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Capítulo Quinto Habermas y la Moral Postconvencional Sobre una Teoría normativa de carácter universal. La necesidad de profundizar en una teoría normativa de la sociedad se le presenta a Habermas como una consecuencia directa de su tesis sobre la colonización del mundo de la vida por los sistemas sociales, pues, como vimos, en la fragmentación de los universos simbólicos de vivencia en formas de vida “privadas” —la imposibilidad de gestar una identidad cultural homogénea para toda una sociedad—, el mundo de la vida se encuentra despojado de su función primordial de la integración social, que ya sólo puede ubicarse en un sistema “artificial” —en el sentido de cerrar unos límites que definan una sociedad en sus múltiples referencias contextuales “externas” (geográficas, históricas, económicas, políticas, etc.)—, que vendrá a denominarse, en la práctica mayoría de las sociedades modernas, como un Estado de Derecho. La particularidad propia de este sistema es que, en su pretensión de funcionar como bisagra de la integración entre los sistemas sociales en su conjunto y el mundo de la vida (los individuos en cuanto actores), tiene que incorporar una base normativa de amplio espectro susceptible de obtener un reconocimiento generalizado entre todos sus miembros, sea cual sea su procedencia sociocultural. Habermas cree hallar en la aplicación de los principios que sostienen la racionalidad comunicativa de una pragmática formal la solución a estos referentes normativos de carácter universal. Dentro de sus reflexiones sobre la materia, se podrían señalar dos etapas teóricas. La primera trata de germinar una teoría moral que, acorde con el desarrollo filosófico de una ética del discurso, acuda en auxilio del sistema de derecho para proveerle de los principios centrales que su función integrativa le demandan. El énfasis en la balanza entre la legalidad y la legitimidad del derecho será puesto en la segunda, siguiendo la inquietud principal de su teoría de la acción comunicativa —heredera de su formación en la Teoría Crítica— de habilitar una razón práctica que actúe como vigilante del desarrollo de los sistemas sociales en su conjunto. Frente a esta subordinación del derecho a la moral, en una segunda redefinición teórica, Habermas va a conceder un mayor protagonismo al análisis de la teoría del derecho, conceptualizando sus relaciones con la moral como una tensión irreductible entre “validez” y “facticidad”, que ya no deriva en un estado de dependencia y subordinación, sino más bien en una relación de complementariedad mutua. Esta último conjunto de reflexiones tendrán como consecuencia, aunque Habermas no se detenga explícitamente en ello, una reconstrucción solapada de su modelo teórico general, donde la facticidad de los sistemas sociales recabará una importancia crucial para “estabilizar” los principios deónticos de validez racional procedentes de una ética del discurso (que por su estado de abstracción filosófico no tiene una conexión real con los “mundos” de vida, y cuya racionalidad comunicativa pasa a hacerse dependiente de la racionalidad de un sistema particular —el político— sujeto al principio democrático ). Como consecuencia de dicha señalización de etapas, la exposición que se va a realizar de la teoría normativa de Habermas va a seguir los siguientes puntos narrativos: 1. La ética del discurso como principal referente de la articulación normativa en las sociedades modernas. 1.1. La preeminencia de la moral sobre el derecho positivo. Las relaciones entre la Legalidad y la Legitimidad en Ensayos políticos y Tanner Lectures. 1.2. Defensa filosófica de una moral cognitiva basada en la racionalidad comunicativa. Los postulados de la Ética del Discurso. 1.2.1. Papel de la Filosofía en la reflexión moral. 1.2.2. Corrientes filosóficas modernas sobre la moral. 1.2.3. Defensa filosófica de una moral cognitiva. 1.2.4. Propuesta de una teoría normativa de carácter universal basada en la Ética del Discurso. 2. Revisión de la teoría normativa comunicativa: la irreductibilidad de la tensión entre Facticidad y Validez, y el principio democrático como mediador. 2.1. Retoques a una teoría moral basada en la ética del discurso. Las relaciones entre la justicia y la solidaridad. 2.2. Estudio de la teoría del derecho y sus relaciones con la moral. La tensión irreductible entre Facticidad y Validez y el principio democrático como mediador. 3. La Globalización como campo de batalla entre la colonización sistémica y la racionalidad comunicativa posnacional. 298 1. La Etica del Discurso como principal referente de la articulación normativa en las sociedades modernas. La preocupación de Habermas por la cuestión de la normatividad social se puede considerar un legado de su paso por la Teoría Crítica, centrado en la búsqueda de la inacabada racionalidad práctica del proyecto de la Ilustración, a través del cual emprender la tarea de la recuperación del timón de las sociedades desde la cultura natural-tecnocrática hacia la cultura social-comunicativa, umbral sociológico desde el que sembrar las condiciones de realización del viejo tema marxista-hegeliano de la emancipación de la conciencia y autorrealización del ser humano. En la teoría de la acción comunicativa, la definición normativa nos aparece como un nuevo reto para la integración de las sociedades modernas, donde la colonización y especialización de espacios de comunicación social por los sistemas sociales, frente a un mundo de la vida en franco retroceso como principio estructurador, y en proceso de fragmentación y privatización de mundos de vivencia —ya no se podría hablar de “un” mundo de la vida, sino de una multiplicidad de “mundos” de vida—, va a demandar un nuevo sistema social especializado en dicha tarea: el derecho. No obstante, dicho ordenamiento jurídico, si realmente quiere obtener el asentimiento de sus mandatos por parte de sus implicados, deberá responder también a los principios —que la teoría de la acción comunicativa ha desvelado reconstructiva y pragmáticamente— de la misma racionalidad práctica que sostiene el mundo de la vida. En conclusión, al final de su trayectoria, todo el trabajo emprendido en la obra magna de Habermas no tendría otra utilidad que la aplicación de sus presupuestos a una teoría normativa de la sociedad. En una primer etapa, Habermas abordará este objeto de análisis desde dos niveles diferentes: 1) un primer encuadre que sitúe sus reflexiones dentro de la arquitectura de su teoría de la sociedad; y 2) una continuación del pensamiento filosófico reconstructivo aplicado a la fundamentación de una moral que responda a las premisas de la racionalidad comunicativa, que será denominada, en conjunción con Apel, como una ética del discurso. 299 1.1. La preeminencia de la moral sobre el derecho positivo. Las relaciones entre la Legalidad y la Legitimidad en Ensayos políticos y Tanner Lectures. Si el derecho debe responder primordialmente a la función de la integración social, su primer requisito no puede ser otro que responder a los postulados de una moral susceptible de ser reconocida por todos, es decir, a los principios de una racionalidad comunicativa reconstruidos a partir de una pragmática formal. Esta es la tesis básica que Habermas maneja a lo largo de la década de los ochenta para ubicar al sistema jurídico dentro de su teoría de la sociedad: desde al punto de vista de los sistemas sociales, el derecho se apresta, por mediación de su legalidad, a regular sus procesos y poner límites y controles sociales a su desarrollo; desde el punto de vista del mundo de la vida, el derecho necesita del input de la legitimidad como lealtad de la población, solamente requerible desde los principios que encarna la racionalidad práctica-comunicativa. En definitiva, la legalidad se debe a un principio ordenador de su normatividad que sólo puede proceder de una moral racional de carácter pragmático-comunicativo1. Una de las principales cuestiones a solventar en las relaciones entre la legitimidad y la legalidad es si esta última es suficiente parar explicar el respeto y obediencia de la ley, o si necesita de una ulterior fundamentación de carácter moral que legitime y explique la aceptación de dichos mandatos. Habermas le critica a Weber, en su tesis de la dominación legal-racional, el creer que es posible separar los valores respecto de un presunto carácter racional del derecho positivo, pues la legitimidad de todo sistema jurídico descansa en una relación interna entre el derecho y la moral2. Con la tesis de un entrelazamiento interno, la moral se aloja en el interior del derecho positivo como un requisito que garantiza la imparcialidad —racionalidad práctica— en la fundamentación de los procedimientos legislativos y la aplicación de sus contenidos jurídicos3. La fuerza legitimadora de la legalidad tendrá su origen, de este modo, en la presunción de racionalidad de los procedimientos jurídicos, que a su vez dependerán del carácter discursivo de su formación y de su permeabilidad a los argumentos procedentes de la 1 Esta primera formulación peca de un cierto trascendentalismo apeliano, que reside en su apelación apriorística a una Comunidad Ideal de Comunicación como ubicación natural de la racionalidad comunicativa. La Moral, en este primer diseño, se restringiría a una función cognitiva de fundamentación, abandonando sus funciones tradicionales en el mundo de la vida de la integración social —solidaridad—. Esta última función será reincorporada en la segunda etapa —aunque en mi opinión no en todas sus implicaciones—, suscitando la necesidad de un reconocimiento de la doble correlación de fuerzas en el derecho entre su facticidad y su validez. 2 Habermas, J. (1986), “Lección primera: ¿Cómo es posible la legitimidad a través de la legalidad?”, Tanner Lectures, en Facticidad y Validez, Trotta, Madrid, 1998, pp. 535-543. 300 opinión pública gestada en el espacio político no institucionalizado de todos los implicados —sociedad civil4. No obstante, pese a los guiños realizados a una intersubjetividad discursiva latentes en el concepto de moral que maneja Habermas, aquí la racionalidad sobre la que se sustenta la legitimidad del derecho es más práctica que comunicativa —en el sentido de su definición “trascendental” kantiana—, es decir, que la función primordial de la moral respecto del derecho, en este primer ensayo normativo, es la de proporcionarle «…la fuerza trascendedora de un procedimiento que se regula a sí mismo, que controla su propia racionalidad»5. Un artículo emblemático de este periodo, en el que Habermas viene a defender la superioridad de las reivindicaciones morales sobre la mera legalidad, es el que viene a hacerse eco de uno de los temas más candentes por parte de los nuevos movimientos sociales: la desobediencia civil6. Acorde con las conclusiones de la teoría de la acción comunicativa, este artículo es un precursor de sus reflexiones acerca de los orígenes comunicativos del poder social —recordemos que su destino funcional no es otro que hacer cumplir los fines colectivos, cuya definición siempre debiera enfrentarse como una tarea discursiva entre los ciudadanos—, frente al poder administrativo como mero guardián de la legalidad vigente7. La distancia creada por la racionalidad comunicativa entre la legalidad y la legitimidad sería, precisamente, el escenario en el que se acomoda la desobediencia civil como proceso de negociación reflexiva de los fines éticos a los que debe servir el derecho vigente. Con ello, la desobediencia civil viene a ser legitimada como un instrumento de expresión del poder comunicativo —opinión pública no institucionalizada— gestado en el mundo de la vida, frente al poder administrativo “colonizador” procedente de los sistemas sociales —en este caso del 3 Ibíd., pp. 554 ss. Si la razón práctica necesita del espacio político como ámbito “natural” de su realización, con su transformación en racionalidad comunicativa el sistema político deberá ser rediseñado también para ajustarse a la necesidad de “realización reflexiva” que se le proyecta a la Opinión Pública. Esta intuición ya estaba presente en algunos teóricos antes de la formulación explícita de la Política Deliberativa. Ver, por ejemplo: Thibaut, C., “Los límites del procedimentalismo”, Daimon, nº 1, 1989, pp. 113-131; Garzón, E., “Consenso, racionalidad y legitimidad”, Isegoria, nº 2, 1990, 13-28; Cohen, J. L., y Arato, A., Civil Society and Political Theory, MIT, Cambridge (Mass), 1992. 5 Habermas, J. (1986), “Lección segunda: sobre la idea de Estado de Derecho”, Tanner Lectures, en Facticidad y Validez, p. 583. 6 Habermas, J., (1983), “La desobediencia civil: piedra de toque del Estado Democrático de Derecho”, en Ensayos políticos, Península, Barcelona, 1988. 7 Esta formulación se basa en la que previamente realiza H. Arendt, en La Condición Humana (Paidós, Barcelona, 1993) y en Crisis de la República (Taurus, Madrid, 1973). Ver también: Ferry, J-M., Habermas. L’étique de la comunication, PUF, París, 1987, pp. 75-107; Chambers, S., Reasonable Democracy. Jürgen Habermas and the Politics of Discurse, Cornell Univ. Press, Nueva York, 1996, pp. 1-18; White, S. K., “Reason, Modernity and Democracy”, en White S. K., (ed.), The Cambridge companion to Habermas, Cambridge Univ. Press, Nueva York, 1995, pp. 3-16. 4 301 derecho mismo cuando se “cosifica” como un sistema independiente e impermeable a la racionalidad comunicativa8. 1.2. Defensa filosófica de una moral cognitiva basada en la racionalidad comunicativa. Los postulados de la Ética del Discurso. Con la preeminencia de la moral sobre el derecho en la definición normativa del orden social, Habermas se ve en la necesidad, para dar una continuidad a su proposición teórica, de extender sus esfuerzos “reconstructivos” de la acción comunicativa a este nuevo ámbito —la moral—, que además, por ser enfocada únicamente desde el aspecto de su fundamentación normativa, sólo podrá emprenderse desde la reflexión filosófica9. El orden en que vamos a seguir estas reflexiones será, en primer lugar, determinar cual puede ser el papel jugado por la filosofía en el análisis de la moral; en segundo lugar, revisar cuales son las corrientes que en la actualidad se destacan en la filosofía para el tratamiento de la cuestión moral; en tercer lugar, nos preguntamos sobre qué base cabe realizar una defensa del posicionamiento filosófico de la moral centrado en el cognitivismo; y por último, nos detendremos, con especial atención, en los postulados de una ética del discurso que asuma los principios de la racionalidad comunicativa como referentes de la determinación de una moral universal. 8 Sobre el problema de la colonización sistémica como “degeneración” de la esfera Pública, ver: Rodger, J., “On the Degeneration of the Public Sphere”, Political Studies, v. 33, 1985, pp. 203-217; Velasco, J.C., “Tomarse en serio la desobediencia civil. Un criterio de legitimidad”, Revista Internacional de Filosofía Política, nº 7, 1996, pp. 159-184. Se puede consultar también el magnífico libro, recopilatorio de artículos de autores de primera fila sobre la esfera pública, editado por C. Calhoum.: Habermas and the Public Sphere, MIT, Cambridge (Mass.), 1992. 9 Esta restricción filosófica en el tratamiento de la moral, en esta primera exploración, será una decisión metodológica que actuará como un pesado lastre para Habermas, pues amenaza con subvertir el origen intersubjetivo de la razón comunicativa por otro trascendente procedente de la racionalidad práctica kantiana. En esta primera etapa, la influencia de Apel en Habermas será muy marcada, y los intentos de distanciarse del a priori de una comunidad ideal de comunicación serán tímidos y desmentidos continuamente en los presupuestos de fondo. El resultado final será, pues, prácticamente coincidente, como lo demuestran los postulados de una ética del discurso que tratan de reafirmarse desde una orientación cognitivista universal, es decir, una racionalidad práctica kantiana trasvestida discursivamente bajo un formato comunicativo. Habermas necesitará complementar este emprésito de la moral con la Justicia con otra función social, denominada “solidaridad”, para dirigir el análisis de la misma hacia sus implicaciones sociológicas (urgente necesidad, cabría añadir, para un edificio teórico sostenido en una revisión —comunicativa— de la teoría de la acción). 302 1.2.1. El papel de la Filosofía en la reflexión moral. Con el actual debate entre los filósofos sobre el objeto de la Filosofía en la modernidad, que viene amparado por la renuncia a la transcendentalidad de la verdad e incluso de la misma racionalidad (Rorty), ésta se devalúa hasta el punto de poner en entredicho el motivo de su existencia10. Habermas distingue —aunque de modo extremadamente simplificado— algunas corrientes que, renunciando al cognitivismo, intentan salvaguardar restrictivamente el capital filosófico por caminos divergentes11: la recepción analítica renunciaría a la fundamentación última, restringiéndose a comprender la experiencia con enunciados simples; la posición contructivista tomaría la crítica lingüística como método de una teoría crítica del conocimiento conceptual convencional; la posición crítica sustituiría el clásico esfuerzo de fundamentación por el de una sospecha ideológica; el pragmatismo hermenéutico reemplazaría el concepto de racionalidad transcendental por el de una razón mediada lingüísticamente y referida a la acción; los abolicionalistas se limitarían a señalar la futilidad de una filosofía terapéutica, pues al final, sus elucubraciones especulativas vienen a dejar todo como estaba; la filosofía heroica abogaría por deshacer los desvaríos metafísicos que nunca llegan a tocar la praxis real, al tiempo que reivindican el carácter grandioso de la filosofía como ejercicio del pensamiento puro; y por último, nos encontraríamos con una Filosofía salvífica, que pretende rescatar las viejas verdades que se encuentran ocultas tras la madeja filosófica de los mitos bajo la forma de un pensamiento simbólico, en oposición con el conocimiento científico positivo. 10 En opinión del segundo Wittguenstein, la enfermedad que la filosofía debe curar (su objeto) no es otra que ella misma. La reflexión filosófica se disuelve en el seno de la praxis social —juegos del lenguaje—, que es la única que tiene una existencia “real” para su implicados. Sobre el debate entre Rorty y Habermas, se puede consultar: Habermas, J., “El giro pragmático de Rorty”, Isegoria, nº 17, 1997, pp. 536; Rorty, R., “Habermas y Lyotard sobre la postmodernidad”,en Revista de Occidente, v. 85, 1988, pp. 71-92, y en Giddens, A. y otros (eds.), Habermas y la Modernidad, Cátedra, Madrid, 1994; Habermas, J., “Cuestiones y contracuestiones”, en Giddens, A. y otros (eds.), op. cit., pp. 305-343; Gómez, V., “La liquidación de la Filosofía. Notas sobre la disputa entre Rorty y J. Habermas”, Convivium, nº 6, 1994, pp. 104-128; Gomila, A., “¿Qué filosofía? El debate entre Habermas y Rorty”, Contextos, nº 10, 1987, pp. 117-141; Nielsen, K., “Skeptical Remarks on the Scope of Philosophy: Rorty vs Habermas”, Social Theory and Practice, v. 19, 1993, pp. 117-160; Rodriguez, G., “Habermas y Rorty en torno al universalismo”, Laguna, (extra), 1999, pp. 183-191. Sobre las contrarréplicas de Habermas a los “postmodernos” y/o neoconservadores, ver: “La modernidad: un proyecto inacabado”; en Ensayos políticos, Península, Barcelona, 1988, pp. 265-283; “El criticismo neoconservador de la cultura en los Estados Unidos y en Alemania Occidental: un movimiento intelectual en dos culturas políticas”, en Habermas y la modernidad, op. cit., pp. 111-126; artículos varios en The New Conservatism, MIT-Polity Press, Cambridge, 1989; artículos varios en El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid, 1989. 11 Habermas, J. (1981), “La filosofía como vigilante e intérprete”, en Conciencia Moral y Acción Comunicativa, Península, Barcelona, 1996; pp. 11-29. 303 A contracorriente, pero al mismo tiempo en cierta sintonía con algunas de estas posturas reflexivas —por ejemplo, con el pragmatismo hermenéutico, el constructivismo o la defensa de un conocimiento propio para las ciencias sociales frente al positivismo científico—, Habermas va a apostar por la defensa de una filosofía cognitivista, aunque con la dificultad añadida de un distanciamiento teórico —“giro lingüístico”— respecto de la trascendentalidad racional procedente de la filosofía de la conciencia12. Por el momento, en el artículo señalado, Habermas va a atribuir a la Filosofía dos funciones prioritarias que le cabría desempeñar: a) una función como protectora y vigilante de la racionalidad práctica frente a las pretensiones universalistas del conocimiento de las teorías empírico-científicas13; y b) una función como intérprete de las distintas esferas de conocimiento (ciencia, moral, arte) y mediadora entre la mismas, que apoyada en la teoría comunicativa puede reivindicar como objeto propio el estudio de la racionalidad en sus diferentes pretensiones de validez. Habermas va a reclamar un estatus “científico” para su trabajo filosófico, en virtud de su reconstrucción de la teoría social desde la conjunción metateórica de la psicología cognitiva y la pragmática formal. Desde esta plataforma “paradigmática”, cabría tomar como objeto propio de una filosofía de orientación cognitivista el problema de la determinación de una moral universal como un problema de fundamentación de la racionalidad práctica-comunicativa (frente a los problemas más sociológicos de su “aplicación” en contextos concretos de vida). Este es el marco filosófico que Habermas va a emplazar como punto de partida para sus reflexiones en torno a la moralidad en las sociedades modernas, cuyo desarrollo no puede tomar forma —fiel a su método dialógico— sino en el debate y confrontación con el resto de posiciones de la filosofía moral. 12 Sobre la relación de Habermas como filósofo y la orientación que imprime para la misma, ver: Olafson, F. A., “Habermas as a philosopher”, Ethics, v. 100, 1990, pp. 641-657; Beriain, J., “La reconstrucción del discurso de la modernidad según Habermas”, Estudios Filosóficos, nº 108, 1989, pp. 319-340; Swindal, J., Reflection Revisited. Jürgen Habermas’s Discursive Theory of Truth, Fordham Univ. Press, Nueva York, 1999; Habermas, J., El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid, 1989; Habermas, J., “Concepciones de la modernidad. Una mirada retrospectiva a dos tradiciones”, en La constelación postnacional, Paidós, Barcelona, 2000, pp. 169-198. El problema nos proyecta sobre el fenómeno de la “subjetividad”, sobre el que se apoya la modernidad como nuevo estadio del aprendizaje “reflexivo” de las tradiciones y de la propia identidad. La moral que la resultaría propia al “individualismo” de la modernidad, sólo puede esperar encontrar su fundamento normativo en la propia razón, que, como vimos en su reconstrucción pragmática, no es ni individual (en sentido transcendental o de la teoría del cálculo racional-egoísta) ni social (en el sentido de una moral convencional que se impone sobre las conciencias individuales), sino “intersubjetiva”, es decir, nacida de la propia comunicación, en cuya práctica se socializan los individuos. 13 Este elemento es una herencia directa de la Teoría Crítica en la particular visión de Habermas sobre la Filosofía. 304 1.2.2. Corrientes filosóficas modernas sobre la moral. El mapa cognitivo que Habermas está utilizando como marco en el que ubicar los diferentes debates sobre la filosofía moral se puede resumir en tres posiciones principales: el no cognitivismo fuerte, el no cognitivismo débil, y el cognitivismo fuerte14. Dentro del no cognitivismo fuerte se atrincheran los escépticos radicales sobre cualquier apoyo trascendental de la razón, pudiendo distinguirse tres orientaciones principales: el empirismo, el utilitarismo y el funcionalismo. De estas tres corrientes, la más importante es la primera, ya que el utilitarismo es devaluado desde todos los frentes por ser incapaz de explicar los presupuestos humanistas e individualistas de la moral moderna, y el funcionalismo se restringe más hacia los aspectos normativos formales del derecho, que en esta primera parte de los trabajos de Habermas se mantienen en un plano secundario. A su vez el empirismo se divide en dos orientaciones divergentes, dependiendo de la acentuación sobre el interés racional o sobre la autoestima para abordar el objeto de una motivación moral de carácter pragmático. Por el lado de las sanciones contrafácticas nos encontramos con las teorías en torno al interés racional, entre las que se pueden destacar los clásicos de la filosofía moral escocesa (Smith, Ricardo, etc.), el contractualismo (desde Hobbes hasta Rawls), y el decisionismo (rational choice). Por el lado de la fenomenología de los sentimientos morales (emotivismo), podemos encontrar un elenco abierto de autores, con propuestas también muy variadas en sus contenidos y presupuestos de partida, entre los que se pueden citar de manera señalada a Stevenson, Strawson, Wellmer o Tugendhat. 