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Modelos productivos y capitalismo global: realidades y mitos
El cambio de modelo productivo es hoy un objetivo compartido por casi todos los países de la
comunidad internacional. Se suele hablar de él cargado de connotaciones ideales, casi como sí fuera una
referencia-meta, algo que encarna y sustituye al "progreso".
Recuerda a los debates de los años 70 sobre el desarrollo económico planteado como una meta única
que significaba dejar atrás el subdesarrollo. Entonces la economía crítica se encargó de demostrar que,
en el capitalismo, "el subdesarrollo no era la etapa previa al desarrollo", que la mayoría de los países
estarían siempre encerrados en los círculos viciosos de la dependencia, que las relaciones
centro/periferia imponen un corsé que reproduce desigualdades, que el control sobre los flujos
financieros internacionales y las relaciones de poder son las que determinan los éxitos económicos, que
las crisis tienen como función desplazar hacia la periferia sus peores consecuencias y los auges retener
en el centro las mejores opciones.
Pareciera también que, dentro de cada país, el cambio de modelo productivo fuera un objetivo neutro
con una meta única y un camino técnico, en el que las ideologías y los intereses no influyeran o en el
que el consenso social fuera evidente. Pareciera también que una producción de mayor calidad y el
desarrollo de sectores intensivos en I+D+i lleve aparejado automáticamente el progreso social, una
mejora del nivel de vida y una idea revalorizada del trabajo. Nada más erróneo. Entre otras cosas porque
los sectores intensivos en tecnología no lo son en trabajo y lo que hoy se necesita es integrar la
modernización productiva con la creación de empleo que es nuestra principal tragedia. Y porque el
mejor incremento de productividad surgirá, simplemente, de convertir en ocupado y productivo lo que
hoy está desocupado e improductivo.
La realidad es que hay que afrontar el modelo productivo como parte de un nuevo modelo social y que
son los equilibrios y las hegemonías políticas las que determinarán las jerarquías de las metas, quienes
consiguen ventajas, de qué modo, en qué medida y a costa de quién se consiguen.
Las siguientes líneas apuntan algunas reflexiones que ofrecen otra mirada sobre lo que significa hoy
afrontar el tránsito hacia un nuevo modelo productivo. Son referencias que uno sabe que están en el
fondo de todo pero de las que no se suele hablar, pero que hoy considero imprescindibles para construir
un discurso alternativo que evite que ese objetivo se convierta en una retórica vacía, un lugar común.
La nueva división internacional del trabajo y los modelos productivos
Mientras el capitalismo se había caracterizado hasta los años 80 del siglo pasado por la concentración
territorial de recursos en los países desarrollados, la globalización y el neoliberalismo ha trastocado ese
paradigma al dar libertad absoluta al movimiento de capitales.
Desde ese momento, la defensa de nuevos modelos productivos basados en la innovación y en un
trabajo más cualificado se ha convertido en un relato común para cualquier país del mundo. La receta
compartida es que “hay que estar más preparados y ser más flexibles para ganar competitividad y
competir en el exterior con productos de alto valor añadido”.
Todos pueden aspirar a ese objetivo a condición de que atraigan la compañía transnacional adecuada
para que tome posición en los sectores en los que cada país tiene una preeminencia relativa. Al ser los
agentes que mejor detectan las ventajas comparativas de cada territorio (fiscalidad, salarios, cercanía a
grandes mercados, integración en bloques regionales, recursos naturales), se convierten en
determinantes en la configuración de los deseados nuevos modelos productivos y en el posicionamiento
internacional de los países, su actividad y el grado de especialización.
El reconocimiento de este papel parte de la evidencia de que existe una conexión indiscutible entre las
grandes transnacionales y el desarrollo de los flujos del Comercio Internacional o los de la Inversión
Exterior Directa (IED). Hasta finales del siglo pasado UNCTAD informaba sobre una conexión que merece
la pena recordar:
de un lado, a las grandes corporaciones se las reconocía una aportacion determinante en los
flujos de IED, inversión exterior directa: el 55% de la generada en Alemania y Francia, el 65% de
la originada en EEUU, Reino Unido o Canadá y el 75% de la procedente de los países nórdicos
(Suecia, Noruega, Finlandia) partía de sus 50 principales transnacionales.
