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¿Qué es la justicia?
(Textos tomados de la Enciclopedia GER, disponible en internet1)
- La justicia desde la filosofia por Bernardino Montejano
- La justicia desde la filosofía del derecho por L. Recaséns Siches
- La justicia social 1 por L. Recaséns Siches
- La justicia social 2, estudio general por Antonio Millán Puelles
La justicia desde la filosofía
(BERNARDINO MONTEJANO)
1. Concepto. El estudio de la j. desde el punto de vista filosófico corresponde a la Ética (v.) o
Filosofía moral. La j. es una virtud cardinal, que reside en la voluntad, mediante la cual
somos inclinados a dar a cada uno lo suyo; sea lo suyo individual, lo suyo de la sociedad o lo
suyo de los individuos como miembros de la sociedad. Esta definición requiere algunas
aclaraciones para su mejor comprensión.
La j. es una virtud y «lo propio de toda virtud y hábito es ser una disposición que inclina
de un modo firme y permanente a sus actos» (T. Urdanoz, o. c. en bibl. 246). Como una
golondrina no hace verano, un acto aislado de j. no da la virtud de la j. al sujeto actuante,
porque toda virtud requiere habitualidad, la que implica una disposición constante y firme,
«constante y perpetua» según la antigua definición de la j., de dar a cada uno lo suyo, o sea,
su derecho, objeto específico de la virtud que estudiamos. Por esta razón no hemos incluido
en la definición propuesta las notas de habitualidad, constancia y perpetuidad, para evitar la
redundancia, por encontrarse ya comprendidas en la noción de virtud (v.). Y toda virtud se
adquiere por repetición de actos, que van creando en el sujeto esa disposición constante y
firme.
La j. es una virtud cardinal, es decir, principal, porque es uno de los ejes alrededor de los
cuales gira toda nuestra vida moral.
Es una virtud que reside en la voluntad (v.), o sea, en el apetito racional, pues, como
escribía S. Tomás, «no se nos llama justos porque conozcamos algo rectamente... llámasenos
justos por el hecho de que obremos algo rectamente» (Sum. Th. 2-2 q58 a4). Por eso es
necesario que la j. se encuentre en una facultad apetitiva y como no puede radicar en el
apetito sensitivo (irascible o concupiscible), radica en el apetito racional o voluntad. Y es así
porque sólo la razón puede captar «el bien exterior que consiste en la proporción y el orden a
otros» (T. Urdanoz, o. c. 255).
Finalmente, es una virtud que nos inclina a dar a cada uno lo suyo, lo que le pertenece.
Característica propia de la j. entre las virtudes cardinales es el predominio de la objetividad.
Por eso escribe Pieper que «es la capacidad de vivir la verdad con el prójimo» (J. Pieper, La
prudencia, o. c. en bibl. 28), subrayando así la nota de alteridad. Y hemos agregado a la
definición que lo suyo, que siempre es determinado por la ley (v.) natural o positiva, puede
ser debido a otro individualmente, a la sociedad en su conjunto o a otro como miembro de la
sociedad, para destacar la importancia de estas tres clases de j. ante el doble peligro de las
doctrinas individualistas (v. INDIVIDUALISMO) y colectivistas (V. COMUNISMO) que
ignoran la riqueza y complejidad de la vida social, intentando las primeras reducirla a sólo
relaciones de coordinación, regulables por la j. conmutativa y las segundas a sólo relaciones
de integración, regulables por la j. legal o distributiva.
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http://www.canalsocial.net/GER/busquedaav.asp
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2. Etimología. Nuestro moderno término «justicia», deriva del latín justicia, el que a su
vez deriva de tus, derecho, en su acepción propia, que significa «lo justo».
Los autores no están de acuerdo acerca de la etimología de tus (v.). Según algunos deriva
de la raíz sánscrita yu, que implica la idea de vínculo obligatorio y, según otros, deriva de la
raíz sánscrita yoh, que representa algo sagrado, procedente de la divinidad. Esta raíz también
se vincula con términos de claro origen y significado religioso como Iovis o lupiter, Iurare,
luramentum. De aquí que para los antiguos, y especialmente para los romanos, el Derecho
(v.) fuera un regalo de la divinidad y la jurisprudencia, la ciencia de las cosas divinas y
humanas. Sin embargo, cabe destacar que ya los romanos distinguieron perfectamente el
ámbito propiamente religioso o moral (fas), del estrictamente jurídico (tus).
Recordemos que también para los griegos la j. tenía un origen divino. Personificada en la
diosa Dike, ya desde los tiempos de los poetas mitológicos, era corriente considerar a la hija
de Zeus y de Themis como la dispensadora de la justicia entre los hombres.
3. Sentido propio y sentido metafórico. La j. en sentido propio exige distinción de
personas, igualdad y débito estricto y exigible. El significado social del término que aparece
entre los griegos, permanece en el pensamiento cristiano. La caridad (v.) no dispensa de la j.
sino que la presume, pero, a su vez, la actualiza y la hace progresar.
Las relaciones de j. son siempre bilaterales, ya que sólo se puede ser justo o injusto
respecto a otro. Este «otro» a quien se ordenan los actos de j. debe ser un sujeto distinto,
independiente.
Si falta esta condición, de modo absoluto, tenemos la j. aplicada metafóricamente. Se usa
la palabra j. en cuanto algo parecido o que imita a la j. en sentido propio. Así, la j. platónica
como virtud universal común a las partes racional, irascible y concupiscible del alma y el
concepto de j. como perfección usado en la S. E. (v. I), son ejemplos de j. en sentido
metafórico.
Si falta relativamente dicha condición, tenemos una j. imperfecta. Las relaciones entre
cónyuges, padres e hijos, amos y siervos, son ejemplos de falta de distinción e
independencia.
4. Partes potenciales de la justicia. En las relaciones con otro, también puede existir
defecto en la igualdad o en el débito. De aquí se deducen las partes potenciales de la j., o sea,
las virtudes adjuntas a la misma que regulan, en los supuestos consignados, las respectivas
relaciones.
Defecto en la igualdad existe en las relaciones del hombre y Dios, regidas por la virtud
de la religión (v.) y en las relaciones con los padres y la Patria, regidas por la virtud de la
piedad (v.).
Defecto en el débito existe en las relaciones entre los hombres regidas por las virtudes de
veracidad (v.), amistad (v.), liberalidad (v.) y gratitud (v.).
5. Relación de la justicia entre las virtudes cardinales. La j. debe fundarse en la virtud de
la prudencia (v.), que como conocimiento directivo, es medida y regulación del querer y del
obrar. Y debe fundarse en la prudencia, porque el querer y el obrar para ser buenos deben
estar ajustados a la verdad. Este ajuste a la realidad objetiva, al ser, lo suministra la
prudencia. Por eso, escribe Pieper que «antes de ser lo que es, lo bueno ha tenido que ser
prudente; pero prudente es lo que es conforme a la realidad» (o. c. 71), señalando la
prelación correcta: primero el ser, después la verdad, por último, el bien.
Pero si la j. está subordinada a la objetividad de la prudencia, ocupa un lugar de
privilegio respecto a las restantes virtudes cardinales, la fortaleza (v.) y la templanza (v.).
Cuando S. Tomás encuadra a las virtudes según su excelencia, escribe que «el bien de la
razón es el bien del hombre. Este bien lo posee esencialmente la prudencia, que perfecciona
a la razón. La justicia lo realiza, en cuanto que le toca establecer el orden en todos los
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negocios humanos. Las demás virtudes tienen por misión conservarlo, en cuanto que
imponen la moderación a las pasiones para que no aparten al hombre del bien de la razón...
El poseer una cosa esencialmente es más que realizarla, y esto más que ser agente
conservador de ella, quitando todos los obstáculos; por eso entre las virtudes cardinales, la
primera es la prudencia, seguida de la justicia; en tercer grado la fortaleza, y en cuarto, la
templanza» (Sum. Th. 2-2 8123 a12).
6. Clases de justicia. La doctrina tradicional reconoce la existencia de tres especies de j.:
general o legal, distributiva y conmutativa. Las dos últimas integrarían la j. particular,
porque concluyen en los individuos.
Sin embargo, consideramos preferible la clasificación bipartita que hacen algunos
autores modernos, como Urdanoz, distinguiendo dos clases de j.: por una parte, la j. del bien
común, abarcadora de la j. legal, de la j. distributiva y del moderno concepto de j. social; y
por otra parte, la j. conmutativa.
La justicia del bien común pone en contacto a los integrantes de una sociedad, como
miembros de la misma, con el todo, que en este caso es siempre un todo accidental, un todo
de orden. Sus vínculos tienen por fundamento el bien común (v.), sea para exigir la
contribución de sus miembros, sea para efectuar repartos entre ellos de cualquier naturaleza
que fuesen. Bien sabemos que el corazón del bien común integrado por las condiciones de
orden que permiten a los miembros del grupo crecer y desarrollarse integrados en el mismo
como partes en el todo accidental, no es susceptible de reparto sino de participación. Sus
relaciones son integrativas y de subordinación. Su igualdad consiste en el respeto a
determinadas proporciones. Aquí se manifiesta con claridad la fórmula de la j. que dice: se
debe dar a cada uno lo suyo. Observemos que dice «lo suyo» y no «lo mismo». En este caso
lo suyo surge de un justo medio que se establece según una igualdad proporcional o
geométrica. No es una igualdad de cosa a cosa, sino una proporción de cosas a personas. Sus
sujetos son por un lado la sociedad, personificada por la autoridad y por el otro los
integrantes del grupo social. La materia de la justicia del bien común es vastísima, porque
abarca todas las «ordenaciones» en virtud de las cuales la autoridad mueve hacia el bien
común a los miembros y además la participación de éstos, en cuanto tales, en los beneficios
obtenidos mediante la vida en común.
Puede aducirse un sencillo ejemplo de cómo se practica esta j. respetando una
determinada proporción: En un hospital hay dos cargos vacantes, uno de médico y otro de
enfermero; Juan es médico y Pedro enfermero y ambos se presentan al concurso para cubrir
las vacantes. La j. del bien común se satisface designando a Juan en el cargo de médico y a
Pedro en el de enfermero. Se violaría, en cambio, si los dos fueran designados médicos, o los
dos enfermeros, o Pedro médico y Juan enfermero. Lo que constituye la igualdad geométrica
es el respeto a la proporción entre la calidad de la persona y lo que se le asigna. Esto último
es desigual, pero la igualdad consiste en el respeto a la proporción.
La justicia conmutativa es la j. igualitaria o de los cambios y ella mueve a los individuos
a dar a los otros lo suyo individual, lo que les corresponde en su carácter de personas
privadas. Sus vínculos tienen por fundamento el derecho privado y particular del otro, título
propio de la j. conmutativa. Sus relaciones son de coordinación. Su igualdad consiste en un
ajuste de cosa a cosa. El justo medio se establece según una igualdad aritmética. En una
permuta interesa más la correspondencia de las cosas permutadas que la persona de los
permutantes. Los sujetos son las personas privadas y el Estado en tanto actúa en las
relaciones contractuales de derecho privado, que constituyen una de las materias de esta
especie de justicia (v. CONTRATOS).
7. Justicia y realizaciones concretas. La j. se vincula con lo concreto, pues aparece en el
plano de las exigencias junto a su objeto: el derecho. Por eso no sirven a los hombres las
invocaciones abstractas a la j., ni la j. transformada en ideología o bandera revolucionaria, ni
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la j. divorciada de los actos concretos de j. Jean Madiran escribe que «la justicia es una
virtud y no una ideología; una justicia social que no se ejerza por actos de justicia particular
ordenados al bien común, no será una virtud que perfeccione al alma que la adquiera y
ejerza» (o. c. en bibl. 16).
La j. que sirve al hombre es la que se traduce en actos concretos y en ordenaciones
justas. Y aquí aparece otra acepción del término que «no representa el sentido moral y
propio de la justicia como virtud, sino la justicia objetivada y realizada, el orden objetivo de
la justicia» (Urdanoz, o. c. en bibl. 16). Este orden se realiza en lo social y debe conformarse
al orden de la Creación, que exige el respeto de la autonomía del individuo y de los grupos
sociales, que deben ser protegidos y coordinados por el Estado (v.), sociedad perfecta en lo
temporal. La negación de esta doctrina ha engendrado el Estado totalitario (v.
TOTALITARISMO), que bajo el disfraz democrático o dictatorial es el gran entuerto de los
tiempos modern,)s (É. Brunner, o. c. en bibl. 173).