14 Aunque estas tres posiciones se encuentran presentes en todos los trabajos de Habermas sobre la filosofía moral, la designación de las mismas procede de un artículo titulado: “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral”, recogido en su libro: La inclusión del otro, Paidós, Barcelona, 1999; pp. 29-78. 305 Posiciones Filosóficas Corrientes Internas Interés racional Autores Principales Debates Centrales Clásicos Smith, Jevons Sentimientos morales y racionalidad Contractualismo Hobbes, Locke, Rousseau, Rawls Solidaridad y cooperación racional. Legalidad y legitimidad Empirismo No Cognitivismo Fuerte Emotivismo (escepticismo trascendental) Utilitarismo Mill, Bentham, Sidgwick Consecuencias acción y bienestar económico colectivo Funcionalismo Luhmann, Selman, Gibbard, Günther La “obligatoriedad” legal y problemas de “aplicación” jurídica Taylor, McIntyre, Sandel, Walzer, Benhabib, Puka Relaciones entre moralidad y eticidad, cognición y motivación. Valores axiológicos y ética de bienes. Realismo y objetivismo moral Moore, White, Hare, neoplatónicos Problema de la “verdad” moral. Objetivismo y Subjetivismo. Kantismo y neokantismo Kant, Rawls Fundamentación trascendental Etica del Discurso Apel, Habermas, Toulmin, Alexy Argumentación vs. Participación. Racionalidad comunicativa y pragmatismo ético universal. No Cognitivismo Débil (neoaristotélicos) Cognitivismo Fuerte 306 Stevenson, Sentimientos morales (autoestima), y Strawson, Wellmer, lucha por el reconocimiento Tugendhat En el no cognitivismo débil podemos hallar, en sintonía con la acción “racional” con arreglo a valores y la ética de la convicción de Weber, una plétora de autores afincados en posiciones comunitaristas neoristotélicas, es decir, apegados a un concepto de la moralidad que hace prevalecer la ética de bienes —la definición axiológica de la bondad de una forma de vida— sobre el de la Justicia. El debate frente a los cognitivistas se centra en si la moral debe abastecer a los individuos de un sentido de pertenencia, de una identidad social que los motive a comportase “moralmente”, ó si debe restringirse a un mero procedimentalismo deóntico de carácter universal, que manifiesta un déficit motivacional para la acción —el problema de la voluntad racional débil— al definir a los individuos como sujetos abstractos. La dificultad de este planteamiento, como se apresta a criticar Habermas, es que la Justicia se convierte en una definición más del bien social, compitiendo en igualdad de condiciones con otras formas de vida, y negándosele el papel de árbitro cuando se producen conflictos de acción como consecuencia de la “convivencia” entre diferentes concepciones comunitarias de formas de vida. De entre los autores que se posicionan en esta corriente “comunitarista” del debate moral y político, tales como McIntyre, Sandel, Walzer, Benhabib, Puka, Michelman, etc, quien más va a influir en este debate es Charles Taylor, que incluso llegará a provocar en Habermas una cierta corrección de sus presupuestos teóricos al reclamar la atención sobre el aspecto de la “socialización” para la “eficacia” normativa de toda concepción moral (la inclusión de la solidaridad como otra función de la moral que complemente la fundamentación normativa racionalcognitiva). Dentro del cognitivismo fuerte se destacan otras tres corrientes principales: el realismo, el kantismo y la ética del discurso. El realismo se podría descomponer a su vez en otras dos sendas: la de los neoplatónicos, en conexión con la filosofía “salvífica”, y el objetivismo moral de Moore y otros. Como Habermas no presta especial atención a ninguna de ellas, nosotros tampoco lo haremos, pues dispersaríamos en exceso nuestras originarias intenciones de examinar su obra. Por el contrario, el kantismo es la fuente de la que bebe toda propuesta de una filosofía moral cognitiva, y, pese a la distancia que supone la reconversión de la racionalidad práctica en comunicativa, Habermas mantiene bastantes afinidades con la misma. Por último, la ética del discurso recoge los últimos desarrollos filosóficos en torno a la filosofía del lenguaje para la fundamentación de una 307 pragmática universal con vocación normativa, al tiempo que asume la tarea de rescatar la racionalidad práctica de su exilio trascendental para confrontarla con la prueba de una intersubjetividad comunicativa. Apel será la cabeza de este movimiento, que con el eventual apoyo de otros autores y colaboradores, será retomado por Habermas para dar una salida a las aspiraciones normativas de su teoría de la acción comunicativa. 1.2.3. Defensa filosófica de una moral cognitiva. Después de los ataques por parte de los escépticos, la filosofía parecía haber encallado en la mar muerta de la imposibilidad de su propio objeto: la fundamentación del pensamiento reflexivo. La primera tarea que Habermas tendrá que asumir es la defensa de una nueva tendencia filosófica que se encuentre en condiciones de restaurar este originario empeño de la fundamentación cognitiva15. Los apoyos principales para esta empresa los encontrará en las teorías reconstructivas, que en base a su propósito por esclarecer los cimientos psicológicos que permiten el pensamiento formal (Piaget, Köhlberg), avalan una estrategia metodológica orientada hacia una teoría del conocimiento de la propia racionalidad. El camino seguido por Habermas para abordar la racionalidad práctica en esta dirección, y que permite salvar el escollo de las objeciones del escepticismo a la trascendentalidad del pensamiento puro, lo hallamos en su reconversión hacia una racionalidad comunicativa, que partiendo de la pragmática formal se encuentra en disposición de reconstruir los presupuestos normativo-deónticos de todo proceso de interacción social-comunicativo. La ética del discurso, finalmente, no hará otra cosa que recoger los “contenidos” concretos de una predisposición moral comunicativa, que tiene en el reconocimiento de cualquier otro ser humano con capacidad de habla como un interlocutor válido —competencia comunicativa— su máxima por la mutua tolerancia entre iguales pero diferentes. Pero antes de asentar el razonamiento que permite la vertebración filosófica de dicha propuesta, Habermas necesita situar su propio programa normativo en el seno de los discursos internos de la filosofía moral. Con ello, su plantemiento estratégico cognitivista puede ir adquiriendo forma en las posturas tácticas con las que afronta cada 15 Ver, Habermas, J., Debating the state of philosophy: Habermas, Rorty and Kolakowski, Praeger, Westport (Conn.), 1996. 308 uno de los debates que centran la discusión sobre la posibilidad de una fundamentación filosófica de la moral. El primero de estos debates, por el que se puede conceder un espacio propio a la moral cognitiva, no es otro que aquel que se centra en la separación entre la moralidad y la eticidad. La principal ventaja del tratamiento filosófico de la moral frente al sociológico, sería el poder diferenciar las cuestiones puramente morales —fundamento racional-universal de la justicia— de las cuestiones evaluativas —las definiciones socioculturales de la vida buena16. Esta diferenciación vendría respaldada por los recientes descubrimientos por parte de la psicología evolutiva, y, en especial, por los trabajos de Lawrence Köhlberg sobre el desarrollo de la conciencia moral17. Como se sabe, Köhlbert, siguiendo los trabajos precedentes de Piaget18, desglosa en tres etapas fundamentales los progresos sobre las capacidades reflexivas en materia moral19. La primera etapa, llamada pre-convencional, pondría el énfasis sobre una motivación egoísta que sólo responde a las normas que tienen el respaldo de una sanción social, y cuya disponibilidad para la cooperación social se ciñe a una correspondencia de contraprestaciones mutuas. La segunda etapa, también llamada convencional, internalizaría en el individuo los valores cultural-normativos de una comunidad de vida que se encuentran más allá de los miembros que la componen, es decir, en afinidad con 16 Habermas, J. (1983) , “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, en Conciencia moral y acción comunicativa, Península, Barcelona, 1996; p. 134. Ver también: Nielsen, T. M., “Jürgen Habermas: Morality, Society and Ethics”, Acta sociologica, v. 33, nº 2, 1990, pp. 93-114. 17 El interés de Habermas por la psicología evolutiva es muy temprano a sus inquietudes intelectuales, ya que se puede rastrear, como mínimo, hasta su obra sobre La reconstrucción del materialismo histórico. Su interés reside, fundamentalmente, en buscar un apoyo “científico” o empírico a su tesis sobre una evolución de la racionalidad social, en sintonía con Heguel y Weber. En sus investigaciones sobre la cuestión de la moralidad social y la racionalidad práctica, Köhlberg es el principal avalista para la formulación de una teoría reconstruccionista de la racionalidad práctica/comunicativa. Por ello, la atención que le dedica a este autor puede parecer excesiva para el empeño de un tratamiento filosófico de la moral, que, a fin de cuentas, en su objeto de una fundamentación reflexiva, debe sostenerse por sí mismo. También sería cuestionable eximir a Köhlberg de tener pretensiones fundamentadoras en materia de filosofía moral, como por ejemplo le critican Selman o Puka, pues el tercer estadio —de vocación teleológico racional por añadidura— responde a una conceptualización liberal influenciada por Rawls. 18 Ver la excelente investigación de Piaget (1932) sobre El criterio moral del niño (Fontanella, Barcelona, 1977). En función de una metodología cualitativa de investigación sobre las reglas del juego de las canicas, Piaget consigue descomponer en tres etapas la evolución de la conciencia normativa en los niños, en dependencia de su edad biológica. 19 Kohlberg, L., Psicología del desarrollo moral, Desclée de Brouwer, D.L., Bilbao, 1992. Köhlberg desglosa las tres etapas señaladas por Piaget en seis para poder hacerlas operativas según una metodología cuantitativa basada en cuestionarios. No obstante, los saltos “cualitativos” siguen presentándose en el agrupamiento de cada dos etapas en las mismas tres distinguidas por Piaget. Habermas se refiere fundamentalmente al agrupamiento de estas tres etapas, para hacerlas coincidir con su tesis de una evolución de las imágenes del mundo con la descentración de las tres pretensiones de validez en que se divide la racionalidad. 309 Durkheim, como una realidad propia de rango superior al individuo que éste “debe” respetar y preservar como algo sagrado. La cooperación social, que en este caso también se podría denominar “solidaridad”, vendría motivada por un bien común —identidad colectiva— por el que todos los individuos se sienten implicados y movilizados. La última etapa, denominada post-convencional, crearía una distancia entre las capacidades reflexivas abstractas del individuo y sus creencias particulares acordes a su adscripción comunitaria. En este contexto —la convivencia entre individuos procedentes de distintas comunidades de vida—, el sujeto social necesita de nuevos conceptos universales de conducta, tales como la justicia, para ordenar sus nociones morales. La motivación principal para la cooperación social residiría en principios abstractos capaces de suscitar la adhesión “racional” de todos los implicados, tomando como referentes principales los derechos humanos y un concepto de justicia que garantice la igualdad de oportunidades para la satisfacción de dichos derechos20. Habermas asumirá esta formulación de una moral postconvencional para delimitar su paradigma comunicativo frente a las morales clásicas de corte convencional21. El pivote de conexión con una moral postconvencional vendría recogido en el mismo principio de universalidad de la ética del discurso, pues éste va a actuar como un cuchillo con el que separar lo justo de lo bueno, la moral cognitiva de la eticidad 20 La diferencia principal de Habermas con el paradigma liberal sobre la etapa post-convencional, estriba en la fuente de dichos derechos fundamentales. Por ejemplo, para Rawls los derechos se refieren, en última instancia, a una ética de bienes de derechos subjetivos (libertades irrenunciables para la autorrealización del individuo), mientras que para Habermas, los derechos no son subjetivos, sino producto de la intersubjetividad comunicativa y los presupuestos procedimentales del discurso (el reconocimiento de cualquier otro como un interlocutor válido con el que se puede llegar al entendimiento). 21 Una de las mayores objeciones a la teoría de Köhlberg, a parte de los que encuentran —no sin razón— la sospecha de un cierto compromiso preteórico con la ideología burguesa liberal en la definición de la última etapa postconvencional, es el conjunto de hipótesis sobre las que se sostiene su modelo evolutivo. En primer lugar, la proposición de etapas es irreversible y secuencial, con lo que no se admiten ni retrocesos ni saltos; en segundo lugar, las etapas constituyen una jerarquía de estructuras cognitivas, que dan cuenta de la trayectoria progresiva de la racionalidad reflexiva; y por último, cada etapa constituye una unidad estructurada de cognición (un paradigma), con lo que no cabe la comparación (ni el diálogo) entre las diferentes etapas. Como lo demuestra la práctica, ampliamente documentada por sus críticos, en la realidad social no se cumple ninguno de estos tres presupuestos, pues el tipo de normas que cabe utilizar en una situación es dependiente de las condiciones sociales que la producen, y ya no tanto de la competencia cognitiva de los actores. Habermas entiende que el paradigma cognitivo es útil en el sentido de que, en íntima imbricación histórica con la evolución de las imágenes del mundo, da cuenta de la condición de posibilidad para una competencia comunicativa discursiva: la distancia adscriptiva respecto de una comunidad de origen y la asunción de una actitud hipotética. No obstante, habría que añadir que las condiciones ideales de diálogo que se presuponen, raramente —prácticamente nunca— tienen lugar sin venir “contaminados” por intereses sociales y diferentes posiciones de poder de negociación; en definitiva, sin considerar “al mismo tiempo” los otros dos paradigmas de la conciencia moral (los intereses racional-egoístas y las preferencias axiológicas). 310 concreta de formas de vida22. Más difícil se le presenta a Habermas el justificar como dicha actitud hipotética no significa la anulación de los intereses éticos, sino tan sólo un punto de vista imparcial —libre de prejuicios— a partir del cual poder llegar al entendimiento sobre conflictos de acción. La ética del discurso se restringiría, únicamente, a las normas procedimentales que posibilitan la comunicación —habría que sumarle también la disponibilidad para llegar a entenderse—, pero pondría en suspenso los contenidos concretos sobre los que hay que ponerse de acuerdo23. Precisamente, ésta es una de las mayores críticas que los escépticos le plantean a Habermas: su excesivo “formalismo”, que no se compromete con ninguna definición del bien común, que al final lo deja todo como estaba, pues no resulta de ninguna utilidad en la solución de contenciosos vitales, y lo único que garantiza es la renuncia al recurso de la violencia para la solución de los conflictos, que, por su estancamiento dialógico indefinido, siempre juega en favor de la situación vigente. La contrarréplica de Habermas seguirá sin ser muy convincente, pues únicamente apela a que la racionalidad comunicativa, frente a una acción estratégica, se define por una orientación al entendimiento, esto es, por una disponibilidad —la siempre polémica atribución motivacional de la buena voluntad— a dejarse convencer únicamente por la fuerza de los mejores argumentos, frente a la defensa enconada de preferencias axiológicas y/ó intereses egoístas24. La pregunta que habría que hacerle a Habermas es: ¿los mejores argumentos respecto a qué?. Para valorar desde una racionalidad práctica cuáles son los mejores argumentos, siempre se necesita de unos “valores” centrales para juzgarlos, pero —y aquí se dejan oír los neoaristotélicos— una vez que las orientaciones normativas nacidas de la ética del discurso se consideran “evaluativas”, se las puede 22 Habermas, J. (1982), “Qué es lo que hace a una forma de vida ser racional?”, Aclaraciones a la ética del discurso, Trotta, Madrid, 2000; p. 39; también, “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, op.cit., p. 129. 23 Ver, por ejemplo, Habermas, J. (1991), Aclaraciones a la ética del discurso, Trotta, Madrid, 2000; pp. 170ss. La objeción a este argumento, si nos mantenemos fieles a sus premisas, es que, si bien es posible que la ética del discurso predisponga a los sujetos “racionales” a comunicarse, no necesariamente tiene que motivarlos para llegar a un entendimiento desde sus respectivas posiciones éticas. Con los presupuestos de la ética del discurso podremos sentarnos en una mesa a dialogar, pero no existe ninguna garantía de que alguna vez nos levantemos de la misma con un acuerdo debajo del brazo. En este sentido, la propuesta tendría un resultado práctico similar al de Adorno sobre la dialéctica negativa: se consume a sí misma en la futilidad de su movimiento deliberativo infinito. 24 Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, op.cit., pp. 127 ss. Frente a la acusación “formalista” de la razón comunicativa, creo que resulta más adecuada —desde el terreno de la fundamentación— la “restitución pragmática” de la misma que realiza McCarthy con ayuda de Garfinkel; ver: McCarthy, T., “La pragmática de la razón comunicativa”, Isegoria, nº 8, 1993, pp. 6584. 311 comparar en igualdad de condiciones con cualesquiera otros valores de la vida buena, devaluando la aspiración de la Justicia deóntica para arrogarse el manto de la imparcialidad y el papel de árbitro entre concepciones divergentes del bien social25. La otra dificultad que los neoaristotélicos le plantean a una moral descargada de compromisos éticos es el problema de la motivación. Desde que Kant tratase de reducir las cuestiones morales a un problema filosófico de fundamentación de una racionalidad práctica trascendental —separada de la sensualidad empírica y de los intereses mundanos—, la pregunta que quedará en el aire es: ¿por qué ser moral?. Habermas, en un primer momento, tratará de defender una motivación moral inherente a la misma razón práctica/comunicativa, que en su “autodeterminación”, correspondiente a una conciencia moral postconvencional —distancia reflexiva/hipotética—, sólo puede dejarse guiar por los dictados normativos procedentes de una ética del discurso —los presupuestos ideales/racionales de la reconstrucción pragmática formal de la comunicación social. En definitiva, la cuestión de la “voluntad débil” sería diferente de la motivación racional propiamente dicha. Sin embargo, más adelante, tendrá que reconocer, precisamente por su discusión con Taylor, que la moral no se puede reducir exclusivamente a un problema de fundamentación cognitiva, pues también necesita, para ser “efectiva” en la praxis social, de un vínculo de obligación comunitario —el concepto de solidaridad, que sustituye al de la "buena voluntad” para entablar el diálogo y la disponibilidad a entenderse. Si bien, en su primera aproximación, Habermas critica la tesis de Bubner sobre la necesidad de que para que una ética racional adquiera una eficacia práctica tiene que 25 J. Muguerza será especialmente crítico sobre la posibilidad de gestar una moral “post”-convencional, pues la función prioritaria de toda determinación normativa sería, precisamente, la de tender puentes entre la validez normativa y la ética personal como “máximas de conducta”; en definitiva, que si la moral tiene que ser moral —la prescripción de un “deber ser”— o es convecional o no es nada ” (ver: J. Muguerza, “De la conciencia al discurso: ¿un viaje de ida y vuelta? Algunas reflexiones en torno a la teoría de los usos de la razón práctica en Jürgen Habermas”, en J. A., Gimbernat (ed.), La filosofía moral y política de Jürgen Habermas, Biblioteca Nueve, Madrid, 1997, pp. 75 ss y 94 ss.). La única diferenciación que Muguerza admite en torno a la moral, es aquella que distingue entre la moral como contenido —máximas de acción “convencionales”— y la moral como actitud —la “buena voluntad” para asumir reglas de conducta justas—, dónde lo postconvencional, en consecuencia, tan sólo se podría referir a la cuestión de “la buena voluntad” (ibíd., pp. 80 ss.). F. Vallespín, en referencia a esta “trampa post” en la erudita obra de Habermas, nos dirá lo siguiente: «Detrás de este asombroso paseo por todas las avenidas del pensamiento contemporáneo, el lector escéptico se encuentra ante una situación similar a la de quien asiste a un número de magia: intuye que en algún lugar hay truco, pero es incapaz de señalar cómo ni dónde se ha introducido»; en “¿Reconciliación a través del derecho? Apostillas a facticidad y validez de Jürgen Habermas”, en J. A., Gimbernat (ed.), op. cit., p. 200. 312 llevar aparejado un proceso de socialización en una “forma de vida racional”26, a partir de Facticidad y Validez sostendrá, por un lado, la necesidad del derecho para solucionar el problema de la voluntad racional débil con el refuerzo de sanciones empíricas, y por otro lado, la necesidad de incluir la solidaridad —producto de la socialización en formas de vida intersubjetivas— como una función de la moral complementaria a la fundamentación de su validez racional-normativa27. En este último caso, Habermas abogará por procesos de socialización reflexivos que sustituyan la identificación con formas de vida convencionales por una nueva identidad universalista —la paradógica “identidad post-identitaria”—, pertenenciente a la “comunidad moral” constituida por todos los seres humanos con capacidad de habla —la comunidad indefinida de comunicación de Apel y Pierce—, y que además, en virtud de su vínculo ilocucionario constitutivo, sólo puede tener una naturaleza racional-cognitiva28. Sin embargo, habría que recordarle a Habermas que, como lo demuestra la realidad práctica, allí donde los intereses comunitarios entran en competencia, la solidaridad comunicativa universal se desinfla hasta quedarse sin objeto29; quizás, no por casualidad, porque la solidaridad social responde más fielmente al modelo durkheimniano de la identidad colectiva que al de la ética del discurso, y todavía, como el mismo Durkheim aventuraba a comienzos de siglo, una identidad colectiva de carácter universal resulta de muy difícil factura 26 Habermas, J., “Qué es lo que hace a una forma de vida ser racional?”, op. cit., pp. 44 ss. Como ya se ha comentado en la “trampa post”, la intención de Habermas es situar la ética del discurso por encima de la ética, valga la redundancia; es decir, “una forma de vida” postconvencional que libere todo el potencial emancipatorio de la praxis comunicativa “por encima” de las definiciones particulares de la vida buena. Habermas le critica a Bubner hablar de una forma de vida racional como si se tratase de una nueva ideología, en plano de igualdad con otras definiciones éticas comunitaristas. 27 La maduración de estas dos puntualizaciones se puede colegir de los respectivos debates en torno a la facticidad y validez (legalidad y legitimidad), por un lado, y al de la argumentación frente a la participación (vínculo de la voluntad), por el otro. 28 En este intento, Habermas trata de fundamentar el hiato de la solidaridad social sobre los cimientos de la racionalidad comunicativa, es decir, que sólo podemos ser solidarios en cuanto seres racionalesreflexivos, puesto que el pegamento cohesionador de la unión social responde a un vínculo ilocucionario. Con ello se destruye la identidad colectiva durkheimiana como fuente de la solidaridad social, pues ésta se perfila como un producto de la racionalidad misma. Al mismo tiempo, con esta tesis, la “forma de vida” posconvencional vuelve a restaurarse hacia las posiciones de Bubner, pues nos aparece como el destino histórico de una racionalidad teleológica, y con ello vulnerable a la crítica de los neoaristotélicos de la sospecha ideológica, que la verán como una definición más de la “vida buena”. Sobre el “vínculo ilocucionario” como cimiento de una moral cognitiva, ver: García Serrano, M., “Amores amables”, Pensamiento, nº 53,1997, pp. 391-423. 