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Tres aspectos de la participación
política de la Iglesia
José Manuel Rodríguez Canales
Manuel Rodríguez estudió Filosofía y Teología en la Facultad de Teología
Pontificia y Civil de Lima y Educación en la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Es Magister en Sagrada Teología por la Facultad de Teología Pontificia y
Civil de Lima y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Católica de
Santa María de Arequipa. Es profesor principal de la Universidad Católica San Pablo
y sus publicaciones versan sobre temas de familia, liderazgo y motivación en la empresa.
Contacto: [email protected]
Tres aspectos de la participación
política de la Iglesia
Three aspects of the political participation of the Church
José Manuel Rodríguez Canales
Universidad Católica San Pablo, Arequipa, Perú
Recibido: 04-09-2014
Aceptado: 09-10-2014
Resumen
El presente artículo plantea una breve exposición sobre la actividad política de
la Iglesia. Se consideran tres aspectos. En primer lugar, veremos la legitimidad y
credibilidad de la Iglesia a pesar de todas las fallas que puedan tener sus miembros
y las críticas y difamaciones que contra ella se suelen lanzar. En segundo lugar,
nos interesa clarificar lo que la Iglesia plantea a nivel de principios para el recto
gobierno y la participación de los cristianos en política, es decir, los principios
básicos de la doctrina social de la Iglesia. En tercer lugar, queremos señalar a la
luz de estos principios, algunas cuestiones de participación política distinguiendo
lo que en este asunto plantea la Iglesia de la participación ideológica o partidaria
de algunos cristianos así como de las inadecuadas apropiaciones teológicas de
presupuestos ideológicos.
Palabras clave
Doctrina social de la Iglesia, justicia, política, sociedad, Estado, gobierno, ciudadano.
Summary
This article presents a brief statement of the political activity of the Church.
Three aspects are considered. First, we will see the legitimacy and credibility of the
Church despite all the failures that may have its members and the criticism against
her often release. Secondly we are interested in clarifying what the Church raises
at the level of principles for the straight government and the participation of the
Christians in politics, which means, the basic principles of the social doctrine of
the Church. Thirdly, we would like to point out in the light of these principles
some issues of the political participation distinguishing what in this case raises the
Church of the participation or ideological supporter of some Christians as well
as the inappropriate theological appropriations of ideological presuppositions.
Revista de Investigación (Arequipa) ISSN versión impresa 2309-6683
Rev. Investig. (Arequipa. En línea) ISSN versión electrónica 2309-6691
Año 2014, Volumen 5
José Manuel Rodríguez Canales
Key words
Social doctrine of the Church, justice, politics, society, state, government, citizen.
Es un lugar común, sobre todo en los sectores de izquierda del panorama ideológico del
Perú, decir que el Estado es laico (Belaúnde, 2014) y que lo religioso no debe interferir
en asuntos de Estado o políticas públicas (Mayta, 2011). Esta idea suele aparecer cuando
la Iglesia se expresa sobre algún asunto que concierne a temas especialmente sensibles
como la vida y la familia, pero también cuando se pronuncia sobre la conciencia a la
hora de participar en los procesos electorales o sobre determinados asuntos de justicia.
Se le critica que es una institución espiritual que no tiene por qué intervenir en el ámbito
público. Lo cierto es que la Iglesia es una institución pública cuya participación política
es inevitable como consecuencia de su propia naturaleza. Intentaremos en el presente
artículo precisar el modo de esta participación.
Legitimidad y credibilidad de la Iglesia en el Perú
Está estadísticamente comprobado que la institución de mayor credibilidad en el Perú
es la Iglesia Católica (Webb & Fernández, 2013). Esta credibilidad no sería posible sin
una legitimidad otorgada a la Iglesia por el pueblo dada su presencia en los sectores
populares. No estamos hablando del aparato jurídico que norma la participación de
la Iglesia en la vida pública mediante su reconocimiento sea en la Carta Magna como
mediante el acuerdo García-Tagliaferri sino de una suerte de reconocimiento de su
presencia, que a pesar de las animadversiones de ciertos sectores ideológicos, al modo
como un padre es reconocido legítimamente en una familia por su presencia en sí
mucho más que por el reconocimiento de la ley. Este es un principio de la democracia
que podríamos llamar “real”, es decir el de las instituciones que son sostenidas por el
pueblo a través del tiempo.
