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PRÓLOGO
Juliana González Valenzuela
Ethos tiene diversos sentidos. Significa primeramente "carácter"
no en el sentido de expresión emocional psicológica, sino del "carácter propio" de algo, sus características peculiares, su sello o
marca distintiva. Ethos es así "modo de ser", forma de existir, y señaladamente manera de "estar" en el mundo; de disponerse ante la
realidad. Remite a la actitud fundamental que el hombre tiene
ante sí mismo y ante lo que no es sí mismo. Por otra parte, en su
significado más arcaico, el ethos se refiere a "guarida" refugio o
morada; acepción que se conserva en el sentido de interioridad,
de ámbito interno de sí mismo en el que el hombre suele encontrar su fuerza propia, su fortaleza más preciada. Y el ethos significa
también esa especie de "segunda naturaleza" (la naturaleza moral
y cultural), que el hombre construye por encima de la mera
naturaleza dada (natural); expresa el poder de trascendencia que
le caracteriza en su propia humanidad, de modo que el ethos corresponde a la humanización misma de la existencia. Y el ethos del
filósofo, en particular, es forma eminente de todo ello; coincide
con la "forma de vida" filosófica. El filósofo es, en este sentido, "un
carácter" un modo distintivo de ser, creado mediante el propio
ejercicio del filosofar. En el ethos filosófico se realiza, además, el
rasgo esencial de la autoconciencia.
Esta Antología busca destacar algunos pasajes de la historia de
la filosofía (tanto occidental como no occidental) en que se ex7
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Juliana González Valenzuela
presa directa o indirectamente el ethos filosófico.1 Se trata, desde
luego aquí, de una selección que, como tal, no puede evitar ser
fragmentaria y, en alguna medida, personal. Obedece a las preferencias que cada uno de los comentaristas ha tenido respecto de
autores y de textos. La selección misma implica ya una cierta interpretación. Los colaboradores llevan a cabo, en efecto, una lectura o hermenéutica filosófica propia, pero que busca a la vez una
comprensión, lo más objetiva posible, tanto de los pasajes elegidos y comentados, como del acto mismo del filosofar y de su
ethos.
Cada comentario a los textos elegidos no pretende, por lo demás, sino destacar su importancia, iluminándolo apenas por un
instante. Su intención no es otra que la de sugerir y hacer un llamado de atención sobre la trascendencia del tema y de los autores que lo tratan. La lectura que realiza el comentarista no puede
ser, por lo tanto, sino una incitación a que el lector realice la suya;
no es la lectura (la única posible) ni mucho menos; es una invitación a leer o interpretar por cuenta propia, a coincidir o discrepar,
a generar, en suma, la genuina comunicación filosófica, hecha
siempre de consensos y disensos.
En cierto sentido, esta Antología pudiera valer como una introducción, si no a la filosofía, sí al filosofar, como verbo o acción.
Pues aquí la filosofía es vista desde el sujeto que filosofa y desde la
condición vital que la hace posible. El quehacer filosófico es contemplado en su "entraña misma" como lo expresa María Zambra-
1
Entendemos aquí la filosofía lo mismo en su sentido estricto, como filosofíaepisteme o ciencia (que es el que prevalece en gran parte de la tradición occidental),
que en su sentido lato, como filosofía-sophia o sabiduría (que también se da en Occidente pero que es propia de las culturas no occidentales, como son las orientales
o del mundo precolombino; aunque tampoco es posible desconocer en algunas
creaciones de éstas la existencia de un pensamiento filosófico, en ocasiones tan abstracto y especulativo como el que también se ha producido en algunas manifestaciones de la filosofía occidental.
Prólogo
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no; desde su ethos, ciertamente. Los textos seleccionados son, en
todo caso, de tal importancia y significación que ellos parecen
expresar, lo mismo cada uno que en su conjunto, una especie de
"llamado" al filosofar, una invocación (vocatio) al despertar
voca-cional.