Los datos referidos al comercio internacional eran igualmente impactantes: más de dos tercios
del comercio mundial se reconocían como intercambios entre empresas transnacionales. Y no
solo eso: la mitad de los intercambios internacionales eran intraempresa, es decir,
transferencias internas entre sucursales de los mismos grupos empresariales.
Empresas norteamericanas o suecas, coreanas o brasileñas, de capital público o privado, sociedades
anónimas o cooperativas (incluida Mondragón) iniciaron el mismo camino. Hoy forman parte de un
paradigma económico que, parece asumir, implícita o explícitamente, que hay que facilitar la mejor
integración en las grandes redes corporativas porque es la que define qué exporta, qué importa y qué
produce cada país. Y, en última instancia, su posición en el mundo.
La identificación casposa de la Marca España con “nuestras” transnacionales es solo un ejemplo. Pero
no es el único: ese consenso incorpora a buena parte de la izquierda. El autor del concepto de
Socialismo del siglo XXI que identificó a Chávez y a Venezuela, y luego muy crítico con su modelo
ineficiente, el sociólogo altermundista alemán, Heinz Dieterich Steffan, investigador de la Universidad
Autónoma de México, UAM, se refería así a la necesidad de disponer de empresas transnacionales
propias:
Algunos quieren “desplazarse económicamente, pero con un vehículo sin máquina ni energía. La
función de las corporaciones transnacionales en la aldea global es tan evidente como lo fue en
su tiempo la función de los galeones españoles. Eran los vehículos que permitían acceder al
“plus producto” mundial. Quién no disponía de esos vehículos, estaba separado del surplus
mundial y, por lo tanto, tenía que vivir en la miseria y la dependencia”.
Sólo tres caminos para un cambio de modelo.
Ese consenso refleja, por tanto, una verdad económica indiscutible, que las concede un papel de actores
imprescindibles comparables o predominantes incluso sobre el que se concede a los propios estados.
Por ello, sin más dilación, conviene abordar los que considero los tres caminos posibles:

El primero exige un poder político capaz de obtener recursos fiscales suficientes para la
financiación de políticas públicas directas. Requiere no solo voluntad política sino una sólida
hegemonía progresista capaz de impulsar un gran consenso social y un esfuerzo continuado
durante muchos años y con muchos recursos. Descansa en la convicción que el impulso de la
competitividad de las PYMES es esencial para la actividad productiva y, por eso, requiere un
papel activo del Estado y políticas públicas sectoriales activas.

El segundo, implica el desarrollo de un modelo autocentrado capaz de desarrollar empresas
transnacionales propias que tengan peso específico en sectores con recorrido en su propia
cadena de valor. Su desarrollo requiere un proceso de acumulación previo muy intenso, capaz
de generar recursos financieros y un consenso nacional que fomente elites empresariales
ambiciosas y músculo empresarial exterior, objetivo al que deben sacrificarse otros como la
transparencia, la competencia y, al menos en alguna medida, los equilibrios sociales internos.

El tercero, requiere subordinarse a las demandas del mercado de capitales y a las pautas de
captación de asentamientos de transnacionales ajenas con la confianza que traigan consigo un
mestizaje con las élites locales. Significa ante todo, una fuerza de trabajo lo más barata posible,
capacitada y no conflictiva, exenciones fiscales y seguridad jurídica para no perjudicar los
derechos del inversor.
Esos vías o carriles implican prioridades políticas y sociales distintas. El primero, es la opción progresista:
aspira a construir competitividad y valor añadido desde los equilibrios internos entre lo público/privado
y entre capital/trabajo y a hacer compatible la competitividad con el progreso social y la mejora de la
calidad de vida de los ciudadanos. Es un camino contracorriente que revaloriza el papel del Estado para
vencer las resistencias de lobbies poderosos y requiere democratizar los modelos económicos. No
reniega de las grandes transnacionales pero las pide una apuesta clara y a medio plazo, sin privilegios
fiscales.