Parodi (1992) atribuye esta legitimidad a una de las características de lo que él llama
“ciudadanos plebiscitarios” cuya necesidad de protección tiñe de tal manera su mirada a
las instituciones que solo ven en ellas medios de ayuda para sus necesidades básicas. Así,
el gobierno, la Iglesia, las ONGs, y los diversos mecanismos como el vaso de leche, los
comedores populares y otros, son populares solo en la medida en que responden a una
cierta necesidad de protección que es como una cuota política para que el plebiscito sea
favorable a las instituciones. A diferencia de otras instituciones sociales, la Iglesia católica
se sitúa fuera de la acertada opinión de Parodi (1992). Si bien es cierto que siempre
ha existido esa tendencia clientelista en la política republicana en el Perú, y la Iglesia
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católica no es ajena a esto, es también cierto que esta tiene una presencia popular más
libre del negocio plebiscitario, no solo entre los más pobres sino en toda la población
peruana. Se trata de una presencia confiable según la percepción de la sociedad (Webb y
Fernández, 2013) ya que ni el gobierno de la Iglesia, ni su sostenimiento, ni su presencia
pública dependen en lo más mínimo de algo parecido a un plebiscito.
Esta presencia que le “otorga” legitimidad a la Iglesia, se da en rubros tan importantes
como educación, salud y alimentación que además de expresarse en cifras se percibe en
la organización eclesial que permite una influencia que podríamos llamar capilar (Webb
y Fernández, 2013).
Es indudable que la Iglesia, al igual que el gobierno —su inmediato “contendiente”
en cuanto a presencia pública— invierte recursos materiales que son recibidos por los
sectores más necesitados del país, y si bien es una “revolución silenciosa” (Cavanna,
2013). La gran diferencia es que mientras que del gobierno se desconfía, de la Iglesia no.
La idea que queremos esbozar es que lo decisivo está en el mensaje de ambas presencias.
El mensaje con el que la Iglesia llega, las intenciones que en sus agentes pastorales
se percibe, genera confianza y adhesión; mientras que el mensaje del gobierno y los
políticos es siempre una especie de contrato mediante el cual se entregan beneficios a
cambio de votos. Así, la percepción es que la Iglesia ayuda desinteresadamente mientras
que el gobierno y los políticos no.
La impresionante inestabilidad de la vida política de nuestro país desde su independencia
—recordemos que, como dice López (1998) o Aljovin (2001), de 1824 a 1895 han habido
74 gobiernos, casi un gobierno al año, y de allí en adelante podemos seguir ciclos de
aproximadamente diez años entre los que se alternan débiles democracias y dictaduras de
corte oligárquico sostenidas por los militares hasta 1968 en que termina esta modalidad—
es la base histórica de esta desconfianza popular. El gobierno y las instituciones ligadas al
poder político son percibidos por el pueblo como un botín a merced de las intenciones
de manipulación de los poderosos, mientras que la Iglesia es vista como la institución
más confiable y cercana a pesar de sus debilidades morales, traiciones de algunos de sus
miembros, impopularidad de algunas de sus autoridades o difamación y prejuicios por
parte de diversos sectores con tendencias anticlericales (Rodríguez, 2011).
Esto parece deberse a los principios fundantes de ambas instituciones: mientras que el
gobierno dice fundarse sobre el interés público o común pero tiene una historia de constante
incoherencia que ha terminado por cuajar en expresiones decepcionadas como “roba pero
hace obra” o el clientelismo plebiscitario al que se refiere Parodi (1992); la Iglesia responde
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de manera constante a principios que se ha planteado desde su fundación y que no
pueden entenderse a cabalidad desde un análisis externo o meramente “politológico”
sino desde de lo que la Iglesia dice de sí misma en relación a su Fundador. De esta
relación es que brota la acción pública y política de la Iglesia.
