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2.1 Colonización y descolonización
Hasta mediados del siglo XVIII el único territorio islámico importante ganado por los
cristianos fue la Península Ibérica. Aunque, sólo en una parte menor –Al-Andalus–, y sólo en los
últimos siglos, estuvo parcialmente poblada por musulmanes. De ahí que resulte discutible
afirmar que España o Al-Andalus realmente hayan formado parte de Dar el Islam. Otros
territorios, como Sicilia, tomada por los normandos en el siglo XI, y Hungría, por los austriacos
en el XVIII, eran enteramente cristianos. Sólo con la conquista de Bengala en 1757 una
comunidad musulmana verdaderamente numerosa pasó a ser gobernada por europeos; en este
caso, británicos. En esa segunda mitad del siglo XVIII también Java y Crimea fueron ocupadas
por holandeses y rusos, respectivamente. A comienzos del XIX fueron cayendo Argelia (Francia),
el resto de India y Pakistán (Gran Bretaña) y el Cáucaso y Asia Central (Rusia). Pero hacia 1830
la colonización se detuvo. Hasta 1882 el único imperio colonial que incorporó territorios
habitados por musulmanes fue Gran Bretaña. Lo hizo en dos zonas marginales: el Noroeste de la
India y el Sur de la Península Arábiga. Y en los dos casos por razones estratégicas: la defensa
frente a la amenaza exterior y la piratería.
Así pues, hasta finales del siglo XIX, y salvo de forma muy ocasional -por ejemplo,
cuando Napoleón desembarcó en Egipto- los habitantes de casi todos los países del Islam
Clásico, desde el Norte de África a Irán, y de Turquía a Arabia, nunca vieron un sólo militar con
guerrera, sable y botas de caballería. Bien mirado, esto es un hecho extraño. Por entonces la
superioridad bélica de las potencias occidentales era abrumadora con relación a los débiles
estados islámicos. Además, la proximidad geográfica convertía aquella operación en algo muy
sencillo. En menos de un mes la Armada francesa podía plantarse en Estambul, Alejandría o
Beirut. En fin, el Islam era el enemigo por antonomasia del cristianismo, de modo que tampoco
sería de esperar un gran rechazo de la opinión pública. Así pues, nada hubiera sido más previsible
que la conquista de la Cuenca del Mediterráneo y el Oriente Próximo. Si esto no sucedió fue,
simplemente, porque no había voluntad política para hacerlo. Dar el Islam no reunía suficientes
atractivos para justificar una operación que, en cualquier caso, tendría un coste económico
importante. De hecho, incluso la conquista de Argelia fue producto de la casualidad.
Básicamente, se trató de una maniobra de distracción de Carlos X para ganarse a la población y
evitar el creciente descontento que generaba un régimen nacido de la derrota de Waterloo. Dicho
sea de paso, no le sirvió de nada: Carlos X cayó al tiempo que las tropas francesas
desembarcaban en Argel, lo que dice mucho sobre tanto sobre la inteligencia del rey como de las
verdaderas preocupaciones de sus súbditos. Los europeos dirigieron sus ambiciones territoriales
hacia lugares más lejanos pero más atractivos por razones diversas. En orden cronológico, y de
forma aproximada, China, Japón, Indochina y África Negra. Sólo cuando hubieron ocupado o
controlado esos territorios volvieron la vista hacia el Dar el Islam.
Pero no sólo eso. Si el Islam Clásico no fue colonizado antes fue porque los propios
países occidentales frenaron a la más belicosa de las potencias colonialistas, Rusia. En 1854
Francia y Gran Bretaña declararon la guerra al Zar para proteger al Imperio Otomano. Las tropas
anglo-franceses vencieron en el sitio de Sebastopol, Crimea; pero pagaron un precio muy alto,
tanto por la pérdida de hombres como por la interrupción del suministro de trigo a Europa.
Después, en la segunda mitad del XIX, esas dos naciones ejercieron una fuerte presión
diplomática sobre Rusia, pero también sobre el Imperio Austro-Húngaro, para evitar la
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segregación de los territorios cristianos de Europa Sudoriental: Serbia, Rumanía, Bulgaria.... etc.
