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SOBRE UN TONO APOCALÍPTICO ADOPTADO RECIENTEMENTE EN FILOSOFÍA Jacques Derrida Traducción de Ana María Palos, Siglo XXI, México, 1994. Segunda versión de una conferencia pronunciada en julio de 1982 en Cerisy-la-Salle, en el curso de un encuentro de diez días de duración dirigido por Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy. Los actos de este encuentro (conferencias, seminarios, debates) ya fueron publicados (Les fins de l’homme. A partir du travail de Jacques Derrida, Galilée, 1981). Hablaré pues, acerca de un tono apocalíptico en filosofía. Los Setenta nos legaron una traducción de la palabra gala. Se la traduce como el Apocalipsis. En griego, apokalupsis traduciría palabras derivadas del verbo hebreo gala. Me refiero aquí, aun careciendo de autorización, a las indicaciones de André Chouraqui sobre las que volveré más adelante. Pero debo prevenirles desde ahora: los casos o los enigmas de traducción de los que me propongo hablar y en los que me embrollaré por razones aún más graves que mi incompetencia, creo que no tienen solución. Ése será mi tema. Más que un tema, una tarea (Aufgabe des Übersetzers, acertada designación de Benjamin) que no podré llevar a cabo. Jean Ricardou me pidió el otro día, cuando hablábamos sobre la traducción, que me extendiera algo más sobre lo que yo había esbozado acerca de una gracia concedida más allá del trabajo, gracias al trabajo pero sin él. Hablaba yo en aquella ocasión de un don que “hay” (es gibt) pero que sobre todo no hay que merecer, a fin de cuentas, en la responsabilidad. Hay que traducir y no hay que traducir. Pienso en el double bind de Yaveh cuando, junto con el nombre de su elección, junto con su nombre podríamos decir, Babel, él da a traducir y a no traducir. Y nadie, desde entonces, ha podido sustraerse a esa doble postulación. Pues bien, a Jean Ricardou yo le respondería esto, y lo haría en forma de agradecimiento elíptico por lo que aquí me ha sido dado, dado a pensar o simplemente dado, más allá de lo pensable, es decir -habría que decir en alemán- más allá de toda memoria y de algún favor, dado por nuestros anfitriones de Cerisy, por Philippe LacoueLabarthe y por Jean-Luc Nancy, por todos ustedes con tanto trabajo y tanta gracia, por tanta gracia en el trabajo. En la prueba de la traducción, la gracia vendría tal vez cuando, por instantes, la escritura del otro os absuelve del double bind infinito y, en principio, tal es la condición de un don, absolverse, desligarse, desgravada o inocente ella misma, ella, la lengua de la escritura, ese rastro dado que viene siempre del otro, aun cuando éste no sea nadie. Hacerse inocente del don, del don dado, incluso de la donación, es la gracia que yo os tomo ahora y que en todo caso os deseo. Ella es siempre improbable, jamás se ha hecho la prueba. ¿Pero no habrá que creer en que pueda llegar? Bien pudo ser ésa, ayer, la creencia misma. Tengo otra forma de decirlo: por lo que vosotros me habéis dado durante estos diez días yo no sólo os agradezco, yo os perdono. ¿Pero quién puede autorizarse a sí mismo a perdonar? Digamos que para vosotros yo pido el perdón, a vosotros mismos para vosotros mismos. Apokalupto fue sin duda un buen término para gala. Apokalupto: yo descubro, yo desvelo, yo revelo la cosa que puede ser una parte del cuerpo, la cabeza o los ojos, una parte secreta, el sexo o cualquier cosa oculta, un secreto, lo que hay que disimular, una cosa que no se muestra ni se dice, que se significa tal vez pero no puede o no debe ser entregada directamente a la evidencia. Apokekalummenoi logoi: ésas son palabras indecentes. Se trata pues del secreto y de los pudenda. La lengua griega se muestra aquí hospitalaria al gala hebreo. Como recuerda André Chouraqui en su breve Liminaire pour l’Apocalypse de Juan, del que recientemente propuso una nueva traducción, el término gala aparece más de cien veces en la Biblia hebraica. Y en efecto parece decir el apokalupsis, el descubrimiento, el desvelamiento, el velo alzado sobre la cosa: en primer lugar, podría decirse, el sexo del hombre o de la mujer, pero también los ojos o las orejas. Chouraqui precisa que “se descubre la oreja de alguno levantándole los cabellos o el velo que la cubre para susurrarle un secreto, una palabra tan oculta como el sexo de una persona. Yaveh puede ser el agente de ese descubrimiento. El brazo o la gloria de Yaveh pueden también descubrirse en la mirada o en la oreja del hombre. En ninguna parte la palabra apocalypse, concluye el traductor refiriéndose aquí tanto al griego como al hebreo, posee el sentido que ha acabado por tener en francés y en otras lenguas: catástrofe temible. Así, el Apocalipsis es esencialmente una contemplación (hazon) [y de hecho Chouraqui traduce lo que nosotros acostumbramos llamar el Apocalipsis de Juan por Contemplación de Yohanan] o una inspiración (nebua) visible, un descubrimiento de Yaveh y, aquí, de Yeshua el Mesías.” Tal vez hubiera sido preciso, y durante un instante lo consideré, extraer o señalar todos los sentidos que se acumulan en torno a ese gala hebreo, ante las columnas y los colosos de Grecia, ante la galáctica bajo todas las vías lácteas, las milky ways cuya constelación me fascinara hace poco. Curiosamente habríamos reencontrado significados como aquellos de piedra, de rodillos de piedra, de cilindros, de rollos de pergamino y de libros, de rollos que envuelven o guarnecen, pero sobre todo, y ahí está lo que yo retengo por el momento, la idea de desnudamiento, de desvelamiento precisamente apocalíptico, de descubrimiento que deja ver aquello que hasta ese momento permanecía envuelto, retirado, reservado, por ejemplo el cuerpo cuando se retiran las vestiduras o el glande cuando en la circuncisión se elimina el prepucio. Y lo que parece ser lo más notable en todos los ejemplos bíblicos que he podido encontrar y que debo renunciar a exponer aquí, es que el gesto de desnudar o de hacer ver, el movimiento apocalíptico, es aquí más grave, a veces más culpable y más peligroso que aquello que sigue y a lo que puede dar lugar, por ejemplo el acoplamiento. Así, cuando en el Génesis (IX, 21) Noé se embriaga y se desnuda en su tienda, Cam ve el sexo de su padre; y sus dos hermanos, a quienes les informa, vienen a cubrir a Noé volviéndose de espaldas para no ver su sexo. El desvelamiento no es todavía ahí el momento más culpable de un acoplamiento. Pero cuando Yaveh, hablando a Moisés, declara cierto número de prohibiciones sexuales, ciertamente parece que la falta recae esencialmente en el desvelamiento que permite ver. Así, en el Levítico (XX, 11, 17): “El hombre que yace con la mujer de su padre / ha descubierto el sexo de su padre. / Ambos han de ser muertos / [...] Si alguno tomare a su hermana, / hija de su padre o hija de su madre, / y viere su sexo, / y ella viere su sexo: / es un incesto.” Pero la gravedad terrorífica y sagrada de este descubrimiento apocalíptico no es menor, bien entendido, cuando se trata del brazo de Yaveh, de su gloria o de las orejas que se abren a su revelación. Y el descubrimiento no sólo abre paso a la visión o a la contemplación, no sólo da a ver sino también a oír. Renuncio por el momento a interpretar todos los acordes entre gala y lo apocalíptico, el hebreo y el griego. Esos acordes son numerosos y potentes, están en la base del gran concierto de las traducciones aun cuando no excluyen disonancias, desviaciones o traiciones. Para permitirles resonar por sí mismos, he elegido hablaros más bien de un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía. Sin duda he querido así imitar a tenor de la cita, pero también transformar el género, y después parodiar, desviar, deformar el título bien conocido de un opúsculo tal vez menos bien conocido de Kant, Von einem neuerdings erhobenen Vornehmen Ton in der Philosophie (1796). Traducción consagrada: D’un ton grand seigneur adopté naguère en philosophie. (L. Guillermit, Vrin, 1975). ¿Qué le sucede a un título cuando se le hace sufrir tratamiento, cuando empieza así a identificarse con la categoría de un género, en este caso de un género que viene a burlarse de quienes se dan un género? Haciendo esta elección, he pretendido también salir al encuentro de aquellos que, en uno de los seminarios del presente encuentro, han organizado justamente su trabajo privilegiando en él la referencia a tal cesura kantiana en el tiempo de la filosofía. Pero también me he dejado seducir por otra cosa. La atención al tono, que no es solamente el estilo, me parece bastante rara. Es poco lo que se ha estudiado el tono por sí mismo, suponiendo que tal cosa sea posible y que se haya hecho alguna vez. Los signos distintivos de un tono son difíciles de aislar, si es que existen en toda puridad, lo cual yo dudo, sobre todo en un discurso escrito. ¿Qué es lo que marca un tono, un cambio o una ruptura de tono? ¿Cómo reconocer una diferencia tonal en el interior de un mismo corpus? ¿En qué rasgos fiarse para analizar, en qué señalización que no sea ni estilística, ni retórica, ni evidentemente temática o semántica? La extrema dificultad de esta cuestión, o más bien de esta tarea, se acusa también cuando se trata de filosofía. El sueño o el ideal del discurso filosófico, de la alocución filosófica y del escrito encargado de representarla, ¿no consiste acaso en hacer inaudible la diferencia tonal, y con ella todo un deseo, un efecto o una escena que trabajan el concepto a redropelo? La neutralidad o al menos la serenidad imperturbable que debe acompañar la relación con lo verdadero y lo universal, debe garantizarlas también el discurso filosófico mediante lo que llamamos la neutralidad del tono. En consecuencia, ¿será posible escuchar o detectar el tono de un filósofo o más bien -pues esta precisión es importante- del que se dice o se pretende filósofo? Y si se nos hiciera esa promesa, ¿no nos aprestaríamos a descubrir todos los rasgos que en un corpus no son aún o no son ya filosóficos, todas las desviaciones lamentables con relación a la norma atonal de la alocución filosófica? De hecho, si Kant tuvo la audacia, bien singular en la historia, de interesarse sistemáticamente en un cierto tono en filosofía, es preciso inmediatamente matizar el elogio que desearíamos dedicarle. Para empezar, no es seguro que él se proponga o logre analizar el fenómeno puro de una tonalidad, como luego verificaremos. Y además, él no analiza tanto un tono