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LAURIE McBAIN
Vientos de Fortuna
2° de la Serie Dominick
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LAURIE McBAIN
Vientos de Fortuna
Chance the Winds of Fortune (1980)
2° de la Serie Dominick
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ARGUMENTO:
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La fortuna parecÃa sonreÃr a Dante Leighton, capitán y propietario del Dragón del Mar,
aquel noble caballero convertido en pirata. Desde la costa Atlántica de los Estados Unidos hasta
la Isla de Trinidad no habÃa navÃo ni mujer que se le resistiera. Pero, en su incansable búsqueda
de tesoros habÃa uno, el más preciado, que no habÃa podido conseguir: el amor.
Una emocionante y peligrosa aventura, cuyo objetivo se encontraba en lo más profundo del
corazón de una mujer: Lady Rhea Claire Dominick. Un tesoro de incalculable valor, más allá
de toda riqueza material. El único que podÃa dar sentido a su vida y conocer la felicidad.
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SOBRE LA AUTORA:
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Laurie McBain (15 de octubre de 1949) es una escritora de novelas románticas históricas,
publicó siete novelas entre los años 1975 y 1985.
Ella siempre fue una apasionada del arte y la historia, y su padre la alentó y le ayudó a escribir
su primera novela histórica. A los veintiséis años, Laurie se convirtió en un fenómeno
editorial con su primera novela histórica.
Sus primeras novelas, "Devil's Desire" y "Moonstruck Madness" vendieron cada uno más de
un millón de copias. Ella fue una de las pioneras del estilo de nuevo romance con Kathleen
Woodiwiss.
Pero, después de la muerte de su padre, decidió retirarse del mundo de la edición en 1985,
con sólo siete novelas escritas, aunque igual se ha llegado a convertir en todo un fenómeno y
un ejemplo a seguir dentro de la Novela Romántica.
CAPÕTULO 01
Â
Entonces, no me regañes, conciencia mÃa, estoy
dispuesto para lo que decida la Suerte.
Dante.
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Indias Occidentales
Primavera, 1769.
Al salir de la Boca de la Serpiente, el estrecho entre el continente sudamericano y Trinidad, los
vientos alisios llenaban las velas del Dragón del Mar. Era un bergantÃn construido en Boston en
Charles Town, en las Carolinas, y habÃa actuado como corsario inglés durante la Guerra de los
Siete Años. Muchos mercaderes franceses, conocÃan, para su desgracia, el figurón de proa del
dragón rojo sonriente con la cola dorada y las escamas, y la lengua que parecÃa burlarse de sus
frenéticos esfuerzos cuando el veloz bergantÃn atacaba sus barcos de carga de movimiento
más lento. Las intenciones del Dragón del Mar nunca dejaban lugar a dudas cuando disparaba
contra sus velas, sembrando la destrucción. La formidable reputación del Dragón del Mar, rara
vez fracasaba al capturar un barco o una carga ya que su prestigio generalmente lo precedÃa, y
muchos mercaderes bajaban sus colores y se rendÃan sin siquiera responder con un disparo.
Cuando las principales potencias europeas firmaron el Tratado de ParÃs, en mil setecientos
sesenta y tres, el Dragón del Mar siguió un curso de acción más privado, y, volviendo a las
cálidas aguas del Caribe, pronto se convirtió en el enemigo de su viejo aliado. Ahora las fragatas
y otras embarcaciones británicas enfrentaban al sonriente dragón o, como sucedÃa con
demasiada frecuencia para que pudieran vivir en paz, veÃan desaparecer sus velas en algún
pantano aparentemente impenetrable, sólo para verlo reaparecer semanas después
inocentemente anclado en Charles Town. El Dragón del Mar era un barco contrabandista;
entraba en las bahÃas secretas en las costas salvajes de las Carolinas donde dejaba su valiosa
carga de azúcar y melaza de las Indias Occidentales.
El Dragón del Mar habÃa navegado contra el viento muchas veces, pero hasta el momento lo
habÃa acompañado la buena suerte y nunca habÃa caÃdo en lo que para la gente más timorata
de a bordo era la destrucción segura. Ahora navegaba con viento a favor a través de las
pantanosas aguas del golfo de Paria, y sus velas se hinchaban al recibir los vientos del este. Iba
ligero, con la bodega a medio llenar, en su viaje de retorno después de su última hazaña...
la búsqueda de un tesoro hundido.
