Download Homilía en la conmemoración de Mons. Romero

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HOMILIA EN LA CONMEMORACION DE MONSEÑOR ROMERO
2 de Abril 2005
Hermanas y Hermanos:
Hoy es el día grande. Distintas celebraciones nos han venido preparando para este momento en que
nos sentimos unidos como Pueblo de Dios.
El Jueves Santo pasado, día de la Eucaristía se cumplieron 25 años de la muerte martirial de un
hombre de Dios, de un sacerdote de Cristo, de un Arzobispo de la Iglesia Católica cuya memoria y testimonio,
lejos de desvanecerse en el olvido, está más presente que nunca e irradia vida y compromiso cristiano. Sin
lugar a dudas, el salvadoreño más famoso del mundo.
La Liturgia Pascual nos recuerda con firmeza y seguridad “¿Por qué buscan entre los muertos al que
vive? Ha resucitado” (Lc 24,5-6).
Monseñor Romero escribió su Primera Carta Pastoral como Arzobispo de San Salvador, y la
tituló:”La Iglesia de la Pascua”. Esa Iglesia de la Pascua es la que hoy celebra con júbilo que la muerte no es
el final.
Y este es el marco más adecuado para nuestra conmemoración, que es una celebración de Fe cristiana
y de Amor.
De Fe cristiana, porque estamos convencidos como Marta, que la Resurrección de Cristo es también
de Monseñor Romero.
Y de amor, puesto que es la mayor muestra de amor que puede dar un ser humano: entregar su vida
por amor: “No hay amor más grande que dar la vida por los que se aman”.
Monseñor Romero fue ante todo sacerdote. Dios quiso dejarlo claro al aceptar la ofrenda de la vida que
hizo un mes antes, en su último retiro, precisamente a la hora del ofertorio. El mismo lo confesó a un
periodista que le preguntó sobre su vocación: “Si yo volviera a nacer, de nuevo escogería ser sacerdote”. La
frase puede leerse en una edición dominical de “El Diario de Hoy”, pocos días después del inicio de su
ministerio al frente de la arquidiócesis de San Salvador. Cuando murió su mejor amigo, Monseñor Rafael
Valladares, Romero pronunció la homilía de sus funerales; la tituló así: “Murió como santo porque vivió
como sacerdote”. Lo mismo podemos decir de Monseñor Romero.
Su actual sucesor, el Sr. Arzobispo Mons. Fernando Saenz Lacalle ha dicho recientemente:
“posiblemente fuese el amor a la Eucaristía la virtud sacerdotal más destacada en él. Yo siempre he pensado
que entregar la vida a Dios durante el ofertorio de la Eucaristía que estaba celebrando el 24 de marzo de
l980 fue un regalo que Dios le hizo. Posiblemente le premió su piedad eucarística.”
No puedo omitir un testimonio precioso de mi inolvidable hermano Monseñor Arturo Rivera Damas,
amigo personal y sucesor de Mons. Romero, que es más que elocuente:
“Conocí a Monseñor Romero como hombre, como sacerdote y como arzobispo. Como hombre, Monseñor
Romero -a veces atormentado por las dudas, a veces dominado por la impaciencia humana que ve el bien y lo
busca frente al mal que parece ganar ventaja a pasos agigantados- fue un ser abierto a Dios y al hombre. Gracia
e historia sintetizan estos dos aspectos de la personalidad del arzobispo cuya memoria hoy evocamos.
Monseñor Romero vivió la dimensión de la gracia de Dios de un modo singular por su sacerdocio. Esta fue
la aspiración primera de toda su vida: la de ser servidor, como el sumo y eterno sacerdote, Jesucristo. Dimensión
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sacerdotal que le ayudó a conocer al hombre desde la interioridad de su ser más allá de lo meramente sociológico,
pues aprendió a conocer al hombre interiormente como un ser amado de Dios. Esto explica por qué no dudó en
dar su propia vida por los seres amados de Dios tan vilmente masacrados por los hombres”.
A continuación, el pastor que logró llevar a las dos partes en conflicto a la mesa de negociaciones,
sintetiza así el llamado al que respondió Monseñor Romero al asumir el pastoreo de la arquidiócesis:
“Fue entonces cuando sintió claramente el llamado para la misión que Jesucristo le tenía preparada: la de
ser su profeta en medio de una sociedad que -como aquella en la que vivió Oseas- necesitaba oír la respuesta de
Dios al clamor que desde la tierra llegaba al cielo. Clamor de hambrientos y sedientos; de marginados,
perseguidos y reprimidos; de hombres y mujeres a quienes se les negaba la justicia y se les prohibía incluso
enterrar a sus seres queridos asesinados por los escuadrones de la muerte”.