A ese camino le faltan referentes actualizados y necesita superar obstáculos de todo tipo. No es el
menor la crisis financiera de las cuentas públicas, inducida pero real, ni la debilidad política y social del
mundo del trabajo, colocado a la defensiva tanto por las condiciones de dispersión y precariedad en las
que se desarrolla como en los aspectos ideológicos.
El segundo camino, prioriza lo privado sobre lo público pero también las soluciones patrocinadas por
empresas nacionales respecto a las foráneas y las habilidades de las élites nacionales representadas por
los directivos, respecto a la aportación colectiva del trabajo. El Estado está presente pero en un papel
subsidiario y de apoyo a los intereses y programas avalados por las grandes corporaciones
dinamizadoras de la presencia exterior.
El tercero, la opción más conservadora, acepta un rol dependiente y especializado, en el que las élites
nacionales se subordinan al capital extranjero al que someten toda la política económica. El Estado
actúa de gendarme para garantizar un orden estable, poco peso de la negociación colectiva y “recursos
humanos” formados.
Por supuesto, caben posiciones intermedias mezcla de uno y otro. De alguna forma, significan alianzas
entre clases sociales, proyectos autónomos o compartidos, que son el resultado de la madurez y
posibilidades de unos y otros, de las dimensiones y fuerza política y social, del sometimiento de unos
principios a otros. Pero también de la inteligencia de los programas de unos y otros. En mi opinión, esta
cuestión está en el fondo, es el debate esencial para el cambio de modelo productivo.
Algunas referencias. Modelos productivos y retorno social
Es obvio que el primer camino es el menos transitado. Hacia él intenta dirigirse hoy Ecuador, ejemplo de
un país pequeño que, después de sufrir toda clase de tropelías y abusos en nombre de la modernidad
neoliberal, ha encontrado en la figura del presidente Correa un proyecto político solvente apoyado por
amplias mayorías sociales. Seguiremos su recorrido.
En el otro extremo, está representado por China, un capitalismo de Estado con retórica
social/nacionalista, que gobierna sobre el 20% de la población mundial, cuya autonomía sobre “los
mercados” le permite ser referencia, en muchas parcelas, a los llamados BRIC (Brasil, Rusia, India, China)
El desarrollado por Finlandia en los 80 podemos considerarlo un camino mixto entre las dos opciones
primeras pero sirve, también, para que lo tomamos como referencia para comprender el tamaño del
reto: consumió una década y alrededor del 50% del PIB en recursos acumulados en innovación y
formación, en buena medida públicos, para pasar de una economía primaria basada en la pasta de papel
a otra basada en las nuevas tecnologías de la información. Su desarrollo giró en gran medida alrededor
de la empresa Nokia. Su desnacionalización reciente vía venta a la norteamericana Microsoft, es, sin
embargo, un buen ejemplo a los limites a la autonomía y dependencias en una economía globalizada.
En general, los grandes países denominados BRIC representan una síntesis entre la segunda y la tercera
vía, con la particularidad de que el tamaño de su mercado interior ha sido un factor suficiente para
generar potentes grupos "nacionales" en diferentes sectores y les permite negociar alianzas en
condiciones favorables con grupos extranjeros.
Su capacidad para producir productos y servicios avanzados se puede apreciar haciendo un repaso a las
más diversas industrias desde automóviles a trenes de alta velocidad, desde software a terminales
tecnológicos o a nuevas energías y materiales. Es así, entre otras cosas, porque, desde 2004, la mayoría
de las transnacionales que más invierten en I+D de todo el mundo han utilizado China, la India u otros
países emergentes para desarrollar sus programas.
