nuevo
concepto de verdad consensuada tomado de Peirce48—, para sustituir la verdad moral
objetiva por un concepto de justicia nacido de la racionalidad comunicativa49. La
dificultad de esta apuesta es doble. Por una parte, intenta mantener el carácter objetivo
de un postulado moral —su validez universal—, pero por el otro, en su determinación
cognitiva, renuncia a toda comprobación empírica, incluyendo en la misma su
propiedad para resolver conflictos de acción “reales” entre actores sociales.
Nuevamente, la sombra de la transcendentalidad kantiana planea sobre una construcción
teórica de pretensiones reconstructivas, alejándose en su planteamiento procedimental
“intersubjetivista” de cualquier mácula proyectada por intereses mundanos.
Este sesgo cognitivista vuelve a hacerse evidente en la digresión entre la
argumentación y la participación como determinantes del consenso intersubjetivo —el
vínculo ilocucionario. Desde el punto de vista de Habermas, la ética del discurso se
sostiene sobre dos principios contradictorios: a) un presupuesto cognitivo que aspira al
reconocimiento de una verdad universal —racionalidad práctica—; y b) una
fundamentación argumental intersubjetiva que requiere de la participación en un
discurso “real”50. En definitiva, lo que se discute es de donde procede la validez de un
enunciado normativo: de la fuerza argumental de las buenas razones, ó de la adhesión
vinculante de nuestra voluntad que se compromete a participar en la discusión, y,
consecuentemente, a acatar las decisiones que allí se determinen. Tugendhat sostendrá
que el aspecto irreductiblemente comunicativo no es un factor cognitivo sino volitivo,
47
Hare, R. M., The Language of Morals, Clarendon Press, Oxford, 1952; Ordenando la ética, Ariel,
Barcelona, 1999.
48
Ver, Apel, K-O., “Falibilismo, teoría consensual de la verdad y fundamentación última”, en Teoría de
la verdad y ética del discurso, Paidós, Barcelona, 1995.
49
Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, op.cit., pp. 68-76.
50
Ibíd., pp. 88 ss.
320
por el cual el mutuo respeto a la autonomía de la voluntad de cada uno de los
participantes les empuja a buscar un acuerdo de “compromiso”51. Para Habermas, por el
contrario, la imparcialidad que guía todo acuerdo intersubjetivo no debe confudirse con
un pacto de equilibrio entre poderes e intereses en juego, sino con la formación del
juicio racional mismo, que enraíza con las estructuras comunicativas de una
argumentación intersubjetiva. Habermas le criticará a Tugendhat que desde su posición
no se puede diferenciar entre la validez y la vigencia de las normas sociales, es decir,
entre la legitimidad y la legalidad de las mismas, como si es posible hacerlo desde la
ética del discurso. Sin embargo, habría que recordarle a Habermas que para realizar esta
distinción hay que pagar el precio de exigir a los participantes que se comporten como
filósofos, abstrayendo y dejando aparcadas a la entrada de la mesa de negociaciones
cualquier característica que, precisamente, los defina como actores sociales (intereses
racional-egoístas y preferencias axiológicas)52. Si al final se acepta la “validez” de un
acuerdo, aunque sea a regañadientes, es por la rúbrica que la voluntad de las partes
dejan firmada en el mismo, y que, en consecuencia, es óbice de sanción y respaldo
legal. En definitiva, y como el mismo Habermas acaba por reconocer en Facticidad y
Validez, por la fuerza contrafáctica de la voluntad colectiva —la legalidad como
producto de una solidaridad intersubjetiva nacida del pacto ilocucionario constitutivo de
una sociedad— que refuerza la “vinculatoriedad” de un acuerdo supuestamente
aceptado racional y autónomamente por cada una de las partes implicadas53.
51
Tugendhat, E., Morality and Communication, Priceton Univ Press, Priceton, 1981; y también, Etica y
Política, Tecnos, Madrid, 1998
52
Para una contrarréplica de Habermas a la acusación formal-idealista de la ética del discurso por Lukes,
Williams, Peters y Alexy, ver: Habermas, J., “Aclaraciones a la ética del discurso”, op. cit.,pp. 166-173.
Pero en todo caso, la moral discursiva sigue siendo sólo pertinente en el plano universalista del
ordenamiento “jurídico” de la convivencia entre formas de vida coexistentes. Para una crítica similar al
formalismo de un individuo en abstracto —frente a los contornos reales del individuo, tales como su
exposición al sufrimiento o su exclusión por indigente cultural de la comunidad de comunicación
universal—, ver Mardones, J. M., El discurso religioso de la modernidad, Anthropos, Barcelona, 1998;
pp. 102 ss.; Shaw, B. J., “Habermas and religious inclusion: lessons from Kant’s moral theology”,
Political Theory, v. 27, 1999, pp. 634-666; Jiménez Redondo, M., El pensamiento ético de J. Habermas,
Episteme, Valencia, 2000, pp. 52-64; Mate, M. R., “La herencia pendiente de la razón anamnetica”,
Isegoria, nº 10, 1994, pp. 117-132; Dussel, E., “La ética de la liberación ante la ética del discurso”,
Isegoria, nº 13, 1996, pp. 135-149; Possenti, V., “El pensamiento postmetafísico”, Diálogo Filosófico, nº
32, 1995, pp. 187-198.
53
En este argumento volveríamos, en cierta manera, al escepticismo de Durkheim sobre la posibilidad de
fundamentar un vínculo moral únicamente desde una “solidaridad orgánica” —derecho restitutivo
“contractualista”—, necesitándose del respaldo de la “solidaridad mecánica” representada por el Estado
de derecho.
321
1.2.4. Propuesta de una teoría normativa de carácter universal basada en la Ética del
Discurso.
La versión más acabada de los pasos a dar para llegar a una fundamentación
cognitiva de la moral la podemos encontrar en La inclusión del otro54. Una condición
previa para tal empresa es la definición de lo que se puede considerar un punto de vista
moral, que, como vimos en el debate entre la moralidad y la eticidad, en la propuesta
habermasiana debe remitirse a la posibilidad de concebir un juicio “imparcial”, rasgo
prioritario de la reflexividad postconvencional no sujeta a posiciones axiológicas
concretas. Con todas las objeciones que se pueden hacer a este planteamiento, que a fin
de cuentas es el mismo que defender una postura cognitivista para la moral, una vez
aceptado como punto de partida, se pueden colegir tres pasos sucesivos que nos llevan
hasta una ética del discurso.
El primer paso es más metodológico que lógico, pues nos incita a asumir la práctica
deliberativa como el único recurso posible para la construcción de un juicio imparcial,
frente a otras orientaciones cognitivistas como el transcendentalismo kantiano o la
“posición original” de Rawls55. Consecuentemente, esta primera condición constituye el
axioma fundamental de la ética del Discurso ―que viene a sustituir al imperativo
categórico kantiano del respeto al otro―, conocida “familiarmente” como principio
“D”, y que ha venido a ser definido de las siguientes dos formas: a) «únicamente pueden
aspirar a la validez aquellas normas que consiguen (o pueden conseguir) la aprobación
de todos los participantes en cuanto participantes de un discurso práctico»56; b)
«solamente pueden pretender ser válidas las normas que en discursos prácticos podrían
suscitar la aprobación de todos los interesados»57.
54
Habermas, J., “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral”, op. cit., pp.
73-78.
55
Ver, Apel, K-O., “La ética del discurso como ética de la responsabilidad. Una transformación
postmetafísica de la ética del Kant”, en Teoría de la verdad…, pp. 147 ss.
56
Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, op. cit., p. 117.
57
Habermas, J., “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral”, op. cit., p.
73. La ligera modificación puede aducirse a un intento por resaltar el carácter racional kantiano asociado
a un interés “general”, es decir, al aspecto volitivo de los participantes asociado a su autonomía racional.
Otra definición similar a ésta se puede leer en Facticidad y Validez (p. 172). La diferencia fundamental de
ésta última consistiría —sino es forzar demasiado la interpretación— en sustituir el “discurso práctico”
por “discusiones racionales”, subrayando la perspectiva de la actitud hipotética que todo implicado debe
asumir para participar en una argumentación (la neutralidad de intereses y preferencias axiológicas).
322
El segundo paso viene a llenar la exigencia del postulado “D”, es decir, que las
normas morales únicamente pueden ser válidas si pueden fundamentarse con buenas
razones, y no ya como un regateo de intereses privados o irredentismos axiológicos.
Para que el principio “D” sea operativo necesitamos de una “regla de la argumentación”
que nos permita dilucidar cuando las normas morales pueden darse por fundamentadas
moralmente; y este postulado no es otro que el principio de universalización “U”:
Una norma es válida únicamente cuando las consecuencias y efectos laterales que se
desprenderían previsiblemente de su seguimiento general para las constelaciones de intereses y
orientaciones valorativas de cada cual podrían ser aceptadas sin coacción conjuntamente por todos
los interesados58.
El último paso surgiría de la necesidad de que, tal y como se define “U”, se puede
filtrar entre sus presupuestos de validez una visión “etnocéntrica” compartida —una
ética de bienes—, que puede no ser extrapolable a otras culturas, destruyendo con ello la
presunción de la universalidad cognitiva. Para evitar este “desatino” a la racionalidad
práctica postconvencional, Habermas propone acercar en todo lo posible las condiciones
“reales” del diálogo entre actores sociales hacia las condiciones “ideales” del mismo, de
tal forma que las interacciones deliberativas se enmarquen normativamente bajo los
“presupuestos universales de la argumentación”, que motivarían a los participantes
hacia un competición cooperativa por la búsqueda de los mejores argumentos, esto es,
hacia una espontánea orientación al entendimiento mutuo (condición de toda acción
genuinamente comunicativa que suscita una adhesión voluntaria a una solidaridad
universal o —por utilizar una terminología marxista— genérica)59. De entre los
presupuestos universales de la argumentación, señalados en su mayor parte por
Toulmin, Habermas se centra en cuatro:
a) nadie que pueda hacer una contribución relevante puede ser excluido de la participación; b)
a todos se les dan las mismas oportunidades de hacer sus aportaciones; c) los participantes tienen
que decir lo que opinan; d) la comunicación tiene que estar libre de coacciones tanto internas como
externas, de modo que las tomas de posición con un sí o con un no ante las pretensiones de validez
58
Ibíd., p. 74.
Como vimos en el apartado anterior, es altamente criticable que las condiciones ideales del diálogo
susciten por si solas una solidaridad racional-universal, como pretende hacernos ver Habermas.
59
323
susceptibles de crítica únicamente sean motivadas por la fuerza de convicción de los mejores
argumentos.60
De estas cuatro condiciones, la más importante, por su función idealizadora (que
expurga los intereses y convicciones axiológicas de los actores garantizando en el juicio
moral una racionalidad práctica pura e inmaculada frente a la sensibilidad empírica), es
la ausencia de coacciones. Sin embargo, después de desechar la violencia física por ser
la más evidente, existen una plétora de diferentes manifestaciones de poder de
negociación entre los actores que hace muy difícil siquiera admitir que tal capacidad de
diálogo —como disposición al entendimiento— sea el objetivo último de los mismos
actores ante contenciosos de acción, en dónde, en consecuencia, la racionalidad
comunicativa tan sólo actuaría como la envoltura ilocucionaria de diferentes
racionalidades estratégicas personales61. La misma competencia lingüística se
encontraría desigualmente distribuida entre aquellos que se pueden ver afectados por las
decisiones emanadas de un eventual proceso deliberativo, pues sin ir más lejos, el
principal atributo que Weber atribuye a un actor político, como es el carisma, está
monopolizado por un selecto grupo de individuos que actúan como líderes de sus
respectivos grupos de intereses62.
Sin dejarnos desviar demasiado por estas anotaciones críticas, podemos apreciar
que, después de concebir un modelo ideal de lo que debe ser una práctica deliberativa
para las decisiones normativas, Habermas tendrá que enfrentarse a continuación a la
tarea de someter dicho modelo a la prueba de su constatación empírica, para con ello
poder determinar su validez y pertinencia teórica en las sociedades modernas avanzadas.
2. Revisión de la teoría normativa comunicativa: la irreductibilidad de la tensión entre
Facticidad y Validez, y el principio democrático como mediador.
Aunque Habermas mantiene más o menos intacta su formulación de los postulados
que sostienen la ética del discurso, en sus últimas contribuciones se puede evidenciar un
cierto distanciamiento, aunque tan sólo sea un mero reflejo de la sombra de la duda
60
Ibíd., p. 76.
Johnson, J., “Is talk really cheap? Prompting conversation between critical theory and rational choice”,
The American Political Science Review, v. 87, 1993, pp. 74-86.
62
Ver, por ejemplo, Walzer, M., Spheres of Justice, op. cit., p. 9 ss.
61
324
sobre la autosuficiencia de una moral cognitiva para vertebrar una teoría normativa.
Fruto de la misma será el reconocimiento del aspecto fáctico de la realidad —los
intereses individuales y comunitarios que movilizan la voluntad de los actores en los
conflictos—, que en el derecho se manifiesta como la necesidad de un poder social
capaz de “imponerse” sobre los intereses particulares. Dicho poder, como expresión de
una voluntad colectiva —que fiel a la tradición rousseauniana viene a representar el
fundamento del “contrato social” más allá del vínculo ilocucionario del entendimiento
lingüístico—, sería la envoltura por la que se manifiesta un “interés general” para toda
la sociedad. Puesto que el consenso cognitivo sobre los intereses generales debe
estipularse primero a través de los mecanismos deliberativos que dicta la ética del
discurso, la institución social más adecuada para enhebrar los aspectos de la facticidad y
la validez que el derecho encarna, sólo podrá tomar forma bajo el principio legislativo
democrático.
Vamos a ordenar las respectivas argumentaciones de Habermas a este particular de
la siguiente manera. En primer lugar, consideraremos en que consiste ese proceso de
distanciamiento de una postura exclusivamente cognitiva de la normatividad social
desde la misma filosofía moral, centrándonos en el debate entre la Justicia y la
Solidaridad. En segundo lugar, veremos como la introducción del sistema social del
derecho hace necesaria la inclusión del aspecto del la facticidad junto con el de la
validez en la plasmación de su articulación normativa. Y en tercer lugar,
consideraremos como la necesidad de legitimidad del sistema del derecho hace
necesaria, a su vez, una forma de gobierno democrática, y las características que ésta
debe reunir para recoger en su seno los presupuestos de la ética del discurso.
2.1. Retoques a una teoría moral basada en la ética del discurso. Las relaciones entre
la Justicia y la Solidaridad.
Existen tres debates centrales para evaluar hasta que punto llega Habermas a
distanciarse de una moral cognitiva pura, como son los que mantiene con Apel, Taylor y
Kant.
