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SOBRE LA RESPONSABILIDAD
CIVIL POR EL TERRORISMO DE ESTADO
“La memoria nos involucra a todos”1
La responsabilidad por el terrorismo
de Estado fue también de los civiles,
ya que “una sociedad debería hacerse
responsable no sólo por lo que
activamente promueve y apoya, sino
incluso por aquello que es incapaz de
evitar”, según el autor de esta nota;
para determinar el compromiso de
cada sector habría que distinguir
entre tres órdenes de culpabilidad.
Un día para la belleza de la dictadura que instauró y sistematizó el terrorismo de Estado.
“El poder periodístico aportó una conformidad que en muchos casos fue un apoyo activo”.
Por Hugo Vezzetti *
A casi quince años de la restauración democrática, es importante mantener
abiertas las preguntas por lo sucedido durante el ciclo del terrorismo de Estado
en la Argentina. E indagar cómo pudo haber pasado (la pregunta de Hanna
Arendt a la caída del nazismo) es el trabajo correlativo y necesario a ese Nunca
más que encarnó un consenso mayoritario de la sociedad en la condena de la
impunidad estatal y el terrorismo político. En ese sentido, la acción pública de
la memoria excede la denuncia de los crímenes y la demanda de verdad y
justicia en la medida en que, de cara a la sociedad, enfrenta ya no la
culpabilidad de los criminales sino las responsabilidades de la propia sociedad.
En momentos en que el debate acerca del libro Los verdugos voluntarios del
nazismo, de Goldhagen, se refiere a la experiencia histórica del nazismo, vale la
pena recordar que fue Karl Jaspers, en 1945, quien afrontó la cuestión de “la
culpabilidad alemana” en un curso dictado en la Universidad de Heilderberg. Y
a él se debe la distinción, clave para ese debate, entre la culpabilidad criminal,
la culpabilidad política y la culpabilidad moral. (K. Jaspers, La culpabilité
allemande, Paris, Minuit, 1990.)
Es claro que el caso argentino no puede ser mecánicamente identificado con el
alemán: en la Argentina el régimen dictatorial nunca tuvo un apoyo de masas
semejante al que sostuvo al totalitarismo nazi. De modo que, si es muy
importante sostener las preguntas por las responsabilidades (políticas y
morales) de la sociedad argentina frente al terrorismo de Estado, es conveniente
atender a ciertos rasgos singulares del ciclo histórico que culminó
definitivamente (es lo que todos queremos) con la última dictadura. Ante todo,
es preciso indagar las condiciones que en la propia sociedad (y eso incluye sus
instituciones, sus dirigentes, sus organizaciones y cultura políticas) hicieron
posible la instauración de tal régimen. En efecto, el corte histórico de la
inauguración democrática, la denuncia de los crímenes y el juicio público de los
principales responsables instalaron en la sociedad, junto con el rechazo de la
impunidad y el sobrecogimiento por las víctimas, algo así como una proyección
del mal: esto que rechazamos no tiene nada que ver con nosotros. Es
importante, entonces, abordar la cuestión de la “complicidad” de la sociedad,
un tema que ha sido expuesto directa y francamente por Eduardo Pavlovsky en
una nota de esta misma sección (Página/12, 24-6-99).
Es conveniente reconocer que el problema de las responsabilidades colectivas es
un problema complejo. En principio, una sociedad debería hacerse responsable
no sólo por lo que activamente promueve y apoya sino incluso por aquello que
es incapaz de evitar. Al mismo tiempo, conviene recordar que la dictadura no
fue impuesta por una fuerza de ocupación extranjera ni fue completamente
ajena a tradiciones, acciones y representaciones de la lucha política que estaban
presentes en la sociedad desde mucho antes. Es claro que hay una
responsabilidad política inexcusable en los partidos que colaboraron con sus
hombres en la implantación y sostenimiento de un régimen que, hay que
recordarlo, fue en verdad cívico-militar. Lo mismo puede decirse del papel de
los círculos del poder económico, sindical, eclesiástico, periodístico, que
aportaron una conformidad que, en muchos casos, se convirtió en un apoyo
activo al régimen.
