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Creer en el Espíritu Santo es profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, “que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Nunca podremos entender en esta vida de una manera plena el misterio de la Santísima Trinidad. Pero Jesús nos dijo que Dios es AMOR. Por lo tanto vislumbramos que, aunque Dios sea solamente Uno, conviene que el Padre ame a otra persona y esa persona, que es el Hijo, ame al Padre. Ese amor es tan grande que es otra persona, el Espíritu Santo. Desde el principio deseamos estar en comunión con el Espíritu Santo, según los deseos que nos expresa san Pablo: “La gracia del Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunicación del Espíritu Santo estén con todos vosotros” 2 Co 13,13. El Espíritu Santo, como es espíritu, no lo podemos presentar en una imagen material. Para ello nos valemos de los símbolos que nos recuerdan diversas manifestaciones suyas. El símbolo más popular es la paloma. Así quiso manifestarse en el Bautismo de Jesús. Es el símbolo que más usaremos al hablar del Espíritu Santo. Desde el siglo X era costumbre representar la Trinidad con tres formas humanas masculinas. Esta imagen logró mantenerse (en medio de disputas e interpretaciones de todo tipo) hasta el siglo XVI. Puede verse, por ejemplo, en el retablo mayor de la Cartuja de Miraflores de Burgos, tallado por Gil de Siloé a finales del siglo XV. Sin embargo, el Papa Benedicto XIV prohibió toda representación en forma humana del Espíritu Santo en el año 1745. En el credo niceno-constantinopolitano, que a menudo rezamos los participantes en la eucaristía dominical, proclamamos y profesamos nuestra fe con estas palabras de la Iglesia: "Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas". Hay muchos conceptos erróneos sobre la identidad del Espíritu Santo. Algunos ven al Espíritu Santo como una fuerza mística. Otros entienden al Espíritu Santo, como el poder impersonal que Dios pone a disposición para los seguidores de Cristo. Algo parecido dicen los testigos de Jehová. Los arrianos creían en tres personas pero con diferente graduación y origen. Creemos que el Espíritu Santo es Persona Divina, y no un atributo o virtud divina impersonal. El Espíritu Santo es una Persona realmente distinta del Padre y del Hijo, como se manifiesta en la fórmula Trinitaria del bautismo (Mt 28,19), la teofanía del Jordán (Mt 3,6) y el discurso de despedida de Jesús. Puesto que todo lo poseen en común el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo poseen el mismo poder, justicia, sabiduría, misericordia, caridad y bondad. Pero hay atribuciones diferentes. Es decir: Al Padre se le atribuyen como propios el poder y la justicia. Al Hijo se le atribuyen como propios la sabiduría y la misericordia. Y al Espíritu Santo se le atribuyen la caridad y la bondad. También decimos que al Padre se le atribuye la creación, al Hijo la redención y al Espíritu Santo la santificación. Por ser el Espíritu Santo amor, y por ser la santificación la obra fundamentalmente del amor de Dios, es por lo que la obra de la santificación de los hombres se atribuye al Espíritu Santo. Pero en realidad todas las obras proceden de las tres personas a la vez, de un solo Dios. Igualmente sabemos y creemos que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, han estado y están siempre con nosotros. Pero en el Antiguo Testamento se mostraba principalmente el Padre, en el Nuevo Testamento el Hijo, y cuando subió al Cielo, comenzó la era del Espíritu Santo. Creemos que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Procede, no por generación, sino por espiración del Padre y del Hijo juntos, como de un único principio. Decía Jesús: “Cuando viniere el Paráclito Consolador, que yo os mandaré desde mi Padre, el Espíritu de Verdad, que procede del Padre, El prestará testimonio de mi…” (Jn 15, 26). Jesús nos dice que procede del Padre y Él lo manda. Como en Dios todo es simple, aquí hay una sola procedencia que es doble. Muchos cismáticos griegos se apartaron de la Iglesia católica, a partir de Focio, por creer que el Espíritu Santo procedía sólo del Padre a través del Hijo. Claro que esto era más bien un pretexto porque las verdaderas razones de la separación eran políticas y por ambición de honor. La Iglesia católica tuvo que definir el “filioque”, que significa: “y también del Hijo”. El nombre de “Espíritu Santo” viene del mismo Jesús, especialmente cuando les mandó a los apóstoles ir a bautizar (Mt 28, 