V. t.: VIRTUDES 1; DERECHO Y MORAL; FELICIDAD I; ARISTÓTELES, 11.
BIBLIOGRAFIA: S. Tomás DE AQUINO, Suma Teológica, 2-2 q57-79; T. URDANOZ, Introducción a la
cuestión 58, en Suma Teológica de S. Tomás de Aquino, ed. bilingüe comentada de la BAC, t. VIII, Madrid
1956; 1. PIEPER, justicia y fortaleza, Madrid 1968; ID, La prudencia, Madrid 1957; G. DEL VECCHIo,
Giustizia, en Enc. Fil. 3,250-259; É. BRUNNER, La justicia, México 1961; T. SAMPAIo, La noción
aristotélica de justicia, «Atlántida» 7 (1969) 166-195; J. CASTÁN TOBENAS, La idea de justicia en la
tradición filosófica del mundo occidental y en el pensamiento español, Madrid 1946; F. OLGIATTI, La
riduzione del concepto filosófico di Diritto al concetto di giustizia, Milán 1932; T. D. CASARES, La justicia y
el Derecho, 2 ed. Buenos Aires 1945; 1. MADIRAN, De la justice social, París 1960; A. MILLAN PUELLES,
Persona humana y justicia social, Madrid 1962; R. GóMEZ PÉREZ, Conciencia cristiana y conflictos políticos,
Barcelona 1972; 1. MESSNER, Ética general y aplicada, Madrid 1969, 235 ss.; fD, Ética social, política y
económica, Madrid 1967, 491 ss.
La justicia desde la filosofía del derecho (L. RECASÉNS SICHES.)
l. La regla de igualdad en la justicia. En la historia del pensamiento, la palabra j. ha sido
empleada en dos sentidos distintos: a) En una acepción muy amplia, significando la suma y
compendio de todas las virtudes y de todos los valores; así, «hombre justo» como expresión
de quien realiza todos los valores éticos; «Justicia Divina», para denotar la perfección de
Dios en todas dimensiones; tal y como se habla de «justicia» (v. i) en muchos pasajes de la
Biblia, y también, algunas veces, por Platón, Aristóteles, S. Ambrosio, S. Juan Crisóstomo y
S. Agustín. b) En una acepción restringida, específica, como el principal criterio ideal, o
como el valor principal, en el cual deben inspirarse el Derecho y el Estado; en suma, como
una de las raíces capitales del Derecho natural (v.), Derecho racional o Derecho valioso.
Aquí se trata de la j. en el segundo de los sentidos indicados, es decir, en el sentido
filosófico-jurídico.
La revisión de todas las doctrinas sobre la definición de la j., desde los pitagóricos hasta
el presente, pone de manifiesto que en todas esas doctrinas se da una esencial coincidencia:
p1 concebir la j. como una regla de armonía, de igualdad; a veces de igualdad pura y simple,
o aritmética, entre lo que se da y lo que se recibe en las relaciones interhumanas (j.
conmutativa) y, otras veces, de igualdad proporcional, de acuerdo con los méritos y los
deméritos, bien entre individuos, bien entre el individuo y los grupos colectivos (j.
distributiva). La misma idea se ha expresado también, a lo largo de la historia de la filosofía
jurídica y política, diciendo que j. consiste en «dar o atribuir a cada uno lo suyo».
La identidad sustancial en este modo de ver la j. por todos los pensadores es un dato
impresionante, que asombra; porque, por otra parte, es un hecho bien conocido que las
discusiones y controversias sobre problemas de j. han sido siempre y siguen siendo hoy muy
vivas y en gran número. No sólo las controversias teóricas, sino también las disputas
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prácticas sobre el mismo tema, especialmente en el campo político, donde se producen con
abundancia y vigorosa energía, llegando a veces a luchas sangrientas.
La constatación de estos dos hechos -identidad de todas las concepciones sobre la j., por
una parte, y prosecución interminable de las polémicas (teóricas y prácticas) sobre las
consecuencias y aplicaciones de la j., por otra- pone sobre la pista para descubrir que, el
centro de gravedad o meollo de este problema, no radica en aquella correcta definición
formalista de la j., sino más bien en el descubrimiento de los valores o criterios, repletos de
contenido, que ilustren en determinar las equivalencias o igualdades, y las
proporcionalidades, requeridas por la j. Dicho con otras palabras: nadie niega, sino que todos
lo admiten, que se debe dar o atribuir a cada cual lo suyo. Pero el meollo del problema no
consiste en este correcto conocimiento; antes bien, en tratar de averiguar lo que deba ser
considerado como suyo en cada uno.
2. Justicia conmutativa y justicia distributiva. Veamos con más detenimiento estos
puntos. Se suele postular una igualdad pura y simple, o aritmética, en aquellas relaciones
interhumanas de j. conmutativa, cuyo centro de gravedad radica en cosas y bienes que no
tienen un nexo singular con las características de las personas individuales implicadas en
tales relaciones, p. ej., en los cambios, las compraventas, los arrendamientos de predios
urbanos o de inmuebles rurales, etc. Por el contrario, se postula, con razón, no una igualdad
simple y aritmética, sino una proporcionalidad distributiva, en aquellas relaciones sentadas
principalmente sobre los méritos o deméritos, o mayores o menores méritos, de las diferentes
personas implicadas. En el primer caso, en el de la j. conmutativa, se exige que las personas,
las situaciones, las cosas, y los hechos iguales deben ser tratados de un modo igual. Por el
contrario, en las relaciones de j. distributiva se requiere que las personas y las situaciones
desiguales deben ser tratadas de un modo desigual, si bien calibrando las desigualdades con
una misma vara de medir.
Estos problemas son más complicados de lo que puede parecer a primera vista; las
cuestiones, en apariencia simples, entrañan temas complejos de combinación de múltiples y
variadas valoraciones. Algunos ejemplos evidenciarán esta complejidad.
Referente a un caso de j. conmutativa, fijémonos en una simple relación de cambio, p.
ej., de trueque. Respecto de ella, todos los filósofos sostienen que la j. exige que, en un
contrato bilateral de cambio, el uno reciba del otro tanto como él le entregue. Pero adviértase
que esa igualdad entre lo que se da y lo que se recibe no puede ser una identidad plena. Es
decir, si interpretáramos esa igualdad como identidad, supondría que quien da una arroba de
trigo debe recibir otra arroba de trigo; quien presta a otro el servicio de desollar un buey,
reciba de aquél el mismo servicio. Pero tales cosas no tendrían ningún sentido, por la
carencia de todo motivo y finalidad. No se trata de recibir lo idéntico, sino algo diferente,
que en algún modo corresponda a lo que se entrega, es decir, algo diverso pero equivalente.
Ahora bien, para determinar el valor de una cosa en relación con otra diferente, hace falta
una unidad o criterio de medida para homogeneizar la estimación de dos cosas heterogéneas;
esto es, hace falta una pauta para establecer la equivalencia. Respecto del ejemplo
mencionado, se dirá que tal pauta consiste en la medida del valor económico. Cierto; pero la
determinación del valor económico entraña la combinación de múltiples y variados criterios:
la utilidad (pero no sólo objetiva, sino también subjetiva: no sólo utilidad de algo, sino
también para alguien), la calidad y la cantidad temporal de trabajo acumulado, o del trabajo
que se requiera para la producción de otro objeto igual; carácter sano o, por el contrario,
insalubre del trabajo (p. ej., en una mina de cinabrio), por ende valores biológicos; valores
éticos, porque en el trabajo va involucrada la proyección de la dignidad personal del
trabajador; etc. Así, pues, una relación jurídica tan simple de cambio de bienes, da lugar a
complicados enjambres de valoraciones heterogéneas, que deben ser combinadas y
ponderadas para deducir los criterios de equivalencia.
Veamos ahora un caso de las relaciones tradicionalmente llamadas de j. distributiva. Se
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ha denominado j. distributiva aquella versión de la j. que debe cumplirse al repartir
funciones, beneficios y cargas públicas, así como las compensaciones por el trabajo
realizado. Sobre la j. distributiva dijo Aristóteles (y sobre ello insistió S. Tomás) que ésta
exige que, en los repartos, las personas iguales reciban porciones iguales y las desiguales
porciones desiguales, según sus diferentes dignidades y merecimientos. Por eso, la j.
distributiva implica al menos cuatro miembros a relacionar; y suele expresarse
habitualmente, de modo metafórico, en una proporción geométrica. La proporción es la
igualdad entre las relaciones: a: b: =c: d. Miguel Efesio, comentarista de Aristóteles, glosa
esta teoría con el siguiente ejemplo: si consideramos a Aquiles doblemente merecedor que
Aiax y damos al primero seis monedas, debemos dar tres al segundo, lo cual se puede
expresar en la siguiente proporción: Aquiles que vale 8 es a Aiax que vale 4, como 6
monedas para Aquiles son a 3 monedas para Aiax. La relación entre lo que se da a Aquiles y
lo que se da a Aiax es la misma que media entre los merecimientos del uno y los del otro: el
doble. Esto es perfectamente comprensible y está fuera de toda discusión.
Pero el problema importante no radica en esto, sino en saber el punto de vista para
apreciar el diverso merecimiento de los sujetos, es decir, el criterio para la estimación
jurídica. Dicho de otra manera: ¿Cuáles son los valores, desde qué punto de vista, Aquiles
vale el doble de lo que vale Ajax?
3. Jerarquía de los valores en la justicia. Resulta evidente que el problema crucial de la
filosofía político-jurídica, no consiste sólo en definir el valor formal de j. (igualdad, unas
veces aritmética, otras veces, proporcional o distributiva; o darle a cada quien lo suyo) sino
también y sobre todo, en averiguar cuáles son los valores según los que se deba establecer la
equivalencia y la proporcionalidad en las relaciones interhumanas y en las relaciones entre la
persona individual con los grupos sociales y con el Estado; valores según los cuales
averigüemos lo que debe ser considerado como «suyo» en cada caso; y, por otro lado,
consiste también en indagar la jerarquía entre tales valores.
El Derecho no debe-tomar en cuenta todos los valores. Hay valores específicamente
ético-jurídicos que siempre y universalmente deben inspirar al Derecho (p. ej., la idea de la
dignidad humana y los corolarios que de tal idea dimanan, etc.). Hay otros valores, por cierto
los más altos, los valores religiosos, que son los supremos y los puramente morales en
sentido estricto (v. DERECHO y MORAL), que no pueden de manera formal e inmediata ser
rectores del orden jurídico, porque al Derecho no le compete actuar como el agente de la
bienaventuranza de los hombres ni como el vehículo que conduzca a éstos hacia su último
fin. Le pertenece la función de promover un orden pacífico, seguro, justo y de servicio al
bien común en la convivencia y cooperación entre los seres humanos, como ya lo afirmó
Francisco Suárez. Respecto a tales valores -religiosos y morales estrictos- al Derecho le
compete la misión de garantizar la libertad del individuo y favorecer su formación y
desarrollo en todas sus dimensiones, para que éste se proponga por su propia cuenta el
cumplimiento de esos valores y lo practique por autónoma decisión personal. No debe
olvidarse que el orden jurídico está integrado por normas coercitivas: es imposible llegar a
Dios conducido por la policía.
Hay otros valores (estéticos, biológicos, científicos, técnicos, económicos, etc.), los
cuales no están relacionados necesaria e intrínsecamente con el Derecho; pero que
eventualmente, en determinadas circunstancias, pueden y deben servir como fuentes de
inspiración para determinadas normas jurídicas, p. ej., los valores estéticos, para leyes o
reglamentos concernientes a planeaciones urbanas, en las cuales además deberán jugar un
papel los valores utilitarios. Igualmente los valores biológicos (higiénicos y médicos) para
elaborar una ley de Sanidad, y para las leyes del Seguro Social, en la medida en que el hecho
de la enfermedad determina derechos en favor de quien la sufra. También los coeficientes de
inteligencia y de formación cultural -que de ningún modo deben influir en el reconocimiento
de los derechos y libertades fundamentales det hombre- deben ser tomados como base para
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el otorgamiento de puestos de responsabilidad pública, y para el fallo de concursos y
exámenes de oposición a plazas cuya función requiere talento e instrucción profesional.
La idea de la j. implica la referencia a un orden que estructura la coexistencia y la
cooperación de cada uno con los demás; implica ensamblamiento, encaje, montaje, arreglo,
inserción, de acuerdo con unos criterios ideales, intrínsecamente válidos, por encima de
todas las disposiciones tomadas históricamente por los regímenes políticos.
La j. tiene relación, no con la persona aisladamente como tal, antes bien se refiere a la
persona en relación con algo y además con referencia a otra persona. Lo «suyo» (así como lo
«mío» y lo «tuyo») abarca todo lo que no es el yo mismo, pero que le pertenece a él, de un
modo tan estrecho, que el uso que otro hiciera de ello, sin autorización del titular, dañaría a
éste. El supuesto básico de la j. es la idea de pertenencia.
En tanto que la j. atribuye a cada uno lo suyo, ella actúa, a la vez, uniendo y separando.
Uniendo, en tanto que coloca a las personas dentro de la estructura social que a todas abarca;
separando, en tanto que a cada persona atribuye lo suyo, lo que no es de las otras personas.
Ya se ha apuntado que a la idea de j. pertenece intrínsecamente la noción de igualdad; y
que esa igualdad, unas veces debe ser aritmética, mientras que otras veces debe ser
proporcional o distributiva (tratar desigualmente a las personas y las situaciones desiguales).