en filosofía como denuncia una manera de darse importancia; y ésta es una manera o un manierismo que precisamente no le parece de muy buen tono en filosofía, y que por lo tanto marca ya una distancia con respecto a la norma del discurso filosófico. Más gravemente aún, él se enfrenta a un tono que anuncia algo así como la muerte de la filosofía. La expresión es de Kant y aparece dos veces en ese folleto de veinte páginas; en cada ocasión esta muerte va asociada a la idea de una revelación sobrenatural, de una visión que provoca una exaltación mística o al menos una pose de visionario. La primera vez, se trata de una “comunicación sobrenatural” o de una “iluminación mística” (übernatürliche Mitteilung, mystische Erleuchtung) que promete un sustituto o un suplemento, un subrogrado del objeto cognoscible, “lo que es entonces la muerte de toda filosofía (der Tod alles Philosophie)”. Y ya muy cerca del final, Kant pone en guardia contra el peligro de una “visión exaltada” (schwürmerische Vision) “que es la muerte de toda filosofía” (una vez más Ver Tod aller Philosophie”). La expresión de Kant se reviste también del tono que él da, para los efectos que busca, a su énfasis polémico o satírico. Es una crítica social y sus premisas tienen un carácter propiamente político. Pero si bien hace irrisión del tono que anuncia la muerte de toda filosofía, no es el tono en sí mismo el objeto de su burla. Más allá del tono mismo ¿qué es lo que hay? ¿Es acaso algo más que una distinción, una diferencia tonal que remite, tan sólo como figura, a un código social, a hábitos de grupo o de casta, a conductas de clase, mediante un gran número de conexiones que no tienen nada que ver con la altura de la voz o del timbre? Aunque, como acabo de sugerir, la diferencia tonal no llegue a ser esencialmente filosófica, para Kant no es el hecho de que haya un tono, una marca tonal, lo que anuncia por sí solo la muerte de toda filosofía. Tal tono es una cierta inflexión socialmente codificada para decir tal o cual cosa determinada. La altura del tono que él abruma con sus sarcasmos está siempre a una altura metafórica. Esas gentes hablan alto, estos altoparlantes alzan la voz pero lo que dicen lo es sólo figuradamente o por referencia a signos sociales. Kant no hace jamás abstracción del contenido. No obstante, el hecho está lejos de ser insignificante: la primera vez que un filósofo se pone a hablar del tono de otros que se dicen filósofos, cuando inaugura este tema y lo nombra desde su título mismo, es para asustarse o indignarse ante la muerte de la filosofía. Él lleva a juicio a aquellos que, por el tono que adoptan y los aires que se dan en el momento de decir ciertas cosas, ponen a la filosofía en peligro de muerte y dicen a la filosofía o a los filósofos la inminencia de su fin. La inminencia no importa menos que el fin. El fin está próximo, parecen decir, lo cual no excluye que ya haya tenido lugar, un poco como en el Apocalipsis de Juan la inminencia del fin o del juicio final no excluye un cierto “estás muerto”, “¡velad!”, en donde el dictado sigue de cerca a la alusión a una “segunda muerte” que no esperará el vencedor. Los que hablan en ese tono, Kant está seguro de que esperan algún beneficio, y esto es lo que me interesa en primer lugar. ¿Cuál beneficio? ¿Qué prima de seducción o de intimidación? ¿Qué ventaja social o política? ¿Quieren asustar? ¿Quieren agradar? ¿A quién y cómo? ¿Quieren aterrorizar? ¿Hacer cantar? ¿Atraer a una emulación de disfrutes? ¿Es esto contradictorio? ¿En vista de qué intereses, cuáles fines buscan alcanzar con esas calurosas proclamaciones sobre el fin próximo o el fin ya realizado? Es un poco de eso de lo que quería hablaros hoy: de un cierto tono y de lo que le espera a la filosofía como su muerte, de la relación entre ese tono, esta muerte, y el beneficio aparentemente calculado de esta mistagogía escatológica. Lo escatológico significa el eskhaton, el fin, o más bien el extremo, el límite, el término, lo último, aquello que viene in extremis a clausurar una historia, una genealogía o simplemente una serie nombrable. Los mistagogos, he aquí la palabra y la clave de la acusación de Kant. Antes de llegar a mi objetivo, quiero señalar algunos rasgos paradigmáticos en la requisitoria de Kant, paradigmáticos y contra-paradigmáticos puesto que tal vez, repitiendo lo que él hace, voy a llegar a hacer lo contrario o, de preferencia, otra cosa. Los mistagogos fabrican una escena, esto es lo que interesa a Kant. ¿Pero en qué momento los mistagogos entran en escena y, en ocasiones, en trance? ¿En qué momento empiezan a hacerse los misteriosos? En el instante en que la filosofía, más precisamente el nombre de filosofía, ha perdido su primera significación, seine erste Bedeutung. Y esta significación primitiva, Kant no lo duda ni un instante, es el “savoir-vivre racional”, literalmente una sabiduria de la vida que se rige según un saber o según una ciencia (wissenschaftliche Weisheit). En el instante en que el nombre de filosofía pierde su significación o su referencia original, ese nombre desde entonces vacío o usurpado, ese seudónimo o ese criptónimo, que es en principio un homónimo, es capturado por los mistagogos. Y eso no deja de producirse de manera regular, recurrente, desde el momento en que se pierde su sentido: ésta no ha sido la primera vez. Ciertamente Kant se interesa más en algunos ejemplos recientes de esta impostura mistagógica y psicagógica, pero desde el principio supone que la usurpación es recurrente y que obedece a una ley. Ha habido y habrá siempre mistificación filosófica, especulación acerca del fin y los fines de la filosofía. Esta mistificación proviene de un hecho que el propio Kant no fecha y que parece situar muy cerca del origen, a saber, que el nombre de filosofía puede circular sin su referencia original, ser entendido sin su Bedeutung y sin la garantía de su valor. Incluso permaneciendo todavía dentro de la axiomática kantiana, de alguna manera se puede ya inferir que no hubiera sucedido nada malo, que ninguna especulación mistagógica habría sido creíble o eficiente, que nada ni nadie habrían desentonado en filosofía, sin este vagabundeo del nombre lejos de la cosa, y si la relación del nombre de filosofía con su sentido originario hubiera sido asegurada contra todo accidente. Así pues fue preciso cierta flojedad en esta relación del signo con la cosa para dar lugar a una vuelta de sentido o a tomarla por una perversión. Referencia demasiado floja, pues, allí donde debería ser más estricta, tensa, rigurosa. Os propongo aquí una asociación que quizá parezca verbal pero, siendo ya nuestra preocupación la falta de rigor o de tensión en la verbalización, me viene a la mente que tonos, el tono, significó primero el ligamento tendido, la cuerda, el cordaje cuando está tejido o trenzado, el cable, la cincha, en resumen la figura privilegiada de todo lo que es sometido a constricción. Tonion es el ligamento en tanto que venda y vendaje quirúrgico. La misma tensión, en suma, atraviesa la diferencia tónica (aquella que bajo el nombre de estrictura forma a la vez el tema y el instrumento, la cuerda de Glas) y la diferencia tonal, la desviación, los cambios o la mutación de los tonos (el Weschel dei Töne hölderliniano que constituye uno de los motivos más obsesivos de La tarjeta postal). Después de este valor de tensión, o de resorte (por ejemplo en una máquina balística), se pasa a la idea de acento tónico, de ritmo, de modo (dorio, frigio, etc.). La altura del tono va ligada a la tensión; tiene una ligadura con la ligadura, con la tensión más o menos estricta de la ligadura. Esto no es suficiente para determinar el sentido de la palabra tono cuando se trata de la voz. Aún menos cuando, mediante un gran número de figuras y de desplazamientos trópicos, el tono de un discurso o de un escrito se analiza en términos de contenido, de modos de decir, de connotaciones, de escenografía retórica y de actitud estudiada, en términos semánticos, pragmáticos, escenográficos, etc., en resumen, raramente o nunca a la escucha de una altura de voz o de una cualidad de timbre. Cierro este paréntesis. Así pues fue preciso que el vínculo que liga el nombre de filosofía a su significado se relajara para que el título filosófico quedara regularmente disponible como un simple ornamento, un decorado, un aderezo o una vestimenta de gala (Ausschmückung), un significante usurpado y tratado como disfraz intelectual por ésos a los que Kant llama no obstante pensadores, y pensadores que se consideran a sí mismos fuera de lo común. Esas gentes se sitúan fuera de lo común pero tienen en común lo siguiente: se dicen en relación inmediata e intuitiva con el misterio. Y quieren atraer, seducir, conducir hacia el misterio y por el misterio. Mystagogein es exactamente eso: conducir, iniciar en el misterio; ésa es la función del mistagogo o del sacerdote iniciador. Esta función agógica de conductor de hombres, de duce, de Führer, de leader, lo pone por encima de la multitud a la que manipula por intermedio de un pequeño número de adeptos agrupados en una secta o lenguaje críptico, una banda, una camarilla o un pequeño partido con sus prácticas ritualizadas. Los mistagogos pretenden detentar como en privado el privilegio de un misterioso secreto (Geheimnis es la palabra que reaparece más a menudo). La revelación o el descubrimiento del secreto se lo reservan ellos, ellos lo preservan celosamente. Los celos son aquí un rasgo mayor. No lo transmiten jamás a otros en el lenguaje corriente, sólo por iniciación o por inspiración. El mistagogo es philosophus per initiationem o per inspirationem. Kant contempla toda una lista diferencial y una tipología histórica de esos mistagogos; pero reconoce en todos ellos un rasgo común: jamás dejan de verse ellos mismos como señores (sich für Vornehme halten), seres de élite, sujetos distinguidos, superiores y aparte dentro de la sociedad. De donde se sigue una serie de oposiciones de valores que me conformo con señalar de pasada: miran desde arriba el trabajo, el concepto, la escolaridad, creen tener acceso a aquello que se otorga sin esfuerzo, graciosamente, por la intuición o el genio, fuera de la escuela. Son partidarios de la intuición intelectual, y es toda la sistemática kantiana la que podríamos reconocer, lo cual no haré, en ese libelo. La oposición jerarquizada del don frente al trabajo, de la intuición frente al