Sus modelos productivos se caracterizan por una explotación intensiva del trabajo, eso es cierto, pero
con un trabajo de creciente cualificación, con ingenieros y científicos dispuestos a trabajar 50 horas a la
semana con salarios ínfimos, a los que, por cierto, nos acercamos rápidamente. La creciente salida de
capitales desde China a Bangladesh o Birmania, indica que nadie está a salvo de un proceso de
deslocalización y que aún en los modelos más dependientes, pueden encontrarse países capacitados
para elaborar bienes y servicios de medio/alto valor y no solo productos de baja gama.
El balance de estas experiencias permite a la globalización y a sus actores principales, las transnacionales
y la tecnoestructura del poder global, presentarse como generadora de bienestar social global. Las
dificultades de Occidente, presentado como obsoleto y caduco, se compensan con las facilidades del
mundo emergente en donde 1000 millones de personas han salido del nivel de subsistencia. Pero en
conjunto, el modelo económico y social se consolida. La financiarización y la mercantilización de todo lo
que significa bien común se convierte en norma, mientras lo que servía de contrapeso social se debilita.
España, de un modelo dependiente a otro más autónomo y autocentrado.
Volvemos a Occidente. También España es, en mi opinión, un alumno aventajado de la segunda vía. O
mejor, del tránsito relativamente exitoso del tercer carril, símbolo de un desarrollo dependiente de la
entrada constante de capital extranjero, al segundo, símbolo de un desarrollo más autocentrado con los
rasgos que luego analizo.
En nuestro caso, las burbujas financiero/inmobiliarias han sido un factor determinante de la
configuración de nuestro capitalismo y nuestras actuales estructuras productivas. Los millones de
operaciones de venta masiva de suelo en nuestras costas y en la periferia y en el subsuelo de nuestras
ciudades han alimentado durante 25 años una acumulación originaria de capital (probablemente muy
superior al 50% del PIB) imprescindible desde la lógica capitalista para impulsar el tamaño de nuestro
sistema financiero y el desarrollo de nuestras grandes corporaciones y su expansión internacional.
Las plusvalías inmobiliarias han sido la contrapartida a la pérdida de un recurso único agotado para
siempre, (la venta de nuestro suelo y subsuelo urbano, nuestra costa) pero que alimentó un sistema
financiero hipertrofiado capaz de financiar el asentamiento y la expansión global de núcleos duros de
poder "nacionales" que se asentaron en las empresas privatizadas. Nuestra singularidad se ha
cimentado en una renta de situación con dos ventajas conocidas, nuestra pertenencia a la UE y la
identidad cultural y lingúistica con la mayor parte de Latinoamérica, que han multiplicado la posibilidad
de que nuestras incipientes transnacionales ganaran músculo.
Para entender lo que ello ha significado merece la pena repasar el cambio radical de los flujos de
inversión exterior producido en los 25 años transcurridos desde 1980 hasta 2006, poco antes de la
crisis. España participó en ese cuarto de siglo de flujos de inversión exterior, IED, con un saldo casi
equilibrado, con un neto positivo de sólo el 0,7% del PIB, pero ese saldo fue el resultado de unas
entradas de capital equivalentes, en promedio anual, al 6.9% el PIB y unas salidas del 6.2% del PIB. Lo
importante, sin embargo, es su comportamiento temporal, opuesto en su signo y paradójicamente
simétrico. La mayor parte de las entradas se localizaron entre 1980 y 1998, periodo en el que España
recibió anualmente alrededor de un 6% en términos netos por IED (casi 50 mil millones de euros)
mientras las salidas se localizaron entre 1999 y el 2006, en los que invirtió una cifra neta relativa similar,
un 6% también, (casi 60 mil millones de euros).