Con la atención puesta en el ethos del filosofar se hace manifiesto algo fundamental: su permanencia y su cambio, su mismidad y su diferencia. De Heráclito de Éfeso a Lyotard, pasando por
Boecio o por Kant, y transitando desde la filosofía occidental hasta filosofías o sabidurías no occidentales (la náhuatl, la maya, la
china), hay un modo de ser que persiste o coincide, revelando características comunes. Dicho con más precisión, hay una
vocación humana universal caracterizada por una singular
búsqueda de lo verdadero, que pervive y a la vez se expresa en
múltiples y diversas formas, lenguajes y contextos. La Antología
contiene así "variaciones sobre un mismo tema" donde son
igualmente significativas y reveladoras ambas cosas: la variación
y la mismidad. Dicho de otro modo, el ethos se va expresando en
ese movimiento histórico que es el propio de la filosofía, donde
no cabe hablar de progreso; donde la misma experiencia,
literalmente, re-vive con nuevas significaciones, sin que lo nuevo
cancele la experiencia anterior. Es una vivencia que renace en
distintos tiempos y en distintos espacios culturales dentro de
diferentes contextos, con nuevo rostro y nuevo lenguaje, pero con
el mismo signo del amor por el saber de philía por la sophía.
El ethos del filósofo se realiza, así, en distintos momentos históricos o en otras culturas, acentuando a veces alguno de sus rasgos definitorios, pero conservando siempre su significación común y radical. La autoconciencia del ethos filosófico se hace
presente en casi todos los textos, desde su primera formulación
en los fragmentos de Heráclito o en el "momento fundacional" de
la filosofía socrático-platonica —como la conceptúa Enrique
Hülsz, comentarista y traductor de los pasajes de la filosofía grie-
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ga, hasta la posmodernidad en el presente. Se ve de este modo cómo la conciencia interior se manifiesta en Sócrates y cómo, en
otra realidad espacio-temporal, siendo "misma" y "otra" a la vez,
se hace expresa en San Agustín, para quien, incluso, en la interioridad reside Dios mismo. Y se hace patente también, cómo, siglos
después, esa conciencia es clave, por ejemplo en Fichte —comentado por Crescenciano Grave—, para quien la conciencia humana
es fuerza de suprema libertad, tanto moral como cognoscitiva, y
se concibe expresamente como equivalente al ethos filosófico.
Pero además, en la Antología se muestra cómo el vuelco de la conciencia hacia sí misma y, con ella, la vivencia de interioridad, es
inseparable del ethos del sabio, tanto en sus expresiones náhuatl y
maya, como en las de la sabiduría china como lo hace ver Mercedes de la Garza.
Expresándose en distintos lenguajes y dentro de diferentes
mundos culturales, prevalece la idea de que el ethos filosófico es
praxis, de que implica la transformación interior y de que es autocreación humana (autopóiesis). Es la autotransformación la que
da lugar al significado del ethos como "segunda naturaleza",
como capacidad de trascender lo dado, de elevarse por encima de
la mera naturaleza natural y material para generar un mundo
"moral y cultural", donde prevalece el orden del sentido. A esta capacidad de elevación, de ascenso, se refiere el significado del ethos
que se enfatiza particularmente en Plotino, como lo pone de manifiesto Alina Amozurrutia, o también en el de San Agustín, comentado por Víctor Gerardo Rivas. Poder de elevación y de éxtasis que sin duda es signo distintivo de las concepciones religiosas
del mundo y de la vida —a las que atiende de la Garza—, particularmente en los pasajes seleccionados de los mayas.
Por otra parte, desde Sócrates también, el vuelco hacia la interioridad que conlleva el ethos consiste, ciertamente, en la adquisición de una singular fuerza y seguridad internas; en este sentido,
el filósofo o el sabio es "hombre de carácter", hombre de ethos,
Prólogo
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que encuentra en la búsqueda del bien el eje fundamental de la
existencia, su propio axis mundi, por así llamarlo. Sócrates tiene
la duda, la inseguridad y la ignorancia ante lo que venga después
de la muerte, pero posee la certeza y la seguridad de que el bien ético de la vida es ir en pos de la sabiduría —y así lo subraya Hülsz—
El ethos es ciertamente "morada interior", en tanto que refugio firme, puerto seguro frente a los avatares de la existencia. Y esta es la
forma en que lo conciben y lo exaltan, Epicuro en su momento
—comentado por Amozurrutia—, o Séneca en el suyo —de quien
se Lizbeth Sagols—. De manera singularmente expresiva, el ethos
del filósofo tiene el poder de suprema "consolación" frente a la
barbarie externa, en el texto de Boecio —seleccionado e interpretado por Ernesto Priani—. Y es Heidegger, destacadamente,
quien recobra en forma expresa, dotándolo de nuevas y originales
luces, el sentido del ethos-morada, del ethos "habitación". La
interpretación que Ricardo Horneffer realiza de Heidegger pone
el acento en ¡a significación del ethos como logos y éste como lenguaje o "habla". El lenguaje es "la casa [ethos] del ser" no la palabra utilitaria, sino la palabra poética.