concepto, del modo genial frente al modo escolar (geniemüssig/schulmüssig) es homóloga a la oposición entre una aristocracia y una democracia, eventualmente entre una oligarquía demagógica y una auténtica democracia racional. Amos y esclavos: el gran-señor accede de un salto y por el sentimiento a lo que le es inmediatamente dado; el pueblo trabaja, elabora, concibe. Y ahí nos aproximamos al problema más agudo del tono. Kant no la emprende contra los verdaderos aristócratas, contra las personas verdaderamente “vornehme”, contra la distinción auténtica, sino solamente contra aquellos que se presentan o pretenden ser personas distinguidas, contra los aires altaneros de esos pretenciosos que elevan la voz, contra los que alzan el tono en filosofía. Kant no incrimina la elevación del tono gran-señor cuando es justa, natural o legítima. Pone la mira en la subida de tono cuando un advenedizo se la permite dándose aires y enarbolando signos usurpados de pertenencia social. La sátira versa pues sobre la mímica y no sobre el tono mismo, puesto que un tono puede ser imitado, fingido, maquillado. Me atrevería incluso a decir sintetizado. ¿Pero qué supone la ficción del tono? ¿Hasta dónde puede llegar? Aquí voy a forzar y acelerar un poco la interpretación más allá de un comentario. Un tono puede ser tomado, y tomado al otro. Para cambiar de voz o imitar la entonación del otro, se debe poder confundir o inducir una confusión entre dos voces, dos voces del otro y, necesariamente, del otro en uno mismo. ¿Cómo discernir las voces del otro en uno? En vez de entrar directamente en este inmenso problema, regreso al texto kantiano y a una figura que parece pertenecer a la retórica corriente y a las metáforas llamadas usuales. Se trata de la distinción entre la voz de la razón y la voz del oráculo (tal vez aquí haré eco, sin estar seguro de responderla, a la interrogación, a la exhortación o a la demanda que me dirigía el otro día Jean-Luc Nancy). Kant es indulgente con las personas elevadamente situadas que se consagran a la filosofía, aun cuando lo hagan mal, multipliquen las faltas contra la Escuela y crean acceder a las cimas de la metafísica. Esas personas poseen cierto mérito, han condescendido a mezclarse con los otros y en filosofar “en un pie de igualdad civil” (burgués, bürgerliche). En revancha, los filósofos de profesión son imperdonables cuando juegan al gran señor y adoptan aires de grandeza. Su crimen es propiamente político, nace de una especie de policía. Más adelante Kant hablará de la “policía en el reino de las ciencias” (die Polizei im Reich der Wissenschaften). Ésta deberá dedicarse a reprimir -simbólicamente- no sólo a los individuos que se confieren indebidamente el título de filósofos y se apoderan y se adornan con el tono granseñor en filosofía, sino también a los que se agrupan en torno a aquéllos; pues esta altanería con la que se instalan en las cimas de la metafísica, esta arrogancia indiscreta es contagiosa, da lugar a agregaciones, a congregaciones y a capillas. Podría relacionarse este sueño de una policía del saber con el proyecto de tribunal universitario presentado en El conflicto de las facultades. Estaba destinado a arbitrar los conflictos entre la facultad provisionalmente inferior, la facultad de filosofía, y las facultades llamadas superiores porque representan el poder de las que ellas son el instrumento oficial (la teología, el derecho y la medicina). Este tribunal es también un parlamento del saber, y la filosofía, que tiene derecho de fiscalización sobre todo aquello que toca a la verdad de las proposiciones teóricas (constativas) pero que no tiene ningún poder para dar órdenes, ocupa la banca de la izquierda; y en los conflictos que conciernen a la razón práctica no posee autoridad sino para tratar de cuestiones formales; las otras, las más graves para la existencia, corresponden a las facultades superiores, singularmente a la teología. En la requisitoria que nos ocupa, no se perdona a los filósofos de profesión cuando adoptan un tono granseñor, porque alzando así el tono se ponen por encima de sus colegas o cofrades (Zunftgenossen), los lesionan en su derecho inalienable a la libertad y a la igualdad en todo lo que toca a la simple razón. Y lo hacen precisamente, aquí es adonde yo quería llegar, pervirtiendo la voz de la razón, mezclando las dos voces del otro en nosotros, la voz de la razón y la voz del oráculo. Esas gentes creen inútil el trabajo en filosofía: bastaría con “prestar oídos al oráculo dentro de uno mismo” (nur das Orakel in sich selbst anhören -ésas son las primeras palabras de Kant). Hablándoles esta voz en privado, a través de lo que es propiamente su sentimiento idiomático, su deseo o su placer, le hacen decir lo que quieren. A la voz de la razón, por el contrario, no se le hace decir ninguna cosa. Ésas son las últimas palabras del panfleto: la voz de un oráculo (die Stimme eines Orakels) se presta siempre a toda suerte de interpretaciones (Auslegungen). Los sacerdotes mistagogos son también intérpretes; el elemento de su poder agógico es la seducción hermenéutica o hermética; y pensamos aquí en lo que decía Warburton del poder político de los sacerdotes-descifradores de jeroglíficos y de los escribas en el Egipto antiguo. El tono gran-señor domina y es dominado por la voz oracular que recubre la voz de la razón, la parasita más bien, la hace desvariar o delirar. Elevar el tono, en este caso, es hacerlo saltar, es hacer delirar la voz interior que es la voz del otro en nosotros. Delirio, he aquí una palabra que aparece una vez en latín, para citar el verso de un monje de la Edad Media (Quaerit delirus, quod non respondet Homerus) y otra vez en la traducción francesa, que encuentro aquí un poco forzada pero interesante, de una palabra que me interesa más todavía y que es Verstimmung. Verstimmung der Köpfe zur Schwärmerei, Guillermit traduce eso como “delirio de cabezas que se exaltan” y tiene razón. El tono gran-señor se permite un salto mortale, ésta es también la expresión de Kant, un salto desde los conceptos a lo impensable o a lo irepresentable, una anticipación oscura del secreto misterioso venido del más allá. Ese salto hacia la inminencia de una visión sin concepto, esta impaciencia vuelta hacia el secreto más críptico libera una sobreabundancia poético-metafórica. Sin duda hay en esta sobreabundancia una afinidad apocalíptica, pero Kant no pronuncia jamás la palabra Verstimmung por razones que entre-veremos en un instante. Verstimmen, que Guillermit traduce no sin razón por delirar, es ante todo desafinar, cuando se habla de un instrumento de cuerda y también, por ejemplo, de una voz. Eso se dice corrientemente de un piano. Menos estrictamente eso significa descomponer, estropear, trastornar. Uno delira cuando tiene la cabeza trastornada. La Verstimmung puede llegar a estropear una Stimmung: el pathos o el humor, que en ese caso se vuelve malo. La Verstimmung de la que hablamos aquí es sin duda un desorden social y un trastorno, una desafinación de las cuerdas y de las voces en la cabeza. El tono salta y se alza cuando la voz del oráculo os toma aparte, os habla en un código privado y os murmura secretos descubriéndoos la oreja, confundiendo, cubriendo o parasitando la voz de la razón que habla igualmente en cada uno y se dirige a todos en el mismo lenguaje. La voz de la razón, dice Kant, die Stimme der Vernunft, habla a cada uno sin equívoco (deutlich) y da acceso a un conocimiento científico. Pero es esencialmente para dar órdenes y para prescribir. Pues si tenemos tiempo para reconstituir toda la necesidad interna y propiamente kantiana de esta indicación, habría que llegar hasta la extrema finura de la objeción hecha a los mistagogos. Ellos no solamente confunden la voz del oráculo con la de la razón. Tampoco distinguen entre la razón pura especulativa y la razón pura práctica, ellos creen conocer aquello que es solamente pensable y acceder por el solo sentimiento a las leyes universales de la razón práctica. Hay pues una voz de la razón práctica que no describe nada, que no dice nada de descriptible; ella dicta, prescribe, ordena. Kant la nombra también en latín: dictamen rationis. Aunque ella da lugar a la autonomía, la ley que dicta es tan poco flexible, tan poco sumisa a la interpretación libre como si proviniera de alguien totalmente otro en mí. Es una “voz de bronce”, dice Kant. Resuena en todo hombre pues todo hombre tiene en sí la idea del deber y resuena muy fuerte, golpea de forma bastante percutiente y repercutiente, incluso llega a tronar; pues el hombre tiembla (zittert) al escuchar esta voz de bronce que, desde lo alto de su majestad, le ordena sacrificar sus pulsiones, resistir a las seducciones, renunciar a sus deseos. Y la voz no me promete nada a cambio, no me garantiza ninguna compensación. Es sublime en eso, ordena, manda, demanda, exige sin dar nada a cambio, truena dentro de mí hasta hacerme temblar, plantea así las más grandes cuestiones y el mayor asombro (Erstaunen). He aquí el verdadero misterio; Kant lo llama también Geheimnis, pero ése no es ya el misterio de los mistagogos. Es el misterio a la vez doméstico, íntimo y trascendente, el Geheimnis de la razón práctica, de la sublimidad de la ley y de la voz moral. Los mistagogos desconocen ese Geheimnis, lo confunden con un misterio de visión y de contacto, cuando en realidad la ley moral no se deja jamás ver o tocar. En ese sentido, el Geheimnis de la ley moral va más acorde con la esencia de la voz que se oye pero no se toca ni se ve, pareciendo escapar así a toda intuición externa. Pero en su trascendencia misma, la voz moral está más próxima, y por lo tanto es más autoafectiva, más autónoma. La ley moral es sin duda más auditiva, más audible que el oráculo mistagógico todavía contaminado de sentimiento, de iluminación o de visión intuitiva, de contacto y de tacto místico (ein mystischer Takt, dice Kant). El tono gran-señor desentona porque es extraño a la esencia de la voz. ¿Por qué he sentido yo el deseo, en ese momento de mi lectura sobre un tono granseñor, de archivar este trabajo en el dossier, si me lo permiten, de La tarjeta postal? ¿O de colocarlo en eso que se conoce allí como dossier, entre la palabra y la cosa, la palabra dossier atiborrada con todos esos dos [do, dorso, espalda] cuya nota y la sílaba puntúan los Envois en cada página, en el dos [espalda] de Sócrates y en el dos [dorso] de la tarjeta