Sobre todo se temía el aumento de la influencia rusa en el área, pues muchos de esos pueblos eran
eslavos. Dicho de otro modo: los gobiernos occidentales preferían al decadente Turco que al
agresivo (aunque occidentalizado) Zar. Y esa preferencia iba tan lejos que incluso permitían a la
Puerta mantener su propio “imperio colonial” sobre naciones cristianas. Desde luego, el siglo
XIX estaba muy lejos de las Cruzadas. No fue el único caso. En distinta medida Marruecos,
Afganistán y otras naciones conservaron la independencia debido a las diferencias surgidas entre
las potencias coloniales.
Incluso cuando, por fin, los europeos se lanzaron a la conquista del Islam Clásico, lo
hicieron de forma muy comedida. En 1882 los británicos tomaron el control de Egipto. Pero no lo
hicieron como en la India para añadir una nueva piedra preciosa a la Corona de su Graciosa
Majestad, sino por razones estrictamente económicas: proteger sus intereses en el Canal de Suez
y asegurarse el pago de la Deuda Externa. Por eso mismo, tampoco establecieron una colonia
formal, sino un protectorado “oculto”. Casi simultáneamente, Túnez fue ocupado por Francia,
que sí estableció un protectorado formal y real. Hasta los albores de la Primera Guerra Mundial
los únicos territorios (parcialmente) islámicos que fueron ocupados por Occidente estaban en la
lejana costa oriental de África: Eritrea y gran parte de Somalia fueron colonizadas por Italia,
Tanzania por Alemania, y Kenya, Zanzibar y el Norte de Somalia por Gran Bretaña. En 1912 se
inició una nueva ola de conquistas -Marruecos y Libia- y se permitió la independencia de los
países del Sureste de Europa del Imperio Otomano. Luego, en 1918, vino el reparto de los restos
de ese imperio. Pero incluso entonces las potencias europeas se siguieron mostraron renuentes a
la ocupación de territorios islámicos. Tanto que Turquía, Arabia Saudí, Irán y Afganistán
preservaron en todo momento una independencia más que formal (en los dos primeros casos,
podría decirse que plena).
En resumen, la colonización de Dar el Islam fue tardía e incompleta. Y casi siempre fue
liviana. Salvo en Argelia, Israel y Asia Central, no hubo asentamientos importantes de europeos.
Sólo en el primero de esos territorios se puede hablar de una discriminación especialmente grave
de la población nativa en comparación a la existente en otras colonias como, por ejemplo, África
Central. Pero con ser liviana, desde una perspectiva económica y demográfica fue una ocupación
muy positiva. Las autoridades coloniales mantuvieron actitudes diversas hacia los musulmanes,
desde el paternalismo hasta el desprecio. Pero aunque sólo fuera por propio interés impulsaron la
modernización de esos territorios. Se construyeron ferrocarriles, se promulgaron códigos
legislativos modernos, y se establecieron nuevas relaciones comerciales con las metrópolis y el
resto del mundo. El Estado llegó a lugares donde hacía mucho tiempo que había desaparecido;
pax colonial, pero paz al fin. En todas partes hubo un fuerte crecimiento demográfico; a menudo,
superior al europeo. La excepción fue, una vez más, Argelia, donde la invasión francesa y sus
secuelas redujo la población (según censo) de 4 a 2,5 millones de habitantes entre 1830 y 1856.
Con todo, en los siguientes decenios hubo una recuperación, primero lenta y luego más rápida; en
vísperas de la independencia el país ya contaba con 10 millones de personas (de los que menos de
un millón eran europeos), un cifra que probablemente jamás había alcanzado el conjunto del
Magreb. En el resto del mundo musulmán Occidente trajo una mejora considerable de los niveles
de vida de la población autóctona. Mejoraron la alimentación, los sistemas sanitarios, las
infraestructuras y, en fin, el entramado jurídico e institucional. Y muy especialmente mejoró la
condición de los grupos sociales menos favorecidos, como mujeres y minorías religiosas y
étnicas. La esclavitud fue abolida. Por razones circunstanciales que veremos más adelante, en
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términos numéricos el Islam también se vio favorecido. Hubo una expansión del número de
creyentes sobre ciertas minorías religiosas; singularmente en Indonesia.
