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“2010 - Año Homenaje al Bicentenario de la Revolución de Mayo de 1810”
PROVINCIA DE MISIONES
CAMARA DE REPRESENTANTES
PROYECTO DE DECLARACIÓN
LA CAMARA DE REPRESENTANTES DE LA PROVINCIA DE MISIONES
DECLARA
PRIMERO:
Su beneplácito por la conmemoración de la Batalla de Mbororé, el día 11 de
Marzo.
SEGUNDO: Remitir copia al Poder Ejecutivo y al Ministerio de Cultura y Educación de
la Provincia.
FUNDAMENTOS
La expedición de Martín Alfonso de Sousa, enviado por el rey de Portugal,
llegó a las costas del Brasil en el año 1530, con la intención de conquistar y colonizar los
territorios que por efecto del Tratado de Tordesillas le correspondían a Portugal. En 1534
fue fundada San Vicente y posteriormente el rey Juan III dividió administrativamente el
territorio ubicado al oriente de la línea de Tordesillas en quince capitanías de carácter
hereditario. En el año 1549 se creó un gobierno general que se estableció en San Salvador.
Los portugueses introdujeron a los jesuitas en sus territorios con la finalidad
de que catequizaran a los indígenas. El 22 de enero de 1554 el Padre José Anchieta,
enviado desde San Vicente por el Padre Manuel Nóbrega, fundó el Colegio San Pablo de
Piratininga, originándose de ese modo la ciudad de San Pablo. El sitio, en el que se
descubrieron algunas escasas muestras de plata, despertó la imaginación y la codicia de un
gran número de aventureros que se instalaron en la zona. A éstos se sumaron prófugos y
náufragos de los más diversos orígenes étnicos. En ese ambiente, en donde la mujer blanca
era escasa, comenzó a darse el mestizaje étnico. La producción azucarera y ganadera
predominaba sobre el litoral atlántico brasileño, que a fines del siglo XVI ya estaba
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totalmente poblado. La mano de obra negra esclava, que llegaba a las costas del Brasil
desde el África, era la que sustentaba todo ese sistema productivo.
A comienzos del siglo XVII los holandeses se hacen presentes en tierras del
Brasil con la firme decisión de tomar posesión de ellas. Comenzaron por controlar con
acciones de piratería la navegación sobre la costa del Atlántico, perturbando seriamente el
tráfico de esclavos. Ante la imposibilidad de importar negros desde el África, el indio,
como potencial esclavo, cae en la mira de los hacendados portugueses. Los habitantes de
San Pablo, viendo esfumados sus sueños de hallar fabulosas cantidades de plata,
comenzaron a avanzar hacia el interior desconocido del Brasil en busca de la plata, el oro y
las piedras preciosas que no habían hallado en la región de Piratininga. En sus entradas
cautivaron a los primeros indios, que fueron vendidos como esclavos a los hacendados de
San Vicente por un muy buen precio. Comenzaron entonces a organizarse las bandeiras,
expediciones para cazar esclavos. Estaban organizadas y dirigidas como una empresa
comercial por los sectores dirigentes de San Pablo y sus filas se integraban con mamelucos
(hijos de blanco e india), indios tupíes y aventureros extranjeros que llegaban a las costas
del Brasil a probar fortuna. En su avance hacia el occidente las bandeiras cruzaron límite
de Tordesillas, penetrando violentamente con sus incursiones en territorios de la corona
española. Indirectamente, los bandeirantes paulistas se convirtieron en la vanguardia de la
expansión territorial portuguesa hacia los territorios hispánicos. En su constante búsqueda
de indígenas, los bandeirantes llegaron a la zona oriental del Guayrá, en momentos en que
los Padres de la Compañía de Jesús se hallaban en plena tarea de catequización de los
guaraníes. En un primer momento respetaron a los indios reducidos en pueblos por los
jesuitas y no los cautivaban. Pero los miles de guaraníes, concentrados en pueblos, mansos
y diestros en diversos oficios, eran una tentación en la perspectiva de los bandeirantes, más
aún cuando se hallaban indefensos, desarmados y desprotegidos militarmente. Entre los
años 1628 y 1631 los bandeirantes Raposo Tavares, Manuel Preto y Antonio Pires, con sus
huestes, azotaron periódicamente las reducciones del Guayrá, cautivando miles de
guaraníes que luego eran subastados en San Pablo. En la entrada de los años 1628-1629 los
paulistas habían cautivado 5.000 indios de las reducciones, pero únicamente 1.500 llegaron
a San Pablo, el resto había perecido en el trayecto víctima de la brutalidad de los
esclavistas, los que simplemente ejecutaban a quienes no estaban en condiciones físicas de
continuar la marcha. En el año 1632 el Guayrá era un territorio desierto con pueblos
destruidos y abandonados. Burlados por los 12.000 guaraníes que marcharon hacia el sur
en busca de refugio, los bandeirantes continuaron hacia el occidente asolando las
reducciones del Itatín en el año 1632. Luego siguió el Tapé, invadido durante los años
1636, 1637 y 1638 por sucesivas bandeiras dirigidas por Raposo Tavares, Andrés
Fernández y Fernando Dias Pais.