postal, de todas las palabras en do y del dossier [respaldo] del sillón, de la pared entre Platón y Sócrates cuando éste parece escribir bajo el dictado de aquél? No es sólo a causa de la mezcla o del cambio de tonos (Wechsel der Töne) por lo que en ese libro hube de integrar un tema y una manera. No es tampoco a causa de la palabra y de la cosa “apocalipsis”, que regresan regularmente en él con la obsesión numerológica y la insistencia de la cifra 7 que ritma también el Apocalipsis de Juan; el signatario de los Envois se burla de lo que llama “mi apocalipsis de tarjeta postal”, nuestro “pequeña apocalipsis de biblioteca”. No es tampoco una sátira de la filosofía académica. No; en ese punto de mi lectura sobre “un tono gran-señor”, lo que yo he sentido deseos de meter en el dossier de La tarjeta postal es el trabajo que Platón da a Kant, el enorme trabajo que Kant se toma por Platón, la retórica infatigable para distinguir entre el buen Platón y el malo, el verdadero y el falso, entre sus escritos auténticos y sus escritos más o menos fiables o apócrifos. Es decir, sus Cartas. Kant quiere al mismo tiempo acusar y excusar a Platón de esta catástrofe continua que ha pervertido a la filosofía, la relación estricta entre el nombre y la cosa “filosofía”, para llegar a esta Verstimmung detonante. Del delirio en filosofía, él quiere acusarle y excusarle, diríase en el mismo movimiento de una doble postulación. Double bind también aquí de la filiación: Platón es el padre del delirio, de toda exaltación en filosofía (der Vater aller Schwärmerei mit der Philosophie) pero sin que sea culpa suya (ohne seine Schuld). Y es que hay que dividir a Platón, hay que distinguir entre el Académico y el autor supuesto de las Cartas, el enseñante y el remitente. “Así Platón el Académico fue, sin que sea culpa suya (puesto que él no hacía de sus intuiciones intelectuales más que un uso regresivo, para explicar la posibilidad de un crecimiento sintético a priori, y no un uso progresivo para extender este conocimiento gracias a esta idea que se deja leer (lesbare) en el entendimiento divino [el Platón inocente, ése es el padre de Kant, ése es también el de la tarjeta postal que reproduce un retrato de Kant, pero no es ése el padre del delirio]), el padre de toda exaltación en filosofía. Más no estoy en absoluto dispuesto a confundir a ese Platón con el de las Cartas (Plato den Briefsteller) que acaban de traducir al alemán.” El opúsculo de Kant, aparecido en el Berliner Monatschrift, se encarnizaba contra un tal Schlosser que acababa de traducir las Cartas de Platón, en una obra titulada Cartas de Platón sobre la revolución siracusana, con una Introducción y Notas (1795). Kant parece denunciar directamente a Schlosser cuando apela a Platón y a algunas de sus doctrinas llamadas esotéricas; pero indirectamente, es sabido que quiere alcanzar a Jacobi. Y lo intolerable, en ese Platón epistolar, es el esoterismo aristocrático -Kant cita aquella Carta en la que se recomienda no divulgar los secretos entre la muchedumbre-, una criptofilia unida a una interpretación mística de las matemáticas. Lo que está en juego entre Platón y Kant es evidentemente la interpretación filosófica de las matemáticas. Platón, maravillado por las figuras geométricas, como Pitágoras por los números, no habría hecho más que presentir la problemática de la síntesis a priori; y demasiado deprisa se habría refugiado en una mística de la geometría igual que Pitágoras en la mística de los números. Y esta mística matematizante, esta idolatría de las figuras y de las cifras va siempre a la par con fenómenos de secta, de criptopolítica, es decir de teofanía supersticiosa que Kant opone a la teología racional. Numerología, iluminación mística, visión teofánica, todo ello pertenece al mundo apocalíptico, y yo quiero señalar aquí, de paso, que en el vasto y superabundante corpus del “género” apocalíptico, desde la herencia persa y zoroastriana hasta los muy numerosos apocalipsis judíos y cristianos, los expertos inscriben a menudo tal o cual texto de Platón, en particular el mito de Er de La República. Ese corpus apocalíptico no fue recopilado, identificado y estudiado como tal sino hasta el siglo XIX. Kant no nombra jamás al Apocalipsis en ese texto, pero sí hace una breve alusión, entre paréntesis, en La religión en los límites de la simple razón, tres años antes, y es ése uno de los entornos contextuales más indispensables para la inteligencia del ensayo Sobre un tono gran-señor... En este paréntesis, el Apocalipsis es evocado para designar el castigo de los culpables en el fin del mundo como término de la historia (IIIª parte, 2ª sección, Representación histórica del establecimiento progresivo de la soberanía del buen principio sobre la tierra. Cf. también El conflicto de las facultades, t. e., p. 73). Esta criptopolítica es también una criptopoética, una perversión poética de la filosofía. Y se trata una vez más del velo y de la castración. Hace ocho años, en este mismo lugar, hablé de velo y de castración, de intérpretes, de hermenéutica y de hermética. He olvidado mi paraguas es un enunciado a la vez hermético y totalmente abierto, tan secreto y superficial como el apocalipsis de tarjeta postal que anuncia y contra el cual protege. Y en otra parte, en Glas y en Economimesis, señalé la intriga de cierto velo de Isis en torno al cual Kant y Hegel se afanaron más de una vez. Me voy a exponer a reanudar los hilos de esta intriga y el tratamiento de la castración con referencia a Isis. Del velo de Isis y de la castración, Kant no dice nada que los relacione visiblemente uno al otro dentro del mismo argumento demostrativo. Observo solamente una especie de continuidad trópíca, pero la transferencia trópica, la metafóríca y la analógica, ése es justamente nuestro problema. Los mistagogos de la modernidad, según Kant, no nos dicen simplemente qué ven, tocan o sienten. Ellos presienten, ellos anticipan, ellos se aproximan, ellos husmean, son los hombres de la inminencia y del rastro. Por ejemplo, dicen que presienten el sol y citan a Platón. Dicen que toda filosofía de los hombres puede mostrar o designar la aurora, pero que el sol, solamente es posible presentirlo. Kant ironiza sobre ese presentimiento del sol y multiplica los sarcasmos. Esos nuevos platónicos no nos dan el sentimiento o el presentimiento (Gefühl, Ahnung) más que de un sol de teatro (Theatersonne), una lámpara en suma. Y luego esas gentes abusan de las metáforas, de las expresiones figuradas (bildlichen Ausdrücken) para sensibilizarnos, para hacernos presensibles a ese presentimiento. Veamos este ejemplo en el que Kant cita a sus adversarios: “aproximarse tanto a la sabiduría divina que se pueda percibir el temblor de su vestidura” [su susurro (Rauschen) más que su roce como dice la traducción]. Y también: “Ya que no puede levantar el velo de Isis, al menos puede hacerlo tan delgado (so dünne) que sea posible bajo él (unter ihm) presentir a la diosa.” Levantar el velo de Isis es aquí aufheben (da er den Schleier der Isis nicht aufheben kann) y aún es posible vagar, entre el gala de esta Aufhebung y ese descubrimiento apocalíptico. Kant lanza su tiro: delgado [el velo] hasta qué punto, pregunta; porque eso no nos lo han dicho. Probablemente no lo bastante delgado, todavía demasiado espeso para que podamos hacer lo que gustemos con el fantasma (Gespenst) detrás del velo o del manto. Pues de otra manera, si el velo fuese absolutamente delgado y transparente, eso sería una visión, un ver (sehen),y, señala Kant ironizando despiadadamente, eso ha de ser evitado (vermieden). Sobre todo no hay que ver, sólo presentir debajo del velo. Entonces nuestros mistagogos se aprovechan del fantasma y del velo y remplazan las evidencias y las pruebas con “analogías”, con “probabilidades”(Analogieen, Wahrscheinlichkeiten); son palabras suyas, Kant las cita y nos pone de testigos: ya lo veis, no son verdaderos filósofos, recurren a esquemas poéticos. Todo eso no es sino literatura. Actualmente conocemos bien esta escena y, entre otras cosas, es sobre esta escenificación sobre la que deseo atraer vuestra atención. No para tomar partido, me guardaré mucho de ello, entre la metáfora y el concepto, entre la mistagogia literaria y la verdadera filosofía, sino ante todo para reconocer la vieja solidaridad de esos antagonistas o protagonistas. Considerad ahora que la palabra o la imagen de la castración o, más rigurosamente, de la “emasculación” (Entmannung), Kant las propone en principio como un ejemplo de esas “analogías” o “probabilidades” de las que abusa, con fines manipuladores, esta “nueva lengua místico-platónica”. Las señala primero en una frase de ese Schlosser que acababa de traducir e introducir las Cartas de Platón. Con ese nombre de Schlosser Nietzsche hubiera hecho algo, como con Schleiermacher, el primer “hacedor de velos” hermenéuticos. Schlosser es el cerrajero, el hombre que fabrica o guarda las llaves, las verdaderas y las falsas, pero también el encargado del cierre, el que cierra y sabe de clausuras, experto en hablar de ello, en producirlo o en tener razón sobre ello. Ese Schlosser había hablado pues, figuradamente, de la “emasculación de la razón” (Entmannung der Vernunft) y de esta emasculación había acusado a la “sublimación metafísica” (metaphysische Sublimation). Analogía inadmisible a ojos de Kant, abusiva porque hace las veces de prueba llegando al punto en que la demostración consiente una “manquedad” (Mangel) [manque]; pero escandalosa también porque en verdad son los que alardean de ese nuevo tono en filosofía los que emasculan y cadaverizan a la razón. “Con este mismo fin, dice, a falta de pruebas rigurosas, se enrolan a manera de argumentos “analogías” y “verosimilitudes” (de las que ya se trató antes), tales como “el temor a la castración [la traducción dice castración en lugar de emasculación] de la razón llevada a ese punto en el que enervada por la sublimación metafísica, apenas puede soportar el golpe en su combate contra el vicio.” Y Kant le da vuelta al argumento, yo diría que como a un guante: “Cuando en verdad, es precisamente en esos principios a priori donde la razón práctica halla un justo sentimiento que no ha presentido jamás de otra manera y que le es falsamente atribuido más bien por el empírico. (es ese hecho mismo el que lo hace impropio para una legislación universal) para ser entonces castrada y paralizada [emasculada y