Las riquezas de esos territorios no podían justificar la política colonial europea
sencillamente porque no existían. En realidad, el razonamiento debería ser formulado al revés: el
escaso atractivo de los países musulmanes explica el poco interés mostrado por los europeos en
su conquista y colonización. La potencia europea más comprometida, Francia, no consiguió
mayores beneficios de sus empresas con la única excepción de Argelia. La industrialización
francesa no fue ni rápida, ni profunda, ni brillante; el único mérito que se le ha atribuido es el de
haber sido “equilibrada”. En cualquier caso, el Imperio Colonial francés en general, y el
construido sobre las naciones musulmanas en particular, no jugó otro papel en esa
industrialización que el derivado de los gastos de la Armada y el Ejército; que estaban mucho
más determinados por la rivalidad con Alemania. En cambio, el esfuerzo empleado en la
construcción de infraestructuras y el mantenimiento de guarniciones de defensa –la famosa
Legión Extranjera– fue considerable y, además, creciente. Poco antes de la independencia varios
estudios económicos realizados desde la metrópoli demostraron que el Imperio Colonial era una
carga demasiado pesada para la débil economía francesa.
Otras dos potencias coloniales de territorios islámicos de la primera etapa, Holanda y
Rusia, fueron lo que los historiadores económicos llaman late comers (“los que llegan tarde”) de
la industrialización. En el mejor de los casos podría decirse que la colonización no frenó su
crecimiento económico. De aceptarse la hipótesis de que la ocupación de territorios fue
“rentable” habría que añadir que eso fue así porque los costes de la conquista tampoco fueron
elevados. Sobre todo en Rusia, donde la realizaron cosacos semi-independientes del Poder
Central. El caso holandés es aún más interesante. Su imperio colonial fue muy atractivo mientras
no fue un verdadero imperio. Es decir, en el siglo XVII, cuando se basaba en el control de
algunas plazas fuertes y de las grandes rutas marítimas. Desde el momento en que los holandeses
decidieron “ocupar” Indonesia y se tomaron en serio su labor civilizadora, las cosas empezaron a
complicarse. Sólo la introducción tardía de la economía de plantación pudo mejorar la
rentabilidad de una empresa que estaba perdiendo atractivo con lo velocidad con la que lo hacían
las especias. Se arguye –aunque no deja de ser discutible– que este imperio colonial pudo frenar
la industrialización de la metrópoli al orientar la economía holandesa hacia la gran actividad
comercial, en lugar de la industria.
Italia y España se embarcaron tarde en la aventura colonial de territorios musulmanes. La
primera ocupó Libia y Eritrea (y luego Abisinia); y España una minúscula franja de terreno en el
Norte de Marruecos, así como el Sahara Occidental. En los dos casos la colonización reportó
muchos disgustos y poco dinero. Hay dos evidencias: 1º que el pobre desarrollo económico de las
dos naciones nada tiene que ver con sus pequeños imperios coloniales. 2º que económicamente
tanto a Italia como a España les hubiera ido mejor sin esas colonias (aunque tampoco lo hubieran
notado mucho). Se puede añadir una 3ª evidencia: políticamente la colonización generó muchos
problemas tanto a los gobiernos de l'Unità como a los de la Restauración. De hecho, el golpe de
Estado de Primo de Rivera de 1923 está directamente relacionado con el catastrófico desarrollo
de la guerra en Marruecos. Al día de hoy los españoles siguen cargando con una culpa histórica
por la forma en la que no llevaron a cabo la descolonización del Sahara; es decir, por la forma en
la que lo entregaron a una potencia extranjera, Marruecos.
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En fin, la política colonial de Gran Bretaña fue muy pragmática. El Foreign Office
ponderaba los beneficios y costos de cada operación; incluyendo entre los segundos la ruptura de
los equilibrios de Poder en Europa. Ese pragmatismo condujo a que no se adoptara una política
uniforme. A veces se establecieron colonias propiamente dichas, como en Malasia o la India; a
veces se emplearon formas indirectas de colonización, como el “Protectorado Oculto” de Egipto.