Pese a que Habermas importa en gran medida la “ética de la comunidad ideal de
comunicación” de Apel para darle una salida normativa a la reconversión de la
325
racionalidad práctica en comunicativa tras el “giro” filosófico de la fenomenología a la
intersubjetividad del lenguaje —recordemos que la obra principal de Apel, La
transformación de la Filosofía, tiene precisamente como objeto de su análisis este giro
pragmático-lingüístico de la filosofía—, en su posición final tratará de distanciarse de la
sombra de transcendentalidad que anida latentemente en el a priori comunicativo de
este último63. Frente al monologismo de la filosofía de la conciencia kantiana —así
como de cualquier filosofía que se pregunte por el sentido subjetivo (el cógito
apodíctico) de la realidad—, Apel retrotraerá la capacidad de reflexión filosófica al a
priori de la posibilidad lingüística de argumentación64. Tomando como elemento de
apoyo prioritario el pragmatismo de Peirce, el segundo paso será situar dicha capacidad
de argumentación en el contexto de una interacción lingüística, donde el trabajo de la
filosofía sobre la posibilidad de fundamentación del pensamiento deberá enmarcarse
como un trabajo reconstructivo de las condiciones ideales de argumentación en una
Comunidad Indefinida de Comunicación. La posibilidad de fundamentación última de la
filosofía se reducirá, en consecuencia, a esclarecer los presupuestos generales de la
argumentación en condiciones ideales, que actuarán como un a priori de la conciencia
que sustituye al factum de la razón pura kantiana. Apel considera que el logro de esta
formulación frente a Kant estriba en superar la fractura entre una realidad ideal de la
conciencia y un mundo empírico contingente, gracias a la dialéctica entablada entre una
comunidad real de comunicación —de la que los sujetos son miembros por
socialización— y una comunidad ideal de comunicación —capaz de fundamentar la
validez racional de las argumentaciones. Todo individuo que participaría en una
argumentación —como base para la reflexión— debería contar “al mismo tiempo” con
los dos planos del discurso, el fáctico y el ideal. Sin embargo, el a priori comunicativo
—asegurará Apel— hará que todo individuo que participe en una argumentación deba
presuponer la comunidad ideal en la real, puesto que sólo siguiendo tales presupuestos
ideales la sociedad misma habría podido conformarse —aquí el a priori comunicativo,
al igual que el vínculo ilocucionario en Habermas, sustituye al pacto social fundacional
de los contractualistas65. Esta contradicción tomará la forma de una relación dialéctica
en las sociedades entre sus condiciones reales de existencia y sus fundamentos de
63
Por ejemplo, Saéz Rueda, L, La reilustración filosófica de Karl-Otto Apel, Universidad de Granada,
1995; pp. 245 ss.
64
Ver Apel, K-O. (1973), La Transformación de la Filosofía, 2 vol., Taurus, Madrid, 1985.
326
validez —Hegel y Marx—, que sólo puede ser resuelta con la realización histórica de la
comunidad ideal de comunicación en la real, por lo que esta última contendría en su
seno una aspiración teleológica “emancipatoria”66.
Habermas le critica a Apel no haber asumido plenamente la ruptura que el mismo
preconiza entre la filosofía de la conciencia y la filosofía del lenguaje, pues sigue
creyendo que es posible establecer una “fundamentación última” del pragmatismo
trascendental entre la verdad y la vivencia, que sólo pueden solaparse desde una
reflexión en términos de filosofía de la conciencia —de la que la dialéctica formaría
parte67.
A raíz del debate con los escépticos sobre el déficit motivacional de una moral
cognitiva —la pregunta sobre ¿por qué ser moral?—, Apel volverá a retomar la cuestión
de la “fundamentación última” como una necesidad para la definición racional del ser
moral68. En efecto, en estimación de Apel, el hecho de que estemos dispuestos a
entablar un diálogo, es decir, a entendernos con “otros” afectados, supone ya considerar
una comunidad ideal de comunicación que incita a los participantes a aceptar los
mejores argumentos en función de su validez. En definitiva, la misma racionalidad
práctica-comunicativa, por la que nos guiamos a la hora de argumentar en un diálogo,
implica el a priori de una comunidad “indefinida” de comunicación, que motiva a los
participantes a guiarse por el principio de universalización discursivo que otorga la
“validez moral” a los acuerdos consensuados. La fundamentación última pragmáticotrascendental del principio de universalización de la ética constituye, en consecuencia,
un requisito previo de la ética del discurso, que mueve a los sujetos hacia una
disponibilidad al diálogo y el entendimiento mutuo. El factum de la razón sigue siendo,
en cierta medida, apriórico, cristalizando como una “metanorma” —el principio de
universalización— en virtud de la cual pueden llegar a fundamentarse las normas
65
Apel, K-O., La Transformación de la Filosofía, vol. ii., pp. 407 ss.
En este extremo, Apel cita al Habermas de la escuela de Frankfurt. Sobre la aplicación de la teoría del
discurso en un modelo de democracia radical, que contiene el espíritu emancipatorio de la teoría crítica,
ver: García Haza, D., “Etica de la democracia en K-O. Apel: la arquitectura de la ética discursiva y su
contribución a la teoría democrática”, Anthropos, nº 183, 1999, pp. 95-99; Chambers, S., Reasonable
Democracy. Jürgen Habermas and the politics of Discurse, Cornell Univ. Press, Nueva York, 1996;
Boladeras, M., Comunicación, ética y política, Tecnos, Madrid, 1996.
67
Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa...”, op. cit., p. 120.
68
En lo que sigue, ver Apel (1987) “La ética del discurso como ética de la responsabilidad. Una
transformación postmetafísica de la ética de Kant”, en Teoría de la verdad y ética del discurso, op. cit.,
pp. 147-184; también se puede consultar, Rojas Hernández, M., “El problema de la fundamentación
66
327
prácticas. El aspecto contradictorio de esta metanorma es que, en la faceta B de los
“discursos reales”, funciona como un “valor” que debe imponerse sobre cualquier otro
deónticamente, gracias al cual se podría conceder la validez moral “universal” a un
argumento particular69. Esta metanorma tendría por misión acercar las condiciones
reales del discurso a las condiciones ideales del mismo, actuando como un “principio
teleológico racional” del propio discurso que coarta a los individuos para asumir la
perspectiva postconvencional de una moral cognitiva “imparcial”70.
Habermas le criticará a Apel el trasladar el principio de universalización desde la
pregunta epistemológica de cómo son posibles los juicios morales, hacia la pregunta de
qué significa ser moral —los juicios de valor enunciados desde una filosofía de la
conciencia71. El interés de Apel por el “ser moral” había partido, precisamente, de la
necesidad de reforzar el vínculo interno de la obligatoriedad de la perspectiva discursiva
frente a los particularismos de la eticidad concreta de los mundos de vivencia, dotando
con ello a la racionalidad práctica de un compromiso existencial con la conciencia en
términos de sentido, manifiesto como una “fundamentación última” de sí misma —su
verdadera naturaleza noética que debe autorrealizarse en la praxis como un principio
“emancipador” de los constreñimientos empíricos e ideológicos72. En opinión de
Habermas, la metanorma apeliana no añade nada al imperativo categórico kantiano de la
última filosófica de la ética en Apel”, en Dussel, E., (ed), Debate en torno a la ética del discurso de Apel,
Siglo xxi, México, 1994.
69
Apel (1987) “La ética del discurso como ética de la responsabilidad. Una transformación postmetafísica
de la ética de Kant”, op. cit.; pp. 181 ss.
70
Adela Cortina, recogiendo las diferencias entre Apel y Habermas, subrayará dichos presupuestos
teleológicos (valorarivos) de toda ética deóntica discursiva. Ver, Cortina, A., “La ética discursiva”, en V.
Camps (comp.), Historia de la ética, Crítica, Barcelona, 1989; pp. 551-557. Por el contrario, Habermas
seguirá creyendo que los principios deónticos pueden ser universales, frente a los valores teleológicos de
formas concretas de vida (Facticidad y Validez, pp. 328 ss.). En opinión de Cortina, en su debate con
Apel, Habermas siempre se resistirá ha establecer una mediación metodológica entre las filosofía y las
ciencias reconstructivas, considerando, no obstante, tanto la pragmática universal como la ética del
discurso como pertenecientes a ambas esferas. Sin embargo, nunca se detendrá a exponer cual es la
aportación de la reflexión filosófica en la elaboración de las hipótesis de la ciencias reconstructivas,
haciéndose cómplice de una cierta “naturalización” de la racionalidad comunicativa (Cortina, op. cit., p.
540). Para una crítica similar, también se puede consultar: Ferry, J-M, Habermas. L’étique de la
communication, PUF, París, 1987, pp. 475-495; Sáez, L., “Acerca del conflicto entre los discursos
“metafísico”, “postmetafísico” y “teleológico””, Daimon, nº 8, 1994, pp. 63-82.
71
Habermas, J., Aclaraciones a la ética del discurso, op. cit., pp. 192 ss.
72
Volveríamos a la cuestión de si la “conciencia para sí”, con la que se identifica la “conciencia en sí”,
puede ser otra cosa distinta a una ideo-logía. Por eso, quizás, Habermas se desmarca hacia un fundamento
intersubjetivo de la ética discursiva como el único camino para garantizar la “imparcialidad”, es decir, la
universalidad de un juicio compartido nacido de una normatividad exclusivamente procedimental. Pero
aquí se nos presenta también la pregunta durkheimniana sobre si el “pensamiento colectivo” o psicología
social, aun siendo distinto del individual (y precisamente por ello), puede “trascender” el horizonte “ideológico” de las representaciones colectivas que nutren una Conciencia-identidad Colectiva.
328
obligación de cumplir los mandatos provenientes de una moral racional73, puesto que
«…una supernorma que convirtiese en un deber actuar conforme al deber no podría
enunciar más de lo que ya está contenido en el sentido de la validez del juicio moral
particular»74. Por consiguiente, dicha metanorma tan sólo podría tener sentido en la
justificación, por ejemplo, de por qué debe existir justicia en general o por qué la moral
debe asumir la imparcialidad como punto de vista de una moral postconvencional, sólo
que en dicha justificación la ética del discurso volvería a anclarse en la pregunta
existencial del ser moral, que únicamente puede obtener una respuesta en términos de
filosofía de la conciencia. Por el contrario, Habermas entiende que la pregunta de ¿por
qué ser moral? no puede fundamentarse filosóficamente75, sino que se enmarca en la
buena voluntad y disposición despertada por la socialización en formas de vida
concretas, que todo lo más arroja la esperanza, en las condiciones modernas de una
forma de vida racional, de estimular la solidaridad universal del principio moral
discursivo que lleva al entendimiento76.
El debate que Habermas mantendrá con Taylor será capital para despejar en que
debe consistir esta relación de complementaridad entre la justicia deóntica y la
solidaridad nacida de un proceso de socialización. En su obra maestra —aunque no la
más conocida y leída— Las fuentes del yo, Taylor remite el problema cognitivo de la
moral —el sentido de orientación práctico— a una definición previa del yo, es decir, a
la autocomprensión de nuestra propia identidad. En consecuencia, por el antecedente de
la socialización en una comunidad lingüística a través de la cual se gesta el yo social,
toda teoría moral debería responder primero al problema de una “ética de bienes” en la
que se anclan sus nociones morales, con anterioridad a la cuestión de las condiciones de
73
Habermas estima que Apel parte de una identificación unívoca de la razón práctica kantiana con la
razón comunicativa. Por el contrario, ésta última no sería per se una fuente de normas del actuar correcto,
sino que se extendería a todo el espectro de las pretensiones de validez. En la esfera de la normatividad
moral, la racionalidad comunicativa expresada en la ética del discurso tan sólo cuenta con la débil fuerza
de la motivación racional —de ahí la necesidad de la facticidad del derecho para su estabilidad—, que se
ha desembarazado de la carga de una comprensión existencial de “sentido último”. Ibíd., p. 197.
74
Ibíd., p. 193.
75
Para una última contraréplica de Apel sobre este aspecto, se puede consultar: Apel, K-O, “Pensar a
Habermas contra Habermas”, en Dussel, (ed.), op. cit., pp. 207-253.
76
En todo caso, Habermas considera que «…el problema de la exigibilidad de una acción moralmente
mandada sólo se plantea en el paso de la teoría moral a la teoría del Derecho» (Aclaraciones, op. cit., p.
204). Sin embargo, un derecho autorregulado en función de su facticidad sistémica podría al final correr
el riesgo, como vimos en el caso de la Desobediencia Civil, de hacerse ciego a la legitimidad normativa
que otorga una validez moral consensuada. Por ello, ambas facetas, la facticidad y la validez, aparecerán
indisociablemente unidas en el principio democrático.
329
Justicia por las que se le otorga una validez moral77. Al diluir el concepto kantiano de la
autonomía moral —correspondiente al plano trascendental de los fines de una razón
“pura” práctica— en la identidad procedente de un yo socializado en una comunidad de
vivencia, los contornos que separaban las cuestiones de la justicia y de la vida buena se
tornan “borrosos” e incluso desaparecen, puesto que «…nuestro lenguaje de lo bueno y
lo justo sólo adquiere sentido en el trasfondo de la comprensión de las formas del
intercambio social en una sociedad dada y sus percepciones del bien»78. El papel que
desempeñará la filosofía en la reflexión que guía el pensamiento será dependiente de su
contexto histórico, y nunca podrá trascender las condiciones históricas en las que se
enmarcan las diferentes tradiciones de formas de vida socioculturales79. Por lo tanto, el
intento de kant de fundamentar una moral racional trascendental eludiendo la pregunta
por el significado existencial del ser moral, tendría por consecuencia el cerrarse el
acceso a las motivaciones empíricas, sin las cuales no se le puede requerir al yo un
compromiso “ético” o sentido de obligación normativa80.
El proyecto de Taylor pasará por el análisis de las fuentes morales de las que se
nutre la identidad moderna, correspondientes a tres tradiciones históricas sobre el bien
en occidente81. La primera de ellas es el cristianismo, y concretamente la concepción
agustiniana de los dos reinos, en la que el hombre debe realizar su naturaleza espiritual
mediante la negación de su naturaleza instintiva y pecaminosa mundana a través de un
camino de salvación. El alma, como esencia de la conciencia del ser humano, se
separaría de su cárcel temporal corpórea para participar del amor de Dios que sostiene
ambos reinos. El objetivo sería “santificar la vida corriente”82, que tomaría forma, en la
77
Walzer le hace una crítica similar a la teoría de la Justicia de Rawls. La Justicia representaría un
principio distributivo propio en cada una de las esferas correspondientes a la definición de un bien social.
El establecer un principio universal de Justicia tan sólo tendría sentido después de haber definido un bien
social predominante respecto al resto, que mantendrían, no obstante, su independencia autorreferencial.
78
Taylor, Ch., Las Fuentes del Yo, Paidós, Barcelona, 1989; p. 72.
79
Taylor, Ch., “La Filosofía y la Historia”, en Rorty, R.; Schennewind, J.B.; Skinner, Q., (comp.), La
Filosofía en la Historia, Paidós, Barcelona, 1990; pp. 31-47. La crítica de McIntyre también se centraría
en la falacia de la pretensión universalista de la razón ilustrada, contextualizando dicho pensamiento en la
condiciones históricas que la han producido. McIntyre, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987.
80
Con esta suposición, Taylor niega que la razón “pura” contenga en sí misma una finalidad moral, pues
ésta, con su correspondiente “obligación” normativa, sólo puede nacer de la socialización en una forma de
vida, a partir de la cual se performa la conciencia existencial del yo.