Traslados forzados de pueblos completos, miles de muertos y desaparecidos,
familias destruidas, huérfanos, viudas, tullidos, hambruna, eran algunos de los rastros que
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dejaban las incursiones bandeirantes. En los sobrevivientes, asentados entre los ríos Paraná
y Uruguay, el deseo de tomarse venganza por los atropellos sufridos se acrecentaba. El
Guayrá se había perdido, el Itatín y el Tapé también. Para los Padres jesuitas y los
principales caciques de los pueblos la única opción era presentar batalla a los bandeirantes.
Para ello, previamente habría que poner armas de fuego en manos de los guaraníes, algo
que parecía muy temeroso y de mucho riesgo para las autoridades coloniales hispánicas.
En el año 1638 los Padres Antonio Ruiz de Montoya y Francisco Díaz Taño
viajaron a España con el objetivo de dar cuenta al rey Felipe IV de los dramáticos sucesos
que se vivían en las misiones. El P. Ruiz de Montoya realizó un total de doce peticiones al
rey Felipe IV. Se referían a la necesidad de proteger a los indígenas y tomar las medidas
que hicieran falta para penalizar a aquellos que los esclavizaban. Recordemos que en aquel
momento las coronas de Portugal y España estaban unificadas en la figura del rey español.
Las recomendaciones del Padre Montoya fueron aceptadas por el Rey y el
Consejo de Indias, expidiéndose varias Cédulas Reales, despachándoselas a América para
su cumplimiento. Sin embargo no hubo una resolución respecto a la petición de suministrar
a los guaraníes armas de fuego para su defensa. El Padre Montoya prosiguió las gestiones
sin desalentarse, hasta que el 21 de mayo de l640 se emitió la Real Cédula por la que se
permitía que los guaraníes tomaran armas de fuego para su defensa, pero siempre que así lo
dispusiera previamente el Virrey del Perú. Por este motivo el Padre Montoya partió de
España hacia Lima, con la finalidad de continuar allí las gestiones referidas a la provisión
de armas. La pérdida de las misiones paranaenses y uruguayenses dejaría expuestas a los
portugueses las ciudades de Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes, Asunción, y con ello, los
territorios coloniales hasta el Perú. De hecho, las misiones del Orinoco, Moxos, Chiquitos
y Guaraníes formaban en la geografía sudamericana un gigantesco arco que actuaba como
barrera ante el avance territorial portugués hacia el occidente.
A finales de diciembre de 1638 el Padre Diego de Alfaro cruzó a la banda
oriental del río Uruguay con un buen número de indios armados y adiestrados militarmente,
con la intención de recuperar indígenas y eventualmente enfrentar a los bandeirantes que
merodeaban por la región. Los Padres jesuitas no esperaron el resultado de las gestiones
del Padre Montoya en España para obtener las armas de fuego. Ante el peligro inminente
de que los bandeirantes cruzaran el río Uruguay, el Padre Provincial Diego de Boroa, con la
anuencia del Gobernador y de la Real Audiencia de Chiquisaca, decidió que las tropas
misioneras utilizaran armas de fuego y recibieran instrucción militar.