Por otra parte, si se atiende a las condiciones de la instauración de la dictadura,
no puede dejar de reconocerse que fue promovida por una escalada de
violencia ilegal, facciosidad y exaltación antiinstitucional que involucró a un
amplio espectro de la sociedad civil y política, en la derecha tanto como en la
izquierda. No sólo el viejo partido del orden y los responsables de la violencia
paraestatal celebraron en marzo de 1976. Cualquiera que tenga edad suficiente
puede recordar que para cierto sentido común “revolucionario” (que abarcaba
bastante más que las organizaciones guerrilleras) una dictadura era preferible a
un gobierno constitucional en la medida en que ponía en claro el carácter del
enemigo, en una lucha política concebida como una escalada de guerra hacia la
toma del poder. Es claro que una buena parte de la sociedad había acompañado
con cierta conformidad pasiva el vuelco de la política hacia un escenario de
violencia que despreciaba tanto las formas institucionales de la democracia
parlamentaria como las garantías del estado de derecho. Tanto como que la
escalada de la violencia en la escena social cotidiana y las imágenes del caos (en
gran parte estimuladas por la prensa favorable al golpe) estuvieron en la base
de una suerte de “rebote” del humor colectivo de una mayoría que viró hacia la
conformidad con formas (en principio dictatoriales, de acuerdo con la
experiencia histórica) de la restauración del orden y la autoridad.
De modo que, si es cierto que una mayoría acompañó o aportó su conformidad
pasiva a las faenas de la dictadura (responsabilidad moral, diría Jaspers), no lo
es menos que entre las condiciones que hicieron eso posible estuvo esa larga y
pronunciada demolición de las formas y los valores de la democracia
institucional y la jerarquía de la ley. Es conveniente evitar, entonces, una
representación de la relación entre la sociedad y la dictadura argentinas que
considere a aquélla como una pura víctima. De allí la importancia de desplazar
el análisis desde la memoria y la denuncia de los crímenes a las condiciones que
los hicieron posibles. Pero es claro que en el plano de las responsabilidades
colectivas (políticas y morales) no se trata de igualar a todos con una apelación
genérica a la sociedad. En ella juegan instituciones y organizaciones, tradiciones
y formas de acción políticas, social, económica. Y la responsablidad mayor recae
en sectores dirigentes y núcleos de poder que tuvieron la posibilidad de actuar
de otra manera.
Ahora bien, la memoria y el juicio sobre ese pasado ominoso y sobre sus
consecuencias hacia el presente no puede separarse de la voluntad de dejarlo
definitivamente atrás. Y depende de la edificación de un consenso que sólo
excluya a los criminales, sus defensores y acólitos y a los nostálgicos del
cualquier forma de reducción de la política a la guerra. De modo que, si se trata
de juzgar moralmente condiciones que fueron generadas colectivamente (y ya
no acciones criminales), admitiendo diversos grados de responsabilidad, no es
posible eludir una consideración de las condiciones que hicieron posible,
demasiado fácil podría decirse, la quiebra final de un estado de derecho que
estaba ya gravemente debilitado. El terrorismo de Estado no cayó del cielo, y
para volver sobre él desde el ángulo de las responsabilidades sociales, parece
necesario contribuir a un trabajo de la memoria que nos involucre y sea capaz
de interrogar y eventualmente alterar certezas y valores que contribuyen a
oscurecer la recuperación pensada de ese pasado. Y en ese sentido, una
genealogía de la cultura de la violencia y de la ilegalización de las instituciones
y el Estado no puede estar ausente de una memoria y una transmisión del
pasado que busque ser eficaz en la construcción de un futuro diferente.
* Miembro del consejo editorial de la revista Punto de Vista; ex decano de la
Facultad de Psicología de la UBA.
1
Artículo publicado en Página/12, 8/7/99.