La doctrina social como participación política de la Iglesia
Para comprender la lógica y el tipo de participación de la Iglesia en política es necesario en
primer lugar darle una mirada a la doctrina que la fundamenta. La Encarnación del Verbo
divide la historia humana en un antes y un después porque, desde ese momento, Dios se
hace hombre y asume la condición humana con todas sus características y consecuencias,
menos el pecado precisamente porque el pecado es la negación de la humanidad.
Al hacerlo, Jesucristo asume todo lo humano y lo eleva a la posibilidad de participar del
Amor de Dios en la Trinidad. La política como “arte del buen gobierno” y del bien común
es un aspecto inherente a la naturaleza social del hombre según el cristianismo. Podemos
decir entonces que Cristo asume una verdadera y concreta actitud política fundada en la
naturaleza humana y expresada como auténtica justicia. Es una consecuencia inmediata
de la luz que la fe significa para el mundo como enseña el Papa Francisco (2013):
La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en
el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del
pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde
su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al
mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es
luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de
nuestro “yo” aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto,
de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas. (p. 6)
La fe es un don de Dios que ilumina al hombre entero en todas su relaciones
fundamentales, de allí que lo social no puede estar al margen de la vida cristiana, mucho
menos un aspecto tan importante como la política. Como enseña el Consejo Pontificio
Justicia y Paz (2006):
Dios, en Cristo, no redime solamente a la persona individual sino también las
relaciones sociales entre los hombres. Como enseña el apóstol Pablo, la vida en
Cristo hace brotar de forma plena y nueva la identidad y la sociabilidad de la persona
humana, con sus consecuencias concretas en el plano histórico: “Pues todos sois
hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os
habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre
ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3,26-28). (p. 28)
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Cabe entonces una primera distinción. Lo que normalmente entendemos por política se
refiere a la participación partidaria y a las estrategias necesarias para obtener y mantener
el poder que fundamenta toda la acción. Como dice Garzón (2006):
La política en la época moderna va a tener como finalidad la consecución y
conservación del poder, prescindiendo en ello de la intervención de parámetros
éticos y morales. O por lo menos, replanteándolos y desarrollando rústicamente
una moral específica de la política. Maquiavelo será quizás su mayor exponente pues
en El príncipe postula que el gobernante debe mantenerse en el poder y conservarlo
aunque con ello tenga que recurrir a la violencia, las intrigas, la hipocresía, el
fingimiento de la virtud y en general todo aquello que sea necesario para mantener
incólume la Razón de Estado. (p. 26).
Con los matices que haya que hacer, esta idea, que precisara Maquiavelo, es básicamente
lo que hoy se entiende por política y lo que de manera radical esquivó como poder
Jesucristo en los evangelios al afirmar que su Reino no era de este mundo.
La Iglesia no puede por esto tener como punto de partida la concepción maquiavélica
de política. No es esto lo que propone la Iglesia en su intento de responder a la misión
encomendada por su Fundador sino básicamente la búsqueda de las mejores estructuras
políticas y sociales que favorezcan el crecimiento y la dignidad de las personas a la luz de
la fe. Así, a lo largo de los años, la Iglesia ha ido elaborando un corpus doctrinal sobre
las cuestiones sociales. Esta doctrina social de la Iglesia no pretende avalar tal o cual
agrupación política o determinadas ideologías o políticas económicas sino defender y
promover la justicia. Como enseña la Congregación para la Educación Católica (1988):
[…]su fundamento y objeto es la dignidad de la persona humana con sus derechos
inalienables, que forman el núcleo de la “verdad sobre el hombre”. El sujeto es
toda la comunidad cristiana, en unión y bajo la guía de sus legítimos pastores, en la
que también los laicos, con su experiencia cristiana, son activos colaboradores. El
contenido, compendiando la visión del hombre, de la humanidad y de la sociedad,
refleja al hombre completo, al hombre social, como sujeto concreto y realidad
fundamental de la antropología cristiana. (párr. 14)
Y esto ocurre por su origen profundamente evangélico:
La enseñanza social de la Iglesia se origina del encuentro del mensaje evangélico
y de sus exigencias éticas con los problemas que surgen en la vida de la sociedad.
