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ARQUITECTURA MARXISTA Y EL ARQUITECTO EN LA LUCHA DE CLASES.
Larissa Slibe
A continuación algunas consideraciones del arquitecto Hannes Meyer en la publicación El Arquitecto en la Lucha de
Clases (1981)
Meyer, de origen suizo, perteneció a un grupo de arquitectos llamados grandes maestros, murió en 1954, fue director
de la escuela Bauhaus (1928-30), sin embargo la historiografía burguesa ha mantenido en silencio los aportes más
trascendentes de su obra; la razón del silencio es sin lugar a dudas de tipo ideológico: durante la persecución fascista en
Alemania él, a diferencia de sus compañeros, no se exilió en Estados Unidos de América, sino en Rusia... Fue conocido
en la Alemania socialista como el “arquitecto y maestro comunista” y es un representante importante del racionalismo.
Su postura crítica a la sociedad, la arquitectura y el urbanismo del sistema capitalista, lo diferencia del grupo de
arquitectos de vanguardia del movimiento moderno.
Sostuvo que el hecho constructivo es un proceso “técnico no estético” ya que las viviendas son “maquinas vivientes” y
los procesos compositivos aislados no concuerdan con la función adecuada a la realidad, así mismo, lo refiere como un
proceso biológico de carácter colectivo, “construir es sólo organización: organización social, técnica, económica,
psicológica” lo cual elimina los componentes estéticos. Sus planteamientos son acordes con teorías de vanguardia
soviética, sin embargo, es necesario analizar, en el contexto histórico, lo revolucionario de sus planteamientos, por el
hecho de que desde su definición de Arquitectura Marxista, texto mecanografiado en alemán en 1931,publicado en
Barcelona en 1972 y en Cuba en 1981, concientiza acerca de la posibilidad de desarrollar una arquitectura organizada
dentro de la economía socialista planificada.
Para Meyer, en el texto Arquitectura Marxista, construir no es una acción compositiva inspirada en el sentimiento sino
un proceso meditado de organización, ya que el arquitecto debe coordinar las exigencias de las masas en relación con
el área estandarizada (reglamentación, normalización y estandarización). El sistema constructivo de la ciudad socialista,
según plantea, debe ser elástico y no rígido, cuanto mas elástico es el sistema mayor será su utilidad en la progresiva
socialización del espacio, “el edificio en si no es una obra de arte. Hay que buscar su calidad en las dimensiones y en las
finalidades de su función” En coherencia con el planteamiento marxista, la existencia determina la conciencia, la
construcción socialista es un elemento de la psicología de las masas, de allí que Meyer sostenga que “la organización
psicológica de las ciudades y de sus partes constructivas debe elaborarse según los resultados de un conciente
planteamiento científico desde el punto de vista psicológico”. Los elementos constructivos capaces de despertar
sensaciones deben formar parte orgánica de la construcción.
Así mismo hace explicita la necesidad de que la arquitectura socialista proponga una transformación radical de la
enseñanza de la arquitectura y se incorporen las leyes marxistas y la ideología del proletariado en el proceso
arquitectónico. La enseñanza de la arquitectura no debe centrarse en la composición apoyada en el sentimiento, sino
en fomentar “la enseñanza organizadora, basada en la razón”. Para el “arquitecto leninista”, termino usado por Meyer,
la arquitectura no debe consistir en un estimulo estético, sino en un arma para la lucha de clases, en tanto que
“cualquier tipo de construcción es, para él, una obra impersonal, cuya estructura viene determinada por las existencias
de las masas”.
Es por esto que pensar en formar arquitectos desde una perspectiva centrada en el hombre y no alienada en el objeto,
cobra fuerza en un proceso de transformación social como está desarrollándose en nuestra realidad revolucionaria
bolivariana. La lucha de clases tiene herramientas desde cada uno de los costados que la observemos y las nuestras,
para una transformación real de la sociedad, deben estar bien afiladas, para Meyer esto: “obliga a los arquitectos a un
continuo análisis de las situaciones sociales que encuentran su expresión en la arquitectura de nuestro tiempo. Cuanto
más claramente reconocemos los procesos sociales de la lucha de clases, tanto más obligados estamos a juzgar la forma
de todas las manifestaciones en el campo arquitectónico”.Pues el arquitecto, como cualquier profesional si no es
conciente, estará sometido a la supremacía de clase dominante.
El Arquitecto Alienado
*Publicado en Revista La Paja Teórica y Ciudad Atmosférica.
Por Patricio De Stefani
Robert and Shana ParkeHarrison, The Architect’s Brother, Sentinels, Lowtide,
2000.
Hace un tiempo atrás, conversando sobre el estado de la
arquitectura en Chile y su función en la actual estructura social,
un colega y amigo hizo el siguiente comentario: “el arquitecto
chileno es un sujeto escindido, disociado entre sus buenas
intenciones y su práctica efectiva, una especie de esquizofrénico
de personalidades múltiples y discordantes”. Sus palabras me
quedaron dando vuelta… “¿No será un poco exagerado?”… “¡Pero si se han hecho y se siguen haciendo cosas
buenas!”, y otras frases de tono similar podrían probablemente escucharse como hipotéticas respuestas. Pero
más allá de las siempre diletantes y abstractas argumentaciones puramente psicológicas y/o moralizantes
¿Qué clase de sujeto es de hecho, objetivamente, el arquitecto chileno?
Quisiera referirme de manera breve, aunque sustantiva, a un fenómeno relevante que considero poco
discutido entre los que se dedican a pensar y hacer arquitectura. La idea, simple pero no menor, de que los
arquitectos, operando en una sociedad como la nuestra y al igual que otros sujetos sociales, son sujetos
alienados. Como el breve espacio de este escrito no permite desarrollar los fundamentos de esta idea a
cabalidad, procederé a exponer una serie de conclusiones que se derivan de argumentos a la espera de su
explicitación futura.
Asimismo, me he dado la libertad de trabajar sobre una noción de imaginario quizás algo distinta de lo que
plantea la editorial. Lo que propongo es pensar el imaginario que los propios arquitectos y los sujetos
vinculados a su que-hacer, construyen de sí mismos. Entenderé por imaginario entonces a la dimensión
ideológica (en sentido moderno) de la arquitectura, y por ésta, a las formas de conciencia que se derivan de las
contradicciones prácticas y reales de la sociedad. Dicho de otra manera, la ideología es el cuadro que la
arquitectura ilustra de sí misma, la representación imaginaria –aunque real en sus efectos– que los
arquitectos construyen respecto de las condiciones materiales-sociales que los constituyen y en las que operan.
Pretendo describir, de manera bastante libre, ciertas apreciaciones sobre la categoría “sujeto-arquitecto”.
Entiendo por “sujeto” algo que trasciende a las conciencias individuales y que es un producto social e
histórico. Son sujetos los profesores, los jóvenes, los trabajadores, etc. No así Juanita Pérez, una ONG, la clase
“alta” o “media”, etc. que corresponden a individuos,
grupos de individuos, o estratos sociales,
respectivamente. Me referiré más bien al arquitecto como función social, como forma de conciencia, histórica
e institucional, más que a arquitectos, grupos, escuelas, o prácticas profesionales particulares. La propuesta es
simple: entender de qué manera el arquitecto chileno es un sujeto alienado. Con esto no me refiero a una
condición psicológica o moral –a menudo asociada al concepto de alienación– sino más bien a una situación
práctica y objetiva que deriva en ciertas formas de conciencia sobre su función en lo social y sobre sí mismo.
No me interesa, por tanto, meramente contemplar o criticar estas formas, sino más bien, exponer sus raíces
sociales. Planteo que esta situación, aparte de seguirse de condiciones sociales generales, es particularmente
consecuencia de dos hechos: el carácter de su formación doctrinal o disciplinar, y la forma que toma su
práctica profesional. El primero se debe principalmente a una extrema burocratización y profesionalización de
la enseñanza en general y de la arquitectura en particular. El segundo se debe a la inhabilidad del arquitecto
(consecuencia de su formación académica) para relacionarse crítica y auto-críticamente (en teoría y práctica)
con la realidad social de la que es parte integrante.
Pero estas afirmaciones descansan sobre ciertas premisas que conviene explicitar. Primero, supongo que el
arquitecto, en tanto sujeto e individuo, es un producto social de las condiciones materiales existentes en las
que desenvuelve su práctica, y no a la inversa. Segundo, que su actividad y su conciencia están determinadas
por el modo de relación que establece con dichas condiciones. Tercero, que esta relación queda fijada por la
modalidad de práctica arquitectónica en la que efectivamente se desenvuelve, y no por la conciencia que
tenga o crea tener de esa práctica (imaginario como ideología). Cuarto, que es arquitecto no el profesional o el
académico de arquitectura, no el que realice muchos proyectos u obras (relevantes o no), ni siquiera el que sea
reconocido como tal por la sociedad o institución en la que opera, sino quien sea capaz de realizar,
colectivamente, la acción arquitectónica fundamental que es transformar al individuo en objeto de la obra de
arquitectura, pasando ésta a jugar el rol de sujeto activo y determinante. No me detendré en la evidente
elaboración que requiere este último punto.
Para entender el sentido del concepto de alienación es necesaria una mínima comprensión de otros conceptos
asociados como objetivación, extrañamiento, enajenación, cosificación, reificación, fetichismo.[1] Como dije,
no me detendré en explicaciones generales y pasaré a ejemplificar directamente en el campo de la
arquitectura. Si pensamos en la relación entre realidad social y academia, son relevantes dos tendencias
generales que se expresan de manera particular en la enseñanza de la arquitectura: la “burocratización” y la
“profesionalización” del conocimiento.[2] Por burocratización, entiendo al proceso mediante el cual la
producción de conocimiento es sistemáticamente transformada y legitimada como un fin en sí mismo, es
decir, como un mero instrumento de la reproducción académica, un instrumento de legitimación de
conocimientos más que de su generación. O bien, esta producción es instrumentalizada hacia un fin ajeno a su
propia naturaleza –que no es la erudición, sino que los nuevos conocimientos sirvan para vehiculizar una
práctica
concreta.