29 Ver por ejemplo: Guerra, M. J., “La disputa sobre la comunidad o la deriva antifundamentalista del Continente habermasiano”, Isegoria, nº 20, 1999, pp. 67-88; Muguerza, J., “ De la realidad de la violencia a la no-violencia como utopía”, Revista Internacional de Sociología, nº 2, 1992, pp. 107-120. 313 “imaginativa” y, sobretodo, organizativa30. Pero si, a su vez, nos limitáramos a una solidaridad conformada únicamente a partir de la identidad colectiva, como nos instruye Habermas, nos quedaríamos sin referentes normativos —universales— para establecer las bases de la convivencia entre formas de vida diferentes. En estimación de Habermas, anteponiendo la solidaridad a la “motivación” racional, lejos de resolver el problema, tan sólo nos situaríamos en las posiciones defendidas por los neoaristotélicos, substrayendo al principio de la Justicia universal su papel como árbitro y mediador entre formas de vida, es decir, reconociendo una definición ideológica de la misma31. No obstante, la tesis de una solidaridad ilocucionaria universal no resulta muy convincente en su pretensión de ponerse por encima de la ética, esto es, de una ética de bienes, pues si se restringe al puro formalismo procedimental, sin una teoría pareja de bienes universales correspondientes a una forma de vida racional, los referentes cognitivos sobre los que asentar el entendimiento se desubstancializan en el vacío del eterno retorno dialógico32. 30 Esta es una cuestión que se puede abordar desde el tema de la nacionalidad y los retos que la globalización creciente le plantean. Habermas hace una tímida apuesta por la globalización —y los estados postnacionales—, en el sentido de que, con la misma, al menos ya no resulta difícil de “imaginar” una “comunidad internacional” que agolpe a todos los seres humanos, y sea avatar de la solidaridad universal. Creo que en esta apuesta, Habermas sigue en cierta medida prisionero de su viejo compromiso emancipatorio heredado de la utopía marxista. Ver Habermas, J., “El estado nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía y de la ciudadanía ”, La inclusión del otro, op. cit. pp. 102-105. 31 Esta es una de las grandes diferencias entre Habermas y Rawls, pues mientras el segundo es consciente de su compromiso con la tradición política liberal de occidente, Habermas sigue convencido de la validez de su teoría desde una fundamentación cognitivo-racional de carácter universal. Lo cierto es que, en sus funciones legitimatorias del orden político, tanto da una cosa como la otra —en el supuesto de que todos los ciudadanos se sientan identificados y comulguen con dicha ideología. Habermas, por el contrario, seguirá empecinado en separar la validez “universal” del discurso de la “aceptancia” generalizada de un ideal en una sociedad. ¿Y si la aceptancia de un ideal es extensiva a todas las sociedades? ¿Y si la validez universal no es aceptada en todas las sociedades? ¿Puede existir un ideal social que no sea ideo-lógico? ¿Acaso un paradigma científico “racional" —y con su renuncia a la trascendentalidad, la teoría comunicativa no puede ser otra cosa que un paradigma— no actúa de la misma manera que una ideología social? (Facticidad y Validez, p. 292). Lo veremos en los debates sobre la argumentación y la participación, por un lado, y la verdad objetiva/subjetiva, por el otro. 32 En este sentido, no creo que fuese desafortunado complementar el paradigma cognitivo con un paradigma paralelo de la teoría de las necesidades al estilo de A. Maslow, donde únicamente podríamos preocuparnos por las necesidades de autorrealización —correspondientes a una racionalidad reflexiva— después de haber atendido las necesidades básicas —alimento, refugio, seguridad— y las necesidades socio-afectivas —apoyo emocional, sexualidad, identidad social “convencional” (ver: El hombre autorrealizado, Kairos, Barcelona, 1973 y Motivación y Personalidad, Sagitario, Barcelona, 1975). La comparación resulta pertinente porque ambas escalas se encuentran secuencializadas jerárquicamente, es decir, que sin haber atendido las necesidades egoístas, no podríamos pasar a la segunda etapa de la conciencia moral convencional, y sin haber llenado las necesidades socio-afectivas, tampoco podríamos alcanzar un rendimiento óptimo de nuestras capacidades racionales reflexivas —como lo demuestran los bajos rendimientos académicos de los niños con problemas familiares y/ó de autoestima. Cómo conclusión, al problema de la justicia universal vendría a sumársele el de una cultura del bienestar correspondiente a una forma de vida racional —que el capitalismo (en las actuales condiciones 314 Esta es una cuestión que entronca directamente con el debate entre el cognitivismo y el empirismo sobre el problema de la voluntad racional débil. El escepticismo de fondo en el que se enmarcan los empiristas vendría a negar como una mera ilusión la posibilidad de fundamentar racionalmente la “obligación” moral, pues ésta respondería, por una lado, a las sanciones que respaldan los códigos normativos, y por otro lado, a un refuerzo emocional de nuestra autoestima como reconocimiento de su sujeción comportamental a los cánones sociales. Habermas aplazará el debate con el empirismo punitivo en su posterior estudio del derecho, centrándose por el momento en las objeciones de los emotivistas. El quid de la cuestión del emotivismo, desde Smith a Stevenson, es si se puede sostener la existencia de algo tan escurridizo para la razón como los “sentimientos morales”, y si estos pueden funcionar como un “instinto social” innato —del bien y del mal— a espaldas de los procesos cognitivos racionales. Habermas se apoyará en el excelente libro de Strawson sobre el resentimiento moral para explicar como los sentimientos de este tipo tienen en realidad un fundamento cognitivo33. La tesis central del intento fenomenológico de exploración de la moral de Strawson es asimilar la “experiencia” moral —actitud realizativa frente a la actitud hipotética del discurso— con un sentimiento de indignación ante los agravios que se cometen contra la integridad, física o emocional —autoestima—, de los individuos. Cuando una persona A vulnera “moralmente” a otra persona B, A sentirá una aprensión de vergüenza o culpa, a B le embargará un fuerte resentimiento hacia A, y una tercera persona C mostrará una actitud de indignación, que, en su papel de juez objetivador ejercerá una presión evaluativa moral sobre A. El interés de Habermas por esta propuesta empirista frente a otras, obtiene su aliciente, como es obvio, de la traslación de la fenomenología emotivista a un contexto de interacción comunicativo. Aplicando la figura meadiana del neuter a la tercera persona que juzga la interacción, Habermas puede explicar como el tecnológicas) es incapaz de universalizar para toda la población mundial en crecimiento exponencial, y con la amenaza añadida de serias e irreversibles repercusiones medioambientales. En el caso de una deficiente estructuración de la personalidad en torno a dicha “forma de vida racional”, el “retroceso” hacia los valores tradicionales seguros —conciencia convencional— con los que construir la identidad (nacionalismos, movimientos identitarios reivindicativos, religión, etc.) se mostrarán más atractivos que la oferta moderna de una “identidad post-identitaria” —tesis defendida por Durkheim como solución al problema de la anomía suscitada por el “individualismo”, aunque desde Habermas dicha solución sea precisamente la “patología” social que se debe corregir para la correcta promoción y desarrollo de la identidad post-identitaria, tal y como exige la actitud hipotética del discurso. 315 sentimiento de indignación moral tiene su origen en un ataque directo a una expectativa normativa subyacente, que tiene validez para todos los pertenecientes a un grupo social. El sentimiento de culpabilidad sería producto de la internalización socializante de dichas expectativas intersubjetivas de acción, que al violarse, al igual que en el superyo freudiano y el otro generalizado de Mead, crean una censura interna en la conciencia del infractor34. El emotivismo moral procedería, en consecuencia, de un quebrantamiento del entendimiento intersubjetivo, que vendría a llenar las funciones “morales” del contrato social político; y la validez moral, por su parte, de una relación interna entre la autoridad de las normas (pacto ilocucionario intersubjetivo) y la obligación interna de cumplirlas. No obstante, esta explicación no resulta del todo convincente, pues toda labor de interpretación por parte de un juez, entraña un componente hermenéutico de negociación de sentido sobre el que se pueden colar las aspiraciones estratégicas de un reconocimiento de intereses. Poder hablar de una validez moral para una situación dada sería lo mismo que decir que solamente existe una posibilidad de interpretación de la acción agravante —la “verdad” de los hechos—, sólo que, si de lo que se trata es del reconocimiento moral de un individuo, la interpretación de sus motivaciones y, sobretodo, del tipo reglas pertinentes para evaluar dicha situación, todo resulta dependiente del “punto de vista” del observador. Cuando dos amigos-as tienen una disputa irreconciliable, es inevitable que, puesto que comparten un mismo grupo de amistades —que como capital relacional se quiere 33 Strawson, P.F., Freedom and Resentment, an Other Essays, Methuen, London, 1974; ver también, Entity and Identity, and Other Essays, Oxford University Press, Oxford, 1997. 34 Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, op.cit., pp. 65 ss; También, en “Aclaraciones a la ética del discurso”, op. cit.,pp. 151 ss. No obstante, en esta explicación no se acaba por dar una respuesta satisfactoria a la fuente del resentimiento por parte del injuriado. El resentimiento no nace exclusivamente, como lo pone de manifiesto la teoría psicoanalítica, de una violación de expectativas recíprocas, sino que también tiene su origen en una frustración de impulsos, deseos o intereses que un individuo deposita en otro individuo o en la sociedad misma. El caso más claro quizás sea el de la sexualidad mediada por el código: “me gusta-atrae/no me gusta-atrae”. Que una persona consigne sus expectativas sexuales sobre otra no significa que ésta vaya a corresponderle de la misma manera, que al negarle dicho reconocimiento —supuestamente con el único factor de la atracción física, para no complejizar más el problema— erosiona la autoestima de la primera como una pérdida del valor físico-sexual propio. Evidentemente, si la segunda persona se aprovecha de la atracción de la primera para ampliar su círculo social bajo el patrocinio —especialmente económico— de la primera, quizás si cabría conceder un cierto reconocimiento de expectativas mutuas —intercambio de capital social y económico por capital sexual—; pero aun en este caso, la segunda persona podría denegar tales derechos aduciendo que el intercambio sexual sólo puede efectuarse en base a su propio código comunicativo —me gusta/no me gusta—, y consecuentemente, depositar a su vez sus expectativas sexuales sobre algún otro integrante del recientemente adquirido círculo de amistades del primero, intentado convencer a éste-a que tan sólo es un “amigo-a”. 316 conservar35—, entablen una lucha simbólica para definir la situación según unas pretensiones de validez ventajosas a su posición, de forma tal que puedan movilizar la validez moral que otorga el reconocimiento de terceros no implicados. Pero, y aquí encontramos una segunda dificultad a la limpieza de una moral cognitiva aplicada a los sentimientos, dicho reconocimiento a pretensiones de validez no se efectúa únicamente desde los criterios cognitivos de los mejores argumentos, y ni tan siquiera de la fidelidad narrativa de los hechos, sino que también se entremezclan “sentimientos” de lealtad personales, que en la mayoría de los casos son mucho más importantes y determinantes para la movilización real de la opinión en liza. Sobre las razones y argumentos que se esgrimen por ambas partes como una “lucha simbólica”36 por el reconocimiento, se van a renegociar nuevos vínculos “ilocucionarios” de lealtades, que no van a atender tanto a la pertinencia “cognitiva” de las mismas como a los intereses relacionales puestos en juego. Incluso más allá, al igual que en la novela 1984 de G. Orwel, el mecanismo conocido en psicología social como “disonancia cognitiva” ―Festinger—, va a actuar para convencer realmente a los individuos movilizados por sus lealtades —vínculos solidarios—, de que la persona con la que se han posicionado es la que realmente ostenta la validez moral —vínculo ilocucionario37. En afinidad con esta objeción a Habermas, A. Wellmer, siguiendo la estela abierta por A. Honneth38, argumentará que toda discusión por el establecimiento de normas enraíza con una "lucha por el reconocimiento”, donde las diferentes posiciones de poder de negociación van a discapacitar a la ética del discurso para promover un 35 Para una teorización del capital relacional, ver Felix Requena, Amigos y redes sociales. Elementos para una sociología de la amistad, CIS, Madrid, 1994; pp. 26 ss. y 42-60. 36 Para una teorización del reconocimiento de clase como una “lucha simbólica”, ver P. Bourdieu, Cosas Dichas, Gedisa, Barcelona, 1988. 37 En definitiva, son los intereses —en este caso emocionales— los que movilizan a los actores, y no las razones discursivas, que tan sólo son el ropaje por el que se “comunican” en un contexto de interacción dialógico. En el caso comentado de una persona que utiliza la atracción sexual de otra para ampliar su red de contactos sociales, y a partir de la misma encauzar sus expectativas sexuales/matrimoniales en una nueva relación, la validez moral de considerar como pertinente el código sexual “me gusta/no me gusta” —el supuesto elemento pasional del enamoramiento— ó el código de lealtad y sinceridad en que se basa la amistad, será el envoltorio ilocucionario sobre el que se evaluará la pertinencia de las pretensiones de validez moral de cada una de las partes. Para unos el “amor” será un valor absoluto de la realización personal irrenunciable, que justifica el comportamiento de la segunda persona; para otros la lealtad y la sinceridad —el actuar de buena de fe— será un valor ético prioritario, otorgando la validez moral a la primera. Al final, sin embargo, lo que determina la nueva configuración de la red social son los intereses personales que se vinculan hacia uno u otro de los lados, utilizando al caso la justificación ilocucionaria de valores correspondiente. Para una teorización de una especialización de códigos de “justicia distributiva” en cada esfera de valor en torno a un “bien social”, ver Walzer, M., Spheres of Justice, Basic Books, New York, 1983. 317 entendimiento intersubjetivo inmaculado39. En esta objeción se deja transparentar el “poder de la historia” frente a la pretensión de transcendentalidad kantiana de una racionalidad práctica esencialista40. Habermas defenderá la normatividad deóntica como una necesidad moderna para distanciarse reflexivamente de las preferencias axiológicas y asumir una actitud hipotética, requisito que exoneraría a la ética del discurso del pesado lastre histórico, para, en base a una reglamentación procedimental nacida de la pragmática formal, poder restaurar reconstructivamente una racionalidad práctica/comunicativa41. No obstante, esta contrarréplica deja intacta la objeción original del problema de la buena voluntad para llegar al entendimiento —la pregunta de por qué ser moral—, que sólo puede ser resuelta desde la plataforma que le brinda la solidaridad nacida de una identidad colectiva compartida (aunque ésta sea la humanidad en sentido genérico —el a priori de la comunidad ideal de comunicación apeliana—, lo cual nos plantearía otro problema al que Habermas no presta sino una atención colateral, como es la definición de las condiciones “históricas” —la praxis— de su autorrealización). Una forma de resolver la cuestión de la buena voluntad desde el empirismo emotivista es por mediación de las sanciones que sostienen un orden normativo. Tugendhat enmarcará la moral como un sistema de normas que tiene su origen en la presión social, tanto por sanciones de carácter externo como interno. Tugendhat depositará especialmente su atención en las segundas, es decir, en la amenaza de una pérdida del valor propio o autoestima como consecuencia de la violación de normas. La autoridad de las normas residiría entonces en una praxis social regulada mediante un intercambio de pruebas de estima mutua, sobre cuyo “reconocimiento” nuestra conciencia podría encontrar el alimento que necesita para comportarse “moralmente”42. La crítica de Habermas a este planteamiento encuentra su mordiente en el carácter “egoísta” de una moral fundamentada exclusivamente en una relación de reconocimiento interpersonal, sobre la cual no se puede sostener una genealogía de la 38 Honneth, A. La lucha por el reconocimiento, Crítica, Barcelona, 1997. Wellmer, A. The persistence of modernity: essays on aisthetics, ethics, and postmodernism, Polity Press, Oxford, 1991; para una contrarréplica a Habermas ver, Wellmer, A., Endgames: the irreconciliable nature of modernity, MIT Press, Cambridge (Mass.), 1998 [Finales de partida: la modernidad irreconciliable, Cátedra, Madrid, 1996]. 40 Wellmer, A., Sobre la dialéctica de la modernidad y la postmodernidad, Visor, Madrid, 1992. 41 Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, op.cit., pp. 131 ss. 39 318 moral, cuya función principal es, precisamente, poner cotas al egocentrismo para fomentar la solidaridad y el altruismo43. Su aportación más significativa en este debate, a mi parecer, es la separación de lo que se pueden considerar problemas de definición moral, de otras cuestiones afectivas nacidas de la interacción interpersonal —lo que en la actualidad se ha venido a llamar en psicología del desarrollo como “inteligencia emocional”44. La competencia comunicativa de la racionalidad reflexiva que habilita al sujeto para un correcto discernimiento de las relaciones de “validez” moral, no debería confundirse con el intercambio de pruebas de afecto y simpatía personal, pues la estima de todo sujeto con capacidad racional de habla no puede ser objeto —desde las premisas de la ética del discurso— de una negociación del valor de su dignidad. No obstante, una ética discursiva dispuesta de este modo —cabría reprocharle a Habermas—, viene a definir a los individuos como sujetos abstractos, que si bien puede responder adecuadamente a las expectativas depositadas desde la ciencia política en el papel del ciudadano, deja en suspenso su aplicabilidad en el contexto interactivo del mundo de la vida, que es, precisamente, donde se supone que debe actuar la moral como un referente cognitivo de la conducta social. El aspecto de la validez moral nos pone sobre la pista de otro debate filosófico en torno a la posibilidad de fundamentar una “verdad” de carácter práctico. Pese a los intentos de G. E. Moore45 por gestar una moral objetiva, en consonancia con un postulado descriptivo de la verdad moral, los críticos le saldrán al paso —por ejemplo A. R. White46—, para reivindicar un estatus especial a las cuestiones morales, ya que sus enunciados normativos no pueden ser falsados como lo pueden ser los enunciados empíricos ―en el sentido objetivo de ser verdaderos o falsos. La verdad de un principio 42 Tugendhat, E., Self-consciousness and Self-determination, MIT Pres, Cambridge (Mass.), 1986 (hay versión traducida en FCE, 1993); también en, Problemas de la ética, Crítica, Barcelona, 1988. 43 Habermas, J., “Aclaraciones a la ética del discurso”, op. cit.,pp. 153 ss. Compárese este argumento con el de Durkheim sobre una solidaridad “convencional”. Como se puede apreciar, el arsenal argumentativo de Habermas toca y asume todos los frentes, pero no sin el coste de cierta incoherencia en sus planteamientos de fondo; en este caso por adjudicar el origen de la moral a la solidaridad social, desatendiendo el criterio de una moral cognitivista pura. 44 Para la diferenciación conceptual entre la ética del discurso y la “inteligencia emocional”, se puede consultar, Cortina, A., “La educación del deseo”, en Claves de razón práctica, nº 113, Junio 2001; pp. 5661. 45 Moore, G. E. (1903), Principia Ethika, Cambridge Univ. Press, Cambridge, 1993; Ver también, Schilpp, P. A. (ed.), ´The Philosophy of G. I. Moore, Evanston, 1942; Camps V., (ed), Historia de la ética, vol. 3. 46 White, A. R., Truth, Basic Books, New York, 1971. 319 moral no sería, como nos hace ver R. M. Hare47, producto de unas condiciones “objetivas” del orden social, sino de un componente axiológico “subjetivo” que determina evaluativamente la bondad de una forma de vida, y que, por consiguiente, no es susceptible ni de comprobación empírica ni justificación trascendental. Este debate entronca directamente con los esfuerzos dedicados desde el pragmatismo para conceder un estatus científico a las ciencias del espíritu, y con el trabajo reconstructivo de Habermas para reconvertir la racionalidad práctica en comunicativa. Habermas se apoyará en la teoría de la argumentación de Toulmin —a parte, por supuesto, del nuevo concepto de verdad consensuada tomado de Peirce48—, para sustituir la verdad moral objetiva por un concepto de justicia nacido de la racionalidad comunicativa49. La dificultad de esta apuesta es doble. Por una parte, intenta mantener el carácter objetivo de un postulado moral —su validez universal—, pero por el otro, en su determinación cognitiva, renuncia a toda comprobación empírica, incluyendo en la misma su propiedad para resolver conflictos de acción “reales” entre actores sociales. Nuevamente, la sombra de la transcendentalidad kantiana planea sobre una construcción teórica de pretensiones reconstructivas, alejándose en su planteamiento procedimental “intersubjetivista” de cualquier mácula proyectada por intereses mundanos. Este sesgo cognitivista vuelve a hacerse evidente en la digresión entre la argumentación y la participación como determinantes del consenso intersubjetivo —el vínculo ilocucionario. Desde el punto de vista de Habermas, la ética del discurso se sostiene sobre dos principios contradictorios: a) un presupuesto cognitivo que aspira al reconocimiento de una verdad universal —racionalidad práctica—; y b) una fundamentación argumental intersubjetiva que requiere de la participación en un discurso “real”50. En definitiva, lo que se discute es de donde procede la validez de un enunciado normativo: de la fuerza argumental de las buenas razones, ó de la adhesión vinculante de nuestra voluntad que se compromete a participar en la discusión, y, consecuentemente, a acatar las decisiones que allí se determinen. Tugendhat sostendrá que el aspecto irreductiblemente comunicativo no es un factor cognitivo sino volitivo, 47 Hare, R. M., The Language of Morals, Clarendon Press, Oxford, 1952; Ordenando la ética, Ariel, Barcelona, 1999. 48 Ver, Apel, K-O., “Falibilismo, teoría consensual de la verdad y fundamentación última”, en Teoría de la verdad y ética del discurso, Paidós, Barcelona, 1995. 49 Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, op.cit., pp. 68-76. 50 Ibíd., pp. 88 ss. 320 por el cual el mutuo respeto a la autonomía de la voluntad de cada uno de los participantes les empuja a buscar un acuerdo de “compromiso”51. Para Habermas, por el contrario, la imparcialidad que guía todo acuerdo intersubjetivo no debe confudirse con un pacto de equilibrio entre poderes e intereses en juego, sino con la formación del juicio racional mismo, que enraíza con las estructuras comunicativas de una argumentación intersubjetiva. Habermas le criticará a Tugendhat que desde su posición no se puede diferenciar entre la validez y la vigencia de las normas sociales, es decir, entre la legitimidad y la legalidad de las mismas, como si es posible hacerlo desde la ética del discurso. Sin embargo, habría que recordarle a Habermas que para realizar esta distinción hay que pagar el precio de exigir a los participantes que se comporten como filósofos, abstrayendo y dejando aparcadas a la entrada de la mesa de negociaciones cualquier característica que, precisamente, los defina como actores sociales (intereses racional-egoístas y preferencias axiológicas)52. Si al final se acepta la “validez” de un acuerdo, aunque sea a regañadientes, es por la rúbrica que la voluntad de las partes dejan firmada en el mismo, y que, en consecuencia, es óbice de sanción y respaldo legal. En definitiva, y como el mismo Habermas acaba por reconocer en Facticidad y Validez, por la fuerza contrafáctica de la voluntad colectiva —la legalidad como producto de una solidaridad intersubjetiva nacida del pacto ilocucionario constitutivo de una sociedad— que refuerza la “vinculatoriedad” de un acuerdo supuestamente aceptado racional y autónomamente por cada una de las partes implicadas53. 