81
La pregunta fundamental que queda en el aire como un desafío es si es posible, en las condiciones de la
supuesta pluralidad de valores moderna, restaurar una ética de bienes universales que nos asista en la
ineludible tarea reflexiva de la autocompresión y autoconformación de nuestra identidad.
82
La diferencia entre la vida y la vida buena procede de Aristóteles (Política, iii, 1280). La vida se refiere
a la lucha cotidiana por la supervivencia material, mientras la vida buena se refiere a la contemplación
330
tradición católica, a través de la participación en los sacramentos de la Iglesia, y, en la
tradición protestante, por mediación de una “llamada” profesional83. A partir de la
racionalización profesional de la vida cotidiana en el protestantismo, surgirá en
occidente —en estimación de Taylor— otra tradición de crucial importancia para la
eclosión de la modernidad, como es la Ilustración84. La consecuencia fundamental de la
irrupción de esta nueva corriente será la reafirmación de la vida cotidiana en términos
de felicidad y bienestar, transformando la esencia de la conciencia humana hacia un
fundamento racional capaz de hacerse “responsable” de sus intereses mundanos y actuar
en su promoción. La secularización sería, de esta manera, un efecto de la emergencia de
una nueva fuente moral del yo, la Ilustración, que ya no presupone ni se asienta en la
existencia de Dios como un reino de fines extramundano —orden providencial— para la
autorrealización de la conciencia, sino que ésta emergerá en su propia “autonomía” o
dimensión racional. Por último, el romanticismo germinará como un movimiento
contrailustrado, que trata de recuperar las raíces naturales del yo como una búsqueda
por la “autenticidad” de sus sentimientos, y que favorece la espontaneidad de los
mismos frente al espíritu controlador de la razón autónoma. El arte moderno sería su
principal medio de manifestación, reivindicando una libertad absoluta para la
imaginación y expresión creativa de una conciencia existencial proyectada hacia la vida.
Habermas comenzará su crítica a Taylor por la faceta terapéutica que éste último
pretende discernir en un programa de restauración moral orientado hacia una ética de
bienes en la modernidad85. Habermas aprecia que tal función se encontraría vedada a
una filosofía postmetafísica, pues la tarea que asume Taylor para la misma es en
realidad una revitalización axiológica de carácter cuasi-religioso, cuya fuerza reveladora
sólo es accesible a los individuos a través de la “resonancia” subjetiva que consolida la
filosófica y a la participación política como ciudadano en la Polis. La virtud ética sólo tomaría forma en la
segunda. En estos dos aspectos encontramos también un antecedente de la diferencia conceptual entre
autonomía privada y autonomía pública.
83
En ambos casos, la “llamada” a la virtud aristotélica estaría siempre presente, si bien en el
protestantismo tan sólo puede realizarse a través de la afirmación de la vida corriente (la profesión) en vez
de su negación.
84
Taylor se centra en los antecedentes anglosajones de la misma, en la figuras de Bacon, Hobbes y,
sobretodo, Locke, antes que en la tradición francesa. De ahí quizás su intento por reducirla a una mera
prolongación racionalizada del protestantismo, frente al entorno de la Francia católica en la que se gestó.
Un intento similar lo encontramos en el romanticismo, al citar como su antecedente la teorías sobre los
sentimientos morales surgidos en Cambridge entre los siglos xvii y xviii.
85
Habermas, J., “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”, La inclusión del
otro, pp. 191 ss.
331
certeza de las convicciones86. Y este tipo de fuerza “trascendente” tan sólo es posible
encontrarla en la modernidad en la experiencia estética, solución que Habermas ya
había desestimado en Marcuse y Adorno87. El arte moderno, al deslindar la experiencia
estética de lo bueno y lo verdadero, ya no podría ser utilizado como fuente de la moral,
pues es incapaz de dotar a los individuos de una visión unitaria de sentido, y además
pondría a la reflexión filosofía en una posición moral abdicante frente al arte88.
No obstante, Habermas asume que el frente crítico abierto por Taylor hace blanco
en la línea de flotación de la motivación de una moral cognitiva, reclamando la atención
sobre el papel que debe ocupar la solidaridad nacida de la socialización en el desempeño
de la eficacia moral. Tanto es así, que, finalmente, tendrá que reconocer que el
comportamiento moral —la buena y la mala conducta— es algo que se aprende antes de
toda reflexión filosófica —concretamente a lo largo del proceso de socialización—89, y
que acabará por incubar en nuestro subconsciente emocional la impronta de una
intuición sobre el bien y el mal (actuar)90. Consecuentemente, aunque la filosofía moral
podría sernos de utilidad para discernir el punto de vista imparcial de la moralidad y
fundamentar su universalidad, se encontraría impotente a la hora de responder a la
pregunta existencial de ¿por qué ser moral?, respuesta que sólo tendría cabida plantearse
desde la conciencia y su socialización en tradiciones culturales compartidas, donde la
identidad individual sólo podría estabilizarse entretejida “dialógicamente” con
identidades colectivas91.
86
Taylor, Ch., Las Fuentes del Yo, op. cit. p. 514 y p. 532.
Taylor precisamente le critica a Habermas que el giro lingüístico de la filosofía, expresada en su Teoría
de la Acción Comunicativa, no ofrece ninguna garantía contra la pérdida de sentido en el entorno
humano, eludiendo el problema vivencial bajo el moral y el político. Concretamente, señalará: «Lo que
no puede encajar en su cuadrícula es más bien… la búsqueda de las fuentes morales fuera del sujeto a
través de los lenguajes que resuenan dentro de él, la captación de un orden que va inseparablemente
catalogado con la visión personal»; Ibíd., p. 532.
88
Habermas, J., Aclaraciones a la ética del discurso, op. cit., p. 190. No obstante, hay autores que
fundamentan la “autenticidad” del yo en Taylor con el principio de autonomía kantiano, lo que derivaría
en una “necesidad política” de reconocimiento identitario que de contenido a una ciudadanía abstracta.
Ver: Cooke, H., “Aunthenticity and Autonomy: Taylor, Habermas, and Politics of Recognitition”,
Poltical Theory, v. 25, 1997, pp. 258-288; Castillo, J. M., “De la autonomía a la identidad: la lucha por el
reconocimiento”, Themata, nº 22, 1999, 33-39; Guanglia, O., “Identidad, autonomía y concepciones de la
buena vida”, Isegoria, nº 20, 1999, pp. 17-29.
89
Hay un antecedente de este reconocimiento en un “temprano” artículo de 1988, “Individuación por vía
de socialización”, en Pensamiento postmetafísico, Taurus, Madrid, pp. 188-239.
90
Facticidad y Validez., p. 191.
91
Con ello, Habermas renuncia a las motivaciones empíricas para una moral postconvencional, delegando
en las morales “privadas” convencionales dicha competencia de dotar de sentido a la conciencia. Pero al
mismo tiempo, substrae a éstas cualquier pretensión de participación “pública” en la conformación de la
voluntad política, que únicamente debe prestar lealtad a un “patriotismo constitucional” nacido de la
87
332
Al final, el problema de la motivación racional débil siempre nos retrotrae a la
formulación que realizó Kant de la razón práctica, donde con la radical separación de
los dos reinos —la sensualidad empírica y el reino de los fines trascendentales de la
razón pura—, la moral cognitiva quedaba desarmada de motivos empíricos para la
acción. En la propuesta kantiana, el juicio moral solamente resulta pertinente desde el
punto de vista “imparcial” de lo que todos los afectados por una cuestión normativa
consideran “justo” aceptar como un “imperativo categórico” de la razón. Se crea así un
modelo psicodinámico con dos pulsiones opuestas: el deber moral y las inclinaciones
personales egoístas procedentes de la sensibilidad; que a su vez se traducen en dos tipos
de racionalidad distintos: la racionalidad práctica pura —Justicia— y la racionalidad del
interés personal —articulado en un proyecto personal sobre lo que se considera “la vida
buena”. La única manera por la que Kant puede reclamar un mayor poder de convicción
a la razón práctica frente a la ética de bienes es en la reivindicación de la libertad de la
razón frente a las inclinaciones de la sensualidad, que reforzarían los mandatos
emanados de su “autonomía” con la autoridad de un reino superior de lo inteligible —
que por necesidad tendrá que ser metafísico e independiente de todo contexto. La
consecuencia de esta dualidad será, según Habermas, la inconmensurabilidad entre los
problemas de fundamentación normativa y los problemas de aplicación en los conflictos
reales92.
Habermas le plantea a Kant dos objeciones. En primer lugar, estima que la voluntad
libre se mueve en el vacío, pues queda desvinculada de los lazos sociales que son los
que otorgan un sentido a la vida ética93. A la noción atomista de los sujetos morales en
autonomía racional-comunicativa; Habermas, J., “La lucha por el reconocimiento en el Estado
democrático de derecho”, op. cit., pp. 208-215. En la postura contraria de una reivindicación
comunitarista en la vida pública se puede consultar: Taylor, Ch., “La política del reconocimiento”, en El
multiculturalismo y la política del reconocimiento, FCE, México, 1993; Kymlicka, W., Ciudadanía
multicultural, Paidós, Barcelona, 1996 y Liberalism, Community and Culture, Clarendon Press, Oxford,
1989. Desde el punto de vista de las religiones como morales convencionales con la capacidad de
intervención pública, ver también: Casanova, J., Public Religions in the Modern World, University of
Chicago, Illinois, 1994 (hay traducción castallana en PPC, 2000).
92
Habermas, J., “Lawrence Kohlberg y el Neoaristotelismo”, en Aclaraciones a la ética del Discurso, op.
cit, pp. 91-92.
93
Esta es la misma crítica fundamental que le hiciera Durkheim a Kant, pues los ideales sociales que se
internalizan en la conciencia de los individuos socializados invalidan la noción de una autodeterminación
voluntarista de la razón individual. La razón trascendental será sustituida por la razón social, es decir, las
representaciones colectivas que cada sociedad genera para construir un sentido del orden de la realidad, y
que cada individuo incorpora como un a priori de su pensamiento. Con ello, el anhelo de universalidad
que transita en la moral trascendental kantiana será reconducido al de una generalidad de un ideal
colectivo, y la autoridad racional supeditada a la autoridad moral de una conciencia colectiva particular.
333
Kant habría que superponerle una noción intersubjetiva, en la cual se incorporarían los
contextos vitales como un patrimonio simbólico compartido. Sin embargo, en segundo
lugar, si nos quedáramos apegados al punto de vista contextualista, se le podría negar al
concepto de Justicia kantiano su pretensión de validez universal, pues ésta siempre
quedaría presa de una interpretación hermenéutica de sentido, donde «las nociones de
justicia no pueden ser aisladas del todo complejo de una eticidad concreta y de una
determinada idea de la vida buena»94.
La Etica del discurso, al tutelar las discusiones reales bajo los presupuestos
universales de la argumentación —procedentes de una racionalidad comunicativa—,
podría garantizar, en opinión de Habermas, el punto de vista imparcial de la tradición
cognitiva kantiana, contando, al mismo tiempo, con la perspectiva de los implicados,
que de este modo compulsarán con su voluntad “empírica” —frente a la autónoma— la
obligatoriedad normativa de los acuerdos consensuados. De todos modos, al negar a la
ética del discurso su capacidad para definir el “ser moral” —tal y como ambicionaba
Apel con la fundamentación de un principio ético último—, Habermas va a necesitar de
un mecanismo mediador entre los intereses personales involucrados en los conflictos
reales y el punto de vista “imparcial” de la moralidad postconvencional, en definitiva,
entre los problemas de fundamentación y de aplicación normativa95. Este mecanismo
mediador va a ser encarnado por un sistema social especializado, como es el derecho,
que en la actualidad va a reunir todavía una mayor importancia para la integración
normativa de las sociedades al no poder ser ésta realizada en su conjunto desde las
prácticas comunitaristas afincadas en los universos simbólicos del mundo de la vida. La
Heguel, por su parte, intentará llenar la indefinición de la voluntad autónoma con una motivación moral
propia, como es la “búsqueda del reconocimiento”, por la cual la conciencia puede llegar a su
autoconocimiento gracias a una dialéctica con los mundo social que le rodea, y, a través del
autoconocimiento, a la emancipación. No obstante, también habrá quien tratará de encontrar en la
autonomía kantiana un proyecto de reencantamiento “vitalista” ilustrado, como pudiera ser el caso de la
ética del discurso habermasiana; ver: Osés Gorráiz, J. M., “El vivir y la fatiga: la fatiga de vivir”,
Eurídice, nº 2, 1992, pp. 183-196; García, R., “¿Hemos de renunciar a Hegel?”, Isegoria, nº 20, 1999, pp.
159-188; Prior, A., “Habermas y el Universalismo moral”, Daimon, nº 7, 1993, pp. 145-155.
94
Habermas, J., “Lawrence Kohlberg y el Neoaristotelismo”, op. cit., p. 192. Esta es la crítica que
fundamentalmente le hace McIntyre a la aspiración universalista de la Ilustración. Ver, McIntyre, A., Tras
la virtud, Crítica, Barcelona, 1987; pp. 74 ss.
95
En esta necesidad se plasma, a mi parecer, la reproducción de la dualidad kantiana entre la
inconmensurabilidad de los problemas de fundamentación normativa y los problemas de aplicación. La
moral procedimental del discurso, en su reconversión de la racionalidad práctica a la comunicativa,
volvería a caer en la misma trampa de trascendentalidad al definir a los sujetos que asumen la actitud
hipotética de manera abstracta, es decir, dejando a un lado sus características como actores sociales: sus
intereses prácticos y sus preferencias axiológicas.
334
tarea final que le quedaría a la ética del discurso será, en consecuencia, analizar cual
puede ser su papel en la construcción de una teoría del derecho para las sociedades que
han alcanzado un nivel evolutivo, respecto a la racionalidad de sus imágenes del mundo,
postconvencional. Esta es la empresa que Habermas abordará en el que ya ha sido
reconocido como uno de sus libros capitales: Facticidad y Validez.
2.2. Estudio de la teoría del derecho y sus relaciones con la moral. La tensión
irreductible entre “Facticidad y Validez”, y el principio democrático como mediador.
Antes de entrar en el análisis de esta obra fundamental de Habermas, creo que
resulta necesario puntualizar una serie de observaciones críticas. Como hemos visto en
el apartado anterior, la ética del dicurso ha mostrado ser insuficiente para vertebrar una
teoría normativa de la sociedad, necesitando del complemento del aspecto fáctico de la
realidad que se encuentra presente en el derecho positivo —la motivación empírica de
las sanciones punitivas que refuerzan la motivación débil de las “buenas razones”. Esta
insuficiencia es la misma que ya apuntaramos en el análisis del vínculo ilocucionario
para estabilizar expectativas de acción, poniendo en quiebra, hasta cierto punto, la
pretensión de la Teoría de la Acción Comunicativa para erigirse como un paradigma
viable de la fenomenología social96, como lo pondría de manifiesto el alto componente
ideal-utópico de su formulación, que, entre otras cosas, deja fuera de una teoría de la
racionalidad práctica —de la que emana toda propuesta normativa— la acción
estratégica del interés racional. Sin embargo, he aquí que el aspecto fáctico de la
realidad social tiene su origen, precisamente, en los intereses individuales y sociales que
se movilizan en acciones estratégicas, y que han sido tematizados desde la teoría
política como un problema de construcción jurídica de la sociedad mediante un
“Contrato Social” constitutivo de un “interés general”, del que, bien sea en su formato
de orden hobbesiano, de cooperación utilitarista o de voluntad ciudadana, todos sus
participantes salen beneficiados, y, en consecuencia, implicados en su mantenimiento.