De pie en cubierta, Dante Leighton, capitán y propietario del Dragón del Mar miraba a
estribor donde se encontraba la isla española de Trinidad. Con escasa población desde que sus
plantaciones de cacao fueran abandonadas años antes, ahora estaba cubierta por bosques de
árboles de hojas perennes hasta las laderas de las montañas cuyas alturas se veÃan envueltas
en nubes. De este lado de la isla, la lÃnea de la costa era pantanosa y presentaba un aspecto poco
hospitalario para el viajero fatigado. Pero a babor habÃa zonas estrechas de playas bordeadas de
palmeras, donde las laderas, más arriba, estaban cubiertas por bosques tropicales. Allà echó
anclas el Dragón del Mar, y su capitán bajó a la costa para buscar restos de una casa de la
plantación abandonada. Entre las ruinas llenas de malezas, que la jungla habÃa reclamado como
propias, Dante Leighton abrió un sendero en la construcción interna donde en otra época
habÃa un patio. Con su daga levantó una losa del suelo y retiró de allà una caja fuerte, con la
cerradura todavÃa intacta. Nuevamente a bordo del Dragón del Mar abrió la caja, rodeado por
la mayor parte de su tripulación, y apareció una pequeña pila de documentos. Como su
conocimiento del español era limitado, Dante inspeccionó cada documento cuidadosamente,
sin prisa, a pesar de la creciente impaciencia de sus hombres. Pero finalmente un fuerte grito se
elevó de la tripulación cuando sacó algo que obviamente era un mapa, con una X claramente
discernible para los voraces cazadores de fortuna.
La X marcaba el lugar donde se habÃa hundido un galeón español, cerca del estrecho de
Florida, a principios del siglo dieciocho. Una serie de barcos mercantes muy vigilados, cargados
con arcones llenos de monedas de oro plata recién acuñadas en la ciudad de México, iban
hacia Madrid desde La Habana, cuando fueron alcanzados por un huracán y se hundieron. Todos
los marineros que navegaban desde hacÃa mucho tiempo en las Indias Occidentes, conocÃan
esta historia de los barcos españoles hundidos con sus tesoros, y muchÃsimas otras. Sin
embargo, muy pocos habÃan llegado a oÃr el tintineo de las monedas en sus bolsillos.
Dante Leighton conocÃa casi todas las historias, y hasta habÃa perseguido alguno de los mitos
que flotaban alrededor de los mares del Caribe. Pero hasta ahora nunca habÃa creÃdo realmente
en ellos; nunca habÃa sentido la esperanza que sentÃa ahora. Al contemplar el mapa del tesoro
que tenÃa firmemente en la mano, experimentó la excitación de un viejo sueño, nunca
olvidado.
Al mirar a babor, Dante veÃa pasar la costa montañosa de Venezuela, mientras el Dragón
del Mar, seguÃa avanzando hacia estribor. La mirada de Dante pasó a las intrincadas cuerdas y
mástiles sobre su cabeza, donde todos los hombres se ocupaban de las velas al cambiar el
viento. Las velas mayores también se desplegaban mientras el Dragón del Mar se inclinaba
ligeramente al aumentar la velocidad.
—¡Un poco más alto, contramaestre! —ordenó Dante, y su voz se mezcló con el viento
y el ruido del velamen. —No tanto —advirtió después, mirando las velas. —Manténgalas
asÃ, señor Clarke.
—¡Capitán, señor! —gritó una voz aguda contra el viento. —Aquà está su café. El
señor Kirby me envÃa a traérselo, señor —informó Conny Brady, el joven camarero de no
más de once años, mientras trataba de afirmar las piernas y mantenerse derecho sin derramar
el café del capitán.
—Gracias, Conny —replicó distraÃdamente Dante, con su atención puesta en la proa del
Dragón del Mar, en sus velas y en el distante promontorio de tierra que se elevaba en su curso.
Bebió un trago del café hirviente y sonrió internamente, porque era fuerte y más negro que
el demonio, como sólo Houston Kirby, el camarero y hombre orquesta del barco, podÃa
prepararlo. Dante respiró profundamente y saboreó la espuma salada que el viento arrojaba
contra él. Se sentÃa en paz mientras el Dragón del Mar avanzaba hacia alta mar, con los
mástiles crujiendo suavemente mientras las velas se hinchaban en toda su extensión al
inclinarse levemente la cubierta.