51 Tugendhat, E., Morality and Communication, Priceton Univ Press, Priceton, 1981; y también, Etica y Política, Tecnos, Madrid, 1998 52 Para una contrarréplica de Habermas a la acusación formal-idealista de la ética del discurso por Lukes, Williams, Peters y Alexy, ver: Habermas, J., “Aclaraciones a la ética del discurso”, op. cit.,pp. 166-173. Pero en todo caso, la moral discursiva sigue siendo sólo pertinente en el plano universalista del ordenamiento “jurídico” de la convivencia entre formas de vida coexistentes. Para una crítica similar al formalismo de un individuo en abstracto —frente a los contornos reales del individuo, tales como su exposición al sufrimiento o su exclusión por indigente cultural de la comunidad de comunicación universal—, ver Mardones, J. M., El discurso religioso de la modernidad, Anthropos, Barcelona, 1998; pp. 102 ss.; Shaw, B. J., “Habermas and religious inclusion: lessons from Kant’s moral theology”, Political Theory, v. 27, 1999, pp. 634-666; Jiménez Redondo, M., El pensamiento ético de J. Habermas, Episteme, Valencia, 2000, pp. 52-64; Mate, M. R., “La herencia pendiente de la razón anamnetica”, Isegoria, nº 10, 1994, pp. 117-132; Dussel, E., “La ética de la liberación ante la ética del discurso”, Isegoria, nº 13, 1996, pp. 135-149; Possenti, V., “El pensamiento postmetafísico”, Diálogo Filosófico, nº 32, 1995, pp. 187-198. 53 En este argumento volveríamos, en cierta manera, al escepticismo de Durkheim sobre la posibilidad de fundamentar un vínculo moral únicamente desde una “solidaridad orgánica” —derecho restitutivo “contractualista”—, necesitándose del respaldo de la “solidaridad mecánica” representada por el Estado de derecho. 321 1.2.4. Propuesta de una teoría normativa de carácter universal basada en la Ética del Discurso. La versión más acabada de los pasos a dar para llegar a una fundamentación cognitiva de la moral la podemos encontrar en La inclusión del otro54. Una condición previa para tal empresa es la definición de lo que se puede considerar un punto de vista moral, que, como vimos en el debate entre la moralidad y la eticidad, en la propuesta habermasiana debe remitirse a la posibilidad de concebir un juicio “imparcial”, rasgo prioritario de la reflexividad postconvencional no sujeta a posiciones axiológicas concretas. Con todas las objeciones que se pueden hacer a este planteamiento, que a fin de cuentas es el mismo que defender una postura cognitivista para la moral, una vez aceptado como punto de partida, se pueden colegir tres pasos sucesivos que nos llevan hasta una ética del discurso. El primer paso es más metodológico que lógico, pues nos incita a asumir la práctica deliberativa como el único recurso posible para la construcción de un juicio imparcial, frente a otras orientaciones cognitivistas como el transcendentalismo kantiano o la “posición original” de Rawls55. Consecuentemente, esta primera condición constituye el axioma fundamental de la ética del Discurso ―que viene a sustituir al imperativo categórico kantiano del respeto al otro―, conocida “familiarmente” como principio “D”, y que ha venido a ser definido de las siguientes dos formas: a) «únicamente pueden aspirar a la validez aquellas normas que consiguen (o pueden conseguir) la aprobación de todos los participantes en cuanto participantes de un discurso práctico»56; b) «solamente pueden pretender ser válidas las normas que en discursos prácticos podrían suscitar la aprobación de todos los interesados»57. 54 Habermas, J., “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral”, op. cit., pp. 73-78. 55 Ver, Apel, K-O., “La ética del discurso como ética de la responsabilidad. Una transformación postmetafísica de la ética del Kant”, en Teoría de la verdad…, pp. 147 ss. 56 Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, op. cit., p. 117. 57 Habermas, J., “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral”, op. cit., p. 73. La ligera modificación puede aducirse a un intento por resaltar el carácter racional kantiano asociado a un interés “general”, es decir, al aspecto volitivo de los participantes asociado a su autonomía racional. Otra definición similar a ésta se puede leer en Facticidad y Validez (p. 172). La diferencia fundamental de ésta última consistiría —sino es forzar demasiado la interpretación— en sustituir el “discurso práctico” por “discusiones racionales”, subrayando la perspectiva de la actitud hipotética que todo implicado debe asumir para participar en una argumentación (la neutralidad de intereses y preferencias axiológicas). 322 El segundo paso viene a llenar la exigencia del postulado “D”, es decir, que las normas morales únicamente pueden ser válidas si pueden fundamentarse con buenas razones, y no ya como un regateo de intereses privados o irredentismos axiológicos. Para que el principio “D” sea operativo necesitamos de una “regla de la argumentación” que nos permita dilucidar cuando las normas morales pueden darse por fundamentadas moralmente; y este postulado no es otro que el principio de universalización “U”: Una norma es válida únicamente cuando las consecuencias y efectos laterales que se desprenderían previsiblemente de su seguimiento general para las constelaciones de intereses y orientaciones valorativas de cada cual podrían ser aceptadas sin coacción conjuntamente por todos los interesados58. El último paso surgiría de la necesidad de que, tal y como se define “U”, se puede filtrar entre sus presupuestos de validez una visión “etnocéntrica” compartida —una ética de bienes—, que puede no ser extrapolable a otras culturas, destruyendo con ello la presunción de la universalidad cognitiva. Para evitar este “desatino” a la racionalidad práctica postconvencional, Habermas propone acercar en todo lo posible las condiciones “reales” del diálogo entre actores sociales hacia las condiciones “ideales” del mismo, de tal forma que las interacciones deliberativas se enmarquen normativamente bajo los “presupuestos universales de la argumentación”, que motivarían a los participantes hacia un competición cooperativa por la búsqueda de los mejores argumentos, esto es, hacia una espontánea orientación al entendimiento mutuo (condición de toda acción genuinamente comunicativa que suscita una adhesión voluntaria a una solidaridad universal o —por utilizar una terminología marxista— genérica)59. De entre los presupuestos universales de la argumentación, señalados en su mayor parte por Toulmin, Habermas se centra en cuatro: a) nadie que pueda hacer una contribución relevante puede ser excluido de la participación; b) a todos se les dan las mismas oportunidades de hacer sus aportaciones; c) los participantes tienen que decir lo que opinan; d) la comunicación tiene que estar libre de coacciones tanto internas como externas, de modo que las tomas de posición con un sí o con un no ante las pretensiones de validez 58 Ibíd., p. 74. Como vimos en el apartado anterior, es altamente criticable que las condiciones ideales del diálogo susciten por si solas una solidaridad racional-universal, como pretende hacernos ver Habermas. 59 323 susceptibles de crítica únicamente sean motivadas por la fuerza de convicción de los mejores argumentos.60 De estas cuatro condiciones, la más importante, por su función idealizadora (que expurga los intereses y convicciones axiológicas de los actores garantizando en el juicio moral una racionalidad práctica pura e inmaculada frente a la sensibilidad empírica), es la ausencia de coacciones. Sin embargo, después de desechar la violencia física por ser la más evidente, existen una plétora de diferentes manifestaciones de poder de negociación entre los actores que hace muy difícil siquiera admitir que tal capacidad de diálogo —como disposición al entendimiento— sea el objetivo último de los mismos actores ante contenciosos de acción, en dónde, en consecuencia, la racionalidad comunicativa tan sólo actuaría como la envoltura ilocucionaria de diferentes racionalidades estratégicas personales61. La misma competencia lingüística se encontraría desigualmente distribuida entre aquellos que se pueden ver afectados por las decisiones emanadas de un eventual proceso deliberativo, pues sin ir más lejos, el principal atributo que Weber atribuye a un actor político, como es el carisma, está monopolizado por un selecto grupo de individuos que actúan como líderes de sus respectivos grupos de intereses62. Sin dejarnos desviar demasiado por estas anotaciones críticas, podemos apreciar que, después de concebir un modelo ideal de lo que debe ser una práctica deliberativa para las decisiones normativas, Habermas tendrá que enfrentarse a continuación a la tarea de someter dicho modelo a la prueba de su constatación empírica, para con ello poder determinar su validez y pertinencia teórica en las sociedades modernas avanzadas. 2. Revisión de la teoría normativa comunicativa: la irreductibilidad de la tensión entre Facticidad y Validez, y el principio democrático como mediador. Aunque Habermas mantiene más o menos intacta su formulación de los postulados que sostienen la ética del discurso, en sus últimas contribuciones se puede evidenciar un cierto distanciamiento, aunque tan sólo sea un mero reflejo de la sombra de la duda 60 Ibíd., p. 76. Johnson, J., “Is talk really cheap? Prompting conversation between critical theory and rational choice”, The American Political Science Review, v. 87, 1993, pp. 74-86. 62 Ver, por ejemplo, Walzer, M., Spheres of Justice, op. cit., p. 9 ss. 61 324 sobre la autosuficiencia de una moral cognitiva para vertebrar una teoría normativa. Fruto de la misma será el reconocimiento del aspecto fáctico de la realidad —los intereses individuales y comunitarios que movilizan la voluntad de los actores en los conflictos—, que en el derecho se manifiesta como la necesidad de un poder social capaz de “imponerse” sobre los intereses particulares. Dicho poder, como expresión de una voluntad colectiva —que fiel a la tradición rousseauniana viene a representar el fundamento del “contrato social” más allá del vínculo ilocucionario del entendimiento lingüístico—, sería la envoltura por la que se manifiesta un “interés general” para toda la sociedad. Puesto que el consenso cognitivo sobre los intereses generales debe estipularse primero a través de los mecanismos deliberativos que dicta la ética del discurso, la institución social más adecuada para enhebrar los aspectos de la facticidad y la validez que el derecho encarna, sólo podrá tomar forma bajo el principio legislativo democrático. Vamos a ordenar las respectivas argumentaciones de Habermas a este particular de la siguiente manera. En primer lugar, consideraremos en que consiste ese proceso de distanciamiento de una postura exclusivamente cognitiva de la normatividad social desde la misma filosofía moral, centrándonos en el debate entre la Justicia y la Solidaridad. En segundo lugar, veremos como la introducción del sistema social del derecho hace necesaria la inclusión del aspecto del la facticidad junto con el de la validez en la plasmación de su articulación normativa. Y en tercer lugar, consideraremos como la necesidad de legitimidad del sistema del derecho hace necesaria, a su vez, una forma de gobierno democrática, y las características que ésta debe reunir para recoger en su seno los presupuestos de la ética del discurso. 2.1. Retoques a una teoría moral basada en la ética del discurso. Las relaciones entre la Justicia y la Solidaridad. Existen tres debates centrales para evaluar hasta que punto llega Habermas a distanciarse de una moral cognitiva pura, como son los que mantiene con Apel, Taylor y Kant. Pese a que Habermas importa en gran medida la “ética de la comunidad ideal de comunicación” de Apel para darle una salida normativa a la reconversión de la 325 racionalidad práctica en comunicativa tras el “giro” filosófico de la fenomenología a la intersubjetividad del lenguaje —recordemos que la obra principal de Apel, La transformación de la Filosofía, tiene precisamente como objeto de su análisis este giro pragmático-lingüístico de la filosofía—, en su posición final tratará de distanciarse de la sombra de transcendentalidad que anida latentemente en el a priori comunicativo de este último63. Frente al monologismo de la filosofía de la conciencia kantiana —así como de cualquier filosofía que se pregunte por el sentido subjetivo (el cógito apodíctico) de la realidad—, Apel retrotraerá la capacidad de reflexión filosófica al a priori de la posibilidad lingüística de argumentación64. Tomando como elemento de apoyo prioritario el pragmatismo de Peirce, el segundo paso será situar dicha capacidad de argumentación en el contexto de una interacción lingüística, donde el trabajo de la filosofía sobre la posibilidad de fundamentación del pensamiento deberá enmarcarse como un trabajo reconstructivo de las condiciones ideales de argumentación en una Comunidad Indefinida de Comunicación. La posibilidad de fundamentación última de la filosofía se reducirá, en consecuencia, a esclarecer los presupuestos generales de la argumentación en condiciones ideales, que actuarán como un a priori de la conciencia que sustituye al factum de la razón pura kantiana. Apel considera que el logro de esta formulación frente a Kant estriba en superar la fractura entre una realidad ideal de la conciencia y un mundo empírico contingente, gracias a la dialéctica entablada entre una comunidad real de comunicación —de la que los sujetos son miembros por socialización— y una comunidad ideal de comunicación —capaz de fundamentar la validez racional de las argumentaciones. Todo individuo que participaría en una argumentación —como base para la reflexión— debería contar “al mismo tiempo” con los dos planos del discurso, el fáctico y el ideal. Sin embargo, el a priori comunicativo —asegurará Apel— hará que todo individuo que participe en una argumentación deba presuponer la comunidad ideal en la real, puesto que sólo siguiendo tales presupuestos ideales la sociedad misma habría podido conformarse —aquí el a priori comunicativo, al igual que el vínculo ilocucionario en Habermas, sustituye al pacto social fundacional de los contractualistas65. Esta contradicción tomará la forma de una relación dialéctica en las sociedades entre sus condiciones reales de existencia y sus fundamentos de 63 Por ejemplo, Saéz Rueda, L, La reilustración filosófica de Karl-Otto Apel, Universidad de Granada, 1995; pp. 245 ss. 64 Ver Apel, K-O. (1973), La Transformación de la Filosofía, 2 vol., Taurus, Madrid, 1985. 326 validez —Hegel y Marx—, que sólo puede ser resuelta con la realización histórica de la comunidad ideal de comunicación en la real, por lo que esta última contendría en su seno una aspiración teleológica “emancipatoria”66. Habermas le critica a Apel no haber asumido plenamente la ruptura que el mismo preconiza entre la filosofía de la conciencia y la filosofía del lenguaje, pues sigue creyendo que es posible establecer una “fundamentación última” del pragmatismo trascendental entre la verdad y la vivencia, que sólo pueden solaparse desde una reflexión en términos de filosofía de la conciencia —de la que la dialéctica formaría parte67. A raíz del debate con los escépticos sobre el déficit motivacional de una moral cognitiva —la pregunta sobre ¿por qué ser moral?—, Apel volverá a retomar la cuestión de la “fundamentación última” como una necesidad para la definición racional del ser moral68. En efecto, en estimación de Apel, el hecho de que estemos dispuestos a entablar un diálogo, es decir, a entendernos con “otros” afectados, supone ya considerar una comunidad ideal de comunicación que incita a los participantes a aceptar los mejores argumentos en función de su validez. En definitiva, la misma racionalidad práctica-comunicativa, por la que nos guiamos a la hora de argumentar en un diálogo, implica el a priori de una comunidad “indefinida” de comunicación, que motiva a los participantes a guiarse por el principio de universalización discursivo que otorga la “validez moral” a los acuerdos consensuados. La fundamentación última pragmáticotrascendental del principio de universalización de la ética constituye, en consecuencia, un requisito previo de la ética del discurso, que mueve a los sujetos hacia una disponibilidad al diálogo y el entendimiento mutuo. El factum de la razón sigue siendo, en cierta medida, apriórico, cristalizando como una “metanorma” —el principio de universalización— en virtud de la cual pueden llegar a fundamentarse las normas 65 Apel, K-O., La Transformación de la Filosofía, vol. ii., pp. 407 ss. En este extremo, Apel cita al Habermas de la escuela de Frankfurt. Sobre la aplicación de la teoría del discurso en un modelo de democracia radical, que contiene el espíritu emancipatorio de la teoría crítica, ver: García Haza, D., “Etica de la democracia en K-O. Apel: la arquitectura de la ética discursiva y su contribución a la teoría democrática”, Anthropos, nº 183, 1999, pp. 95-99; Chambers, S., Reasonable Democracy. Jürgen Habermas and the politics of Discurse, Cornell Univ. Press, Nueva York, 1996; Boladeras, M., Comunicación, ética y política, Tecnos, Madrid, 1996. 67 Habermas, J., “Etica del discurso. Notas sobre un programa...”, op. cit., p. 120. 68 En lo que sigue, ver Apel (1987) “La ética del discurso como ética de la responsabilidad. Una transformación postmetafísica de la ética de Kant”, en Teoría de la verdad y ética del discurso, op. cit., pp. 147-184; también se puede consultar, Rojas Hernández, M., “El problema de la fundamentación 66 327 prácticas. El aspecto contradictorio de esta metanorma es que, en la faceta B de los “discursos reales”, funciona como un “valor” que debe imponerse sobre cualquier otro deónticamente, gracias al cual se podría conceder la validez moral “universal” a un argumento particular69. Esta metanorma tendría por misión acercar las condiciones reales del discurso a las condiciones ideales del mismo, actuando como un “principio teleológico racional” del propio discurso que coarta a los individuos para asumir la perspectiva postconvencional de una moral cognitiva “imparcial”70. Habermas le criticará a Apel el trasladar el principio de universalización desde la pregunta epistemológica de cómo son posibles los juicios morales, hacia la pregunta de qué significa ser moral —los juicios de valor enunciados desde una filosofía de la conciencia71. El interés de Apel por el “ser moral” había partido, precisamente, de la necesidad de reforzar el vínculo interno de la obligatoriedad de la perspectiva discursiva frente a los particularismos de la eticidad concreta de los mundos de vivencia, dotando con ello a la racionalidad práctica de un compromiso existencial con la conciencia en términos de sentido, manifiesto como una “fundamentación última” de sí misma —su verdadera naturaleza noética que debe autorrealizarse en la praxis como un principio “emancipador” de los constreñimientos empíricos e ideológicos72. En opinión de Habermas, la metanorma apeliana no añade nada al imperativo categórico kantiano de la última filosófica de la ética en Apel”, en Dussel, E., (ed), Debate en torno a la ética del discurso de Apel, Siglo xxi, México, 1994. 69 Apel (1987) “La ética del discurso como ética de la responsabilidad. Una transformación postmetafísica de la ética de Kant”, op. cit.; pp. 181 ss. 70 Adela Cortina, recogiendo las diferencias entre Apel y Habermas, subrayará dichos presupuestos teleológicos (valorarivos) de toda ética deóntica discursiva. Ver, Cortina, A., “La ética discursiva”, en V. Camps (comp.), Historia de la ética, Crítica, Barcelona, 1989; pp. 551-557. Por el contrario, Habermas seguirá creyendo que los principios deónticos pueden ser universales, frente a los valores teleológicos de formas concretas de vida (Facticidad y Validez, pp. 328 ss.). En opinión de Cortina, en su debate con Apel, Habermas siempre se resistirá ha establecer una mediación metodológica entre las filosofía y las ciencias reconstructivas, considerando, no obstante, tanto la pragmática universal como la ética del discurso como pertenecientes a ambas esferas. Sin embargo, nunca se detendrá a exponer cual es la aportación de la reflexión filosófica en la elaboración de las hipótesis de la ciencias reconstructivas, haciéndose cómplice de una cierta “naturalización” de la racionalidad comunicativa (Cortina, op. cit., p. 540). Para una crítica similar, también se puede consultar: Ferry, J-M, Habermas. L’étique de la communication, PUF, París, 1987, pp. 475-495; Sáez, L., “Acerca del conflicto entre los discursos “metafísico”, “postmetafísico” y “teleológico””, Daimon, nº 8, 1994, pp. 63-82. 71 Habermas, J., Aclaraciones a la ética del discurso, op. cit., pp. 192 ss. 72 Volveríamos a la cuestión de si la “conciencia para sí”, con la que se identifica la “conciencia en sí”, puede ser otra cosa distinta a una ideo-logía. Por eso, quizás, Habermas se desmarca hacia un fundamento intersubjetivo de la ética discursiva como el único camino para garantizar la “imparcialidad”, es decir, la universalidad de un juicio compartido nacido de una normatividad exclusivamente procedimental. Pero aquí se nos presenta también la pregunta durkheimniana sobre si el “pensamiento colectivo” o psicología social, aun siendo distinto del individual (y precisamente por ello), puede “trascender” el horizonte “ideológico” de las representaciones colectivas que nutren una Conciencia-identidad Colectiva. 328 obligación de cumplir los mandatos provenientes de una moral racional73, puesto que «…una supernorma que convirtiese en un deber actuar conforme al deber no podría enunciar más de lo que ya está contenido en el sentido de la validez del juicio moral particular»74. Por consiguiente, dicha metanorma tan sólo podría tener sentido en la justificación, por ejemplo, de por qué debe existir justicia en general o por qué la moral debe asumir la imparcialidad como punto de vista de una moral postconvencional, sólo que en dicha justificación la ética del discurso volvería a anclarse en la pregunta existencial del ser moral, que únicamente puede obtener una respuesta en términos de filosofía de la conciencia. Por el contrario, Habermas entiende que la pregunta de ¿por qué ser moral? no puede fundamentarse filosóficamente75, sino que se enmarca en la buena voluntad y disposición despertada por la socialización en formas de vida concretas, que todo lo más arroja la esperanza, en las condiciones modernas de una forma de vida racional, de estimular la solidaridad universal del principio moral discursivo que lleva al entendimiento76. El debate que Habermas mantendrá con Taylor será capital para despejar en que debe consistir esta relación de complementaridad entre la justicia deóntica y la solidaridad nacida de un proceso de socialización. En su obra maestra —aunque no la más conocida y leída— Las fuentes del yo, Taylor remite el problema cognitivo de la moral —el sentido de orientación práctico— a una definición previa del yo, es decir, a la autocomprensión de nuestra propia identidad. En consecuencia, por el antecedente de la socialización en una comunidad lingüística a través de la cual se gesta el yo social, toda teoría moral debería responder primero al problema de una “ética de bienes” en la que se anclan sus nociones morales, con anterioridad a la cuestión de las condiciones de 73 Habermas estima que Apel parte de una identificación unívoca de la razón práctica kantiana con la razón comunicativa. Por el contrario, ésta última no sería per se una fuente de normas del actuar correcto, sino que se extendería a todo el espectro de las pretensiones de validez. En la esfera de la normatividad moral, la racionalidad comunicativa expresada en la ética del discurso tan sólo cuenta con la débil fuerza de la motivación racional —de ahí la necesidad de la facticidad del derecho para su estabilidad—, que se ha desembarazado de la carga de una comprensión existencial de “sentido último”. Ibíd., p. 197. 74 Ibíd., p. 193. 75 Para una última contraréplica de Apel sobre este aspecto, se puede consultar: Apel, K-O, “Pensar a Habermas contra Habermas”, en Dussel, (ed.), op. cit., pp. 207-253. 