Este
segundo
caso
da
paso
a
la profesionalización del
conocimiento,
o
su
instrumentalización en un saber tecnocrático o pretendidamente pragmático, funcional al poder político y/o
económico.
Ambas tendencias apuntan hacia una creciente “cosificación” del conocimiento. Esto quiere decir que los
conceptos pasan a ser entendidos como “cosas” autónomas y no como relaciones, hecho del que se siguen
consecuencias teóricas y prácticas. Un ejemplo de esto podría ser la fuerte concepción “espacialista” que
domina la formación del arquitecto chileno –herencia de las teorías de la arquitectura moderna derivadas de
la psicología experimental, como también el creciente uso acrítico de medios digitales. Bajo esta noción, el
espacio se entiende simplemente como cosa, como volumen o vacío neutral, pasivo, dado, visual y apolítico,
divorciado de las prácticas sociales que lo producen –es decir, independiente del acto de la producción, o el
trabajo como la constante histórica constitutiva del ser humano y su mundo. Este hecho lleva a entender la
arquitectura no como una relación de mediación entre el organismo humano y su medio circundante, sino
como un mero “soporte de actividades” sobre el cual la vida “sucede”. Esta base epistemológica se puede
pensar como análoga a la de las ciencias sociales y la economía “convencionales” –por contraposición a su
concepción “política”. La teoría es entendida aquí como externa y autónoma de la realidad social, produciendo
una escisión insalvable entre el sujeto o individuo que conoce y el objeto conocido. La realidad social adquiere
así un carácter de cosa –simple o compleja– pero más bien dada y naturalizada. Si la realidad es dada y no
producida socialmente, se sigue que no es posible ni necesario conocerla para transformarla de
manera práctica, sino que sólo interpretarla de manera teórica.
Pero el fenómeno de la “cosificación conceptual” solo puede explicarse como consecuencia de la cosificación
de la realidad misma, y ésta, a su vez, como efecto de la enajenación que implica el sistema de trabajo
asalariado (extracción de la plusvalía producida por el trabajador directo, presentada como un intercambio
válido y “equivalente”). Los arquitectos producen representaciones de objetos o “diseños” que pueden o no ser
construidos por otros, y su formación se centra en este hecho. Si entendemos que “el producto del trabajo es
trabajo encarnado en un objeto y convertido en cosa física” y que “la realización del trabajo es, al mismo
tiempo, su objetivación”[3], tenemos que el arquitecto objetiva, es decir, convierte su trabajo subjetivo –
concebir proyectos– en unobjeto. La forma particular que toma la objetivación en una sociedad capitalista
globalizada como la nuestra, es una en que el objeto producido (mundo humano) se vuelve ajeno y extraño al
sujeto que lo produjo, a tal punto, que es dominado por éste como un “poder objetivo”: las mercancías. La
objetivación, la producción humana encarnada en los objetos que produce, se convierte entonces en
enajenación: el producto es apropiado precisamente por el sujeto que no lo produjo, pero que sin embargo
controla la producción y distribución del producto. En el caso de la arquitectura, la enajenación consiste
principalmente en dos aspectos: enajenación del producto y enajenación de la práctica del arquitecto. En el
primer caso, el objeto producido por el arquitecto es subordinado a motivos y fuerzas completamente ajenas a
su quehacer, haciéndolo aparecer como autónomo respecto de las relaciones sociales. En el segundo, la propia
actividad productiva del arquitecto es entendida como un requerimiento externo al cual se le debe dar
“solución arquitectónica”, por lo que la arquitectura es concebida no como causa de su que-hacer reflexivo y
práctico, sino más bien como una consecuencia, algo a lo que se debe “llegar”.
El primer punto implica que el sujeto-arquitecto es impedido de reconocerse en su propia creación, por el
hecho de que ese producto –en tanto mercancía elaborada para su intercambio en el mercado– escapa a su
voluntad y lo niega al pertenecer a una estructura social de clases a la que el arquitecto no puede hacer nada
más que subordinarse. Los proyectos deben “responder” a demandas de diverso tipo, a menudo presentadas
como “necesidades” naturales o morales que, sin embargo, terminan siendo ajenas al cumplimiento de lo
propio del arte de la arquitectura: articular la relación entre el organismo humano y su medio circundante de
manera determinante y activa. La obra arquitectónica, en lugar de ser entendida desde la humanidad que
contiene (el trabajo de todos los involucrados en su producción, incluyendo al arquitecto), se cosifica como un
objeto en sí mismo, un mero “soporte” o “contenedor”, velando el hecho de que la “cristalización” del trabajo
humano que da como resultado esa obra es, de hecho, el proceso vital que la constituye socialmente. El
arquitecto pierde así el control sobre su propia creación y, peor aún, no sólo él debe vivir con este hecho, sino
que el resto de la humanidad experimenta su medio como algo ajeno y mas allá de su control. Producimos un
mundo humano (compuesto de relaciones productivas, de intercambio, instituciones sociales, y entornos
físicos correspondientes) que experimentamos como dado e inamovible, como natural. Nuestro mundo parece
determinado por fuerzas impersonales –mercado, capital, dinero, estado, etc.– sobre las que no tenemos
incidencia alguna, a pesar de que son sólo el producto de nuestra propia actividad.
Dado que nos interesa por sobre todo la situación objetiva de la alienación –y no como fenómeno psicológico–
la enajenación y cosificación del proyecto/obra sólo pueden comprenderse sobre la base social de una práctica
enajenada de la arquitectura. Esto quiere decir, que la relación del sujeto-arquitecto con su propia práctica
profesional es experimentada como ajena a su control. La práctica arquitectónica es entendida como un mero
“servicio”, como la satisfacción de necesidades y/o carencias sociales. Esto se da a tal punto que se entiende
como algo obvio y por ende, incuestionable. Sin embargo, hasta el más incipiente análisis que considere la
práctica efectiva de la arquitectura –y no simplemente su apariencia ideológica– revela el hecho de que los
proyectos/obras son concebidos primariamente para ser transados en el mercado en la forma de renta de
bienes inmuebles, y sólo como consecuencia de este hecho poseen un valor de uso. La actividad del arquitecto
resulta así en una inversión de los términos, en la cual el sujeto creador no utiliza los medios y condiciones de
trabajo a su voluntad, sino al contrario, éstos lo utilizan a él. El sujeto es convertido en objeto de las
condiciones sociales en las que se desenvuelve, es objetivado y luego cosificado, producido por condiciones
que escapan a su voluntad. Al mismo tiempo, estas condiciones, que son el producto de su actividad, son
subjetivadas, personificadas como si fueran autónomas y contaran con un poder intrínseco.
Operando en esta sociedad, y dejando de lado los idealismos románticos y éticas ilustradas que caracterizaron
a la arquitectura del siglo XX, el arquitecto es básicamente un productor de mercancías. Deslumbrado por
ilusiones estéticas convertidas en fetiches que adornan las publicaciones especializadas con un aire de
autocomplacencia, el arquitecto concibe su actividad como la de un creador libre y autónomo, un sujeto
pretendidamente culto y crítico. Sin embargo, la práctica concreta lo revela como un sujeto totalmente
subordinado a las disposiciones de un espacio determinado por la clase social que posee control absoluto
sobre la división del trabajo y, por ende, libre usufructo sobre la propiedad privada de los instrumentos de
trabajo (máquinas, fábricas, oficinas, etc.). Hay que aceptar fría y lúcidamente el hecho de que el arquitecto no
produce para sí mismo ni para el “ser humano” en general, sino que para una clase social en particular, y sus
proyectos/obras reflejan esta situación.
La alienación objetiva del arquitecto consiste en que durante su propia actividad productiva, y como resultado
de ésta, él mismo resulta cosificado, es decir, auto-enajenado. Incapaz de hacerse responsable de sus actos,
queda fuera de sí, alejado de su propio ser, subordinado a fuerzas que no comprende y, peor aún, no sabe que
no comprende. Pero esta conclusión depende de una premisa que no muchos están dispuestos a aceptar: el
hecho objetivo de que las sociedades capitalistas se han constituido y se constituyen de manera violenta, sobre
una relación de explotación que genera una estructura de clases sociales con intereses contradictorios, y la
producción de la arquitectura juega un rol no menor dentro de este proceso. La arquitectura es parte de esta
violencia estructural e institucionalizada: la violencia de la vivienda social, de los proyectos inmobiliarios que
destruyen impunemente barrios enteros, de mega inversiones privadas o públicas concebidas únicamente a
partir de criterios de rentabilidad económica o cultural. De esta manera, el arquitecto chileno parece
distribuirse sobre distintas opciones: en el mejor de los casos se retrae hacia un fenomenologismo reaccionario
y pretendidamente autónomo, o bien hacia la impotencia de nuevas formas de moralidad que se asemejan a
una “ética de negocios” (construcción “responsable”, sustentable o ecológicamente “respetuosa”); y, en el peor,
se subordina a las necesidades creadas de una industria cultural multinacional (bajo pretextos
autorreferenciales), o bien se resigna con descaro ante los dictados de la especulación inmobiliaria.
Esta situación de alienación da lugar a una forma de conciencia fundamentalmente cínica. El mundo
académico es especialmente susceptible a desarrollar ésta en base a una actitud “hipercrítica” donde se pierde
contacto con la realidad social y donde la crítica misma se “academiza” en estériles debates pseudo-filosóficos
que sirven meramente para glorificar autores o ideas en sí mismas, desplazando y ocultando la situación real
de la arquitectura. Argucias retóricas o estéticas que defienden el bien común al interior de las universidades
mientras lo destruyen en las prácticas profesionales. Este cinismo se presenta a veces como un nihilismo
radical y paralizante, un desencanto general hacia la posibilidad de transformación de las condiciones
materiales-sociales de la práctica arquitectónica. Si la relevancia social de la arquitectura es inversamente
proporcional a su abstracción, su academización, y su mercantilización, ¿a qué puede aspirar realmente ésta
en una sociedad capitalista globalizada, más que a subordinarse servilmente a ilustrar el imaginario de las
clases dominantes, capitalista o burocrática?