—Capitán, señor. —Era Conny que interrumpÃa las meditaciones de Dante, y se atrevÃa
a tirarle de la manga al capitán mientras trataba impacientemente de capturar toda la atención
de Leighton. —Capitán, señor, ¿cree usted que realmente encontraremos el tesoro
español hundido? Longacres dice que cada una de nuestras partes podrÃa consistir en miles de
piezas de ocho. EnriquecerÃa al mismo rey Jorge. ¿Es verdad, capitán, señor? —preguntó
Conny esperanzadamente, con sus grandes ojos azules bajo los rebeldes rizos de color negro
carbón que le daban un aspecto demasiado inocente para la vida que habÃa experimentado en
el mar desde que subiera a bordo como esclavo a la edad de siete años. Era miembro de la
tripulación del Dragón del Mar desde hacÃa tres años, y Dante nunca dejaba de asombrarse
de la comprensión del muchacho de los muchos estados del mar. Y no podÃa desaprobar el
conocimiento de Conny del modo de vida de los marineros... especialmente cuando estaban en
el puerto.
—Me gustarÃa que pudiera usted contestar al muchacho, capitán. Yo mismo me sentirÃa
muy aliviado si supiera que tendré los bolsillos llenos de los doblones españoles
TranquilizarÃa mi mente, sin mencionar a mis acreedores —comentó irónicamente Alastair
Marlowe, el sobrecargo a bordo del Dragón del Mar. Aunque podrÃa haber llamado al capitán
por su nombre, siempre preferÃa demostrarle el respeto que le debÃa como amo de un barco.
Dante Leighton miró primero al camarero de ojos redondos y luego al sobrecargo, pensando,
divertido, qué otras historias fantásticas habrÃa estado contando ese viejo pirata Longacres,
el timonel del barco, desde que partieran con el mapa del tesoro.
—Es un hombre de mala reputación por sus actos más sangrientos de piraterÃa en alta mar
—agregó Alastair con una breve sonrisa, interpretando correctamente los pensamientos del
capitán y su expresión irritada. —A veces pienso que hasta lo creo —admitió, causando una
expresión de asombro en el rostro de Dante.
—Es usted el hombre más sensato que conozco. Por eso es sobrecargo del Dragón del Mar
—respondió secamente Dante, contemplando al joven que, entre la tripulación, tenÃa la
reputación de ser mucho más serio y honesto de lo que convenÃa. Dante sabÃa que aún no
tenÃa treinta años, pero que por momentos parecÃa un hombre mucho más sabio y mayor de
lo que era. Era un hombre tranquilo, que rara vez compartÃa con otros sus pensamientos más
profundos, pero Dante sabÃa que cuando estaba de humor era capaz de imitar a cualquier
marinero de a bordo con extraordinaria habilidad, sin mencionar a los dignatarios y a los
miembros de la realeza, ninguno de los cuales podÃa tolerar demasiado bien esta vena suya.
—Creo que tú nunca has estado en deuda, Alastair —comentó Dante mientras miraba a
su sobrecargo, cuya conducta circunspecta le provocaba ciertas dudas.
Alastair sonrió un poco maliciosamente, y parecÃa algo avergonzado de lo que estaba por
admitir.
—Bien, en una época lo hice, creo que me convertà en un pillo de ciudad. Me asocié con
jóvenes de mala reputación en Londres, y mi familia se desesperaba porque yo no me convertÃa en una persona respetable —declaró. —Supongo que no les apenó que yo hiciera un
contrato con usted.
Por supuesto, si me vieran ahora —agregó con una risita sacudiendo la cabeza, —me
desheredarÃan por completo, porque son personas muy decentes.
Dante lo miró con dureza, pensando, como siempre, que era excesivamente modesto. Si
realmente tenÃa un vicio, es que se daba poca importancia, porque no le gustaba alardear de sus
propios méritos. Y, si existÃa un hombre en quien Dante podÃa contar totalmente, ese hombre
era Alastair Marlowe.
Bajo la atenta mirada Alastair Marlowe comenzó a sentirse incómodo. Se preguntaba qué
pensarÃa el capitán. Alastair pasó una mano impaciente por sus rizos de color castaño claro,
dorados por el sol, porque aunque hacÃa casi nueve años que conocÃa a Dante Leighton, no
comprendÃa mejor a este hombre que aquel dÃa en que lo habÃa rescatado de su exigente
pandilla. Aunque era un caballero inglés, o al menos eso pensaba en 1761, no estaba libre de
la Marina Real cuando se dio la orden de llenar los barcos con hombres capaces... lo desearan o
no. Y realmente él no fue reclutado por su propia voluntad. Alastair aún sentÃa la peligrosidad
de su vida, que lo habÃa hecho caer de rodillas en la alcantarilla, con sus finas medias de seda
rotas y sus pantalones de raso manchados de barro. Aún recordaba su sorpresa y su pánico
mientras trataba de ponerse de pie, balanceándose como un marinero borracho y tomándose
con las dos manos la dolorida cabeza, sólo para volver a recibir otro golpe de un brazo
musculoso. OÃa la risa cruel de la pandilla a su alrededor mientras lo llevaban por las callejuelas
empedradas de Portsmouth como un cordero al sacrificio.