Y a veces se prefirió ejercer una fuerte influencia diplomática, como en Irán. Ante todo, se
buscaba la maximización de los beneficios desde una rigurosa restricción presupuestaria. Así que,
en este caso, sí que se puede afirmar que el imperio colonial fue rentable. Pero tampoco hay que
exagerar. Las relaciones comerciales de Gran Bretaña con las colonias constituidas en territorios
islámicos eran pocas; salvo que incluyamos a la India que, propiamente, no era un territorio
islámico. Además, los ingleses acabaron con la principal actividad de la que podrían haberse
beneficiado, el comercio de esclavos entre Zanzibar y Omán. Lo mismo se puede decir de las
inversiones exteriores. En fin, los dos peores desastres militares británicos en sus guerras
coloniales tuvieron lugar combatiendo a musulmanes: las campañas de Sudán y Afganistán.
En resumen, hasta 1914 la colonización de territorios islámicos no reportó beneficios
relevantes. La pregunta que queda por responder es por qué se hizo. Y no hay una respuesta
sencilla. Hubo razones ideológicas –extender la civilización occidental y el cristianismo– de
prestigio político, estratégicas –llegar antes que otro lo hiciera–... y, también, económicas. A
menudo, estas últimas no fueron las principales. En todo caso, los resultados no se
correspondieron con las expectativas. El problema último era fácil de comprender desde el primer
momento: esos países tenían poco interés. Por eso, la colonización sólo se emprendió cuando, no
existiendo otros territorios, los costes de la conquista eran lo bastante bajos como para compensar
las muchas incertidumbres que pendían. Y aún así buena parte de las colonias se tomaron como
consecuencia de un conflicto mucho más amplio, la Primera Guerra Mundial, en la que Turquía
se situó del lado de los perdedores.
Precisamente durante la Gran Guerra muchos europeos descubrieron que algunos de esos
países tenían algo por lo que realmente merecía la pena combatir: el petróleo. La última fase de la
colonización europea, la ocupación de Oriente Medio, no se entiende sin analizar el complicado
juego de intereses económicos y políticos creados alrededor del crudo. Aunque ni siquiera
entonces se planteó un proyecto de conquista total. De todos modos, unas décadas después de
comenzar su extracción en gran escala esas naciones adquirieron la independencia. Como
veremos enseguida, los beneficios obtenidos por Occidente se derivaron del control del mercado
realizado por siete grandes petroleras. De ellas cinco tenían su sede en Estados Unidos, una
nación que no estableció colonia alguna en territorios islámicos (y muy pocas en otros lugares). A
más inri, muchos de esos yacimientos se encontraban en Irán y Arabia Saudita, que nunca fueron
colonizados. En general, Occidente buscó formas de control que no implicaran una ocupación
real del territorio. Y es que por entonces el mismo colonialismo estaba siendo discutido por
razones éticas más que económicas.
Así como la colonización fue (salvo excepciones) tardía, la descolonización fue temprana.
Poco después de la Segunda Guerra Mundial todos los países musulmanes se independizaron.
Hubo tres excepciones: Argelia, las repúblicas musulmanas de Asia Central y el Cáucaso, e Israel.
En 1962 los argelinos se liberaron de la férula francesa. En 1991 la Unión Soviética se
desintegró. Israel subsiste; pero resulta cuando menos discutible plantear su existencia como un
simple problema colonial. Dicho sea de paso, también se podría decir lo mismo de, por ejemplo,
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el Kazajstán soviético. En cualquier caso, son ejemplos puntuales y todos salvo uno, el menor,
superados.
Así pues, la historia de la colonización de los territorios islámicos, o al menos del Islam
Clásico, puede describirse como la del paso de unos pocos europeos que trajeron cambios muy
positivos para la vida cotidiana de la gente (por supuesto, con la consabida excepción argelina).
Por primera vez en muchos siglos la población creció de forma sostenida, y aumento la renta
disponible y el consumo de bienes. Los beneficios de las poblaciones autóctonas fueron
incomparablemente mayores de los que habrían obtenido las metrópolis; en realidad, la pregunta
que habría formular es si realmente las potencias coloniales obtuvieron un beneficio global. En
comparación a otras colonias, el dominio europeo fue muy suave. En fin, las riquezas naturales
ignoradas hasta entonces fueron descubiertas y puestas en explotación muy poco antes de la
independencia. Por supuesto, la conquista de unos países por otros es moralmente reprobable. Por
otro lado, no parece que las motivaciones de los colonizadores fueran especialmente altruistas.
Pero si juzgamos la colonización atendiendo al bienestar de la gente –si se quiere, al bienestar de
la mayoría de la gente– resulta difícil condenarla.
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