La apertura, el estado "despierto" (Heráclito), la disposición de
búsqueda de la verdad y de asombro o thauma (Platón) es sin
duda otro de los rasgos fundamentales del ethos filosófico. Actitud de vigilia, de mirada alerta ante lo que existe; de conocimiento
desinteresado de lo que son las cosas "en sí mismas"; de un ver
congnoscitivo (theorein) que define a la filosofía como ciencia, según lo dejarán consagrado particularmente Platón y Aristóteles.
La forma de vida filosófica es la forma de vida teorética, contemplativa, fuente de la verdadera felicidad; expresamente para el estagirita y después para Santo Tomás. Séneca, por su parte, ya había puesto en el "ocio" (contrario a los "negocios" útiles y
públicos) la clave del ethos de la filosofía —como se expresa en al
fragmento comentado por Sagols—. Con significativa frecuencia
en su historia, el ethos implica la conciencia de que el filosofar es-
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tá más allá de las intenciones pragmáticas, utilitarias. Modelos de
esto más cercanos al presente serían, Bergson, Heidegger o Nicol,
como se advierte en los pasajes seleccionados por sus respectivos
comentaristas.
En los inicios del siglo XX, Edmundo Husserl renovará con
nuevo ímpetu este mismo sentido de la filosofía episteme y pondrá el ethos filosófico en la vida teórica, en busca de la verdad —
como lo subraya Horneffer—. Y por su parte, en Jaspers —de
quien se ocupa también Sagols— resurge con significativa fuerza
la idea del ethos como thautna o asombro o azoro ante el mundo
y ante la propia existencia; e incluso, si ahora el asombro es visto
como saberse "perdido en el mundo", el ethos implica asumir ese
estado existencial En Schopenhauer, en especial, el asombro se
había hecho patente —y así lo destaca Grave— como azoro ante
la finitud de todo, ante el enigma insondable del mundo, de modo
que el ethos se identifica con un pathos o un "padecer" (a diferencia de las concepciones clásicas en que se contraponían el ethos
y el pathos). Se trata, en general, de esa especie de transmutación
de las cosas y de la vida que produce el filosofar, por la cual las
realidades dejan de aparecer como hechos consabidos, "acostumbrados" y se revelan ante el asombro humano, suscitando la pregunta, la duda, los enigmas de su existencia.
Ciertamente, la vigilia filosófica conlleva en todo momento la
posibilidad de trascender el estado de lo ya conocido y habitual,
de vaciar la conciencia de todo saber adquirido y acostumbrado,
para hacer que las cosas surjan ante el ojo filosófico, como por
primera vez, como un estado "auroral" siempre renovado. De ahí
la paradoja socrática de la sabiduría de la ignorancia y como suprema humildad ante lo que no se sabe. Conciencia que renace
intensificada en Nicolás de Cusa, —como lo muestra Priani—;
"docta ignorancia", ahora frente a la infinitud de Dios. Y también,
aunque en otro contexto y desde una perspectiva muy distinta, el
ethos filosófico vuelve a ser, en Hume, —y así lo resalta Rivas—,
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profunda experiencia de la ignorancia, derrumbe de los falsos conocimientos y firme aceptación de que la sabiduría está puesta en
la duda misma, en el escepticismo como tal.
Respecto de Kant, Crescenciano Grave recuerda la idea crucial
de que la razón humana se plantea preguntas que no está a su alcance resolver, pero tampoco evitar. Y en mantener viva la pregunta, sin la posibilidad de responderla, estaría sin embargo —a
juicio de Grave— el "temple" en que consiste el ethos del
filósofo, el cual se lleva al extremo en la pregunta límite de
Schelling: "¿por qué el ser y no más bien la nada?" —autor
también comentado por Grave—. En este filósofo alemán, el
ethos se cifraría además en la posibilidad que tiene la filosofía de
hacer frente a la "melancolía" , o a la vanidad de los esfuerzos
por obtener la verdad, y a pesar de esto ofreciendo el filósofo
aquella seguridad que proporciona "la alegría insustituible del
pensar".
Y de manera extraordinaria —en evidente salto temporal y cultural—, el fragmento del Popol Vuh de los mayas —seleccionado
por Mercedes de la Garza—, habla de los hombres como quienes
tienen una mirada incompleta, trunca, cortada por los dioses, que
sólo logra ver lo inmediato, pero no lo lejano; y habla asimismo de
que sólo el sabio puede empeñar y sacrificar el todo de su vida para
recobrar esa mirada fallante, con plena conciencia de humildad.
