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Transcript
Creer en el Espíritu Santo es profesar que el Espíritu
Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad,
consubstancial al Padre y al Hijo, “que con el Padre y el
Hijo recibe una misma adoración y gloria”.
Nunca podremos entender
en esta vida de una
manera plena el misterio
de la Santísima Trinidad.
Pero Jesús nos dijo que
Dios es AMOR. Por lo
tanto vislumbramos que,
aunque Dios sea
solamente Uno, conviene
que el Padre ame a otra
persona y esa persona,
que es el Hijo, ame al
Padre. Ese amor es tan
grande que es otra
persona, el Espíritu Santo.
Desde el principio
deseamos estar en
comunión con el
Espíritu Santo,
según los deseos
que nos expresa
san Pablo: “La
gracia del Señor
Jesucristo, y la
caridad de Dios, y la
comunicación del
Espíritu Santo estén
con todos vosotros”
2 Co 13,13.
El Espíritu Santo, como es espíritu, no lo podemos
presentar en una imagen material. Para ello nos valemos
de los símbolos que nos recuerdan diversas
manifestaciones suyas.
El símbolo más
popular es la
paloma. Así quiso
manifestarse en el
Bautismo de Jesús.
Es el símbolo que
más usaremos al
hablar del Espíritu
Santo.
Desde el siglo X era
costumbre
representar la
Trinidad con tres
formas humanas
masculinas.
Esta imagen logró mantenerse (en medio de disputas e
interpretaciones de todo tipo) hasta el siglo XVI. Puede
verse, por ejemplo, en el retablo mayor de la Cartuja de
Miraflores de Burgos, tallado por Gil de Siloé a finales del
siglo XV. Sin embargo, el Papa Benedicto XIV prohibió
toda representación en forma humana del Espíritu Santo
en el año 1745.
En el credo niceno-constantinopolitano, que a menudo
rezamos los participantes en la eucaristía dominical,
proclamamos y profesamos nuestra fe con estas palabras
de la Iglesia:
"Creo en el Espíritu
Santo, Señor y dador
de vida, que procede
del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el
Hijo,
recibe
una
misma adoración y
gloria, y que habló por
los profetas".
Hay muchos
conceptos
erróneos sobre
la identidad del
Espíritu Santo.
Algunos ven al Espíritu Santo como una fuerza mística.
Otros entienden al Espíritu Santo, como el poder
impersonal que Dios pone a disposición para los
seguidores de Cristo. Algo parecido dicen los testigos de
Jehová. Los arrianos creían en tres personas pero con
diferente graduación y origen.
Creemos que el
Espíritu
Santo
es
Persona Divina, y no
un atributo o virtud
divina impersonal. El
Espíritu Santo es una
Persona
realmente
distinta del Padre y del
Hijo,
como
se
manifiesta
en
la
fórmula Trinitaria del
bautismo (Mt 28,19), la
teofanía del Jordán (Mt
3,6) y el discurso de
despedida de Jesús.
Puesto que todo lo
poseen en común el
Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo
poseen el mismo
poder, justicia,
sabiduría,
misericordia, caridad
y bondad.
Pero hay atribuciones diferentes. Es decir: Al Padre se le
atribuyen como propios el poder y la justicia. Al Hijo se
le atribuyen como propios la sabiduría y la misericordia.
Y al Espíritu Santo se le atribuyen la caridad y la
bondad.
También decimos que al Padre se le atribuye la creación,
al Hijo la redención y al Espíritu Santo la santificación.
Por ser el Espíritu Santo amor, y por ser la santificación
la obra fundamentalmente del amor de Dios, es por lo
que la obra de la santificación de los hombres se
atribuye al Espíritu Santo.
Pero en realidad
todas las obras
proceden de las
tres personas a
la vez, de un
solo Dios.
Igualmente sabemos y
creemos que Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo, han
estado y están siempre
con nosotros. Pero en el
Antiguo Testamento se
mostraba principalmente
el Padre, en el Nuevo
Testamento el Hijo, y
cuando subió al Cielo,
comenzó la era del
Espíritu Santo.