paralizada, entmannt und gelähmt].” Si la castración es una metáfora o un simulacro -y debe serlo, al parecer, por concernir al falo, no al pene o al clítoris- entonces el juego metafórico está claro entre los dos equipos adversarios establecidos por un Kant que es además parte interesada. El envite para esa Kampfplatz de la metafísica es la castración de la razón. ¿Cuál de los dos equipos presentes castra más seguramente a la razón? O más gravemente: ¿cuál de los dos desviriliza, entmannt, a ese descendiente del logos que es la ratio? Cada uno de ellos, como acabamos de oírles sin el menor equívoco, acusará al otro de castrar al logos y de rebajar el falo. Y en ese debate falogocéntrico de una parte y otra, es decir parte por parte, podríamos sacar a escena a Freud como a un tercero en discordia buscando la llave, verdadera o falsa, “la teoría sexual”, para saber que en ese estadio de la razón en donde no hay más que la razón varonil, en donde no hay más que un órgano o un canon de la razón, masculino o castrado, sucede como en aquel estadio de la organización genital infantil en el que ya hay un masculino pero nada de femenino. Podría referirse a un estadio fálico de la razón. “La oposición se enuncia aquí, dice Freud al final de La organización genital infantil: órgano genital masculino o castrado.” ¡No hay diferencia sexual en tanto que oposición, sino solamente lo masculino! Se podría seguir esta extraña lógica (la razón a partir de Freud, diría Lacan) bastante lejos en el detalle del texto, sobre todo en los momentos en que el velo de Isis desencadena lo que Freud llama Bemächtigungstrieb, la pulsión de dominio. Kant acusa por ejemplo a los metafísicos mistagogos de conducirse como “hombres fuertes” (Kraftmänner) que predican desde hace poco con entusiasmo una sabiduría que no les cuesta nada puesto que pretenden haber atrapado a esta diosa por la punta de su vestido haciéndose así dueños y señores de ella; ellos la habrían “dominado” (bemächtigt), etcétera. La castración o no del logos en tanto que ratio, he ahí una forma central de este debate en torno de la metafísica. Es también un combate acerca de lo poético (entre poesía y filosofía), acerca de la muerte o del futuro de la filosofía. Se trata del mismo envite. Kant no lo duda en absoluto, los nuevos predicadores tienen necesidad de pervertir a la filosofía contaminándola de poesía para darse aires de importancia, ocupar mediante simulacros y mímica el lugar de los grandes y usurpar así un poder de esencia simbólica. Schlosser, el cerrajero, y también, podría decirse, el hombre del castillo señorial, no abusa solamente de metáforas poéticas. Acusa a su siglo de ser prosaico, y osa escribir a Platón, se dirige a él, le invoca, le apostrofa, le toma como testigo: “Armer Plato, pobre Platón, si no estuvieras marcado con el sello de la Antigüedad [...] ¿quién querría aún leerte en este siglo prosaico en el que la más alta sabiduría consiste en no ver sino lo que está a nuestros pies y no admitir más que lo que se puede asir con las manos?” En liza con Schlosser que fustiga a los nuevos hijos de la tierra, Kant juega la baza de Aristóteles contra Platón: “Pero por desgracia, ese razonamiento no es concluyente; prueba demasiado. Pues Aristóteles, filósofo manifiestamente prosaico, posee también el sello (Siegel) de la Antigüedad, y a ese título podría también él pretender ser leído! -En el fondo, absolutamente toda la filosofía es prosaica, y proponer hoy día ponerse a filosofar poéticamente (wiederum poetisch zu philosophiren) sería tanto como proponer al tendero (Kaufuran) que a partir de ahora ya no escribiera sus libros de cuentas en prosa, sino en verso.” Pero la estrategia es más retorcida aún, y de ambas partes. Los mistagogos, los analogistas y los anagogistas juegan también ellos la carta de Aristóteles. Y es en ese momento del juego cuando se apuesta por los fines y el fin de la filosofía. El desvelo sobre la muerte o el fin de la filosofía, el velatorio junto al cadaver de la filosofía no es una historia antigua solamente porque se remonte a Kant; ya entonces se decía que si la filosofía estaba acabada, eso no era consecuencia de la limitación kantiana o de los términos puestos al imperio de la metafísica, sino que era así “desde hacía ya dos mil años”. Es desde hace ya dos mil años que se terminó con la filosofía, decía un discípulo de Schlosser, un verdadero conde, ése sí, el conde Leopold Stolberg, puesto que “el Estagirita hizo tantas conquistas para la ciencia que no dejó a sus sucesores sino muy pocas cosas notables de las que pudieran ponerse al acecho”. La réplica de Kant es la de un progresista decidido, él cree en un futuro al fin abierto y descubierto de la filosofía. Es también la respuesta de un demócrata igualitarista: vosotros queréis poner fin a la filosofía por oscurantismo (durch obscuriren) y sois monárquicos disfrazados, queréis que todos sean iguales entre sí pero, con excepción de uno solo, todos los demás no son nada. Uno solo es a veces Platón, a veces Aristóteles, pero en verdad es por ese monarquismo por lo que os presentáis como filósofos y alardeáis de un tono gran-señor clamando el fin de la filosofía. Naturalmente, al mismo tiempo que se bate así, Kant declara que no ama la guerra. Como en El conflicto de las facultades (donde distingue además entre la guerra natural y el conflicto arbitrado por una ley), acaba por proponer al adversario castrador una especie de concordato, un trato, un tratado de paz o un contrato; en breve, la solución de un conflicto que no es una antinomia. Como seguramente habéis previsto, ese contrato me importa más que toda la estrategia combinatoria, el juego y el cambio de lugares. ¿Qué es lo que puede unir en profundidad a los dos equipos adversarios y procurarles un terreno neutro de reconciliación para hablar seguidamente juntos en el tono que conviene? O, dicho de otra manera, ¿qué es lo que excluyen juntos como lo inadmisible mismo? ¿Qué es lo inadmisible? Kant habla de la modernidad, y de los mistagogos de su tiempo, pero rápidamente habréis percibido de pasada, sin que yo haya tenido necesidad de designarlo explícitamente o de nombrarlo o de mostrar todos los hilos, a cuántas trasposiciones podríamos entregarnos del lado de nuestra llamada modernidad. Yo no diría que actualmente cada quien podría reconocerse en uno u otro lado, pura y simplemente. Pero estoy seguro de que se podría demostrar que todo discurso un poco organizado se encuentra o pretende encontrarse hoy de ambos lados, alternativa o simultáneamente, aun cuando este emplazamiento no agote nada, ni dé la vuelta y el rodeo al lugar y al discurso emitido. Y esta inadecuación, siempre limitada ella misma, indica sin duda la más densa dificultad. Cada uno de nosotros es el mistagogo y el Aufklärer de otro. Podéis ensayar algunas de esas trasposiciones, y ya regresaremos a ellas en el curso de la discusión. Así pues, ¿cuál es el contrato? ¿Qué condiciones pone Kant a quienes, como él, declaran su preocupación por decir la verdad, por revelar sin emascular el logos? Puesto que convienen en ello de común acuerdo, ése es el lugar del consenso en donde pueden reunirse y estar juntos, su sinagoga. Kant les pide en primer lugar que se libren de la diosa velada ante la cual ambos tienen tendencia a arrodillarse. Les pide que no sigan personificando la ley moral ni la voz que la encarna. La ley que habla en nosotros, les dice a los mistagogos, no deberíamos seguir personificándola, sobre todo no bajo la forma “estética”, sensible y bella, de esta Isis velada. Tal sería la condición para entender la ley moral misma, la incondicionada, y para entendernos. Dicho de otra manera, y he aquí un motivo decisivo para el pensamiento de la ley o de la ética en la actualidad, Kant llama a poner la ley por encima y más allá, no de la persona, sino de la personificación y del cuerpo, así como de la voz sensible que habla en nosotros, la singular que nos habla en privado, la voz que podría decirse en su lenguaje “patológico” por oposición a la voz de la razón. La ley por encima del cuerpo, de ese cuerpo que se encuentra representado aquí por una diosa velada. Aunque no queráis conceder significación alguna o “significancia” al hecho de que lo que se encuentra aquí excluido por el concordato sea justamente el cuerpo de una Isis velada, principo universal de la feminidad, asesina de Osiris de quien más tarde encuentra todos los pedazos a excepción del falo; aunque penséis también que hay ahí una personificación demasiado analógica o metafórica, concededme al menos esto: la tregua propuesta entre los dos defensores declarados de un logos no emasculado supone alguna exclusión. Ella supone algo inadmisible. Hay un tercero excluido y eso me bastará. ¿Me bastará en vista de qué? Antes de replantear esta cuestión, voy a leer la propuesta de paz o de alianza dirigida por Kant a sus adversarios de entonces, pero tal vez a sus cómplices de siempre: Pero, ¿para qué sirve todo ese conflicto entre dos partidos que comparten en el fondo la misma buena intención: hacer a los hombres sabios y honestos? Es un ruido para nada, un desacuerdo basado en un malentendido que requiere menos reconciliación que explicación recíproca para concluir un acuerdo, haciendo para el futuro la concordia aún más profunda. La diosa velada ante la cual los de uno y otro lado nos ponemos de rodillas, es la ley moral dentro de nosotros mismos en su majestad invulnerable. Ciertamente percibimos su voz e incluso escuchamos muy bien sus mandamientos, pero al escucharla dudamos si proviene del hombre, si proviene de la omnipotencia de su propia razón, o si emana de algún otro ser cuya naturaleza le es desconocida, y que le habla según su propia razón. En el fondo, quizá haríamos mejor en prescindir enteramente de esta investigación, ya que ella es simplemente especulativa y lo que nos incumbe (objetivamente) hacer sigue siendo lo mismo, lo basemos en uno u otro principio; la única diferencia es que el procedimiento didáctico de relacionar según un método lógico la ley moral en nosotros mismos a conceptos diferentes es sólo propiamente filosófico, mientras que el procedimiento que consiste en personificar esa ley y en hacer de la razón que manda moralmente una Isis velada (aun cuando no le atribuyamos más propiedades que las que le descubre el primer método) es una manera estética de representar (eine ästhetische Vorstellungsart) exactamente