Además, desde
Buenos Aires se enviaron once españoles para organizar militarmente a los guaraníes y
dirigirlos en las acciones bélicas. Estos españoles se incorporaron cuando los guaraníes ya
estaban en plena campaña en la banda oriental del río Uruguay.
Luego de algunos
encuentros de resultado indeciso con los bandeirantes, a las tropas del Padre Alfaro se le
sumaron mil quinientos guaraníes que venían dirigidos por el Padre Romero. Se formó
entonces un ejército de 4.000 misioneros, a los que se añadieron los once militares enviados
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desde Buenos Aires. Las fuerzas guaraníes llegaron a los campos de la arrasada reducción
de Apóstoles de Caazapaguazú dispuestas a dar batalla a los bandeirantes paulistas que se
hallaban fortificados tras una empalizada, sitio en el que se habían refugiado luego de
varias derrotas parciales. Los bandeirantes, viéndose perdidos, se rindieron y pidieron la
paz, pero sólo para ganar tiempo y huir precipitadamente. La conclusión que obtuvieron los
Padres de la Compañía de Jesús resultó inédita y asombrosa: los guaraníes podían
organizarse militarmente y constituir excelentes milicias, y las bandeiras eran vulnerables,
podían ser enfrentadas y vencidas en un campo de batalla.
Los bandeirantes, humillados en su soberbia en los campos de
Caazapaguazú, regresaron a San Pablo maquinando una cruel venganza sobre los guaraníes
y jesuitas. Para peor humillación, a mediados del año 1640 llegó a San Pablo el Padre
Francisco Díaz Taño procedente de Madrid y Roma. Traía en su poder Cédulas Reales y
Bulas pontificias que condenaban severamente a las bandeiras y al tráfico de indios. La ira
se desató en la Cámara Municipal de San Pablo, la que de común acuerdo con los
principales financistas de las bandeiras, expulsó a los jesuitas que se hallaban en la ciudad.
Se organizó entonces una temerosa bandeira. Dirigidos por el experimentado Manuel Pires,
se prepararon 450 hombres armados con arcabuces y 2.700 indios tupíes amigos, cargados
de arcos y flechas, más 700 canoas y balsas para el transporte. El objetivo era caer
violentamente sobre las reducciones occidentales del Uruguay y del Paraná y capturar el
mayor número posible de indios, con la finalidad de volver a convertir a las bandeiras en
una empresa redituable.
Se constituyó un ejército de 4.200 guaraníes, armados con arcos y flechas,
hondas y piedras, macanas y garrotes, alfanjes y rodelas, y 300 arcabuces, además de un
centenar de balsas armadas con mosquetes y cubiertas para evitar la flechería y la pedrada
de los tupíes. La instrucción militar de los guaraníes estuvo a cargo de ex militares que
integraban la Compañía de Jesús, tal el caso de los Hermanos Juan Cárdenas, Antonio
Bernal y Domingo Torres, mientras que la comandancia general de las fuerzas, por
disposición del Padre Provincial Diego de Boroa, quedó a cargo del Padre Pedro Romero,
sacerdote que había tenido una meritoria actuación en la batalla de Caazapaguazú. En la
organización y dirección de las acciones estaban los Padres Cristóbal Altamirano, Pedro
Mola, Juan de Porras, José Domenech, Miguel Gómez, Domingo Suárez, mientras que el
Padre Superior, Claudio Ruyer, recuperándose de una dolencia, seguía los preparativos
desde el pueblo de San Nicolás, ubicado en cercanías de San Javier. Los guaraníes fueron
organizados en compañías dirigidas por capitanes. El capitán general fue un renombrado
cacique del pueblo de Concepción, Don Nicolás Ñeenguirú. Le seguían en el mando los
capitanes Don Ignacio Abiarú, cacique de la reducción de Nuestra Señora de la Asunción
del Acaraguá, Don Francisco Mbayroba, cacique de la reducción de San Nicolás, y el
cacique Arazay, del pueblo de San Javier. La reducción de la Asunción del Acaraguá,
ubicada sobre la orilla derecha del río Uruguay, en una loma cercana a la desembocadura
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del arroyo Acaraguá, es trasladada y reubicada por precaución río abajo, cerca de la
desembocadura del arroyo Mbororé en el río Uruguay. De ese modo la reducción quedó
convertida en centro de operaciones y en el cuartel general del ejército guaraní misionero.