Por el contrario, la ética del discurso presupone una “disponibilidad innata al
entendimiento”, es decir —pese a todas las reticencias de Habermas a Apel—, que
335
presupone un a priori comunicativo que suscita una “solidaridad racional y
universalista” con cualquier “otro” ser humano con capacidad de habla. Con esta
hipótesis de partida de una “trascendencia desde dentro” de la racionalidad
comunicativa97, que lleva aparejada una solidaridad universalista, Habermas vuelve a
reproducir —aunque sea en clave procedimental de una actitud hipotético-discursiva—
la separación kantiana entre un reino inteligible de fines racionales y la sensualidad
empírica, corrupta por su orientación natural egoísta. Con la irrupción del derecho en su
propuesta filosófica de la moral —la inclusión del aspecto fáctico de la realidad—,
Habermas destruye —aparentemente sin darse cuenta— las raíces que sostenían la ética
del discurso, esto es, la articulación de una teoría de la sociedad exclusivamente a partir
de un vínculo ilocucionario espontáneo, que de este modo ya no puede mantener su
“autonomía” frente a las “distorsiones comunicativas” procedentes de los conflictos
reales de acción entre intereses. Lo que está en juego, en el fondo, es la definición
epistemológica de la naturaleza del hombre —los ladrillos con los que construir la teoría
social—, bien como un animal social-racional —caracterizado por una disposición
espontánea al entendimiento como motivación humana genérica—, bien como un
animal egoísta-materialista —donde la motivación básica es el interés personal que
impulsa la consecución y acumulación de bienes utilitarios que proporcionan
bienestar98.
La pertinencia de esta aclaración estriba en que todas las teorías del derecho de
corte liberal —que salvo en los países comunistas, islámicos y dictaduras ocasionales se
supone que imperan en la gran mayoría de las sociedades como su canon
96
Jiménez Redondo, M., “Problemas de construcción en teoría de la acción comunicativa”, Daimon, nº 1,
1989, pp. 133.158.
97
Habermas, J. (1988), “Trascendencia desde dentro, transcendencia hacia el más acá”, en Textos y
Contextos, Ariel, Barcelona, 1996; pp. 162 ss.
98
La formulación de una doble naturaleza coexistente en el ser humano plantearía el problema de
especificar sus relaciones como impulsos contradictorios, que se manifiestan, en casi todas las teorías
sociales —si se quiere a excepción del existencialismo y del romanticismo— como un proceso de
socialización del elemento natural por el social. La estipulación de estas relaciones generalmente vienen a
tomar dos formas: como una relación de preeminencia de una sobre otra (el deber moral sobre la
naturaleza instintiva; el interés racional por el bienestar sobre la solidaridad altruista —pero en íntima
asociación con el valor protestante del trabajo frente a la permisividad y autocomplacencia hedonista—),
ó como una relación dialéctica de autoconocimiento (Hegel, Marx). Habermas, en sus primeros escritos
críticos contra el marxismo —Teoría y Praxis—, ya entreveía dos naturalezas para la definición de la
autorrealización humana: la interacción y el trabajo. En su Teoría de la Acción Comunicativa, la
racionalidad práctica ya sólo vendrá referida al aspecto de la interacción que lleva afiliada una búsqueda
cooperativa hacia el entendimiento, desestimando con ello la racionalidad “pragmática” del interés
egoísta-estratégico.
336
constitucional— han partido en su construcción de la segunda concepción de la
naturaleza humana, que tiene en el Contrato Social su principal figura de articulación
normativa. Toda concepción de los derechos subjetivos, como el margen de maniobra
que le queda a la libertad tras el vínculo social, hunde sus raíces en una teoría
contractualista del derecho, aunque filósofos tan eminentes como Kant —con el
antecedente de Locke y Rousseau— tratase de fundirlos con una autonomía racional,
que sólo puede legitimar la arquitectura jurídica desde un principio legislativo
democrático.
Habermas no puede escapar a esta contradicción, y tan sólo se limita a dejar
constancia de ella como una tensión irreductible entre Facticidad y Validez. Sin
embargo, no afronta en todas sus implicaciones comunicativas una reconstrucción
radical de la teoría del derecho, como así lo exigiría mantener la ética del discurso como
guía de la normatividad social, y ni tan siquiera llega a problematizar su definición de
racionalidad —vertebrada en términos comunicativos— para hacerle sitio a la
racionalidad estratégica del interés racional en el diseño de las fuerzas sociales e
ideológicas que intervienen y contribuyen en la conformación del “orden” jurídico. Su
análisis del derecho se puede considerar tradicional, asumiendo que la ética del discurso
sólo tiene cabida en el plano de la legitimidad del mismo, lo cual a lo sumo permitiría
—en una nueva reelaboración kantiana— una relectura de los fundamentos de validez
jurídicos bajo el paradigma procedimental99. Si quitamos la justificación de la
democracia procesual como el sistema legislativo más apropiado para la legitimidad de
la legalidad, la ética del discurso apenas añade nada a los cauces por los que ya discurre
el sistema jurídico en cuanto tal, que lleva en marcha —sin pedirle permiso a
Habermas— un buen trecho histórico.
Sin embargo, el derecho para Habermas es algo más que un sistema social
especializado —autonomizado del resto de sistemas en virtud de su propio código
autorreferencial— pues viene a desempeñar en las sociedades modernas una función
elemental que ya no puede ser satisfecha desde ninguna otra instancia: la integración
99
Ver: Vernengo, R., “La racionalidad en el derecho”, Sistema, nº 107, 1992, pp. 95-103; García, J. A.,
“Justicia, Democracia y validez del derecho en J. Habermas”, Sistema, nº 107, 1992, pp. 115-126;
Vernengo, R., “Legalidad y Legitimidad: los fundamentos morales del derecho”, Revista de Estudios
Políticos, nº 77, 1992, pp. 267-283.
337
social100. El Mundo de la Vida habría perdido esta competencia al no poder garantizar,
en la pluralidad de estructuras axiológicas modernas, un “consenso normativo básico”,
que, como la conciencia colectiva durkheimniana, tuviese carácter obligatorio sobre los
sujetos de su comunidad a partir de la socialización de una conciencia interna en valores
incuestionados —que según este modelo psicodinámico es la única forma de conformar
una motivación para la acción genuinamente “moral”. En este contexto, únicamente se
podría apelar a una reconstrucción de los fundamentos pragmáticos de la comunicación
para dotarnos de alguna directriz normativa que, al menos, garantizase que la
comunicación entre formas de vida diferenciadas no se rompa. Estas normas tendrían,
en consecuencia, un carácter deontológico —frente al teleológico de los valores— pues
nos dispensarían de unos principios ordenados jerárquicamente a través de los cuales
poder orientar una comunicación de naturaleza normativa hacia un consenso “bueno
para todos”, es decir, estructurado en términos de justicia —y consecuentemente
universal101. Las dificultades para este planteamiento “cognitivista” desde la filosofía
moral ya hemos visto que son muchas y significativas, pero, no obstante, en el derecho
como realidad institucional del orden social parece que va a encontrar un lugar
apropiado para manifestarse como la voluntad política de un legislador sujeto a la
racionalidad práctica. En este sentido, la tensión existente en el conocimiento entre la
facticidad fenomenológica de la realidad y la validez de nuestras representaciones
mentales —la verdad—, viene a trasladarse al derecho como la “vigencia” de las leyes
históricas emanadas de la voluntad de un legislador y la “validez” de la racionalidad
práctica que las sostiene —con su correspondiente pretensión de universalidad102. Esta
contradicción ya habría sido resuelta, aunque de manera incompleta, por Kant, al definir
el derecho como un ejercicio soberano de la autonomía personal que funde la voluntad y
la razón práctica en la autodeterminación de un “imperativo categórico”, y que,
además, en virtud de la “trascendencia desde dentro” del reino de los fines de la razón,
100
Habermas, J., Facticidad y Validez, (FV) Trotta, Madrid, 1998; pp. 120 ss. Ver también, Siulli, F.,
“Foundations of Societal Constitucionalism: Principles From the Concepts of Communicative Action and
Procedural Legality”, The British Journal of Sociology, v. 39, 1988, pp. 377-408.
101
FV., pp. 328 ss.
102
Ibíd., pp. 71 ss. Otra de las forma en que se manifiesta esta tensión entre Facticidad y Validez es en la
diferenciación entre problemas de fundamentación jurídica y problemas de aplicación, cuestión a la que
Habermas le dedica todo el capítulo quinto. Ver, “indeterminación del derecho y racionalidad
administrativa de la Justicia”, Facticidad y Validez, pp. 263-309. Sin dejar de ser interesante, por lo que a
la construcción del derecho se refiere es una asunto “colateral”. Ver también: Velasco, J.C., “El lugar de
338
prodiga su universalidad normativa. Habermas y Apel habrían mostrado las
insuficiencias de una racionalidad apodíctica —en la insularidad de sus reflexiones—
para poder emitir juicios universales, y más si se les supone una vinculatoriedad
normativa. Para llegar a este extremo, únicamente se podría contar con un proceso
deliberativo que, bajo los presupuestos emanados de la racionalidad comunicativa,
reforzaría el juicio imparcial consensuado con la rúbrica de la voluntad empírica de los
participantes en el discurso. En definitiva, el único procedimiento legislativo capaz de
otorgar una validez racional a la legalidad vigente sería el democrático, en virtud del
cual los afectados por una materia en proceso de reglamentación podrían autodeterminar
su “voluntad racional” en el rendimiento comunicativo de un consenso normativo
vinculante para todos —el vínculo ilocucionario como principio de legitimación
legislativo103.
En efecto, Habermas estima que existe una relación “interna” entre el derecho y la
democracia104. La definición de los derechos subjetivos, de los que parte toda
construcción jurídica, contiene en su base un procedimiento de legislación normativo
que presupone la autonomía racional de todos sus implicados, y, consecuentemente, un
principio de legitimación de la soberanía legal fundamentado en la validez racional y la
autodeterminación de la voluntad popular105. Esta lectura del derecho parte, por
supuesto, de la que ya realizara Kant —con evidentes préstamos de Rousseau— del
“Contrato Social” como una finalidad de la racionalidad práctica en sí misma, en virtud
de la cual la autonomía racional privada puede “autodeterminarse” a través del vehículo
la razón práctica en los discursos de aplicación de normas jurídicas”, Isegoria, nº 21, 1999, pp. 49-68;
Alexy, R., “La tesis del caso especial”, Isegoria, nº 21, 1999, pp. 23-35.
103
Respecto a las obligaciones normativas que implica el vinculo ilocucionario se puede consultar el
concepto de libertad comunicativa de Klaus Günther (“Die Treiheit der Stellungnahme als politisches
Grundrecht”, en Archiv für Rechts-und Socialphilosophie, Biheft 51, 1991; pp. 58 ss.) y el concepto de
Poder Comunicativo de Hannah Arendt (La condición humana, Gedisa, Barcelona, 1993; pp. 223 ss.).
Ver también, Habermas Facticidad y Validez, pp. 185 ss. y 214 ss respectivamente; y así mismo, el
artículo titulado: “El concepto de poder de Hannah Arendt”, en Perfiles filosófico-políticos, Taurus,
Madrid, 1984; pp. 205-223.
104
Ver, por ejemplo, Habermas, J., “El vínculo interno entre el Estado de Derecho y Democracia”, en La
Inclusión del Otro, op. cit., pp. 247-258.
105
Facticidad y Validez, pp. 152 ss. En palabras del propio Habermas: «El buscado nexo entre derechos
humanos y soberanía popular consiste, por lo tanto, en que los derechos humanos institucionalizan las
condiciones comunicativas para la formación de una voluntad política racional»; “Acerca de la
legitimación basada en los derechos humanos”, en La Constelación Postnacional, Paidós, Barcelona, p.
152.
339
de la autonomía pública ciudadana106. Aunque desde esta perspectiva el derecho
positivo se convertiría en mero instrumento de expresión de la racionalidad práctica,
Habermas enfatiza que lejos de una supeditación del derecho a la moral existe entre
ambas una relación de complementaridad mutua107; entre la legalidad que impone el
deber de obediencia a la ley —la seguridad jurídica del Estado de Derecho respaldada
por el monopolio de los medios de sanción violentos (el valor de uso del medio
poder)— y la legitimidad que le provisiona la presunción de racionalidad emanada de
un consenso entre voluntades autónomas108. De este modo, la finalidad del principio
democrático no sería otra —en su aspiración conciliadora entre la facticidad del derecho
y la validez moral— que fijar un procedimiento de producción legítima de normas
jurídicas, cuya formulación Habermas llega a explicitar de la siguiente manera:
…sólo pueden pretender validez legítima las normas jurídicas que en un proceso discursivo de
producción legítima de normas jurídicas, articulado a su vez jurídicamente, puedan encontrar el
asentimiento de todos los miembros de la comunidad jurídica.109
El principio democrático sería, en consecuencia, el instrumento de realización
institucional del ejercicio de autodeterminación racional de una comunidad jurídica,
cuyos miembros se reconocen mútuamente como libres e iguales110. Las diferentes
106
Facticidad y Validez pp. 160 ss. Sobre el republicanismo kantiano como “Comunidad Política” ver:
Belner, R., “Liberalismo, nacionalismo, ciudadanía: tres modelos de comunidad política”, Revista
Internacional de Filosofía Política, nº 10, 1997, pp. 5-22.
107
Para las relaciones de complementaridad, ver: Facticidad y Validez, pp. 177 ss; También, “El vínculo
interno entre Estado de Derecho y democracia”, op cit., pp. 250-252.
108
Facticidad y Validez, pp. 171 ss. No olvidemos que, desde el principio del discurso “D”, la
imparcialidad de juicio de la racionalidad sólo puede encontrar su espacio de realización en un debate
real entre los afectados, es decir, que la racionalidad misma es un rendimiento o producto de la
comunicación. En esto Habermas coincidiría con la siguiente máxima de Tocqueville: «El imperio moral
de la mayoría se funda, en parte, sobre esta idea: que hay más luces y serenidad en muchos hombres
reunidos que en uno solo» (La democracia en América, Orbis, Barcelona, 1985; p. 108).
109
Facticidad y Validez, op. cit.; p. 175. A mi modo de ver, el principio democrático cumpliría, en su
función mediadora entre la facticidad del derecho positivo y la validez de la perspectiva moral, un papel
similar al intento de Apel para definir un principio de fundamentación última de la ética, que, en este
caso, impondría la obligación de la obediencia normativa bajo la presunción de racionalidad de los
mandatos legales. El ethos moral —la pregunta de por qué ser moral— sería suplantado por el ethos
racional-democrático, que, consecuentemente, ya sólo podría autorrealizarse en el espacio político de la
ciudadanía.