Se preguntó si hoy estarÃa vivo, si el Dragón del Mar no hubiera anclado casualmente en
Portsmouth ese mismo dÃa, y si Dante Leighton no hubiera dispersado a la pandilla como si fuera
el demonio mismo. Algo mareado por los golpes recibidos, Alastair recordaba que parpadeaba
rápidamente para tratar de centrar la vista en la alta figura que tenÃa ante sÃ. Bajo una antorcha
que sostenÃa uno de los marineros, la figura oscura de Dante, envuelta en una capa, parecÃa
algo casi sobrenatural, especialmente
Cuando una ligera llovizna comenzó a caer y de la antorcha comenzó a salir un humo que
los fue rodeando. En la mente confusa de Alastair los acontecimientos que siguieron parecÃan
una escena tomada del infierno, con el resplandor de las espadas y la fuerte explosión de un
disparo de pistola, el olor a sulfuro que quedó aún después que se fue el humo. A la sombra
de Dante Leighton otra figura surgió con una pistola preparada en la mano izquierda.
Esta aparición era Houston Kirby, un extraño hombrecito que Alastair pronto llegarÃa a
conocer.
—¿Bien, caballeros? —preguntó la voz profunda y divertida de Dante Leighton a los
miembros de la pandilla, que ahora ya no parecÃan amenazantes, frente a la figura envuelta en
una capa que los enfrentaba —¿Qué preferÃs que vuestro capitán se quede con un hombre
menos? —preguntó, indicando primero a Alastair con sus ojos muy abiertos, y continuando
con una sonrisa maligna, —¿o que nunca volváis a ver a vuestros hombres?
Alastair, hasta ese dÃa, jamás habÃa olvidado el duro brillo en los ojos del jefe de la pandilla
que levantó su brazo frente a él.
—Sólo cumplimos con nuestro deber, milord. —Su forma de dirigirse a Dante Leighton era
despreciativa, pero no se imaginaba qué exacta era su descripción.
Luego, con un gesto burlón, hizo una señal para que liberaran al prisionero. Ahora Alastair
podÃa sonreÃr pensando en el odio con que se llevó a cabo la orden, privándolo del privilegio
de denunciar su enojo y su insulto ante la Marina de Su Majestad. Mientras se tambaleaba, y la
lluvia caÃa sobre su cara, finalmente encontró los ojos de color gris pálido de su salvador, pero
en lugar de sentirse más seguro, la expresión de sus luminosas profundidades, lo hizo temblar
anticipando lo que vendrÃa. HabÃa un cierto salvajismo en aquellos ojos de pestañas oscuras,
algo fuera de lo común que le hizo desear estar nuevamente con su familia en la propiedad
cerca de Portsmouth. AllÃ, como hijo menor, sin tÃtulo, sin posibilidades de heredar, sólo debÃa
preocuparse de si tendrÃa que comprar o no una comisión en la caballerÃa o incorporarse al
ministerio. Cualquiera de las dos opciones habrÃa sido aceptable para su familia. SabÃa que
mientras no tuvieran que pagar sus cuentas, no les importaba lo que pudiera sucederle.
Eso es todo lo que recordaba de su primer encuentro con Dante Leighton, porque unos
momentos después se habÃa desmayado, algo que nunca le habÃa sucedido antes. Cuando
volvió en sà a bordo del Dragón del Mar el suave movimiento que lo acunaba le daba una
sensación de seguridad, hasta que se dio cuenta de dónde estaba. Pero sus temores no tenÃan
fundamento, porque Houston Kirby, de malhumor pero solÃcito, que le habÃa vendado la
cabeza, le dio caldo caliente, y lo ayudó a ponerse los pantalones limpios y la chaqueta, y luego
le advirtió que no debÃa tratar de moverse por el barco hasta estar seguro de que no se
marearÃa. La familiaridad del camarero recordaba a Alastair a la de muchos sirvientes de
confianza que habÃan estado con su familia desde antes de su nacimiento.
