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Mélanges
de la Casa de Velázquez
Nouvelle série
43-1 | 2013
Les transferts de technologie au premier millénaire av.
J.-C. dans le sud-ouest de l’Europe
Joseph F. O’CALLAGHAN, The Gibraltar Crusade.
Castile and the Battle for the Strait
José Enrique López de Coca Castañer
Editor
Casa de Velázquez
Edición electrónica
URL: http://mcv.revues.org/5037
ISSN: 2173-1306
Edición impresa
Fecha de publicación: 15 avril 2013
ISSN: 0076-230X
Referencia electrónica
José Enrique López de Coca Castañer, « Joseph F. O’CALLAGHAN, The Gibraltar Crusade. Castile and the
Battle for the Strait », Mélanges de la Casa de Velázquez [En línea], 43-1 | 2013, Publicado el 15 mayo
2013, consultado el 01 octubre 2016. URL : http://mcv.revues.org/5037
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© Casa de Velázquez
Joseph F. O’Callaghan, The Gibraltar Crusade. Castile and the Battle for the ...
Joseph F. O’CALLAGHAN, The Gibraltar
Crusade. Castile and the Battle for
the Strait
José Enrique López de Coca Castañer
REFERENCIA
Joseph F. O’CALLAGHAN, The Gibraltar Crusade. Castile and the Battle for the Strait, Philadelphie,
University of Pennsylvania Press, 2011, XV + 376 p.
1
A juicio del autor, la batalla del Estrecho debe ser contemplada en el contexto más amplio
de la confrontación entre la Cristiandad y el Islam durante la era de las Cruzadas. A lo
largo de los siglos XIII y XIV, el Papado trazó diversos proyectos para recuperar Tierra
Santa. Pero los reyes de Castilla lograron persuadir a varios pontífices de la amenaza que
suponía la presencia musulmana en la Península Ibérica, quienes garantizaron privilegios
como cruzados a los que participaran en la lucha.
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Alfonso X el Sabio hizo suyo un plan que Fernando III había esbozado antes de morir. Era
preciso tomar Tarifa, Algeciras y Gibraltar para impedir una nueva invasión africana y
aislar a los mudéjares vasallos de Castilla, sin renunciar a poner un pie en África. El
profesor O’Callaghan trata el tema en los cuatro primeros capítulos del libro, poniendo al
día las opiniones y comentarios vertidos en su biografía de don Alfonso, publicada en
1993.
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Inocencio IV proclama la Cruzada en 1253 y consiente que el rey perciba las tercias de los
arzobispados de Sevilla y Santiago. Alfonso X convierte el Puerto de Santa María en base
de operaciones y punto de partida de los cruzados que en el otoño de 1260 saquean el
puerto de Salé. Posteriormente, el monarca mantuvo relaciones esporádicas con los
mamelucos. Aparte de los intereses comerciales, es posible que el rey de Castilla intentara
convencerlos para que no entorpeciesen sus planes, según apunta el autor. Pienso, en
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cambio, que su interés por Jerusalén está relacionado con la custodia de los Santos
Lugares y la seguridad de los peregrinos.
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A decir verdad, el sueño africano se desvanece con la revuelta de los mudéjares andaluces
y murcianos (1264-1266), instigados por el emir de Granada. La represión del alzamiento
contó con el respaldo papal: Clemente IV otorgaba nuevas bulas de Cruzada en marzo de
1265. Muhammad II recurrirá a la ayuda norteafricana: de 1274 a 1284, los benimerines
invaden Andalucía en cuatro ocasiones, devastan el territorio y se retiran sin haber
ganado ningún lugar o fortaleza importante. Mientras, Alfonso X fracasa en su intento de
tomar Algeciras (1278-1279).
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El capítulo V está dedicado al breve reinado de Sancho IV. Este monarca, apodado el
Bravo, afronta con éxito la quinta invasión meriní y conquista Tarifa en 1292. Cuando los
norteafricanos acudan a recuperar la plaza, el alcaide Alfonso Pérez de Guzmán
antepondrá su lealtad al rey al amor filial en un episodio bien conocido. Al autor le
extraña que Mercedes Gaibrois llame «mártir» a Guzmán el Bueno y no a su hijo. Pero éste
no muere por la fe y la lengua española admite el uso de la palabra «mártir» sin
connotación religiosa.