Creemos que el Espíritu Santo procede del Padre y del
Hijo. Procede, no por generación, sino por espiración del
Padre y del Hijo juntos, como de un único principio.
Decía Jesús: “Cuando viniere el Paráclito Consolador,
que yo os mandaré desde mi Padre, el Espíritu de Verdad,
que procede del Padre, El prestará testimonio de
mi…” (Jn 15, 26). Jesús nos dice que procede del Padre y
Él lo manda.
Como en Dios todo
es simple, aquí hay
una sola
procedencia que es
doble.
Muchos cismáticos griegos se apartaron de la Iglesia
católica, a partir de Focio, por creer que el Espíritu Santo
procedía sólo del Padre a través del Hijo. Claro que esto
era más bien un pretexto porque las verdaderas razones
de la separación eran políticas y por ambición de honor.
La Iglesia
católica
tuvo que
definir el
“filioque”,
que
significa: “y
también del
Hijo”.
El nombre de
“Espíritu Santo”
viene del mismo
Jesús, especialmente
cuando les mandó a
los apóstoles ir a
bautizar (Mt 28, 19).
Así lo sigue
profesando la Iglesia.
El término "Espíritu“, traducido del hebreo "Ruah",
significa soplo, aire, viento. Los términos Espíritu y Santo
son atributos divinos comunes a las Tres Personas
divinas. Pero, unidos ambos términos, la Escritura, la
Liturgia y el lenguaje teológico designan la persona del
Espíritu Santo.
Jesús, cuando anuncia y
promete la Venida del
Espíritu Santo, le llama el
"Paráclito", que literalmente
significa “aquél que es
llamado junto a uno”, o
abogado. Leemos en Juan
14,16-17: “Yo rogaré al Padre
y les dará otro Protector que
permanecerá siempre con
vosotros, el Espíritu de
Verdad a quien el mundo no
puede recibir”.
El Paráclito es
el abogado, el
mediador, el
defensor, el
consolador.
El abogado defensor es aquel que, poniéndose de parte
de los que son culpables debido a sus pecados, los
defiende del castigo merecido, los salva del peligro de
perder la vida y la salvación eterna. Esto es lo que ha
realizado Cristo. El Espíritu Santo es llamado "otro
paráclito" porque continúa haciendo operante la
redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y
de la muerte eterna.
El Evangelio nos habla
de la presencia del
Espíritu Santo ya desde
la infancia de Jesús.
Isabel, ante la llegada
de María, habló “llena
del Espíritu Santo”.
Zacarías también
quedó lleno de Espíritu
Santo y profetizó. El
espíritu santo revela al
anciano Simeón que
Jesús es el Cristo
esperado por Israel.
Juan Bautista dice que el
Mesías bautizará en Espíritu
Santo y fuego. Jesús, lleno
de Espíritu Santo, se volvió
del Jordán, y era conducido
por el Espíritu en el desierto,
durante cuarenta días,
tentado por el diablo.
Después, impulsado por el
Espíritu se volvió a Galilea.
En la primera predicación de
Jesús en Nazaret se atribuyó
las palabras de Isaías: “El
Espíritu del Señor está sobre
mi”.
Un día Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo, y dijo:
“Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes,
y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha
sido tu beneplácito”.
Con ello nos
indica que el
Espíritu Santo
no suele ser
espectacular en
las almas, pero
sí profundo y
sublime.
Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que él
mismo ha sido glorificado por su Muerte y su
Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco,
incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando
revela que su Carne será alimento para la vida del mundo.
Lo sugiere también
a Nicodemo, a la
Samaritana y a los
que participan en
la fiesta de los
Tabernáculos.
Especialmente cuando
ha llegado la hora en
que va a ser glorificado
Jesús promete la
venida del Espíritu
Santo, ya que su Muerte
y su Resurrección
serán el cumplimiento
de la Promesa hecha a
los Padres.
El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos,
estará con nosotros para siempre, permanecerá con
nosotros; nos lo enseñará todo y nos recordará todo lo
que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de Él; nos
conducirá a la verdad completa y glorificará a Cristo.