—Pero... ¿dónde estoy? —recordó Alastair, haciendo la pregunta con falsa valentÃa.
—¿Qué me sucederá? ¿Dónde está el hombre que me salvó? —TodavÃa le daba
vergüenza recordar cómo habÃa balbuceado a causa del miedo.
El pequeño camarero interrumpió su trabajo y le respondió pacientemente.
—Bien, escúcheme, joven señor. No tiene por qué temer al capitán ni a nadie a bordo
del Dragón del Mar a menos que desee meterse en lo que no le importa. Al capitán Leighton
no le gusta que lo decepcionen —le advirtió. —El señor no necesitaba asumir la
responsabilidad de usted. PodrÃa haberlo dejado en Portsmouth para que lo atrapara otra
pandilla.
—¿El señor? ¿Es un señor con tÃtulo? —Alastair recordaba su sorpresa al manifestar
su desconfianza. Porque el hombre que habÃa logrado contener a la pandilla no era un caballero
ocioso.
—SÃ, es un caballero, y no lo dude, joven señor —fue la breve respuesta de Houston Kirby
a los comentarios de Alastair. —Aunque hay algunos que cuestionan el hecho de que sea un
caballero —continuó Kirby, con un tono de voz que no dejaba dudas de lo que pensaba sobre
los detractores de su capitán. —Pero no le gustan mucho las ceremonias, excepto cuando se
trata de partir con el barco, entonces él es el capitán, y ningún otro. Hay que hacer lo que
él manda, y entonces no hay problemas.
Alastair prestó atención al consejo de Houston Kirby nunca se lamentó de los resultados.
Después de casi una hora de conversación con el enigmático hombre llamado Dante
Leighton, en la que sintió que habÃa desnudado su alma ante él, le pidieron que se
incorporara a la tripulación del Dragón del Mar. Alastair seguÃa jurando que el capitán le
habÃa guiñado un ojo al preguntarle si alguna vez habÃa pensado en salir al mar...
voluntariamente, por supuesto, y agregó que como el Dragón del Mar tenÃa escasez de
hombres, vendrÃa bien que lo hiciera. Con esto terminó la conversación, y la cabeza de Alastair
daba vueltas y no sólo por los golpes recibidos. No se sintió mejor cuando el capitán le
informó distraÃdamente que el Dragón del Mar partirÃa el fin de semana. No fue una decisión
fácil y Alastair aún sentÃa la tristeza de estar en la cubierta posterior contemplando las costas
familiares de Inglaterra que se esfumaban a medida que el bergantÃn armado, impulsado por la
brisa de la costa, salÃa del canal de l Mancha hacia lo que en ese momento él pensaba que
serÃa un futuro incierto. Pero, en ese momento, no conocÃa muy bien a Dante Leighton.
Alastair sintió que alguien le tiraba de la manga y miró hacia abajo, entrecerrando los ojos
para borrar el pasado mientras miraba el joven rostro de Conny Brady. Los ojos del camarero
eran anchos y azules como el mar.
—¿S� —preguntó Alastair, momentáneamente confundido por el penetrante calor del
sol de las Indias Occidentales que lo castigaba en lugar de la frÃa llovizna de ese invierno ocho
años antes en Portsmouth.
—El capitán me pide que le diga, señor Marlowe, que encontró el mapa del tesoro —dijo
lentamente Conny, como si se lo estuviera explicando a alguien muy estúpido. —Es decir,
señor Marlowe, ha encontrado la clave del mapa.
Alastair se sonrojó ligeramente, preguntándose si el capitán habrÃa percibido su temporal
falta de atención.
—Fue en un partido de naipes en Saint Eustatius. Estaba el capitán, el Holandés, creo
—dijo Alastair, tratando de recordar los rostros reunidos alrededor de la gran mesa aquella
noche. —Estaba Bertie Mackay, con seguridad, y un plantador de Barbados. Pero el capitán
obtuvo el documento del marinero dinamarqués. El capitán tuvo suerte, y el dinamarqués
no, de modo que el dinamarqués entregó este trozo de pergamino amarillo al capitán.
—Para pagar su deuda de juego, ¿verdad, señor Marlowe? —interrumpió Conny, con
sus ojos brillantes ante la idea del capitán sentado a la mesa de juego, ganando la partida.