el mismo objeto; manera en la que sin duda está permitido confiar, desde el momento en que se comenzó por devolver los principios a su estado puro, para dar vida a esta idea gracias a una presentación (Darstellung) sensible, aunque sea solamente analógica, sin dejar por ello de correr siempre el riesgo de caer en una visión exaltada, que es la muerte de toda filosofía. Entre los numerosos rasgos que caracterizan un escrito de tipo apocalíptico, aislemos provisionalmente la predicción y la predicación escatológica, el acto de decir, predecir o predicar el fin, el límite extremo, la inminencia de lo último. ¿No puede decirse entonces que todas las partes firmantes de semejante concordato son sujetos de discursos escatológicos? Teniendo en cuenta otros contextos, esta situación es sin duda más vieja que la revolución copernicana, y los numerosos prototipos de discurso apocalíptico durante ese intervalo histórico bastarían para demostrarlo. Pero si Kant denuncia a quienes proclaman que desde hace ya dos mil años se acabó con la filosofía, él mismo por su parte, al marcar un límite (a saber el fin de cierto tipo de metafísica), libera otra oleada de discursos escatológicos en filosofía. Su progresismo, su fe en el futuro de cierta filosofía, incluso de otra metafísica, no es contradictorio con esta proclamación de los fines y del fin. Y retomaré ahora el hecho de que desde entonces, tomando en cuenta múltiples y profundas diferencias, e incluso mutaciones, el Occidente ha estado dominado por un poderoso programa que ha sido también un contrato intransgredible entre los discursos sobre el fin. Los temas del fin de la historia y de la muerte de la filosofía no aparecen sino bajo las formas más globales, masivas y concentradas. Existen ciertas diferencias evidentes entre la escatología hegeliana, esa escatología marxista que en Francia estos últimos años se ha querido olvidar demasiado deprisa (y ésa fue tal vez otra escatología del marxismo, su escatología y su tañido fúnebre), la escatología nietzscheana (entre el último hombre, el hombre superior y el superhombre) y tantas otras variedades más recientes. ¿Pero acaso estas diferencias no se miden como desviaciones con respecto a la tonalidad fundamental de esta Stimmung audible a través de tantas variaciones temáticas? ¿Acaso los diferendos no han adoptado todos la forma de una emulación en elocuencia escatológica, y no ha sido cada recién llegado más lúcido que el anterior, más vigilante y más pródigo también en cargar las tintas: os lo digo en verdad, no es solamente el fin de esto sino también y en primer lugar de aquello, el fin de la historia, el fin de la lucha de clases, el fin de la filosofía, la muerte de Dios, el fin de las religiones, el fin del cristianismo y de la moral (ésa fue la ingenuidad mas grave), el fin del sujeto, el fin del hombre, el fin de Occidente, el fin de Edipo, el fin de la tierra, Apocalypse now, yo os lo digo, el fin en el cataclismo, el fuego, la sangre, el terremoto fundamental, el napalm que desciende del cielo desde los helicópteros, como las prostitutas, y también el fin de la literatura, el fin de la pintura, del arte como cosa del pasado, el fin del psicoanálisis, el fin de la universidad, el fin del falocentrismo y del falogocentrismo, ¿y de cuántas cosas más? Y cualquier otro vendrá a refinar aún más, a anunciar lo mejor de lo mejor, o sea el fin del fin, el fin del final, porque el fin siempre ha comenzado ya, porque hay que distinguir aún entre la clausura y el fin, ya que aquélla habría de participar, quiéralo o no, en el concierto, puesto que se trata además del fin del metalenguaje a propósito del lenguaje escatológico. Aunque también cabe preguntarse si la escatología es un tono, y no la voz misma. ¿Es que la voz no es siempre la del último hombre? ¿La voz o la lengua misma? ¿El canto o el acento dentro de la lengua misma? Hölderlin cierra su segunda versión de Patmos, el poema que lleva por título el nombre de la isla apocalíptica, la de Juan, invocando el poema de la lengua alemana (Dem folgt deutscher Gesang). De este poema, Heidegger cita a menudo los primeros versos “Nah ist / Und schwer zu fassen der Gott. / Wo aber Gefahr ist, wächst / das Rettende auch” [“Cercano y difícil de asir es el Dios. Pero donde se halla el peligro crece también aquello que salva”.] Y si Heidegger piensa el Überwindung de la metafísica o de la ontoteología, y de la escatología que le es inseparable, es en nombre de otra escatología. Repetidas veces dice del pensamiento aquí distinto de la filosofía- que es esencialmente “escatológico”. Es su palabra. ¿Es que la voz de la lengua, pregunto yo, no es siempre la del último hombre? Al renunciar a leer con vosotros El último hombre de Blanchot, recuerdo, ya que acabo de hablar de la voz y de Edipo, este fragmento del Libro del filósofo. Nietzsche, bajo el título Edipo, hace hablar consigo mismo, en un soliloquio absoluto, al último filósofo que es también el último hombre. Él habla con su voz, se entretiene y entretiene lo que le queda de vida con el fantasma de su voz, y él se llama, él se llama Edipo: “El último filósofo, así es como yo me nombro, pues yo soy el último hombre. Nadie me habla sino yo solo y mi voz me llega como la de un moribundo. Contigo, voz amada, contigo, último soplo del recuerdo de toda felicidad humana, déjame aún este comercio de una hora sola; gracias a ti engaño a mi soledad y penetro en la mentira de una multiplicidad y de un amor, pues repugna a mi corazón creer que el amor ha muerto, no soporta el estremecimiento de la más solitaria de las soledades y me obliga a hablar como si yo fuera dos [...].” “Como si yo fuera dos”; pues en el momento en que se envía a sí mismo ese mensaje haciendo como si aún pudiera dirigírselo, este imposible destino rubrica la muerte del último hombre, en él y fuera de él. Él lo sabe más allá del como si: “¡Y sin embargo te oigo aún, voz amada! Muere aún alguien fuera de mí, el último hombre, en este universo: el último suspiro muere conmigo, ese largo ay, ay, suspirado sobre mí, el último de los miserables, Edipo!” Si la escatología nos sorprende en la primera palabra, en la primera tanto como en la última, siempre en la penúltima, ¿qué decir?, ¿qué hacer? La respuesta a esta pregunta es tal vez imposible porque nunca se deja alcanzar. Pues la pregunta es la de la respuesta, y la de una apelación que afirma o responde antes de la pregunta. Hace falta claridad, decía ayer Philippe Lacoue-Labarthe. Sí. Pero existe la luz y existen las luces, el día y también la locura del día. “El fin comienza”, se lee en La folie du jour. Sin referirse siquiera a los apocalipsis de tipo zoroastriano, de los que ha habido más de uno, se sabe que toda escatología apocalíptica se afirma en nombre de la luz, del vidente y de la visión, y de una luz de la luz, de una luz más luminosa que todas las luces que ella hace posibles. El apocalipsis de Juan que domina toda la apocalíptica occidental se ilumina a la luz de El, de Elohim: Sí, la gloria de Elohim la ilumina [a la ciudad, a la Nueva Jerusalén] [...] Los reyes de la tierra le aportan su gloria. Sus puertas jamás se cierran de día, pues allí no existe la noche. Ellos traen la gloria... (XXI, 23-26.) La noche ya no existe, no necesitan luz de lámpara, ni luz del sol: Adonai Elohim los ilumina y ellos reinan por los siglos de los siglos. (XXII, 5). Existe la luz, existen las luces, las luces de la razón o del logos, que, a pesar de todo, no son otra cosa. Y es en nombre de una Aufklärung que Kant, por ejemplo, emprende la tarea de desmitificar el tono gran-señor. En la actualidad nosotros no podemos no heredar esas Luces, no podemos y no debemos -es una ley y un destino- renunciar al Aufklärung, o dicho de otra manera a lo que se impone como el deseo enigmático de la vigilancia, de la vigilia lúcida, de la elucidación, de la crítica y de la verdad, pero de una verdad que al mismo tiempo guarda en ella un deseo apocalíptico, esta vez como deseo de claridad y de revelación, para desmitificar o, si lo preferís, para deconstruir el discurso apocalíptico mismo y con él todo lo que especula sobre la visión, la inminencia del fin, la teofanía, la parusía, el juicio final. Así pues, cada vez nos preguntamos inflexiblemente adónde quieren llegar, y con qué fines, quienes declaran el fin de esto o de aquello, del hombre o del sujeto, de la conciencia, de la historia, del Occidente o de la literatura, y de las últimas novedades del progreso mismo cuya idea no se ha manejado nunca tan mal por la derecha y por la izquierda. ¿Qué efectos buscan producir esos gentiles profetas o esos elocuentes visionarios? ¿En vista de qué beneficio inmediato o aplazado? ¿Qué es lo que hacen, qué hacemos nosotros diciendo eso? ¿Por qué seducir o someter, intimidar o hacer disfrutar? Esos efectos y esos beneficios pueden ser referidos a una especulación individual o colectiva, consciente o inconsciente. Pueden analizarse en términos de dominio libidinal o político, con todas las conexiones diferenciales y por lo tanto con todas las paradojas económicas que sobredeterminan la idea de poder o de dominio y a veces los arrastran al abismo. El análisis lúcido de esos intereses o de esos cálculos debe movilizar un gran número y una gran diversidad de dispositivos interpretativos actualmente disponibles. Debe y puede hacerlo, pues nuestra época estaría más bien superarmada a este respecto; y una deconstrucción, si no se interrumpe, no se da nunca sin embargo sin un segundo trabajo sobre el sistema que empalma este superarmamento consigo mismo, que articula, como se dice, el psicoanálisis al marxismo o a algún nietzscheísmo, a los recursos de la lingüística, de la retórica o de la pragmática, a la teoría de los speech acts, y al pensamiento heideggeriano sobre la historia de la metafísica, o sobre la esencia de la ciencia o de la técnica. Semejante desmitificación debe plegarse a la más fina diversidad de las astucias apocalípticas. El interés o el cálculo puede estar muy disimulado bajo el deseo de luz, bien escondido (eukalyptus, como se dice del árbol cuyo limbo calicinal permanece cerrado después de la floración), bien oculto bajo el deseo confesado de revelación. Y un disimulo puede ocultar otro. Lo más grave, pues no tiene fin, lo más fascinante concierne a esto: el tema del discurso escatológico puede tener interés en renunciar a su interés, puede renunciar a todo