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El tema central del capítulo VI son los asedios de Algeciras y Almería por Fernando IV de
Castilla y Jaime II de Aragón, respectivamente. Las páginas que O’Callaghan dedica a la
Cruzada de 1309 proceden de un artículo publicado en el número 19 de la revista
Medievalismo. Llama la atención el malestar que provocó en Castilla la cesión a Jaime II de
la sexta parte del territorio por conquistar. La crónica real lo refleja al señalar que los
moros no objetaban que Fernando IV pusiera sitio a las ciudades que eran suyas por
derecho, pero consideraban deshonroso el ataque del aragonés a Almería. Este es el
sentido de lo que el autor considera «a curious remark».
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Alfonso Pérez de Guzmán murió tras la toma de Gibraltar (el 12 de septiembre de 1309).
Según O’Callaghan, el día 19, cerca de Estepona, combatiendo con Utman, caudillo de la
milicia africana a sueldo de Granada, que había derrotado a un destacamento aragonés en
Marchena (Almería) el 17 de septiembre. Esto es imposible debido a la distancia que
separa ambos lugares. También yerra al afirmar —siguiendo a Jerónimo de Zurita— que
Almería se levantaba sobre las ruinas de la antigua Urci.
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En los capítulos VII-IX se analizan las Cruzadas emprendidas en el reinado de Alfonso XI. El
infante don Pedro, regente, y su tío Juan, consiguieron que Juan XXII autorizara en
febrero de 1317 la predicación de la Cruzada en Castilla. Pero la derrota y muerte de
ambos en la batalla de la Vega (el 23 de junio de 1319) tuvo efectos traumáticos. Según la
Gran Crónica de Alfonso XI, don Pedro se había comprometido a no firmar la paz sin
permiso del Papa. Como había tregua con Granada, antes de romperla quiso devolver el
tributo cobrado a Ismaʿil I. Pero el emir se negó a recibirlo, apelando al juicio de Dios. Una
explicación ex post facto que O’Callaghan acepta sin reservas.
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Alfonso XI alcanza su mayoría de edad en 1325. Juan XXII le garantiza una bula de
Cruzada y el derecho a disponer de tercias y décimas durante cuatro años. En 1330
conquista Teba y consigue que Muhammad IV se declare vasallo suyo. Los meriníes, que
llevaban veinte años sin intervenir en la Península, responden a una llamada de socorro
granadina recuperando Gibraltar en 1333. El tratado de Fez (el 26 de febrero de 1334) es la
calma que precede a la tormenta.
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El 7 de marzo de 1340 Benedicto XII proclama la Cruzada en Castilla, León, Navarra,
Aragón y Mallorca, garantizando tercias y décimas por tres años. El sultán Abu l-Hasan
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ʿAli cruza el Estrecho en el mes de agosto para tomar Tarifa. Pero su ejército es aniquilado
a orillas del río Salado en octubre de 1340. La retirada benimerín facilita la toma de
Algeciras en marzo de 1344 tras un largo asedio. Alfonso XI firma con Granada una tregua
por 10 años, que incluye la restauración del vasallaje y el pago de un tributo similar al
acordado en 1331. Pero el monarca castellano rompe el tratado al poner cerco a Gibraltar,
ante cuyos muros perece (el 26 de marzo de 1350) víctima de la epidemia.
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La implicación genovesa en el bloqueo del Estrecho (1340-1344) fue importante. Las
galeras portuguesas partícipes en el mismo estaban a las órdenes de Emmanuel Pessagno
y de su hijo Carlo. En junio de 1340, Alfonso XI consigue, gracias al papa Benedicto XII,
que el dogo Simon Boccanegra le ayude con quince galeras mandadas por su hermano
Egidio. Tras la retirada de la flotilla portuguesa durante el asedio de Algeciras, Egidio
Boccanegra se queda al mando de una flota castellano-genovesa de 50 galeras y 40 naves.
Habría que explicar, no obstante, por qué los castellanos desconfiaban tanto de sus socios
ligures.
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El autor destaca la venida de cruzados del norte de Europa en tiempo de Alfonso XI.
Incluye a los Pastoureaux, que cruzan los Pirineos en 1320 y son expulsados por Jaime II.