La práctica enajenada de la arquitectura sólo puede superarse a partir de la práctica misma, y no desde una
teoría o un “cambio” en la conciencia. La reducción de la obra de arquitectura a un problema puramente
estético, funcional, constructivo, sensorial, o cultural cumple la función política de ocultar su origen
socialmente producido e históricamente situado. El campo de actuación de la arquitectura no puede reducirse
entonces a lo puramente material o perceptual, la obra actúa fundamentalmente a un nivel social o colectivo,
es producto e instrumento de la práctica social. La condición alienada del arquitecto chileno, que se deriva de
la burocratización de su formación disciplinar y la enajenación de su práctica profesional, solo puede ser
superada por medio de la transformación radical de la práctica arquitectónica, entendida ésta como un
determinadomodo de relación que el arquitecto establece con las condiciones materiales-sociales en las que se
encuentra inmerso. Salir de la situación de alienación y enajenación sólo puede ser un proceso
fundamentalmente político y social. La acción política en arquitectura debe tener lugar primero al nivel de sus
métodos de producción y debe necesariamente ir más allá de los límites de la propia disciplina.
Sin renunciar a su autonomía, la arquitectura debe salir de sí misma para desentrañar las condiciones
materiales de su propio proceso social de producción, no sólo con el objeto de comprenderlo teóricamente,
sino de transformarlo prácticamente, orientándolo de manera estratégica hacia un horizonte de superación
del capitalismo y sus prácticas arquitectónicas enajenadas; abriendo así la posibilidad a una sociedad en que
la explotación y la lucha de clases no determinen la producción y reproducción de la vida, en que la división
social del trabajo sea superada y el producto social sea administrado por sus propios productores, dando lugar
a una arquitectura que no sea determinada por los requerimientos abstractos del capital, la renta, o la
burocracia encubiertos bajo esteticismos triviales y falso confort programado.
Notas
[1] La diferencia conceptual entre estos conceptos no ha sido hasta ahora tratada de manera sistemática en la tradición del pensamiento
marxista. Estos se derivan de los conceptos hegelianos de Entäusserung (exteriorización) y Entfremdung (extrañación). Me apoyo en las
aclaraciones que hacen al repecto Bertell Ollman, Carlos Pérez Soto, y Henri Lefebvre.
[2] Utilizo aquí la distinción que Lefebvre hace entre saber (savoir) como una mezcla entre conocimiento, ideología y poder;
y conocimiento (connaissance) como práctica intelectual autocrítica, global e histórica. Ver: Henri Lefebvre, The Production of Space,
trans. Donald Nicholson-Smith. (Oxford: Blackwell Publishing Ltd, 1991), 367-68, 10n16.
[3] Karl Marx, “Manuscritos Económico-Filosóficos”, en Marx y su Concepto del Hombre, por Erich Fromm. México Fondo de Cultura
Económica, 1970), 105.
Referencias
García, Hugo y Carlos Jiménez. Del Espacio Arquitectónico a la Arquitectura como una Mercancía. Cali: Universidad del Valle, 1972.
Lefebvre, Henri. Espacio y Política: El Derecho a la Ciudad II. Barcelona: Península, 1972.
Lefebvre, Henri. The Production of Space. Traducido por Donald Nicholson-Smith. Oxford: Blackwell Publishing Ltd, 1991.
Marx, Karl. Manuscritos Económico-Filosóficos. En Marx y su Concepto del Hombre, por Erich Fromm. México Fondo de Cultura
Económica, 1970.
Ollman, Bertell. Alienation: Marx’s Conception of Man in Capitalist Society. Cambridge, MA: Cambridge University Press, 1996.
Pérez Soto, Carlos. Para una Crítica del Poder Burocrático: Comunistas Otra Vez. Santiago: LOM, 2008.
Pérez Soto, Carlos. Proposición de un Marxismo Hegeliano. Santiago: Arcis, 2008.
Horizontes de Emancipación: La Posibilidad de una Práctica
Revolucionaria de la Arquitectura (Introducción + Conclusiones)
La arquitectura siempre ha estado ligada a procesos de transformación y reproducción social. Los
arquitectos han intentado desafiar estructuras sociales en el pasado, pero esta tendencia parece estar en
plena decadencia, ¿Es posible todavía una práctica emancipadora de la arquitectura? ¿Qué impide que la
arquitectura forme parte de transformaciones radicales en lo social y espacial? Para saber si aún puede
tener una función progresiva en la sociedad, su relación material con el capital debe ser desentrañada. El
cuerpo humano activo, el trabajo abstracto, el espacio abstracto, el capital fijo, la propiedad del suelo, y la
renta son conceptos fundamentales para entender la lógica espacial del capitalismo. Esta investigación
examina estos aspectos teóricos en su relación con el edificio UNCTAD III en Chile, uno de los últimos
intentos de oposición a la producción capitalista del espacio. A través de este caso, preguntas sobre el rol de
la arquitectura en la sociedad capitalista y cuáles son las posibilidades de una práctica alternativa en
nuestras condiciones actuales, pueden ser abordadas. Una alternativa radical a través de la arquitectura
debe reconocer tanto su autonomía como su dependencia de las ciudades producidas por el capitalismo, si
pretende plantear cambios concretos.
Palabras clave: Capitalismo, Producción de la Arquitectura, Espacio Abstracto, Práctica, Utopía,
Revolución, Emancipación
Indice Introducción
Parte I: La Base Material de la Arquitectura
1 Las Relaciones con la Naturaleza
2 El Orden Artificial
3 La Arquitectura de los Actos y la Abstracción del Trabajo
Parte II: La Producción de la Arquitectura en el Capitalismo
4 La Producción Social de la Arquitectura
5 Abstracción Real: La Arquitectura como Capital
6 Lo Formal: La Arquitectura como Mediación Política
Parte III: UNCTAD III y la Dialéctica de la Derrota
7 1971, Utopía: Industria, Modernismo, y Lucha de Clases en la Vía Chilena al Socialismo
8 1973, Tragedia: La Utopía Neoliberal y la Vía al Posmodernismo
9 2010, Farsa: GAM y el Aplanamiento de la Historia como Espectáculo
Conclusiones: ¿Una Arquitectura Revolucionaria?
Introducción
Tarde o temprano en su formación o en su práctica, todo arquitecto se ve obligado a confrontar un peculiar
dilema: para proyectar lo posible tiene que pensar en lo imposible. En otras palabras –y quizá sin saberlo–,
debe imaginar algo que parece imposible con el fin de abrir paso a nuevas posibilidades. Si evita esto, sus
visiones y diseños serán frustrados por el presente: repetirán sin cesar lo existente, o solo lo modificarán
trivialmente, haciéndolo aparecer como algo nuevo, o de lo contrario, regresarán nostálgicamente a un pasado
añorado. No serán proyecciones en sentido estricto, no engendrarán alternativas posibles. Al desafiar lo que
parece posible, el arquitecto se da cuenta de que sus ideas no son realmente suyas, de que vive en una realidad
social en la que desempeña un rol como cualquier otra persona. Sus percepciones y pensamientos acerca de
esa realidad están condicionados por su posición en ella, y ésta es la verdadera fuente de sus puntos de vista
sobre la arquitectura, de las cuestiones que debiera abordar con más urgencia, los objetivos hacia los que
debiera apuntar y los métodos más adecuados para alcanzar dichos objetivos.
Este conflicto interno entre lo que parece ser posible o imposible en el horizonte espacial y temporal de una
sociedad determinada revela una tensión permanente en la arquitectura: por un lado, no puede evitar la
proyección de un posible estado de cosas, y por ende, la transformación de una realidad dada y, por otro, es la
expresión de lo más ‘fijo’ en una sociedad: su estructura social, sus relaciones de propiedad, el Estado, etc. La
presente investigación examina esta dialéctica con el objetivo de evaluar las posibilidades que la arquitectura
tiene de transformar radicalmente una realidad establecida en lugar de reproducirla pasivamente. Este
problema forma la primera etapa de un proyecto de investigación más amplio, que intenta sentar las bases de
una teoría y práctica conjunta entre arquitectura y acción política. Este proyecto discutirá que uno de los
aspectos más decisivos en una obra de arquitectura es el modo en que el arquitecto se posiciona en relación al
mundo que habita. El arquitecto debe ser ante todo un ser humano situado, totalmente orientado y consciente
de su papel en la historia (el tiempo), el espacio y la sociedad. Se plantean tres preguntas fundamentales:
¿Dónde nos encontramos hoy? ¿Qué se debe hacer? ¿Cómo debe hacerse? Cada una de estas preguntas apunta
hacia diferentes etapas de la investigación, de las cuales la presente corresponde a la primera: para saber en
qué tipo de realidad vivimos y cuál es nuestra posición y el rol en ella, tenemos queanalizarla críticamente.
Para poder evaluar la posibilidad de una práctica arquitectónica que pretende no sólo la crítica hacia nuestro
actual sistema social (capitalismo global), sino que además tener un papel activo en la lucha por su
transformación radical, se requiere esclarecer su función dentro de dicho sistema. Esto implica un análisis del
rol que la arquitectura cumple en el capitalismo, con el objetivo de demostrar su relación estructural, y
evaluar el caso del edificio de la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo
(UNCTAD III) en Chile como un intento concreto por desafiar dicha relación.