Esa operación refleja un consenso nacional implícito, en clave PSOE/PP. En el primer periodo, 1980-98,
gobernado esencialmente por el PSOE, se facilita la entrada de capital extranjero mientras se inicia una
operación de privatización y musculación de nuestras corporaciones aunque reservándose un cierto
control público de estas. El segundo, periodo, gobernado por el PP, se acelera y culmina el proceso,
expulsando al Estado de sus posiciones de control y patrocinando una elite empresarial cercana al
poder. Lo que era una posición relativamente tibia en el PSOE se convierte en discurso explícito:
recuerdo una intervención en 2001 de Rodrigo Rato, superministro de Aznar, en la que decía que no le
importaba sacrificar la competencia en el mercado interior español (en energía, telecomunicaciones,
banca, construcción... ) si con ello "nuestras empresas" ganaban tamaño.
Conviene repasar y revisar ese proceso por cuanto de su valoración dependerá el aprendizaje hacia el
futuro. Ese consenso implícito y las plusvalías financieras conseguidas en la venta de suelo, permitió a
España un salto cualitativo en la proyección y especialización internacional. La hegemonía del proceso
acabó fortaleciendo una élite empresarial “nacional”, pero asimilada a otras tantas equivalentes,
perfectamente insertada en los circuitos financieros globales, dispuesta a acercarse o alejarse de los
“intereses patrios” siempre que les convenga.
Con todo, ¿significa ese paso “un cambio de modelo productivo” o, al menos, un paso adecuado en la
dirección adecuada? ¿Por qué no? ¿Por qué sí?
Transnacionales y sector servicios: nueva especialización, ¿nuevo modelo?
En ese periodo España profundizó en su condición de “una economía de servicios”, pero empezó a ser
considerada, por su presencia creciente en Iberoamérica, como candidata a un liderazgo en una nueva
especialización: la gestión internacional de servicios públicos o utilities. O mejor aún y de forma más
precisa y amplia, candidata a liderar la gestión de servicios "no comerciables" que son, según lo define la
Contabilidad Nacional, aquellos que se prestan in situ y no pueden ser exportados desde un país ajeno:
telecomunicaciones, electricidad, sistema financiero (seguros y algunos de banca), correos, aguas,
infraestructuras y energía (gas y electricidad).
¿Qué significa esa especialización? Pues en primer lugar que, por su condición de servicios no
comerciables, se trata de un tipo de inversión que se concentra en sectores sin capacidad de arrastre
sobre los flujos de comercio. Ello explica, entre otras cosas, que Latinoamérica, la región a la que se
destinaron casi en exclusiva las primeras inversiones no haya mejorado su contribución al comercio
manteniéndose en torno al 6% de las exportaciones españolas. Y es que mientras los modelos de
internacionalización basados en la industria aportan, casi desde el comienzo, una gran capacidad de
arrastre sobre las exportaciones, no solo vía filiales/matriz como afirmaba UNCTAD sino vía las PYMES
que actuaban como proveedores habituales y estratégicos en su país de origen, nuestra especialización
en servicios no comerciables no tiene ese tirón.
Pero haríamos mal en dejarnos llevar por el significado aparentemente marginal del nombre. La
denominación servicios no comerciables no debe confundir: se trata de sectores estratégicos esenciales
tanto para el sistema en su conjunto como para los países. Por un lado, en ellos se juega buena parte del
futuro del poder global capitalista, por cuanto están en la frontera de lo público y lo privado; por otro,
representan una contribución altísima al PIB de las más diversas naciones: Brasil 48%, Argentina 53%,
Méjico 59%. Ese peso elevado no es rasgo especial de Iberoamérica sino que se mantiene o incrementa
en todos los países, incluidos los más desarrollados: Bélgica 67%, Japón 63%, Estados Unidos 69%,
Corea del Sur 46%. Ello explica que, una vez que Latinoamérica permitió a las grandes empresas ganar
músculo y experiencia en la gestión de riesgos y de recursos, pudieran diseñar el salto a otros mercados
tan maduros y difíciles como el europeo, del que las operaciones entre Santander y Abbey, BBVA y BNL,
Telefónica y O2 fueron primeros pasos.