19). Así lo sigue profesando la Iglesia. El término "Espíritu“, traducido del hebreo "Ruah", significa soplo, aire, viento. Los términos Espíritu y Santo son atributos divinos comunes a las Tres Personas divinas. Pero, unidos ambos términos, la Escritura, la Liturgia y el lenguaje teológico designan la persona del Espíritu Santo. Jesús, cuando anuncia y promete la Venida del Espíritu Santo, le llama el "Paráclito", que literalmente significa “aquél que es llamado junto a uno”, o abogado. Leemos en Juan 14,16-17: “Yo rogaré al Padre y les dará otro Protector que permanecerá siempre con vosotros, el Espíritu de Verdad a quien el mundo no puede recibir”. El Paráclito es el abogado, el mediador, el defensor, el consolador. El abogado defensor es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a sus pecados, los defiende del castigo merecido, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es lo que ha realizado Cristo. El Espíritu Santo es llamado "otro paráclito" porque continúa haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna. El Evangelio nos habla de la presencia del Espíritu Santo ya desde la infancia de Jesús. Isabel, ante la llegada de María, habló “llena del Espíritu Santo”. Zacarías también quedó lleno de Espíritu Santo y profetizó. El espíritu santo revela al anciano Simeón que Jesús es el Cristo esperado por Israel. Juan Bautista dice que el Mesías bautizará en Espíritu Santo y fuego. Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo. Después, impulsado por el Espíritu se volvió a Galilea. En la primera predicación de Jesús en Nazaret se atribuyó las palabras de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mi”. Un día Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito”. Con ello nos indica que el Espíritu Santo no suele ser espectacular en las almas, pero sí profundo y sublime. Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que él mismo ha sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo. Lo sugiere también a Nicodemo, a la Samaritana y a los que participan en la fiesta de los Tabernáculos. Especialmente cuando ha llegado la hora en que va a ser glorificado Jesús promete la venida del Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los Padres. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos, estará con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de Él; nos conducirá a la verdad completa y glorificará a Cristo. Por fin llega la hora de Jesús: entrega su espíritu en las manos del Padre. Por su Muerte es vencedor de la muerte, de modo que, “resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre”, da a sus discípulos el Espíritu Santo exhalando sobre ellos su aliento. A partir de esta hora, la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21; Mt 28, 19; Lc 24, 47-48; Hch 1, 8). Antes de subir al cielo, Jesús les enseña a los apóstoles la fórmula bautismal: «enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Está fórmula tiene una importancia capital ya que se trata de una enumeración que parece equiparar el papel del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el Bautismo. Su importancia en los primeros siglos del cristianismo queda atestiguada por su mención explícita en la sección litúrgica de la Didaké (2ª mitad del siglo I). El libro de “los Hechos de los Apóstoles”, de san Lucas, se suele llamar el evangelio del Espíritu Santo. Muchas son las veces que nos habla de Él. La manifestación más importante del Espíritu Santo fue el día de Pentecostés. Jesús lo había prometido. Después de su Pasión, se presentó a sus discípulos, durante cuarenta días, y les habló acerca del Reino de Dios. Mientras comía con ellos, les mandó que no se alejaran de Jerusalén, sino que esperaran la Promesa del Padre: “Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días”. Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar. Y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de un viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse. En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los "últimos tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado. A partir de Pentecostés comienza el desarrollo de la Iglesia. Pedro estaba predicando: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la Promesa es para vosotros, para vuestros hijos y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro”. Hechos 2, 38-39 El capítulo 8 de los Hechos nos habla de la conversión de muchos samaritanos: Cómo se hacía sensible la venida del Espíritu Santo; cómo