—SÃ, aunque no se cifraban demasiadas esperanzas en él —continuó secamente
Alastair. —Muchos caballeros han recibido mapas de tesoros falsos, de manera que saben que
pueden ser engañados. Pero para sorpresa de los otros jugadores, el capitán, después de
mirar el mapa, lo aceptó como pago si ganaba, y ganó —concluyó, como si nunca se le
hubiera ocurrido que el capitán podÃa perder.
—¿Qué estaba escrito en el pergamino, señor Marlowe? —preguntó Conny y esperó
sin aliento la respuesta del sobrecargo.
—Era la última voluntad y testamento de algún corsario español. HabÃa sido miembro
de la tripulación en uno de esos galeones que se hundieron con el huracán en los estrechos. De
alguna manera logró sobrevivir cuando se hundió su barco. En realidad, fue uno de los pocos
supervivientes, y la circunstancia le pareció buena para no volver a España, con su esposa y su
familia. De manera que desertó en la flota y se quedó aquà en las Indias.
—¿Y? —dijo Conny, insistiendo para que Alastair se apresurara.
—Y como recordaba el lugar donde se habÃa hundido el galeón, decidió dar buen uso a
parte de ese oro, y durante todos estos años fue robándolo. TenÃa un tesoro escondido en el
mar al que recurrió durante un cuarto de siglo. Pero, como la mayor parte de los hombres
culpables, su conciencia lo atribuló en su lecho de muerte y deseó ser perdonado por sus
pecados. Cuando desnudó su alma, reveló la ubicación de la caja fuerte con el mapa del barco
con el tesoro hundido.
—¡Caramba! Qué tipo peligroso. —Conny silbó entre dientes. —¿Crees que
encontró el oro bajo los huesos de sus viejos compañeros? —preguntó, mientras su mente
se aferraba a los aspectos más siniestros de la historia. —Pero, señor Marlowe, si ese otro
capitán lo tenÃa, ¿cómo llegó nuestro capitán a encontrar el mapa? ¿Cómo no lo
encontró antes el marinero?
—Por lo que dijo el capitán —explicó Alastair, para tranquilizar las ansiedades del joven
Conny, —el danés acababa de encontrar ese testamento. El español era el finado era el
padre de su esposa, y ella habÃa mantenido oculto el testamento durante muchos años a causa
de la desgracia de la perfidia de su padre, y del humillante descubrimiento de que ella misma era
hija ilegÃtima. A través de los años el español se habÃa convertido en un plantador muy
respetable, y la hija no querÃa manchar el buen nombre de la familia, ni el suyo mismo.
Conny frunció el ceño pensativamente.
—¿Por qué se arriesgarÃa el capitán danés a perder semejante cosa, señor
Marlowe? —preguntó, desconcertado ante una ocurrencia tan increÃble. —Yo con seguridad
lo habrÃa hecho encerrar.
—Cuando uno adquiere la fiebre del juego, nunca piensa que perderá —explicó Alastair.
—Además, tal vez el danés pensaba que no era más que un sueño. Probablemente piensa
que el capitán es muy tonto por aceptarlo. No lo pensará dos veces, Conny —aseguró
Alastair. —Esos marineros siempre parecen tener los monederos bien llenos. El hace su fortuna
de esa manera.
—No son barcos muy bonitos, señor Marlowe —dijo Conny en voz baja, entrecerrando sus
ojos azules al recordar su viaje como marinero en la costa de Õfrica. —Los marineros son gente
mala, señor Marlowe. Muy mala —murmuró como si oyera los ecos de los esclavos
encadenados que gemÃan en su agonÃa en las cubiertas inferiores.
—Lo sé, Conny —respondió extrañamente Alastair, sabiendo que nada podÃa hacer
para ayudar a este muchacho, que habÃa visto cosas que superaban sus propias experiencias.
—Espero que los españoles no tengan gustos muy caros —dijo, demostrando exagerada
preocupación. —Espero que haya dejado algunos doblones españoles para que los gastemos
nosotros...
—SÃ, señor Marlowe —asintió rápidamente Conny, mientras su rostro se iluminaba ante
la idea de ese tesoro hundido. —Ahora es nuestro.