110
Aunque Habermas insiste que el principio democrático se mueve en un nivel distinto que el principio
moral, no queda en absoluto claro en que sentido. Prueba de esta dificultad la encontramos en el
agotamiento “autorreferencial” del adjetivo “jurídico”, que es el único rasgo en la definición que
distingue el principio democrático del principio moral (la regla de la argumentación que garantiza la
universalidad de juicio). El problema fundamental que late oculto entre las sombras implícitas del término
“jurídico” no es otro que el de la voluntad política y su relación con el poder, en cuya determinación se
340
posibilidades de interpretación sobre el derecho moderno se podrían retrotraer, de esta
guisa, a los diferentes paradigmas o tradiciones dentro de la propia democracia como
sistema legislativo, que no serían otras que la liberal, la republicana, la socialdemócrata,
y la —versión que acuña Habermas— deliberativa o procedimental111.
La tradición liberal sería la principal heredera de las teorías contractualistas
anglosajonas, que, por una parte, asumen la definición hobbesiana de un interés egoísta
como determinación básica de la naturaleza humana, y, por otra parte, recogen también
las teorías utilitaristas de la naturaleza social como una asociación voluntaria entre
individuos autónomos que buscan una cooperación —basada en la división del
trabajo— de la que todos salen beneficiados. En el nivel político, el problema de la
legitimación del poder de coerción normativo del “Estado” se supedita a la defensa de
unos derechos subjetivos —de los cuales todos los individuos son depositarios en virtud
de su naturaleza racional— que garantizan la libertad de acción de cada miembro
siempre que no atente contra la “seguridad” del orden social. De este modo, se crean
dos esferas diferenciadas de acción: una privada en el seno de la Sociedad Civil, por la
que todo individuo tiene el derecho —e incluso el deber en la forma de un trabajo útil—
de actuar en la promoción de sus intereses personales; y otra pública en el seno del
Estado, como un espacio de interacción en el cual los individuos deben hacer prevalecer
los intereses comunes que aseguran la cooperación social. Así, el “Contrato Social”
hobbesiano, que daba una solución al problema de la seguridad con la concesión
monopolista al Estado del poder político —medios del ejercicio de la violencia—, se
viene a equilibrar en la versión de Locke con una esfera pública de ciudadanos que
velan para que la dimensión coercitiva del orden estatal no venga a lesionar los derechos
subjetivos en cuya salvaguardia éste se habría constituido —la cooperación como
ganancia concertada de la promoción de los intereses privados. La democracia sería, por
consiguiente, el mecanismo legislativo y de control que impondría el criterio de la
defensa de los derechos subjetivos frente al poder administrativo del Estado, cuya
filtrarían las negociaciones particularistas de intereses sociales —organizados política o
neocorporativamente— y preferencias axiológico-ideológicas, y cuyo precio “empírico” no sería otro que
“distorsionar” la limpieza del elemento racional-comunicativo en la construcción jurídica.
111
Para un seguimiento de los fundamentos normativos de estas tradiciones democráticas, también se
puede consultar: “Tres modelos normativos de Democracia”, en La inclusión del otro, pp. 231-246; ver
también: McCormick, J. P., “Three Ways of Thinking “Critically” About the Law”, The American
Political Science Review, v. 93, nº 2, 1999, pp. 413-428.
341
función prioritaria sería el mantenimiento del orden sujeto a un principio de “utilidad”
pública.
La tradición republicana va a orbitar, por el contrario, sobre el papel activo de los
ciudadanos en la conformación de la voluntad legislativa112. El Estado ya no queda
perfilado como un instrumento artificial ajeno a los intereses ciudadanos, sino que más
bien se constituye como el resultado de la voluntad que éstos han concertado
asambleariamente. El acento se pone de este modo en el ejercicio pleno de la soberanía
popular, que ya no queda marginada al papel de mero espectador de las decisiones
políticas sino que asume el deber de participar plenamente en su autodeterminación. La
autonomía privada de los ciudadanos en la sociedad civil ya no será posible sin el
ejercicio de la autonomía pública que vela por los intereses generales, cuyo espíritu
comunitario va a alentar un sentimiento de solidaridad espontáneo entre la ciudadanía.
La democracia aparece así como una forma de reflexión sobre los fundamentos éticos y
políticos de un contexto de vida compartido, en cuyo consenso sobre un “bien común”
—que puede ser la misma democracia como procedimiento legislativo— se puede
articular una “solidaridad entre ciudadanos” como puente de la integración entre las
sociedad civil y el Estado113. Frente a las libertades negativas y los derechos subjetivos
de la sociedad civil liberal, tendríamos aquí la “libertad positiva” y el “derecho
positivo” de la participación política, que actúa además como fuente de la socialización
en una definición racional-universalista de los seres humanos, sobre la que gravitaría el
principio ético fundamental de la convivencia en las sociedades modernas. El déficit de
este modelo frente al liberal residiría en el riesgo de las instituciones públicas a hacerse
sordas, en sus implicaciones comunitaristas, frente a los derechos de las minorías, y a
impedir que éstas intervengan en la esfera pública —por ejemplo— bajo la forma de
asociaciones de intereses sociales organizados en la sociedad civil.
Una tercera tradición histórica la podemos encontrar en la socialdemocracia, que,
contra pronóstico, frente a las tendencia más republicanas del marxismo ortodoxo, va a
tener muchos puntos de engarce con la tradición liberal —posiblemente por su renuncia
previa a la acción política para la instauración del régimen socialista114. El concepto de
112
Facticidad y Validez, op. cit.; pp. 341 ss.
Sobre este particular resulta esclarecedora la crítica de Michelman a las teorías comunitaristas que
entienden la ciudadanía únicamente en términos éticos, contradiciendo el pluralismo de formas de vida de
las sociedades modernas. Ver,, Michelman, F.I., “Law’s Republic”, The Yale Law Journal, 97 (1988).
114
Facticidad y Validez, op. cit.; pp. 489 ss.
113
342
autonomía, al igual que en el liberalismo, viene diferenciado en dos esferas, una
privada, concerniente a las condiciones de vida y trabajo, y otra pública, como la
participación en la vida política. Según Habermas, este concepto de autonomía estaría
económicamente centrado, donde si en un primer momento el liberalismo negaba la
posibilidad del ejercicio electoral —autonomía pública— a quienes no disfrutaban de
una autonomía en la vida privada —obreros, mujeres y menores de edad—, los
socialdemócratas, en un segundo embate, potenciarán el carácter público de unos
estándares mínimos de bienestar —junto al derecho a la formación para la igualdad de
oportunidades— como condición “dignificante” que garantiza la “racionalidad” en el
ejercicio de la autonomía pública —especialmente referido a los “derechos sociales de
los trabajadores. La diferencia respecto al modelo liberal surgiría de que el paternalismo
social de Estado auspiciaría, según éstos últimos, una dependencia en relación a la
“caridad pública” de amplios sectores de población, socavando tanto la autonomía
privada, verificada como una pérdida de la iniciativa personal, como la autonomía
pública del reconocimiento a la igualdad115. Al mismo tiempo, el incremento de
competencias administrativas del Estado “benefactor” pondría en cuestión la función
prioritaria liberal de la “seguridad”, gestando una “crisis de racionalidad” a la
administración pública respecto a su inflada agenda en la toma de decisiones116.
En último lugar, Habermas nos presenta su propia versión de Democracia
Procedimental o Deliberativa, que, inspirada en la ética del discurso, nace con la
vocación de llenar los déficits de los anteriores modelos117. Su concepto de la
115
Respecto a la cuestión del reconocimiento resulta especialmente interesante las críticas del feminismo
a las políticas de discriminación positiva del Estado en dicha materia, pues, en último término, vienen a
minar las posibilidades reales de emancipación femenina al reconocer su inferioridad de estatus en
diferentes ámbitos de la vida. Ver, Young, I. M., Justice and Politics of Difference, Priceton, 1990;
Habermas, J., Facticidad y Validez, op. cit.; pp. 503 ss. Sobre Feminismo en general y Habermas, se
puede consultar la magnifica recopilación de artículos, de autores como J.L. Cohen, J.B. Landes, M.,
Fleming, S. Chambers, S., Benhabid, etc., en Meehan, J., (ed.), Feminist Read Habermas: Gendering the
Subject of Discourse, Routledge, Nueva York, 1995; así mismo, también se puede consultar: Nagel, M.,
“Critical Theory Meets the Ethic of Care: Engendering Social Justice and Social Identities”, Social
Theory and Practice, v. 23, 1997, pp. 307-326; Fleming, H., “Women and the “Public Use of Reason””,
Social Theory and Practice, v. 19, 1993, pp. 27-50; Benhabid, S., “Una revisión del debate sobre las
mujeres y la teoría moral”, Isegoria, nº 6, 1992, pp. 37-63.
116
Habemas sigue en este desarrollo de la crisis de racionalidad los trabajos de su discípulo C. Offe.
117
Sobre la Democracia Deliberativa como Proyecto Político, se puede consultar: Sotelo, I., “Las ideas
políticas de Habermas”, Claves de Razón Política, nº 57, 1995, 18-32; Chambers, S., Reasonable
Democracy. Jürgen Habermas and the Politics of Discourse, Cornell Univ. Press, Nueva York, 1996;
Chambers, S., “Discourse and Democratic Practices”, en White, S.K. (ed.), The Cambridge Companion to
Habermas, Cambridge Univ. Press, Nueva York, 1995, pp. 233-259; McCarthy, T., “Complexity and
Democracy: or the Seducements of Systems Theory”, en Honeth A., y Joas, H., (eds.), Communicative
343
autonomía se acerca a las posiciones republicanas de fundir la autonomía privada y la
pública en el mismo escenario de la participación política. Los derechos nacidos de un
Estado de derecho sólo podrían disfrutarse en su ejercicio público, rompiendo la
“errónea” interpretación de los paradigmas liberal y social de unos derechos subjetivos
asemejados a bienes que pueden repartirse y poseerse118. El concepto de justicia que
manejarían estos últimos sería el de una justicia distributiva, frente al concepto de
justicia
como
imparcialidad
que
posibilita
que
los
ciudadanos
participen
discursivamente —las reglas universales de la argumentación rubrican la racionalidad
de los consensos— en asuntos públicos de interés general119. Por añadidura, y aun
reconociendo que todo paradigma teórico se mueve en un contexto histórico
autolimitante —como puedan ser los derechos sociales en la garantía de la
autodeterminación individual—, la igualdad de participación en la que se fundamenta la
autonomía pública no depende de condiciones materiales sino tan sólo de condiciones
racionales120. Por estas razones, Habermas plantea crear un nuevo paradigma
procedimental del derecho, que, frente al formal del liberalismo y el material del
socialismo, haga hincapié en su naturaleza reflexiva121.
Action. Essays on J. Habermas’s the Theory of Communicative Action, Polity Press, Cabridge, 1991, pp.
119-139; McCarthy, T., “Practical Discurse: on the Relations of Morality to Politics”, en Calhoum, G.
(ed.), Habermas and the Public Sphere, MIT Press, Cambridge (Mass.), 1992, pp. 51-72.
118
Ibíd., pp. 502-503.
119
En estimación de Habermas, la igual distribución de derechos sólo tiene cabida en el reconocimiento
recíproco entre los participantes en un debate público sobre la toma de decisiones que afectan a
todos como libres e iguales. Los derechos sólo pueden tener sentido , por lo tanto, desde una relación
intersubjetiva, nunca desde una insularidad subjetiva desconectada de todo contexto social compartido.
La igualdad jurídica y la igualdad fáctica del derecho encarnarían estos dos momentos de tensión entre la
autonomía pública y la autonomía privada, de cuya dialéctica histórica habrían surgido los derechos
sociales (Ibíd., pp. 498-499). Históricamente, la tensión de las reivindicaciones obreras habría atentado
contra el Estado formal de derecho liberal al poner en crisis su función de la “seguridad”. Restabilizarla,
atenuando la conflictividad social, habría supuesto incluir en la igualdad formal jurídica una mayor
sensibilidad a la igualdad fáctica como garantía social, que vendría a trastocar el original sentido de los
derechos subjetivos. Ver, Alexy, R., Teoría de los derechos fundamentales, Centro de estudios
constitucionales, Madrid, 1997, pp 378 ss.; Habermas, J., “El vínculo interno entre Estado de derecho y
Democracia” op. cit., pp. 254-256.
120
En esta tesis podemos constatar hasta que punto Habermas se ha alejado de las viejas inquietudes
marxistas ancladas en un concepto antropológico “materialista”. Los derechos sociales se evalúan como
un logro histórico que, sin embargo, no aportan nada a la autonomía pública, siendo ésta condición de la
privada. Desde el punto de vista comunicativo la interacción como definición privilegiada de la
praxis la emancipación del hombre pasa por su autodeterminación “racional-discursiva”, sobre la que
reposa la legitimidad del derecho.
121
Facticidad y Validez, p. 493. Curiosamente, la versión republicana desaparece como paradigma del
derecho sin dejar rastro. La crítica de Habermas al republicanismo en general incide en su carácter
excesivamente comunitarista, que identifica la democracia no con un procedimiento legislativo sino como
un fin o “ideal social”, que incluso puede ser “regentado” entre ejercicios plebiscitarios la ejercitación
ciudadana efectiva de la soberanía popular por el Tribunal Constitucional, socavando el principio
344
La democracia deliberativa partiría del mismo principio de legitimación que el
republicanismo: la autogestión de los ciudadanos en la actividad política. No obstante,
una versión de democracia radical como permanente asamblea constituyente resultaría
en exceso idealista, y muy poco viable para el funcionamiento eficiente de las
instituciones políticas. Por ello, Habermas asume como un “imperativo técnico” el
principio de representación plebiscitario, que por acaparar las funciones legislativa y
ejecutivas va a configurarse como el centro de los sistemas político y jurídico122. Pero,
por otro lado, también considera que la esfera pública no se agota en este centro, sino
que aglutina además a una periferia donde si existe una verdadera red de deliberaciones
tejida por los ciudadanos sobre las cuestiones que atañen a su autogobierno123. La tarea
fundamental que deberá afrontar pues la construcción de un modelo deliberativo de
democracia será la inclusión de esta “intersubjetividad de orden superior” —por seguir
reteniendo la legitimidad depositada en la soberanía popular— en un diseño viable de
las instituciones político-jurídicas.
Antes de entrar en este modelo, me gustaría realizar una serie de observaciones
críticas al planteamiento de fondo que lo alumbra. La renuncia a un sistema de
democracia radical plebiscitaria se nos anuncia como una consecuencia de esas
condiciones históricas autolimitantes sobre las que debe trabajar, resignadamente, la
teoría social124. Pero ello no significa que se modifiquen, a nivel teórico, los
presupuestos de partida discursivos, sino que tan sólo habrá que determinar cual puede
ser su espacio de realización en la realidad existente. Esta argumentación presenta dos
déficits. En primer lugar, los problemas derivados de priorizar en la estrategia
legitimatorio de la democracia como un procedimiento —discursivo— capaz de generar una voluntad
común consensuada. Ver, Ibíd., pp. 351 ss.
122
sobre la configuración de este centro político en Habermas, ver: Bohman, J., “Complexity, Pluralism
and the Constitutional State on Habermas’s Faktizitat und Geltung”, Law and Society Review, v. 28, nº 4,
1994, pp. 897-930.