Se ha explicado también que la igualdad aritmética viene en cuestión principalmente en
las relaciones interhumanas que gravitan hacia el cambio de cosas materiales o de bienes
económicos, o hacia objetos muy distantes de la entrañable unicidad de cada individuo
humano.
Por el contrario, desde el punto de vista de los mayores o menores méritos y deméritos
de los hombres, la idea de la igualdad aritmética material debe ser rechazada, y de hecho es
repudiada por la casi totalidad de los filósofos.
Ahora bien, el problema de la j. distributiva consiste en averiguar cuáles son las
igualdades humanas que deben ser relevantes para el Derecho; cuáles son las desigualdades
humanas reales, que, a pesar de ser efectivas, deben resultar por entero irrelevantes para el
Derecho; y cuáles son las desigualdades reales que deben ser tomadas en consideración por
el Derecho.
4. Igualdades y desigualdades humanas. Sucede que todos los seres humanos, en cuanto
a la realidad empírica o fenoménica de cada uno de ellos, son a la vez iguales (o semejantes)
y desiguales entre sí. Antes de abordar el tema de cuáles deban ser las consecuencias
jurídicas de esas semejanzas y de esas diferencias reales hay que tratar con prioridad otro
punto, fundado no sobre los hechos empíricos efectivos, sino sobre un criterio ético, a saber,
la igualdad esencial en cuanto «personas de todos los individuos humanos, igualdad que se
deriva de la dignidad de la persona humana en cuanto tal. Igualdad en relación al
reconocimiento de la dignidad personal de todos y cada uno de los individuos, y, por
consiguiente, también en cuanto a los derechos fundamentales o esenciales de todo individuo
humano.
Por debajo de esa esencial igualdad en cuanto a la condición de persona (todos los seres
humanos son hijos de Dios), nos encontramos con que si bien hay sustanciosas semejanzas
entre todos los hombres, desde los puntos de vista biológico y psicológico, y en cuanto al
conjunto de actividades que constituyen la vida propiamente humana (religión y moral,
cultura, política, Derecho, arte, economía, técnica, etc.), también es verdad que hay muchas
desigualdades desde los mismos puntos de vista.
En cuanto a la realidad biológica, hay hombres y mujeres; infantes, niños, adolescentes,
adultos, etc.; de diferentes constituciones orgánicas; con diferencia de fuerza y de agilidad
física; sanos y enfermos; etc.
En lo que se refiere a los caracteres psíquicos, encontramos gran variedad de diferencias;
no sólo de calidad mental, de grados de mayor o menor inteligencia, sino también
diversidades con un gran número de dimensiones o de notas diferentes, relativas a las varias
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funciones anímicas (diversidades en cuanto aptitudes especializadas; en cuanto a emotividad,
en cuanto a vocación teórica o a temperamento práctico para la acción; etc.).
Por encima de todas esas disimilitudes, hay que subrayar enfáticamente la unicidad de
cada individuo humano, que es diferente de todos los demás, es distinto desde el punto de
vista somático y psíquico, en lo que atañe a su vocación, así como por lo que toca al
contenido que haya decidido dar a su propia existencia; y es diferente en cuanto a la
conciencia profunda de su propia singularidad exclusiva, de su propio yo, insustituible e
incanjeable. Esta unicidad de cada individuo es precisamente esencial a lo humano. Cada
persona encarna una dimensión individualísima y única, intransferible, privatísima,
exclusiva.
Hay diferencias bien notorias también en lo que concierne al patrimonio cultural
individual, en cuanto a cantidad, cualidad, y diversificaciones especializadas. Diferencias
desde el punto de vista ético, en lo que respecta a las conductas. Se trata de importantísimas
desemejanzas entre los comportamientos, juzgados éstos desde distintos puntos de vista
valorativos: desde el ángulo de la moralidad propiamente dicha o de consideraciones éticosociales; desde el punto de vista del Derecho positivo, pues hay personas cumplidoras de la
ley y hay delincuentes; etc.
5. Igualdades y desigualdades relevantes para el Derecho. En ese ingente número de
variedades, desde tan diferentes puntos de vista, no todas las desigualdades deben ser
relevantes para el Derecho. Mientras que hay diferencias que deben producir consecuencias
jurídicas, otras deben ser irrelevantes para el Derecho.
El problema de la j., en relación con la igualdad, consiste en la averiguación de las
igualdades relevantes para el Derecho y de las desigualdades que el Derecho no debe tomar
en consideración; de las desigualdades que el Derecho debe en todo caso reflejar; y de
aquellas que sólo en determinadas materias y en otras, deben tener repercusiones jurídicas.
Algunos ejemplos relativos a esos cuatro casos ilustrarán lo que quiere decirse.
Biológicamente, la diferencia entre mujeres y hombres es un hecho real así como lo es
también el conjunto de los matices psíquicos peculiares de cada uno de los sexos -sin que
tales disimilitudes entrañen desigualdad ni en capacidades ni en rangos-. Pero, desde el
punto de vista la estimativa jurídica, o sea, del Derecho natural, el orden jurídico positivo
debe establecer la igualdad jurídica de hombres y mujeres. Las únicas diferencias jurídicas
admisibles son: que el matrimonio puede contraerse sólo entre dos personas de diferente
sexo; que, en el Derecho del trabajo, sólo a las mujeres corresponde, naturalmente, el
beneficio de las vacaciones pagadas pre-alumbramiento y pos-parto. Entre las diferencias
biológicas que son fuente justa de desigualdades jurídicas, figuran, p. ej., la edad,
especialmente la diferencia entre minoría y mayoría de edad; la función del padre, la de
madre, la de hijo. Por lo que atañe a la conducta, la distinción entre personas observantes de
las leyes, personas incumplidoras en las normas civiles y mercantiles, personas infractoras
de las reglas administrativas, y delincuentes; etc.
En cuanto a diferencias reales, que generalmente no deben producir consecuencias
jurídicas, pero que deben tenerlas en determinadas materias, he aquí algunos casos. Por regla
general, el Derecho no debe atribuir efectos jurídicos a las diferencias de estatura física, ni a
las diferencias entre individuos geniales, muy talentosos, inteligentes, mediocres y tontos;
pero si se trata de reclutar una fuerza de policía enérgica y ágil para reprimir motines, es
justo que el Derecho tome en consideración las aptitudes físicas y un mínimo de información
cultural sobre los derechos y deberes de los ciudadanos. Si se trata de nombrar catedráticos,
jueces, funcionarios administrativos, etc., entonces el Derecho debe atribuir efectos
decisivos a las dotes de inteligencia, de cultura, de vocación, de honestidad, y de
capacitación especializada.
En materia de derechos fundamentales de la persona, y en muchos derechos de otras
ramas jurídicas, no se debe distinguir entre pobres y ricos; en cambio, por lo que atañe a las
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cargas fiscales, se deben establecer diferencias basadas en la posición económica (v.
ACEPCIóN DE PERSONAS).
El problema de la j., en materia de igualdad, orientado por las correctas escalas de
valoraciones de contenido, consiste en establecer el debido juego y la fundada distribución
entre las igualdades y las diferencias de los humanos, según los criterios pertinentes de la
estimativa jurídica o Derecho natural.
6. Justicia e igualdad. Aunque es patente la conexión entre la idea de j. y la igualdad, en
los términos ya expuestos, hay que hacer algunas observaciones complementarias a este
respecto.
Cuando se habla de igualdad, no se piensa ésta únicamente en términos formalistas; por
el contrario, se parte de supuestos estimativos o axiológicos de contenido, es decir, se parte
de una igualdad regulada por criterios valoradores. Es obvio que una igualdad de mal trato
no satisface las exigencias de un orden de j. Si todos o la mayor parte de los miembros de
una colectividad están sujetos a una igual condición de esclavitud, servidumbre u opresión,
la j. no se ha cumplido por virtud de la existencia de un igual tratamiento. Si un número de
criminales que han cometido idénticos delitos, relativamente leves, son todos ellos
condenados a pena de muerte o a prisión perpetua, el mero hecho de que se haya concedido
igualdad de castigo no constituye el cumplimiento de la idea de j.
Conectada con la idea de la igualdad en relación con la j. está el principio de la legalidad,
el cual obliga, en primer lugar, a quienes ejercen poder político de cualquier clase, a actuar
bajo la autoridad de una ley general, que defina, señale y circunscriba ese poder. Esto
implica que todos y cada uno están sometidos a las mismas leyes. De esta suerte, la ley, por
su mera existencia, produce una cierta igualdad, al menos un mínimo de igualdad, quedando
excluida la arbitrariedad.
Brecht presenta cinco postulados universales de j.: a) Verdad. La j. exige que todas las
afirmaciones sobre hechos y relaciones deben ser objetivamente verdaderas. b) Generalidad
del sistema de valores que se apliquen al considerar varias situaciones del mismo tipo. c)
Tratar como igual lo que es igual bajo los criterios aceptados. d) Ninguna restricción de la
libertad, más allá de los requerimientos de los valores fundamentales que deben inspirar al
orden jurídico. e) No imponer ninguna conducta positiva o de omisión que resulte imposible
desde el punto de vista de la naturaleza física, biológica, psíquica e incluso a una
determinada categoría social.
La j. es un valor objetivo con intrínseca validez. Son también objetivos y están dotados
de igual validez necesaria los valores implicados o referidos por la j.
7. Conocimiento de lo justo. En lo que atañe al conocimiento de la j. hay que hacer
algunas observaciones. A veces puede suceder, ante un determinado problema legislativo,
que sea difícil averiguar cuál deba ser la norma justa para regular una cierta realidad. O
puede acontecer frente a un conflicto o controversia singular, que no sea fácil encontrar la
decisión justa. Pero, en cambio, el ser humano está dotado de una fina y muy viva
sensibilidad para percibir dolorosamente el ultraje de la injusticia, cometida contra él, y
también para experimentar con indignación, por vía de simpatía, la afrenta de la injusticia
cometida contra el prójimo. La mayoría de las personas, en el curso de su vida, han estado
expuestas a una acción, de terceros o de los poderes públicos, que experimentaron como un
agravio a su sentido de j.
Por eso se habla de un sentido de la injusticia, el cual constituye una especie de cálida
reacción de la conciencia, impregnada de sentimientos de horror, repugnancia, ultraje,
cólera. La común naturaleza espiritual nos ha equipado a todos los hombres para sentir la
injusticia cometida contra otros como una agresión personal. Se trata de una especie de
empatía, mediante un intercambio imaginativo, en virtud del cual cada uno se proyecta a sí
mismo en la persona del otro, no sólo por piedad o compasión, sino con el vigor de la
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autodefensa. Ese sentimiento reactivo contra la injusticia es una mezcla de componentes de
razón y emocionales; e incluso muchas veces, incluso habitualmente, va acompañado de
movimientos viscerales.
8. Justicia legal y justicia social. Además de la j. conmutativa y de la distributiva,
algunos iusfilósofos señalan un tercer tipo al cual llaman justicia legal o general. Esa j. legal
o general es la que exige que todos y cada uno de los miembros de la sociedad política, esto
es, del Estado, ordenen adecuadamente su conducta hacia el bienestar general o bien común;
y, entre otras manifestaciones, tiene la de las cargas fiscales y la de la defensa nacional. Pero
su ámbito de acción es más extenso; comprende no sólo los deberes de los ciudadanos para
con la autoridad como representante de la comunidad, sino que abarca también los deberes
de los gobernantes para con la comunidad, puesto que también ellos están obligados a actuar
de acuerdo con las exigencias del bien común (v.). El sujeto titular de los derechos
subjetivos engendrados por la j. legal es siempre la comunidad como persona jurídica
colectiva; y el sujeto pasivo u obligado es el individuo, ya se le considere en su calidad de
ciudadano o de gobernante.
Se habla también de justicia social (v. tv) la cual consiste en la aplicación de la j.
distributiva, de la comunicativa y de la general o legal, principalmente, en las cuestiones
económicas y sociales.
BIBLIOGRAFÍA: L. RECASÉNS SICHES, Tratado general de Filosofía del Derecho, México
1965, cap. 18; íD, justicia (el sentido del término y el sentido de su evolución en el contexto de la
tradición filosófica española), en La Justice. Contribution au Dictionnaire International de la
Philosophie et la Pensée Politique, «Rev. Internationale de Philosophien, 41,3, Bruselas 1957; G.
DEL VECCHIO, La Justicia, trad. L. RODRÍGUEZ CAMUÑAS, Madrid 1925; r_. BRUNNER, La
Justicia: Doctrina de las Leyes Fundamentales del Orden Social, trad. L. RECASÉNS SICHES,
México 1961; E. BODENHEIMER, Treatise on Justice, Nueva York 1967; 1. CASTÁN TOBEÑAS,
La Idea de justicia y su Contenido a la Luz de las Concepciones Clásicas y Modernas, Madrid 1962.