Y es un hecho que, en gran parte de la tradición occidental de
la filosofía, si no es que en su línea toral, el ethos del filósofo, también desde la presocrática, es inseparable del logos del ejercicio de
la inteligencia humana, fuente ciertamente de felicidad. Así la eudaimonta de Aristóteles, o la beatitud de Santo Tomás. Y así también la identificación que se da, a pesar de las diferencias, entre la
forma de vida filosófica y el ejercicio pleno del pensamiento o de
la razón, tanto en Descartes —visto por Gerardo Rivas—,como
en Spinoza —por Jorge Linares—.
Y como lo destaca Crescenciano Grave, esta absoluta confianza en la razón culminará en Hegel, quien, en notable contraposi-
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ción con la humildad socrática, propia del ethos de la filosofía,
piensa que el carácter distintivo de ésta consiste en la adquisición
del saber absoluto, el cual está puesto en la unidad pura de la idea
y la realidad. El ethos hegeliano estaría expresando, en este sentido, lo que Grave conceptúa como "la hybris de la razón moderna".
Una consecuencia de tal hybris racionalista es el quebranto de
esa fe incondicional en la razón que venía teniendo la filosofía,
particularmente en la modernidad.
Es verdad que, desde los tiempos griegos, se ha dado, en el corazón mismo del ethosy una significativa tensión entre la razón y
la vida, entre el pensamiento y la existencia. Ha sido la fuerza ética, precisamente, la que ha permitido lograr la armonía, o al menos ir en busca de ella, de la conciliación entre los que fueron, para
Nietzsche, los dos instintos en pugna: el apolíneo y el dionisiaco.
Ya desde Pascal —de quien también se ocupa Linares—, no sólo
se tiene la idea de que el hombre es una "caña pensante" azotada
por los vientos, sino de la existencia de las "leyes del corazón"
desconocidas por la razón. Y señaladamente, desde fines del siglo
XIX, el XX y lo que va del actual, el ethos filosófico se concibe
más bien inseparable de sus fundamentos pre o irracionales,
sostenido en sus raíces vitales, por debajo del ámbito de la pura
razón. Desde distintos y contrastados enfoques y contextos, el
ethos del filósofo se explica, y así ocurre en Hume, —comentado
por Rivas— apelando a las inclinaciones de la naturaleza y las
fuentes del deseo. Igualmente en Bergson —cuyo texto es seleccionado e interpretado por Linares—, el ethos sería un grado evolutivo de la energía vital. En Nietzsche —de quien se ocupa Lizbeth
Sagols—, estaría sustentado en la vida y sus fuerzas primordiales;
en Schopenhauer —visto, como se ha dicho, por Grave—, en la
voluntad de vivir, la cual es por completo inaccesible a la razón. Y
algo análogo ocurre en el texto de María Zambrano —que comenta Amozurrutia— en que el ethos filosófico emana de las zonas irracionales, de los "ínferos" del alma, de sus "entrañas mis-
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mas" O bien, justo como signo de "posmodernidad" el filosofar
para Lyotard —según apunta Sagols— se reconoce sustentado en
el deseo, y más aún, en el "deseo del deseo", en el amor por el ser
deseante, muy lejos ya de una concepción racionalista o de la asimilación metafísica del ethos y el logos.
La tensión entre la razón y las fuerzas irracionales de la vida es
extrema en algunos autores, pero sobresale el hecho de que, de un
modo u otro, el ethos se construye a sí mismo en la búsqueda del
equilibrio y la conciliación. Este es el caso del propio Nietzsche,
en el que —como señala también Sagols—, la filosofía puede alcanzar la "interpenetración" de los instintos. O en el de Bergson
—visto por Linares— para quien, en el ethos filosófico, la vida se
hace consciente de sí misma y se concilia con el pensamiento. Y
algo semejante se produce en la síntesis de "razón vital" propuesta
por Ortega y Gasset —también comentado por Linares—, e
igualmente en la razón poética que María Zambrano toma de
Heidegger y recorre por sus propios caminos.
Y en correspondencia con la tensión entre razón y vida, se da
también la que existe entre la "individualidad" y la "comunidad".