123
Sobre la diferenciación entre el centro y la periferia, ver FV, pp. 373 ss; también se puede encontrar en
su artículo: “Further Reflections on the Public Sphere”, en Calhoum, C. (ed.), Habermas and the Public
Sphere, MIT, Mass., 1992; pp. 421-461. A parte de los artículos contenidos en este libro de Calhoum,
McCarthy, Benhabid, Garnham, etc., , también se pueden consular: Johnson, J., “Public Sphere,
Postmodernism and Polemic”, The American Political Science Review, v. 88, 1994, 427-30; Peters, J.D.,
“Distrust or Representation: Habermas on the Public Sphere”, Media, Culture and Society, v. 15, 1993,
pp. 541-71; Villa, D.R., “Postmodernism and the Public Sphere”, The American Political Science Review,
v. 86, 1992, pp. 712-721; Thompson, J., “La teoría de la esfera pública”, Voces y Culturas, nº 10, 1996,
pp. 81-96; Badia, L., “La opinión pública como problema”, Voces y Culturas, nº 10, 1996, pp. 59-79.
124
Habermas, en referencia a la posibilidad de institucionalizar el “poder comunicativo”, afirmará que:
«A pesar de todo ello [la soberanía popular que reside en el poder comunicativo], únicamente el sistema
político puede “actuar”.»¸ en “Tres modelos normativos de Democracia”, op. cit., p. 244.
345
comunicativa el aspecto de la racionalidad sobre el de la voluntad, cuando es este
último el que encuentra solución en el modelo de la representación política
parlamentaria, lo que supondría también diluir el peso específico de las diferentes
ponderaciones electorales de intereses sociales y preferencias axiológico-ideológicas en
la construcción jurídica. En segundo lugar, se puede percibir una cierta imposición del
modelo teórico a la realidad empírica, aunque los hechos contradigan la “verdad” de sus
esquemas cognitivos de fondo, especialmente los referidos a la prioridad de la
motivación racional sobre las motivaciones empíricas, cuando la democracia
“representativa” liberal parte de la organización de estas últimas bajo la forma de
asociación de intereses. El principio de la democracia representativa de la toma de
decisiones por mayoría de electores, que determina una voluntad vinculante para el
resto, chocaría así con el otro principio discursivo de la voluntad por consenso “racional
y universal”125. La organización política en la periferia tendría pues, en sus orígenes,
una función defensiva del reconocimiento de intereses minoritarios, que se
correspondería con una concepción compensatoria liberal de la sociedad civil frente al
poder político, cuando por contra la versión deliberativa primaría dentro de ésta el
consenso racional espontáneo que supone la Opinión Pública.
En efecto, Habermas distingue dos conceptos fundamentales que encontrarían
acomodo en esta periferia política, como son el de Sociedad Civil y el de Opinión
Pública, pero confiriendo al primero una función de promoción reflexiva supeditada a la
función prioritaria del consenso discursivo de la Opinión Pública. Para Habermas, la
125
Si aplicáramos fielmente los principios de la ética del discurso al principio democrático, éste ya no se
regiría por la regla de la mayoría, sino que tendría que demandar, para promulgar cada propuesta
legislativa, un consenso “universal” entre todo el arco de representación parlamentario el criterio de
unanimidad— (para una crítica similar, ver: Vallespín, F., “Habermas en doce mil palabras”, en Claves de
razón práctica, nº 114, Julio 2001, p. 61). Pero con ello que es lo mismo que decir que todos-as
queremos y opinamos (racionalmente) lo mismo también la organización política en torno a “partidos”
electorales —ideológicos— carecería de sentido, volviendo al fantasma de una organización de partido
único representativa de una Opinión Pública homogénea tesis que tendría una cierta resonancia con la
propuesta marxista del proletariado como un macrosujeto histórico destinado a ser avatar de la
emancipación humana. Aunque esta conclusión parezca exagerada, es la consecuencia lógica de una
argumentación que prima el aspecto racional depositario de la Soberanía democrática en una verdad
racional universal sobre el de la voluntad movilizada por intereses empíricos asociados. La crítica al
relativismo post-modernista de una organización política sustentada en agrupaciones “partidarias” de
intereses no la discapacitaría para funcionar en la práctica, siempre que no se fragmentase demasiado una
“voluntad mayoritaria”, situación que si podría abrir como en el caso italiano una crisis de
gobernabilidad. Esta contradicción entre la Democracia “ideal” deliberativa y la democracia “real”
representativa, se nos hará más evidente en el debate entre Habermas y Rawls. Ver, por ejemplo: Hoyos,
G., “Democracia participativa y Liberalismo Político”, Daimon, nº 15, 1997, pp. 83-91.
346
Opinión Pública vendría a tomar forma como un “rendimiento comunicativo” generado
por la tupida red de discursos entretejidos por los ciudadanos —con esta denominación
ya se presupone la actitud hipotética del discurso que capacita a los mismos para
entenderse sobre asuntos públicos, es decir, asuntos que afectan a todos por igual y que
requieren de un criterio de juicio imparcial126. Tomando el concepto de autonomía, que
viene a identificar la voluntad con el imperativo categórico de la racionalidad
comunicativa, la Soberanía que legitima las decisiones políticas quedaría retenida por
este espacio social “ciudadano” gestado gracias a la acción comunicativa127. La Opinión
Pública tendría de este modo una función fundamental para la toma de decisiones
políticas, como es la de proporcionarles una medida de su racionalidad práctica, que las
legitimarían frente a los ciudadanos para su aceptación voluntaria128. En esta relación
legitimatoria se produciría, sin embargo, una pequeña contradicción, como es que si
bien la soberanía se trasladaría al “poder comunicativo” de la Opinión Pública, ésta a su
vez tendría un precario mecanismo institucional de control sobre la toma de decisiones
“vinculantes” delegadas en el “poder administrativo”. Dictaminar hasta que punto es
factible una potenciación de la capacidad de influencia y control del poder
comunicativo sobre el poder administrativo le lleva a Habermas, inevitablemente, a
realizar una revisión en profundidad del concepto de Sociedad Civil que pueda servir a
su fines.
Habermas viene a definir la Sociedad Civil, frente a la versión liberal, como una
trama asociativa de base voluntaria que organiza institucionalmente temas relevantes
para la Opinión Pública, o, en sus propias palabras, como «…el sustrato organizativo de
ese público general de ciudadanos que surge, por así decir, de la esfera privada y que
busca interpretaciones públicas para sus intereses sociales y para sus experiencias,
ejerciendo así influencia sobre la formación institucionalizada de la opinión y la
voluntad políticas»129. En el parecer de Habermas, el servicio esencial que la sociedad
126
Facticidad y Validez, pp. 439 ss.
Como vemos, las similitudes entre este concepto de Opinión Pública y el concepto durkheimiano de la
Conciencia Colectiva son altamente coincidentes, incluso en las funciones políticas asignadas. La
diferencia la encontraríamos en el proceso de su gestación, bien sea de manera postconvencional en el
caso de Habermas, o convencional en el de Durkheim.
128
A su vez, Habermas cree que la calidad de esta Opinión Pública también es medible por el
procedimiento que la ha alumbrado, lavándose las manos sobre posibles elementos de “distorsión
comunicativa” que puedan diluir coyunturalmente su gradiente de racionalidad. Ver, ibíd., p. 443.
129
Ibíd., p. 447. Sobre la definición de Sociedad Civil en Habermas, ver: Arato, A., “Emergencia, declive
y reconstrucción del concepto de Sociedad Civil”, Isegoria, nº 13, 1996, pp. 5-17; Pérez Díaz, V., “La
127
347
civil le rendiría a la Opinión Pública, en virtud de su mayor sensibilidad para la
percepción e identificación de nuevos problemas y sus actores, es la de constituir un
motor de la reflexividad social, que, apelando a los criterios racionales ya consensuados
en la Opinión Pública puede incorporar en la esfera pública nuevas cuestiones
necesitadas de reglamentación o revisiones de las ya existentes. Al mismo tiempo, la
sociedad civil daría voz a la función crítica de la Opinión Pública frente al poder
administrativo, constituyendo plataformas sociales reconocidas institucionalmente
capaces de dialogar en plano de igualdad frente a la Opinión Pública con los
poderes políticos institucionalizados.
Frente al cuadro del adoctrinamiento de la Opinión Pública por parte de los Mass
Media, Habermas considera que dentro de la sociedad civil se formarían actores
cualificados que intervendrían activamente en la conformación de la Opinión Pública,
facilitando canales de autocontrol a los ciudadanos sobre las decisiones tomadas en las
instituciones centrales del sistema político que afectan a su autogobierno130. Al
contrario que el modelo republicano, que delegaba en el Tribunal Constitucional la
regencia del ideal democrático entre periodos electorales, Habermas entiende que su
modelo deliberativo refuerza la idea de una dinámica constitucional como “proyecto
inacabado”, que nutriéndose de los elementos más activos de la sociedad civil la voz
procedente del Mundo de la Vida frente a la fría lógica de los sistemas sociales se
autodetermina en la práctica pública de la comunicación ciudadana131. El Estado de
derecho quedaría, en consecuencia, permanentemente vinculado a la Opinión Pública
que le concede su legitimidad, imposibilitando que se autonomice de la periferia política
como un sistema social autorreferencial e impermeable a la influencia de la sociedad
civil132. Este diagnóstico del funcionamiento institucional de la gestión política dibujado
sociedad civil como posibilidad”, Claves de Razón Práctica, nº 50, 1995, pp. 16-29; Pérez Díaz , V., La
Primacía de la Sociedad Civil, Alianza, Madrid, 1993.
130
En la definición de esta conceptualización de la Sociedad Civil, ha tenido un gran peso específico los
trabajos de J.L. Cohen y A. Arato (que no por casualidad están inspirados a su vez teóricamente en la
diferenciación de la sociedad en dos niveles de Habermas). Ver, Cohen y Arato, Civil Society and
Political Theory, MIT, Cambridge (Mass.), 1992.
131
Habermas estima que el recurso a la Desobediencia Civil, como mecanismo de presión último de la
sociedad civil, vendría legitimado por esta idea de una Constitución como proyecto inacabado de la
práctica comunicativa ciudadana; ibíd., pp. 465-466.
132
Esta ultima anotación, donde el centro vendría a situarse como “el sistema” y la periferia como “el
entorno”, es una contrarréplica lingüística a N. Luhmann, y la posibilidad de que los sistemas político y
jurídico se independicen de las lógicas comunicativas del Mundo de la Vida, que son las que le conceden
la “validez racional” de su legitimación frente a la legalidad de su autorreferencialidad autopoiética.
348
por Habermas, es, cuando menos, excesivamente optimista, pues, en primer lugar,
adolece de una desmedida confianza en la capacidad de la Opinión Pública para regirse
por principios racionales cuando los actores que le darían voz en la sociedad civil se
movilizan, sobretodo, por intereses sociales y/o personales133; y en segundo lugar,
también presenta un desmesurado pronóstico de la capacidad de influencia de
organizaciones “potsmaterialistas” —como ciertas ONGs vinculadas a Nuevos
Movimientos Sociales— sobre las organizaciones políticas formadas sobre una agenda
“materialista”, tal y como lo pondría de manifiesto las difíciles admisiones públicas de
los costes medioambientales frente a la prioridad del crecimiento económico en la que
se sustenta su compromiso social del pleno empleo. Pero quizás, la mayor contradicción
del criterio de la racionalidad comunicativa universal aplicado al sistema político se lo
lleve el debate sobre la globalización en el que recientemente ha intervenido Habermas,
y al que le vamos a conceder una atención especial en siguiente apartado.
3. La Globalización como campo de batalla entre la colonización sistémica y la
racionalidad comunicativa posnacional.
Pocas cuestiones de la actualidad política han acaparado tanto la atención del
último Habermas como el tema de la globalización. En el trasluz de este interés
podemos encontrar una revisión en clave política del diagnóstico de la colonización del
Mundo de la Vida por la racionalidad instrumental de los sistemas sociales. Esta nueva
revisión reclama su urgencia ante la nueva ubicación de la racionalidad comunicativa en
la política deliberativa como su principal escenario social de realización, sustituyendo
los viejos actores de la confrontación como un intento por parte del sistema económico
globalizado de imponerse sobre el sistema político —que encarnaría la voluntad
soberana en la que se manifiesta la autodeterminación racional de los ciudadanos
autónomos consensuada dialógicamente—, y que, en consecuencia, impermeabilizaría a
la razón instrumental de cualquier control por parte de la razón práctica. Si el modelo de
la democracia procedimental o deliberativa puede resultar viable a la hora de “sujetar”
133
Sobre esta cuestión, se puede consultar: Blaug, R., “Between Fear and Disappointment: Critical,
Empirical and Political Uses of Habermas”, Political Studies, v. 45, 1997, pp. 100-117; Van Mill, D.,
“The Possibility of Rational Outcomes from Democratic Discourse and Procedures”, The Journal of
Politics, v. 58, 1996, pp. 734-752.
349
el sistema político a la voluntad racional del poder comunicativo —en cuyas bases
discursivas se garantizaría la perspectiva imparcial de la racionalidad práctica—,
también debería superar el nuevo desafío que la globalización económica le presenta
para mantener su “función” de control y orientación práctica en la organización de las
sociedades modernas avanzadas.
El fenómeno de la
globalización económica es visto por Habermas como el
resultado inevitable e imparable de la expansión y desarrollo de los sistemas
funcionales134. La “evolución” independiente y autorreferencial de los sistemas en su
lucha contra la complejidad, les habría llevado a trascender la barrera de actuación
competencial de los territorios estatales, poniendo en cierta manera en crisis la
existencia misma de los Estados en cuatro niveles fundamentales: el Estadoadministración, el Estado-Soberano, el Estado-Nación y el Estado-Democrático135.
Los primeros efectos de la globalización se habrían hecho sentir sobre el Estadoadministración como la gestación de nuevas dimensiones de actuación en materia
económica fuera del alcance competencial de su marco territorial, que habrían suscitado
la necesidad de nuevos ámbitos institucionales de organización trasnacionales.
Especialmente, la “crisis de racionalidad” abierta a las administraciones del Estado se
mostraría más acuciante en la vulnerabilidad gestada para con el sostenimiento de los
compromisos sociales adquiridos por el Estado de Bienestar, tanto en su vertiente de
una crisis fiscal como en el de políticas orientadas al pleno empleo y al crecimiento
económico136. Las consecuencias para el Estado serían de importante calado, pues vería
como se erosiona progresivamente su capacidad de control sobre el sistema económico
—especialmente sobre sus ciclos depresivos en un cada vez más amplio estrechamiento
presupuestario—, al tiempo que la propia lógica de la globalización económica se le
impone para priorizar las condiciones de competitividad empresarial de la economía
nacional sobre otras garantías sociales, como por ejemplo la necesidad de flexibilizar el
mercado laboral frente al empleo estable137.
134
Habermas, “El valle de lágrimas de la Globalización”, en Claves de razón práctica, nº 109, Febrero
2001, p. 4; y también, “La constelación posnacional y el futuro de la democracia”, en La constelación
posnacional, Paidós, Barcelona, 2000, p. 85.