un tal Simón quería comprar ese poder, lo cual es imposible, porque es una gracia especial que Dios concede por la fe. Es muy importante lo que le pasó a san Pedro con el centurión Cornelio (Hechos cap. 10). Aquel buen hombre llamó a san Pedro. Y mientras estaba predicando, bajó el Espíritu Santo, aun antes de bautizar a toda esa familia. De ahí comenzó la extensión de la Iglesia entre no judíos. Es interesante lo que pasó en Éfeso con unos que habían recibido el bautismo de Juan y ni habían oído hablar sobre el Espíritu Santo. Después de escuchar a san Pablo, “fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús. Y, habiéndoles Pablo impuesto las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar. Eran en total unos doce hombres”. Hechos 19, 5-7 Símbolos. El Espíritu santo, aunque es espíritu, se ha manifestado de diversas maneras y según esas manifestaciones, se le representa. La más popular es la paloma, como se manifestó en el bautismo de Jesús. Como el Espíritu bajó y se posó sobre Jesús en el bautismo, ahora desciende y reposa en el corazón purificado de los bautizados. La paloma nos recuerda cómo al final del diluvio fue soltada por Noé y vuelve con una rama tierna de olivo en el pico, signo de que la tierra es habitable de nuevo. Otro símbolo importante es el fuego. El día de Pentecostés quiso presentarse sobre los apóstoles en forma de llamaradas. El fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu. Ya había anunciado san Juan Bautista que el Mesías "bautizará en el Espíritu Santo y el fuego" (Lc 3, 16). De este Espíritu dirá Jesús : "He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!" (Lc 12, 49). El profeta Elías, que "surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha", con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo, figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo (cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). Otro signo que usó el Espíritu Santo en Pentecostés fue el viento. La Palabra de Dios y su Soplo están en el origen del ser y de la vida de toda creatura. El Espíritu Santo se hace presente en la creación: es el viento de Dios que se cernía sobre las aguas. El soplo, su propio soplo, es el símbolo que usó Jesús para infundir el Espíritu Santo sobre los apóstoles el día de su resurrección por la tarde-noche. Jesús había utilizado la imagen sensible del viento para sugerir a Nicodemo la novedad trascendente del que es personalmente el Soplo de Dios, el Espíritu divino. El Antiguo Testamento llama al Espíritu “ruah”. Este término se utiliza también para hablar de soplo, aliento, respiración. El soplo de Dios aparece en el Génesis, como la fuerza que hace vivir a las criaturas, siendo una realidad íntima de Dios. Desde el Antiguo Testamento se puede vislumbrar la preparación a la revelación del misterio de la Santísima Trinidad: Dios Padre es principio de la Creación; que la realiza por medio de su Palabra, su Hijo; y mediante el Soplo de Vida, el Espíritu Santo. Por eso le llamamos: Señor y Dador de vida. La existencia de las criaturas depende de la acción del soplo, que es el Espíritu de Dios, que no solo crea, sino que también conserva y renueva continuamente la faz de la tierra. Es Señor y Dador de Vida porque será autor también de la resurrección de nuestros cuerpos: “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8,11). El agua. El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se convierte en el signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento: del mismo modo que la gestación de nuestro primer nacimiento se hace en el agua, así el agua bautismal significa realmente que nuestro nacimiento a la vida divina se nos da en el Espíritu Santo. También el Espíritu Santo está simbolizado en el Agua viva que brota de Cristo crucificado como de su manantial y que en nosotros brota en vida eterna. La unción. El simbolismo de la unción con el óleo es significativo del Espíritu Santo. En la Antigua Alianza hubo "ungidos" del Señor de forma eminente, como el rey David. Pero Jesús es constituido "Cristo" por el Espíritu Santo. Jesús es Cristo, o Mesías en hebreo, que significa “Ungido”. Jesús es el ungido por el Espíritu Santo. En el sacramento de la Confirmación se unge al confirmado para prepararlo a ser testigo de Cristo. El joven rey David es ungido. La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su Gloria: Con Moisés en la montaña del Sinaí, en la tienda de reunión y durante la marcha por el desierto. También con Salomón en