La justicia social 1, por Recaséns Siches
Desde hace aproximadamente cuatro decenios se ha difundido casi universalmente la
expresión «justicia social»; y, en términos generales, estas palabras tienen para todos un
sentido y un ámbito de comprensión comúnmente inteligibles. En términos populares, esta
locución (j. s.) denota las exigencias de j. en la organización entera de la sociedad,
especialmente relacionadas con la distribución, entre todos los seres humanos, de los bienes
económicos, de los beneficios de la cultura, y con la eficacia del principio de igualdad de
oportunidades.
Un análisis filosófico-jurídico de lo que la j. social signifique y requiera, pondrá en
evidencia que se trata de una mejor y más equilibrada combinación de los criterios de j. en
sentido general, y en sus dos modalidades de j. conmutativa y j. distributiva, las cuales, en
fin de cuentas, son también «sociales», porque toda j., en sentido estricto, se refiere siempre
y necesariamente a relaciones interhumanas.
El conjunto de las exigencias de j. referidas a la participación proporcional en los bienes
materiales y espirituales, teniendo a la vista la totalidad colectiva, ha cobrado la dimensión
de un complejo global, por lo menos relativamente. Al fin y a la postre, se trata de un
compuesto de imperativos de j. conmutativa y de j. distributiva, sólo que enfocando éstos
desde el punto de vista de la organización político-jurídica de la sociedad en lo que atañe a
las remuneraciones económicas del trabajo, a las condiciones del nivel de vida material, a la
protección de la sanidad y salubridad, al amparo de la familia, a la salvaguardia de la
infancia, a hacer posible el desenvolvimiento de todas las potencialidades humanas de cada
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uno de los individuos, a las condiciones equitativas del trabajo, y al alivio de las desgracias
producidas por la naturaleza física, así como por las contingencias de desajustes sociales.
La j. social incluye los problemas de Derecho del trabajo, de los seguros colectivos
contra la adversidad, y de las facilidades para el acceso a la cultura. Comprende todo eso,
pero también mucho más. Abarca problemas de organización política, sobre todo en relación
con las estructuras económicas. Y todo esto no sólo dentro de los respectivos ámbitos
nacionales, sino también en lo que atañe a las relaciones político-jurídico-económicas entre
los diferentes pueblos, muy específicamente entre las naciones maduramente desenvueltas y
los llamados pueblos subdesarrollados. La j. social se presenta, pues, como el conjunto de
medidas políticas, económicas, jurídicas (normas y actividades administrativas), para
remediar, o al menos aliviar, el llamado problema social.
Historia. Limitándonos a la época histórica más reciente podemos decir que el tomar
conciencia de este problema se desarrolla a partir del s. xix. En Francia, con un sentido
político conservador, pero con programa de reforma social avanzada, y bajo el estímulo de
principios católicos, Chateaubriand propugnó hondos cambios en las estructuras socioeconómicas. Influido también por un espíritu católico y una filantropía práctica, Ozanam
fundó la Sociedad de San Vicente de Paúl. Lamartine intentó conectar el movimiento
católico con el desarrollo del sentimiento republicano; Saint-Simon (v.) es considerado como
uno de los precursores del socialismo cristiano (arrogante y pedantemente llamado «utópico»
por Marx). Enfantin y Bazard, discípulos de Saint-Simon, buscaron inspiración en principios
comunitarios del tipo de los que rigieron en la primera etapa del cristianismo. Leroux insistió
en la idea de la esencial solidaridad deseable entre todos los hombres y entre todas las clases
sociales. Fourier creyó en la posibilidad de reformar las estructuras sociales mediante la
creación de un ambiente colectivo ideal. Con un sentido anarquista y propósito
revolucionario, Proudhon predicó reformas radicales.
En Gran Bretaña, Owen aspiró a una demostración práctica de la posibilidad de
establecer una comunidad industrial ideal. En Alemania, Lasalle abogó por un socialismo de
Estado, línea seguida también por Rodbertus. Marx (v.), cuya personalidad e idea incluye
numerosas contradicciones, insistió en su crítica de la plusvalía, que consiste para él en el
hecho de que del producto total de la economía capitalista se detrae una parte como renta
para el capital de producción prestado, en forma de intereses bancarios, de intereses de
obligaciones, en dividendos de acciones, etc., y en que esto representa un ingreso sin trabajo,
y además el hecho de que esta parte se quita a quienes han aportado el trabajo. «No se hacen
ricos los que han trabajado, sino aquellos que han prestado el dinero».
Las ideas de Marx no ganaron adeptos fervorosos en Inglaterra. Un grupo de socialistas,
que entroncaron sobre todo con pensamientos de sus predecesores británicos, animados por
un afán de reforma al servicio de la j. social, pero sin extremismos radicales ni espíritu de
subversiva revolución, fundaron la llamada Sociedad Fabiana (v. FABIANIsmo). El
anarquismo tuvo nuevas manifestaciones en el escritor Tolstoi y en los también rusos
Bakunin y Kropotkin, así como en el francés Reclus.
Proyectando el espíritu del Evangelio sobre las cuestiones sociales de sus respectivos
tiempos, ofrecen las grandes encíclicas papales, certera y fecunda inspiración, de largo
alcance. Entre ellas la Rerum novarum de León XIII, Quadragesimo anno de Pío XI, Pacem
in terris de Juan XXIII, Populorum progressio de Paulo VI, así como los Radiomensajes de
Pío XII del 1 jun. 1941, de la Navidad de 1942, y de 14 de mayo 1953 (v. 2).
La ocasión que dio nacimiento a los idearios sociales, más o menos acertados, podrían
caracterizarse como el barrunto o como la experiencia de que no basta, aunque sea lo
principal, con garantizar las libertades individuales, ni basta tampoco, aunque sea muy
importante, con hacer también efectiva la democracia política. Parece que la autonomía
personal y la democracia, por sí solas, no resuelven otros problemas muy angustiosos en la
vida social: los problemas concernientes a crear los medios materiales para que pueda darse
de hecho una existencia humana y digna para todos, es decir, los medios o condiciones que
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hagan posible que todos estén en situación de alcanzar un nivel humano de vida y la
perspectiva de desenvolver progresivamente todas sus potencialidades.
Justicia social, estructura política y normas jurídicas. Si la inmensa mayoría coincide en
señalar las injusticias sociales de antaño, y las muchas que todavía persisten hogaño, en
cambio, hay múltiples discrepancias de opiniones respecto a dos temas: 1) sobre las causas
de ese deplorable estado de cosas, que suscitó la protesta contra la estructura económica de
la sociedad moderna y contemporánea; y 2) sobre los proyectos para remediar esas
deficiencias.
Las soluciones propuestas para el remedio o el alivio de esos problemas se dan en gran
número y desde diversos puntos de vista. Van de más a menos: desde el bolchevismo,
antihumanista, que degrada a la persona humana y aspira a convertir a los súbditos en
animales un poco mejor alimentados (en lo cual ha tenido enormes fracasos) y establece una
dictadura totalitaria (v. coMuNIsMo), hasta el neoliberalismo (v.), que sólo propugna la
corrección de los errores en que se incurrió al llegar a la práctica los principios de autonomía
personal y de democracia, pasando por una serie de grados intermedios (diversas fórmulas hoy no tanto fórmulas como más bien actitudes y enfoque- de socialismo, de la llamada
democracia cristiana, de intervencionismo, etc.).
En términos generales cabe decir que la experiencia ha demostrado que, si bien los
derechos individuales son esenciales, básicos e imperativos, hasta el punto de que les
corresponda el lugar más alto en la estimativa jurídica, y los derechos democráticos tienen
patente importancia, sin embargo, ni los unos ni los otros son suficientes, por dos razones: la,
los derechos individuales y democráticos no pueden realizarse satisfactoriamente cuando no
existen ciertas condiciones de seguridad material (económica) y de educación y cultura; 2a,
con ser de la máxima y suprema importancia los derechos individuales y democráticos, éstos
no agotan todos los requerimientos de la j. para los hombres. La persona individual no puede
realizarse a sí misma en cuanto a las posibilidades y potencialidades que tiene, como no sea
contando con una serie de múltiples y variadas condiciones y ayudas que reciba de la
sociedad. Se debe mirar al hombre no como individuo abstracto, sino como individuo real
inserto en la sociedad, por virtud de la propia esencia de lo humano, y necesitando
ineludiblemente de sus prójimos para todas las funciones de su propia vida.
Los derechos de libertad son como cercas o murallas que defienden al individuo frente al
peligro de indebidas agresiones e injerencias de los otros hombres, sobre todo de los poderes
públicos. Sucede empero, que, además de las cercas o murallas que protejan el santuario de
la persona individual contra cualquier intromisión ajena injustificada, es necesario que el
orden jurídico proporcione bisagras o mecanismos de engranaje para la cooperación,
indispensable a la vida humana, la cual es siempre vida en sociedad. Con acierto se piensa
que la j. requiere una serie de normas y prestaciones sociales positivas en beneficio de la
base material y cultural, necesaria a todos los hombres.
Para la realización de sus fines legítimos, los hombres tropiezan con múltiples
dificultades u obstáculos de carácter social, tales como un trato inadecuado en cuanto a las
condiciones de su trabajo, falta de oportunidades para desenvolver todos sus potenciales
humanos. Muchas veces se trata de dificultades y obstáculos que no son producto de un
propósito determinado; por el contrario, son desajustes, efectos de organizaciones colectivas
deficientes, o resultado de la dinámica espontánea de varios factores sociales, lo cual
provoca, p. ej.: hambres colectivas, miserias, insuficiente número de oportunidades
educativas, y tantos otros hechos parecidos. Puede suceder que algunas de esas situaciones
sean debidas a la pereza o a vicios de quienes las sufran, pero la mayoría de estos casos son
resultado automático de factores sociales que la voluntad del individuo no puede controlar.
Además, los individuos tropiezan también con otras dificultades, desgracias producidas
por las fuerzas de la naturaleza, solas, o combinadas con desajustes sociales, tales como
insalubridad, enfermedades, catástrofes geofísicas (terremotos, huracanes, inundaciones,
etc.), orfandad, accidentes, ancianidad, viudez desamparada, etc. No es justo que el peso
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para prevenir, remediar o aliviar tales desventuras recaiga exclusivamente sobre los
individuos que las sufren. Los principios de solidaridad social requieren que sea la
comunidad quien ayude a soportar los quebrantos de tales azares desdichados.
Un buen resumen, esquematizado -aunque quizá no suficiente- de las exigencias
principales de la j. social lo encontramos en los art. 22, 23, 24, 25, 26, 27 y 28 de la
Declaración Universal de Derechos humanos (v. DERECHOS DEL HOMBRE III),
proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 die. 1948.
Un conjunto cada vez más rico de normas de Derecho del trabajo, de Seguridad social,
de Sanidad o Salubridad, y de Educación pública, han determinado notables progresos,
aunque tal vez insuficientes, en materia de j. social en los Estados que han conseguido un
grado satisfactorio de desarrollo.
En los últimos lustros se ha cobrado dramática conciencia de otros aspectos de la j.
social: de las desigualdades entre los pueblos ricos y los subdesarrollados. Y, además, se
advierte que, a pesar de muchos y plausibles esfuerzos para remediar esos contrastes, entre la
vida relativamente cómoda de un tercio privilegiado de la humanidad, y la situación de
miseria de las otras dos terceras partes, la desigualdad crece más y más todos los días, por
virtud de la concurrencia de múltiples factores, que hasta ahora los hombres no han acertado
a dominar. Entre otros muchos testimonios, la Enc. de Paulo VI, Populorum progressio,
constituye una potente voz de alarma, a la vez que un bien orientado estímulo para decidirse
en serio a afrontar este lacerante problema de la injusticia interriacional entre las naciones
desarrolladas y los pueblos que gimen todavía indigentes.
BIBLIOGRAFIA.: L. RECASÉNS SICHES, Tratado general de Filosofía del Derecho, México
1965, 600-611,523-531; J. CASTÁN TOBEIJAs, La idea de justicia social, Madrid 1966; E.
WELTY, Catecismo social, Barcelona 1966 y 1967; E. BRUNNER, La justicia: Doctrina de las leyes
fundamentales del Orden social, trad. L. RECASÉNS SICHES, México 1961; VARIOS,
Comentarios a la encíclica «Populorum Progressio», México 1967; M. ALCOCER, Doctrina social,
México 1941; 1. D. BERNAL, The Freedom of Necessity, Londres 1949; A. PASQUIER, Les
Doctrines Sociales en France, París 1950; L. LEGAZ Y LACAMBRA, Filosofía del Derecho,
Barcelona 1962, 345 ss.; J. Ruiz-GIMÉNEz, La Concepción institucional del Derecho, Madrid 1944;
M. SANCHO IZQUIERDO, Principios de Derecho natural, Zaragoza 1955, 155 ss.; C. CARDONA,
Metafísica del bien común, Madrid 1966; 1. ZARAGÜETA, La justicia social: Su concepto y
aplicaciones actuales y posibles, en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas,
Madrid 1955, 299 ss.