Pero los participantes en esta «Cruzada popular» vienen a enmendar el desastre de
la Vega y no en busca del honor, la gloria y las indulgencias. Aquí es donde encaja el
escocés Sir James Douglas, que murió en la campaña de Teba. Pese a que se trata de un
caso bien estudiado, O’Callaghan ignora la crítica a la que han sido sometidas las fuentes,
da por válidas leyendas posteriores y extrae datos triviales de una página web.
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Dos crónicas italianas mencionan la presencia de cruzados ultramontanos en la Cruzada
del Salado. También hay que considerar como tales a Gastón de Bearn, conde de Foix, y a
Felipe de Evreux, rey de Navarra, que estuvieron en el asedio de Algeciras. Pero los
auténticos cruzados del norte de Europa serían los «condes»de Derby y Salisbury.
También, el caballero del cuento de Geoffrey Chaucer.
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La Gran Crónica y el Poema de Alfonso XI reproducen una carta del Soldan de Babilonia
pidiendo a los benimerines que conquistasen España. Joseph O’Callaghan demuestra que
se trata de un texto propagandístico cristiano, si bien considera razonable que el
mameluco animara a sus correligionarios magrebíes a acometer dicha empresa. Pero
ʿUmari, autor egipcio contemporáneo, señala que gracias a Abu l-Hasan ʿAli se mantiene
«lo que queda de al Andalus». No se trataba de conquistar sino, más bien, de defender lo
que seguía en pie.
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El capítulo X aborda la historia interna de la Cruzada del Estrecho: la naturaleza de la
guerra, la organización de los ejércitos, las operaciones militares y su coste. Según don
Juan Manuel, se combatía a los musulmanes para recuperar los territorios otrora
perdidos. Pero la batalla del Estrecho también tuvo una inequívoca dimensión religiosa:
todos los monarcas implicados en el conflicto obtuvieron bulas papales, a excepción de
Sancho IV. Alguno llegó incluso a tomar la cruz, o hizo voto de Cruzada, si es correcta la
interpretación que O’Callaghan hace de dos fuentes árabes.
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El autor describe la composición del ejército castellano, subrayando la creciente
importancia de las milicias concejiles y la desconfianza de la nobleza hacia el peonaje que
prefiere el botín al honor. El análisis de los asedios de ciudades es extenso. También
explica cómo cristianos y musulmanes aprendieron los unos de los otros en las
escaramuzas y recoge el testimonio de don Juan Manuel sobre la superioridad de los
moros en este tipo de lances. Pero no presta tanta atención a la guerra en el mar.
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Aparte de la ayuda eclesiástica, para financiar las Cruzadas del Estrecho se recurrió a
impuestos extraordinarios: moneda, servicio y, con Alfonso XI, la alcabala o impuesto sobre
las transacciones comerciales. Aunque las cuentas reales se han perdido casi en su
totalidad, O’Callaghan opina que los monarcas castellanos tomaban dinero prestado
regularmente para financiar la guerra. Pero exagera la importancia de las parias
granadinas como fuente extraordinaria de ingresos. En este sentido, echo en falta una
lectura atenta del artículo de Hilda Grassoti.
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En el último capítulo, «Las repercusiones: el Estrecho hasta 1492», el autor se pregunta
por qué los reyes de Castilla aspiraron a dominar el estrecho de Gibraltar; cuáles fueron
sus logros y sus fracasos; y qué quedó por hacer en el siglo y medio transcurrido entre la
muerte de Alfonso XI y la caída de Granada. No contesta a la primera cuestión pues ya lo
ha hecho a lo largo del libro. Responde a la segunda con un repaso, reinado por reinado.
La respuesta a la tercera cuestión es previsible: acabar la Salus Spaniae.
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El capítulo se cierra con el epígrafe intitulado «Un pie en Marruecos», a mi juicio
innecesario. El autor resume en apenas dos páginas la historia de los presidios españoles
desde 1497 a la actualidad. Abundan los errores geográficos e históricos: Melilla está en
frente de Almería, no de Málaga; Orán fue conquistada en 1509, no en 1507; Tetuán no fue
plaza de soberanía, etc.
AUTORES
JOSÉ ENRIQUE LÓPEZ DE COCA CASTAÑER
Universidad de Málaga
Mélanges de la Casa de Velázquez, 43-1 | 2015
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