Simultáneamente se establecieron varios puestos de guardia con espías en diversos sitios
sobre la orilla derecha del río Uruguay, hasta los saltos del Moconá. La principal guardia
quedó establecida en el sitio de la abandonada reducción del Acaraguá, a cargo del Padre
Mola con un grupo de indios armados.
Las fuerzas bandeirantes comandadas por Manuel Pires y Jerónimo Pedrozo
de Barros partieron de San Pablo en el mes de septiembre del año 1640. La bandeira cruzó
el curso del río Iguazú y estableció un campamento en las nacientes del río Apeteribí, un
afluente del río Uruguay.
En el sitio se construyeron empalizadas, pensando en los
numerosos indios cautivos que habrían de mantener prisioneros al regreso. Siguió su
marcha la bandeira bordeando el curso del río Apeteribí, hasta llegar a su desembocadura
en el río Uruguay. Allí se estableció otro campamento y se alzaron más empalizadas,
mientras que los tupíes se abocaron a la tarea de construir canoas, balsas, arcos y flechas. A
partir de este sitio, el río Uruguay sería la ruta que llevaría a los bandeirantes directamente
a los pueblos misioneros. Al tiempo que el grueso de la bandeira se alistaba, un grupo
explorador dejó el campamento de la desembocadura del Apeteribí y se trasladó por el río
Uruguay hacia el Acaraguá, con la finalidad de realizar un reconocimiento. Halló la
reducción totalmente abandonada y decidió fortificar el lugar con empalizadas para
acondicionarlo como cuartel y base de operaciones de las fuerzas bandeirantes. Ignoraba
que hasta algunos días antes de su arribo, en ese sitio se hallaba el Padre Cristóbal
Altamirano con dos mil acantonados, quienes abandonaron el Acaraguá para reunirse con el
grueso de la tropa en Mbororé.
Una creciente del río Uruguay ocurrido en el mes de enero de 164l trajo por
arrastre un gran número de canoas.
Ante la sospecha que la bandeira estaba
aproximándose, el Padre Ruyer envió una fuerza de dos mil guaraníes al Acaraguá. Como
allí no hallaron a ninguna fuerza portuguesa procedieron a destruir todo aquello que pudiera
servirles de abastecimiento en caso de que llegaran. Al mismo tiempo, el Padre Ruyer
envió a los Padres Cristóbal Altamirano, Domingo de Salazar, Antonio de Alarcón y al
Hermano Pedro de Sardoni, junto con un buen número de guaraníes, en una misión
exploradora. En el trayecto llegaron hasta la misión exploradora algunos indios que habían
huido de los bandeirantes.
Estos informaron a los Padres acerca de aspectos tan
importantes como el número, posición e intenciones del enemigo. Con información más
certera sobre la situación, se dispuso el repliegue de los dos mil guaraníes del Acaraguá
hacia la base de Mbororé. Como ya hemos mencionado, al retirarse las tropas guaraníes del
Acaraguá, una partida portuguesa llegó hasta el lugar, construyó empalizadas y luego se
retiraron para reunirse con el grueso de la bandeira.
Entonces una pequeña partida
misionera se estableció nuevamente en el Acaraguá en misión de observación y centinela.
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El día 25 de febrero llegaron hasta el puesto de observación dos indios
fugitivos de los portugueses. Llevados ante el Padre Cristóbal Altamirano, le informaron
con certeza del avance de la bandeira paulista. El Padre Altamirano dispuso que partieran
ocho canoas desde el Acaraguá, río arriba, en reconocimiento A pocas horas de navegar,
cuando amanecía y el sol comenzaba a elevarse sobre el horizonte, las ocho canoas de la
avanzada misionera se encuentran frente a frente con la bandeira que silenciosamente venía
bajando con la corriente del río con sus trescientas canoas y balsas pertrechadas.