Por fin llega la hora de Jesús: entrega su espíritu en las
manos del Padre.
Por su Muerte es vencedor
de la muerte, de modo
que, “resucitado de entre
los muertos por la gloria
del Padre”, da a sus
discípulos el Espíritu
Santo exhalando sobre
ellos su aliento. A partir de
esta hora, la misión de
Cristo y del Espíritu se
convierte en la misión de
la Iglesia: "Como el Padre
me envió, también yo os
envío" (Jn 20, 21; Mt 28,
19; Lc 24, 47-48; Hch 1, 8).
Antes de subir al cielo,
Jesús les enseña a los
apóstoles la fórmula
bautismal: «enseñad a todas
las gentes, bautizándolas en
el nombre del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo» (Mt
28,19).
Está fórmula tiene una importancia capital ya que se trata
de una enumeración que parece equiparar el papel del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el Bautismo. Su
importancia en los primeros siglos del cristianismo queda
atestiguada por su mención explícita en la sección
litúrgica de la Didaké (2ª mitad del siglo I).
El libro de “los Hechos
de los Apóstoles”, de
san Lucas, se suele
llamar el evangelio del
Espíritu Santo. Muchas
son las veces que nos
habla de Él.
La manifestación
más importante
del Espíritu Santo
fue el día de
Pentecostés.
Jesús lo
había
prometido.
Después de su Pasión, se presentó a sus discípulos,
durante cuarenta días, y les habló acerca del Reino de
Dios. Mientras comía con ellos, les mandó que no se
alejaran de Jerusalén, sino que esperaran la Promesa del
Padre: “Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de
pocos días”.
Al cumplirse el día de
Pentecostés, estaban todos
juntos en un mismo lugar. Y
de repente sobrevino del cielo
un ruido, como de un viento
que irrumpe impetuosamente,
y llenó toda la casa en la que
se hallaban. Entonces se les
aparecieron unas lenguas
como de fuego, que se
dividían y se posaban sobre
cada uno de ellos. Quedaron
todos llenos del Espíritu
Santo y comenzaron a hablar
en lenguas, según el Espíritu
les hacía expresarse.
En este día se
revela
plenamente la
Santísima
Trinidad.
Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto
a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y
en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima
Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo
hace entrar al mundo en los "últimos tiempos", el tiempo
de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no
consumado.
A partir de
Pentecostés
comienza el
desarrollo de la
Iglesia.
Pedro estaba predicando: “Convertíos y que cada uno
de vosotros se haga bautizar en el nombre de
Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y
recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la Promesa
es para vosotros, para vuestros hijos y para todos los
que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios
nuestro”. Hechos 2, 38-39
El capítulo 8 de
los Hechos nos
habla de la
conversión de
muchos
samaritanos:
Cómo se hacía sensible la venida del Espíritu Santo;
cómo un tal Simón quería comprar ese poder, lo cual es
imposible, porque es una gracia especial que Dios
concede por la fe.
Es muy importante lo
que le pasó a san Pedro
con el centurión
Cornelio (Hechos cap.
10).
Aquel buen hombre
llamó a san Pedro. Y
mientras estaba
predicando, bajó el
Espíritu Santo, aun
antes de bautizar a
toda esa familia. De
ahí comenzó la
extensión de la Iglesia
entre no judíos.
Es interesante lo que pasó en Éfeso con unos que habían
recibido el bautismo de Juan y ni habían oído hablar
sobre el Espíritu Santo.
Después de escuchar a san
Pablo, “fueron bautizados
en el nombre del Señor
Jesús. Y, habiéndoles Pablo
impuesto las manos, vino
sobre ellos el Espíritu Santo
y se pusieron a hablar en
lenguas y a profetizar. Eran
en
total
unos
doce
hombres”. Hechos 19, 5-7
Símbolos. El Espíritu santo, aunque es espíritu, se ha
manifestado de diversas maneras y según esas
manifestaciones, se le representa.
