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Escribe Luis Beldi
Las fotos de sus días de estudiante están en su biblioteca. Es una época que Marina Dodero recuerda con felicidad e hizo de
Londres su ciudad preferida.
«Su día a día es incomparable. Hasta en los detalles mínimos, Londres es inolvidable. Como cuando me extravié y un ‘bobby’,
como llaman allá a los policías, me acompañó hasta la escuela.»
A los 16 años llegó a la capital inglesa para estudiar en la exclusiva Cygnet Finishing School. Un colegio muy caro, sólo admitía a
35 estudiantes, y el único examen de ingreso era poder pagar la elevada cuota mensual. El colegio fue costeado por sus progenitores
griegos, dueños de una de las flotas de barcos más importantes del mundo. Los Embirikos eran armadores que competían con
Aristóteles Onassis o los Niarkos.
Las «finishing schools» preparaban a las herederas para enfrentar un mundo cargado de protocolo. Les enseñaban inglés, francés,
cruz roja, buenos modales y comportamiento en eventos. En realidad, moldeaban esposas a la medida de la alta sociedad europea.
«Era líder en la escuela y estaba muy cerca de Saleja, la actual reina de Brunei», recuerda Marina.
Saleja venía a educarse en Occidente. Tuvo que aprender todo, desde usar los cubiertos, porque comía con las manos, hasta las
formas más refinadas de saludar.
«Eran muy estrictos en la educación. De noche comíamos en el comedor del colegio vestidas de largo, como si estuviéramos en una
fiesta.»
Parte de la preparación incluyó veladas de gala en la ópera, obras musicales en el Soho, visitas a todos los museos y concurrir al
Derby, la carrera de galgos de 500 metros.
«Nos enseñaron que no hay nada peor que una media corrida. Desde entonces llevo otro par en la cartera.»
En la fiesta de graduación estuvo Paul Getty, el magnate petrolero que dejó su fortuna de más de mil millones de dólares para una
fundación que construyó su museo y dejó de lado a los herederos. Mia Farrow también estuvo en esa fiesta.
De esos años en Londres recuerda que le encantaba comer chicken pie todos los días y los domingos iba a casas de familias amigas
a comer el tradicional roastbeef inglés semicrudo con el yorkshire pudding, una masa batida que se colocaba debajo de la carne para
que absorba el jugo que desprendía durante la cocción.
No faltaron los dias de diversion
«Iba a bailar a Mirabelle en Curzon Street. Te encontrabas con las estrellas del rock y del cine de aquel Londres de los 60 donde
reinaban los Beatles. Al lado estaba el Annabel’s club, donde sólo se podía comer si eras miembro.»
De los griegos heredó la pasión por la vida y, en particular, por los viajes. Sus padres, Stylianos Tchomlekdjoglou y Mosja
Embirikos, la concibieron en Grecia. Mosja la trajo en su vientre cuando, junto a su marido, decidió abandonar la Europa
empobrecida por la guerra para desembarcar en la próspera Buenos Aires, donde nació. Ese fue su primer viaje, después vinieron los
demás.
Marina tiene sus raíces en Grecia y, junto a su mejor amiga, Cristina Onassis, fueron testigos de una época irrepetible.
«Mi tío, el hermano de mi mamá, estaba de novio con la hermana de María Callas, que cantaba mucho mejor que ella, pero no era
disciplinada. Sólo quería vivir la vida sin tensiones. En cambio, María era tenaz, al punto que llegó a ensayar una ópera 17 horas en el
día.»
En la isla de Skorpios, Marina presenció varias de las encendidas discusiones entre Aristóteles Onassis y María Callas. La soprano
llegó a tirarle al armador un plato con spaghettis en la impecable camisa blanca.
«Después venía la reconciliación y eran capaces de quedarse encerrados tres días en la suite de un hotel.»
Aristóteles las invitaba a su mesa en Maxim’s, su restorán preferido en París.
«Siempre tenía platos de langostinos con los que te recibía. Con Cristina disfrutábamos mucho comer con él, porque era un hombre
carismático, de fuerte atracción sobre las mujeres, era muy seductor.»
Aristoteles
siempre sorprendia
«Un día me dijo si quería comer algo. El estaba aburrido. Le dije que sí y me llevó junto a Cristina en helicóptero a Creta a comer
langostinos, obvio.»
Aristóteles dejó de ser ese hombre vital en 1975 cuando murió su hijo Alexander al estrellarse el avión que piloteaba.
«Toda la gente en Atenas salió con velas a la calle cuando supieron de la muerte de Alexander. Era un joven amado por el pueblo.