Justicia social 2, Estudio General (MILLAN PUELLES)
1. Historia del vocablo. La voz j. s. es un neologismo introducido en virtud de unas
determinadas circunstancias que lo hicieron posible y necesario, pese a que la terminología
tradicional de la filosofía y del derecho contaba con expresiones de significación
esencialmente equivalente. Lo que desde mediados del s. xix se viene denominando j. social
es, en sustancia, la j. legal o general (v. I) de los tratadistas clásicos, ya que su objeto propio
e inmediato lo constituye, en definitiva, el bien común (v.). Pero, para entender el hecho
histórico de la aparición del nuevo término, hay que tener en cuenta una compleja serie de
circunstancias que, aunque dejan intacta la mencionada coincidencia esencial, permiten, sin
embargo, establecer importantes matices que atañen especialmente a los condicionaínientos
económicos de la estructura total del bien común.
a) El término «social». Ya desde fines del s. XVIII se venía llamando cuestión social (v.)
a la ocasionada por el trato económicamente injusto que padecieron las clases trabajadoras
de la naciente sociedad industrializada y cuya forma más drástica fue el hecho del
pauperismo (v.). Éste no se debió exclusivamente a la economía capitalista, como el
socialismo ha pretendido. La verdadera razón del pauperismo y de todas las injusticias que a
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él llevaron estuvo, concretamente, en la versión individualista de dicha economía: una
versión que, al adulterar los fines de ésta, la acarreó también muy graves dificultades en el
propio mecanismo de sus medios. Frente a ello se alzó una concepción social, de la que fue
esencialmente solidaria la idea correlativa de una j. social inspirada en principios
humanitarios y cristianos. De esta manera, el adjetivo social tomó un claro sentido de
superación del individualismo, sin oponerse por ello a los derechos de la persona humana,
irreductibles y previos a los del Estado.
Ese mismo sentido es el que la voz social ha conservado dentro de la expresión cuestión
social, al adquirir el problema que esta locución significa, otras dimensiones diferentes de las
del pauperismo. De hecho, esta palabra fue usada para designar un tipo especial de
empobrecimiento y se refería exclusivamente al inadmisible grado de miseria a que llegaron
los trabajadores industriales. En una segunda etapa, la cuestión social amplía su horizonte,
abarcando el problema de la clase media, el de los trabajadores agrícolas y el de la
constitución de las organizaciones profesionales en general, con un replanteamiento radical
del problema de la función del Estado y de intervención del mismo en las estructuras
económicas de la vida social. Y en el presente cabe aún señalar una tercera etapa, en la que
el campo de la cuestión social se extiende al mundo entero, con el problema de los derechos
de los países subdesarrollados y de los deberes en que respecto de ellos se encuentran, por su
parte, los económicamente más fuertes.
Pero hubo, además, otra razón para que el neologismo apareciera: el desconocimiento del
alcance de las voces j. general y j. legal en una época en la que la tradición a la que
pertenecen estos términos tenía poca vigencia y escasos cultivadores relevantes. Por una
parte, la fórmula j. general se prestaba, en esta situación, a ser tomada no como la que se
refiere al bien común, sino tan sólo como equivalente del concepto de la pura j. en general,
abstractamente entendida. Y, por su parte, el término j. legal se encontraba afectado por el
equívoco de la interpretación voluntarista, según la cual la ley no consiste en lo que de ella
se pensaba en la doctrina que tuvo a S. Tomás por su principal representante (a saber, una
ordenación de la razón, que tiene por objetivo el bien común), sino única y solamente en lo
mandado, con carácter coactivo, por la autoridad estatal, sea o no sea justo.
Todo esto explica, en suma, la recepción de la nueva palabra j. social en la Enc.
Quadragesimo anno, donde aparece claramente enlazada a contextos filosóficos tomistas,
bien que de un modo fácilmente comprensible por el público no especializado y, desde
luego, con una intención distinta de la que correspondería al tratamiento de una cuestión
puramente científica.
b) En Italia, Francia y Alemania. En su equivalente italiano giustizia sociale, y varios
años antes de la publicación del Manifiesto comunista, el vocablo ya había sido empleado
entre los tratadistas cristianos del Derecho natural, por L. Tapparelli d'Azeglio (v.) (Saggio
teoritico di diritto naturale, Palermo 1840, 353), quien además lo define (o. c. 354) por la
función de «hacer a todos los hombres iguales, en lo que concierne a los derechos de la
humanidad». Más tarde, el P. de Léhen, comentarista y divulgador de L. Tapparelli, definía
la justice sociale como la que consiste en «establecer, dentro de cada sociedad, el equilibrio
de los derechos y de los deberes» (Instituts du droit naturel privé et public et du droit des
gens, París 1866, 535).
Por esta época tiene lugar en Francia una fuerte polémica entre los católicos sociales y
los representantes de los llamados por éstos la escuela clásica, principalmente Ch. Périn,
para quien el término j. social no es otra cosa que un neologismo vago y sin sentido,
inspirado por un igualitarismo de cuño autoritario y que amplía, de un modo desmesurado, el
campo de la justicia distributiva (v. ii). A su vez, los católicos sociales, representados sobre
todo por La Tour du Pin y Albert de Mun, consideran a sus rivales como portavoces de un
desenfrenado individualismo que se contenta con prometer a los pobres la caridad y la
lismosna, sin reparar en las obligaciones de estricta y mera justicia que la sociedad tiene con
15
ellos desde un punto de vista exclusivamente natural y objetivo. El defecto en que ambas
escuelas incurrieron fue la equiparación de la j. social a la distributiva, sobre la base, como
ya anteriormente se ha indicado, de la ignorancia del sentido clásico de la j. legal o general,
expresamente referido al bien común y, por tanto, a todas las exigencias que del mismo
dimanan.
En Alemania se llevó a cabo un gran esfuerzo, parcialmente fallido, por devolver al
concepto de la j. legal su verdadera significación. En este caso se encuentran principalmente
V. Cathrein y H. Pesch (v.), que en una forma explícita y directa vinculan esta j. al bien
común y, por tanto, al derecho y deber que la sociedad, representada por el Estado, tiene de
conseguir que todos los ciudadanos hagan cuanto es preciso para ese mismo bien. Pero si el
defecto de las dos escuelas francesas fue la equiparación de la j. social a la distributiva, el de
los tratadistas alemanes estuvo en la reducción de la j. legal o general a la conmutativa (v.
ii). Hay que aclarar, no obstante, que concebían esta última en una forma su¡ generis, en
virtud de la cual resultaba preciso atribuir al Estado, o al gobernante, unas obligaciones que,
puesto que no podían consistir en la distribución de lo que no les pertenece, tenían
forzosamente que estribar en hacer que los ciudadanos respetasen mutuamente sus derechos
-también en materia económica- para el bien del conjunto de los individuos y de las familias
que integran la sociedad. Por lo demás, y a diferencia de los polemistas franceses, que
fueron, antes que nada, divulgadores de ideas para el gran público, los mencionados
pensadores alemanes se movieron, la mayor parte de las veces, en el plano de la
investigación y de la discusión científica, tanto filosófica como teológica.
Un paso decisivo vino a darse en el último lustro del s. xix por obra de Ch. Antoine
(influido, según parece, por ideas del P. de la Begassiére). En su célebre Cours d'Économie
sociale (ed. 1899, 128), Ch. Antoine identifica, de una manera inequívoca, la j. social con la
legal, «cette justice qui a pour objet le bien social el le bien commun á tous»,
complementando su pensamiento de este modo: «la justice sociale exprime le lien juridique
de la société, le principe d'unité du corps social, c'est alors la seule justice légale».
Estas ideas penetraron muy pronto en Alemania, inicialmente a través de H. Pesch, que
emplea la fórmula soziale Gerechtigkeit en el mismo sentido de la justice sociale de Ch.
Antoine y fundamentándola en principios radicalmente análogos. A esta misma dirección se
sumaron, sin reservas importantes, J. Mausbach (v.), O. Schilling, 1. Messner (v.), O. ven
Nell-Breuning y P. Tichleder. En conjunto, la escuela alemana estaba ya predispuesta a estas
ideas en virtud de su correcta elaboración filosófica del concepto de la j. legal o general,
pero parece que el impulso decisivo para la identificación de este concepto con el de la j.
social le vino, en definitiva, de los estudios de Ch. Antoine sobre la modalidad de la j. que
tiene por objeto el bien común.
c) En la Encíclica «Quadragesimo anno». Finalmente, Pío XI, al recogerla en la enc.
Quadragesimo anno, inserta la fórmula j. social en el siguiente contexto: «Los recursos
incesantemente acumulados por los progresos de la economía social deben, pues, repartirse
entre los individuos y las diversas clases de la sociedad de forma que se procure esa utilidad
común de que habla León X111; o, para expresar de otra manera este mismo pensamiento,
de modo que se respete el bien de la sociedad entera. La justicia social no tolera que una
clase impida a otra el participar en estas ventajas» (Enc. Quadragesimo anno, AAS 23,196).
Desde este momento, la voz j. social entra definitivamente en circulación entre los
escritores cristianos. El gran público llega a familiarizarse con su uso, y toda clase de
documentos políticos, económicos y sociales la emplean reiteradamente como una fórmula
que se acepta, al parecer, sin discusión. Contribuyeron a esto, en gran medida, los rigurosos
esclarecimientos del concepto de la j. social aportados por A. Bucculeri (La giustizia soziale,
en Civiltá Cattolica, Roma 1936, 1,353-364; 11,111-123; 186198), quien mostró, una vez
más, la lógica conexión en que se encuentran objetivamente las nociones de la j. social, el
bien común y la j. legal o general. Sin embargo, en el campo de la erudición, y
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especialmente en el de los estudios teológico-filosóficos, han subsistido aún algunas
vacilaciones, debidas, en su mayor parte, a ciertas dificultades suscitadas por el problema de
la intervención del Estado en materia económica y por una indudable tendencia residual a
confundir, en ciertas ocasiones, los campos de la j. social y la distributiva. Tal es el caso en
el que se encuentran A. Vermeersch (v.), J. Tonneau y J. Kleinphappl, no porque nieguen la
j. social, sino porque tienden a distinguirla y separarla de la general o legal.
2. El nexo entre la justicia social y el bien común. La relación de la j. social con el bien
común (v.) deriva inmediatamente del principio según el cual el objetivo de la sociedad lo
constituye el bien de todas las personas que la integran. O dicho de una forma negativa: el
fin de la sociedad en cuanto tal no puede ser el bien privado de ninguno de sus miembros en
particular, aunque ese bien sea legítimo y no se oponga, por tanto, a los derechos de la
sociedad misma ni a los que respectivamente pertenezcan a los restantes miembros
integrantes de ésta. Todo ello, en suma, equivale a decir que el bien común, que es, por una
parte, el objetivo de la comunidad o sociedad, resulta, por otra parte, el objeto propio y
específico de la j. social como virtud qué ordena la convivencia en sus aspectos o
dimensiones naturales.
a) Justicia social, caridad y filantropía. Como virtud meramente natural, la j. social
difiere, pues, formalmente, del hábito sobrenatural de la caridad, y ello incluso en los casos
en que los contenidos de una y otra virtud sean materialmente coincidentes. La caridad (v.)
se fundamenta asimismo en un bien común, pero éste no es el meramente natural en el que la
j. social tiene su cometido, sino el bien común supremo y sobrenatural en que Dios mismo
consiste y que hermana a los hombres bajo la condición de hijos de Él. Por otra parte, la j.
social es también formalmente diferente de toda filantropía o desprendimiento de índole
natural, y ello se debe a que constituye una obligación objetivamente exigible y no tan sólo
un modo de generosidad actualizable a través de un impulso pura y simplemente subjetivo.
Desde un punto de vista psicológico, puede plantearse la cuestión de si de veras cabe el
ser socialmente justo cuando no se ama al prójimo. Esta cuestión es también extensible a las
restantes modalidades de la j. Pues bien, aunque el fundamento objetivo de la j. en todas sus
manifestaciones es siempre algún derecho, la virtud consistente en respetarlo se apoya considerada desde el punto de vista del condicionamiento psíquico de sus ejerciciosen algún
modo de amor, entendiendo esto último no como un sentimiento, sino precisamente como un
acto de la voluntad, que, en el caso concreto de la caridad, tiene, en virtud de su origen, una
eficacia sobrenatural y divina. Aplicando estas consideraciones a nuestro tema, llega a
hacerse patente que, por no haber distinguido, de una manera clara, entre el fundamento
objetivo y el subjetivo de la j. social, se han producido tanto las inadmisibles confusiones
como las abusivas separaciones de la misma respecto de la caridad y la filantropía.