para poneros su muerte en vuestros brazos y haceros heredar por adelantado su cadáver, es decir su alma, esperando llegar así a sus fines por el fin, a seduciros sobre el terreno prometiendo guardar vuestra guardia en su ausencia. No estoy seguro de que haya justamente una escena fundamental, un gran paradigma sobre el cual, con unas cuantas desviaciones, poder regular todas las estrategias escatológicas. Ésa sería aún una interpretación filosófica, onto-escatoteleológica; sería tanto como decir: la estrategia apocalíptica es fundamentalmente una, su diversidad es solamente de procedimientos, de máscaras, de apariencias o de simulacros. Una vez tomada esta precaución, cedamos a la tentación de imaginar, por el breve tiempo de una ficción, esta escena fundamental. Imaginemos que existe un tono apocalíptico, una unidad del tono apocalíptico, y que el tono apocalíptico no sea el efecto de un desvarío generalizado, de una Verstimmung que multiplique las voces y haga saltar los tonos, abriendo cada palabra a la obsesión del otro en una politonalidad inmanejable, con injertos, intrusiones, parasitismos. La Verstimmung generalizada es la posibilidad para el otro tono, o para el tono de otro, de llegar en cualquier momento a interrumpir una música familiar (como supongo que ocurre corrientemente en el análisis, pero también en otras partes, cuando, de repente, un tono venido de quién sabe dónde corta la palabra, si así puede decirse, a aquel que tranquilamente parecía determinar (bestimmen) la voz y asegurar así la unidad de destinación, la identidad perteneciente a algún destinatario o destinador). La Verstimmung, si en lo sucesivo llamamos así a la desviación, el cambio de tono o como si dijéramos el cambio de humor, es el desorden o el delirio de la destinación (Bestimmung) pero también la posibilidad de cualquier emisión. La unidad del tono, si la hubiera, sería ciertamente la seguridad de la destinación pero también la muerte, otro apocalipsis. Imaginemos pues que existe un tono apocalíptico y una escena fundamental. Entonces, quien adopta el tono apocalíptico viene a deciros o a decirse alguna cosa. ¿Pero el qué? Yo digo “quien adopta”, “alguien adopta”, por no decir “el que” o “la que”, “los que” o “las que...”, y me refiero al tono que uno debe poder distinguir en todo contenido discursivo articulado. Lo que quiere decir el tono no es forzosamente lo que dice el discurso, y uno puede siempre contradecir, negar, hacer derivar o desencaminar al otro. Quien adopta el tono apocalíptico viene a significaros, si no es que a deciros, alguna cosa. ¿El qué? La verdad, por supuesto, y a significaros que os la revela, puesto que el tono es revelador de algún descubrimiento en curso. Descubrimiento o verdad, apofántica de la inminencia del fin, cualquier cosa que tome de nuevo, finalmente, al fin del mundo. No solamente la verdad como verdad revelada de un secreto sobre el fin o del secreto del fin. La verdad misma es el fin, el destino, y que la verdad se descubra es el advenimiento del fin. La verdad es el fin y la instancia del juicio foral. La estructura de la verdad sería aquí apocalíptica. Y por eso es que no puede haber verdad del apocalipsis que no sea verdad de la verdad. Entonces, a quien adopte el tono apocalíptico le preguntaremos: ¿en vista de qué y con qué fines?, ¿para conducir adónde?, ¿en este mismo instante o dentro de poco? El fin comienza, significa el tono apocalíptico. ¿Pero con qué fines lo significa? Naturalmente quiere atraer, hacer venir, hacer llegar a él, seducir para conducir hasta él, bien sea en el lugar donde se escucha la primera vibración del tono, llamémosle como se quiera, sujeto, persona, sexo, deseo (pienso sobre todo en una vibración diferencial pura, sin sostén, insostenible). Ése es el fin en seguida, es inminente, significa el tono. Yo lo veo, yo lo sé, yo te lo digo, ahora tú ya lo sabes, ven. Todos vamos a morir, vamos a desaparecer, y esta sentencia de muerte no puede sino juzgarnos, vamos a morir, tú y yo, también los otros, los goyím, los gentiles y todos los demás, todos aquellos que no comparten con nosotros ese secreto, que no lo saben. Es como si ya estuvieran muertos. Estamos solos en el mundo, yo soy el único que te puede revelar la verdad o el destino, yo te la digo, yo te la doy, ven, seamos un instante, nosotros que no sabemos aún que somos, un instante antes del fin los únicos sobrevivientes, los únicos que velan, eso será mucha más fuerte. Seremos una secta, formaremos una especie, un sexo o un género, una raza (Geschlecht) para nosotros solos, nos daremos un nombre (eso es un poco la escena babeliana de la que podríamos hablar, pero hay también una Babel en el Apocalipsis de Juan que nos haría pensar, no del lado de la confusión de las lenguas o de los tonos, sino del de la prostitución, suponiendo que sea posible distinguir la diferencia. Babel la grande es la madre de las putas: “Ven. Yo te mostraré el juicio de la gran ramera”, XVII, 1). Ellos duermen, nosotros velamos. Ese discurso, o más bien ese tono que yo traduzco en discurso, ese tono de la vigilia en el momento del fin, que es también el de la velada funeraria, del Wake, repercute o cita siempre de cierta manera el Apocalipsis de Juan o al menos la escena fundamental que ya programa el escrito juanense. Así, por ejemplo: Yo conozco tus obras: que tienes nombre de que vives, y estas muerto. ¡Velad! [esto vigilans, dice la traducción latina] y afirma las otras cosas que están para morir; [...] Pues si no velas, vendré sobre ti como ladrón: y no sabrás a qué hora vendré sobre ti. (III, 1-3.) Yo vendré: la venida está siempre por venir. El Adón [Señor], nombrado como el aleph y el tav, el alfa y el omega, es el que ha sido, el que es y el que viene, no el que será sino el que viene, el que es el presente de un por-venir. Yo vengo quiere decir: yo voy a venir, estoy por-venir en la inminencia de un “yo voy a venir”, “estoy viniendo”, “estoy a punto de venir”. “El que viene” (o erkhomenos) se traduce aquí en latín por venturus est. Es Jesús el que dice “¡velad!”, pero sería preciso, quizá más allá o antes de una narratología, desarrollar un minucioso análisis de la voz narrativa en el Apocalipsis. Me sirvo de la expresión “voz narrativa” para dístinguirla, como hace Blanchot, de la voz narradora, la del sujeto identificable, la del narrador o destinador determinable en un relato. Por otra parte creo que todos los “vengo” que resuenan en los relatos y no-relatos de Blanchot resuenan también, están en consonancia con un cierto “vengo” (erkhou, veni) del Apocalipsis de Juan. Es Jesús el que dice “Vela...YO vendré sobre ti”, pero es Juan el que habla citando a Jesús, o más bien el que escribe, el que parece transcribir lo que dice contando que cita a Jesús en el momento en que éste le dicta lo que debe escribir, lo que él hace en el presente y que nosotros leemos, en las siete comunidades, en las siete iglesias de Asia. Jesús es citado como aquel que dicta sin escribir él mismo y dice “escribe, grapson”. Pero antes incluso de que Juan lo escriba, diciendo ahora que él escribe, él oye como un dictado la gran voz de Jesús (Yo, Yohanan [...] yo estoy en la isla llamada Patmos, por causa de la palabra de Elohim y el testimonio de Yeshua. Ya estoy en el Espíritu (en pneumati, in spiritu) en el día del Adón. Yo oigo tras de mí una gran voz, como la de un shophar. Ella dice: Lo que tú ves, escríbelo en un libro, envíalo a las siete comunidades...) [I, 9-10-11] Escribe y envía, dicta la voz llegada desde atrás, desde la espalda de Juan, como un shophar [como una trompeta], grapson eis biblion kai pempson, scribe in libro: et mitte septem Ecclesiis. Yo veo y yo oigo, en presente en la traducción de Chouraqui: están en pasado en griego y latín, lo que no simplifica las premisas de un análisis. Pero justo antes de esta escena narrativa en la que se cita un dictado o literalmente una inspiración presente, había un preámbulo sin voz narrativa o en todo caso sin voz narradora, una especie de título o de medalla venida de no se sabe dónde vinculando el descubrimiento apocalíptico al envío. Esas líneas son propiamente el apocalipsis como envío del apocalipsis, el apocalipsis que se envía: Revelación de Yeshua el mesías (Apocaupsis Jesou Khristou) que Elohim le da para mostrar a sus siervos lo que pronto llegará. Y Él lo significa enviando como su ángel (esemamen aposteilas dia tou angelou autou, significavit, mittens per Angelum suum) a su siervo Yohanan. [I, 1] Juan es pues el que ya recibe un correo por intermediación de un portador que es un ángel, un puro mensajero. Y Juan transmite un mensaje ya transmitido, testimonia un testimonio que será también el de otro testimonio, el de Jesús; tantos envíos, tantas voces, y eso presupone mucha gente en la línea. Él lo significa enviando como su ángel a su siervo Yohanan. Trae el testimonio de la palabra de Elohim y el testimonio de Yeshua el mesías, y de todo lo que él ha visto. Alegrías del lector, del entendedor de las palabras de esta profecía, de los que guardan lo que está escrito: sí, el tiempo está cerca, o gar kairos engus, tempus enim prope est. [I, 2-3] Si de forma muy insuficiente y apenas preliminar, llamo vuestra atención sobre el envío narrativo, el entrelazamiento de las voces y de los envíos en la escritura dictada o dirigida, es porque, en la hipótesis o el programa de una desmistificación inflexible del tono apocalíptico, en el estilo de las Luces o de una Aufklärung del siglo XX, y si quisiera desenmascarar las astucias, trampas, pillerías, seducciones, máquinas de guerra y de placer, en breve todos los intereses del tono apocalíptico de hoy día, habría que empezar por respetar esta desmultiplicación diferencial de las voces y de los tonos que los divide tal vez más allá de una pluralidad neta y calculable. No se sabe (pues no es tampoco del orden del saber) a quién llega el envío apocalíptico, salta de un lugar de emisión al otro (y un lugar es siempre determinado a partir de la emisión presumida), va de un destino, de un nombre y de un tono a otro, remite siempre al nombre y al tono del otro que está allá pero como habiendo estado allá y debiendo venir aún, no estando ya o no todavía en el presente del relato. Y no está garantizado que el hombre sea la central de esas líneas telefónicas o la terminal de este ordenador sin fin. No se sabe muy bien quien presta su voz y su tono al otro en el