El conflicto es ya patente en Sócrates; reaparecerá como la "rareza" del filósofo, de su existencia literalmente extra-ordinaria como es la de Giordano Bruno —tal y como la destaca en su lectura
Ernesto Priani—. El vuelco sobre sí mismo del ethos filosófico
remite necesariamente a la soledad y, con ella, al riesgo, a la incertidumbre y al desafío que implica la tarea de "ser sí mismo". Los
griegos, los latinos y los renacentistas vivieron esta experiencia,
ante todo, como experiencia de autenticidad, incluso de "heroicidad", como se hace particularmente expreso en Bruno. Pero, con
todo, una de las claves del ethos estaba puesta para todos ellos en
la posibilidad de no romper la liga que une al hombre con su comunidad; si no la inmediata, sí con la humanidad futura; éste sería, en especial, el caso de Séneca, y también el de Jaspers —de
quienes se ocupa Sagols—.
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Sin embargo, no siempre se alcanza esta conciliación ni se supera el conflicto que, en ocasiones, se traduce en desgarramiento,
particularmente en algunos momentos del filosofar del siglo XX.
En Kierkegaard —comentado por Rivas—, cuyo ethos filosófico se
manifiesta esencialmente como experiencia de radical soledad y
vacío, de indeterminación y, por ende, de angustia. En general, los
pensadores existencialistas acentúan este sentido de soledad del
ethos del filósofo. Aunque también éste se comprende aquí como
capacidad, como "carácter", para asumir dicha soledad y angustia.
En los textos seleccionados de las culturas prehispánicas, o de
la antigua China, por el contrario, el ethos se hace expreso como
equilibrio entre la autenticidad del sabio y su compromiso con la
comunidad, manifiesto sobre todo como misión educativa. El sabio náhuatl, en especial, concibe ésta con dos signos esenciales:
como capacidad de dotar de "rostro" a quien es formado por él, y
de "humanizar su querer; "de trasmitir, en suma, su propio ethos,
el cual es implícitamente reconocido como adquisición de identidad y humanidad —según lo interpreta de la Garza—. E igualmente destaca, en una dirección semejante, y con notable originalidad, la idea del ethos del sabio contenida en el / Ching, donde
se conjugan armónicamente "la ruta interior" del sabio con el
compromiso que éste tiene con su pueblo, ya sea como educador
o como gobernante. Y todavía, de manera más amplia y profunda, la armonía ética se da en el I Ching como sabia concordancia
entre el microcosmos humano y el macrocosmos, que no elimina
el margen de libre albedrío del sabio, puesto en su posibilidad de
conocer y conducir dentro de sí las fuerzas del cosmos —tal como también lo destaca en su comentario Mercedes de la Garza—.
Y en la filosofía occidental de nuestro tiempo, renace en fin,
con nuevo aliento, la conciencia del fundamento vital de la filosofía puesto en el amor, en la philía —que había sido particularmente central, no sólo en Platón, sino en san Agustín o en el platonismo renacentista—. En el amor se encuentra, para Joaquín
Prólogo
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Xirau, el fundamento vital de la filosofía —y así se hace expreso
en el pasaje seleccionado por Jorge Linares—. Pero además, resurge en la filosofía de Eduardo Nicol —cuyos textos seleccionados comenta Horneffer—, la concepción platónica del eros, no ya
en su significado emocional o moral, sino en su alcance radicalmente ontológico. El ethos del filósofo se reconoce en Nicol como
"vocación de amor", que se va enriqueciendo históricamente en
su propio ejercicio.
El ethos es, en efecto, la disposición básica, condición de posibilidad existencial, vital, del filosofar. La filosofía nace del acto de
philía en que se cifra, en su raíz primordial, el ethos. Y al mismo
tiempo, es la propia realización filosófica la que va confirmando
y enriqueciendo históricamente el ethos mismo. Así lo expresa
Nicol: las verdades adquiridas por la filosofía "permanecen radicadas en el carácter, ethos, y operan dentro de él, ensanchándolo".
Cabe confiar, en fin, en que, aun en su brevedad, estos testimonios del ethos del filósofo aquí seleccionados, contribuyan a mantener viva la memoria de esa fortaleza interior, de esa plenitud vital, esa seguridad profunda que proporciona el ethos-daimon, —
visto por Heráclito—, fundamento de la eudaimonía o humana
felicidad.
Que contribuya, asimismo, a mantener viva la conciencia de la
excelencia humana que conlleva el cultivo de la filosofía; actividad particularmente decisiva en estos tiempos en que la negación
del "ocio" lo es también de la vida puesta en el desinterés del amor
por el saber, ensombreciendo con ello el porvenir de esa vocación, por definición humanizante, que es la filosofía.
Agosto, 2002.