Inmediatamente seis canoas con ágiles remeros tupíes salieron en persecución de los
misioneros, quienes comenzaron a replegarse velozmente hacia el Acaraguá.
Al
aproximarse al puesto de avanzada, los guaraníes recibieron refuerzos y las canoas
bandeirantes debieron replegarse al ser atacadas con una descarga de arcabuces.
Repentinamente, un gran aguacero se desplomó sobre el río y la selva, obligando a ambos
grupos a buscar resguardo. Mientras algunos guaraníes permanecían en el cuartel del
Acaraguá, el Padre Altamirano, con otros indios, descendió hasta el cuartel de Mbororé
para alertar sobre la presencia inmediata del enemigo. Durante la noche, momento en que el
temporal se detuvo, los bandeirantes prepararon el asalto al puesto del Acaraguá. Al
amanecer, cuando pretendieron ejecutarlo, fueron sorprendidos por los guaraníes bajo la
dirección de Ignacio Abiarú.
Doscientos cincuenta misioneros distribuidos en treinta
canoas, enfrentaron en aguas del río Uruguay a más de cien canoas tripuladas por
bandeirantes, frente al puesto del Acaraguá. El Padre Cristóbal Altamirano comprendió
que atacar a la reducida avanzada de los portugueses en el Acaraguá no sería de gran
provecho, ni aun cuando se obtuviera una victoria. Los misioneros buscaban una batalla
total, en un sitio elegido inteligentemente. Ese sitio era Mbororé, una zona muy favorable
para los misioneros, por estar establecido allí el cuartel y porque desde el lugar era posible
una rápida comunicación con los pueblos, en caso de necesidad de suministros o de una
eventual retirada. La elección del sitio de la espera no fue casual, “la vuelta de Mbororé”
es un recodo del río Uruguay, cuyas orillas estaban cubiertas con una espesa selva en
galería.
Estar allí era flotar entre dos murallas vegetales, lo cual obligaría a los
bandeirantes a una batalla frontal. Ante la retirada de las tropas misioneras hacia Mbororé,
los bandeirantes se establecieron el 9 de marzo en el puesto del Acaraguá con la finalidad
de abastecerse de comida y organizarse para el ataque a los pueblos. La situación se les
tornó crítica, pues los guaraníes antes de retirarse habían destruido todo lo que les hubiese
servido, incluyendo los cultivos que existían en las chacras de los alrededores. En el
Mbororé durante los días 9 y 10 de marzo los Padres y los capitanes guaraníes se dedicaron
a preparar a la fuerza de cuatro mil doscientos indios para la batalla final. Mientras que los
Padres se dedicaron día y noche a confesar a todos los soldados, los Hermanos y capitanes
caciques planificaban el ataque. El 11 de marzo los bandeirantes decidieron abandonar el
Acaraguá y bajar hacia Mbororé. Probablemente intuían el peligro que les acechaba y se
encontraban presa del miedo en una zona que no conocían bien, tan lejana de San Pablo.
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En dos oportunidades avanzaron por más de una legua por el río, para volver
nuevamente al Acaraguá, por temor a una emboscada. Finalmente las trescientas canoas y
balsas avanzaron lentamente, dejándose llevar por la corriente del río. Sesenta canoas con
cincuenta y siete arcabuces y mosquetes, comandadas por el capitán Ignacio Abiarú, los
esperaban en el río, en Mbororé.
En tierra, miles de indios se habían apostado con
arcabuces, arcos y flechas, hondas, alfanjes, garrotes. Inmediatamente las canoas guaraníes
se pusieron en formación de guerra. En medio del río Uruguay chocaron violentamente
canoas y balsas, bajo una lluvia de flechas, piedras y tiros de arcabuces y mosquetes.
Desde las barreras situadas en la orilla se disparaba también sobre el
enemigo, en un juego de doble ataque, fluvial y terrestre.