135
Ibíd., pp. 86-107.
136
El análisis de Habermas a este particular carece de profundidad analítica, apoyándose sobretodo en los
trabajos de su discípulo Offe sobre “la crisis del Estado de Bienestar”.
137
Habermas, J., “¿Tiene futuro el Estado Nacional?”, en La inclusión del otro, pp. 99-101.
350
Con la participación vinculante en la toma de decisiones de organismos
trasnacionales, que intentan paliar en cierta manera esta pérdida de regulación
administrativa de la economía capitalista —y sus efectos no deseados como los riesgos
ecológicos—, se le va a crear al Estado de derecho otra Crisis de Soberanía sobre su
independencia en la planificación de su organización interna. Desde el punto de vista de
la soberanía externa —el reconocimiento mutuo entre Estados de la integridad de sus
fronteras territoriales y su autogobierno—, los organismos internacionales socavan la
capacidad de toma de decisiones autónomas, que, además, otorgaría en estos momentos
una hegemonía a los países occidentales sobre la capacidad de regulación del resto bajo
coacciones económicas e incluso militares. Desde la perspectiva de la soberanía interna
—el principio democrático de la soberanía popular como autogobierno—, se va a crear,
por añadidura, una crisis de legitimidad sobre la toma de decisiones de las
organizaciones transnacionales que, de esta manera, escapan a cualquier control por
parte de los ciudadanos138.
La crisis abierta al principio de Soberanía del Estado va a tener también serias
repercusiones en la identificación unívoca del Estado-Nación. En estimación de
Habermas, la construcción de las naciones durante el siglo xviii fue obra de los
intelectuales burgueses, que contribuyeron felizmente a “inventar” una nueva
“comunidad imaginada” como nueva forma de integración abstracta ante el
desmoronamiento de los vínculos corporativos premodernos139. Con la idea de nación
como una comunidad de destino histórico, se pudo dar una respuesta afirmativa a la
constitución jurídica de los nacientes Estados, puesto que, desde el punto de vista
democrático de los derechos ciudadanos —universales—, los límites tanto territoriales
como comunitarios —el criterio que determina quien pertenece y quien no a dicha
comunidad jurídica de ciudadanos— son contingentes140. La idea de nación habría
llenado esta laguna jurídica con un concepto naturalista de pueblo, convirtiendo una
cuestión de arbitrariedad histórica en otra cuestión con pretensiones jurídico-normativas
138
Esta sería la tesis esencial que suscitaría la revisión de Habermas de la globalización por sus efectos
“distorsionadores” de los principios que sostienen democracia deliberativa.
139
Habermas, J., “El Estado nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía y de la
ciudadanía”, op. cit., pp. 87 ss.
140
Ibíd., pp. 92 ss.
351
—es decir, capaz de fundamentarse como un derecho jurídico—, como no sería otro que
el “derecho a la autodeterminación nacional”141.
Antes de proseguir con los desafíos que la globalización le presenta al fecundo
casamiento histórico entre el artificio sistémico del Estado y su naturalización
comunitaria en la idea de nación, me gustaría abrir una pequeña crítica, que nos dará pie
para introducirnos en el debate sobre el multiculturalismo. Pese a la lectura
intersubjetivista del concepto de racionalidad que Habermas utiliza como sillar básico
de su arquitectura teórica, el concepto de voluntad142 —que es el único que tiene la
capacidad de autodeterminarse— permanece prisionero de un sesgo cognitivista de
carácter universal e “individual”. Los únicos seres capaces de autodeterminación serían
los individuos, rechazando la “extravagante” idea de un derecho de “autodeterminación
nacional” que venga a resucitar los viejos fantasmas de los macrosujetos históricos143.
El derecho a la autodeterminación nacional —según Habermas— sólo sería
reivindicable —en sintonía con ciertas tesis de la “política del reconocimiento”—
cuando exista una manifiesta opresión de minorías —pero concentradas en mayorías
territoriales— en virtud de su adscripción “nacional”, pero nunca sería justificable una
reivindicación secesionista dentro de un sistema democrático que reconociese los
derechos humanos universales de todos sus miembros, es decir, cuando la institución
estatal no favoreciese una discriminación y mutilación de derechos civiles por razones
étnicas144. En esta tesitura, Habermas se mantiene en una posición insostenible. Por un
lado, no quiere reconocer la existencia de los pueblos como tales, o al menos como
figuras jurídicas con derechos propios —y menos aun si estos derechos son de carácter
territorial. Pero, por otro lado, da cobijo al derecho de los ciudadanos a “reconocerse”
141
En palabras de Habermas: «Ha de aceptarse como un desacierto rico en consecuencias en el orden
práctico… que esta cuestión pueda ser contestada también de manera normativa, esto es, mediante un
“derecho a la autodeterminación nacional”» (ibíd., p. 92). En este extremo, Habermas parece que da de
nuevo su brazo a torcer frente a las autolimitaciones históricas, pero sin profundizar a nivel teórico en las
contradicciones que supone.
142
Como ya se ha explicitado hasta la saciedad, la “autonomía” kantiana es un concepto articulado para
expresar esta indivisoria relación entre la “voluntad” y la “racionalidad”, pero que el final no hace más
que poner la primera al servicio de la segunda bajo el “imperativo categórico” de la racionalidad práctica
universal.
143
Este rechazo es uno de los pilares “axiológicos” fundamentales en Habermas, e incubado en lo más
profundo de sus principios éticos tras su paso por la teoría Crítica y su tarea profiláctica de episodios de
irracionalidad práctica como los del pasado nazi. Ver, “La constelación posnacional y el futuro de la
democracia”, op. cit., p. 97.
144
Habermas, J., “Inclusión: ¿incorporación o integración? Sobre la relación entre nación, Estado de
Derecho y Democracia”, en La inclusión del Otro, op. cit., pp. 122 ss. Ver también: Rioutort, B.,
“Identidad racional, reconocimiento y democracia”, Taula, nº 25-26, 1996, pp. 106-132.
352
mutuamente como un pueblo o nación; sin que de ello pueda derivarse una transferencia
de su derecho de autodeterminación individual hacia una autodeterminación nacional,
que, por consiguiente, preserve su autonomía —como la integridad de una voluntad
echada a rodar históricamente en conjunto— en un Estado propio que garantice el
ejercicio efectivo de su autogobierno145.
El sesgo kantiano de esta definición habermasiana de una voluntad autónoma —es
decir, racional, “individualista” y universal— la podemos colegir de su postura
cosmopolita dentro del debate con el multiculturalismo146. Habermas se apresura a
apostar por un Derecho Cosmopolita, del que la declaración de derechos universales de
las Naciones Unidas sería un anticipo e instrumento que posibilitaría el progresivo —e
ineludible— caminar hacia el estado de Paz Perpetua preconizado por la racionalidad
práctica kantiana —y que haría perder a los Estados su “inocencia” como actores que
compiten entre sí en un “Estado de Naturaleza”, posibilitando su “incriminación” por
delitos contra los derechos universales147. Así, frente a las acusaciones de los derechos
humanos como una ideología de occidente que se intenta “imponer” sobre otras culturas
y países —crítica generalizada desde la idiosincrasia cultural comunitarista de los países
asiáticos—, Habermas cree que los retos procedentes de la globalización económica y
del propio proceso de modernización demandan instituciones políticas en afinidad con
145
Sobre el derecho a la autodeterminación y Habermas, se puede ver: Ferrer, V., “La autoderteminación
y sus paradojas”, Anuario Filosófico, nº 2, 1994, 779-796.
146
Podemos ver como el concepto de racionalidad cada vez se hace más kantiano y menos intersubjetivo.
En lo que sigue, se puede consultar: “La idea kantiana de Paz Perpetua desde la distancia histórica de 200
años”, en La inclusión del otro, pp. 147-188. Sobre el Cosmopolitismo kantiano en Habermas, ver:
Velasco, J.C., “Ayer y hoy del cosmopolitismo kantiano”, Isegoria, nº 16, 1997, pp. 91-117; McCarthy,
T., “Unidad en la diferencia: reflexiones sobre el derecho cosmopolita”, Isegoria, nº 16, 1997, pp. 37-59.
Sobre el debate entre Habermas y el multiculturalismo, ver: Velasco, J.C., “El reconocimiento de las
minorías. De la política de la diferencia a la democracia deliberativa”, Sistema, nº 142, 1998, pp. 63-85;
Thibaut, C., “Democracia y diferencia: un aspecto del debate sobre el multiculturalismo”, Anales de
Cátedra Francisco Suarez, nº 31, 1994, pp. 41-60.
147
Frente a la versión de una “imposición” de los derechos humanos “individuales” por Occidente a otras
naciones, Habermas justifica dicha situación por esta transformación del derecho internacional desde el
estado de naturaleza a un orden jurídico —fiel a los principios de la racionalidad práctica— compartido
por los Estados en su reconocimiento mutuo —lo cual crearía el interrogante del reconocimiento de
Estados que no respetan los derechos humanos como Estados propiamente dichos. En definitiva: ¿se
puede seguir considerando autónoma —con capacidad legítima de autodeterminación— a una voluntad
que renuncia conscientemente a su racionalidad “práctica”? En términos jurídicos de un comportamiento
individual de anómala irracionalidad en un Estado de derecho, con toda probabilidad sería criminalizable
o calificado de locura; pero en términos de “soberanía” de lo Estados es mucho más problemático, como
pueda ser el caso de establecer el Corán como el texto jurídico fundamental en los países musulmanes o,
incluso, la misma pena de muerte en algunos países democráticos.
353
la democracia y los derechos humanos individuales148, es decir, como una necesidad
funcional insita en los propios requerimientos de reflexividad de la modernidad149. En
este sentido, Habermas presenta dos afirmaciones extremadamente arriesgadas por su
carácter especulativo. En primer lugar, respecto a una reafirmación cultural dogmática
de la modernidad, y, ligado a ella, el proceso de formación de una identidad “racionalindividualista” articulada históricamente en occidente. Como lo demuestran las
importaciones en el diseño de los sistemas de producción empresarial y su nueva cultura
desde el modelo “individualismo honorífico” japonés150, las ventajas sobre la
modernización de la identidad individualista occidental todavía están por ver dónde se
le supone una mayor urgencia funcional: la organización económica. Y por otro lado, en
segundo lugar, Habermas equipara los procesos de modernización acaecidos en
occidente durante más de dos siglos, con los que en estos momentos están teniendo
lugar, de manera precipitada y caótica, en los países en vías de desarrollo. La mayor
diferencia, respecto a la viabilidad del modelo político deliberativo, estriba en la
capacidad tanto cognitiva de los individuos como estructural de las sociedades para
absorber el acelerado proceso de modernización; sin tener en cuenta que el modelo
occidental de una “forma de vida racional” sea extrapolable como paradigma a seguir
por sociedades con profundos desequilibrios en sus niveles educativos y de calidad de
vida151. En esta difusión selectiva de la modernidad occidental sobre otras metas
culturales, sociales e individuales, se podría evidenciar, como crítica Taylor, una visión
etnocéntrica de Occidente, que, arrogándose el patrimonio de la civilización frente a la
barbarie, pondría de manifiesto —como la misma ciencia antropológica habría
148
Aquí se pude encontrar una cierta huella de la tesis durkheimniana sobre la necesidad de una cultura
individualista como fruto del nuevo tipo de integración orgánica nacida de la división del trabajo.
149
Habermas, J., “Acerca de la legitimidad basada en los derechos humanos”, en La Constelación
postnacional, op. cit., pp. 152 ss.
150
Ver el trabajo de E. Ikegami: The Taming of the Samurai, Harvard Univ. Press, Cambridge (Mass.),
1995.
151
Sería hasta cuestionable que el sistema democrático fuese el mejor desde el punto de vista de una
gestión política enfocada al desarrollo económico, pues las reivindicaciones sociales tendrían un mayor
peso que las capacidades reales de los estados para darles una salida en sus presupuestos. Es imposible
transferir sin adaptaciones estructurales el modelo de democracia occidental —que ya ha pasado la prueba
de su estabilidad (la función de seguridad del Estado) bajo el precio de concesiones sociales en un Estado
del Bienestar— a los países en vías de desarrollo, que en sí mismos manifiestan una fractura social entre
aquellos pocos que participan en “una forma de vida racional” y una gran mayoría de marginados de la
economía “oficial”. Aquí el requerimiento de la legitimidad del Estado chocaría con el de la eficiencia del
mismo en términos funcionales. Habermas se escudará sobre este particular con la siguiente afirmación:
«no es tan fácil vender argumentos funcionales como si fuesen normativos»; “Acerca de la legitimación
de los derechos humanos”, op. cit., p. 160.
354
contribuido a desenmascarar— un cierto encumbramiento “evolucionista” de su propio
desarrollo actualmente hegemónico152. Si a estas contrarréplicas le sumamos el intento
por parte de Habermas de desprestigiar las argumentaciones críticas por parte de las
culturas asiáticas como una manipulación de “mala fe” por parte de las élites locales —
frente a un diálogo entre iguales que tan sólo sopesan la fuerza de los mejores
argumentos—, podemos cuando menos sospechar el agotamiento de los argumentos de
Habermas para defender el carácter “deóntico” de los derechos humanos frente a la
acusación axiológico-ideológica de la que son objeto153.
De todas maneras, el debate central que Habermas mantendrá con el
multiculturalismo no va a enfocarse desde el problema de las minorías mayoritarias y el
derecho a la autodeterminación, desprestigiado antes de entrar en discusión por su
etiquetamiento como una moral “convencional” que apenas tiene cabida —al menos
desde posturas axiológicas fundamentalistas— dentro de las tesis discursivas
posnacionales; sino que va más bien va a dirigirse hacia el desafío, proveniente de la
progresiva globalización de los mercados laborales, que la inmigracion le presenta a los
Estado-Nación154. El fenómeno de la inmigración, especialmente referido a causas
económicas, es visto por Habermas como una consecuencia directa de la globalización,
y, consecuentemente, como una realidad funcional “inevitable”. La consecuencia
inmediata que se desprendería del mismo sería expresar la tensión que procede de la
identificación de la ciudadanía, dentro de un Estado de Derecho, con la “pertenencia” a
una nacionalidad étnico-histórica, haciéndose necesaria una dolorosa transformación de
la autocompresión de la comunidad política, que sólo podría afianzar la lealtad de la
ciudadanía desde los principios emanados del “patriotismo constitucional”.
152
Taylor, Ch., “La política del reconocimiento”, op. cit., pp. 105 ss. Por otro lado, si que por parte de
Habermas se podría constatar una cierta asimilación del proceso “evolutivo” de occidente con el proceso
evolutivo de la racionalidad misma, lo que le otorgaría una justificación a su pretensión de universalidad.
153
Esta sería una cuestión de plena actualidad en lo que se ha venido a llamar, por parte de Samuel
Huntington, como El Choque de Civilizaciones (Paidós, Barcelona, 1997). Para que se perciban dichas
diferencias entre formas de vida como un “choque”, tiene que haber de por medio una incompatibilidad
entre las mismas, dónde occidente tomaría parte haciendo proselitismo de su propia percepción de la vida
buena como “una forma de vida racional”. A este respecto, tiene gran interés el trabajo de reinterpretación
de la civilización moderna en medio de otras modernidades múltiples de S.N. Eisenstadt en Die Vielfalt
der Moderne, Göttingem, 2001.