“Monseñor Romero vivió como un profeta la dimensión histórica de su vida. La vivió con amor, en
obediencia al llamado de Jesucristo y en fidelidad a la Iglesia y a los pobres, que son los preferidos de Dios. Por
eso su heroica fidelidad fue sellada con la gracia de una muerte martirial”.
La página del Evangelio de hoy nos ha presentado una comunidad en crisis. Crisis general de miedo,
que se resuelve con la presencia y el don de la paz del Resucitado.
Crisis de un discípulo, Tomás, que no logra creer como se requería, confiando solamente en la
palabra de otros testigos: “Si no veo…no creo”.
De manera semejante, hace 25 años el asesinato de Mons. Romero desencadenó una crisis terrible
para este amado País. Hoy día sentimos la presencia y el don de la paz finalmente alcanzada después de tanto
sufrimiento.
Tomás se convierte en el modelo de creyente que tiene dificultades para creer. Pero aunque, por un
momento duda, su salvación consistirá en que no se aparta de la comunidad. Y allí lo esperaba Cristo
pacientemente, pues sabe comprender al que por un momento vacila o tropieza, o consolar al que sufre por no
haber conseguido creer todavía.
Cuando Jesús Resucitado se aparece de nuevo, no le apunta con un dedo amenazador a Tomás. Al
contrario, lo invita a meter el dedo en sus heridas. Es decir, a ver y a tocar los signos de un amor que se ha
manifestado claramente en el Calvario y que se ofrece pacientemente a todos, incluso a los que han dudado.
No fue el odio, ni la guerra ni la muerte, los que condujeron a la paz, sino el Cordero degollado como
víctima pascual que hoy recordamos en una perspectiva de esperanza.
Es así que nosotros en la Iglesia debemos preguntarnos: ¿Cuándo a un hermano le cuesta creer a
nuestra palabra, cuando se muestra reacio a participar de nuestras celebraciones comunitarias, cuando duda
o está desanimado, qué tenemos para presentarle?
El dedo acusador y amenazador jamás ha salvado a nadie, jamás ha sido un argumento convincente.
Jesús conquista a Tomás mostrándose paciente y amoroso con él. Tomás había resistido a la
autoridad de todo el colegio apostólico. Pero su rebeldía y la paciencia de Jesús le prepararon para ser un
creyente fervoroso.
Más que encontrar la “señal de los clavos”, lo que encontró en el Señor fue la prueba decisiva de que
era amado, esperado, comprendido, reintegrado en la comunión de los hermanos, ya que él mismo se había
auto excomulgado con sus dudas.
Si el grano de trigo no muere queda infecundo (Jn 12,24): el día de su muerte, Monseñor Romero
celebraba una Misa de difuntos y había escogido este texto del Evangelio. El mismo fue ese grano de
trigo que 25 años después, superadas las polarizaciones de las ideologías está produciendo frutos que
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se hacen evidentes. Hay signos de que la reconciliación empieza a aflorar y que la conversión en torno a
este hombre de Dios con el ejemplo de su vida se va haciendo realidad. No puedo ocultar como un
observador desde fuera, que me ha impresionado la presencia de Monseñor en medios de comunicación
que lo han ignorado por muchos años. Como escribía recientemente un columnista: “Talvez haya
muchos, entre sus seguidores, que tampoco se han molestado en descubrir toda la riqueza y complejidad
que hay en el pensamiento teológico, en la visión eclesial y en el corazón del pastor asesinado.”
Otro testigo de la vida de Mons. Romero Mons .Ricardo Urioste, presidente de la Fundación
Romero ha escrito:
“Monseñor Romero no fue asesinado por denunciar la conducta privada de alguien; tampoco por
reclamar derechos o privilegios para la Iglesia. Lo fue por defender el derecho más grande que Dios ha dado
al hombre: la vida.”
“Se podría decir que dio su vida por defender el quinto mandamiento y por protestar contra toda
injusticia, como lo pide a todo obispo el Evangelio y la Doctrina Social de la Iglesia. Se puede decir que murió
por defender lo que la Iglesia enseña en su magisterio universal. A él también lo mató el poder que se sentía
dañado y señalado”.
Monseñor Gregorio Rosa nos dijo en el Sínodo de América: “el Diario de Monseñor Romero y los
apuntes espirituales de su último retiro espiritual son la clave de lectura de su vida y de su muerte. Quien lee
estos apuntes, rubricados un mes más tarde con su propia sangre, no tiene derecho a dudar de la limpidez
evangélica de la ofrenda de su vida. Y quien se asoma a las páginas de su Diario puede ver la nitidez
meridiana de la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre que fueron el trípode de su
predicación y de su acción”.