El resultado de la batalla
prontamente fue favoreciendo a los guaraníes. Algunos portugueses arrimaban sus canoas
a la costa y huían a la selva, otros arrojaban sus armas al río para que no cayeran en manos
de los guaraníes y, tomando los remos, se apresuraban a retroceder.
Una partida
bandeirante dirigida por el Capitán Pedrozo bajó a tierra con el objetivo de atacar las
barreras guaraníes, siendo repelido exitosamente. Con las últimas luces del día los
bandeirantes retroceden en desorden, por el río y por la costa, hasta llegar en la noche a una
chacra que había pertenecido a la reducción del Acaraguá, ubicada sobre la orilla derecha
del Uruguay. Allí, en una loma, durante toda la noche se dedicaron a levantar empalizadas.
Al amanecer del día siguiente, el 12 de marzo, los guaraníes se presentan
ante la improvisada fortificación de los portugueses y los incitan a presentar batalla, pero
éstos no salen. Luego de algunas horas de espera el jefe bandeirante, Manuel Pires, envió
una carta a los Padres jesuitas. Solicitaba el cese de las hostilidades y pedía el diálogo,
asegurando que venían en son de paz, únicamente a buscar noticias sobre algunos
portugueses desaparecidos. La carta fue leída por los Padres y rota delante de las tropas
guaraníes, determinándose en el acto el asalto a la barrera bandeirante. Durante los días 12,
13, 14 y 15 de marzo los misioneros bombardearon continuamente la fortificación con
cañones, arcabuces y mosquetes, tanto desde posiciones terrestres como fluviales, sin
arriesgar un ataque directo. Sabían que los bandeirantes no tenían alimentos ni agua y que
estaban totalmente aislados en su barrera. Además, continuamente durante aquellos días, se
producían deserciones de tupíes de las filas bandeirantes, los que se incorporaban a las
fuerzas misioneras y suministraban información sobre la situación del enemigo. El día 16 a
las once de la mañana, los portugueses mandaron en un pequeño bote con una banderita
blanca otra carta pidiendo el cese del fuego y ofreciendo una rendición. Ésta también fue
rota por los guaraníes. En un acto de desesperación los bandeirantes se lanzaron en sus
canoas y balsas al río bajo una lluvia de municiones, flechas y piedras, dispuestos a
remontarlo hasta las empalizadas del Acaraguá. La operación resultó un desastre, pues río
arriba, en la desembocadura del Tabay, dos mil guaraníes los esperaban fortificados para
impedirles la fuga.
Cuando los bandeirantes llegaron al lugar comprendieron que se
hallaban acorralados. Entonces mandan una tercera carta, flotando en una pequeña
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calabaza, la que los indios dejan pasar con la corriente del río sin recogerla. Comenzaron a
surgir entonces, entre las huestes bandeirantes, las primeras disensiones respecto a lo que
había que hacer. Las deserciones aumentaban y el miedo y la desesperación ante el hecho
inevitable de caer en manos de los guaraníes terminaron por quebrar la relativa cohesión
que hasta aquél momento había mantenido la fuerza. Sin posibilidades de organizarse para
presentar batalla, optaron por retroceder hasta el Acaraguá, ganar la costa derecha del río e
internarse en el monte. Comenzó allí una cruel persecución por la selva. Los portugueses
trataban de llegar hasta los saltos del Moconá, para desde allí alcanzar el campamento que
habían dejado en la desembocadura del Apeteribí. Los misioneros no les dieron tregua en
todo el trayecto. Miles murieron en el monte en manos de los guaraníes y víctimas del
hambre y de las fieras. La victoria había sido absoluta y aplastante. La derrota para los
bandeirantes terrorífica.
Finalizada la batalla, los misioneros rezaron una misa y un
solemne Te Deum. La batalla de Mbororé cerraba un ciclo de la historia misionera y abría
otro el de la consolidación territorial de las misiones jesuíticas.
Por estas breves consideraciones y las que oportunamente expondré, es
que solicito a mis pares el voto afirmativo al presente proyecto de declaración.
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