I
Para saber si la arquitectura puede todavía tener una función progresiva en la sociedad capitalista, es
necesario desentrañar su relación concreta con el capital. Como explicaré más adelante, a mi parecer la forma
más adecuada de hacer esto es a través de: en primer lugar, examinar la forma abstracta o más pura de dicha
relación, en contraposición a su investigación histórica; segundo, poner el estado actual de la práctica
arquitectónica en perspectiva a través del análisis de un punto de inflexión crucial en su historia. La primera
premisa supone un conocimiento suficiente sobre la relación de la arquitectura con cualquier tipo de sociedad
–es decir, su relación universal con la práctica humana. Es evidente que una aproximación histórica a este
problema supera el alcance de este trabajo, ya que probablemente requeriría un estudio comparativo de la
evolución de la arquitectura desde el surgimiento del capitalismo. Se deduce entonces, que la segunda premisa
debe subordinarse a la primera, es decir, se procederá de lo abstracto a lo concreto, progresivamente.
Las cambiantes relaciones entre el medio ambiente humano y las prácticas que incesantemente lo producen
parecen estar en el centro de investigaciones relativamente recientes sobre el espacio, la economía y la política.
En general, estos trabajos se centran en el hecho de que la arquitectura se interpone entre nosotros y la
sociedad-naturaleza, es decir, nuestras relaciones como seres individuales y sociales están siempre mediadas
por el mundo artificial que nosotros mismos hemos creado. A pesar de que en los últimos cuarenta años el
capitalismo se ha expandido a una escala imprevista y ha impregnado casi todos los aspectos de la vida
humana, los arquitectos en general parecen más cómodos que críticos hacia éste –ver la reciente evolución de
firmas de arquitectura multinacionales y su maridaje con el establishment académico. Las posibilidades
tecnológicas abiertas por este proceso son recibidas de manera más bien positivista, sin tener plenamente en
cuenta sus bases económicas y sociales. La falta de estudios de arquitectura que cubran sistemáticamente
estas cuestiones podría ser vista como un síntoma de la forma misma que esta relación entre arquitectura y
capitalismo toma en la esfera de la cultura.
Desde el punto de vista de la fenomenología, las obras de Van der Laan (1983, 1960, 2005), Uexküll (s. f.;
1957; 1926, 2010), y Borchers (1968, 1975) intentan construir una ontología de la arquitectura –es decir, una
teoría de sus bases fundamentales, más allá de consideraciones históricas o contingentes. Este enfoque
fenomenológico y biológico se centra en la percepción humana, la acción y el rol del cuerpo en la configuración
de nuestro mundo. Lefebvre (1991; 2004) también ha intentado restaurar el cuerpo humano como productor
del espacio y la arquitectura a través de su actividad. Estudios relativamente recientes en la materia, criticando
y contrastando el impacto de la cultura de consumo y de la imagen, han sido desarrollados por Pallasmaa
(2005, 2007, 2009), que analiza el sesgo visualista y autorreferencial de la arquitectura moderna, posmoderna
y contemporánea. Las ideas de Marx (2011) y Heidegger (2011) también tienen relevancia al estudiar cómo el
cuerpo humano a través de su movimiento y trabajo capta el mundo que lo rodea con el fin de intervenirlo
continuamente para ajustarlo a sus necesidades.
Durante la segunda mitad del siglo XX una serie de teorías relacionadas con el papel del espacio, las ciudades
y la arquitectura en la sociedad capitalista han cuestionado críticamente las diferentes actitudes que los
arquitectos han adoptado en relación con la realidad global del capitalismo. Estos temas han sido
ampliamente investigados en las ciencias sociales. En de la teoría de Marx (1968, 1859, 2011), el materialismo
histórico ofrece un marco para el análisis científico de la sociedad a través de un método dialéctico. Sobre la
base de la economía política marxiana, el trabajo de Lefebvre y Harvey han reinstalado la relevancia del
espacio en la reproducción de este sistema social contrastando con teorías previas más ortodoxas, que tendían
a subestimar su importancia. El trabajo de Lefebvre (1991, 1976, 1976, 1983, 2003) ha sido una fuente
importante para geógrafos, urbanistas y arquitectos, así como diversos movimientos sociales. Lefebvre plantea
preguntas críticas acerca de la naturaleza del entorno construido e introduce una historia del espacio
abstracto, o el espacio producido por el capitalismo. De particular interés es su intento por desarrollar las
ideas de Marx en una teoría de la economía política del espacio. También siguiendo las ideas de Marx, Harvey
(1985, 2005) desarrolla una teoría del desarrollo geográfico desigual del capitalismo, en el que se analiza el
papel de los procesos de urbanización en el desencadenamiento o desplazamiento de las crisis económicas.
El amplio campo de la Teoría Crítica, comenzando por Marx, Weber y Freud, seguido por el Marxismo
Occidental y la Escuela de Frankfurt, llegando hasta la Teoría Cultural y los Estudios Culturales, colocan al
frente problemas sobre la relación entre ideología y práctica social. Teorías más recientes se centran en el
problema del espacio, que a menudo ha sido minimizado por los enfoques clásicos. Jameson, por ejemplo,
analiza el posmodernismo como la forma cultural del capitalismo, así como el papel de la utopía y la
temporalidad en la política, la cultura de masas y la arquitectura (1991, 1997, 1998, 2005). Harvey (1989)
también analiza estos temas centrándose en la dialéctica entre base y superestructura, especialmente en el
paso de la modernidad a la posmodernidad. Lefebvre (1995) analiza críticamente la modernidad en toda su
ambigüedad política y estética. Eagleton (1991) y Žižek (1994) restablecen la teoría de la ideología, sobre todo
en su nivel ‘cotidiano’ o del fetichismo de las relaciones de mercado.
La crítica radical de las diversas ideologías arquitectónicas y su rol en la reproducción y legitimación del
capitalismo ha sido investigada por Tafuri y Aureli. Desde el punto de vista histórico, Tafuri (1998, 1976, 1980)
es conocido por plantear una crítica radical de las ideologías arquitectónicas tanto modernas como
posmodernas. Más recientemente, Aureli (2008, 2011) ha realizado contribuciones relevantes al estudio de las
relaciones entre política y arquitectura, primero, relacionando el movimiento marxista autonomista italiano
de finales de los 60 con las teorías arquitectónicas de Aldo Rossi y Archizoom, y segundo, estableciendo el
papel de lo formal y del proyecto en relación a la dimensión política de la arquitectura. Leach (1999) y Le
Corbusier (1986) han abordado directamente la relación entre arquitectura y revolución. El primero desde los
puntos de vista del Marxismo Occidental y la teoría de Foucault sobre la relación entre espacio, poder y saber;
y el segundo, desde un singular enfoque sobre el papel de la arquitectura en una revolución social.
II
Hay varias cuestiones que no son claramente establecidas o tratadas por los autores mencionados. Con su
enfoque en el lenguaje, el discurso y la relación entre poder, saber y espacio, la crítica radical de las ideologías
arquitectónicas no capta el nivel de la experiencia corporal de la arquitectura y su crítica, y a menudo se
mantiene dentro de un enfoque idealista y abstracto respecto a los problemas de la arquitectura. Por otro lado,
los enfoques fenomenológicos, en su intento por recuperar el cuerpo humano en una experiencia
arquitectónica no alienada o no reductora, con frecuencia pasan por alto las cuestiones relativas a la práctica
social y la historia, y caen en la pretensión utópica de que el cuerpo se puede restaurar únicamente por las
lecciones de la arquitectura humanista, táctil y multisensorial de épocas pasadas (véase Jameson 1997, 25254, 1998, 442). Las teorías críticas y culturales sí afrontan la problemática social, pero a menudo descuidan la
importancia de la economía y de las relaciones materiales en la producción del espacio/arquitectura. Este
problema es abordado por la economía política marxista no-ortodoxa, sin embargo deja de lado la cuestión
fenomenológica o subestima el nivel ideológico. Lo que a menudo falta en todos estos campos es el nivel
concreto de la obra de arquitectura, abordada desde un punto de vista social y material. La fenomenología
minimiza el aspecto social, mientras que la teoría crítica y la economía desestiman el lado perceptual del
análisis. En consecuencia, varias preguntas pueden ser planteadas, por ejemplo: ¿Cómo una obra de
arquitectura actúa sobre nuestra percepción y relaciones sociales? ¿Dónde reside la dimensión social y política
en una obra de arquitectura? ¿Se limita la relación concreta entre arquitectura y capital a ‘restricciones
externas’ sobre una práctica arquitectónica que de lo contrario sería más ‘libre’? ¿O se encuentra incorporada
desde siempre en el proceso interno de su producción?
Pareciera que la pregunta que lógicamente articula estos problemas es ‘¿puede haber una arquitectura
revolucionaria?’ –de la misma manera como se podría pensar en una política, movimiento, o incluso prensa
revolucionaria. Sin embargo, esta formulación oculta una problemática subyacente: ¿Puede la arquitectura ser
política en sí misma? ¿Pueden los arquitectos tomar acción política a través de su arquitectura? ¿Requiere esto
reducirla a un mero instrumento político o de propaganda? ¿No es ya uno? Por otra parte, la revolución es un
proceso social complejo que incorpora muchas relaciones en diferentes niveles, por lo que no puede decirse
que esté ‘contenida’ en las propiedades internas de un objeto. Una formulación alternativa de esta pregunta
sería ¿Puede haber una práctica arquitectónica revolucionaria? De esta manera, el foco se desplaza de un
objeto hacia la práctica social responsable de su producción.
Estas preguntas pueden ser reformuladas y organizadas a lo largo de la contradicción interna de la
arquitectura entre cambio y replicación identificada anteriormente. Si la arquitectura está intrínsecamente
ligada a imaginar un futuro, entonces siempre implica una transformación o bien una reproducción de una
realidad existente. Sin duda, esta es una formulación altamente abstracta –ya que ambos polos denotan
‘extremos puros’ que no se encuentran en la realidad concreta–, aunque sin embargo nos permiten
circunscribir el objeto de estudio. Antes que puedan formularse preguntas acerca de la revolución o la
reproducción, una pregunta clave sobre las posibilidades y límites de la práctica arquitectónica debe guiar y
estructurar nuestro análisis: de cara al capitalismo global y el supuesto desvanecimiento de cualquier
alternativa viable a éste ¿Cuál debería ser el rol de la arquitectura en las ciudades producidas por el capital?