Esencialmente distinta de las mismas, la j. social es, en la práctica, inseparable de la una o de
la otra; y, en consecuencia, tan desacertada en su confusión con cualquiera de ellas como
ineficaz la pretensión de lograrla sin el correspondiente apoyo subjetivo. Tal es la causa de
que cuando faltan las dos mencionadas formas de este apoyo se corra el grave riesgo de
convertir esa modalidad de la justicia en el resentimiento y la venganza sociales.
b) El bien común, fuente de derechos y deberes. Pero ahora se trata solamente del
fundamento objetivo de la j. social. Y en este sentido hay que aclarar que el bien común, en
tanto que es objeto de j., constituye un derecho que ha de ser respetado por todos los
miembros de la sociedad. Lo cual quiere decir que existe una j. (precisamente, la j. social)
que obliga a subordinarse albien común, de tal modo, por tanto, que el hecho de someterse y
ajustarse a las exigencias de este bien no tiene que ser mirado como algo excepcional o
especialmente altruista y generoso. Cabe decir que el derecho que el bien común constituye
tiene por titular a la sociedad misma, pero no abstractamente, sino como un conjunto
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formado por personas, cada una de las cuales tiene, a su vez, el derecho a participar en dicho
bien. Por consiguiente, quien no se subordina al bien común no se limita a prescindir de su
derecho propio y personal a participar en él, sino que además se opone a los derechos que,
respecto a la participación en ese bien, tienen los otros miembros de la sociedad. De ahí que
sean totalmente inválidas las objeciones que pretenden fundarse en que la sociedad, e
igualmente el bien de ella, no son, propiamente hablando, una persona; porque, en definitiva,
se trata de los derechos que las concretas personas que integran la sociedad tienen a
participar en el bien que de esta misma resulta. E inversamente: quien se subordina al bien
común, no sólo extiende y aplica su voluntad a un objeto adecuado a la dignidad de la
persona humana, sino que se comporta de una manera justa, por respetar los derechos que las
demás personas que integran la sociedad tienen a la participación en dicho bien.
Una vez hechas estas aclaraciones, importa determinar, con la mayor exactitud posible,
la forma en que la j. social apunta, desde cada uno de los miembros de que la sociedad está
compuesta, a todos los restantes. La j. social no obliga a nadie, de una manera directa, con
ningún ciudadano en concreto, ni siquiera con todos, pero de forma que sea particularmente
con cada uno, sino por cierto a la inversa: con todos a la vez y en general. Este principio ha
de ser comprendido de un modo riguroso, si se quiere entender lo que la j. social es en sí
misma. Cierto que cada hombre ha de ser justo con todos los demás hombres. Pero existen
dos formas de que cada cual sea justo con los otros: Primera, ajustarse en cada situación que
se presente al derecho que cada uno de los otros tiene a su respectivo bien privado; segunda,
respetar el derecho que todos tienen, en general, al bien común.
3. Justicia social y justicia general. Lo primero es lo que en la terminología clásica se
denomina j. particular, no, claro está, en el sentido de que haya que practicarla solamente
con una o varias personas, sino porque, áunque debe ejercerse con cualquiera, sin ninguna
excepción, siempre está referida, sin embargo; y de una manera inmediata, a un bien
particular: en cada caso, el que pertenece propiamente a un hombre determinado o a un
determinado grupo de hombres. En cambio, el segundo modo se denomina, en esa misma
terminología, j. general, por tener como objeto el bien común. O dicho de otra manera: lo
que en los actos de la j. particular es respetado es, en cada concreto caso y situación, el
respectivo derecho particular a un bien particular, mientras que lo que se respeta en los actos
de la j. general es el derecho de todos a participar en el bien común.
Como ya se indicó, la j. social se identifica con la llamada j. general. Ahora bien, toda j.
puede, en un amplio sentido, ser llamada social: en primer lugar, por suponer la sociedad, o
convivencia, al menos de dos personas, y en segundo lugar porque contribuye a mantener el
orden y la armonía sociales, en la misma medida en que, por el contrario, toda injusticia
constituye un acto de insolidaridad y de desorden. Así, pues, hace falta que la j. social sea
social por algo más que por esas dos razones que convienen a toda forma de j. Ese algo más
es, en efecto, el que aparece en la j. legal o general en cuanto tiene por objeto el bien común,
es decir, no un simple bien privado, por legítimo que éste pueda ser, sino el bien al que la
sociedad misma se orienta en virtud de una exigencia natural de su dinamismo objetivo.
De esta suerte, la j. legal o general puede, en resolución, ser llamada social, no de un
modo antitético, como si fuera antisocial la que concierne, de una manera directa, a los
derechos y los bienes particulares, sino porque la que tiene por objeto propio el bien común
atañe inmediatamente al objetivo y la razón de ser de la sociedad en cuanto tal. El texto en el
que Pío XI pone de manifiesto las condiciones y las exigencias de la j. social es una prueba
patente de lo que se acaba de decir. En ese texto se afirma: «Lo propio de la justicia social es
exigir a los individuos todo lo que es necesario para el bien común; así como en un
organismo viviente no se atiende suficientemente a su totalidad si no se da a cada parte y a
cada miembro lo que éstos necesitan para ejercer sus funciones propias, de la misma manera
no se puede atender suficientemente a la constitución equilibrada y al bien de toda la
sociedad si no se da a cada parte y a cada miembro, es decir, a los hombres, dotados de la
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dignidad de personas, todo lo necesario para cumplir su función social propia» (Divini
Redemptoris, AAS 29, 1937, 92).
Fácilmente se advierte en este texto la distinción entre lo que la j. social da y lo que, en
cambio, pide; pero a la vez es evidente la conexión entre ambas dimensiones por medio del
bien común, fundamento unitario de las dos. Es, sin embargo, frecuente que al hablar de la j.
social se piense, de un modo casi exclusivo, en los derechos de los económicamente débiles
en una determinada organización de la sociedad. A esta organización se la llama injusta socialmente injusta- por no reconocerse en ella esos derechos o porque no permite el
efectivo ejercicio de los mismos, aunque en teoría los acepte y proclame con toda
solemnidad. ¿Hay que decir entonces que la atención a esa clase de derechos no compete, en
rigor, a la j. social, sino a la particular, y que, por ende, el uso del primer término es abusivo
en tales ocasiones? La realidad es que no existe tal abuso. Y no lo hay, porque lo que esa
manera de entender la j. social echa de menos es una organización total de la sociedad,
donde se haga posible el ejercicio de los derechos en cuestión, pero precisamente en nombre
del bien común y fundándose en él. Lo que la j. social recaba entonces es que la sociedad
entera se ordene y organice de tal modo que el bien particular de algunos de sus miembros
no prive realmente a otros de su respectivo bien particular. Y esa exigencia procede, en
definitiva, de la índole misma del bien común, que es, por principio, la de algo participable
por todos y cada uno de los miembros de la comunidad (cada cual en función de sus
merecimientos y necesidades).
4. justicia social y justicia particular. Al exponer la historia del vocablo, hubo que hacer
algunas referencias a las concepciones que reducen la j. social a alguna de las dos
modalidades de la j. particular: la conmutativa o la distributiva. El defecto esencial de esas
concepciones estriba en el desconocimiento, o en el olvido, de que las dos últimas
modalidades de j. son -una vez más importa subrayarlo- formas o modos de la j. particular,
mientras que, en cambio, la j. social, al tener por objeto el bien común, no se refiere, de una
manera directa, a ningún tipo de bienes particulares, aunque es preciso añadir que
indirectamente atañe a ellos, en calidad -como en seguida hemos de ver- de fundamento y
norma de toda conmutación y distribución de los mismos. Porque cabe también otra
deformación en la manera de interpretar el nexo entre la j. social y las dos formas de la
justicia particular: limitarse a entenderlo como una pura y simple yuxtaposición de las
obligaciones respectivas.
Ante todo, importa hacerse cargo de que la j. social es cosa muy distinta de un conjunto
de vagas aspiraciones sociales éticamente equívocas e indefinibles. No es infrecuente que, en
vez de considerarla como una virtud con su objeto propio y específico, se la tome como un
oscuro sentimiento con mejor intención que valor práctico. Si la j. social tuviera este carácter
no cabría invocarla en calidad de norma objetiva de la convivencia y, por lo mismo, toda
apelación a ella, para tener la necesaria concreción, habría de resolverse en la j. conmutativa
y la distributiva. Pero ello supondría que el bien común no es susceptible de una j. propia y
adecuada, específicamente irreductible a las modalidades de la j. particular. Así, pues, hace
falta, en primer término, que la j. Social no se limite a añadirse a la conmutativa y la
distributiva como un vago e indefinible complemento que se les quiere hacer. Pero tampoco
se trata de que la j. social deba alinearse con las otras o inscribirse en el mismo plano que
ellas, con alguna función determinada que estas últimas no logren por sí mismas en su
referencia a los bienes particulares. Como j. general que es, la j. social se encuentra en otro
plano, el del bien común; y como norma objetiva de la convivencia, tiene que constituir el
fundamento y el esencial principio ordenador al que se sometan todos los derechos, y del que
surjan todos los deberes, de la j. particular.
Es decir: 1° la j. social y la particular (en sus dos formas) son esencialmente diferentes,
porque se mueven en distintos planos, que son los que corresponden a los objetos propios e
inmediatos de su respectiva competencia; 2° no son simplemente diferentes, sino que
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además, y sobre todo, constituyen un orden estrictamente jerárquico, donde la primacía
pertenece a la j. social como norma objetiva a la que se subordinan los dos modos de la j.
particular, de la misma manera que todo bien particular, aun el legítimo, debe subordinarse
al bien común; 3° la j. conmutativa y la distributiva son, por tanto, instrumentos de la j.
social, o, lo que es lo mismo, medios para llevar hasta la esfera de los bienes particulares las
exigencias de la j. social respecto del bien común.
Resulta, así, que la j. social y las dos formas de la j. particular se enlazan mutuamente en
un doble e inverso sentido. La j. particular necesita de la j. social como de la norma a la que
objetivamente se subordina y en la que, en último término, se funda; y la j. social necesita de
la particular para ser llevada a la práctica, es decir, para poder realizarse en el ámbito de los
bienes particulares y de las personas concretas que de hecho componen la sociedad. Esta
doble e inversa relación no establece un círculo vicioso, porque ni la j. social es a su vez un
instrumento de la particular, ni ésta, por su parte, una norma de aquélla. La norma y los
instrumentos que la sirven tiene siempre una mutua relación, mas no en el mismo, sino en
distinto sentido, de una manera análoga a lo que acontece con el fin y los medios. No es,
pues, ni que la j. social carezca de relación con los bienes particulares, ni que la j. particular
sea enteramente ajena al bien común, sino sencillamente que la j. social se refiere, a través
del bien común, a los bienes particulares, y que la j. conmutativa y la distributiva se enlazan,
a través de éstos, con aquél. Y todo ello, en suma, por dos razones que hay que considerar
conjuntamente: primera, porque en la práctica las relaciones de j. son, en todos los casos,
relaciones entre personas concretas, y segunda, porque en justicia estas relaciones deben
contribuir al bien de todos y subordinarse, por tanto, a él.
De esta suerte, conviene por completo a la j. social lo que S. Tomás afirma de la general
o legal, con la que en rigor se identifica: «la justicia legal ordena suficientemente las
relaciones de los hombres entre sí, pero de un modo inmediato en lo que concierne al bien
común y de un modo mediato en lo que atañe al bien particular» (Sum. Th. 2-2 q58 a7 adl).
La distinción entre lo inmediato y lo mediato es, por tanto, la clave para entender la diversa
manera en que la j. social se refiere, por una parte, al bien común y, por otra, a los bienes
particulares. Y a la luz de esta misma distinción se establece la posibilidad de deshacer los
equívocos y las confusiones que, con tanta frecuencia, se han deslizado en las habituales
controversias sobre el alcance de la j. social y la relación de ésta con la j. particular.
Quienes afirman que la j. particular tiene su esfera propia están, sin duda, en lo cierto; y
hay que darles, por tanto, la razón, mientras sostengan que esa misma esfera no es objeto
directo de la j. social; pero se excederían si pretendiesen que el ámbito en cuestión no puede
ser regulado por la j. social de una manera indirecta; porque ello sería tanto como negar la
subordinación de los bienes particulares al común, o, respectivamente, la de la j. particular a
la general o social, lo que en definitiva equivaldría a la eliminación de toda norma superior
de la convivencia, quitando a la vez su base a la propia j. particular. E inversamente: quienes
afirman que la j. social tiene un objeto propio, en el que no cabe suplantarla con la j.
particular, están también en lo cierto; pero no tendrían razón si mantuviesen que ese objeto
propio e inmediato de la j. social no necesita de la j. particular como de un medio o
instrumento a su servicio, porque ello equivaldría a desconocer que, en la aplicación a la
práctica, todas las relaciones de j. vienen a consistir, como ya se indicó, en relaciones entre
personas concretas (incluyendo, claro está, la distinción entre las personas físicas y las
morales y, por supuesto, la que se da, desde otro punto de vista, entre los gobernantes y los
gobernados).