Alastair miró a Dante Leighton, que se inclinaba negligentemente contra la barandilla, sin
revelar sus pensamientos, mirando hacia el este, con sus ojos grises entrecerrados por el cegador
resplandor del agua. Alastair pensaba que el capitán no habÃa cambiado mucho en esos años,
al menos fÃsicamente, porque sus cabellos de color castaño oscuro estaban aclarados por el
sol, no por la edad, y seguÃa usando la misma medida de pantalones que usaba nueve años
atrás. Era un hombre notablemente apuesto, de rasgos clásicos, casi perfectos, pero con una
fuerza y una dureza interiores que daban su carácter al rostro bronceado. Dante Leighton era el
tipo de hombre que las damas encontraban fascinante e irresistible, pensó Alastair, con un
suspiro. DebÃa admitir que su propio rostro no tenÃa nada de notable y que, más bien, habÃa
que aceptar que era feo.
Alastair siguió la mirada del capitán, preguntándose qué veÃa más allá de los azules y
los verdes brillantes del cielo y el mar Caribe. Dante Leighton era un hombre que habÃa vivido
muchas cosas, y Alastair sabÃa que hasta que el capitán resolviera el problema que lo perseguÃa, jamás encontrarÃa la paz. Ya estaba nuevamente en el Dragón del Mar, con la caja fuerte en
sus rodillas, pero su rostro no reflejaba excitación ni placer por el hallazgo. Sólo la misma dura
determinación de siempre. A través de los años, Alastair habÃa llegado a conocer algo del
pasado de Dante Leighton y sabÃa qué clase de hombre era, de manera que creÃa saber qué
harÃa el capitán con su parte del tesoro. Y se necesitarÃa una fortuna para vengar la ofensa que
Le habÃan inferido y otra para salvarlo de la cárcel si llevaba a cabo su venganza.
Alastair suspiró, preguntándose qué pesares le esperarÃan al recibir su parte. Sonrió
ligeramente mientras se entregaba a la dulce seducción de sus propias ensoñaciones. LOS
brillantes colores escarlata y naranja del atardecer ce las Indias Occidentales, se esfumaron y
fueron reemplazados por un cielo de color gris pálido, como el de una tarde nublada en
Inglaterra. La lluvia frÃa caÃa por las ramas desnudas de un viejo roble, y a lo lejos... Alastair
sacudió a cabeza, alejando estas tonterÃas, porque aún tenÃan que encontrar ese barco del
tesoro, y ya estaba gastando su parte creando problemas a Dante Leighton.
No, la primera obligación del dÃa era mantener henchidas las velas del Dragón del Mar. Una
vez que llegaran al Estrecho de Florida decidirÃan sobre el tesoro, siempre que por supuesto, no
avistaran barcos de Su Majestad... u otros barcos enemigos. La Marina de Su Majestad se habÃa
puesto muy peligrosa últimamente, murmuró Alastair que no tenÃa buenos recuerdos de la
Marina Real. Una profunda preocupación arrugó su frente al pensar en el creciente número
de hombres de guerra británicos que ahora patrullaban las costas imponiendo celosamente las
Leyes de Comercio. Le parecÃa que en cuanto el Dragón del Mar echara anclas, algún oficial de
la Aduana subirÃa a bordo, recorrerÃa el barco de proa a popa, creando molestias hasta que el
olor desagradable del alquitrán caliente lo enviara a la seguridad de la Aduana. No porque
pudieran encontrar al Dragón del Mar con la bodega llena de contrabando, pensaba Alastair,
orgulloso de los antecedentes sin mancha de la nave. Y aun si sucediera lo imperdonable, y
encontraran una carga prohibida, el Dragón del Mar, tenÃa poderosos amigos en la Corte.