Luego de la decadencia de la arquitectura moderna, junto con los ideales sociales y políticos que la
sostenían ¿Es posible todavía una práctica emancipadora de la arquitectura? Dos opciones lógicas se abren a
partir de esta pregunta primordial: si la respuesta hipotética es No, una segunda pregunta sería: ¿Qué impide
que la arquitectura forme parte de transformaciones radicales en lo social y espacial? Y si la respuesta
especulativa es Sí, una tercera pregunta puede ser lógicamente formulada: ¿Puede la arquitectura tener un
papel en la transformación social? ¿Cómo?
III
Los criterios para selección del caso de estudio son una combinación de varios factores. La primera premisa
fue concentrarse en una determinada práctica u obra de arquitectura, ya que la pregunta principal apunta
hacia el ámbito del proyecto en lugar de problemas urbanos más amplios –aunque de ninguna manera
pasando por alto la interacción entre ambos. El problema inicial fue encontrar una obra de arquitectura que, o
bien encarnara la acumulación de capital (industrias, centros comerciales, oficinas, suburbios, etc.), o bien la
desafiara (sindicatos de trabajadores, edificios constructivistas, etc.). Sin embargo, este enfoque tipológico
limita la problemática al punto en que se asume que algo como una arquitectura capitalista o no-capitalista
pueden coexistir dentro de un mismo modo de producción, lo que es un argumento sino dudoso, al menos
ideológico. Sin embargo, este enfoque despejó el camino para plantear la cuestión de si centrarse en
arquitecturas que pretenden reproducir el espacio capitalista, o las que pretenden transformarlo. La primera
opción nos daría una comprensión precisa del papel del espacio/arquitectura en la acumulación de capital,
mientras que la segunda aborda directamente el problema de la emancipación o revolución espacial. Esta
última opción fue elegida debido a su evidente proximidad con la pregunta principal. El siguiente paso apuntó
a la localización de un contexto histórico y geográfico. Se seleccionaron tres períodos históricos claves: 1) la
arquitectura neoclásica y utópica de las revoluciones burguesas del siglo XVIII; 2) la arquitectura soviética
constructivista de los años veinte; 3) las utopías radicales de finales de los sesenta. El tercer período fue
escogido por ser relativamente reciente y, por ende, menos estudiado que los anteriores. Sin embargo, hay una
razón más importante para haber seleccionado dicho período en particular: representa un momento
coyuntural en el desarrollo del capitalismo del siglo XX, y este hecho fue reflejado ampliamente en el ámbito
cultural (la transición del modernismo al posmodernismo) y político (revueltas de 1968). En el ámbito
arquitectónico, durante estos años se establecieron los programas clave (posmodernismo, tecno-utopismo,
fenomenología, deconstructivismo, regionalismo, etc.) que sentarían las bases para los desarrollos actuales
(biomorfismo, parametricismo, sustentabilidad, etc.).
El edificio UNCTAD III fue seleccionado finalmente debido a dos factores: en primer lugar, se trató de un
intento concreto de confrontar la producción capitalista del espacio durante un proceso pre-revolucionario en
la sociedad chilena; en segundo lugar, mi propia cercanía con el edificio y su historia (nací y me crié en
Santiago y he sido testigo de sus diversas metamorfosis a través del tiempo).[1] UNCTAD III fue construido
entre 1971 y 1972 en Santiago de Chile, durante el gobierno de Salvador Allende. Simbolizó un enorme
esfuerzo colectivo, construido en sólo 275 días con motivo de la tercera sesión de una importante Conferencia
Internacional de las Naciones Unidas[2] durante la cual líderes mundiales tuvieron la oportunidad de conocer
personalmente lo que entonces se denominó la ‘vía chilena al socialismo’. Su diseño fue influenciado
directamente por las premisas de la Bauhaus y el Constructivismo. Luego del golpe militar de 1973, el edificio
se convirtió en la sede de la Junta, y después pasó a formar parte del Ministerio de Defensa, adquiriendo todo
tipo de connotaciones represivas y autoritarias. Posteriormente, en el 2006, fue parcialmente destruido por un
incendio, sólo para ser reconstruido el 2010 como el espectáculo visual de la coalición liberal-democrática que
se encontraba en ese momento en el poder.
IV
Examinar la función de la arquitectura dentro del modo de producción capitalista en su forma general o
abstraída, y evaluar las posibilidades que la práctica arquitectónica tiene de confrontar activamente dicha
función, constituye el objetivo principal de esta investigación. Un objetivo secundario es analizar un ejemplo
histórico concreto de una relación antagonista entre arquitectura y capital, con el fin de comprobar la
viabilidad de las hipótesis teóricas planteadas. El estudio de esta relación –desde el punto de vista de la
práctica– no ha sido una preocupación importante para los teóricos de la arquitectura, ni hablar de los
profesionales. Este hecho contrasta con el aporte de ciencias sociales como la geografía o la sociología. En
consecuencia, el estudio de estas cuestiones teóricas e históricas ahonda en una zona inusual del conocimiento
arquitectónico y contribuye a la formación de una práctica alternativa y crítica de la arquitectura que se
plantea como objetivo transformar concretamente nuestras condiciones materiales existentes en lugar de
simplemente replicarlas o reforzarlas.
V
La estructura general de este estudio se compone de tres partes principales. Tanto la totalidad como sus partes
se organizan de acuerdo a un método dialéctico de investigación, partiendo de conceptos teóricos elementales
hasta temas históricos más complejos –de lo abstracto a lo concreto. Cada parte tiene una función distinta, la
primera despliega principalmente un argumento teórico, la segunda es predominantemente histórica, y la
tercera se centra en la práctica y la coyuntura histórica.
En la primera parte, me ocupo tanto de los fundamentos de la arquitectura como del capitalismo, tratando de
desentrañar su relación estructural a partir de los conceptos básicos que los definen. Para ello, busco
relacionar la fenomenología de la arquitectura con un enfoque materialista respecto a la cuestión de la praxis
humana. En la fenomenología, la arquitectura es pensada como un mediador entre el hombre y la naturaleza
(Van der Laan 1960, 7, 1983, 11; Borchers 1968, 33, 1975, 182), mientras que en el materialismo histórico, el
mediador principal es la práctica humana en sí, ya que el trabajo humano es visto como la actividad
fundamental por la que el hombre transforma la naturaleza, produciendo un mundo humano a partir de ésta,
y modificándolo constantemente en función del desarrollo de sus fuerzas productivas (Marx, 2011, 197-98).
Una mayor integración de estos enfoques requiere de una profundización de la fenomenología en las ideas de
la biología teórica (Uexküll 1926), y una progresiva incorporación de la función de las relaciones sociales en la
percepción y la producción de la arquitectura (véase Capítulo 2). Al poner en relación una definición específica
de objeto arquitectónico –en términos de un esquema de acción más que de una cosa sensible– y la teoría del
valor de Marx –como ‘cristalización’ del trabajo humano abstracto–, planteo entender su relación e influencia
mutua como la base material sobre la cual descansa la producción capitalista de arquitectura (véase Capítulo
3). Una restauración del cuerpo humano y el valor de uso sobre el dominio del fetichismo de la mercancía y el
valor de cambio requieren un enfoque materialista de la arquitectura en que la práctica social constituye el
origen real de las ideas arquitectónicas en lugar de lo inverso.
Este enfoque nos dirige, en la segunda parte, hacia un entendimiento del espacio y la arquitectura como
productos sociales sujetos a las mismas leyes de movimiento que operan en el modo de producción capitalista.
Ambos poseen funciones sociales específicas, ya sea como medios de producción y subsistencia, o lo que
denomino como una ideología objetiva(véase Capítulo 4). ¿Cómo se puede caracterizar el tipo de arquitectura
producida por el capitalismo? Conceptualizado a partir del proceso histórico de la abstracción del trabajo y el
espacio –es decir, la acumulación primitiva requerida para el establecimiento de la sociedad burguesa y sus
relaciones de propiedad–, psicólogos, historiadores y teóricos de arquitectura desarrollaron el concepto
moderno de espacio hacia finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Este concepto presenta al ‘espacio’
como un vacío/volumen neutral y autónomo disociado de las prácticas sociales y políticas que lo producen.
Por lo tanto, se trata de una concepción ideológica (falaz) del espacio desde un comienzo. Otros intentos de la
Bauhaus y parte del movimiento Constructivista de incorporar la dimensión social a través de teorías
funcionalistas (y supuestamente marxistas) no abordaron el papel que el formalismo (y su forma degradada, el
esteticismo) tuvo y aún tiene en el carácter fetichista del espacio capitalista (Tafuri y Dal Co 1980, 173). En
efecto, la reducción del espacio a este estado apolítico, visual-estético, o puramente empírico no es mera
ideología, sino que cumple una función práctica específica: garantizar la reproducción de las relaciones
sociales de producción (Lefebvre 1991, 317, 1976, 11). Sin embargo, dicha reproducción no se puede conseguir
sin grandes problemas. Las contradicciones internas al desarrollo del capitalismo (especialmente entre capital
y trabajo) se incrementan en el nivel espacial como una tendencia simultánea hacia una homogeneización
absoluta por un lado, y la fragmentación extrema del espacio, por otro. La arquitectura se convierte así en
una abstracción real(como el dinero o el capital), un objeto aparentemente autónomo y racional, que aspira a
homogeneizar todo lo que se encuentre en el camino de las fuerzas de la acumulación (el estado y el mercado
mundial), paradójicamente, mediante la fragmentación y subdivisión del espacio (véase Capítulo 5).