Las cuestiones que de este modo se ponen en evidencia llegan a ser materia para la
reflexión moral que madura en la Iglesia a través de la búsqueda científica e incluso
a través de las experiencias de la comunidad cristiana, que debe confrontarse
todos los días con diversas situaciones de miseria y, sobre todo, con los problemas
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determinados por la aparición y desarrollo del fenómeno de la industrialización y
de los sistemas socio-económicos relativos (párr. 12).
Presentaremos de la manera más breve posible cuáles son las dimensiones, el método,
los principios y valores con los que trabaja la doctrina social de la Iglesia.
En primer lugar la doctrina social de la Iglesia presenta una triple dimensión: teórica,
histórica y práctica. Teórica porque se tiene un desarrollo en base a principios que han
sido formulados por los Papas y por diversas autoridades eclesiales a través de los años
y que han sido deducidos de la Revelación cristiana contenida en la Sagrada Escritura
y la Tradición de la Iglesia. Histórica porque surge del encuentro de estos principios
con las realidades históricas concretas y con los diversos “signos de los tiempos” que
se van dando en cada época. Finalmente, es práctica porque señala criterios de acción
fundamentales para ser aplicados en las situaciones concretas. Este último punto podría
parecer en realidad poco práctico o aplicable pero ocurre todo lo contrario, precisamente
por ser criterios para la acción y no fórmulas a modo de receta económica, política o
ideológica es que la doctrina social de la Iglesia es capaz de adaptarse a las más diversas
situaciones y responder a las situaciones concretas.
Esta triple dimensión se desarrolla según la metodología denominada ver-juzgar-actuar.
En el ver se trata del estudio atento de la situación mediante el recurso a las diversas
ciencias sociales: economía, sociología, antropología cultural, etc. Es importante señalar
que el ver no puede ser impersonal y aséptico, se trata de la mirada del cristiano que ve
la situación objetiva ciertamente pero que no deja de ser cristiano para hacerlo: “Es
evidente que en el ver y en el juzgar la realidad, la Iglesia no es ni puede ser neutral, porque
no puede dejar de conformarse con la escala de valores enunciados en el Evangelio.”
(Congregación para la Educación Católica, 1988, n 7). El juzgar es la comparación de lo
visto con los principios de la doctrina social de la Iglesia fundada en el Evangelio ya que
es el Evangelio el que juzga al mundo y no el mundo al Evangelio. Finalmente el actuar
es el esfuerzo por aplicar con coherencia las conclusiones que se sacaron del juzgar.
En este proceso de ver-juzgar-actuar, la doctrina social de la Iglesia está iluminada por
principios permanentes y valores fundamentales. Los principios permanentes son: la
persona humana, los derechos humanos, la relación persona-sociedad, el bien común, la
solidaridad y la subsidiariedad, la concepción orgánica de la vida social, la participación
y el destino universal de los bienes. Los valores fundamentales son las exigencias éticas
que se derivan de la dignidad de la persona humana: justicia, participación, posibilidad
de trabajo, etc.
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El principio de la persona humana es la base de todo ulterior desarrollo. La Iglesia tiene
una concepción del ser humano que parte de la consideración de todos los hombres
como hijos de Dios que encuentran en Jesucristo a Aquél que, como dice la Constitución
sobre la Iglesia en el Mundo Actual (1965) en el célebre n. 22, “muestra el hombre al
propio hombre y le descubre la dignidad de su vocación”. Los derechos humanos
son reconocidos no como una concesión de gobiernos, instituciones u organismos
internacionales sino como la lógica consecuencia de la intrínseca dignidad de la persona
humana. Por esta razón la Iglesia se constituye en auténtica defensora de los derechos
humanos sin hipotecarse a ningún sistema determinado. La razón de ser de toda la
doctrina social de la Iglesia es la persona en concreto, en su realización plena como ser
social, abierto al prójimo y a Dios en el contexto del mundo creado y sus bienes.
