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Los derechos sociales en tiempos de crisis
Fecha de modificación: 2012-09-20
Explicando el aumento de intolerancia
¿Cómo podemos explicar estas actitudes por parte de la opinión pública española?
Hemos visto que, puesto que a menudo son los encuestados de menores niveles educativos y de ingresos los que
sostienen opiniones negativas, diversos análisis explican estas opiniones en base a la percepción de un conflicto sobre
recursos escasos. Observamos que estas percepciones vienen respaldadas por fenómenos de concentración de la
demanda de bienestar en determinados territorios. Como decía antes, en el ámbito de la salud y la educación la
concentración residencial de inmigrantes en determinados barrios conlleva sobrecargas en la demanda, particularmente
en los Centros de Atención Primaria, así como en los servicios de urgencias hospitalarias, y en los colegios públicos.
Esta concentración de la demanda puede repercutir en un relativo deterioro de las condiciones asistenciales y por tanto,
en una sensación de competencia por recursos escasos (el tiempo de atención del médico, pongamos por caso) en
contextos de por sí desfavorecidos. Según esta explicación, estas actitudes de rechazo se ven reforzadas en un período
de crisis económica como el actual, caracterizado por altísimas tasas de desempleo y por recortes presupuestarios que
afectan de manera directa a los programas de protección social.
Sin embargo, esta no es una explicación suficiente ya que también aparecen encuestados de clases medias y niveles
educativos más elevados con estas opiniones. Esto indica que otros factores también influyen.
En primer lugar, vemos que detrás de esta percepción injustificada por los datos se encuentran prejuicios y valores
ideológicos, como muestra que encuestados de mayor religiosidad y conservadurismo mantengan más a menudo
posiciones intolerantes. Se trata pues, no tanto, de la existencia objetiva de situaciones de competencia por recursos
escasos, sino más bien de la interpretación que hacen las personas con prejuicios de dichas situaciones.
Segundo, estos prejuicios no proceden única y fundamentalmente de valores y personalidades xenófobas. En gran
medida, los prejuicios de la gente son construidos y alentados por determinadas medidas políticas. Ya el estudio clásico
de Esping-Andersen mostraba que distintas políticas de bienestar implican distintos tipos de solidaridad y distintas
coaliciones de clase.
En tercer lugar, el fenómeno creciente de la reacción populista anti-inmigrante se puede asociar a la erosión de la
democracia. La creciente desafección y sentimientos de desencanto de los ciudadanos no aciertan a encontrar un
referente ideológico y político que les dote de sentido. De hecho, lo que algunos autores defienden es que las opiniones
anti-inmigrantes y populistas son de hecho construidas por los políticos populistas que son capaces de canalizar la fuerza
de la indignación (¿La política paralizada por el miedo?, Germán Cano, El País 13-05-2011). Es decir, no se trata de
que el político populista representa un grupo social pre-existente con ciertas opiniones y demandas, sino que de hecho
contribuye a constituir su propio electorado con sus discursos populista. El inmigrante es utilizado como catalizador de la
incertidumbre y de la percepción de vulnerabilidad que afecta a las sociedades post-industriales contemporáneas.
Esto supone que en un contexto de crisis económica el terreno está más que abonado para el incremento del voto a
este tipo de partidos o políticos populistas. En este contexto los argumentos de que los inmigrantes son responsables de
los principales problemas sociales (inseguridad, desempleo), abusan de los sistemas de protección social, o que
suponen una carga para el Estado de bienestar de la sociedad receptora, se convierten en un discurso con amplio eco
social. Durante elecciones municipales de mayo 2011 la utilización del discurso anti-inmigración por determinados
partidos y ¿empresarios políticos? se ha hecho particularmente visible en algunos municipios de Cataluña. En dicha
campaña electoral el tema de la inmigración cobró una fuerza inusitada, a menudo en relación con temas de delincuencia
e inseguridad, con civismo y convivencia, y con pobreza y saturación de los servicios públicos. Así, García Albiol,
candidato a alcalde de Badalona por el PP, y su homologo en Barcelona, reclamaban ¿expulsar a los inmigrantes que
han venido a nuestras ciudades a delinquir? y ¿dejarles sin ayudas sociales? (La Vanguardia 17-05-2011).
Una muestra de la utilización política de las actitudes de desconfianza hacia los inmigrantes fue la estigmatización de
los beneficiarios marroquíes del programa de RMI en Cataluña en el verano de 2011. En agosto de 2011 el Conseller de
Empresa y Ocupación de la Generalitat de Cataluña, Francesc Xavier Mena, culpa a miles de marroquíes de ¿abuso? del
sistema, afirmando que han vuelto a su país y siguen cobrando la ayuda. Como forma de actuación ante esta situación
se decide cambiar la forma de abono de la Renta Mínima de Inserción, de domiciliación bancaria a talón. Según el
presidente de la Generalitat, Artur Mas, dicha iniciativa era necesaria ya que: ¿O rompíamos el abuso en la RMI, o en
octubre no podría cobrar nadie?. La consecuencia inmediata fue que entre 6.000 y 7.000 perceptores (de los
aproximadamente 34.000 beneficiarios) no cobraron en agosto, lo que representaba un 20% del total. Con esta estrategia
el gobierno autónomo pretendió introducir severos recortes en dicho programa sin asumir un coste social y electoral
(Arriba, A. y Moreno Fuentes, F.J. 2012).