Guiñando los ojos por el sol, Alastair examinó el horizonte distante, deseando
ardientemente no avistar otra vela hasta haber anclado en Charles Town. En particular no
deseaba ver al Portcullis, un elegante velero de la flota de Su Majestad, al mando del capitán sir
Morgan Lloyd. Alastair pensaba que el galés siempre estaba allÃ, esperando para atrapar al
Dragón del Mar con la bodega llena de contrabando. SÃ, pero eso era lo que deseaba el capitán
Morgan Lloyd, pensó Alastair con una agria sonrisa de satisfacción, porque el Dragón del Mar
habÃa logrado esquivar al Portcullis en muchas ocasiones como para que se lo considerara una
presa fácil. Y sin embargo, a pesar de que estaban en lados distintos de la ley, no parecÃa haber
una verdadera enemistad entre los dos capitanes. Aparentemente, se tenÃan un respeto mutuo
por sus capacidades y se comportaban como si todo fuera un juego de ajedrez, y sus respectivos
barcos fueran las damas. Si no hubiera conocido bien a Dante Leighton, habrÃa dicho que la
tripulación del Dragón del Mar no era más que un peón en la partida, pero sabÃa que al
capitán le importaban sus hombres y su barco. TenÃa prácticamente la misma tripulación que
ocho años atrás. HabÃa incorporado algunos hombres nuevos a través de los años, pero en
su mayorÃa eran los mismos rostros que habÃa visto a bordo del Dragón del Mar la primera vez
que habÃa subido a cubierta de ese barco. Estaba Longacres, que sabÃa muchas historias de
piratas y del mar; Cobbs, nacido y criado en Norfolk; MacDonald, el escocés que fabricaba las
velas, con su bigote rubio y rizado y su pipa de barro; Trevelawny, el carpintero de Cornwall con
su rostro duro, que conocÃa cada plancha de madera y cada viga del casco del Dragón del Mar;
Clarke, un caballero con estilo propio de Antigua; y Seumus Fitzsimmons, contramaestre, nacido
en Boston, con simpatÃas revolucionarias y una manera irlandesa de hacer discursos elocuentes
e inflamados. Alastair sonrió al pensar en Houston Kirby, que nunca se apartaba de su capitán;
en Conny Brady, el muchacho camarero, que seguramente algún dÃa serÃa un buen capitán, y
en Jamaica, el gato del barco, que el capitán habÃa recogido, medio muerto de hambre, en Port
Royal hacÃa más de cinco años.
No, el Dragón del Mar tenÃa una buena tripulación, y si el capitán sir Morgan Lloyd estaba
decidido a enfrentarse con él, le resultarÃa difÃcil. Alastair podÃa jurarlo. Y si se enfrentaba
con el Portcullis el galés se irÃa al fondo.
"Bien, no tiene sentido preocuparse", decidió Alastair, llevando sus pensamientos al asunto
más urgente de cómo calmar las protestas de su estómago cuando aún faltaba una hora para
la cena. Se protegió los ojos con la mano mientras veÃa descender el sol color carmesà en el
oeste.
Sus ojos percibieron un cierto movimiento en el cielo que oscurecÃa cuando una bandada de
aves color escarlata voló hacia el sur buscando un lugar para pasar la noche. Sus anchas alas
reflejaron el fuego del atardecer y dejaron maravillado a Alastair cuando aparecieron como un
incendio en el cielo. Las llamas pasaron frente al sol, en toda su gloria, y se hundieron en el mar,
dejando una serenidad maravillosa. Pero Alastair sabÃa que no debÃa dejarse engañar, porque
por el este llegaba una tormenta, cuya negrura se mezclaba con la de la noche. SÃ, tendrÃan
tiempo malo, pensó, haciendo una mueca inconsciente al sentir los vientos más frescos.
Alec MacDonald intentaba encender su pipa. Finalmente mientras una delgada columna de
humo aromática ascendÃa de la pipa, MacDonald se inclinó contra el mástil mayor, mirando
con orgullo las velas, cuidadosamente zurcidas y remendadas por sus manos callosas.
—El capitán tiene buena mano para el timón —comentó Cobbs, mirando hacia ese lado,
donde se encontraba Dante Leighton. Le gusta tener el barco en sus manos. Como si fuera una
hermosa mujer. No hay nada mejor que un barco y una mujer. Son lo más hermoso que puede
mirar m nombre; pero los dos pueden lograr ponerlo de rodillas
—Ah, muchacho, tienes que respetar mucho a ambos —asintió MacDonald.
—Estaba pensando en esa hermosa viuda de Charles Town que ocupó el tiempo del capitán
la última vez me estuvimos en el puerto —dijo Seumus Fitzsimmons. Estaba arreglando un par
de pantalones muy gastados, y puntadas descuidadas provocaban una expresión de disgusto en
el rostro de Alee MacDonald, quien pensaba que esas puntadas se soltarÃan en el momento
menos oportuno.
—Esa viuda, Fitzsimmons —interrumpió Barnaby Clarke, reuniéndose con sus
compañeros, ahora que el capitán habÃa tomado el timón, —es una joven de muy buena
familia y debe ser mencionada con el debido respeto. Es una lástima que haya quedado viuda
tan joven.
...
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salondlakmicica
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 Helen R. Myers - Los Secretos Del Pasado.pdf (635 KB)
 Helen R. Myers - Siguiendo Tus Pasos.pdf (606 KB)
 Helen R. Myers - Un Extraño En La Noche.pdf (647 KB)
 Jeneth Murrey - Dulce sacrificio.pdf (419 KB)
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