El principio de la relación persona-sociedad se funda en que por naturaleza la persona
es social, es decir ya desde su origen el hombre aparece como aquel que necesita de los
demás y que es necesitado por los demás. El planteamiento extrincesista o conflictivo de
la vida en sociedad propia de los pensadores ilustrados, que concebían lo social como un
aspecto externo pero inevitable que por ello daba lugar a un contrato, está en la antípoda
del pensamiento de la Iglesia sobre los fundamentos de la vida social.
Si bien hay diversos matices en los diversos pensadores ilustrados, en la cuestión del
contrato social son especialmente relevantes Rousseau, que concebía al hombre como
un buen salvaje que debía ser preservado de la sociedad que lo podía corromper, y
Hobbes que partiendo de una concepción aparentemente distinta llegaba a la misma
conclusión: la necesidad de establecer y hacer cumplir mediante la ley un contrato
social, una especie de consenso en medio de intereses totalmente contrapuestos
e individualistas. Mientras que el ginebrino soñaba con un paraíso natural, el inglés
concebía que el “hombre es el lobo del hombre” y que por ello debía pactar con su
prójimo para no destruirse mutuamente. Lo social se plantea así como un mecanismo,
un sistema necesario pero autónomo de la persona concreta, que surge de una especie
de sacrificio de la voluntad individual a la voluntad general para devolverle al individuo
el poder mediante el sufragio, separando radicalmente la vida privada, en la que se puede
ejercer la libertad solo limitada por los intereses del prójimo y la vida pública regida por
las leyes construidas por consenso. Como dice Garzón (2006):
El contractualismo político moderno se sustenta en la idea de que la sociedad se origina
en un contrato social al estilo hobbesiano, lockeano o rousseauniano que le permite al
hombre salir del estado de naturaleza constituyéndose como un ser racional, civilizado
y político. Este pacto no sólo constituiría el fundamento de la autoridad política legítima
sino también de lo político mismo en el ser humano. (p. 33)
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Para la Iglesia en cambio, la relación persona-sociedad está inscrita en la naturaleza
humana, la realización de las personas se da en comunidad, en un compartir que está
fundado en su esencia y lleva necesariamente a estar abierto al prójimo, a ser responsable
del otro y del ámbito público que comparte con él. El ejercicio de la libertad aparece así
como un medio de relación fraterna con los demás y no como un espacio individualista
que encuentra límites en la libertad del otro o que deba defenderse con una serie de
mecanismos externos porque los intereses de los sujetos son inevitablemente mezquinos.
El bien común se sigue así del anterior. La relación persona-sociedad se orienta a un
bien que supera los bienes particulares o individuales para alcanzar al cuerpo social
porque el bien es común en sí mismo. Así, es posible que muchas veces se sacrifiquen
bienes individuales buscando ese bien que sirve a todos porque es superior y humaniza
de manera plena. No se trata de la supresión de la individualidad y la personalidad sino
de la expresión de lo personal en el servicio a los demás.
Este bien común se concreta en los principios básicos de la solidaridad y la subsidiaridad.
La solidaridad es la disposición a la ayuda generosa del hermano más necesitado del
cual nos hacemos cargo en virtud de nuestra humanidad compartida, mientras que la
subsidiariedad es el principio por el cual se determina que el cuerpo social más grande no
debe nunca suprimir o asfixiar las iniciativas del más pequeño. Se aplica especialmente
al Estado frente al cual los cuerpos intermedios como sindicatos, gremios, la familia,
clubes, universidades y otras instituciones se constituyen como el ámbito de agrupación
personalizada y humanizante de la vida social. Un individuo frente al Estado es solo
un número manipulable si es que se le impide la libre asociación. Por esa razón, al ser
la persona humana el fin supremo del Estado, este tiene la obligación de velar por los
cuerpos intermedios en los que la persona ejerce su libertad e iniciativa. Como enseña
el Catecismo de la Iglesia Católica (2011):
La socialización presenta también peligros. Una intervención demasiado fuerte del
Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales. La doctrina de la Iglesia
ha elaborado el principio llamado de subsidiariedad. Según éste, “una estructura social
de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden
inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso
de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás componentes
sociales, con miras al bien común. (párr. 1883)
En la base de todo lo dicho está la concepción orgánica de toda la vida social propia
de la Iglesia. Esta concepción es como una analogía de la naturaleza de la Iglesia que
se concibe a sí misma —según una famosa expresión paulina— como un Cuerpo.