Si el espacio/arquitectura puede servir a fines políticos y económicos mediante el reforzamiento de las
relaciones de producción/propiedad, ¿podría servir entonces como un dispositivo para confrontar dichas
relaciones? ¿Acaso esto no depende, en primer lugar, de la total transformación de las prácticas sociales que lo
produce?
Estas
preguntas
requieren
distinguir
entre la
política de
la
arquitectura
y
su
dimensión política intrínseca. Mi objetivo es demostrar que la arquitectura es intrínsecamente política, no en
el sentido limitado de su uso o interpretación política, sino debido a su rol como mediador entre los seres
humanos, la naturaleza y el mundo humano. Lo político es una condición universal o formal, mientras que la
política es particular y contingente (Jameson 1997, 243; Lefebvre 2003, 61). Esta distinción se expresa en
términos arquitectónicos, a través de la dialéctica entre proyecto y diseño (Aureli 2011, xiii, 30ff), que
corresponde también a la ya mencionada relación entre objeto y cosa. La dimensión política sólo puede ser
captada al nivel abstracto/interno de los objetos, a saber, en la forma en que un proyecto fija el modo de
relación entre la arquitectura y el espacio social que la produce (por ejemplo, la ciudad). La distinción entre el
concepto de lo político y la ideología también debe ser considerada con el fin de aclarar su relación con la
arquitectura. La ideología, por ejemplo, no se define tanto como una construcción mental, sino como algo que
opera en la práctica social, por lo tanto, en la práctica arquitectónica. En última instancia, mi objetivo es
demostrar que la arquitectura no puede ser política en sí misma (como la encarnación directa de una ideología
política en particular), ni tampoco puede ser política debido a sus cambiantes usos políticos. Sin embargo, esto
no implica que pueda ser determinada conscientemente (políticamente) al nivel substancial del proyecto
arquitectónico (véase Capítulo 6).
Por último, en la tercera parte mi propósito es evaluar el marco teórico a través de un análisis materialista de
UNCTAD III. Esta parte se divide en tres capítulos que, como episodios de una historia, tratan de reconstruir
el proceso de concepción, construcción y funcionamiento del edificio. Este proceso se articula mediante la
interacción dialéctica entre tres puntos de inflexión históricos: Utopia (1971), Tragedia (1973), y Farsa
(2010).[3] EnUtopía (véase Capítulo 7), se analiza el contexto económico y político de la época y su influencia
en la concepción y realización del edificio. Dos niveles de análisis son introducidos: el edificio como resultado
y condición de una práctica concreta, y como unarepresentación ideológica. En Tragedia (véase Capítulo 8),
se examinan las precondiciones sociales del golpe militar que puso fin al proceso revolucionario chileno y que
transformó UNCTAD III en la sede principal de la Junta –una especie de centro de vigilancia estratégico,
similar a un búnker de guerra. En Farsa (véase Capítulo 9), se relata el triste destino del edificio después del
término de 17 años de dictadura: en el 2006 fue parcialmente destruido por un incendio debido a la falta de
mantención, y más tarde fue reconstruido de acuerdo a los imperativos de una arquitectura abstracta y
altamente estetizada. Varias preguntas surgen de este análisis histórico y que intentaremos responder de
acuerdo a las premisas teóricas previas. Por ejemplo, ¿cuál fue la relación que UNCTAD III estableció con la
ciudad y el entorno social más amplio de la época? ¿Cuál es su dimensión política intrínseca? ¿Cuál fue su
papel en el proceso revolucionario iniciado por el gobierno de Allende? Si después del golpe, el edificio fue
fácilmente convertido en un aparato represivo ¿dónde reside su potencial emancipatorio?
Después de examinar este caso único, que muestra la historia y la derrota de una práctica arquitectónica
abiertamente política –precisamente en un punto de inflexión en la historia general de la arquitectura–
seremos capaces de evaluar la posibilidad de que una práctica arquitectónica políticamente comprometida aún
pueda ser viable dentro de las leyes coercitivas de la acumulación capitalista. Como cualquier otra forma de
práctica social, la arquitectura podría tener un rol importante que desempeñar en un proceso de revolución
social que apunte hacia la emancipación de la clase trabajadora de la dominación abstracta del capital y su
forma política, el Estado. A pesar de que se pudieran formular acusaciones precipitadas de utopismo, debemos
recordar que a veces lo verdaderamente utópico no es lo imposible, sino que precisamente la eterna
reproducción de lo posible. Puede ser cierto que una futura ‘arquitectura socialista’ o no-capitalista no pueda
ser pensada de antemano, y que dicho intento es fútil. En ese caso, uno pudiera preguntarse si esto no es más
bien un falso problema. Podría ser que la verdadera cuestión resulte ser mucho más modesta: no la
imaginación de arquitecturas imposibles y utópicas sobre el papel, sino la larga lucha –en terreno– por la
consciente organización y revolución de su práctica.
—◊—
Conclusiones: ¿Una Arquitectura Revolucionaria?
No hay duda de que, en todas sus variantes, el modernismo –como la forma cultural y política del
capitalismo– abrió un rol potencial para el arte y la arquitectura en la transformación revolucionaria de la
sociedad burguesa –un papel difícilmente concebible hasta finales del siglo XIX. Sin embargo, esto no fue más
que una posibilidad a la espera de realizarse. La ambigüedad política hacia el capitalismo y sus nuevos
desarrollos tecnológicos, sobre todo en la arquitectura, comprometió en gran medida dicha potencialidad.
Esto fue mucho más allá que una cuestión de elección para los arquitectos, dado que la fuerza y realidad del
espacio abstracto –generado por el movimiento del capital y el Estado centralizado– influenció la teoría de la
arquitectura de manera insospechada. Los arquitectos marxistas más comprometidos, desde los movimientos
Constructivista alNeues Bauen, por ejemplo, vieron al funcionalismo como el resultado práctico del
materialismo histórico: la arquitectura sería determinada únicamente por los procesos de la vida real y ya no
por la ideología de la clase dominante. Sin embargo, tras el impulso inicial, el resultado fue claro: lejos de
desafiarlos, la arquitectura moderna encarnó eficientemente los requerimientos del capitalismo y su aparato
estatal. Con el advenimiento del capitalismo global y su contraparte cultural, el posmodernismo, el
componente revolucionario fue ‘tirado por la borda’, por decirlo así, junto al Estado totalitario. El potencial de
una práctica arquitectónica revolucionaria jamás se restableció –a excepción de unos pocos intentos menores.
A pesar de la crítica posmoderna del modernismo (dentro y fuera de la arquitectura), lo que ha permanecido
intacto durante la era posmoderna es, por supuesto, la actitud indulgente hacia el capitalismo. En ausencia de
un proyecto político global que confronte seriamente la hegemonía capitalista y sus formas políticas
(democracia liberal), el desafío activo de la arquitectura contra el orden social establecido, a lo sumo, se ha
retirado hacia un fenomenologismo reaccionario o desviado hacia la impotencia de nuevas formas de
moralidad que se asemejan a una ‘ética de negocios’ (construcción ‘responsable’ o ecológicamente
‘respetuosa’); y, en el peor de los casos, ha admitido voluntariamente las nuevas necesidades de una industria
cultural multinacional (bajo pretextos autorreferenciales o teóricos), o se ha rendido totalmente ante los
dictados de la especulación inmobiliaria.
Cualquiera que sea el intento de diagnosticar la situación actual, debería estar claro a estas alturas que hemos
decidido seguir un camino muy diferente en este análisis. En lugar de abordar directamente el estado actual de
las cosas, se ha creado una distancia crítica, lo que ha permitido ver el problema en cuestión de nuevas
maneras. Esta distancia se ha creado tanto en el plano de la teoría como el de la historia. En primer lugar,
hemos abstraído la relación concreta y contingente entre arquitectura y capitalismo para examinarla en
relativo aislamiento –colocando entre paréntesis ciertas especificidades históricas y geográficas. En un
segundo movimiento, hemos puesto a prueba las conclusiones teóricas mediante su incorporación en las
complejidades de una realidad histórica concreta (UNCTAD III). Al volver hasta ese momento coyuntural de
crisis y reestructuración capitalista, acompañado de la correspondiente agitación social, política y cultural,
entre finales de los 60’ y principios de los 70’, mi objetivo fue localizar (examinando el último aliento del
modernismo) las bases reales de la relación entre la arquitectura y el capitalismo actuales. La tarea de estos
pensamientos finales es, entonces, rearmar esta totalidad (teoría e historia, abstracto y concreto) en su
movimiento, es decir, reconectar los procesos examinados desde el punto de vista de la práctica –es decir, las
restricciones y posibilidades concretas de un práctica arquitectónica antagonista.
I
El planteamiento inicial se caracterizó por el intento de relacionar la teoría fenomenológica y biológica de la
arquitectura con una concepción materialista del mundo. El objetivo fue establecer el papel de la actividad
humana (praxis) en la producción del mundo humano (segunda naturaleza) y, en particular, la arquitectura.