La más popular es la paloma,
como se manifestó en el
bautismo de Jesús. Como el
Espíritu bajó y se posó sobre
Jesús en el bautismo, ahora
desciende y reposa en el
corazón purificado de los
bautizados. La paloma nos
recuerda cómo al final del
diluvio fue soltada por Noé y
vuelve con una rama tierna
de olivo en el pico, signo de
que la tierra es habitable de
nuevo.
Otro símbolo importante es el fuego. El día de
Pentecostés quiso presentarse sobre los apóstoles en
forma de llamaradas. El fuego simboliza la energía
transformadora de los actos del Espíritu. Ya había
anunciado san Juan Bautista que el Mesías "bautizará en
el Espíritu Santo y el fuego" (Lc 3, 16).
De este Espíritu
dirá Jesús : "He
venido a traer
fuego sobre la
tierra y ¡cuánto
desearía que ya
estuviese
encendido!" (Lc 12,
49).
El profeta Elías, que "surgió como el fuego y cuya
palabra abrasaba como antorcha", con su oración, atrajo
el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo,
figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que
toca.
La tradición
espiritual
conservará este
simbolismo del
fuego como uno
de los más
expresivos de la
acción del
Espíritu Santo
(cf. San Juan de
la Cruz, Llama
de amor viva).
Otro signo
que usó el
Espíritu
Santo en
Pentecostés
fue el
viento.
La Palabra de Dios y su Soplo están en el origen del ser y
de la vida de toda creatura. El Espíritu Santo se hace
presente en la creación: es el viento de Dios que se cernía
sobre las aguas.
El soplo, su propio soplo, es el símbolo que usó Jesús
para infundir el Espíritu Santo sobre los apóstoles el día
de su resurrección por la tarde-noche.
Jesús había
utilizado la imagen
sensible del viento
para sugerir a
Nicodemo la
novedad
trascendente del
que es
personalmente el
Soplo de Dios, el
Espíritu divino.
El Antiguo Testamento
llama al Espíritu “ruah”.
Este término se utiliza
también para hablar de
soplo, aliento,
respiración.
El soplo de Dios aparece en el Génesis, como la fuerza
que hace vivir a las criaturas, siendo una realidad íntima
de Dios. Desde el Antiguo Testamento se puede
vislumbrar la preparación a la revelación del misterio de
la Santísima Trinidad: Dios Padre es principio de la
Creación; que la realiza por medio de su Palabra, su Hijo;
y mediante el Soplo de Vida, el Espíritu Santo. Por eso le
llamamos: Señor y Dador de vida.
La existencia de las
criaturas depende de la
acción del soplo, que es
el Espíritu de Dios, que
no solo crea, sino que
también conserva y
renueva continuamente la
faz de la tierra.
Es Señor y Dador de Vida porque será autor también de la
resurrección de nuestros cuerpos: “Si el Espíritu de Aquel
que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos
dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su
Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8,11).
El agua. El simbolismo del agua es significativo de la
acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que, después
de la invocación del Espíritu Santo, ésta se convierte en el
signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento: del mismo
modo que la gestación de nuestro primer nacimiento se
hace en el agua, así el agua bautismal significa realmente
que nuestro nacimiento a la vida divina se nos da en el
Espíritu Santo.
También el Espíritu
Santo está simbolizado
en el Agua viva que brota
de Cristo crucificado
como de su manantial y
que en nosotros brota en
vida eterna.
La unción. El simbolismo de la unción con el óleo es
significativo del Espíritu Santo. En la Antigua Alianza
hubo "ungidos" del Señor de forma eminente, como el rey
David. Pero Jesús es constituido "Cristo" por el Espíritu
Santo. Jesús es Cristo, o Mesías en hebreo, que significa
“Ungido”. Jesús es el ungido por el Espíritu Santo. En el
sacramento de la Confirmación se unge al confirmado
para prepararlo a ser testigo de Cristo.
El joven
rey
David es
ungido.
La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en
las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las
teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces
oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador,
tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su
Gloria:
Con Moisés en la
montaña del
Sinaí, en la tienda
de reunión y
durante la
marcha por el
desierto. También
con Salomón en
la dedicación del
Templo.