Desde la liberación de los servicios aprobada en 1995, en la Ronda de Uruguay de la OMC, ha quedado
claro que para que una economía avanzada consolide su posición exterior resulta cada vez más
necesaria una participación relevante en la internacionalización de los servicios, algo que puede lograr
vía el comercio y, cuando no es posible como en el caso de los servicios so comerciables, a través de la
inversión directa en el extranjero.
El caso es que los directivos de las nuevas-grandes empresas españolas formaron parte del grupo de
empresarios que más rápido y mejor comprendieron la oportunidad de ganar tamaño internacional en
servicios. Su “agresividad” en las pujas fue reconocida y su rol de “nuevos conquistadores”, asociada por
supuesto a capacidad de corromper, fue denunciada en muchos países latinoamericanos. Pero “llegaron
a tiempo” ( “gato negro, gato blanco que más da” que diría Felipe Gonzalez; “teníamos un problema y lo
hemos resuelto”, que diría Aznar) al reto de la internacionalización de los servicios.
Todavía en 1994 no había ninguna empresa de servicios entre las 50 megaempresas transnacionales
más grandes del mundo elaborado por la revista Fortune y, sin embargo, a partir de esa fecha, las
empresas manufactureras pierden peso progresivamente a favor de empresas del sector terciario. En
1998 suponían ya el 36% en ese grupo y en los primeros años del milenio se situaron alrededor del 50%.
Las españolas empezaron pronto a escalar puestos en ese "selecto" club.
En los servicios descansan sectores estratégicos y de futuro.
Con ello, España profundizó en su condición de país de servicios un término que cada vez que se plantea
el debate sobre cambio de modelo productivo se sigue considerando una carencia, algo absolutamente
incomprensible a no ser por la obsesión con un modelo como el alemán, cuyo éxito radica en su
especialización en una industria de tecnología media/alta.
La denominación “servicios” es, simplemente, una denominación imprecisa y nebulosa que agrupa en
un mismo cajón el 66% del PIB y el 70% del empleo total, aunque lo compongan actividades de alto valor
económico y alta capacidad de tracción futura, precisamente la más vinculada a la economía del
conocimiento, con otras secundarias y marginales para el devenir económico.
En la contabilidad nacional de EEUU, Google (aplicaciones) es una empresa de servicios e Micrososft
también y Appel (dispositivos) una industrial y, ambas, son referencia de la nueva economía global.
También en EEUU la industria del ocio y la cultura, (Disney, Comcast, Time Warner) aporta más valor que
la automovilística. En España esa “industria” aporta el 3,3% al PIB, tanto como el sector primario (agro,
ganadería y pesca) y el doble que la energía, pero la mitad de lo que aporta en México (entre otras
razones por el peso de Televisa y Azteca en la producción de telenovelas) y la tercera parte de lo que
aporta en EEUU, si incluimos la industria del juego electrónica.
Servicios y mercancías se fusionan en la nueva economía: el vino es industria pero lo es más cuando se
asocia a la gastronomía y al ocio; el turismo es servicios y es industria pero lo es más cuando se apoya en
la cultura. Esa fusión genera entornos estratégicos en los que no siempre la manufactura es el
paradigma de lo deseable. En Andalucía, por ejemplo, los servicios intensivos en conocimiento aportan
(según datos de Eurostat) un 25,4% a su PIB mientras que la industria de alta y media tecnología sólo
aporta un 2,4%. ¿Nos debemos de preocupar o alegrar?
Servicios tampoco es equivalente a turismo. El peso de los servicios no turísticos en las exportaciones
españolas ha aumentado sensiblemente, duplicándose desde 1995 hasta superar el 20% del total. En
ese grupos de actividades mientras Francia, Italia y EEUU pierden peso mundial, España junto a China e
India ganan cuotas de forma consistente, según informaba recientemente el Banco de España. Hemos
multiplicado por cuatro nuestra presencia en servicios de ingeniería y arquitectura asociados a la
construcción y aumentado consistentemente nuestra cuota en servicios destinados a empresas (B2B), y
también al transporte y servicios financieros y el resto de servicios. Solo perdemos cuota de forma
acelerada, y eso sí es de preocupar, en los servicios tecnológicos.