76 En todo caso, Habermas considera que «…el problema de la exigibilidad de una acción moralmente mandada sólo se plantea en el paso de la teoría moral a la teoría del Derecho» (Aclaraciones, op. cit., p. 204). Sin embargo, un derecho autorregulado en función de su facticidad sistémica podría al final correr el riesgo, como vimos en el caso de la Desobediencia Civil, de hacerse ciego a la legitimidad normativa que otorga una validez moral consensuada. Por ello, ambas facetas, la facticidad y la validez, aparecerán indisociablemente unidas en el principio democrático. 329 Justicia por las que se le otorga una validez moral77. Al diluir el concepto kantiano de la autonomía moral —correspondiente al plano trascendental de los fines de una razón “pura” práctica— en la identidad procedente de un yo socializado en una comunidad de vivencia, los contornos que separaban las cuestiones de la justicia y de la vida buena se tornan “borrosos” e incluso desaparecen, puesto que «…nuestro lenguaje de lo bueno y lo justo sólo adquiere sentido en el trasfondo de la comprensión de las formas del intercambio social en una sociedad dada y sus percepciones del bien»78. El papel que desempeñará la filosofía en la reflexión que guía el pensamiento será dependiente de su contexto histórico, y nunca podrá trascender las condiciones históricas en las que se enmarcan las diferentes tradiciones de formas de vida socioculturales79. Por lo tanto, el intento de kant de fundamentar una moral racional trascendental eludiendo la pregunta por el significado existencial del ser moral, tendría por consecuencia el cerrarse el acceso a las motivaciones empíricas, sin las cuales no se le puede requerir al yo un compromiso “ético” o sentido de obligación normativa80. El proyecto de Taylor pasará por el análisis de las fuentes morales de las que se nutre la identidad moderna, correspondientes a tres tradiciones históricas sobre el bien en occidente81. La primera de ellas es el cristianismo, y concretamente la concepción agustiniana de los dos reinos, en la que el hombre debe realizar su naturaleza espiritual mediante la negación de su naturaleza instintiva y pecaminosa mundana a través de un camino de salvación. El alma, como esencia de la conciencia del ser humano, se separaría de su cárcel temporal corpórea para participar del amor de Dios que sostiene ambos reinos. El objetivo sería “santificar la vida corriente”82, que tomaría forma, en la 77 Walzer le hace una crítica similar a la teoría de la Justicia de Rawls. La Justicia representaría un principio distributivo propio en cada una de las esferas correspondientes a la definición de un bien social. El establecer un principio universal de Justicia tan sólo tendría sentido después de haber definido un bien social predominante respecto al resto, que mantendrían, no obstante, su independencia autorreferencial. 78 Taylor, Ch., Las Fuentes del Yo, Paidós, Barcelona, 1989; p. 72. 79 Taylor, Ch., “La Filosofía y la Historia”, en Rorty, R.; Schennewind, J.B.; Skinner, Q., (comp.), La Filosofía en la Historia, Paidós, Barcelona, 1990; pp. 31-47. La crítica de McIntyre también se centraría en la falacia de la pretensión universalista de la razón ilustrada, contextualizando dicho pensamiento en la condiciones históricas que la han producido. McIntyre, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987. 80 Con esta suposición, Taylor niega que la razón “pura” contenga en sí misma una finalidad moral, pues ésta, con su correspondiente “obligación” normativa, sólo puede nacer de la socialización en una forma de vida, a partir de la cual se performa la conciencia existencial del yo. 81 La pregunta fundamental que queda en el aire como un desafío es si es posible, en las condiciones de la supuesta pluralidad de valores moderna, restaurar una ética de bienes universales que nos asista en la ineludible tarea reflexiva de la autocompresión y autoconformación de nuestra identidad. 82 La diferencia entre la vida y la vida buena procede de Aristóteles (Política, iii, 1280). La vida se refiere a la lucha cotidiana por la supervivencia material, mientras la vida buena se refiere a la contemplación 330 tradición católica, a través de la participación en los sacramentos de la Iglesia, y, en la tradición protestante, por mediación de una “llamada” profesional83. A partir de la racionalización profesional de la vida cotidiana en el protestantismo, surgirá en occidente —en estimación de Taylor— otra tradición de crucial importancia para la eclosión de la modernidad, como es la Ilustración84. La consecuencia fundamental de la irrupción de esta nueva corriente será la reafirmación de la vida cotidiana en términos de felicidad y bienestar, transformando la esencia de la conciencia humana hacia un fundamento racional capaz de hacerse “responsable” de sus intereses mundanos y actuar en su promoción. La secularización sería, de esta manera, un efecto de la emergencia de una nueva fuente moral del yo, la Ilustración, que ya no presupone ni se asienta en la existencia de Dios como un reino de fines extramundano —orden providencial— para la autorrealización de la conciencia, sino que ésta emergerá en su propia “autonomía” o dimensión racional. Por último, el romanticismo germinará como un movimiento contrailustrado, que trata de recuperar las raíces naturales del yo como una búsqueda por la “autenticidad” de sus sentimientos, y que favorece la espontaneidad de los mismos frente al espíritu controlador de la razón autónoma. El arte moderno sería su principal medio de manifestación, reivindicando una libertad absoluta para la imaginación y expresión creativa de una conciencia existencial proyectada hacia la vida. Habermas comenzará su crítica a Taylor por la faceta terapéutica que éste último pretende discernir en un programa de restauración moral orientado hacia una ética de bienes en la modernidad85. Habermas aprecia que tal función se encontraría vedada a una filosofía postmetafísica, pues la tarea que asume Taylor para la misma es en realidad una revitalización axiológica de carácter cuasi-religioso, cuya fuerza reveladora sólo es accesible a los individuos a través de la “resonancia” subjetiva que consolida la filosófica y a la participación política como ciudadano en la Polis. La virtud ética sólo tomaría forma en la segunda. En estos dos aspectos encontramos también un antecedente de la diferencia conceptual entre autonomía privada y autonomía pública. 83 En ambos casos, la “llamada” a la virtud aristotélica estaría siempre presente, si bien en el protestantismo tan sólo puede realizarse a través de la afirmación de la vida corriente (la profesión) en vez de su negación. 84 Taylor se centra en los antecedentes anglosajones de la misma, en la figuras de Bacon, Hobbes y, sobretodo, Locke, antes que en la tradición francesa. De ahí quizás su intento por reducirla a una mera prolongación racionalizada del protestantismo, frente al entorno de la Francia católica en la que se gestó. Un intento similar lo encontramos en el romanticismo, al citar como su antecedente la teorías sobre los sentimientos morales surgidos en Cambridge entre los siglos xvii y xviii. 85 Habermas, J., “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”, La inclusión del otro, pp. 191 ss. 331 certeza de las convicciones86. Y este tipo de fuerza “trascendente” tan sólo es posible encontrarla en la modernidad en la experiencia estética, solución que Habermas ya había desestimado en Marcuse y Adorno87. El arte moderno, al deslindar la experiencia estética de lo bueno y lo verdadero, ya no podría ser utilizado como fuente de la moral, pues es incapaz de dotar a los individuos de una visión unitaria de sentido, y además pondría a la reflexión filosofía en una posición moral abdicante frente al arte88. No obstante, Habermas asume que el frente crítico abierto por Taylor hace blanco en la línea de flotación de la motivación de una moral cognitiva, reclamando la atención sobre el papel que debe ocupar la solidaridad nacida de la socialización en el desempeño de la eficacia moral. Tanto es así, que, finalmente, tendrá que reconocer que el comportamiento moral —la buena y la mala conducta— es algo que se aprende antes de toda reflexión filosófica —concretamente a lo largo del proceso de socialización—89, y que acabará por incubar en nuestro subconsciente emocional la impronta de una intuición sobre el bien y el mal (actuar)90. Consecuentemente, aunque la filosofía moral podría sernos de utilidad para discernir el punto de vista imparcial de la moralidad y fundamentar su universalidad, se encontraría impotente a la hora de responder a la pregunta existencial de ¿por qué ser moral?, respuesta que sólo tendría cabida plantearse desde la conciencia y su socialización en tradiciones culturales compartidas, donde la identidad individual sólo podría estabilizarse entretejida “dialógicamente” con identidades colectivas91. 86 Taylor, Ch., Las Fuentes del Yo, op. cit. p. 514 y p. 532. Taylor precisamente le critica a Habermas que el giro lingüístico de la filosofía, expresada en su Teoría de la Acción Comunicativa, no ofrece ninguna garantía contra la pérdida de sentido en el entorno humano, eludiendo el problema vivencial bajo el moral y el político. Concretamente, señalará: «Lo que no puede encajar en su cuadrícula es más bien… la búsqueda de las fuentes morales fuera del sujeto a través de los lenguajes que resuenan dentro de él, la captación de un orden que va inseparablemente catalogado con la visión personal»; Ibíd., p. 532. 88 Habermas, J., Aclaraciones a la ética del discurso, op. cit., p. 190. No obstante, hay autores que fundamentan la “autenticidad” del yo en Taylor con el principio de autonomía kantiano, lo que derivaría en una “necesidad política” de reconocimiento identitario que de contenido a una ciudadanía abstracta. Ver: Cooke, H., “Aunthenticity and Autonomy: Taylor, Habermas, and Politics of Recognitition”, Poltical Theory, v. 25, 1997, pp. 258-288; Castillo, J. M., “De la autonomía a la identidad: la lucha por el reconocimiento”, Themata, nº 22, 1999, 33-39; Guanglia, O., “Identidad, autonomía y concepciones de la buena vida”, Isegoria, nº 20, 1999, pp. 17-29. 89 Hay un antecedente de este reconocimiento en un “temprano” artículo de 1988, “Individuación por vía de socialización”, en Pensamiento postmetafísico, Taurus, Madrid, pp. 188-239. 90 Facticidad y Validez., p. 191. 91 Con ello, Habermas renuncia a las motivaciones empíricas para una moral postconvencional, delegando en las morales “privadas” convencionales dicha competencia de dotar de sentido a la conciencia. Pero al mismo tiempo, substrae a éstas cualquier pretensión de participación “pública” en la conformación de la voluntad política, que únicamente debe prestar lealtad a un “patriotismo constitucional” nacido de la 87 332 Al final, el problema de la motivación racional débil siempre nos retrotrae a la formulación que realizó Kant de la razón práctica, donde con la radical separación de los dos reinos —la sensualidad empírica y el reino de los fines trascendentales de la razón pura—, la moral cognitiva quedaba desarmada de motivos empíricos para la acción. En la propuesta kantiana, el juicio moral solamente resulta pertinente desde el punto de vista “imparcial” de lo que todos los afectados por una cuestión normativa consideran “justo” aceptar como un “imperativo categórico” de la razón. Se crea así un modelo psicodinámico con dos pulsiones opuestas: el deber moral y las inclinaciones personales egoístas procedentes de la sensibilidad; que a su vez se traducen en dos tipos de racionalidad distintos: la racionalidad práctica pura —Justicia— y la racionalidad del interés personal —articulado en un proyecto personal sobre lo que se considera “la vida buena”. La única manera por la que Kant puede reclamar un mayor poder de convicción a la razón práctica frente a la ética de bienes es en la reivindicación de la libertad de la razón frente a las inclinaciones de la sensualidad, que reforzarían los mandatos emanados de su “autonomía” con la autoridad de un reino superior de lo inteligible — que por necesidad tendrá que ser metafísico e independiente de todo contexto. La consecuencia de esta dualidad será, según Habermas, la inconmensurabilidad entre los problemas de fundamentación normativa y los problemas de aplicación en los conflictos reales92. Habermas le plantea a Kant dos objeciones. En primer lugar, estima que la voluntad libre se mueve en el vacío, pues queda desvinculada de los lazos sociales que son los que otorgan un sentido a la vida ética93. A la noción atomista de los sujetos morales en autonomía racional-comunicativa; Habermas, J., “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”, op. cit., pp. 208-215. En la postura contraria de una reivindicación comunitarista en la vida pública se puede consultar: Taylor, Ch., “La política del reconocimiento”, en El multiculturalismo y la política del reconocimiento, FCE, México, 1993; Kymlicka, W., Ciudadanía multicultural, Paidós, Barcelona, 1996 y Liberalism, Community and Culture, Clarendon Press, Oxford, 1989. Desde el punto de vista de las religiones como morales convencionales con la capacidad de intervención pública, ver también: Casanova, J., Public Religions in the Modern World, University of Chicago, Illinois, 1994 (hay traducción castallana en PPC, 2000). 92 Habermas, J., “Lawrence Kohlberg y el Neoaristotelismo”, en Aclaraciones a la ética del Discurso, op. cit, pp. 91-92. 93 Esta es la misma crítica fundamental que le hiciera Durkheim a Kant, pues los ideales sociales que se internalizan en la conciencia de los individuos socializados invalidan la noción de una autodeterminación voluntarista de la razón individual. La razón trascendental será sustituida por la razón social, es decir, las representaciones colectivas que cada sociedad genera para construir un sentido del orden de la realidad, y que cada individuo incorpora como un a priori de su pensamiento. Con ello, el anhelo de universalidad que transita en la moral trascendental kantiana será reconducido al de una generalidad de un ideal colectivo, y la autoridad racional supeditada a la autoridad moral de una conciencia colectiva particular. 333 Kant habría que superponerle una noción intersubjetiva, en la cual se incorporarían los contextos vitales como un patrimonio simbólico compartido. Sin embargo, en segundo lugar, si nos quedáramos apegados al punto de vista contextualista, se le podría negar al concepto de Justicia kantiano su pretensión de validez universal, pues ésta siempre quedaría presa de una interpretación hermenéutica de sentido, donde «las nociones de justicia no pueden ser aisladas del todo complejo de una eticidad concreta y de una determinada idea de la vida buena»94. La Etica del discurso, al tutelar las discusiones reales bajo los presupuestos universales de la argumentación —procedentes de una racionalidad comunicativa—, podría garantizar, en opinión de Habermas, el punto de vista imparcial de la tradición cognitiva kantiana, contando, al mismo tiempo, con la perspectiva de los implicados, que de este modo compulsarán con su voluntad “empírica” —frente a la autónoma— la obligatoriedad normativa de los acuerdos consensuados. De todos modos, al negar a la ética del discurso su capacidad para definir el “ser moral” —tal y como ambicionaba Apel con la fundamentación de un principio ético último—, Habermas va a necesitar de un mecanismo mediador entre los intereses personales involucrados en los conflictos reales y el punto de vista “imparcial” de la moralidad postconvencional, en definitiva, entre los problemas de fundamentación y de aplicación normativa95. Este mecanismo mediador va a ser encarnado por un sistema social especializado, como es el derecho, que en la actualidad va a reunir todavía una mayor importancia para la integración normativa de las sociedades al no poder ser ésta realizada en su conjunto desde las prácticas comunitaristas afincadas en los universos simbólicos del mundo de la vida. La Heguel, por su parte, intentará llenar la indefinición de la voluntad autónoma con una motivación moral propia, como es la “búsqueda del reconocimiento”, por la cual la conciencia puede llegar a su autoconocimiento gracias a una dialéctica con los mundo social que le rodea, y, a través del autoconocimiento, a la emancipación. No obstante, también habrá quien tratará de encontrar en la autonomía kantiana un proyecto de reencantamiento “vitalista” ilustrado, como pudiera ser el caso de la ética del discurso habermasiana; ver: Osés Gorráiz, J. M., “El vivir y la fatiga: la fatiga de vivir”, Eurídice, nº 2, 1992, pp. 183-196; García, R., “¿Hemos de renunciar a Hegel?”, Isegoria, nº 20, 1999, pp. 159-188; Prior, A., “Habermas y el Universalismo moral”, Daimon, nº 7, 1993, pp. 145-155. 94 Habermas, J., “Lawrence Kohlberg y el Neoaristotelismo”, op. cit., p. 192. Esta es la crítica que fundamentalmente le hace McIntyre a la aspiración universalista de la Ilustración. Ver, McIntyre, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987; pp. 74 ss. 95 En esta necesidad se plasma, a mi parecer, la reproducción de la dualidad kantiana entre la inconmensurabilidad de los problemas de fundamentación normativa y los problemas de aplicación. La moral procedimental del discurso, en su reconversión de la racionalidad práctica a la comunicativa, volvería a caer en la misma trampa de trascendentalidad al definir a los sujetos que asumen la actitud hipotética de manera abstracta, es decir, dejando a un lado sus características como actores sociales: sus intereses prácticos y sus preferencias axiológicas. 334 tarea final que le quedaría a la ética del discurso será, en consecuencia, analizar cual puede ser su papel en la construcción de una teoría del derecho para las sociedades que han alcanzado un nivel evolutivo, respecto a la racionalidad de sus imágenes del mundo, postconvencional. Esta es la empresa que Habermas abordará en el que ya ha sido reconocido como uno de sus libros capitales: Facticidad y Validez. 2.2. Estudio de la teoría del derecho y sus relaciones con la moral. La tensión irreductible entre “Facticidad y Validez”, y el principio democrático como mediador. Antes de entrar en el análisis de esta obra fundamental de Habermas, creo que resulta necesario puntualizar una serie de observaciones críticas. Como hemos visto en el apartado anterior, la ética del dicurso ha mostrado ser insuficiente para vertebrar una teoría normativa de la sociedad, necesitando del complemento del aspecto fáctico de la realidad que se encuentra presente en el derecho positivo —la motivación empírica de las sanciones punitivas que refuerzan la motivación débil de las “buenas razones”. Esta insuficiencia es la misma que ya apuntaramos en el análisis del vínculo ilocucionario para estabilizar expectativas de acción, poniendo en quiebra, hasta cierto punto, la pretensión de la Teoría de la Acción Comunicativa para erigirse como un paradigma viable de la fenomenología social96, como lo pondría de manifiesto el alto componente ideal-utópico de su formulación, que, entre otras cosas, deja fuera de una teoría de la racionalidad práctica —de la que emana toda propuesta normativa— la acción estratégica del interés racional. Sin embargo, he aquí que el aspecto fáctico de la realidad social tiene su origen, precisamente, en los intereses individuales y sociales que se movilizan en acciones estratégicas, y que han sido tematizados desde la teoría política como un problema de construcción jurídica de la sociedad mediante un “Contrato Social” constitutivo de un “interés general”, del que, bien sea en su formato de orden hobbesiano, de cooperación utilitarista o de voluntad ciudadana, todos sus participantes salen beneficiados, y, en consecuencia, implicados en su mantenimiento. Por el contrario, la ética del discurso presupone una “disponibilidad innata al entendimiento”, es decir —pese a todas las reticencias de Habermas a Apel—, que 335 presupone un a priori comunicativo que suscita una “solidaridad racional y universalista” con cualquier “otro” ser humano con capacidad de habla. Con esta hipótesis de partida de una “trascendencia desde dentro” de la racionalidad comunicativa97, que lleva aparejada una solidaridad universalista, Habermas vuelve a reproducir —aunque sea en clave procedimental de una actitud hipotético-discursiva— la separación kantiana entre un reino inteligible de fines racionales y la sensualidad empírica, corrupta por su orientación natural egoísta. Con la irrupción del derecho en su propuesta filosófica de la moral —la inclusión del aspecto fáctico de la realidad—, Habermas destruye —aparentemente sin darse cuenta— las raíces que sostenían la ética del discurso, esto es, la articulación de una teoría de la sociedad exclusivamente a partir de un vínculo ilocucionario espontáneo, que de este modo ya no puede mantener su “autonomía” frente a las “distorsiones comunicativas” procedentes de los conflictos reales de acción entre intereses. Lo que está en juego, en el fondo, es la definición epistemológica de la naturaleza del hombre —los ladrillos con los que construir la teoría social—, bien como un animal social-racional —caracterizado por una disposición espontánea al entendimiento como motivación humana genérica—, bien como un animal egoísta-materialista —donde la motivación básica es el interés personal que impulsa la consecución y acumulación de bienes utilitarios que proporcionan bienestar98. La pertinencia de esta aclaración estriba en que todas las teorías del derecho de corte liberal —que salvo en los países comunistas, islámicos y dictaduras ocasionales se supone que imperan en la gran mayoría de las sociedades como su canon 96 Jiménez Redondo, M., “Problemas de construcción en teoría de la acción comunicativa”, Daimon, nº 1, 1989, pp. 133.158. 97 Habermas, J. (1988), “Trascendencia desde dentro, transcendencia hacia el más acá”, en Textos y Contextos, Ariel, Barcelona, 1996; pp. 162 ss. 98 La formulación de una doble naturaleza coexistente en el ser humano plantearía el problema de especificar sus relaciones como impulsos contradictorios, que se manifiestan, en casi todas las teorías sociales —si se quiere a excepción del existencialismo y del romanticismo— como un proceso de socialización del elemento natural por el social. La estipulación de estas relaciones generalmente vienen a tomar dos formas: como una relación de preeminencia de una sobre otra (el deber moral sobre la naturaleza instintiva; el interés racional por el bienestar sobre la solidaridad altruista —pero en íntima asociación con el valor protestante del trabajo frente a la permisividad y autocomplacencia hedonista—), ó como una relación dialéctica de autoconocimiento (Hegel, Marx). Habermas, en sus primeros escritos críticos contra el marxismo —Teoría y Praxis—, ya entreveía dos naturalezas para la definición de la autorrealización humana: la interacción y el trabajo. En su Teoría de la Acción Comunicativa, la racionalidad práctica ya sólo vendrá referida al aspecto de la interacción que lleva afiliada una búsqueda cooperativa hacia el entendimiento, desestimando con ello la racionalidad “pragmática” del interés egoísta-estratégico. 336 constitucional— han partido en su construcción de la segunda concepción de la naturaleza humana, que tiene en el Contrato Social su principal figura de articulación normativa. Toda concepción de los derechos subjetivos, como el margen de maniobra que le queda a la libertad tras el vínculo social, hunde sus raíces en una teoría contractualista del derecho, aunque filósofos tan eminentes como Kant —con el antecedente de Locke y Rousseau— tratase de fundirlos con una autonomía racional, que sólo puede legitimar la arquitectura jurídica desde un principio legislativo democrático. Habermas no puede escapar a esta contradicción, y tan sólo se limita a dejar constancia de ella como una tensión irreductible entre Facticidad y Validez. Sin embargo, no afronta en todas sus implicaciones comunicativas una reconstrucción radical de la teoría del derecho, como así lo exigiría mantener la ética del discurso como guía de la normatividad social, y ni tan siquiera llega a problematizar su definición de racionalidad —vertebrada en términos comunicativos— para hacerle sitio a la racionalidad estratégica del interés racional en el diseño de las fuerzas sociales e ideológicas que intervienen y contribuyen en la conformación del “orden” jurídico. Su análisis del derecho se puede considerar tradicional, asumiendo que la ética del discurso sólo tiene cabida en el plano de la legitimidad del mismo, lo cual a lo sumo permitiría —en una nueva reelaboración kantiana— una relectura de los fundamentos de validez jurídicos bajo el paradigma procedimental99. Si quitamos la justificación de la democracia procesual como el sistema legislativo más apropiado para la legitimidad de la legalidad, la ética del discurso apenas añade nada a los cauces por los que ya discurre el sistema jurídico en cuanto tal, que lleva en marcha —sin pedirle permiso a Habermas— un buen trecho histórico. Sin embargo, el derecho para Habermas es algo más que un sistema social especializado —autonomizado del resto de sistemas en virtud de su propio código autorreferencial— pues viene a desempeñar en las sociedades modernas una función elemental que ya no puede ser satisfecha desde ninguna otra instancia: la integración 99 Ver: Vernengo, R., “La racionalidad en el derecho”, Sistema, nº 107, 1992, pp. 95-103; García, J. A., “Justicia, Democracia y validez del derecho en J. Habermas”, Sistema, nº 107, 1992, pp. 115-126; Vernengo, R., “Legalidad y Legitimidad: los fundamentos morales del derecho”, Revista de Estudios Políticos, nº 77, 1992, pp. 267-283. 