Por consiguiente, ni la j. social hace innecesaria a la particular, ni ésta, a su vez, puede
prescindir de aquélla. Ambas se reclaman mutuamente, sin confundir sus objetivos propios.
Y es tan defectuoso el separarlas como el no distinguirlas. Veámoslo, de un modo más
explícito, examinando la relación que la j. social tiene, por una parte, con la conmutativa y,
por otra, con la distributiva.
a) Justicia conmutativa. Al regular, en principio, todas las prestaciones que las- personas
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se hacen entre sí, la j. conmutativa obliga a dar en la misma medida de lo que se recibe. P.
ej., en la compraventa, que es un caso de mutua prestación, y en general en todos los
intercambios, lo conmutativamente justo es que ambas partes respeten la igualdad aritmética
entre los bienes o servicios canjeados; y de ahí que no se cumpla esta j. no sólo cuando no se
corresponde en absoluto a lo que se recibe, sino también cuando una de las partes da menos
que la otra. Pues bien; en la hipótesis de que todos los miembros de la sociedad cumpliesen
con la j. conmutativa, ¿no habría que decir que ya está logrado el objetivo de la j. social o
general? -O, dicho de otra manera: ¿no es suficiente, para que una sociedad sea justa, el que
todos los miembros que la integran respeten las exigencias de la j. conmutativa en la
totalidad de los servicios y beneficios que mutuamente se hagan?
Evidentemente, desde el punto de vista de los hechos, éste que da sentido a la pregunta
sobrepasa los límites de lo que la experiencia puede atestiguar; pero no es ése el problema, y
no lo es porque se trata de algo que, desde el punto de vista de la moral, se nos presenta, en
cambio, y con la misma evidencia, como absolutamente obligatorio. Sin embargo, ello no
constituye un fundamento que por sí solo pueda justificar una respuesta afirmativa a la
pregunta. En primer lugar, cabría aducir que el bien común no estriba en la yuxtaposición o
mera suma de los bienes particulares. Y se podrían añadir otras razones enlazadas con ésta y
muy fáciles de argumentar. Pero aquí vamos a limitarnos a una, que es la más decisiva para
entender esencialmente la cuestión.
Cuando se habla de la j. conmutativa, hay que tener en cuenta que, aunque ésta es la
norma de todos los intercambios, no es, sin embargo, una norma que obligue a intercambiar.
Dicho de una manera rigurosa: la obligación que la j. conmutativa establece es meramente
hipotética, no en el sentido de que sólo valga en ciertos casos, sino radicalmente, o sea, en el
sentido de que implica el supuesto de que se admita algún caso de intercambio. Una vez que
un intercambio es aceptado, cada una de las partes tiene la obligación de dar a la otra lo
equivalente a lo que de ella recibe. Tal equivalencia es necesaria para que pueda hablarse de
j., ya que el simple cumplir lo convenido puede en algún caso ser injusto desde el punto de
vista de la ética de la conmutación, que preceptúa, de un modo obligatorio, el atenimiento a
la igualdad aritmética de los valores en canje. Pero es patente que nadie falta a dicha
equivalencia si empieza por no aceptar el intercambio. Quien así no quisiera recibir no
tendría, por lo mismo, la obligación de dar. ¿Qué ocurriría, cabe entonces preguntarse, si
ningún miembro de la sociedad no quisiera intercambiar nada? Esta pregunta es
efectivamente tan legítima como la que antes formulábamos, y su sentido se comprende a
fondo al advertir que la existencia de los intercambios es una necesidad que se desprende de
la división de las actividades laborales, que es, a su vez, precisa para el bien común. En
consecuencia, aunque la j. conmutativa no obliga por sí sola a intercambiar, la j. social,
específicamente referida al bien común, exige en general que haya intercambios, ya que si
éstos no se realizaran, la división del trabajo, además de inútil, resultaría nociva para todos
los miembros de la sociedad. O sea, que quien se negase en general a todo tipo o clase de
intercambio estaría faltando a la j. social, aunque indudablemente no atentaría en nada a la
conmutativa.
Por la misma razón, la j. conmutativa, que ni en general ni en concreto obliga a
intercambiar nada, tampoco puede ser el fundamento de que el gobernante expropie un bien
particular, ni siquiera admitiendo la condición de que el poseedor de este bien sea
compensado con otro equivalente. En la práctica, el hecho mismo de la expropiación viene a
ser una especie de intercambio forzoso, en el que las exigencias de la j. conmutativa son
cumplidas, si la indemnización es la adecuada; pero, a título de forzoso, no puede estar
basado en la j. conmutativa, sino en la social o general, por ser precisamente el bien común
lo que confiere a ese canje su carácter moralmente obligatorio, justificando, así, por una
parte, la facultad que el gobernante pone en ejercicio al ordenar la correspondiente
expropiación y, por otra parte, el deber en que se encuentra el gobernado de acatar esa orden.
Y otro tanto acontece con el trabajo. Por sí sola, la j. conmutativa únicamentE obliga a
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trabajar cuando de esta manera se corresponde a algún servicio o beneficio equivalente, que
se acepta en la forma de un canje o intercambio. Por el contrario, la j. social no sólo puede
imponer el deber de trabajar por el bien común, sino que, en ciertos casos, tiene también la
posibilidad de ser el fundamento de la obligación de trabajar más, si así lo exige el bien.
b) Justicia distributiva. Por lo que toca a la j. distributiva, nos encontramos asimismo en
el caso de tener que afirmar que su sentido es también radicalmente hipotético, tal como ya
se aclaró para la j. conmutativa. De la misma manera que esta j. no obliga a conmutar, sino
únicamente a que, si el intercambio se realiza, ambas partes observen la igualdad entre los
bienes o servicios canjeados, tampoco la j. distributiva obliga a distribuir, sino tan sólo a
que, si se hace la distribución, se guarde en ella la debida proporción entre los beneficios y
las aportaciones o los méritos, y entre las cargas y las capacidades. Por consiguiente, no se
hace ninguna ofensa a esa j. si no se reparte nada. Claro está que la falta de distribución
puede constituir una grave injusticia, pero no una injusticia distributiva, sino general o
social.
La j. distributiva, que no obliga de suyo a la distribución, dictamina la forma en que ésta
ha de realizarse, si es que, en efecto, hay que ponerla en práctica. Ni concierne tampoco a la
cantidad o número de personas que deban participar en los beneficios y en las cargas de la
distribución. Aunque a primera vista resulte extraño y hasta inadmisible, es preciso afirmar
que la j. distributiva no sufre lesión alguna si se llega a excluir de sus beneficios y sus cargas
a una porción, por grande que ésta sea, de la totalidad de los miembros de la sociedad.
Evidentemente, esta exclusión es injusta, mas no, por cierto, injusta distributivamente, sino
socialmente, puesto que es la j. social o general la que reconoce en todos los ciudadanos
deberes y derechos respecto del bien común.
Tan propio de la j. distributiva es el referirse únicamente al modo, a la manera de la
distribución, que ni siquiera tiene esta j. el cometido de establecer la cuantía de lo que se
deba repartir. Tal determinación depende objetivamente de las exigencias mismas del bien
común. Para comprenderlo, basta hacer una observación: el bien común recaba que una
cierta parte de lo conseguido entre todos los miembros de la comunidad sea reservada para
atender a las necesidades generales de la misma. Es lo sobrante lo que puede y debe ser
objeto de distribución. Y aun esto mismo que se acaba de decir no se fundamenta tampoco
en la justicia distributiva, sino en la social o general, que es la que da el derecho a participar
en el bien común, aunque la forma de la asignación de los respectivos beneficios esté
lógicamente determinada por la j. distributiva.
Igualmente, así como antes hubo que advertir que la sola j. conmutativa no obliga, por sí
misma, a trabajar, si no es en correspondencia a algún beneficio equivalente, también ahora
es menester observar que la justicia distributiva se encuentra exactamente en el mismo caso.
Es decir, que si alguien, con tal de esforzarse menos, se contenta con participar también
proporcionalmente menos en el bien común, su conducta no podrá ser juzgada como una
falta a la j. distributiva y, por consiguiente, no habrá, por este lado, ningún fundamento para
forzarle o para castigarle. Pero en cambio, continúa siendo cierto que la j. social -y en su
nombre, el gobernante- puede obligar a ese miembro de la sociedad a un rendimiento mayor,
si el bien común lo exige y, por supuesto, siempre que con ello no se atente a las exigencias
naturales de la dignidad de la persona humana. Advirtamos, de paso, que la obligación que el
gobernante tiene de respetar esas exigencias dimanantes de la dignidad personal del ser
humano no significan, en realidad, una negación, ni un aminoramiento, de lo que antes se
dijo, porque esa dignidad está incluida en la estructura misma del bien común, que es un
bien compartible por seres personales.
5. El ámbito de la justicia social. Considerada de una manera objetiva y según el alcance
que su propia esencia determina, la j. social tiene por ámbito el de la sociedad en cuanto tal,
en todos los aspectos regulables por el principio de la subordinación al bien común. Y, a su
vez, la esfera a la -que se aplica este principio no se reduce a la del puro y simple bienestar
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material, como si el bien común se limitase a sus dimensiones económicas, por importantes
y decisivas que éstas puedan ser.
a) Insuficiente reducción a los bienes económicos. Frente a ello nos encontramos, desde
el punto de vista de los hechos, con que el uso más generalizado y frecuente de la palabra j.
social es el que la vincula, de una manera prácticamente exclusiva, a la justa distribución de
las riquezas. Cuando, sobre todo, se la mira desde una determinada situación social en la que
se la echa en falta, esa distribución suele presentársenos -y es lógico que así ocurra- como un
ideal que perentoriamente hay que llevar a la práctica, y se convierte muy pronto en el
fundamento de toda una serie de reformas que se denominan, en ese sentido, sociales. El uso
de este adjetivo como enlazado, de un modo principal, por no decir totalmente excluyente,
con los aspectos materiales o económicos de la convivencia humana, es una abusiva
restricción de su significado, absolutamente inadmisible, no tan sólo en virtud de la
propiedad y del rigor del bien decir, sino sobre todo en nombre de las dimensiones y
aspectos superiores de la persona humana y de los niveles más altos del bien común. La
única explicación aceptable de ese hecho es la que en cierto modo viene dada por la
innegable urgencia de la equitativa distribución de los bienes materiales para una justa
organización de la sociedad. En cualquier caso, el hecho que por lo pronto importa registrar
es que, la mayoría de las veces, la j. social es presentada con los siguientes rasgos y
características, cada uno de los cuales contribuye a empobrecer gradualmente su concepto:
1° la referencia, casi exclusiva, a los bienes de índole económica; 2° la limitación de su
contenido a la justa distribución de esos mismos bienes; 3° la intención reformadora, que, al
dirigirse principalmente a los medios para lograr dicha distribución, acaba por identificar con
ellos a la j. social y, en consecuencia, desatiende, entre otras cosas, el problema de lo que en
general sea necesario para mantener lo mismo que pretende.
b) Relación con las reformas sociales. La razón, que ya ha quedado consignada, y según
la cual es de evidente urgencia la equitativa participación de todos los ciudadanos en los
bienes de índole material, hace explicable la tendencia a las reformas. No cabe duda que el
bien común las pide y que, por tanto, son una insoslayable exigencia de la j. social. Pero la
causa de que ésta las reclame no consiste en que ella misma, por su propia esencia, sea un
reformismo o un romántico anhelo de puro variar por variar. Muchas veces se dice,
fundándose para ello en la serena consideración de la realidad social, que la j. social ha de
tender a la implantación de un orden nuevo, pero no sola ni principalmente a título de nuevo,
sino sencillamente en calidad de verdadero orden. Y es que, en rigor, no se puede admitir la
separación, que con frecuencia se hace, entre el orden y la justicia, como si en realidad fuera
posible una opción bien fundada que llevase consigo un detrimento de las exigencias del
bien común.
Las reformas son justas en la medida en que tienden a este bien y en que objetivamente
es previsible la necesidad de las mismas, tanto para llegar a alcanzarlo, como, en su caso,
para consolidarlo o mantenerlo. De ahí que la totalidad de las medidas que se deban tomar
sean, en su fundamento mismo, algo enraizado en la j. social, no sólo cuando los medios
previstos se encaminen al logro o al incremento del bien común, sino también cuando se
dirijan a la conservación de lo que sea necesario o conveniente mantener. La justa
distribución de las riquezas no constituye, en este sentido, un caso aparte, aislable de los
demás problemas de la j. social. Además de ser un objetivo que ante todo importa conseguir,
tal distribución puede ulteriormente presentarse como algo que ha de ser preservado de los
ataques que lleguen a sobrevenirle. Suponer lo contrario sería profesar un optimismo a todas
luces ingenuo y que parece desconocer que la mayor parte de las causas a las que se debe la
injusta distribución de las riquezas continúa siendo activa en cualquier situación,
amenazando las más sólidas conquistas.