En el pasaje de la
Transfiguración no se
menciona al Espíritu Santo.
Sin embargo la nube que en el
monte de la transfiguración
envuelve a Moisés y a Elías
manifiesta la presencia de
Dios, la gloria divina de
Jesús, la anticipación del
tiempo final. Muchos
interpretan el pasaje en un
sentido trinitario, asumiendo
que la voz que se oye es la del
Padre y la nube que los
envuelve, el Espíritu Santo.
La nube sería en este pasaje el Espíritu Santo de forma
análoga a la paloma en el Bautismo del Jordán.
El sello es un símbolo
cercano al de la
unción. Es Cristo a
quien "Dios ha
marcado con su
sello" y el Padre nos
marca también en él
con su sello.
Como la imagen del sello indica el carácter indeleble de
la Unción del Espíritu Santo en los sacramentos del
Bautismo, de la Confirmación y del Orden, esta imagen
se ha utilizado para expresar el "carácter" imborrable
impreso por estos tres sacramentos, los cuales no
pueden ser reiterados.
La mano. Imponiendo las manos Jesús cura a los
enfermos y bendice a los niños. En su Nombre, los
Apóstoles harán lo mismo. El libro de los Hechos nos
dice que, mediante la imposición de manos de los
Apóstoles, el Espíritu Santo nos es dado (Hch 8, 17-19;
13, 3; 19, 6). La imposición de las manos es como uno de
los "artículos fundamentales" de su enseñanza (Hb 6, 2).
Este signo de la
efusión del Espíritu
Santo, la Iglesia lo ha
conservado en sus
invocaciones
sacramentales,
llamadas “epíclesis”.
El dedo. Decía Jesús: “Por el dedo de Dios expulso yo
los demonios” (Lc 11, 20). Si la Ley de Dios ha sido
escrita en tablas de piedra "por el dedo de Dios" (Ex 31,
18), la "carta de Cristo" entregada a los Apóstoles "está
escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no
en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del
corazón" (2 Co 3, 3).
El himno Veni
Creator invoca al
Espíritu Santo
como: “dedo de
la diestra del
Padre”.
El Espíritu Santo “habló
por los profetas”.
Por "profetas", la Iglesia
entiende aquí a todos los que
fueron inspirados por el
Espíritu Santo en el anuncio y
en la redacción de los Libros
Santos, tanto del Antiguo como
del Nuevo Testamento. Los
textos proféticos que se
refieren directamente al envío
del Espíritu Santo son oráculos
en los que Dios habla al
corazón de su Pueblo en el
lenguaje de la Promesa, con los
acentos del “amor y de la
fidelidad” cuyo cumplimiento
proclamará San Pedro la
mañana de Pentecostés.
Según estas promesas, en
los "últimos tiempos", el
Espíritu del Señor renovará
el corazón de los hombres
grabando en ellos una Ley
nueva; reunirá y
reconciliará a los pueblos
dispersos y divididos;
transformará la primera
creación y Dios habitará en
ella con los hombres en la
paz.
Esta misión conjunta asocia desde ahora a los
fieles de Cristo en su comunión con el Padre en
el Espíritu Santo.
PECADOS CONTRA EL ESPÍRITU SANTO
El pecado de blasfemia
contra el Espíritu Santo es
mencionado en los tres
sinópticos, y en los tres
Jesús declara que no será
perdonado. ¿En qué
consiste? Hasta los santos
Padres han dado
diferentes interpretaciones
o explicaciones. Veamos lo
que nos dice san Mateo
que es el más completo en
este pasaje.
Fué traído a Jesús un poseído por el demonio, ciego y
mudo: y Él lo sanó, para dar testimonio. Mientras la
muchedumbre admirada se preguntaba “¿No es éste el
Hijo de David?”, los Fariseos, dando paso a su habitual
celo y cerrando sus ojos a la luz de la evidencia, dijeron:
“Este hombre expulsa a los demonios por obra de
Beelzebub, príncipe de los demonios”.