337 social100. El Mundo de la Vida habría perdido esta competencia al no poder garantizar, en la pluralidad de estructuras axiológicas modernas, un “consenso normativo básico”, que, como la conciencia colectiva durkheimniana, tuviese carácter obligatorio sobre los sujetos de su comunidad a partir de la socialización de una conciencia interna en valores incuestionados —que según este modelo psicodinámico es la única forma de conformar una motivación para la acción genuinamente “moral”. En este contexto, únicamente se podría apelar a una reconstrucción de los fundamentos pragmáticos de la comunicación para dotarnos de alguna directriz normativa que, al menos, garantizase que la comunicación entre formas de vida diferenciadas no se rompa. Estas normas tendrían, en consecuencia, un carácter deontológico —frente al teleológico de los valores— pues nos dispensarían de unos principios ordenados jerárquicamente a través de los cuales poder orientar una comunicación de naturaleza normativa hacia un consenso “bueno para todos”, es decir, estructurado en términos de justicia —y consecuentemente universal101. Las dificultades para este planteamiento “cognitivista” desde la filosofía moral ya hemos visto que son muchas y significativas, pero, no obstante, en el derecho como realidad institucional del orden social parece que va a encontrar un lugar apropiado para manifestarse como la voluntad política de un legislador sujeto a la racionalidad práctica. En este sentido, la tensión existente en el conocimiento entre la facticidad fenomenológica de la realidad y la validez de nuestras representaciones mentales —la verdad—, viene a trasladarse al derecho como la “vigencia” de las leyes históricas emanadas de la voluntad de un legislador y la “validez” de la racionalidad práctica que las sostiene —con su correspondiente pretensión de universalidad102. Esta contradicción ya habría sido resuelta, aunque de manera incompleta, por Kant, al definir el derecho como un ejercicio soberano de la autonomía personal que funde la voluntad y la razón práctica en la autodeterminación de un “imperativo categórico”, y que, además, en virtud de la “trascendencia desde dentro” del reino de los fines de la razón, 100 Habermas, J., Facticidad y Validez, (FV) Trotta, Madrid, 1998; pp. 120 ss. Ver también, Siulli, F., “Foundations of Societal Constitucionalism: Principles From the Concepts of Communicative Action and Procedural Legality”, The British Journal of Sociology, v. 39, 1988, pp. 377-408. 101 FV., pp. 328 ss. 102 Ibíd., pp. 71 ss. Otra de las forma en que se manifiesta esta tensión entre Facticidad y Validez es en la diferenciación entre problemas de fundamentación jurídica y problemas de aplicación, cuestión a la que Habermas le dedica todo el capítulo quinto. Ver, “indeterminación del derecho y racionalidad administrativa de la Justicia”, Facticidad y Validez, pp. 263-309. Sin dejar de ser interesante, por lo que a la construcción del derecho se refiere es una asunto “colateral”. Ver también: Velasco, J.C., “El lugar de 338 prodiga su universalidad normativa. Habermas y Apel habrían mostrado las insuficiencias de una racionalidad apodíctica —en la insularidad de sus reflexiones— para poder emitir juicios universales, y más si se les supone una vinculatoriedad normativa. Para llegar a este extremo, únicamente se podría contar con un proceso deliberativo que, bajo los presupuestos emanados de la racionalidad comunicativa, reforzaría el juicio imparcial consensuado con la rúbrica de la voluntad empírica de los participantes en el discurso. En definitiva, el único procedimiento legislativo capaz de otorgar una validez racional a la legalidad vigente sería el democrático, en virtud del cual los afectados por una materia en proceso de reglamentación podrían autodeterminar su “voluntad racional” en el rendimiento comunicativo de un consenso normativo vinculante para todos —el vínculo ilocucionario como principio de legitimación legislativo103. En efecto, Habermas estima que existe una relación “interna” entre el derecho y la democracia104. La definición de los derechos subjetivos, de los que parte toda construcción jurídica, contiene en su base un procedimiento de legislación normativo que presupone la autonomía racional de todos sus implicados, y, consecuentemente, un principio de legitimación de la soberanía legal fundamentado en la validez racional y la autodeterminación de la voluntad popular105. Esta lectura del derecho parte, por supuesto, de la que ya realizara Kant —con evidentes préstamos de Rousseau— del “Contrato Social” como una finalidad de la racionalidad práctica en sí misma, en virtud de la cual la autonomía racional privada puede “autodeterminarse” a través del vehículo la razón práctica en los discursos de aplicación de normas jurídicas”, Isegoria, nº 21, 1999, pp. 49-68; Alexy, R., “La tesis del caso especial”, Isegoria, nº 21, 1999, pp. 23-35. 103 Respecto a las obligaciones normativas que implica el vinculo ilocucionario se puede consultar el concepto de libertad comunicativa de Klaus Günther (“Die Treiheit der Stellungnahme als politisches Grundrecht”, en Archiv für Rechts-und Socialphilosophie, Biheft 51, 1991; pp. 58 ss.) y el concepto de Poder Comunicativo de Hannah Arendt (La condición humana, Gedisa, Barcelona, 1993; pp. 223 ss.). Ver también, Habermas Facticidad y Validez, pp. 185 ss. y 214 ss respectivamente; y así mismo, el artículo titulado: “El concepto de poder de Hannah Arendt”, en Perfiles filosófico-políticos, Taurus, Madrid, 1984; pp. 205-223. 104 Ver, por ejemplo, Habermas, J., “El vínculo interno entre el Estado de Derecho y Democracia”, en La Inclusión del Otro, op. cit., pp. 247-258. 105 Facticidad y Validez, pp. 152 ss. En palabras del propio Habermas: «El buscado nexo entre derechos humanos y soberanía popular consiste, por lo tanto, en que los derechos humanos institucionalizan las condiciones comunicativas para la formación de una voluntad política racional»; “Acerca de la legitimación basada en los derechos humanos”, en La Constelación Postnacional, Paidós, Barcelona, p. 152. 339 de la autonomía pública ciudadana106. Aunque desde esta perspectiva el derecho positivo se convertiría en mero instrumento de expresión de la racionalidad práctica, Habermas enfatiza que lejos de una supeditación del derecho a la moral existe entre ambas una relación de complementaridad mutua107; entre la legalidad que impone el deber de obediencia a la ley —la seguridad jurídica del Estado de Derecho respaldada por el monopolio de los medios de sanción violentos (el valor de uso del medio poder)— y la legitimidad que le provisiona la presunción de racionalidad emanada de un consenso entre voluntades autónomas108. De este modo, la finalidad del principio democrático no sería otra —en su aspiración conciliadora entre la facticidad del derecho y la validez moral— que fijar un procedimiento de producción legítima de normas jurídicas, cuya formulación Habermas llega a explicitar de la siguiente manera: …sólo pueden pretender validez legítima las normas jurídicas que en un proceso discursivo de producción legítima de normas jurídicas, articulado a su vez jurídicamente, puedan encontrar el asentimiento de todos los miembros de la comunidad jurídica.109 El principio democrático sería, en consecuencia, el instrumento de realización institucional del ejercicio de autodeterminación racional de una comunidad jurídica, cuyos miembros se reconocen mútuamente como libres e iguales110. Las diferentes 106 Facticidad y Validez pp. 160 ss. Sobre el republicanismo kantiano como “Comunidad Política” ver: Belner, R., “Liberalismo, nacionalismo, ciudadanía: tres modelos de comunidad política”, Revista Internacional de Filosofía Política, nº 10, 1997, pp. 5-22. 107 Para las relaciones de complementaridad, ver: Facticidad y Validez, pp. 177 ss; También, “El vínculo interno entre Estado de Derecho y democracia”, op cit., pp. 250-252. 108 Facticidad y Validez, pp. 171 ss. No olvidemos que, desde el principio del discurso “D”, la imparcialidad de juicio de la racionalidad sólo puede encontrar su espacio de realización en un debate real entre los afectados, es decir, que la racionalidad misma es un rendimiento o producto de la comunicación. En esto Habermas coincidiría con la siguiente máxima de Tocqueville: «El imperio moral de la mayoría se funda, en parte, sobre esta idea: que hay más luces y serenidad en muchos hombres reunidos que en uno solo» (La democracia en América, Orbis, Barcelona, 1985; p. 108). 109 Facticidad y Validez, op. cit.; p. 175. A mi modo de ver, el principio democrático cumpliría, en su función mediadora entre la facticidad del derecho positivo y la validez de la perspectiva moral, un papel similar al intento de Apel para definir un principio de fundamentación última de la ética, que, en este caso, impondría la obligación de la obediencia normativa bajo la presunción de racionalidad de los mandatos legales. El ethos moral —la pregunta de por qué ser moral— sería suplantado por el ethos racional-democrático, que, consecuentemente, ya sólo podría autorrealizarse en el espacio político de la ciudadanía. 110 Aunque Habermas insiste que el principio democrático se mueve en un nivel distinto que el principio moral, no queda en absoluto claro en que sentido. Prueba de esta dificultad la encontramos en el agotamiento “autorreferencial” del adjetivo “jurídico”, que es el único rasgo en la definición que distingue el principio democrático del principio moral (la regla de la argumentación que garantiza la universalidad de juicio). El problema fundamental que late oculto entre las sombras implícitas del término “jurídico” no es otro que el de la voluntad política y su relación con el poder, en cuya determinación se 340 posibilidades de interpretación sobre el derecho moderno se podrían retrotraer, de esta guisa, a los diferentes paradigmas o tradiciones dentro de la propia democracia como sistema legislativo, que no serían otras que la liberal, la republicana, la socialdemócrata, y la —versión que acuña Habermas— deliberativa o procedimental111. La tradición liberal sería la principal heredera de las teorías contractualistas anglosajonas, que, por una parte, asumen la definición hobbesiana de un interés egoísta como determinación básica de la naturaleza humana, y, por otra parte, recogen también las teorías utilitaristas de la naturaleza social como una asociación voluntaria entre individuos autónomos que buscan una cooperación —basada en la división del trabajo— de la que todos salen beneficiados. En el nivel político, el problema de la legitimación del poder de coerción normativo del “Estado” se supedita a la defensa de unos derechos subjetivos —de los cuales todos los individuos son depositarios en virtud de su naturaleza racional— que garantizan la libertad de acción de cada miembro siempre que no atente contra la “seguridad” del orden social. De este modo, se crean dos esferas diferenciadas de acción: una privada en el seno de la Sociedad Civil, por la que todo individuo tiene el derecho —e incluso el deber en la forma de un trabajo útil— de actuar en la promoción de sus intereses personales; y otra pública en el seno del Estado, como un espacio de interacción en el cual los individuos deben hacer prevalecer los intereses comunes que aseguran la cooperación social. Así, el “Contrato Social” hobbesiano, que daba una solución al problema de la seguridad con la concesión monopolista al Estado del poder político —medios del ejercicio de la violencia—, se viene a equilibrar en la versión de Locke con una esfera pública de ciudadanos que velan para que la dimensión coercitiva del orden estatal no venga a lesionar los derechos subjetivos en cuya salvaguardia éste se habría constituido —la cooperación como ganancia concertada de la promoción de los intereses privados. La democracia sería, por consiguiente, el mecanismo legislativo y de control que impondría el criterio de la defensa de los derechos subjetivos frente al poder administrativo del Estado, cuya filtrarían las negociaciones particularistas de intereses sociales —organizados política o neocorporativamente— y preferencias axiológico-ideológicas, y cuyo precio “empírico” no sería otro que “distorsionar” la limpieza del elemento racional-comunicativo en la construcción jurídica. 111 Para un seguimiento de los fundamentos normativos de estas tradiciones democráticas, también se puede consultar: “Tres modelos normativos de Democracia”, en La inclusión del otro, pp. 231-246; ver también: McCormick, J. P., “Three Ways of Thinking “Critically” About the Law”, The American Political Science Review, v. 93, nº 2, 1999, pp. 413-428. 341 función prioritaria sería el mantenimiento del orden sujeto a un principio de “utilidad” pública. La tradición republicana va a orbitar, por el contrario, sobre el papel activo de los ciudadanos en la conformación de la voluntad legislativa112. El Estado ya no queda perfilado como un instrumento artificial ajeno a los intereses ciudadanos, sino que más bien se constituye como el resultado de la voluntad que éstos han concertado asambleariamente. El acento se pone de este modo en el ejercicio pleno de la soberanía popular, que ya no queda marginada al papel de mero espectador de las decisiones políticas sino que asume el deber de participar plenamente en su autodeterminación. La autonomía privada de los ciudadanos en la sociedad civil ya no será posible sin el ejercicio de la autonomía pública que vela por los intereses generales, cuyo espíritu comunitario va a alentar un sentimiento de solidaridad espontáneo entre la ciudadanía. La democracia aparece así como una forma de reflexión sobre los fundamentos éticos y políticos de un contexto de vida compartido, en cuyo consenso sobre un “bien común” —que puede ser la misma democracia como procedimiento legislativo— se puede articular una “solidaridad entre ciudadanos” como puente de la integración entre las sociedad civil y el Estado113. Frente a las libertades negativas y los derechos subjetivos de la sociedad civil liberal, tendríamos aquí la “libertad positiva” y el “derecho positivo” de la participación política, que actúa además como fuente de la socialización en una definición racional-universalista de los seres humanos, sobre la que gravitaría el principio ético fundamental de la convivencia en las sociedades modernas. El déficit de este modelo frente al liberal residiría en el riesgo de las instituciones públicas a hacerse sordas, en sus implicaciones comunitaristas, frente a los derechos de las minorías, y a impedir que éstas intervengan en la esfera pública —por ejemplo— bajo la forma de asociaciones de intereses sociales organizados en la sociedad civil. Una tercera tradición histórica la podemos encontrar en la socialdemocracia, que, contra pronóstico, frente a las tendencia más republicanas del marxismo ortodoxo, va a tener muchos puntos de engarce con la tradición liberal —posiblemente por su renuncia previa a la acción política para la instauración del régimen socialista114. El concepto de 112 Facticidad y Validez, op. cit.; pp. 341 ss. Sobre este particular resulta esclarecedora la crítica de Michelman a las teorías comunitaristas que entienden la ciudadanía únicamente en términos éticos, contradiciendo el pluralismo de formas de vida de las sociedades modernas. Ver,, Michelman, F.I., “Law’s Republic”, The Yale Law Journal, 97 (1988). 114 Facticidad y Validez, op. cit.; pp. 489 ss. 113 342 autonomía, al igual que en el liberalismo, viene diferenciado en dos esferas, una privada, concerniente a las condiciones de vida y trabajo, y otra pública, como la participación en la vida política. Según Habermas, este concepto de autonomía estaría económicamente centrado, donde si en un primer momento el liberalismo negaba la posibilidad del ejercicio electoral —autonomía pública— a quienes no disfrutaban de una autonomía en la vida privada —obreros, mujeres y menores de edad—, los socialdemócratas, en un segundo embate, potenciarán el carácter público de unos estándares mínimos de bienestar —junto al derecho a la formación para la igualdad de oportunidades— como condición “dignificante” que garantiza la “racionalidad” en el ejercicio de la autonomía pública —especialmente referido a los “derechos sociales de los trabajadores. La diferencia respecto al modelo liberal surgiría de que el paternalismo social de Estado auspiciaría, según éstos últimos, una dependencia en relación a la “caridad pública” de amplios sectores de población, socavando tanto la autonomía privada, verificada como una pérdida de la iniciativa personal, como la autonomía pública del reconocimiento a la igualdad115. Al mismo tiempo, el incremento de competencias administrativas del Estado “benefactor” pondría en cuestión la función prioritaria liberal de la “seguridad”, gestando una “crisis de racionalidad” a la administración pública respecto a su inflada agenda en la toma de decisiones116. En último lugar, Habermas nos presenta su propia versión de Democracia Procedimental o Deliberativa, que, inspirada en la ética del discurso, nace con la vocación de llenar los déficits de los anteriores modelos117. Su concepto de la 115 Respecto a la cuestión del reconocimiento resulta especialmente interesante las críticas del feminismo a las políticas de discriminación positiva del Estado en dicha materia, pues, en último término, vienen a minar las posibilidades reales de emancipación femenina al reconocer su inferioridad de estatus en diferentes ámbitos de la vida. Ver, Young, I. M., Justice and Politics of Difference, Priceton, 1990; Habermas, J., Facticidad y Validez, op. cit.; pp. 503 ss. Sobre Feminismo en general y Habermas, se puede consultar la magnifica recopilación de artículos, de autores como J.L. Cohen, J.B. Landes, M., Fleming, S. Chambers, S., Benhabid, etc., en Meehan, J., (ed.), Feminist Read Habermas: Gendering the Subject of Discourse, Routledge, Nueva York, 1995; así mismo, también se puede consultar: Nagel, M., “Critical Theory Meets the Ethic of Care: Engendering Social Justice and Social Identities”, Social Theory and Practice, v. 23, 1997, pp. 307-326; Fleming, H., “Women and the “Public Use of Reason””, Social Theory and Practice, v. 19, 1993, pp. 27-50; Benhabid, S., “Una revisión del debate sobre las mujeres y la teoría moral”, Isegoria, nº 6, 1992, pp. 37-63. 116 Habemas sigue en este desarrollo de la crisis de racionalidad los trabajos de su discípulo C. Offe. 117 Sobre la Democracia Deliberativa como Proyecto Político, se puede consultar: Sotelo, I., “Las ideas políticas de Habermas”, Claves de Razón Política, nº 57, 1995, 18-32; Chambers, S., Reasonable Democracy. Jürgen Habermas and the Politics of Discourse, Cornell Univ. Press, Nueva York, 1996; Chambers, S., “Discourse and Democratic Practices”, en White, S.K. (ed.), The Cambridge Companion to Habermas, Cambridge Univ. Press, Nueva York, 1995, pp. 233-259; McCarthy, T., “Complexity and Democracy: or the Seducements of Systems Theory”, en Honeth A., y Joas, H., (eds.), Communicative 343 autonomía se acerca a las posiciones republicanas de fundir la autonomía privada y la pública en el mismo escenario de la participación política. Los derechos nacidos de un Estado de derecho sólo podrían disfrutarse en su ejercicio público, rompiendo la “errónea” interpretación de los paradigmas liberal y social de unos derechos subjetivos asemejados a bienes que pueden repartirse y poseerse118. El concepto de justicia que manejarían estos últimos sería el de una justicia distributiva, frente al concepto de justicia como imparcialidad que posibilita que los ciudadanos participen discursivamente —las reglas universales de la argumentación rubrican la racionalidad de los consensos— en asuntos públicos de interés general119. Por añadidura, y aun reconociendo que todo paradigma teórico se mueve en un contexto histórico autolimitante —como puedan ser los derechos sociales en la garantía de la autodeterminación individual—, la igualdad de participación en la que se fundamenta la autonomía pública no depende de condiciones materiales sino tan sólo de condiciones racionales120. Por estas razones, Habermas plantea crear un nuevo paradigma procedimental del derecho, que, frente al formal del liberalismo y el material del socialismo, haga hincapié en su naturaleza reflexiva121. Action. Essays on J. Habermas’s the Theory of Communicative Action, Polity Press, Cabridge, 1991, pp. 119-139; McCarthy, T., “Practical Discurse: on the Relations of Morality to Politics”, en Calhoum, G. (ed.), Habermas and the Public Sphere, MIT Press, Cambridge (Mass.), 1992, pp. 51-72. 118 Ibíd., pp. 502-503. 119 En estimación de Habermas, la igual distribución de derechos sólo tiene cabida en el reconocimiento recíproco entre los participantes en un debate público sobre la toma de decisiones que afectan a todos como libres e iguales. Los derechos sólo pueden tener sentido , por lo tanto, desde una relación intersubjetiva, nunca desde una insularidad subjetiva desconectada de todo contexto social compartido. La igualdad jurídica y la igualdad fáctica del derecho encarnarían estos dos momentos de tensión entre la autonomía pública y la autonomía privada, de cuya dialéctica histórica habrían surgido los derechos sociales (Ibíd., pp. 498-499). Históricamente, la tensión de las reivindicaciones obreras habría atentado contra el Estado formal de derecho liberal al poner en crisis su función de la “seguridad”. Restabilizarla, atenuando la conflictividad social, habría supuesto incluir en la igualdad formal jurídica una mayor sensibilidad a la igualdad fáctica como garantía social, que vendría a trastocar el original sentido de los derechos subjetivos. Ver, Alexy, R., Teoría de los derechos fundamentales, Centro de estudios constitucionales, Madrid, 1997, pp 378 ss.; Habermas, J., “El vínculo interno entre Estado de derecho y Democracia” op. cit., pp. 254-256. 120 En esta tesis podemos constatar hasta que punto Habermas se ha alejado de las viejas inquietudes marxistas ancladas en un concepto antropológico “materialista”. Los derechos sociales se evalúan como un logro histórico que, sin embargo, no aportan nada a la autonomía pública, siendo ésta condición de la privada. Desde el punto de vista comunicativo la interacción como definición privilegiada de la praxis la emancipación del hombre pasa por su autodeterminación “racional-discursiva”, sobre la que reposa la legitimidad del derecho. 