Aunque se han realizado varios intentos por vincular el Marxismo y la Fenomenología en el pasado –
especialmente en Heidegger y Merleau-Ponty–, el análisis se centró en la ‘arquitectura inherente’ en el cuerpo
humano en lugar de preguntas trascendentales o existenciales más amplias. La cuestión clave fue la relación
del cuerpo humano con la naturaleza en abstracto –es decir, como si estuviera hipotéticamente aislado de las
relaciones sociales. Examinada de cerca, la naturaleza se revela no como un absoluto, no como autónoma, sino
como algo que está siempre ya-transformado por el hombre. No existe una naturaleza original, sólo la
naturaleza previamente modificada –en mayor o menor medida– por la mano del hombre y vista a través de la
mente humana. Por lo tanto, la noción de una segunda naturaleza –el mundo humano como nuestro propio
hábitat ‘natural’– capta la interacción dialéctica entre la naturaleza externa e interna (humana), yendo ‘más
allá de la interpretación ontológica idealista y materialista de la naturaleza’ (Lefebvre 2011, 142). Lo que este
breve análisis revela es el carácter ilusorio de distinciones mecánicas entre naturaleza y sociedad: sólo hay una
segunda naturaleza (humanizada), que está hecha de la materia de la primera naturaleza. Interpretaciones
falaces e idealistas de la naturaleza pueden llevar fácilmente a ver la arquitectura simplemente como el
‘receptáculo’ de la vida humana, como supuestamente es la naturaleza. Sin embargo, nuestro mundo humano
no puede ser visto simplemente como un ‘medio’, ya que no solamente es un mediador entre nosotros y la
naturaleza, sino entre nosotros y ‘nosotros mismos’. En otras palabras, es a la vez resultado y condición de la
actividad humana que lo transforma continuamente con el fin de reproducirse a sí misma, y no puede hacerlo
de otra manera. Por lo tanto, el mediador real y origen de toda arquitectura es la actividad productiva como
tal.
Visto desde esta perspectiva, el problema general y U3 se vislumbraron bajo una nueva luz. La perspectiva
ontológica idealizada, en que la arquitectura emerge entre los seres humanos y el espacio natural (Van der
Laan, Borchers) se amplía con una en la que la arquitectura también media entre los seres humanos y la
segunda naturaleza (social), y al mismo tiempo, entre lo que ya existe (arquitectura del pasado) y lo que podría
ser (arquitectura posible). Por otra parte, debido a que la arquitectura es un producto de las relaciones
sociales, esta relación espacio-temporal es una en la que las relaciones sociales organizadas son el
intermediario concreto entre los seres humanos y su mundo objetivo. Además, es la acción colectiva humana
la que interviene entre las condiciones sociales y materiales ya existentes, y las posibles o nuevas condiciones
que esta misma acción anuncia. U3 fue el producto de un intento por forjar nuevas relaciones sociales entre
Santiago y sus habitantes, una relación en la que los trabajadores pudiesen percibir el mundo objetivo de la
ciudad y sus edificios como el producto común de su propio trabajo, como una gran obra colectiva que ya no
pertenecería a una clase de ciudadanos particulares o al Estado, sino al pueblo que la produjo.
Es precisamente esta conciencia de la arquitectura como una actividad creativa consciente, sujeta a disciplina,
lo que la distingue de la actividad de la construcción en general, y de las formas naturales. Para entender la
arquitectura desde el punto de vista de las relaciones con la segunda naturaleza, fue necesaria una distinción
adicional entre lo natural y lo artificial. En el ámbito de la arquitectura de esta diferencia está lejos de ser
evidente, y se basa en el carácter constitutivo de los términos más que la fuente de la que supuestamente
emanan. Marx también utilizó el término ‘segunda naturaleza’ para referirse al mundo humano ‘naturalizado’,
tratado como un absoluto externo sobre el que los hombres no poseen control. Ampliando la distinción de Van
der Laan entre los órdenes naturales y artificiales, Borchers incluyó la llamada arquitectura ‘cotidiana’,
‘vernácula’ o ‘popular’, que se desarrolla de forma espontánea, dentro del orden natural, y la distinguió de la
arquitectura como el resultado del pensamiento teórico sistematizado, la cual pertenece a un orden artificial.
La arquitectura concebida como arte mayor rompe desde el inicio con el determinismo de las leyes naturales
(humanas o no). Se deduce entonces, que latransformación del mundo (como segunda naturaleza), en el
sentido de romper con su desarrollo ‘natural’ o ‘ciego’ más que reproducirlo instintivamente, sería una
característica intrínseca a la arquitectura concebida de esta manera. Una vez más, U3 puede ser visto como un
ejemplo de esto. Las personas involucradas en la planificación y la construcción eran plenamente conscientes
del rol del edificio y la conferencia en la ruptura radical con la planificación (burguesa) establecida de la
ciudad.
En este punto, y habiendo llegado a conclusiones iniciales sobre una base abstracta, tuvimos que integrar el
entendimiento universal o puramente teórico de la relación entre hombre y naturaleza en una comprensión
social –y progresivamente histórica– de la actividad humana. Con este fin se desarrolló la distinción entre los
órdenes naturales y artificiales en la diferencia entre las cosas (cualidades sensoriales externas) y
los objetos(esquemas internos de acción), los cuales constituyen lo que Uexküll llama el círculo funcional del
cuerpo humano. Junto a éstos, introdujimos la dialéctica del uso y elintercambio de Marx. La primera
distinción apela al carácter dual del cuerpo humano, siendo a la vez un transmisor pasivo y activo de energía
(Lefebvre, 1991, 178). La segunda, apunta al carácter concreto y abstracto de las mercancías. Una distinción
adicional de Marx es entre el valor de cambio (razón de cambio entre mercancías) y el valor (trabajo
abstracto). Siguiendo a Uexküll y Van der Laan, Borchers postuló a los objetos como la substancia de la
arquitectura. Por su parte, Marx planteó al valor como substancia de las mercancías. El objetivo aquí fue
establecer la relación intrínseca entre los objetos (arquitectónicos) y los valores (sociales). El concepto común
que los une es el tiempo de trabajo, y su equivalente en arquitectura, los actos humanos. Según Borchers, los
actos son acciones ‘cristalizadas’ (por ejemplo: entrada, pasillo, etc.), mientras que en relación con el valor, los
actos son la estructura social que regula las acciones (por ejemplo, acciones ritualizadas, el trabajo, el deporte,
la danza, etc.) En este marco, U3 se analizó como cosa y objeto, como valor de uso y valor de cambio. La
cuestión central en este punto fue: ¿Cuáles características del edificio son intrínsecas a su arquitectura y cuáles
no? Para responder, buscamos analizarlo como el resultado de una práctica social concreta y, al mismo
tiempo, como una representación ideológica.
Al restaurar el papel central del cuerpo humano –su percepción, movimiento y su práctica social–
reafirmamos una concepción materialista (social) de la arquitectura que nos permitió criticar y disipar los
enfoques idealistas dominantes. Si la arquitectura es entendida ya no como el producto de los llamados
‘conceptos arquitectónicos’, las ideologías o incluso del zeitgeist ‘predominante’, sino más bien como resultado
y medio de una práctica social, el problema de su rol en el capitalismo y en contra de éste reaparece de una
manera distinta. Así, en lugar de concentrar los esfuerzos en los análisis ideológicos –sin duda necesarios,
pero que abundan entre los teóricos de la arquitectura– decidimos centrarnos en las prácticas materiales
sobre los que, en primer lugar, estos debates se construyen. En consecuencia, el primer paso en la
investigación fue el análisis del espacio y la arquitectura entendidos como productos sociales, no medios
pasivos o meros ‘reflejos’ de la sociedad. Establecimos sus funciones como los medios de producción y
de subsistencia, y como ideología ‘objetiva’, es decir, el carácter fetichista que asumen bajo el capitalismo, y
que es precisamente lo que asegura su uso instrumental por el poder político.
II
Una cuestión compleja emerge de estas reflexiones: ¿Qué tipo de arquitectura ha engendrado el modo de
producción capitalista y cómo? La primera parte del problema debió abordarse de una manera abstracta, a fin
de introducir el concepto clave de capital. Si la producción de valor (incluyendo la arquitectura) es lo que
caracteriza a la producción simple de mercancías en las sociedades pre-capitalistas, la producción de plusvalía
es lo que define el modo de producción capitalista. ¿Cómo se produce esta plusvalía? ¿De dónde viene la
ganancia? Marx llegó a la conclusión de que sólo una mercancía llamada fuerza de trabajo tiene la capacidad
de producir más valor de lo que cuesta –es decir, el capital variable. La condición previa para transformar el
trabajo humano en mercancía fue la expropiación de los productores directos del acceso a los medios de
producción (capital constante) y de subsistencia por una naciente clase social, la burguesía –un proceso
conocido como acumulación originaria. Se inició así un cambio radical en las relaciones de propiedad, en la
que el llamado ‘derecho a la propiedad privada’ asegura y legitima la exigencia de los ‘nuevos propietarios’ de
explotar fuerza de trabajo con el fin de acumular plusvalía como un fin en sí mismo. El proceso por el cual el
propietario de estos medios compra la fuerza de trabajo y la pone a trabajar para producir nuevas mercancías
que luego vende por el precio original más una ganancia, define el concepto de capital. Por lo tanto, si el
capital es un proceso en el que el valor contenido en las mercancías cambia constantemente su forma con el fin
de expandirse a sí mismo –del dinero a las mercancías y de nuevo a más dinero– y luego, tan pronto como la
arquitectura se adentra en este circuito como medio de producción (una fábrica u oficina, por ejemplo) se
convierte ella misma en capital –como capital constante, o más específicamente, capital fijo.
El resultado de este proceso histórico fue la progresiva abstracción de las actividades laborales concretas en
esa actividad indiferenciada de creación de riqueza llamada trabajo abstracto. Una vez medido como el
promedio del tiempo de trabajo para producir una mercancía dada, el trabajo abstracto forma la substancia
del valor de dicha mercancía, que finalmente se expresa en su valor de cambio y su precio. Según Lefebvre,
este proceso no podría haber tenido lugar sin la integración de la arquitectura y el espacio en su totalidad, en
el circuito del capital. Como resultado, éstos se han convertido en abstracciones reales: fetiches
aparentemente autónomos (como el dinero y el capital) que causan una tendencia simultánea a la
homogeneización y la fragmentación social que, sin embargo, es socialmente real. El espacio abstracto nació
de la violencia y la ‘destrucción creativa’ de la acumulación originaria y la creación del Estado moderno.
Esencial para este proceso fue también el papel creciente de la urbanización en la expansión de los mercados,
llegando finalmente a todo el mundo.