la dedicación del Templo. En el pasaje de la Transfiguración no se menciona al Espíritu Santo. Sin embargo la nube que en el monte de la transfiguración envuelve a Moisés y a Elías manifiesta la presencia de Dios, la gloria divina de Jesús, la anticipación del tiempo final. Muchos interpretan el pasaje en un sentido trinitario, asumiendo que la voz que se oye es la del Padre y la nube que los envuelve, el Espíritu Santo. La nube sería en este pasaje el Espíritu Santo de forma análoga a la paloma en el Bautismo del Jordán. El sello es un símbolo cercano al de la unción. Es Cristo a quien "Dios ha marcado con su sello" y el Padre nos marca también en él con su sello. Como la imagen del sello indica el carácter indeleble de la Unción del Espíritu Santo en los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden, esta imagen se ha utilizado para expresar el "carácter" imborrable impreso por estos tres sacramentos, los cuales no pueden ser reiterados. La mano. Imponiendo las manos Jesús cura a los enfermos y bendice a los niños. En su Nombre, los Apóstoles harán lo mismo. El libro de los Hechos nos dice que, mediante la imposición de manos de los Apóstoles, el Espíritu Santo nos es dado (Hch 8, 17-19; 13, 3; 19, 6). La imposición de las manos es como uno de los "artículos fundamentales" de su enseñanza (Hb 6, 2). Este signo de la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia lo ha conservado en sus invocaciones sacramentales, llamadas “epíclesis”. El dedo. Decía Jesús: “Por el dedo de Dios expulso yo los demonios” (Lc 11, 20). Si la Ley de Dios ha sido escrita en tablas de piedra "por el dedo de Dios" (Ex 31, 18), la "carta de Cristo" entregada a los Apóstoles "está escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón" (2 Co 3, 3). El himno Veni Creator invoca al Espíritu Santo como: “dedo de la diestra del Padre”. El Espíritu Santo “habló por los profetas”. Por "profetas", la Iglesia entiende aquí a todos los que fueron inspirados por el Espíritu Santo en el anuncio y en la redacción de los Libros Santos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y de la fidelidad” cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés. Según estas promesas, en los "últimos tiempos", el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su comunión con el Padre en el Espíritu Santo. PECADOS CONTRA EL ESPÍRITU SANTO El pecado de blasfemia contra el Espíritu Santo es mencionado en los tres sinópticos, y en los tres Jesús declara que no será perdonado. ¿En qué consiste? Hasta los santos Padres han dado diferentes interpretaciones o explicaciones. Veamos lo que nos dice san Mateo que es el más completo en este pasaje. Fué traído a Jesús un poseído por el demonio, ciego y mudo: y Él lo sanó, para dar testimonio. Mientras la muchedumbre admirada se preguntaba “¿No es éste el Hijo de David?”, los Fariseos, dando paso a su habitual celo y cerrando sus ojos a la luz de la evidencia, dijeron: “Este hombre expulsa a los demonios por obra de Beelzebub, príncipe de los demonios”. Luego Jesús les prueba este absurdo y, consecuentemente, la malicia de su explicación. El les muestra que es por el Espíritu de Dios que El expulsa los demonios, y luego El concluye: “Por eso yo os digo: se perdonará a los hombres cualquier pecado y cualquier insulto contra Dios. Pero calumniar al Espíritu Santo es cosa que no tendrá perdón”. Luego explica: “Al que calumnie al Hijo del Hombre se le perdonará; pero al que calumnie al Espíritu Santo no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro". Jesús contrasta con este pecado el pecado "contra el Hijo del hombre" que es el pecado cometido contra Él mismo como hombre, al juzgarlo por su humilde y pobre apariencia. Por lo tanto, pecar contra el Espíritu Santo es confundirlo con el espíritu demoníaco, es negarle, por pura malicia, el carácter divino a obras manifiestamente divinas. El pecado contra el Espíritu Santo consiste en cerrar la mente y el corazón frente a la verdad. Muchos se preguntarán: ¿Por qué no se perdona el pecado contra el Espíritu Santo? Sencillamente, porque le cierra al hombre la puerta del arrepentimiento y no se abre a la voluntad y al amor de Dios. Y quien no se arrepiente no puede recibir el perdón de Dios. Algunos, como san Agustín, explican la blasfemia contra el Espíritu Santo como impenitencia final, como la perseverancia hasta la muerte en pecado mortal. Esta impenitencia es contra el Espíritu Santo en el sentido que frustra y es absolutamente opuesta al perdón de los