Luego Jesús les prueba este absurdo
y, consecuentemente, la malicia de su
explicación. El les muestra que es por
el Espíritu de Dios que El expulsa los
demonios, y luego El concluye: “Por
eso yo os digo: se perdonará a los
hombres cualquier pecado y cualquier
insulto contra Dios. Pero calumniar al
Espíritu Santo es cosa que no tendrá
perdón”.
Luego explica: “Al que calumnie
al Hijo del Hombre se le
perdonará; pero al que calumnie
al Espíritu Santo no se le
perdonará ni en este mundo ni
en el otro". Jesús contrasta con
este pecado el pecado "contra
el Hijo del hombre" que es el
pecado cometido contra Él
mismo como hombre, al
juzgarlo por su humilde y pobre
apariencia. Por lo tanto, pecar
contra el Espíritu Santo es
confundirlo con el espíritu
demoníaco, es negarle, por pura
malicia, el carácter divino a
obras manifiestamente divinas.
El pecado contra el
Espíritu Santo
consiste en cerrar
la mente y el
corazón frente a la
verdad.
Muchos se preguntarán: ¿Por qué no se perdona el
pecado contra el Espíritu Santo? Sencillamente, porque
le cierra al hombre la puerta del arrepentimiento y no se
abre a la voluntad y al amor de Dios. Y quien no se
arrepiente no puede recibir el perdón de Dios.
Algunos, como san Agustín,
explican la blasfemia contra
el Espíritu Santo como
impenitencia final, como la
perseverancia
hasta
la
muerte en pecado mortal.
Esta impenitencia es contra
el Espíritu Santo en el sentido
que
frustra
y
es
absolutamente opuesta al
perdón de los pecados, y este
perdón se apropia al Espíritu
Santo, el mutuo amor del
Padre y el Hijo. Por lo tanto,
si no se arrepienten, no
pueden ser perdonados.
Algunos Padres y teólogos aplican la expresión a todos
los pecados que directamente se oponen a aquella
cualidad que es, por apropiación, la cualidad
característica del Espíritu Santo, que es la caridad y
bondad. Pero se aplicarían a los pecados que son
cometidos con absoluta malicia, ya sea por desprecio o
rechazo de las inspiraciones e impulsos que nos animan
a desviarnos o librarnos del mal.
Aquel que, por pura y deliberada malicia, rehusa
reconocer la obra manifiesta de Dios o rechaza los
medios necesarios de salvación, actúa exactamente
igual al hombre enfermo que no solo rehusa toda
medicina y alimento, sino que hace todo lo que está en
su poder para aumentar su enfermedad, y cuyo mal se
torna incurable debido a su propia acción.
Por lo tanto, si
no se perdona el
pecado, es por
culpa del
pecador.
¿Qué hace
el Espíritu
Santo?
En esta primera parte vemos al Espíritu Santo como el
Dios Amor que nos eleva a la vida de la gracia, nos
instruye y nos protege como “abogado” en el caminar
hacia el Bien total en la eternidad. Esto para nosotros y
para toda la Iglesia. – En la 2ª parte contemplaremos las
ayudas que nos da para poder llegar a una verdadera
santificación: los dones, frutos y carismas.
El Espíritu Santo nos ayuda continuamente a cada uno
de nosotros para que podamos hacer la Voluntad de
Dios, para que podamos obedecer a Dios. El Espíritu
Santo nos guía para que podamos llegar al Cielo, que
Dios nos ofrece para vivir con El eternamente en
felicidad total.
Con las gracias
normales nos indica
el camino del cielo y
nos ayuda para
adquirir las virtudes.
Además con sus
inspiraciones nos
dice cómo podemos
ser santos.
El Espíritu
Santo es el
Espíritu de la
verdad.
Permanecer y actuar en la verdad era el problema
esencial para los Apóstoles y para los discípulos de
Cristo, desde los primeros años de la Iglesia hasta el final
de los tiempos, y es el Espíritu Santo quien hace posible
que la verdad acerca de Dios, del hombre y de su
destino, llegue hasta nuestros días sin alteraciones.
Hasta la muerte de Jesús, el
Espíritu Santo parecía estar
circunscripto a los límites
normales de su individualidad
humana y de su radio de acción.