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La sociedad es orgánica por definición, es decir, es sociedad en la medida en que
las funciones que cumplen sus miembros se interrelacionan de acuerdo a exigencias
comunes orientadas al bien común.
Por esta razón es indispensable el principio de participación activa de todos en la vida
social y política. No basta con hablar de la democracia o canonizar el sistema formal de
la democracia sino de garantizar una auténtica participación ciudadana. Con esto aparece
como necesaria la consideración sobre el destino universal de los bienes. Los seres
humanos somos administradores de los bienes que hemos recibido, esta administración
debe responder a nuestra naturaleza social, por lo tanto las decisiones políticas deben
orientarse según esta concepción. La misma propiedad privada tiene por esa razón un
destino social y no está sometida a la arbitrariedad del propietario. Como enseña el Papa
Francisco (2013):
La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de
la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la
propiedad privada. La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y
acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual la solidaridad
debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde. Estas
convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se hacen carne, abren camino a otras
transformaciones estructurales y las vuelven posibles. Un cambio en las estructuras
sin generar nuevas convicciones y actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras
tarde o temprano se vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces. (p. 149)
Así los principios y valores de la doctrina social de la Iglesia se constituyen en la base
ineludible de la participación política de sus miembros en la sociedad. Se trata en última
instancia de una aplicación de la virtud de la justicia y pertenece al ámbito específico de
la teología moral.
Distinciones importantes sobre la participación política de la Iglesia en el Perú
Lo dicho nos lleva a darle una mirada a la concreción de estos principios en la
participación política en el Perú. Para hacerlo hay que distinguir en primer lugar, la
jerarquía, los religiosos y el laicado en la Iglesia. La jerarquía está constituida por todos
los que han recibido el Sacramento del Orden Sacerdotal y ejercen de manera pública y
oficial el deber de regir, santificar y enseñar al Pueblo de Dios las verdades de la fe y su
relación con la vida cotidiana desde el ámbito propio de su ministerio. Estos hombres
están llamados a ser signos de unidad así como Cristo lo es. Como enseña el papa Juan
Pablo II (1992):
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Mediante el sacerdocio que nace de la profundidad del inefable misterio de Dios, o
sea, del amor del Padre, de la gracia de Jesucristo y del don de la unidad del Espíritu
Santo, el presbítero está inserto sacramentalmente en la comunión con el Obispo
y con los otros presbíteros, para servir al Pueblo de Dios que es la Iglesia y atraer a
todos a Cristo, según la oración del Señor: “Padre santo, cuida en tu nombre a los
que me has dado, para que sean uno como nosotros. [...] Como tú, Padre, en mí y
yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me
has enviado” (Jn 17, 11.21). (párr. 74)
Algo similar puede decirse de los religiosos que son un estado de vida reconocido
públicamente por la Iglesia. Por ser los religiosos un testimonio de la vida de la Iglesia
y por ejercer los sacerdotes el oficio de regir, santificar y enseñar según la potestad que
les da el Sacramento del Orden, no pueden participar en política partidaria, es decir, no
se pueden adscribir a ningún partido político concreto; ni representar alguna iniciativa
de búsqueda de poder político. Sin embargo son llamados especialmente a enseñar y
promover la doctrina social de la Iglesia y por lo tanto a denunciar las situaciones de
injusticia producidas por el Estado o cualquier institución, sea del color político que sea.