pecados, y este perdón se apropia al Espíritu Santo, el mutuo amor del Padre y el Hijo. Por lo tanto, si no se arrepienten, no pueden ser perdonados. Algunos Padres y teólogos aplican la expresión a todos los pecados que directamente se oponen a aquella cualidad que es, por apropiación, la cualidad característica del Espíritu Santo, que es la caridad y bondad. Pero se aplicarían a los pecados que son cometidos con absoluta malicia, ya sea por desprecio o rechazo de las inspiraciones e impulsos que nos animan a desviarnos o librarnos del mal. Aquel que, por pura y deliberada malicia, rehusa reconocer la obra manifiesta de Dios o rechaza los medios necesarios de salvación, actúa exactamente igual al hombre enfermo que no solo rehusa toda medicina y alimento, sino que hace todo lo que está en su poder para aumentar su enfermedad, y cuyo mal se torna incurable debido a su propia acción. Por lo tanto, si no se perdona el pecado, es por culpa del pecador. ¿Qué hace el Espíritu Santo? En esta primera parte vemos al Espíritu Santo como el Dios Amor que nos eleva a la vida de la gracia, nos instruye y nos protege como “abogado” en el caminar hacia el Bien total en la eternidad. Esto para nosotros y para toda la Iglesia. – En la 2ª parte contemplaremos las ayudas que nos da para poder llegar a una verdadera santificación: los dones, frutos y carismas. El Espíritu Santo nos ayuda continuamente a cada uno de nosotros para que podamos hacer la Voluntad de Dios, para que podamos obedecer a Dios. El Espíritu Santo nos guía para que podamos llegar al Cielo, que Dios nos ofrece para vivir con El eternamente en felicidad total. Con las gracias normales nos indica el camino del cielo y nos ayuda para adquirir las virtudes. Además con sus inspiraciones nos dice cómo podemos ser santos. El Espíritu Santo es el Espíritu de la verdad. Permanecer y actuar en la verdad era el problema esencial para los Apóstoles y para los discípulos de Cristo, desde los primeros años de la Iglesia hasta el final de los tiempos, y es el Espíritu Santo quien hace posible que la verdad acerca de Dios, del hombre y de su destino, llegue hasta nuestros días sin alteraciones. Hasta la muerte de Jesús, el Espíritu Santo parecía estar circunscripto a los límites normales de su individualidad humana y de su radio de acción. Pero cuando muere, entrega su espíritu a Dios: “E inclinando la cabeza, entregó el espíritu”. Los escrituristas suelen interpretar que esa entrega se derrama de inmediato sobre la Iglesia, por lo cual en el evangelio de Juan aparece Jesús dándoles el Espíritu Santo a sus discípulos en el mismo día de su resurrección. La entrega a los discípulos del «Espíritu de Dios», especialmente en Pentecostés, supone que, a partir de ese momento, el Espíritu Santo guiará sus palabras y sus actos, por lo menos en los momentos capitales. San Pablo termina su segunda carta a los Corintios con su fórmula de bendición la cual, puede ser llamada una bendición de la Trinidad: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, y la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo estén con todos vosotros.” El Espíritu Santo: a) Iluminó el entendimiento de los Apóstoles en las verdades de la fe, y los transformó de ignorantes, en sabios (Hechos 2,1-5). b) Fortificó su voluntad, y de cobardes los transformó en valerosos defensores de la doctrina de Cristo, que todos sellaron con su sangre. Les decía Jesús a los apóstoles: “cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de qué vais a hablar; sino hablad lo que se os comunique en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo. Cuando os lleven a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué os defenderéis, o qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir” Lc 12, 11-12. El Espíritu Santo no descendió sólo para los Apóstoles, sino para toda la Iglesia, a la cual enseña, defiende, gobierna y santifica. -Enseña, ilustrándola e impidiéndole que se equivoque, por eso Cristo lo llamó "Espíritu de la Verdad" (Juan 16,13). -La defiende, librándola de las asechanzas de sus enemigos. -La gobierna, inspirándole lo que debe hacer y decir. -La santifica con su gracia y sus virtudes. La Iglesia no es una sociedad como otra cualquiera. No nace porque los apóstoles tengan las mismas ideas; ni porque hayan convivido juntos por tres años; ni siquiera por su deseo de continuar la obra de Jesús. Lo que hace y constituye como Iglesia a todos aquellos que "estaban juntos en el mismo lugar", es que "todos quedaron