Finalmente, en el origen de estas opiniones intolerantes podemos ver el fenómeno más amplio de la devaluación de la
solidaridad social. Los Estados de bienestar se han caracterizado históricamente por una tensión intrínseca entre
defensores de un modelo más socialdemócrata y defensores de un modelo más liberal. El desarrollo histórico particular
de distintos Estados de bienestar se puede leer de acuerdo con esta pugna interna, con avances y retrocesos. Por tanto,
el riesgo para la sostenibilidad social no solo proceden de la inmigración: distintas clases y grupos sociales se
encuentran de por sí en pugna por los derechos y beneficios sociales. Por ejemplo, el fenómeno de la fuga de las clases
medias del Estado de bienestar se fundamenta en su suposición de que aportan más de lo que reciben.
Pero además, el proceso de transformación del Estado de bienestar en marcha desde los 1970s se ha traducido, no
solo en una contención del gasto, sino en una modificación de los modelos de solidaridad. Está ampliamente
documentado el proceso gradual de conversión de los regímenes socialdemócratas y corporativistas en regímenes
liberales que ha tenido lugar en Europa. Este proceso supone una clara devaluación de la solidaridad social y una
reducción de la capacidad redistributiva de los Estados de bienestar. Las prestaciones de bienestar tienden a limitarse
cada vez más a la población ‘pobre’ y a estar sujetas a estrictas condiciones de elegibilidad. Como dice Wacquant, el
derecho al bienestar (welfare) ha sido sustituido por la obligación de trabajar (workfare) , y los receptores de
prestaciones de bienestar deben cumplir ciertas reglas de conducta para probar su voluntad de trabajar.
No obstante, para entender bien este proceso debemos romper con la falsa dicotomía que opone Estado de bienestar y
mercado. Lo que existe, y ha existido siempre, es una relación de complementariedad entre el Estado de bienestar y el
mercado. El concepto de ‘régimen de bienestar’, tal como Esping-Andersen lo concibió, se refiere a una combinación
específica de actividades del Estado, mercado y sociedad civil para la cobertura de las necesidades de los ciudadanos.
De hecho, en la teoría de regímenes de bienestar cada régimen se corresponde con una configuración
económica-industrial específica, y con un tipo específico de mercado laboral y de organización de las tareas de cuidado.
La erosión del Estado de bienestar viene de la mano de la transformación del sistema económico en una economía
global que se inicia a partir de los 1970s. El sistema de Bretton Woods de la posguerra, tal y como Keynes y Harry Dexter
White lo habían concebido, se fundamentaba en dos pilares básicos: la liberalización del comercio y la regulación de los
flujos de capitales (Chomsky, 2002). Los Estados de bienestar están diseñados para funcionar dentro de estos pilares,
particularmente del dogma de la regulación financiera dentro de un capitalismo domesticado. Este sistema funcionó
durante más o menos 25 años, la época dorada del capitalismo de Estado de la posguerra, que se caracterizó por un
ritmo muy elevado de crecimiento económico. El sistema fue desmantelado en los 1970, y en los años 80 los controles
de capitales habían desaparecido prácticamente en los países ricos.
El resultado de este cambio lo estamos padeciendo en la actualidad. Claro, estos cambios radicalmente el rol de los
Estados de bienestar y no solo el contexto económico en que se mueven.
Desde esta perspectiva, Loui Wacquant entiende el Estado de bienestar contemporáneo, minimalista, liberal,
controlador, como parte de intrínseca del actual sistema económico neoliberal. Según Wacquant, este Estado de
bienestar tiene como tarea fundamental controlar y disciplinar a los pobres (a través de las estrategias complementarias
de active citizenship, workfare y prisionfare (Wacquant, 2011). Según Wacquant, este Estado es ¿fieramente
intervencionista y autoritario cuando se trata con las consecuencias destructivas de la desregulación económica para
aquellos en el extremo inferior del espectro de clases? (Wacquant, 2011: 7). Esta perspectiva encaja bastante con las
desproporcionadas medidas policiales utilizadas en nuestro país, por las autoridades de diversos ámbitos, para contener
las manifestaciones ciudadanas de descontento ante los recortes sociales.
Además, como consecuencia de la globalización y la precarización del trabajo, se transforma el rol de los ciudadanos.
En el sistema keynesiano de la posguerra clases medias y trabajadoras eran necesarias como productores y como
consumidores; ahora que el pacto keynesiano se ha roto los ciudadanos ya no son indispensables para el mercado y los
ciudadanos deben asumir un rol diferente de cara a un Estado (de bienestar) diferente. El modelo nuevo es la ciudadanía
activa, que pasa de ser entendida como un derecho a ser entendida como una obligación, y de un Estado del bienestar
(welfare) se pasa a otro del trabajo (workfare) . El ascenso de los populismos anti-inmigrante debe entenderse como
efecto de un proceso amplio transformación de la economía capitalista y de recorte del Estado de bienestar, y como
consecuencia de modificación de los ejes de lucha política. El eje de clase, donde la postura ante la redistribución cobra
un papel fundamental, queda abandonado en función de otros criterios que vienen a dar cuenta de los votos del
electorado en la actualidad (Bornschier 2007).
En resumen, es falso entender el ascenso del populismo como reacción directa del aumento de diversidad étnica en las
sociedades europeas. Se trata de una relación espuria. Lo que hay realmente detrás de estos populismos es el aumento
de la precariedad de los ciudadanos y de la percepción de riesgo social, como consecuencia de dos transformaciones
interrelacionadas. En primer lugar, la transformación de la economía capitalista en un mercado global. En segundo lugar,
la transformación sufrida por el Estado de bienestar, no tanto en términos de recorte sino de adaptación en términos de
su rol dentro de este nuevo proyecto neoliberal y las políticas de bienestar ‘liberales’. Y el aprovechamiento de estos
fenómenos por parte de empresarios políticas que buscan así recabar votos con discursos populistas.