121 Facticidad y Validez, p. 493. Curiosamente, la versión republicana desaparece como paradigma del derecho sin dejar rastro. La crítica de Habermas al republicanismo en general incide en su carácter excesivamente comunitarista, que identifica la democracia no con un procedimiento legislativo sino como un fin o “ideal social”, que incluso puede ser “regentado” entre ejercicios plebiscitarios la ejercitación ciudadana efectiva de la soberanía popular por el Tribunal Constitucional, socavando el principio 344 La democracia deliberativa partiría del mismo principio de legitimación que el republicanismo: la autogestión de los ciudadanos en la actividad política. No obstante, una versión de democracia radical como permanente asamblea constituyente resultaría en exceso idealista, y muy poco viable para el funcionamiento eficiente de las instituciones políticas. Por ello, Habermas asume como un “imperativo técnico” el principio de representación plebiscitario, que por acaparar las funciones legislativa y ejecutivas va a configurarse como el centro de los sistemas político y jurídico122. Pero, por otro lado, también considera que la esfera pública no se agota en este centro, sino que aglutina además a una periferia donde si existe una verdadera red de deliberaciones tejida por los ciudadanos sobre las cuestiones que atañen a su autogobierno123. La tarea fundamental que deberá afrontar pues la construcción de un modelo deliberativo de democracia será la inclusión de esta “intersubjetividad de orden superior” —por seguir reteniendo la legitimidad depositada en la soberanía popular— en un diseño viable de las instituciones político-jurídicas. Antes de entrar en este modelo, me gustaría realizar una serie de observaciones críticas al planteamiento de fondo que lo alumbra. La renuncia a un sistema de democracia radical plebiscitaria se nos anuncia como una consecuencia de esas condiciones históricas autolimitantes sobre las que debe trabajar, resignadamente, la teoría social124. Pero ello no significa que se modifiquen, a nivel teórico, los presupuestos de partida discursivos, sino que tan sólo habrá que determinar cual puede ser su espacio de realización en la realidad existente. Esta argumentación presenta dos déficits. En primer lugar, los problemas derivados de priorizar en la estrategia legitimatorio de la democracia como un procedimiento —discursivo— capaz de generar una voluntad común consensuada. Ver, Ibíd., pp. 351 ss. 122 sobre la configuración de este centro político en Habermas, ver: Bohman, J., “Complexity, Pluralism and the Constitutional State on Habermas’s Faktizitat und Geltung”, Law and Society Review, v. 28, nº 4, 1994, pp. 897-930. 123 Sobre la diferenciación entre el centro y la periferia, ver FV, pp. 373 ss; también se puede encontrar en su artículo: “Further Reflections on the Public Sphere”, en Calhoum, C. (ed.), Habermas and the Public Sphere, MIT, Mass., 1992; pp. 421-461. A parte de los artículos contenidos en este libro de Calhoum, McCarthy, Benhabid, Garnham, etc., , también se pueden consular: Johnson, J., “Public Sphere, Postmodernism and Polemic”, The American Political Science Review, v. 88, 1994, 427-30; Peters, J.D., “Distrust or Representation: Habermas on the Public Sphere”, Media, Culture and Society, v. 15, 1993, pp. 541-71; Villa, D.R., “Postmodernism and the Public Sphere”, The American Political Science Review, v. 86, 1992, pp. 712-721; Thompson, J., “La teoría de la esfera pública”, Voces y Culturas, nº 10, 1996, pp. 81-96; Badia, L., “La opinión pública como problema”, Voces y Culturas, nº 10, 1996, pp. 59-79. 124 Habermas, en referencia a la posibilidad de institucionalizar el “poder comunicativo”, afirmará que: «A pesar de todo ello [la soberanía popular que reside en el poder comunicativo], únicamente el sistema político puede “actuar”.»¸ en “Tres modelos normativos de Democracia”, op. cit., p. 244. 345 comunicativa el aspecto de la racionalidad sobre el de la voluntad, cuando es este último el que encuentra solución en el modelo de la representación política parlamentaria, lo que supondría también diluir el peso específico de las diferentes ponderaciones electorales de intereses sociales y preferencias axiológico-ideológicas en la construcción jurídica. En segundo lugar, se puede percibir una cierta imposición del modelo teórico a la realidad empírica, aunque los hechos contradigan la “verdad” de sus esquemas cognitivos de fondo, especialmente los referidos a la prioridad de la motivación racional sobre las motivaciones empíricas, cuando la democracia “representativa” liberal parte de la organización de estas últimas bajo la forma de asociación de intereses. El principio de la democracia representativa de la toma de decisiones por mayoría de electores, que determina una voluntad vinculante para el resto, chocaría así con el otro principio discursivo de la voluntad por consenso “racional y universal”125. La organización política en la periferia tendría pues, en sus orígenes, una función defensiva del reconocimiento de intereses minoritarios, que se correspondería con una concepción compensatoria liberal de la sociedad civil frente al poder político, cuando por contra la versión deliberativa primaría dentro de ésta el consenso racional espontáneo que supone la Opinión Pública. En efecto, Habermas distingue dos conceptos fundamentales que encontrarían acomodo en esta periferia política, como son el de Sociedad Civil y el de Opinión Pública, pero confiriendo al primero una función de promoción reflexiva supeditada a la función prioritaria del consenso discursivo de la Opinión Pública. Para Habermas, la 125 Si aplicáramos fielmente los principios de la ética del discurso al principio democrático, éste ya no se regiría por la regla de la mayoría, sino que tendría que demandar, para promulgar cada propuesta legislativa, un consenso “universal” entre todo el arco de representación parlamentario el criterio de unanimidad— (para una crítica similar, ver: Vallespín, F., “Habermas en doce mil palabras”, en Claves de razón práctica, nº 114, Julio 2001, p. 61). Pero con ello que es lo mismo que decir que todos-as queremos y opinamos (racionalmente) lo mismo también la organización política en torno a “partidos” electorales —ideológicos— carecería de sentido, volviendo al fantasma de una organización de partido único representativa de una Opinión Pública homogénea tesis que tendría una cierta resonancia con la propuesta marxista del proletariado como un macrosujeto histórico destinado a ser avatar de la emancipación humana. Aunque esta conclusión parezca exagerada, es la consecuencia lógica de una argumentación que prima el aspecto racional depositario de la Soberanía democrática en una verdad racional universal sobre el de la voluntad movilizada por intereses empíricos asociados. La crítica al relativismo post-modernista de una organización política sustentada en agrupaciones “partidarias” de intereses no la discapacitaría para funcionar en la práctica, siempre que no se fragmentase demasiado una “voluntad mayoritaria”, situación que si podría abrir como en el caso italiano una crisis de gobernabilidad. Esta contradicción entre la Democracia “ideal” deliberativa y la democracia “real” representativa, se nos hará más evidente en el debate entre Habermas y Rawls. Ver, por ejemplo: Hoyos, G., “Democracia participativa y Liberalismo Político”, Daimon, nº 15, 1997, pp. 83-91. 346 Opinión Pública vendría a tomar forma como un “rendimiento comunicativo” generado por la tupida red de discursos entretejidos por los ciudadanos —con esta denominación ya se presupone la actitud hipotética del discurso que capacita a los mismos para entenderse sobre asuntos públicos, es decir, asuntos que afectan a todos por igual y que requieren de un criterio de juicio imparcial126. Tomando el concepto de autonomía, que viene a identificar la voluntad con el imperativo categórico de la racionalidad comunicativa, la Soberanía que legitima las decisiones políticas quedaría retenida por este espacio social “ciudadano” gestado gracias a la acción comunicativa127. La Opinión Pública tendría de este modo una función fundamental para la toma de decisiones políticas, como es la de proporcionarles una medida de su racionalidad práctica, que las legitimarían frente a los ciudadanos para su aceptación voluntaria128. En esta relación legitimatoria se produciría, sin embargo, una pequeña contradicción, como es que si bien la soberanía se trasladaría al “poder comunicativo” de la Opinión Pública, ésta a su vez tendría un precario mecanismo institucional de control sobre la toma de decisiones “vinculantes” delegadas en el “poder administrativo”. Dictaminar hasta que punto es factible una potenciación de la capacidad de influencia y control del poder comunicativo sobre el poder administrativo le lleva a Habermas, inevitablemente, a realizar una revisión en profundidad del concepto de Sociedad Civil que pueda servir a su fines. Habermas viene a definir la Sociedad Civil, frente a la versión liberal, como una trama asociativa de base voluntaria que organiza institucionalmente temas relevantes para la Opinión Pública, o, en sus propias palabras, como «…el sustrato organizativo de ese público general de ciudadanos que surge, por así decir, de la esfera privada y que busca interpretaciones públicas para sus intereses sociales y para sus experiencias, ejerciendo así influencia sobre la formación institucionalizada de la opinión y la voluntad políticas»129. En el parecer de Habermas, el servicio esencial que la sociedad 126 Facticidad y Validez, pp. 439 ss. Como vemos, las similitudes entre este concepto de Opinión Pública y el concepto durkheimiano de la Conciencia Colectiva son altamente coincidentes, incluso en las funciones políticas asignadas. La diferencia la encontraríamos en el proceso de su gestación, bien sea de manera postconvencional en el caso de Habermas, o convencional en el de Durkheim. 128 A su vez, Habermas cree que la calidad de esta Opinión Pública también es medible por el procedimiento que la ha alumbrado, lavándose las manos sobre posibles elementos de “distorsión comunicativa” que puedan diluir coyunturalmente su gradiente de racionalidad. Ver, ibíd., p. 443. 129 Ibíd., p. 447. Sobre la definición de Sociedad Civil en Habermas, ver: Arato, A., “Emergencia, declive y reconstrucción del concepto de Sociedad Civil”, Isegoria, nº 13, 1996, pp. 5-17; Pérez Díaz, V., “La 127 347 civil le rendiría a la Opinión Pública, en virtud de su mayor sensibilidad para la percepción e identificación de nuevos problemas y sus actores, es la de constituir un motor de la reflexividad social, que, apelando a los criterios racionales ya consensuados en la Opinión Pública puede incorporar en la esfera pública nuevas cuestiones necesitadas de reglamentación o revisiones de las ya existentes. Al mismo tiempo, la sociedad civil daría voz a la función crítica de la Opinión Pública frente al poder administrativo, constituyendo plataformas sociales reconocidas institucionalmente capaces de dialogar en plano de igualdad frente a la Opinión Pública con los poderes políticos institucionalizados. Frente al cuadro del adoctrinamiento de la Opinión Pública por parte de los Mass Media, Habermas considera que dentro de la sociedad civil se formarían actores cualificados que intervendrían activamente en la conformación de la Opinión Pública, facilitando canales de autocontrol a los ciudadanos sobre las decisiones tomadas en las instituciones centrales del sistema político que afectan a su autogobierno130. Al contrario que el modelo republicano, que delegaba en el Tribunal Constitucional la regencia del ideal democrático entre periodos electorales, Habermas entiende que su modelo deliberativo refuerza la idea de una dinámica constitucional como “proyecto inacabado”, que nutriéndose de los elementos más activos de la sociedad civil la voz procedente del Mundo de la Vida frente a la fría lógica de los sistemas sociales se autodetermina en la práctica pública de la comunicación ciudadana131. El Estado de derecho quedaría, en consecuencia, permanentemente vinculado a la Opinión Pública que le concede su legitimidad, imposibilitando que se autonomice de la periferia política como un sistema social autorreferencial e impermeable a la influencia de la sociedad civil132. Este diagnóstico del funcionamiento institucional de la gestión política dibujado sociedad civil como posibilidad”, Claves de Razón Práctica, nº 50, 1995, pp. 16-29; Pérez Díaz , V., La Primacía de la Sociedad Civil, Alianza, Madrid, 1993. 130 En la definición de esta conceptualización de la Sociedad Civil, ha tenido un gran peso específico los trabajos de J.L. Cohen y A. Arato (que no por casualidad están inspirados a su vez teóricamente en la diferenciación de la sociedad en dos niveles de Habermas). Ver, Cohen y Arato, Civil Society and Political Theory, MIT, Cambridge (Mass.), 1992. 131 Habermas estima que el recurso a la Desobediencia Civil, como mecanismo de presión último de la sociedad civil, vendría legitimado por esta idea de una Constitución como proyecto inacabado de la práctica comunicativa ciudadana; ibíd., pp. 465-466. 132 Esta ultima anotación, donde el centro vendría a situarse como “el sistema” y la periferia como “el entorno”, es una contrarréplica lingüística a N. Luhmann, y la posibilidad de que los sistemas político y jurídico se independicen de las lógicas comunicativas del Mundo de la Vida, que son las que le conceden la “validez racional” de su legitimación frente a la legalidad de su autorreferencialidad autopoiética. 348 por Habermas, es, cuando menos, excesivamente optimista, pues, en primer lugar, adolece de una desmedida confianza en la capacidad de la Opinión Pública para regirse por principios racionales cuando los actores que le darían voz en la sociedad civil se movilizan, sobretodo, por intereses sociales y/o personales133; y en segundo lugar, también presenta un desmesurado pronóstico de la capacidad de influencia de organizaciones “potsmaterialistas” —como ciertas ONGs vinculadas a Nuevos Movimientos Sociales— sobre las organizaciones políticas formadas sobre una agenda “materialista”, tal y como lo pondría de manifiesto las difíciles admisiones públicas de los costes medioambientales frente a la prioridad del crecimiento económico en la que se sustenta su compromiso social del pleno empleo. Pero quizás, la mayor contradicción del criterio de la racionalidad comunicativa universal aplicado al sistema político se lo lleve el debate sobre la globalización en el que recientemente ha intervenido Habermas, y al que le vamos a conceder una atención especial en siguiente apartado. 3. La Globalización como campo de batalla entre la colonización sistémica y la racionalidad comunicativa posnacional. Pocas cuestiones de la actualidad política han acaparado tanto la atención del último Habermas como el tema de la globalización. En el trasluz de este interés podemos encontrar una revisión en clave política del diagnóstico de la colonización del Mundo de la Vida por la racionalidad instrumental de los sistemas sociales. Esta nueva revisión reclama su urgencia ante la nueva ubicación de la racionalidad comunicativa en la política deliberativa como su principal escenario social de realización, sustituyendo los viejos actores de la confrontación como un intento por parte del sistema económico globalizado de imponerse sobre el sistema político —que encarnaría la voluntad soberana en la que se manifiesta la autodeterminación racional de los ciudadanos autónomos consensuada dialógicamente—, y que, en consecuencia, impermeabilizaría a la razón instrumental de cualquier control por parte de la razón práctica. Si el modelo de la democracia procedimental o deliberativa puede resultar viable a la hora de “sujetar” 133 Sobre esta cuestión, se puede consultar: Blaug, R., “Between Fear and Disappointment: Critical, Empirical and Political Uses of Habermas”, Political Studies, v. 45, 1997, pp. 100-117; Van Mill, D., “The Possibility of Rational Outcomes from Democratic Discourse and Procedures”, The Journal of Politics, v. 58, 1996, pp. 734-752. 349 el sistema político a la voluntad racional del poder comunicativo —en cuyas bases discursivas se garantizaría la perspectiva imparcial de la racionalidad práctica—, también debería superar el nuevo desafío que la globalización económica le presenta para mantener su “función” de control y orientación práctica en la organización de las sociedades modernas avanzadas. El fenómeno de la globalización económica es visto por Habermas como el resultado inevitable e imparable de la expansión y desarrollo de los sistemas funcionales134. La “evolución” independiente y autorreferencial de los sistemas en su lucha contra la complejidad, les habría llevado a trascender la barrera de actuación competencial de los territorios estatales, poniendo en cierta manera en crisis la existencia misma de los Estados en cuatro niveles fundamentales: el Estadoadministración, el Estado-Soberano, el Estado-Nación y el Estado-Democrático135. Los primeros efectos de la globalización se habrían hecho sentir sobre el Estadoadministración como la gestación de nuevas dimensiones de actuación en materia económica fuera del alcance competencial de su marco territorial, que habrían suscitado la necesidad de nuevos ámbitos institucionales de organización trasnacionales. Especialmente, la “crisis de racionalidad” abierta a las administraciones del Estado se mostraría más acuciante en la vulnerabilidad gestada para con el sostenimiento de los compromisos sociales adquiridos por el Estado de Bienestar, tanto en su vertiente de una crisis fiscal como en el de políticas orientadas al pleno empleo y al crecimiento económico136. Las consecuencias para el Estado serían de importante calado, pues vería como se erosiona progresivamente su capacidad de control sobre el sistema económico —especialmente sobre sus ciclos depresivos en un cada vez más amplio estrechamiento presupuestario—, al tiempo que la propia lógica de la globalización económica se le impone para priorizar las condiciones de competitividad empresarial de la economía nacional sobre otras garantías sociales, como por ejemplo la necesidad de flexibilizar el mercado laboral frente al empleo estable137. 134 Habermas, “El valle de lágrimas de la Globalización”, en Claves de razón práctica, nº 109, Febrero 2001, p. 4; y también, “La constelación posnacional y el futuro de la democracia”, en La constelación posnacional, Paidós, Barcelona, 2000, p. 85. 135 Ibíd., pp. 86-107. 136 El análisis de Habermas a este particular carece de profundidad analítica, apoyándose sobretodo en los trabajos de su discípulo Offe sobre “la crisis del Estado de Bienestar”. 137 Habermas, J., “¿Tiene futuro el Estado Nacional?”, en La inclusión del otro, pp. 99-101. 350 Con la participación vinculante en la toma de decisiones de organismos trasnacionales, que intentan paliar en cierta manera esta pérdida de regulación administrativa de la economía capitalista —y sus efectos no deseados como los riesgos ecológicos—, se le va a crear al Estado de derecho otra Crisis de Soberanía sobre su independencia en la planificación de su organización interna. Desde el punto de vista de la soberanía externa —el reconocimiento mutuo entre Estados de la integridad de sus fronteras territoriales y su autogobierno—, los organismos internacionales socavan la capacidad de toma de decisiones autónomas, que, además, otorgaría en estos momentos una hegemonía a los países occidentales sobre la capacidad de regulación del resto bajo coacciones económicas e incluso militares. Desde la perspectiva de la soberanía interna —el principio democrático de la soberanía popular como autogobierno—, se va a crear, por añadidura, una crisis de legitimidad sobre la toma de decisiones de las organizaciones transnacionales que, de esta manera, escapan a cualquier control por parte de los ciudadanos138. La crisis abierta al principio de Soberanía del Estado va a tener también serias repercusiones en la identificación unívoca del Estado-Nación. En estimación de Habermas, la construcción de las naciones durante el siglo xviii fue obra de los intelectuales burgueses, que contribuyeron felizmente a “inventar” una nueva “comunidad imaginada” como nueva forma de integración abstracta ante el desmoronamiento de los vínculos corporativos premodernos139. Con la idea de nación como una comunidad de destino histórico, se pudo dar una respuesta afirmativa a la constitución jurídica de los nacientes Estados, puesto que, desde el punto de vista democrático de los derechos ciudadanos —universales—, los límites tanto territoriales como comunitarios —el criterio que determina quien pertenece y quien no a dicha comunidad jurídica de ciudadanos— son contingentes140. La idea de nación habría llenado esta laguna jurídica con un concepto naturalista de pueblo, convirtiendo una cuestión de arbitrariedad histórica en otra cuestión con pretensiones jurídico-normativas 138 Esta sería la tesis esencial que suscitaría la revisión de Habermas de la globalización por sus efectos “distorsionadores” de los principios que sostienen democracia deliberativa. 139 Habermas, J., “El Estado nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía y de la ciudadanía”, op. cit., pp. 87 ss. 140 Ibíd., pp. 92 ss. 351 —es decir, capaz de fundamentarse como un derecho jurídico—, como no sería otro que el “derecho a la autodeterminación nacional”141. Antes de proseguir con los desafíos que la globalización le presenta al fecundo casamiento histórico entre el artificio sistémico del Estado y su naturalización comunitaria en la idea de nación, me gustaría abrir una pequeña crítica, que nos dará pie para introducirnos en el debate sobre el multiculturalismo. Pese a la lectura intersubjetivista del concepto de racionalidad que Habermas utiliza como sillar básico de su arquitectura teórica, el concepto de voluntad142 —que es el único que tiene la capacidad de autodeterminarse— permanece prisionero de un sesgo cognitivista de carácter universal e “individual”. Los únicos seres capaces de autodeterminación serían los individuos, rechazando la “extravagante” idea de un derecho de “autodeterminación nacional” que venga a resucitar los viejos fantasmas de los macrosujetos históricos143. El derecho a la autodeterminación nacional —según Habermas— sólo sería reivindicable —en sintonía con ciertas tesis de la “política del reconocimiento”— cuando exista una manifiesta opresión de minorías —pero concentradas en mayorías territoriales— en virtud de su adscripción “nacional”, pero nunca sería justificable una reivindicación secesionista dentro de un sistema democrático que reconociese los derechos humanos universales de todos sus miembros, es decir, cuando la institución estatal no favoreciese una discriminación y mutilación de derechos civiles por razones étnicas144. En esta tesitura, Habermas se mantiene en una posición insostenible. Por un lado, no quiere reconocer la existencia de los pueblos como tales, o al menos como figuras jurídicas con derechos propios —y menos aun si estos derechos son de carácter territorial. Pero, por otro lado, da cobijo al derecho de los ciudadanos a “reconocerse” 141 En palabras de Habermas: «Ha de aceptarse como un desacierto rico en consecuencias en el orden práctico… que esta cuestión pueda ser contestada también de manera normativa, esto es, mediante un “derecho a la autodeterminación nacional”» (ibíd., p. 92). En este extremo, Habermas parece que da de nuevo su brazo a torcer frente a las autolimitaciones históricas, pero sin profundizar a nivel teórico en las contradicciones que supone. 142 Como ya se ha explicitado hasta la saciedad, la “autonomía” kantiana es un concepto articulado para expresar esta indivisoria relación entre la “voluntad” y la “racionalidad”, pero que el final no hace más que poner la primera al servicio de la segunda bajo el “imperativo categórico” de la racionalidad práctica universal. 143 Este rechazo es uno de los pilares “axiológicos” fundamentales en Habermas, e incubado en lo más profundo de sus principios éticos tras su paso por la teoría Crítica y su tarea profiláctica de episodios de irracionalidad práctica como los del pasado nazi. Ver, “La constelación posnacional y el futuro de la democracia”, op. cit., p. 97. 144 Habermas, J., “Inclusión: ¿incorporación o integración? Sobre la relación entre nación, Estado de Derecho y Democracia”, en La inclusión del Otro, op. cit., pp. 122 ss. Ver también: Rioutort, B., “Identidad racional, reconocimiento y democracia”, Taula, nº 25-26, 1996, pp. 106-132. 352 mutuamente como un pueblo o nación; sin que de ello pueda derivarse una transferencia de su derecho de autodeterminación individual hacia una autodeterminación nacional, que, por consiguiente, preserve su autonomía —como la integridad de una voluntad echada a rodar históricamente en conjunto— en un Estado propio que garantice el ejercicio efectivo de su autogobierno145. El sesgo kantiano de esta definición habermasiana de una voluntad autónoma —es decir, racional, “individualista” y universal— la podemos colegir de su postura cosmopolita dentro del debate con el multiculturalismo146. Habermas se apresura a apostar por un Derecho Cosmopolita, del que la declaración de derechos universales de las Naciones Unidas sería un anticipo e instrumento que posibilitaría el progresivo —e ineludible— caminar hacia el estado de Paz Perpetua preconizado por la racionalidad práctica kantiana —y que haría perder a los Estados su “inocencia” como actores que compiten entre sí en un “Estado de Naturaleza”, posibilitando su “incriminación” por delitos contra los derechos universales147. Así, frente a las acusaciones de los derechos humanos como una ideología de occidente que se intenta “imponer” sobre otras culturas y países —crítica generalizada desde la idiosincrasia cultural comunitarista de los países asiáticos—, Habermas cree que los retos procedentes de la globalización económica y del propio proceso de modernización demandan instituciones políticas en afinidad con 145 Sobre el derecho a la autodeterminación y Habermas, se puede ver: Ferrer, V., “La autoderteminación y sus paradojas”, Anuario Filosófico, nº 2, 1994, 779-796. 