llenos del Espíritu Santo". ¿Qué debemos hacer nosotros? Lo más importante y esencial es abandonarnos a las mociones del Espíritu Santo. Decía santa María Faustina Kowalska: La fidelidad en el cumplimiento de las inspiraciones del Espíritu Santo es el camino mas corto. El alma delicada sigue fielmente el más pequeño soplo del Espíritu Santo, goza por este Huésped espiritual. No basta recibir y aceptar las inspiraciones del Espíritu Santo, pues nada ganamos con saberlas, si no las seguimos. Así que también tenemos que ser dóciles a estas inspiraciones; es decir, tenemos que seguir al Espíritu Santo cuando nos ilumina. De esa manera podremos navegar por esta vida guiados por el Espíritu Santo hacia nuestra meta definitiva, que es el Cielo. El Espíritu Santo y los santos. 1. Es imposible alcanzar santidad alguna si no tratamos al Espíritu Santo. 2. Todos los Santos han tenido un trato especial con Él. De ahí la gran importancia de conocerlo mejor. Unidad con la Iglesia. Lo explicaba san Ireneo con estas hermosas palabras: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu, excluirse de la vida”. El Espíritu, de hecho, siempre despierto en nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al Padre nuestra adoración, junto con nuestras aspiraciones más profundas. Esto exige un nivel de gran comunión vital con el Espíritu. Es una invitación a ser cada vez más sensibles, más atentos a esta presencia del Espíritu en nosotros, a transformarla en oración, a experimentar esta presencia y a aprender de este modo a rezar, a hablar con el Padre como hijos en el Espíritu Santo. "Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino por influjo del Espíritu Santo" (1 Co 12, 3). "Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!" (Ga 4, 6). Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. Él es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. San Juan Bautista nos dice que por Jesucristo seremos bautizados en el Espíritu Santo. Hay algunos que parece que están bautizados sólo en el agua, pero no en el Espíritu Santo. Ser bautizados con el Espíritu es como si Él inundara las riveras de nuestro espíritu y como si anegara nuestra alma: nuestra mente, voluntad, emociones y conciencia. A medida que el Espíritu nos inunda e impregna (en espíritu) nuestros pensamientos conscientes, sentimientos, impresiones, etc., llegamos a tener mayor capacidad para recibir los impulsos de Él que la que teníamos antes. Es como tener un radio receptor más poderoso o una antena parabólica mucho más grande: la recepción espiritual es ampliamente mejorada. Así es cómo y por qué la llenura del Espíritu nos capacita para participar más activamente en lo divino. Hoy día hay movimientos y grupos donde se siente más la revolución del Espíritu Santo. Estamos viendo con más fuerza que antes que los enfermos con la oración se sanan más rápidamente, hay liberación de vicios y drogas, los deprimidos se recuperan, hay testimonios en todos los lugares del mundo donde se invoca el Espíritu Santo. Es nuestro deber honrar al Espíritu Santo amándole por ser nuestro Dios y dejarnos dócilmente guiar por Él en nuestras vidas. San Pablo nos lo recuerda diciendo: "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?"(1 Cor 3, 16). Conscientes de que el Espíritu Santo está siempre con nosotros, mientras vivamos en estado de gracia santificante, debemos pedirle con frecuencia la luz y fortaleza necesarias para llevar una vida santa y salvar nuestra alma. Puesto que hemos muerto, o, al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La comunión con el Espíritu Santo (2 Co 13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado. Jesús al dar el Espíritu Santo a los apóstoles, les dio el poder de perdonar. No sólo debemos orar al Espíritu Santo, sino orar para que nos enseñe a orar. San Pablo nos enseña algo muy importante: dice que no puede haber auténtica oración sin la presencia del Espíritu en nosotros. De hecho, escribe: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Rom 8, 26-27). Pidamos que el Espíritu Santo venga más sobre nosotros, Él que es sabiduría y fortaleza, vida y amor. Automático es amor, sabiduría y fortaleza; nos da la fuerza y la vida. Ven, Espíritu, ven. Ilumina las sombras de nuestra oscuridad. Ven, Espíritu, ven. Fortalece los pasos de nuestro caminar. Ven y rompe los yugos de nuestra esclavitud. es amor, sabiduría y fortaleza, nos libera del temor y de la ley, que ayudó a la primitiva Iglesia, interceda por la Iglesia actual. AMÉN