154
Sobre la cuestión de la inmigración en Habermas, se puede consultar: “la lucha por el reconocimiento
en el Estado Democrático de Derecho”, op. cit., 215-227.
355
La conformación originaria de la idea de un “patriotismo constitucional” en la
República Federal Alemana tiene —a mi entender— dos etapas de acentuación155. La
primera de ellas viene a ser formulada por W. Mommsen en torno a 1983, sobre la
diferenciación —ya clásica en la historia alemana— entre una nación cultural alemana,
extendida a lo largo y ancho de la Europa Central, y una realidad institucional
diferenciada en una pluralidad de Estados-Nación. En estas condiciones, la nueva
“identidad colectiva” de la República Federal Alemana sólo podía tomar forma —frente
al resto de “nacionalidades” alemanas, y en especial frente a su vecina comunista— en
torno a una definición política propia, que venía representada por el orden
constitucional y los valores democráticos. El “patriotismo constitucional” se inscribiría
también dentro de un sentimiento de orgullo colectivo por haber conseguido superar
duraderamente el fascismo, y establecer sólidamente las bases de un Estado de derecho
dentro de una cultura política democrática156. En este contexto, se va a producir, según
M. R. Lepsius, un cambio en la autoconcepción de la identidad colectiva de la
República Federal, que va a poner el énfasis sobre el Demos, como un orden político
democrático legitimado en los derechos liberales y de participación ciudadana, frente al
Ethnos, como una comunidad “pre-política” asentada sobre un conjunto de
características étnicas, históricas y culturales compartidas con otros Estados-Nación157.
Esta nueva “identidad colectiva” se va a caracterizar, según Habermas, por venir
definida en términos “postnacionales”, es decir, por priorizar los principios
universalistas del Estado de derecho y de la democracia sobre los de una comunidad
“nacional” de destino histórico; en virtud de lo cual, con el amargo recuerdo todavía
presente en la memoria colectiva alemana de los excesos fascistas, todo lo que tuviese
una resonancia a “nacionalismo alemán” aparecería cubierto por un aura de sospecha
que despertaría una reprobación deslegitimatoria automática. La segunda etapa de
desarrollo de la idea del “patriotismo constitucional” se produce a partir de la caída del
muro de Berlín en 1989, y el posterior debate sobre el proceso de reunificación entre las
dos Alemanias. En este segundo envite, Habermas será, precisamente, uno de los
principales paladines intelectuales que saldrá al escenario público en defensa de un
proceso de reunificación que priorice los “valores” democráticos sobre los de la “unidad
155
En lo que sigue, ver: Habermas, J., “Patriotismo de la Constitución en general y en particular”, en La
necesidad de revisión de la izquierda, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 289-298.
156
Ibíd., pp. 216-217.
356
nacional”, basándose en el argumento de que el derecho a la “autodeterminación” sólo
puede instaurarse desde procedimientos democráticos, por lo que primero se tendría que
ayudar a la Alemania del Este a alcanzar las condiciones de “normalidad” democrática
adecuadas para que sus ciudadanos decidan su destino por sí mismos, frente a una
reunificación precipitada en la que la República Federal engulla a la excomunista para
dirigir sus destinos sin consulta previa.
No obstante, fuera de este contexto, Habermas cree que el criterio de un
“patriotismo constitucional” contiene ciertos elementos que le pueden convertir en una
fórmula generalizable —para otras sociedades, especialmente europeas— de la
identidad post-nacional158, que afincada en principios universalistas —encarnados en el
Estado de Derecho y la Democracia— puede desarrollar la idea cosmopolita kantiana
hacia un modelo multiculturalista de democracia —aquel que relativiza la propia forma
de vida (prepolítica) atendiendo a las igualmente legítimas pretensiones de existencia de
otras formas de vida—, tutelando con ello la definición de la comunidad política desde
los principios emanados por el universalismo moral159.
Dada esta diferenciación, en opinión de Habermas sería necesario distinguir dos
niveles de asimilación del contingente inmigrante por la sociedad receptora: la inclusión
y la integración160. Inclusión significaría, en afinidad con ciertas tesis de la política del
reconocimiento, que el orden político del Estado se declararía abierto a la incorporación
de todo individuo con la capacidad de un uso “público” de la razón —competencia
comunicativa— a su comunidad política, pagando el precio de una renuncia a la
uniformidad de su comunidad histórica prepolítica161. La integración haría referencia,
157
Ibíd., pp. 296 ss.
En este sentido, el “patriotismo constitucional” sería una revisión secularizada —y a la alemana— de
la Religión Civil, tal y como se manifiesta, por ejemplo, en el consenso constitucional de la cultura
política liberal norteamericana. Sin embargo, en cuanto trata de retomar el problema de la definición de la
identidad colectiva —de inicial formulación convencional Durkheimiana— desde la “post-nacionalidad”,
se cargaría con la misma ambivalencia del concepto moral de una “identidad post-identitaria”.
159
Ibíd., pp. 218 ss.
160
Habermas, J., “la lucha por el reconocimiento en el Estado Democrático de Derecho”, op. cit., pp. 217218; también en, “Inclusión: ¿incorporación o integración? Sobre la relación entre nación, Estado de
derecho y Democracia”, op. cit., pp. 109-118.
161
Ibíd., p. 118; “La constelación nacional y el futuro de la democracia”, op. cit., p. 99. Sobre este
particular, Habermas nos recodaría como el mayor logro de los Estado-Nación procedió de su capacidad
para “homogeneizar” culturalmente diferentes tradiciones regionales, construyendo la idea de una
“comunidad imaginada” de origen y destino histórico. Por el contrario, en la modernidad ampliada
mantener la tesis de la homogeneidad desde premisas “nacionalistas” nos llevaría a trágicos sucesos de
“limpieza étnica”, como recientemente tuvieron lugar en la ex-Yugoslavia; acontecimientos que desde el
derecho cosmopolita —basado en la racionalidad práctica— son considerados como “crímenes contra la
158
357
por el contrario, a una predisposición a la aculturación en los modos de vida, prácticas y
costumbres del país de acogida por parte de los inmigrantes, donde su movilización
territorial tendría por condición previa la renuncia a la cultura de origen y el precio
“personal” de un reajuste de su identidad162.
Habermas estima que el Estado democrático tan sólo podría exigir a los inmigrantes
una socialización en la cultura política de acogida, sin pedirles una renuncia de sus
“signos de identidad” de origen. En esta interpretación, Habermas se posiciona en la
primera versión liberal de la “política del reconocimiento” de Taylor, que preserva ante
todo los derechos subjetivos de los individuos, bien sean nacionales o extranjeros, antes
que los derechos “colectivos” de las comunidades “autodeterminadas” en una voluntad
política soberana —con derechos de “propiedad” y exclusividad sobre un territorio. El
caso es que la segunda versión del liberalismo, que da cobijo propiamente a la “política
del reconocimiento” de Taylor, encuentra serias dificultades para su aplicación en la
“cuestión inmigrante”. Sartori le hace una pertinente crítica a la tesis del
multiculturalismo arguyendo que si para respetar igualmente a los seres humanos hay
que respetar igualmente las culturas de origen que les prestan los fundamentos de su
identidad, en el caso de la inmigración supondría el compromiso de la sociedad de
acogida de importar con cada inmigrante un retazo de su identidad cultural163. Además,
si la comunidad de acogida se percibe a sí misma como un comunidad cultural
diferenciada, cuyas formas de vida pueden resultar incompatibles con otras culturas que
aspiran a formar parte de su comunidad política, su reacción “defensiva” —en términos
comunitaristas— será la de clausurar el acceso a determinados tipos de inmigrantes en
razón de su origen socio-cultural164. Las tesis del multiculturalismo, de cualquier modo,
humanidad”. Ver, “Inclusión: ¿incorporación o integración? Sobre la relación entre nación, Estado de
derecho y Democracia”, op. cit., pp. 119 ss.
162
Habermas, J., “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”, op. cit. p. 218.
163
Sartori, G., La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, Tecnos, Madrid,
2001.
164
Sartori no va tan lejos en su enfrentamiento con el multiculturalismo, pero si determina que la misma
“cultura política” de occidente es incompatible con ciertas tradiciones culturales, donde, por consiguiente,
la “inclusión” no sería absolutamente neutral axiológicamente, restringiendo el margen de desarrollo de
las tradiciones históricas —como por ejemplo el papel de subordinación de la mujer en la cultura
islámica— cuando tengan por consecuencia el recortamiento o conculcación de los derechos
fundamentales de algún sector social. El mismo Taylor ya había mostrado sus dudas sobre la
compatibilidad de los derechos universales con algunas identidades culturales históricas como la islámica
(“La política del reconocimiento”, op. cit., p. 92). F. J. Laporta, en una pequeña recensión crítica a la obra
comentada de Sartori, considerará atinadamente que, si el ideal de la vida buena de un individuo o grupo
social incluye ignorar los derechos de los demás, ese individuo o grupo sólo podrá tener cabida en la
358
nos podrían conducir —por su remarcamiento de la diferencialidad de las culturas de
vida— a las conocidas tesis del “choque de civilizaciones”, que como se apresta a
denunciar Habermas, abrirían el riesgo, dentro de una misma comunidad política, de
crear una fractura en los vínculos ciudadanos de la solidaridad.
Finalmente, después de la intrusión en la eficiencia administrativa, en el principio
de soberanía y en la identificación del Estado con la Nación, la globalización también
va a hacer blanco en las bases democráticas del Estado de derecho, que se sostienen en
el principio de la soberanía popular. Con la traslación de muchas de las tomas de
decisiones al ámbito de las organizaciones transnacionales, se va a evidenciar un déficit
democrático de legitimación de las mismas, que además escapan a todo control por
parte de los instrumentos de presión de la sociedad civil. La solución por la que
apostaría Habermas, una vez asumido el proceso de globalización como un fenómeno
imparable, sería la de expandir la esfera pública conformada por la periferia política
hasta solaparla prácticamente con el mismo escenario globalizado de la actuación
económica165; lo que significaría a la postre una federación “universal” de todos los
países bajo bandera de la ONU166. Como tal transferencia de soberanía de los actuales
“Estado-nación” es por el momento impensable en el tablero de la política internacional,
Habermas tiene que contentarse con el experimento político de la Unión Europea para
comunidad política “democrática” si renuncia a transmitir esas convicciones y a vivir esas prácticas;
“Inmigración y Respeto”, en Claves de razón práctica, nº 114 (2001), pp. 68.
165
La única manera de recuperar la legitimación democrática en las organizaciones internacionales es la
de transferirles las particulares soberanías de los Estados-nación para crear una nueva “sociedad civil
ampliada” —como le correspondería a la modernización “ampliada”—, que se pudiera expresar bajo
“procedimiento” democrático como la voluntad directa de una “soberanía popular transnacional” (ver los
trabajos de J. Keme). En mi opinión, creo más bien que las organizaciones internacionales lo que
realmente demandan es una revisión en profundidad del sistema democrático como forma de gobierno.
Quizás el modelo de la política deliberativa a donde nos llevaría en realidad es a un escenario con un
centro político altamente burocratizado y tecnificado, ajeno a cualquier conformación de la voluntad
democrática, y a un contrapoder “comunicativo”, que no se sabe muy bien como estaría articulado
institucionalmente. Lo que si es cierto es que, en este escenario, el centro “político” sería más sensible a
las presiones “corporativas” procedentes de los sistemas económicos geo-estratégicos que a los controles
internos de la legitimidad de sus decisiones. Si la globalización es imparable —tesis que no
necesariamente comparto, o al menos creo que es matizable—, quizás también haya que asumir esta
forma de organización política “funcional” como inevitable.
166
Habermas nunca llega a hacer esta afirmación tan tajante, pero es la idea de fondo que ilumina su
posición: la de conformar una “soberanía única”, correspondiente al ámbito de actuación de un derecho
cosmopolita, que quedaría en manos de la ONU; y en la que, evidentemente, no existirían derechos de
veto por intereses (y capacidad de coacción de unos Estados sobre otros), sino tan sólo la armónica voz de
la razón comunicativa que insufla en el interior de los corazones de los hombres la llama de la Paz
Perpetua. Este escenario no estaría muy lejos de aquel otro que nos dibujara Marx como el paso de la
Prehistoria a la verdadera Historia de la “humanidad”, y que en cierta manera vuelve a caer en la misma
“mistificación salvífica” —e incluso escatológica como punto final teleológico de la historia— de la
esencia humana (su racionalidad consumada).
359
evaluar hasta que punto tal “Estado-posnacional” tendría posibilidades reales de
conformarse; y como, por supuesto, los únicos principios por los que podría reclamar la
lealtad de las ampliadas —y multinacionales— bases sociales serían los procedentes del
“Patriotismo Constitucional” creados a partir del derecho cosmopolita.
En efecto, Habermas analiza los procesos de “convergencia” política dentro de la
Unión Europea como un efecto de arrastre administrativo del proceso de unificación
económica, pero que cada vez dejan a Bruselas —en progresiva acumulación de
competencias gestoras— con un mayor déficit democrático, y fuera de todo control por
parte de la sociedad civil167. Ante las presiones de la globalización como nuevo marco
económico, se podrían contabilizar dos posiciones políticas enfrentadas. Por un lado nos
toparíamos con la ortodoxia neoliberal —afines a la globalización como un fenómeno
meramente funcional— que abogaría por una globalización paralela del Estado hacia
una dimensión exclusivamente “empresarial”, de modo que se favoreciese la
competencia económica tanto interna como externa168. Entre los detractores de la
globalización se ubicarían los defensores de la “territorialidad”, que intentarían
preservar la soberanía del Estado aislándolo cuanto fuera posible de la ingerencia de
administraciones transnacionales y de las presiones económicas de la competencia de
otros países169.
Como lugar de encuentro para el diálogo entre partidarios y detractores de esta
dimensión globalizada de Europa, va a surgir la necesidad de conformar una “tercera
vía”, que no obstante va a estar sujeta a las mismas fuerzas políticas. La variante de
talante defensivo partiría de la premisa de que si las fuerzas del capitalismo en
expansión ya no pueden ser controladas, su impacto si puede llegar a ser amortiguado,
donde Europa emergería como un inmejorable escenario para la promoción de la
competitividad de sus países miembros a nivel internacional, al tiempo que actuaría
como un colchón de estabilidad ante sus efectos más adversos. La función prioritaria de
167
Sobre el análisis de Habermas del proceso de unificación europea, se puede consultar: “El Estado
nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía y de la ciudadanía”, op. cit., pp. 102 ss; “La
constelación posnacional y el futuro de la democracia”, op. cit., pp. 118-146; “El valle de lágrimas de la
globalización”, op. cit., 4-10.
168
Ibíd., p. 6.
169
Una faceta extrema de este rechazo “territorial” a la globalización se podría encontrar en la xenofobia
contra los inmigrantes, y en cierta manera contra la modernización misma, que socava las bases de la
identidad nacional. Históricamente, los viejos fascism
360