146 Podemos ver como el concepto de racionalidad cada vez se hace más kantiano y menos intersubjetivo. En lo que sigue, se puede consultar: “La idea kantiana de Paz Perpetua desde la distancia histórica de 200 años”, en La inclusión del otro, pp. 147-188. Sobre el Cosmopolitismo kantiano en Habermas, ver: Velasco, J.C., “Ayer y hoy del cosmopolitismo kantiano”, Isegoria, nº 16, 1997, pp. 91-117; McCarthy, T., “Unidad en la diferencia: reflexiones sobre el derecho cosmopolita”, Isegoria, nº 16, 1997, pp. 37-59. Sobre el debate entre Habermas y el multiculturalismo, ver: Velasco, J.C., “El reconocimiento de las minorías. De la política de la diferencia a la democracia deliberativa”, Sistema, nº 142, 1998, pp. 63-85; Thibaut, C., “Democracia y diferencia: un aspecto del debate sobre el multiculturalismo”, Anales de Cátedra Francisco Suarez, nº 31, 1994, pp. 41-60. 147 Frente a la versión de una “imposición” de los derechos humanos “individuales” por Occidente a otras naciones, Habermas justifica dicha situación por esta transformación del derecho internacional desde el estado de naturaleza a un orden jurídico —fiel a los principios de la racionalidad práctica— compartido por los Estados en su reconocimiento mutuo —lo cual crearía el interrogante del reconocimiento de Estados que no respetan los derechos humanos como Estados propiamente dichos. En definitiva: ¿se puede seguir considerando autónoma —con capacidad legítima de autodeterminación— a una voluntad que renuncia conscientemente a su racionalidad “práctica”? En términos jurídicos de un comportamiento individual de anómala irracionalidad en un Estado de derecho, con toda probabilidad sería criminalizable o calificado de locura; pero en términos de “soberanía” de lo Estados es mucho más problemático, como pueda ser el caso de establecer el Corán como el texto jurídico fundamental en los países musulmanes o, incluso, la misma pena de muerte en algunos países democráticos. 353 la democracia y los derechos humanos individuales148, es decir, como una necesidad funcional insita en los propios requerimientos de reflexividad de la modernidad149. En este sentido, Habermas presenta dos afirmaciones extremadamente arriesgadas por su carácter especulativo. En primer lugar, respecto a una reafirmación cultural dogmática de la modernidad, y, ligado a ella, el proceso de formación de una identidad “racionalindividualista” articulada históricamente en occidente. Como lo demuestran las importaciones en el diseño de los sistemas de producción empresarial y su nueva cultura desde el modelo “individualismo honorífico” japonés150, las ventajas sobre la modernización de la identidad individualista occidental todavía están por ver dónde se le supone una mayor urgencia funcional: la organización económica. Y por otro lado, en segundo lugar, Habermas equipara los procesos de modernización acaecidos en occidente durante más de dos siglos, con los que en estos momentos están teniendo lugar, de manera precipitada y caótica, en los países en vías de desarrollo. La mayor diferencia, respecto a la viabilidad del modelo político deliberativo, estriba en la capacidad tanto cognitiva de los individuos como estructural de las sociedades para absorber el acelerado proceso de modernización; sin tener en cuenta que el modelo occidental de una “forma de vida racional” sea extrapolable como paradigma a seguir por sociedades con profundos desequilibrios en sus niveles educativos y de calidad de vida151. En esta difusión selectiva de la modernidad occidental sobre otras metas culturales, sociales e individuales, se podría evidenciar, como crítica Taylor, una visión etnocéntrica de Occidente, que, arrogándose el patrimonio de la civilización frente a la barbarie, pondría de manifiesto —como la misma ciencia antropológica habría 148 Aquí se pude encontrar una cierta huella de la tesis durkheimniana sobre la necesidad de una cultura individualista como fruto del nuevo tipo de integración orgánica nacida de la división del trabajo. 149 Habermas, J., “Acerca de la legitimidad basada en los derechos humanos”, en La Constelación postnacional, op. cit., pp. 152 ss. 150 Ver el trabajo de E. Ikegami: The Taming of the Samurai, Harvard Univ. Press, Cambridge (Mass.), 1995. 151 Sería hasta cuestionable que el sistema democrático fuese el mejor desde el punto de vista de una gestión política enfocada al desarrollo económico, pues las reivindicaciones sociales tendrían un mayor peso que las capacidades reales de los estados para darles una salida en sus presupuestos. Es imposible transferir sin adaptaciones estructurales el modelo de democracia occidental —que ya ha pasado la prueba de su estabilidad (la función de seguridad del Estado) bajo el precio de concesiones sociales en un Estado del Bienestar— a los países en vías de desarrollo, que en sí mismos manifiestan una fractura social entre aquellos pocos que participan en “una forma de vida racional” y una gran mayoría de marginados de la economía “oficial”. Aquí el requerimiento de la legitimidad del Estado chocaría con el de la eficiencia del mismo en términos funcionales. Habermas se escudará sobre este particular con la siguiente afirmación: «no es tan fácil vender argumentos funcionales como si fuesen normativos»; “Acerca de la legitimación de los derechos humanos”, op. cit., p. 160. 354 contribuido a desenmascarar— un cierto encumbramiento “evolucionista” de su propio desarrollo actualmente hegemónico152. Si a estas contrarréplicas le sumamos el intento por parte de Habermas de desprestigiar las argumentaciones críticas por parte de las culturas asiáticas como una manipulación de “mala fe” por parte de las élites locales — frente a un diálogo entre iguales que tan sólo sopesan la fuerza de los mejores argumentos—, podemos cuando menos sospechar el agotamiento de los argumentos de Habermas para defender el carácter “deóntico” de los derechos humanos frente a la acusación axiológico-ideológica de la que son objeto153. De todas maneras, el debate central que Habermas mantendrá con el multiculturalismo no va a enfocarse desde el problema de las minorías mayoritarias y el derecho a la autodeterminación, desprestigiado antes de entrar en discusión por su etiquetamiento como una moral “convencional” que apenas tiene cabida —al menos desde posturas axiológicas fundamentalistas— dentro de las tesis discursivas posnacionales; sino que va más bien va a dirigirse hacia el desafío, proveniente de la progresiva globalización de los mercados laborales, que la inmigracion le presenta a los Estado-Nación154. El fenómeno de la inmigración, especialmente referido a causas económicas, es visto por Habermas como una consecuencia directa de la globalización, y, consecuentemente, como una realidad funcional “inevitable”. La consecuencia inmediata que se desprendería del mismo sería expresar la tensión que procede de la identificación de la ciudadanía, dentro de un Estado de Derecho, con la “pertenencia” a una nacionalidad étnico-histórica, haciéndose necesaria una dolorosa transformación de la autocompresión de la comunidad política, que sólo podría afianzar la lealtad de la ciudadanía desde los principios emanados del “patriotismo constitucional”. 152 Taylor, Ch., “La política del reconocimiento”, op. cit., pp. 105 ss. Por otro lado, si que por parte de Habermas se podría constatar una cierta asimilación del proceso “evolutivo” de occidente con el proceso evolutivo de la racionalidad misma, lo que le otorgaría una justificación a su pretensión de universalidad. 153 Esta sería una cuestión de plena actualidad en lo que se ha venido a llamar, por parte de Samuel Huntington, como El Choque de Civilizaciones (Paidós, Barcelona, 1997). Para que se perciban dichas diferencias entre formas de vida como un “choque”, tiene que haber de por medio una incompatibilidad entre las mismas, dónde occidente tomaría parte haciendo proselitismo de su propia percepción de la vida buena como “una forma de vida racional”. A este respecto, tiene gran interés el trabajo de reinterpretación de la civilización moderna en medio de otras modernidades múltiples de S.N. Eisenstadt en Die Vielfalt der Moderne, Göttingem, 2001. 154 Sobre la cuestión de la inmigración en Habermas, se puede consultar: “la lucha por el reconocimiento en el Estado Democrático de Derecho”, op. cit., 215-227. 355 La conformación originaria de la idea de un “patriotismo constitucional” en la República Federal Alemana tiene —a mi entender— dos etapas de acentuación155. La primera de ellas viene a ser formulada por W. Mommsen en torno a 1983, sobre la diferenciación —ya clásica en la historia alemana— entre una nación cultural alemana, extendida a lo largo y ancho de la Europa Central, y una realidad institucional diferenciada en una pluralidad de Estados-Nación. En estas condiciones, la nueva “identidad colectiva” de la República Federal Alemana sólo podía tomar forma —frente al resto de “nacionalidades” alemanas, y en especial frente a su vecina comunista— en torno a una definición política propia, que venía representada por el orden constitucional y los valores democráticos. El “patriotismo constitucional” se inscribiría también dentro de un sentimiento de orgullo colectivo por haber conseguido superar duraderamente el fascismo, y establecer sólidamente las bases de un Estado de derecho dentro de una cultura política democrática156. En este contexto, se va a producir, según M. R. Lepsius, un cambio en la autoconcepción de la identidad colectiva de la República Federal, que va a poner el énfasis sobre el Demos, como un orden político democrático legitimado en los derechos liberales y de participación ciudadana, frente al Ethnos, como una comunidad “pre-política” asentada sobre un conjunto de características étnicas, históricas y culturales compartidas con otros Estados-Nación157. Esta nueva “identidad colectiva” se va a caracterizar, según Habermas, por venir definida en términos “postnacionales”, es decir, por priorizar los principios universalistas del Estado de derecho y de la democracia sobre los de una comunidad “nacional” de destino histórico; en virtud de lo cual, con el amargo recuerdo todavía presente en la memoria colectiva alemana de los excesos fascistas, todo lo que tuviese una resonancia a “nacionalismo alemán” aparecería cubierto por un aura de sospecha que despertaría una reprobación deslegitimatoria automática. La segunda etapa de desarrollo de la idea del “patriotismo constitucional” se produce a partir de la caída del muro de Berlín en 1989, y el posterior debate sobre el proceso de reunificación entre las dos Alemanias. En este segundo envite, Habermas será, precisamente, uno de los principales paladines intelectuales que saldrá al escenario público en defensa de un proceso de reunificación que priorice los “valores” democráticos sobre los de la “unidad 155 En lo que sigue, ver: Habermas, J., “Patriotismo de la Constitución en general y en particular”, en La necesidad de revisión de la izquierda, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 289-298. 156 Ibíd., pp. 216-217. 356 nacional”, basándose en el argumento de que el derecho a la “autodeterminación” sólo puede instaurarse desde procedimientos democráticos, por lo que primero se tendría que ayudar a la Alemania del Este a alcanzar las condiciones de “normalidad” democrática adecuadas para que sus ciudadanos decidan su destino por sí mismos, frente a una reunificación precipitada en la que la República Federal engulla a la excomunista para dirigir sus destinos sin consulta previa. No obstante, fuera de este contexto, Habermas cree que el criterio de un “patriotismo constitucional” contiene ciertos elementos que le pueden convertir en una fórmula generalizable —para otras sociedades, especialmente europeas— de la identidad post-nacional158, que afincada en principios universalistas —encarnados en el Estado de Derecho y la Democracia— puede desarrollar la idea cosmopolita kantiana hacia un modelo multiculturalista de democracia —aquel que relativiza la propia forma de vida (prepolítica) atendiendo a las igualmente legítimas pretensiones de existencia de otras formas de vida—, tutelando con ello la definición de la comunidad política desde los principios emanados por el universalismo moral159. Dada esta diferenciación, en opinión de Habermas sería necesario distinguir dos niveles de asimilación del contingente inmigrante por la sociedad receptora: la inclusión y la integración160. Inclusión significaría, en afinidad con ciertas tesis de la política del reconocimiento, que el orden político del Estado se declararía abierto a la incorporación de todo individuo con la capacidad de un uso “público” de la razón —competencia comunicativa— a su comunidad política, pagando el precio de una renuncia a la uniformidad de su comunidad histórica prepolítica161. La integración haría referencia, 157 Ibíd., pp. 296 ss. En este sentido, el “patriotismo constitucional” sería una revisión secularizada —y a la alemana— de la Religión Civil, tal y como se manifiesta, por ejemplo, en el consenso constitucional de la cultura política liberal norteamericana. Sin embargo, en cuanto trata de retomar el problema de la definición de la identidad colectiva —de inicial formulación convencional Durkheimiana— desde la “post-nacionalidad”, se cargaría con la misma ambivalencia del concepto moral de una “identidad post-identitaria”. 159 Ibíd., pp. 218 ss. 160 Habermas, J., “la lucha por el reconocimiento en el Estado Democrático de Derecho”, op. cit., pp. 217218; también en, “Inclusión: ¿incorporación o integración? Sobre la relación entre nación, Estado de derecho y Democracia”, op. cit., pp. 109-118. 161 Ibíd., p. 118; “La constelación nacional y el futuro de la democracia”, op. cit., p. 99. Sobre este particular, Habermas nos recodaría como el mayor logro de los Estado-Nación procedió de su capacidad para “homogeneizar” culturalmente diferentes tradiciones regionales, construyendo la idea de una “comunidad imaginada” de origen y destino histórico. Por el contrario, en la modernidad ampliada mantener la tesis de la homogeneidad desde premisas “nacionalistas” nos llevaría a trágicos sucesos de “limpieza étnica”, como recientemente tuvieron lugar en la ex-Yugoslavia; acontecimientos que desde el derecho cosmopolita —basado en la racionalidad práctica— son considerados como “crímenes contra la 158 357 por el contrario, a una predisposición a la aculturación en los modos de vida, prácticas y costumbres del país de acogida por parte de los inmigrantes, donde su movilización territorial tendría por condición previa la renuncia a la cultura de origen y el precio “personal” de un reajuste de su identidad162. Habermas estima que el Estado democrático tan sólo podría exigir a los inmigrantes una socialización en la cultura política de acogida, sin pedirles una renuncia de sus “signos de identidad” de origen. En esta interpretación, Habermas se posiciona en la primera versión liberal de la “política del reconocimiento” de Taylor, que preserva ante todo los derechos subjetivos de los individuos, bien sean nacionales o extranjeros, antes que los derechos “colectivos” de las comunidades “autodeterminadas” en una voluntad política soberana —con derechos de “propiedad” y exclusividad sobre un territorio. El caso es que la segunda versión del liberalismo, que da cobijo propiamente a la “política del reconocimiento” de Taylor, encuentra serias dificultades para su aplicación en la “cuestión inmigrante”. Sartori le hace una pertinente crítica a la tesis del multiculturalismo arguyendo que si para respetar igualmente a los seres humanos hay que respetar igualmente las culturas de origen que les prestan los fundamentos de su identidad, en el caso de la inmigración supondría el compromiso de la sociedad de acogida de importar con cada inmigrante un retazo de su identidad cultural163. Además, si la comunidad de acogida se percibe a sí misma como un comunidad cultural diferenciada, cuyas formas de vida pueden resultar incompatibles con otras culturas que aspiran a formar parte de su comunidad política, su reacción “defensiva” —en términos comunitaristas— será la de clausurar el acceso a determinados tipos de inmigrantes en razón de su origen socio-cultural164. Las tesis del multiculturalismo, de cualquier modo, humanidad”. Ver, “Inclusión: ¿incorporación o integración? Sobre la relación entre nación, Estado de derecho y Democracia”, op. cit., pp. 119 ss. 162 Habermas, J., “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”, op. cit. p. 218. 163 Sartori, G., La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, Tecnos, Madrid, 2001. 164 Sartori no va tan lejos en su enfrentamiento con el multiculturalismo, pero si determina que la misma “cultura política” de occidente es incompatible con ciertas tradiciones culturales, donde, por consiguiente, la “inclusión” no sería absolutamente neutral axiológicamente, restringiendo el margen de desarrollo de las tradiciones históricas —como por ejemplo el papel de subordinación de la mujer en la cultura islámica— cuando tengan por consecuencia el recortamiento o conculcación de los derechos fundamentales de algún sector social. El mismo Taylor ya había mostrado sus dudas sobre la compatibilidad de los derechos universales con algunas identidades culturales históricas como la islámica (“La política del reconocimiento”, op. cit., p. 92). F. J. Laporta, en una pequeña recensión crítica a la obra comentada de Sartori, considerará atinadamente que, si el ideal de la vida buena de un individuo o grupo social incluye ignorar los derechos de los demás, ese individuo o grupo sólo podrá tener cabida en la 358 nos podrían conducir —por su remarcamiento de la diferencialidad de las culturas de vida— a las conocidas tesis del “choque de civilizaciones”, que como se apresta a denunciar Habermas, abrirían el riesgo, dentro de una misma comunidad política, de crear una fractura en los vínculos ciudadanos de la solidaridad. Finalmente, después de la intrusión en la eficiencia administrativa, en el principio de soberanía y en la identificación del Estado con la Nación, la globalización también va a hacer blanco en las bases democráticas del Estado de derecho, que se sostienen en el principio de la soberanía popular. Con la traslación de muchas de las tomas de decisiones al ámbito de las organizaciones transnacionales, se va a evidenciar un déficit democrático de legitimación de las mismas, que además escapan a todo control por parte de los instrumentos de presión de la sociedad civil. La solución por la que apostaría Habermas, una vez asumido el proceso de globalización como un fenómeno imparable, sería la de expandir la esfera pública conformada por la periferia política hasta solaparla prácticamente con el mismo escenario globalizado de la actuación económica165; lo que significaría a la postre una federación “universal” de todos los países bajo bandera de la ONU166. Como tal transferencia de soberanía de los actuales “Estado-nación” es por el momento impensable en el tablero de la política internacional, Habermas tiene que contentarse con el experimento político de la Unión Europea para comunidad política “democrática” si renuncia a transmitir esas convicciones y a vivir esas prácticas; “Inmigración y Respeto”, en Claves de razón práctica, nº 114 (2001), pp. 68. 165 La única manera de recuperar la legitimación democrática en las organizaciones internacionales es la de transferirles las particulares soberanías de los Estados-nación para crear una nueva “sociedad civil ampliada” —como le correspondería a la modernización “ampliada”—, que se pudiera expresar bajo “procedimiento” democrático como la voluntad directa de una “soberanía popular transnacional” (ver los trabajos de J. Keme). En mi opinión, creo más bien que las organizaciones internacionales lo que realmente demandan es una revisión en profundidad del sistema democrático como forma de gobierno. Quizás el modelo de la política deliberativa a donde nos llevaría en realidad es a un escenario con un centro político altamente burocratizado y tecnificado, ajeno a cualquier conformación de la voluntad democrática, y a un contrapoder “comunicativo”, que no se sabe muy bien como estaría articulado institucionalmente. Lo que si es cierto es que, en este escenario, el centro “político” sería más sensible a las presiones “corporativas” procedentes de los sistemas económicos geo-estratégicos que a los controles internos de la legitimidad de sus decisiones. Si la globalización es imparable —tesis que no necesariamente comparto, o al menos creo que es matizable—, quizás también haya que asumir esta forma de organización política “funcional” como inevitable. 166 Habermas nunca llega a hacer esta afirmación tan tajante, pero es la idea de fondo que ilumina su posición: la de conformar una “soberanía única”, correspondiente al ámbito de actuación de un derecho cosmopolita, que quedaría en manos de la ONU; y en la que, evidentemente, no existirían derechos de veto por intereses (y capacidad de coacción de unos Estados sobre otros), sino tan sólo la armónica voz de la razón comunicativa que insufla en el interior de los corazones de los hombres la llama de la Paz Perpetua. Este escenario no estaría muy lejos de aquel otro que nos dibujara Marx como el paso de la Prehistoria a la verdadera Historia de la “humanidad”, y que en cierta manera vuelve a caer en la misma “mistificación salvífica” —e incluso escatológica como punto final teleológico de la historia— de la esencia humana (su racionalidad consumada). 359 evaluar hasta que punto tal “Estado-posnacional” tendría posibilidades reales de conformarse; y como, por supuesto, los únicos principios por los que podría reclamar la lealtad de las ampliadas —y multinacionales— bases sociales serían los procedentes del “Patriotismo Constitucional” creados a partir del derecho cosmopolita. En efecto, Habermas analiza los procesos de “convergencia” política dentro de la Unión Europea como un efecto de arrastre administrativo del proceso de unificación económica, pero que cada vez dejan a Bruselas —en progresiva acumulación de competencias gestoras— con un mayor déficit democrático, y fuera de todo control por parte de la sociedad civil167. Ante las presiones de la globalización como nuevo marco económico, se podrían contabilizar dos posiciones políticas enfrentadas. Por un lado nos toparíamos con la ortodoxia neoliberal —afines a la globalización como un fenómeno meramente funcional— que abogaría por una globalización paralela del Estado hacia una dimensión exclusivamente “empresarial”, de modo que se favoreciese la competencia económica tanto interna como externa168. Entre los detractores de la globalización se ubicarían los defensores de la “territorialidad”, que intentarían preservar la soberanía del Estado aislándolo cuanto fuera posible de la ingerencia de administraciones transnacionales y de las presiones económicas de la competencia de otros países169. Como lugar de encuentro para el diálogo entre partidarios y detractores de esta dimensión globalizada de Europa, va a surgir la necesidad de conformar una “tercera vía”, que no obstante va a estar sujeta a las mismas fuerzas políticas. La variante de talante defensivo partiría de la premisa de que si las fuerzas del capitalismo en expansión ya no pueden ser controladas, su impacto si puede llegar a ser amortiguado, donde Europa emergería como un inmejorable escenario para la promoción de la competitividad de sus países miembros a nivel internacional, al tiempo que actuaría como un colchón de estabilidad ante sus efectos más adversos. La función prioritaria de 167 Sobre el análisis de Habermas del proceso de unificación europea, se puede consultar: “El Estado nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía y de la ciudadanía”, op. cit., pp. 102 ss; “La constelación posnacional y el futuro de la democracia”, op. cit., pp. 118-146; “El valle de lágrimas de la globalización”, op. cit., 4-10. 168 Ibíd., p. 6. 169 Una faceta extrema de este rechazo “territorial” a la globalización se podría encontrar en la xenofobia contra los inmigrantes, y en cierta manera contra la modernización misma, que socava las bases de la identidad nacional. Históricamente, los viejos fascism 360