Pero cuando muere, entrega su
espíritu a Dios: “E inclinando la
cabeza, entregó el espíritu”.
Los escrituristas suelen
interpretar que esa entrega se
derrama de inmediato sobre la
Iglesia, por lo cual en el
evangelio de Juan aparece
Jesús dándoles el Espíritu
Santo a sus discípulos en el
mismo día de su resurrección.
La entrega a los discípulos
del «Espíritu de Dios»,
especialmente en
Pentecostés, supone que, a
partir de ese momento, el
Espíritu Santo guiará sus
palabras y sus actos, por lo
menos en los momentos
capitales.
San Pablo termina su segunda carta a los Corintios con
su fórmula de bendición la cual, puede ser llamada una
bendición de la Trinidad: “La gracia de nuestro Señor
Jesucristo, y la caridad de Dios y la comunicación del
Espíritu Santo estén con todos vosotros.”
El Espíritu Santo:
a) Iluminó el
entendimiento de los
Apóstoles en las
verdades de la fe, y los
transformó de ignorantes,
en sabios (Hechos 2,1-5).
b) Fortificó su voluntad, y
de cobardes los
transformó en valerosos
defensores de la doctrina
de Cristo, que todos
sellaron con su sangre.
Les decía Jesús a los apóstoles: “cuando os lleven para
entregaros, no os preocupéis de qué vais a hablar; sino
hablad lo que se os comunique en aquel momento.
Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el
Espíritu Santo.
Cuando os lleven a las
sinagogas, ante los
magistrados y las
autoridades, no os
preocupéis de cómo o con
qué os defenderéis, o qué
diréis, porque el Espíritu
Santo os enseñará en aquel
mismo momento lo que
conviene decir” Lc 12, 11-12.
El Espíritu Santo no descendió sólo para los Apóstoles,
sino para toda la Iglesia, a la cual enseña, defiende,
gobierna y santifica.
-Enseña, ilustrándola e
impidiéndole que se
equivoque, por eso Cristo lo
llamó "Espíritu de la Verdad"
(Juan 16,13).
-La defiende, librándola de
las asechanzas de sus
enemigos.
-La gobierna, inspirándole lo
que debe hacer y decir.
-La santifica con su gracia y
sus virtudes.
La Iglesia no es una sociedad como otra cualquiera. No
nace porque los apóstoles tengan las mismas ideas; ni
porque hayan convivido juntos por tres años; ni siquiera
por su deseo de continuar la obra de Jesús.
Lo que hace y
constituye como
Iglesia a todos
aquellos que
"estaban juntos en
el mismo lugar", es
que "todos
quedaron llenos del
Espíritu Santo".
¿Qué debemos hacer nosotros?
Lo más importante y esencial
es abandonarnos a las
mociones del Espíritu Santo.
Decía santa María Faustina
Kowalska: La fidelidad en el
cumplimiento de las
inspiraciones del Espíritu
Santo es el camino mas corto.
El alma delicada sigue
fielmente el más pequeño
soplo del Espíritu Santo, goza
por este Huésped espiritual.
No basta recibir y aceptar
las inspiraciones del
Espíritu Santo, pues nada
ganamos con saberlas, si
no las seguimos. Así que
también tenemos que ser
dóciles a estas
inspiraciones; es decir,
tenemos que seguir al
Espíritu Santo cuando nos
ilumina. De esa manera
podremos navegar por esta
vida guiados por el Espíritu
Santo hacia nuestra meta
definitiva, que es el Cielo.
El Espíritu Santo y los santos.
1. Es imposible
alcanzar santidad
alguna si no tratamos
al Espíritu Santo.
2. Todos los Santos
han tenido un trato
especial con Él. De
ahí la gran
importancia de
conocerlo mejor.
Unidad con la
Iglesia.
Lo explicaba san Ireneo
con
estas
hermosas
palabras: “Donde está la
Iglesia,
allí
está
el
Espíritu de Dios, y donde
está el Espíritu de Dios,
allí está la Iglesia y toda
gracia, y el Espíritu es la
verdad; alejarse de la
Iglesia significa rechazar
al Espíritu, excluirse de
la vida”.