La j. social no se identifica tampoco con ninguno de los medios y recursos, por lícitos
23
que fueren, de que el gobernante ha de valerse para consolidar la equitativa participación de
todos los ciudadanos en el bien común. En realidad, esos medios y recursos pertenecen
propiamente, no a la j. social, sino a la prudencia política. Y hay que añadir que es también
de la prudencia política de donde se derivan, de una manera inmediata, los contenidos
concretos de las reformas a que antes aludíamos. Sin embargo, es igualmente cierto que la
prudencia política, con ser imprescindible y decisiva y a pesar de tener una función en la que
nada debe suplantarla, tampoco puede sustituir, a su vez, a la j. social, ni mucho menos
oponerse a ella; antes, por el contrario, la supone, y precisamente en calidad de norma que de
un modo objetivo regula las decisiones prudenciales ante las diversas y cambiantes
circunstancias de la vida social. Porque los principios a los que ha de atenerse la sociedad -y
en los que debe inspirarse toda la actividad del gobernante- tienen que ser los mismos antes
y después de las reformas, aunque la manera de aplicarlos haya de variar, en cambio, en la
medida en que las circunstancias lo reclamen. Y, en general, tan nocivo como el rígido
apego del gobernante a unas fórmulas útiles en una determinada situación, pero ineficaces o
incluso perjudiciales en otra, es el dejarse llevar del reformismo y del puro afán de
novedades hasta el punto de pretender la modificación de los principios, como si toda j. no
tuviera, junto a la variedad de sus aplicaciones, la unidad radical de una misma e idéntica
inspiración.
c) La justicia social y los bienes económicos. Por otra parte, y todavía en la esfera de los
bienes de tipo material, la j. social tiene también una competencia indirecta en la producción
y no tan sólo en la distribución. El bien común exige, efectivamente, que haya una suficiente
cantidad de disponibilidades materiales, porque tan cierto es que ese bien no se confunde con
el provecho para unos cuantos miembros privilegiados de la sociedad, como que tampoco
consiste en un mal común. En consecuencia, la j. social tiene que recabar la necesaria y
conveniente producción; de lo contrario, lo que habría que repartir sería la escasez o la
miseria. Por consiguiente, lejos de entorpecer la producción, la j. social es económicamente
dinámica y creadora. En su carta a Ch. Flory (7 jul. 1952), Pío XII señala que el medio más
natural y más seguro para satisfacer las obligaciones de la j. social es «el incremento de los
bienes disponibles, mediante un sano desarrollo de la producción» (AAS 44, 1952, 621-622).
Naturalmente, la j. social no se interfiere en el campo de las leyes técnicas de la
economía, ni pretende forzar estas leyes para conseguir objetivos utópicos. Por el contrario,
y precisamente para ponerlas a su servicio, la j. social ha de contar con ellas, respetando su
propia naturaleza. Lo que no cabe admitir es que esas leyes se puedan oponer a las
exigencias morales del bien común, como si la única técnica económica fuese la que se
inspira en los intereses de la versión individualista del organismo económico y social. Y
tampoco está justificada la creencia de que la armonía y la paz sociales resultan, en una
forma espontánea, del puro juego de los intereses productivos, sin intervención alguna del
Estado. Esta opinión, que es típica del viejo liberalismo, ha sido expresamente rechazada por
todos los representantes actuales del neoliberalismo, que al seguir defendiendo los derechos
de la libertad y de la iniciativa privada, exigen precisamente en nombre de esos mismos
derechos, que el Estado intervenga en la medida de lo necesario para garantizarlos y
defenderlos de los abusos en que prácticamente degeneran con gran facilidad.
d) La dignidad de la persona y la justicia social. Igualmente se pone de manifiesto el
alcance de la j. social cuando se advierte que el bien común requiere para el trabajo unas
condiciones propiamente humanas, de suerte que la dignidad de la persona sea efectivamente
respetada en la manera de desarrollarse las actividades laborales. Tal es la causa de que la
Iglesia haya levantado su voz, una y otra vez, frente a todas las concepciones que miran el
trabajo como una simple actividad mecánica y que se limitan a ver en el trabajador un puro y
simple elemento de la producción. «La causa, dice Pío XII, de que la Iglesia, en su doctrina
social, insista siempre en las consideraciones debidas a la íntima dignidad del hombre,
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reclamando que en el contrato de trabajo se asigne el justo salario para el obrero, y exigiendo
en favor de éste una asistencia eficaz en sus necesidades materiales y espirituales, consiste
en que el trabajador es una persona humana, en que su capacidad de trabajo no debe ser
considerada ni tratada como una mercancía, y en que su obra representa siempre una
prestación personal» (Alocución a los trabajadores de la Fiat, 31 oct. 1948, en
Documentación Católica, 1949, 2).
La evidente insistencia de este texto en el carácter personal del hombre se encuentra
reproducida en innumerables declaraciones pontificias, que unas veces hablan, en concreto,
del trabajador y otras se refieren, en general, al ciudadano, como titular de derechos que no
se fundan en el poder del Estado, sino en la dignidad de la naturaleza humana. A los efectos
de la j. social, todo ello significa que el bien común, al que esta j. está ordenada, tiene que
reconocer, y garantizar en su ejercicio, esos derechos que expresan la dignidad personal del
hombre, hasta tal punto que el sacrificio de los mismos sólo se podría hacer en nombre de un
bien común meramente aparente (AAS 43, 1951, 731).
El respeto a la dignidad personal del ser humano, influida como un elemento integrante
en la misma noción del bien común, lleva consigo el que la j. social desborde el estrecho
marco de las necesidades materiales o económicas. Las razones más hondas en que se basa
la justa distribución de las riquezas obligan a ir más allá de la participación de todos los
ciudadanos en este tipo de bienes. Lo cual, en resolución, equivale a decir que constituiría
una verdadera injuria a la dignidad personal del ser humano el limitar « el ámbito de la j.
social a las dimensiones pura y simplemente materiales de la convivencia. El evidente hecho
de que estas dimensiones condicionan la posibilidad efectiva de la participación en otros
bienes o valores más altos no debe hacer olvidar que son precisamente estos últimos los que
mejor expresan la categoría propia del hombre y, consiguientemente, el más elevado nivel
del bien común, objeto inmediato y propio de la j. social. El bienestar es solamente una parte
del bien común, y tan socialmente injusto como el excluir de esa parte a algunos ciudadanos
sería, a su vez, impedirles el acceso a la otra.
Como en la práctica ambas injusticias están ligadas, es imprescindible comenzar por la
eliminación de la primera. Sin embargo, desde el punto de vista de la teoría de la j. social,
esta afirmación tiene ya un sentido muy distinto de toda ideología que también recabase ese
mismo comienzo, pero no por idénticas razones, sino tan sólo por considerar que los bienes o
valores culturales son de una importancia secundaria, al estimarlos como simples medios
para la consecución de los otros. Una tal manera de pensar, aunque indudablemente
representa un craso materialismo, cuenta en la práctica con muchas complicidades, y no se
puede decir que éstas procedan exclusivamente del lado de los menos favorecidos por la
fortuna. Ello abona, por tanto, la necesidad de una recta teoría de la j. social, por una parte, y
por otra exige también que los gobernantes conozcan, en primer lugar, esa doctrina -al
menos, en sus puntos esenciales- y, . además, en la práctica no sólo la mantengan, sino que
cuiden de que los ciudadanos sean formados en ella.
e) La justicia social y los bienes culturales. En este sentido hay que repetir, a propósito
de la j. social, el tópico de que el problema es, ante todo, un asunto de formación o
educación. Pero esto mismo sería mal entendido si se lo interpretara, en la cuestión que nos
ocupa, como una especie de simple corolario o consecuencia de la necesidad, en que el
progreso técnico pone al hombre de hoy, con mayor apremio cada vez, de adquirir una serie
de conocimientos científico-positivos para estar a la altura de las circunstancias y resolver
así el doble problema de su aportación a la sociedad y de la forma de encontrar en ella un
puesto de trabajo. Todo eso es muy cierto y cada día habrá de serlo más. Pero el verdadero
problema rebasa ese planteamiento, si no se pierde de vista el imperativo de la dignidad
personal del ser humano. Este imperativo entraña una forma peculiar de participación en los
valores más altos de la cultura: la forma que consiste en beneficiarse de ellos, no a título de
medios o recursos para otras finalidades, sino en calidad de bienes que en sí mismos son
apetecibles y en función de los cuales deben quererse los otros.
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La fundamentación de la teoría de la j. social lleva consigo el reconocimiento de una
doble e inversa conexión entre la sociedad y los valores más altos del bien común. En primer
lugar, entre estos valores se hallan los que conciernen al sentido de la existencia personal del
hombre y de la significación de la comunidad humana; por lo cual el conocimiento de los
mismos no es simplemente un asunto de ciertos especialistas que lo pudieran monopolizar y
guardar para sí; antes, por el contrario, debe ser poseído, en la medida imprescindible o
suficiente, por quienes tienen la función de gobernantes. (La doctrina platónica del «reyfilósofo» respondía, en sustancia, a esta necesidad, si bien es cierto que en una forma
extremosa, corregida más tarde por el propio Platón y por su discípulo Aristóteles). Así,
pues, cabe decir que esos valores tienen una función social, en el sentido de que las normas
inspiradas en ellos son necesarias para el gobierno de la sociedad. Pero, en segundo lugar, no
sólo esos valores, sino todos los que componen el ámbito superior de la cultura, constituyen
también un objetivo o fin de la convivencia humana, la cual, por tanto, debe estar ordenada a
la participación de todos los miembros de la comunidad en esos mismos valores superiores
de la cultura. Mantener lo contrario no sería otra cosa que degradar al hombre, concibiéndole
como un simple instrumento productor de bienes materiales y como un ser que agota sus
necesidades en el consumo de esta clase de bienes.
La participación de todos los ciudadanos en los valores de la cultura plantea dos clases
de problemas. La primera de ellas se refiere a las limitaciones esenciales -y, por
consiguiente, permanentes- de tal participación. Y la segunda atañe a lo que debe hacerse
para conseguir que el condicionamiento económico de esa misma participación no se
convierta en un insalvable obstáculo para la misma. Examinemos por separado y,
brevemente, ambas cuestiones.
a) Hay dos clases de limitaciones efectivas de la posibilidad de participar en los valores a
los que nos referimos. La primera procede de la cantidad de tiempo libre para entregarse a
ellos; la segunda radica en el respectivo grado de aptitud o capacidad personal que se posea
para el cultivo de los mismos. La j. social tiene que hacerse cargo de ambas limitaciones,
pero no aisladamente, sino poniéndolas en mutua conexión. Pues, lejos de ser injusto
socialmente el que las personas más dotadas dispongan de más tiempo para el trato y cultivo
de tales bienes, ocurre, por el contrario, que ello contribuye al bien común, con la condición,
claro está, de que se exija a esas mismas personas una trasmisión de sus conocimientos, de
un modo proporcional a los beneficios que ellas mismas reciban de la sociedad a la cual
pertenecen. La posibilidad del acceso a los bienes culturales superiores debe encontrarse
abierta a todos los ciudadanos, pero los que sean más aptos para cultivar y trasmitir estos
bienes son los que más derecho tienen a dedicarse especialmente a ellos y más deber, a su
vez, de comunicarlos a los restantes miembros de la sociedad.
b) La j. social no se confunde con lo que debe hacerse para superar los
condicionamientos económicos que impidan la participación de los ciudadanos en los bienes
culturales. Sin embargo, exige que se haga todo lo que sea posible y necesario_ en ese
mismo sentido. Para ello caben procedimientos muy diversos, ninguno de los cuales tiene un
valor estrictamente absoluto, ya que depende de las diversas constancias que deban tenerse
en cuenta como concreto punto de partida. Pero sea el que fuere el procedimiento más
idóneo en virtud de las circunstancias, el gobernante tiene la obligación de atender a este
cometido y no puede mirarlo como algo secundario ni mucho menos como una especie de
generosidad, sino como un deber de estricta y mera justicia, precisamente de j. social, es
decir, de la que tiene por objeto propio el bien común, pues aunque es cierto que la
redistribución de cargas y beneficios que ello lleve consigo favorecerá, de un modo lógico, a
los miembros económicamente más débiles de la sociedad, no es menos cierto que los más
dotados aprovechan a la sociedad entera, que cumple mejor su fin y sale además gananciosa
con el perfeccionamiento de los individuos y la satisfacción de los derechos que ellos, como
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personas, poseen en el seno de la comunidad que con su trabajo mantienen.
V. t.: 11; 111; BIEN COMÚN.
BIBLIOGRAFIA.: Encíclicas: LEóN XIII, Rerum novarum, 1893; Pio XI, Quadragesimo anno,
1931; íD, Divini Redemptoris, 1937; Pío XII, Summi Pontificatus, 1939; JUAN XXIII, Mater et
Magistra, 1961; PAULO VI, Populorum progressio, 1967.