Escuchaba siempre la radio de emergencias y si había algún accidente en alguna isla cercana, allá iba con su helicóptero o avión a
ayudar. Su pasión era volar.»
Marina también pasó vacaciones con Jacqueline Kennedy.
«Era tan perfecta. No comía nada. A la noche tomaba alguna copa de champagne. Le encantaba nadar con su traje de baño negro,
unas patas de rana que poco tenían que ver con su elegancia y una gorra blanca.»
La ex mujer de John Kennedy era tan amable como hermética, nunca brindaba chances para conocerla. Reformó toda la casa de
Skorpios con su decorador favorito: Monpardino.
«Dejó la isla como debía estar, cambió todo, tenía muy buen gusto», recuerda Marina.
Lo que no pudo cambiar fue el yate Cristina. Donde la grifería era de oro y las bañeras de lapislázuli. La pileta de natación por las
noches se transformaba en pista de baile.
«Aristóteles había despertado la admiración de John-John, el hijo de Jackie para quien siempre tenía un regalo. En cambio,
Caroline, la hermana mayor, no aceptaba a Aristóteles y se lo hacía saber a su madre: ella era bien Kennedy.»
Con Cristina iban a esquiar todos los años a Saint Moritz.
«Nos levantábamos temprano, nunca bajábamos sin instructores. A las 6 de la tarde parábamos en el Cordiglia Club, del que había
que ser socio. Allí nos veíamos con Niarkos, Gianni Agnelli, Von Thyssen o el Agha Khan. No admitían a los millonarios árabes.»
En Saint Moritz recuerda una fiesta en el Cordiglia a la que fueron con Cristina. Cuando terminó la fiesta, las dos se volvieron
esquiando bajo la luz de las antorchas.
Todas las noches de ese invierno se divirtieron en distintas casas y en el exclusivo King club.
El centro de diversión y de vida nunca dejó de ser Grecia. La isla de Mykonos es una de las preferidas de Marina, donde se aloja en
casa de amigas. Son estadías muy tranquilas. En los atardeceres va a los molinos a ver la puesta de sol, para después comer langosta
en alguno de los pequeños restoranes junto al mar.
LAS ISLAS
Otra isla, la de Andro, es la tierra de sus mayores. Es la isla de su familia, donde casi todas las estrechas y serpenteantes calles
llevan el nombre de alguno de los Embirikos. Su abuelo construyó el geriátrico y el hospital, además de la red hidráulica de la ciudad,
la escuela doméstica para niñas sin recursos, el colegio secundario, la escollera del puerto, el palacio municipal, la terminal de
ómnibus, iglesias y puentes.
«Tenemos la casa familiar junto a una playa de arenas muy blancas y mar transparente. Al lado, mi abuelo construyó una capilla
porque el primero que llegó a Andro fue Iacobos Embirikos, un monje.»
En la isla van a Little Venice por la noche, a comer fideos con langosta. Marina va a buscar paz en Andro. Se sienta en la confitería
de la plaza central de Jora, el pueblo, y come pescados fritos, rabas, calamares, acompañado de una pequeña copa de Ouzo, la
tradicional bebida anisada.
Pero tanta paz a veces cansa y Marina se cruza a Atenas a visitar Plaka, la parte antigua de la ciudad donde está la movida. Le gusta
bailar y recorre cada discoteca.
Atenas le gusta porque es intensa, en cambio, no soporta Nueva York porque enseguida la agota.
«Con Cristina comíamos en Morocco y a la noche íbamos a bailar al Club 54, pero enseguida nos cansábamos de Nueva York.»
Pero a los días de luces siguió la tragedia.
«Murió en mi casa de Tortugas al día siguiente de haberse comprometido con mi hermano. No lo podía creer, le había dicho
‘buenas noches’ y cuando desperté la vi muerta.»
La pérdida de la amiga fue el fin de una época. Sintió el dolor de no poder hablar con la hija de Cristina, Athina.
«Estaba muy asustada porque heredaba una fortuna el día de su casamiento. Tenía miedo a un atentado, al punto que alquiló el
espacio aéreo de donde se hizo la fiesta.»
Confiesa que extraña a Cristina y también el mundo que conoció. Los personajes que le dieron glamour a sus viajes. De esa etapa
sólo quedan fotos diseminadas en su biblioteca. Un joven Jean Paul Belmondo comiendo con Laura Antonelli, ella y Onassis en Cap
Ferrat, Gianni Agnelli, Paul Getty e innumerables retratos junto a Cristina recuerdan esos años. Vuelve una vez al año a Grecia, pero
disfruta Buenos Aires, una ciudad donde reúne a sus amigos y se divierte como en sus mejores días.