A finales del siglo XIX y principios del XX, teóricos del arte y la arquitectura comenzaron a formular el
concepto de espacio moderno, lo que no fue más que un reflejo en la teoría de una realidad social ya en
desarrollo. Este movimiento corresponde a la instrumentalización del conocimiento analítico por el
pensamiento burgués a fin de facilitar la aplicación práctica y estratégica del espacio abstracto –ya sea por el
Estado o las empresas privadas. La arquitectura se convirtió progresivamente en un problema de ‘economía y
conveniencia’ (Durand) y finalmente adoptó plenamente la jerga y los métodos de la industria a gran escala (la
gestión científica del trabajo, el funcionalismo, y así sucesivamente). Paradójicamente, la Bauhaus, los
Constructivistas y arquitectos afines se vieron a sí mismos como llevando a cabo una revolución anti-burguesa
en el arte, el diseño y la arquitectura. Es cierto que cambiaron radicalmente la forma en que el arte y la
arquitectura se relacionaban con la sociedad, y por lo tanto, inevitablemente, se abrió el camino para una
práctica revolucionaria en el ámbito cultural. Sin embargo, las llamadas a los arquitectos a ‘abrir sus ojos’ a la
sociedad industrial y sus nuevos desarrollos técnicos (Le Corbusier) contenían un mensaje ambiguo que
resume su postura positivista. Arquitectos más radicales o abiertamente marxistas adoptaron una actitud
determinista e igualmente positivista en la fusión entre materialismo y funcionalismo. Otras variantes del
modernismo, como el futurismo, el expresionismo, y el neoplasticismo se mantuvieron dentro de un enfoque
formalista-esteticista desprovisto de, o indiferente hacia, las cuestiones sociales.
Los arquitectos de U3 fueron muy influenciados (incluso directamente) por estas teorías, y las incorporaron en
su diseño a través de dos características principales: el diseño total o integral, y la búsqueda de lo nuevo –
ambas están estrechamente relacionados con la idea de la producción del espacio. La concepción abstracta del
espacio se vio atenuada por un enfoque local como resultado del despliegue pre-revolucionario de nuevas
relaciones sociales en el ámbito de la producción y la cultura. Como objeto arquitectónico (y un conjunto de
objetos) y como el resultado y condición de una nueva práctica social, las características intrínsecas de U3 –
como su planta libre, su estructura independiente, o su apertura hacia la ciudad– no lograron romper con la
producción capitalista del espacio de una manera substancial. Sin embargo, su proceso de producción y
diseño, sin duda desafió los métodos imperantes en la época, tanto en la arquitectura como la organización del
proceso de trabajo.
Después de haber analizado las relaciones entre el desarrollo del espacio abstracto y la aparición de la
arquitectura moderna, debimos especificar el carácter político de la obra de la arquitectura. ¿Es la arquitectura
política? La respuesta es sí, pero sujeta a definiciones específicas. La distinción entre lo político y la política se
desarrolló en el marco de la diferencia entre proyecto y diseño, que asimismo corresponde a la previa
distinción entre los objetos (propiedades internas) y las cosas (propiedades externas). Se identificó un camino
en que se reconoció el carácter estructural o formal de lo político en la arquitectura. Como el resultado de una
práctica política en su sentido más amplio, la arquitectura es entonces intrínsecamente política, que no es lo
mismo que decir que es política ‘en sí misma’. La dimensión política de la arquitectura radica en la
estructuración del modo de relación que establece entre los seres humanos y entre éstos y su entorno. De ello
se desprende que la utilización o la interpretación política de la arquitectura son funciones meramente
externas o contingentes que no puedan constituir su dimensión política intrínseca. Al enfrentarnos a las
afirmaciones de Jameson y Tafuri se hizo evidente que la pregunta inicial debía ser reformulada desde el
punto de vista de la práctica arquitectónica y no de su resultado. Este nuevo enfoque nos permite hacer frente
a la difícil cuestión de la acción política del arquitecto. Confrontando la esterilidad extrema de la posición de
Tafuri, afirmamos la idea de que la acción política en arquitectura debe tener lugar primero al nivel de sus
métodos de producción y debe ir más allá de los límites de la propia disciplina. U3 fue analizado desde el
punto de vista de estas hipótesis, llegando a la conclusión de que a pesar su significación política explícita y
cambiante a lo largo de su vida útil, su dimensión política intrínseca como objeto arquitectónico se mantuvo
prácticamente sin modificaciones hasta que fue destruido por el incendio de 2006. Como un ejercicio de
amnesia histórica y política, su reconstrucción aseguró que su dimensión intrínseca como objeto –y conjunto
de objetos– se rompiera o modificara al punto de llegar a ser irreconocible.
III
No puede haber una práctica arquitectónica revolucionaria sin el apoyo de un proceso social revolucionario
que la sustente. Si la arquitectura es entendida como el resultado de la producción social del espacio, es
precisamente esta práctica productiva lo que deberá cambiar radicalmente para cambiar la arquitectura. Por
otro lado, estas prácticas revolucionarias no ocurren en un vacío: están sujetas a un conjunto de condiciones
ya existente, un espacio social y una arquitectura ya existentes. ¿Debería la práctica arquitectónica esperar a
una revolución total, una transformación total de la producción de la vida material, para cambiar ella misma?
o ¿Puede la práctica arquitectónica transformar estas condiciones materiales heredadas únicamente
cambiando sus propios métodos internos? No y sí. No, en la medida en que estos métodos sólo pueden alterar
la manera en que la arquitectura es conceptualizada y diseñada, pero no su producción social real, que
depende de un amplio conjunto de fuerzas económicas y políticas: la arquitectura no puede cambiar
exclusivamente a partir del ámbito de las ‘ideas’. Sí, si una práctica arquitectónica específica o un conjunto de
prácticas son capaces de establecer vínculos orgánicos entre sus métodos y los objetivos de organizaciones
sociales y movimientos revolucionarios, especialmente los vinculados a las prácticas espaciales –por ejemplo,
movimientos ciudadanos, movimientos urbanos por el ‘derecho a la ciudad’, movimientos de los sin techo,
organizaciones por la defensa del patrimonio o la conservación del medio ambiente, etc. ¿Qué impide llevar a
cabo esto? Se examinaron varias cuestiones en nuestro análisis: la internalización del espacio abstracto dentro
de la práctica arquitectónica, la ilusión ideológica de los arquitectos respecto a su propio papel en el
capitalismo, su gran dependencia de un marco institucional (político) y económico que legitima y perpetúa el
modo de producción existente, la ‘comodificación’ de los objetos arquitectónicos y de la arquitectura en
general. ¿Cómo pueden los arquitectos confrontar estos límites? ¿Existen condiciones para una práctica de
arquitectura políticamente consciente en el capitalismo? Para ser verdaderamente radical, la arquitectura debe
ir a la raíz del problema y enfrentarlo con sus propios métodos, pero nunca de manera aislada de otras
prácticas radicales, y ciertamente no como una cuestión puramente teórica o académica. La raíz del problema
es clara: la arquitectura debe desafiar el espacio abstracto del capitalismo (basado en las relaciones de
propiedad privada) mediante la restauración del cuerpo humano total en el conjunto de sus dimensiones
perceptuales y sociales y en el ámbito de los objetos arquitectónicos, es decir, dentro de la propia planta de
arquitectura. La actividad humana siempre podrá cambiar el propósito de la arquitectura, pero no puede
cambiar su estructura interna, su sistema de medición, y la manera en que ésta afecta nuestra percepción y
acciones. La arquitectura es un producto colectivo y artificial de nuestra propia creación, es el mundo humano
que nos forma al tiempo que nosotros lo conformamos, su transformación no será nunca la exclusiva
invención de los arquitectos, sino de la sociedad en su conjunto.
En resumen, esta investigación ha analizado teóricamente las relaciones entre arquitectura y capitalismo con
el objeto de enfrentar con realismo la cuestión de su rol político en la lucha por la transformación de este
modo de producción. Es evidente que esta tarea no puede ser confiada a la arquitectura como los modernos
creían, sino que debe ser entendida sólo como una pequeña contribución (colaborativa) a un proyecto
colectivo más amplio por la emancipación de la clase trabajadora de la dominación ciega y abstracta del
capital, así como la transformación radical de sus instituciones –sobre todo la propiedad privada y el Estado.
Sin duda, el objetivo final, como creía Lefebvre, es la transformación de la vida cotidiana en todos sus
aspectos. Sin embargo, soluciones facilistas a este dilema caen por lo general en formas no-dialécticas o crudas
de utopismo. Estas se manifiestan ya sea como experimentación formal auto-referencial vaciada de contenido
político (o uno forzado y a posteriori), o como llamados reaccionarios a volver a una arquitectura más
‘humana’ y fenomenológica que lograría por sí misma un cambio sin contaminarse o asociarse con prácticas
sociales externas. El carácter ilusorio y ensimismado de estas y otras variaciones no sólo exige un análisis
crítico del lugar y rol de la arquitectura dentro de la producción capitalista del espacio, sino que más
importante aún, es el replanteamiento de su práctica y métodos. En breve, lo que queda por hacer es trabajar
hacia un programa de arquitecturaque aborde de una manera unitaria (como un conjunto de proposiciones
teóricas fundamentales) sus contenidos, objetivos y métodos. Por razones estratégicas explicadas
anteriormente, esta investigación consistió sólo en una pequeña parte del análisis crítico necesario, centrado
principalmente en los problemas de la arquitectura moderna. Un análisis más detallado requiere hacer frente
a los nuevos problemas que el posmodernismo –entendido como la superestructura cultural del capitalismo
global– representa para la práctica arquitectónica. Es de esperar que el ejemplo de UNCTAD III y la
experiencia de los trabajadores, artistas, arquitectos e ingenieros que lo hicieron posible, pueda ser una valiosa
prueba del potencial revolucionario de la práctica arquitectónica para contribuir modestamente a la
transformación y re-apropiación del espacio y el tiempo social.