En cuanto a los laicos, los principios de la doctrina social de la Iglesia son vividos de
diversa forma. Ciertamente a ellos no sólo les está permitida sino que es alentada la
participación en política partidaria, y bautizados comprometidos con su fe ciertamente
participan en política partidaria y en el gobierno. Sin embargo es importante precisar
que jamás representan ni a toda la Iglesia ni a la Iglesia oficialmente. Y esta situación no
surge de un cálculo político sino de la naturaleza de la acción del cristiano en política
que siempre es provisional y tiene su valor de cara al Evangelio en lo profundo de la
conciencia y ante la autoridad de la Iglesia. Por ello, están moralmente obligados a
seguir las normas de la doctrina social. De una manera especial los laicos son llamados
a concretar los principios en el ámbito de la política y la vida pública, integrando así su
fe y su vida. Enseña la Congregación para la Doctrina de la fe (2002):
Mediante el cumplimiento de los deberes civiles comunes, “de acuerdo con
su conciencia cristiana”, en conformidad con los valores que son congruentes
con ella, los fieles laicos desarrollan también sus tareas propias de animar
cristianamente el orden temporal, respetando su naturaleza y legítima autonomía, y
cooperando con los demás, ciudadanos según la competencia específica y bajo la
propia responsabilidad. Consecuencia de esta fundamental enseñanza del Concilio
Vaticano II es que «los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la
“política”; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa,
administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien
común», que comprende la promoción y defensa de bienes tales como el orden
público y la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y el ambiente,
la justicia, la solidaridad, etc. (párr. 3)
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Como fieles de la Iglesia, tanto el clero, como los religiosos y los laicos participan en
la vida política del país iluminados por la doctrina social de la Iglesia. Ver la realidad
política entera del país desde ella es un deber propio de la fe cristiana. Ningún fiel puede
asumir como criterio de acción alguna ideología que contradiga la naturaleza de la fe.
Sobre esto en el Perú ha habido cierta confusión a partir de tendencias ideológicas
que influyeron en la comprensión de la fe cristiana. Entre otras manifestaciones cabe
mencionar brevemente una vertiente teológica que en nuestro medio asumió como
premisas algunos de los presupuestos del marxismo como es el caso de la teología de
la liberación cuyo máximo exponente peruano es Gustavo Gutiérrez. Las posturas del
sacerdote limeño fueron criticadas y precisadas por la Congregación para la Doctrina
de la Fe en 1984 mediante la conocida Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la
liberación. La problemática de estas vertientes de pensamiento teológico de corte más
bien político motivó la visita del cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación
mencionada. Dos son los textos más problemáticos en ese sentido: Teología de la liberación,
perspectivas y La fuerza histórica de los pobres.
En síntesis, el problema de fondo de la teología de la liberación consistía en su intento
de usar los análisis “científicos” provenientes del marxismo tomando a Marx como
Santo Tomás tomaría a Aristóteles para lograr una síntesis de pensamiento acorde con
su época. En algunos casos ingenuidad y poca capacidad crítica y en otros una suerte de
espíritu gramsciano —ciertamente el padre Gustavo Gutiérrez se declaraba admirador
de Gramsci lo que puede verse sobre todo en la infiltración de nuevos significados a
palabras de contexto teológico como “liberación”, “pueblo”, “pobre”, etc.— hicieron
que no se advirtiera que es imposible separar el análisis marxista de sus presupuestos
ideológicos conflictivos que de científicos no tienen más que el nombre. Si se asume
la lucha de clases como “un hecho macizo” según preconizaba Gutiérrez, no queda
más camino que tomar partido por los pobres en contra de los ricos y asumir una
aproximación conflictiva a la vida, y en especial a la Iglesia. Estas aventuras intelectuales
generaron en algunos casos mezclas explosivas de religión y acción política que no
pocas veces desembocaron en el terrorismo o la lucha armada, como en los casos de
Nelly Evans, una ex monja del distinguido colegio Inmaculado Corazón, o en Colombia
el del famoso cura guerrillero Camilo Torres, entre muchos más que se podrían citar.