En su cuaderno de ejercicios espirituales, un mes antes de su muerte, escribió:
“Mi disposición debe ser dar mi vida por Dios cualquiera sea el fin de mi vida. Las circunstancias
desconocidas se vivirán con la gracia de Dios. El asistió a los mártires y si es necesario lo sentiré muy cerca al
entregarle el último suspiro”.
En la Segunda Lectura de hoy, San Pedro subraya con fuerza la dimensión de las virtudes teologales:
la fe, la esperanza y el amor, sobre las que se fundamenta el edificio de la Iglesia y de la vida de cada uno de
sus hijos.
De manera especial, señala que los frutos de la esperanza maduran en las pruebas y sufrimientos
inevitables.
El dolor pone a prueba el amor, pero aún en esos momentos, luce el sol de un “gozo inefable y
transfigurado”.
Cuando en los primeros años de mi Episcopado tuve la oportunidad de visitar la tumba de un gran Obispo de
la Iglesia, Klemens August von Galen, el “león de Münster” que no dudó en enfrentar con valentía a las
atrocidades del nacional socialismo y que también está en proceso de beatificación, me impresionó sobre
manera su lema episcopal: “Nec laudibus nec timore” puesto que considero que son las tentaciones más
grandes del Obispo en todos los tiempos: buscar las alabanzas o tener miedo.
He sentido una gran emoción cuando preparaba estas reflexiones al leer en el diario de Mons. Romero:
“Pido al Espíritu Santo que me haga caminar por los caminos de la verdad y que nunca me deje llevar ni por los
halagos ni por los temores de ofender a nadie más que a Nuestro Señor” (Diario, 06.03.80).
Ese es el misterio de una vocación enraizada en el corazón de Dios y vivida en la entraña viva y
sangrante de la historia salvadoreña.
La Eucaristía dominical es como una inyección de esperanza y valentía para la vida de cada día.
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También lo es para todos nosotros la Eucaristía de hoy.
La única “aparición” que quiere hacer el Señor, después de la Eucaristía y, como consecuencia de
ella, es que las personas que dicen creer en Él imiten su estilo de vida y creen a su alrededor un poco de
esperanza.
LA HERENCIA DE MONS. ROMERO
La Pascua no es simplemente recordar el pasado. Nuestro día grande no significa mirar para atrás,
sino hacia delante: “Hoy comienza el mundo que soñamos”. Hasta hoy es el antes del XXV Aniversario.
Desde hoy comienza un nuevo compromiso por la construcción de este nuevo país, de una nueva
Centroamérica, de una nueva Latinoamérica, de un nuevo mundo con que soñó Mons. Romero y que debemos
construir todos juntos.
Me ha motivado muchísimo el constatar cómo en este querido país y en muchos otros que me ha
tocado visitar, la juventud es particularmente sensible al testimonio del Buen Pastor que dio su vida por la fe,
el amor y la justicia.
Sin lugar a dudas, Mons. Romero ofrece un perfil de santidad y compromiso para la juventud en la
construcción de un mundo más justo y más humano.
Ahí están los grandes desafíos: La inhumana pobreza que lejos de disminuir aumenta pavorosamente.
La globalización reducida solamente al aspecto económico se revela como profundamente injusta y
deshumanizante. Es muy triste que en nuestros países sean los pobres los que están sosteniendo nuestras
economías a través de remesas familiares. No es justo que lo único que podamos exportar sean inmigrantes
ilegales porque no hay fuentes de trabajo ni horizontes de esperanza para los pobres. Si bien se han
silenciado las armas de la guerra, sigue presente una cultura de la muerte que debemos vencer con una
cultura de la vida: “Hay que vencer el mal con el bien”.
Estamos llamados a hacer de la Iglesia casa y escuela de comunión. El anhelo de Mons. Romero
sigue siendo que esta nación consagrada al Divino Salvador del Mundo, pueda seguir construyéndose con
dignidad para todos en la justicia, en la verdad, en la libertad y en el amor que construye cada día la
comunión.
“Mane nobiscum Domine”: Quédate con nosotros Señor. Quédate con la fuerza de la Resurrección
que sigue haciendo de Mons. Romero una presencia motivadora de nuestro compromiso por un mundo más
humano, más cristiano, más justo y en paz.
Cardenal Oscar Andrés Rodríguez Maradiaga
Arzobispo de Tegucigalpa
San Salvador, 2 de abril de 2005