El Espíritu, de hecho, siempre despierto en nosotros,
suple nuestras carencias y ofrece al Padre nuestra
adoración, junto con nuestras aspiraciones más
profundas.
Esto exige un nivel de gran
comunión vital con el
Espíritu. Es una invitación a
ser cada vez más sensibles,
más atentos a esta
presencia del Espíritu en
nosotros, a transformarla en
oración, a experimentar esta
presencia y a aprender de
este modo a rezar, a hablar
con el Padre como hijos en
el Espíritu Santo.
"Nadie puede decir:
"¡Jesús es Señor!"
sino por influjo del
Espíritu Santo"
(1 Co 12, 3).
"Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su
Hijo que clama ¡Abbá, Padre!" (Ga 4, 6). Este
conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu
Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario
primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. Él
es quien nos precede y despierta en nosotros la fe.
San Juan Bautista nos dice que por Jesucristo
seremos bautizados en el Espíritu Santo. Hay
algunos que parece que están bautizados sólo
en el agua, pero no en el Espíritu Santo.
Ser bautizados con
el Espíritu es como
si Él inundara las
riveras de nuestro
espíritu y como
si anegara nuestra
alma: nuestra
mente, voluntad,
emociones y
conciencia.
A medida que el Espíritu nos inunda e impregna (en
espíritu) nuestros pensamientos conscientes,
sentimientos, impresiones, etc., llegamos a tener mayor
capacidad para recibir los impulsos de Él que la que
teníamos antes. Es como tener un radio receptor más
poderoso o una antena parabólica mucho más grande: la
recepción espiritual es ampliamente mejorada.
Así es cómo
y por qué la
llenura del
Espíritu nos
capacita para
participar
más
activamente
en lo divino.
Hoy día hay movimientos y grupos donde se
siente más la revolución del Espíritu Santo.
Estamos viendo con
más fuerza que antes
que los enfermos con la
oración se sanan más
rápidamente,
hay
liberación de vicios y
drogas, los deprimidos
se
recuperan,
hay
testimonios en todos los
lugares
del
mundo
donde se invoca el
Espíritu Santo.
Es nuestro deber
honrar al Espíritu
Santo amándole por
ser nuestro Dios y
dejarnos dócilmente
guiar por Él en
nuestras vidas.
San Pablo nos lo recuerda diciendo: "¿No sabéis que sois
templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros?"(1 Cor 3, 16). Conscientes de que el Espíritu
Santo está siempre con nosotros, mientras vivamos en
estado de gracia santificante, debemos pedirle con
frecuencia la luz y fortaleza necesarias para llevar una
vida santa y salvar nuestra alma.
Puesto que hemos muerto, o, al menos, hemos sido
heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor
es la remisión de nuestros pecados. La comunión con el
Espíritu Santo (2 Co 13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve
a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el
pecado.
Jesús al dar el
Espíritu Santo a los
apóstoles, les dio el
poder de perdonar.
No sólo debemos orar
al Espíritu Santo, sino
orar para que nos
enseñe a orar.
San Pablo nos enseña algo muy importante: dice que no
puede haber auténtica oración sin la presencia del
Espíritu en nosotros. De hecho, escribe: «El Espíritu
viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no
sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el
Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos
inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es
la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de
los santos es según Dios» (Rom 8, 26-27).
Pidamos que el Espíritu Santo venga más sobre
nosotros, Él que es sabiduría y fortaleza, vida y
amor.
Automático
es amor, sabiduría y fortaleza;
nos da la
fuerza y la vida.
Ven,
Espíritu,
ven.
Ilumina las sombras
de nuestra oscuridad.
Ven,
Espíritu,
ven.
Fortalece
los pasos
de nuestro
caminar.
Ven y rompe los yugos de
nuestra esclavitud.
es amor,
sabiduría
y
fortaleza,
nos libera
del temor
y de la
ley,
que ayudó
a la
primitiva
Iglesia,
interceda
por la
Iglesia
actual.
AMÉN