Actualmente, el conocido sacerdote limeño habita en Estados Unidos y sigue dedicado
a la teología, ha escrito libros espirituales casi sin tinte político, ha vuelto a reeditar hace
poco tiempo su conocida Teología de la liberación, perspectivas con una introducción que
no cambia sustancialmente nada de lo que dijo en 1961 y De parte de los pobres, teología de
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la liberación, teología de la Iglesia, un famoso texto a cuatro manos con el actual Prefecto
de la congregación para la doctrina de la fe, cuya nueva edición publicada en el 2013 y
presentada en la Santa Sede ha generado una polémica que está lejos de terminar.
Más allá de la problemática actual de la teología de la liberación, es cierto que la crisis de
las ideologías subsiguiente a la caída del muro de Berlín y la espeluznante experiencia del
terrorismo en el Perú parece haber afectado muy seriamente los iniciales entusiasmos
del P. Gutiérrez por la lucha de clases y hoy esos presupuestos conflictivos han tomado
nombres más tolerantes asumiendo categorías más políticamente correctas como
“exclusión”, “vida”, etc. (Rodríguez 2011), dando toda su propuesta teológica un viraje
hacia los temas de moda como la ecología, la mujer, poblaciones vulnerables, inclusión,
defensa del consumidor, economía política, etc.
Sea como sea y con las variaciones que se asuman, estas aproximaciones ideologizadas a la
teología corren el riesgo de vaciar de sentido cristiano las afirmaciones de la fe. Suenan a
algo más concreto y humano pero por tratar de hacer “más humano” el discurso religioso,
lo substituyen por una suerte de interpretación política y terminan por eliminarlo del
espacio público. Ciertamente la doctrina social de la Iglesia propone criterios de acción
pero siempre inspirados en la teología de la Iglesia y en los desarrollos que desde hace
dos mil años se vienen haciendo. La teología de la liberación veía en la doctrina social
de la Iglesia un mero paliativo, una suerte de “opio del pueblo” y no un medio real
para cambiar las situaciones injustas desde el Evangelio con lo que paradójicamente,
queriendo hacer más concreta la fe cristiana en la acción política puede terminar por
arrancarla de la vida concreta de las personas y reemplazada por las ideologías.
Conclusión
Hemos escogido estos tres aspectos porque los consideramos fundamentales a la hora de
aproximarnos al tema de la participación política de la Iglesia: sin credibilidad no sería un
actor importante en la vida política; sin su propuesta específica no haría diferencia alguna
con otras instituciones; y sin discernir sobre aspectos concretos de participación política
nos quedaríamos en los principios generales sin aplicarlos a la realidad o de lo contrario, si
asumimos acríticamente presupuestos ideológicos, terminaríamos por diluir la identidad
de la propuesta política de la Iglesia convirtiéndola en disfraz de otros discursos.
A modo de conclusión, diremos que la Iglesia Católica tiene ciertamente una presencia
muy fuerte en nuestro medio. Encuestas y estudios revelan la confianza que se deposita
en ella. Tiene por lo tanto una participación política real aunque de características muy
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Tres aspectos de la participación política de la Iglesia
diversas a lo que solemos entender por participación política, usualmente vinculada a
los partidos o a los mecanismos de obtención y sostenimiento del poder. No se puede
hablar de este aspecto de la vida de la Iglesia, sin considerar su realidad específica de
institución religiosa. La Iglesia tiene como razón de su existencia la predicación del
mensaje de salvación traído por Jesucristo y justamente por la coherencia con Él es
que se preocupa por la problemática social. Donde se ha sintetizado y estructurado un
corpus doctrinal en lo que se ha dado en llamar “doctrina social de la Iglesia” cuyos
principios sirven de discernimiento para la acción. La participación política de algunos
cristianos, sea partidaria o ideológica debe ser discernida a la luz de estos principios
especialmente formulados para comprender la misión de la Iglesia en la vida política y
social. Para su aplicación es importante distinguir la jerarquía y los religiosos del laicado,
ya que en los dos primeros casos la política partidaria no les está permitida porque
tienen la misión de ser signo de unidad en medio del pueblo, mientras que en los laicos
puede ser un deber exigido por la fe misma.
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