Conclusiones muy provisionales
Estás mejoras y otras (diversificación geográfica) que afectan a industrias y servicios se están
produciendo en un contexto de falta de financiación y ausencia de políticas industriales sectoriales. La
intervención del Estado se limita al apoyo a los grandes grupos existentes y a favorecer a los nuevos
nacidos, una vez más, de la privatización de los bienes públicos, especialmente de la sanidad. Como
señalaba Gabriel Flores en una intervención anterior, los "recortes y la austeridad conllevan una política
industrial implícita" y un plan de reindustrialización destinado a ensanchar la especialización productiva
ya existente.
La mejora de esa especialización, más intensiva en conocimiento, se produce al tiempo que se mantiene
un nivel de desempleo del 26% y se fomenta el hundimiento de los salarios y el nivel de vida de la
población. Ganamos cuotas en sectores con alta productividad pero no encontramos las actividades que
puedan ser tractoras en la creación de empleo. La lógica productivista del sistema nos lleva a un debate
absurdo que fomenta la dualidad de nuestra economía: pone el foco en la mayor calidad de la creación
de valor en la población ocupada, que es lo que mide la productividad, sin tener en cuenta que, en el
conjunto, el mejor incremento de productividad se obtiene, conviene insistir en ello, en convertir en
ocupado y productivo lo que hoy está desocupado e improductivo. l
No tiene sentido ni es posible mejorar el modelo productivo deteriorando el modelo social. Europa, a la
defensiva, pierde posiciones mientras desiste de “exportar” los valores democráticos, los consensos
internos, los sistemas fiscales progresivos que eran la base de su éxito.
Por ello, la profundizacion y puesta al día del modelo europeo en los aspectos más cercanos al sistema
productivo se convierte en el debate esencial. Es imprescindible afrontar nuevos modos de crear y
organizar la riqueza que enlacen la nuevas pautas innovadoras con la necesaria democratización
económica y la profundización del modelo social. Dejo en la agenda la necesidad de un discurso que
integre los siguientes puntos:

La innovación reclama fortalecer los consensos internos y aumentar la participación del trabajo
en las empresas (en la gestión, en el accionariado, en los beneficios). Es la única vía que permite
ganar competitividad exterior mientras desarrolla las demandas internas.

La economía colaborativa (un nombre más adecuado que el de economía social) es la que más
se adapta a la innovación que favorecen las TIC. Es necesario profundizar en las diferentes
experiencias orgánicas, desde el papel de las PYMES concebidas, en buena medida, como
empresas de trabajo asociado a la experiencia del Grupo Mondragón.

La creación de valor en el capitalismo financiero conlleva el desprecio al trabajo considerado
como una commodity, algo imprescindible pero indiferenciado. Es necesario explicar cuales son
sus pautas y desmontar sus argumentos para integrarlas en el discursos político y sindical.

Profundizar en los problemas de agencia derivados del control de gestión interna en las
empresas y organizaciones. Para acabar con el monopolio del poder del primer ejecutivo en las
empresas es necesario fomentar los discursos sobre el buen gobierno y la función de
contrapoder de los llamados stakeholders, (usuarios, instituciones, proveedores, trabajadores)
y, en particular estos últimos. (Imprescindible el análisis de la experiencia de las Cajas).

El análisis sistemático de otras experiencias predistributivas de la socialdemocracia europea.
Sobre la valoración del papel de las transnacionales se necesita profundizar sobre los siguientes puntos.
Alejarse de la importancia de la nacionalidad de los titulares de las acciones y analizar el valor real del
efecto sede; preocuparse por el valor añadido generado y su evolución con independencia de si se trata
de transnacionales propias y ajenas; analizar la experiencia de algunos países latinoamericanos basada
en la necesidad de "domesticar" el capital (en el sentido de hacerlo propio).
En fin, mucho trabajo.