Apocalipsis, no se sabe muy bien quien dirige el qué a quién. Pero por un trastocamiento catastrófico, aquí más necesario que nunca, se puede igualmente pensar esto: puesto que no se sabe ya quién habla o quién escribe, el texto se vuelve apocalíptico. Y si los envíos remiten siempre a otros envíos sin destino determinable, quedando el destino por venir, entonces esta estructura totalmente angélica, la del apocalipsis juanense, ¿no es también la de toda escena de escritura en general? Es una de las sugerencias que quería someter a vuestra discusión: ¿no sería la apocalíptica una condición trascendental de todo discurso, incluso de toda experiencia, de toda marca o de todo rastro? Y el género de los escritos llamados “apocalípticos” en sentido estricto, no sería entonces más que un ejemplo, una revelación ejemplar de esta estructura trascendental. En ese caso, si el apocalipsis revela, es ante todo revelación del apocalipsis, autopresentación de la estructura apocalíptica del lenguaje, de la escritura, de la experiencia de la presencia, bien sea del texto o de la marca en general: es decir, del envío divisible para el que no hay autopresentación ni destino garantizado. Pero hay ahí un pliegue apocalíptico. No solamente un pliegue como pliego, como envío, un pliegue que induce a un cambio tonal y a una inmediata duplicidad tonal en toda voz apocalíptica. No solamente un pliegue en el significante “apocalíptico” que designa a veces el contenido del relato o del anuncio (a saber las catástrofes y los cataclismos del fin del mundo, los trastornos, los truenos y los temblores de tierra, el fuego, la sangre, la montaña en llamas y el mar ensangrentado, las plagas, el humo, el azufre, la quemadura, la multiplicidad de las lenguas y de los reyes, la bestia, los brujos, Satán, la gran ramera del Apocalipsis, etc., a veces el anuncio mismo y no ya lo anunciado, el discurso revelador del futuro o incluso del fin del mundo, más que lo que él dice, la verdad de la revelación más que la verdad revelada.) Pero pienso en otro pliegue, en el cual estamos nosotros también, el día de hoy: todo lo que actualmente puede inspirar un deseo desmistificador con respecto al tono apocalíptico, a saber un deseo de luz, de vigilancia lúcida, de vigilia elucidadora o de verdad, todo eso se encuentra ya en el trayecto y yo diría en transferencia de apocalipsis, es ya una cita o un recitado de Juan o de lo que ya programaban los envíos de Juan, cuando por ejemplo escribe, para un mensajero, bajo el dictado de la gran voz venida de detrás de su espalda y que se extiende como un shophar, como un cuerno de carnero: Al mensajero de la comunidad de Éfeso, escribo: aquel que lleva las siete estrellas en su diestra, aquel que marcha en medio de las siete lámparas de oro, Él dice esto: Yo conozco tus obras, tu labor tu resistencia: tú no puedes soportar a los malvados. Tú has probado a aquellos que se dicen apóstoles y no lo son (tous legontas eautous apostolous kai ouk eisin, qui si dicunt Apostolos esse, et non sunt), tú los has encontrado mentirosos. [...] Pero tengo esto contra ti: que has dejado tu primer amor... (II, 3-4.) Y los envíos se multiplican, los mensajeros vienen, hasta el séptimo, después del cual El templo de Elohim se abre al cielo. Aparece el arca de su pacto en su templo. Sobrevienen relámpagos, voces, truenos, un terremoto, y grande granizo. Una gran señal (semeion mega) aparece en el cielo: una mujer vestida del sol, con la luna a sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas.” (11, 19-12,1.) De manera que nosotros, Aufklärer de los tiempos modernos, continuamos denunciando a los apóstoles impostores, a los que “se dicen enviados”que no son enviados por nadie, a los mentirosos y a los infieles, la ampulosidad y la prosopopeya de todos los encargados de misión Histórica a quienes nadie ha pedido nada y a quienes nadie ha encargado nada. ¿Seguiremos así en la mejor tradición apocalíptica denunciando los falsos apocalipsis? Doblado el pliego, yo no multiplico los ejemplos, el fin se aproxima pero el apocalipsis es de larga duración. La cuestión sigue y se repite: ¿cuáles pueden ser los límites de una desmistificación? Sin duda se puede pensar -yo lo piensa- que hay que conducir esta desmistiîicación tan lejos como sea posible y la tarea no es modesta. Es interminable porque nadie puede agotar las sobre-determinaciones y las indeterminaciones de las estratagemas apocalípticas. Y sobre todo porque el motivo o la motivación ético-política de esas estratagemas no es nunca reductible a lo simple. Recuerdo también que su retórica, por ejemplo, no está destinada solamente a engañar al pueblo más que a los poderosos para llegar a fines retrógrados, pasadistas, conservadores. Nada es menos conservador que el género apocalíptico. Y como es un género apocalíptico, apócrifo, enmascarado, cifrado, puede proporcionar un subterfugio para engañar a otra vigilancia, la de la censura. Se sabe que los escritos apocalípticos se multiplicaron en el momento en que la censura del Estado era muy fuerte en el Imperio romano, y precisamente para sorprenderla. Ahora bien, podemos extender esta posibilidad a todas las censuras, y no solamente a la política, y en política a la oficial. Aunque nos limitáramos a la censura política, y aun siendo lo bastante despiertos como para saber que ésta no se ejerce solamente a partir de las oficinas especializadas del Estado, sino por doquier, como un argos de mil ojos, dentro de una mayoría, dentro de una oposición, dentro de una mayoría virtual, con respecto a todo lo que no se deja encuadrar por la lógica del discurso político corriente ni por el de las oposiciones conceptuales legitimadas por el contrato entre los adversarios legítimos; pues bien, aún así tal vez se pensaría que el discurso apocalíptico puede también eludir la censura gracias a su género y a sus astucias crípticas. Puede también, por su tono mismo, por la confusión de las voces, de los géneros y de los códigos, desmontar el contrato o el concordato dominante al trastornar sus destinaciones. Es un desafío a la recepción establecida de mensajes y al servicio de las comunicaciones; en breve, al servicio postal o al monopolio de correos. Podría incluso decirse inversamente que toda discordia o todo desorden tonal, todo lo que desentona y se vuelve inadmisible en la colocución general, todo lo que no es ya identificable a partir de los códigos establecidos, a los dos lados de un frente, pasará necesariamente por mistagógico, oscurantista y apocalíptico. Se le hará pasar por tal. Si ahora nos interrogamos sobre otro límite de la desmistificación, un límite (acaso) más esencial y que distinguiría (acaso) una desconstrucción de una simple desmistificación progresista al estilo de las Luces, yo me sentiría tentado por otro punto de vista. Pues, en fin, desmistificar la maniobra de una seducción o de una agogia, está bien, es necesario; pero ¿no habría que preguntarse primero en vista de qué, con qué fines eso seduce, burla, engaña, maniobra? Desde este otro punto de vista, expondré rápidamente una idea, para concluir, y tratar de responder, si ello es posible, a una pregunta. Repetidas veces me han preguntado (y por eso es que voy a permitirme una breve ostentación galática de algunos de mis escritos) por qué (en vista de qué, con qué fines, etc.) yo tenía o había adoptado un tono y propuesto temas apocalípticos. Así es como a menudo se los ha calificado, a veces con suspicacia, y sobre todo, yo lo he notado, en Estados Unidos, en donde siempre son más sensibles a los fenómenos de profetismo, de mesianismo, de escatología y de apocalipsis-aquí-ahora. Aunque yo haya multiplicado las distinciones entre la clausura y el fin, aunque haya tenido la sensación de decir discursos sobre el fin más que de anunciar el fin, aunque yo haya tenido la intención de analizar un género más que de practicarlo, y aunque a pesar de todo yo lo practicara y lo hiciera con esta cláusula de género irónico que he tratado de mostrar que jamás pertenece al género mismo, a pesar de todo ello, por las razones que acabo de mencionar, todo lenguaje sobre el apocalipsis es también apocalíptico y no puede excluirse de su objeto. Yo también me he preguntado pues por qué, con qué fines, en vista de qué, el Apocalipsis mismo, quiero decir los escritos históricos así llamados y en primer lugar el que fue firmado por Juan de Patmos, se había instalado poco a poco, sobre todo desde hace seis o siete años, como un tema, una preocupación, una fascinación, una referencia explícita y, para mí, como el horizonte de un trabajo o de una tarea, aunque yo conozca muy mal esos textos ricos y secretos. Éste fue el caso primeramente en Glas en donde las columnas son constantemente sacudidas por estremecimientos o risas apocalípticas a propósito del apocalipsis, y que en cierto momento (p.220) revuelve los restos de conceptos de Juan, el del Evangelio, el del Apocalipsis, con los de Genet. Allí vemos “el Evangelio y el Apocalipsis violentamente seccionados, fragmentados, redistribuidos, con blancos, desplazamientos de acentos, líneas saltadas o movidas, como si nos llegaran a través de un teleimpresor descompuesto, un auricular en una central telefónica bloqueada...” Y una larga secuencia revolviendo las citas se cierra así: “Y yo, Juan, he oído y visto todo eso.” Como su nombre lo indica, la apocalíptica, o dicho de otro modo, el desvelamiento capital, pone verdaderamente al desnudo el hambre de sí. Pompas fúnebres, recordamos, en la misma página: “Juan me fue quitado [...] Era precisa una compensación de Juan [...] la revelación de mi amistad por Juan [...] Yo tenía hambre de Juan.” Eso se llama una compensación colosal. El fantasma absoluto como ser absoluto en su gloria más desconsolada: absorberse para estar cerca de sí, hacer de sí un bocado, ser-devenir (en una palabra, envolverse [bander]) su propio bocado. Ése fue por último, lo acabo de decir, el caso de los Envois en donde se multiplican las alusiones al Apocalipsis y a su arritmosofía, donde todo especula sobre las cifras y especialmente el siete, el “7 escrito”, los ángeles, “mi ángel”, los mensajeros y los carteros, la predicción, el anuncio de la nueva, la “quemadura” holocáustica y todos los fenómenos de Verstimmung, de cambio de tono, de mezcla de géneros, de destinoerrancia, si así puede decirse, o de clandestinación, otros tantos signos de filiación apocalíptica más o menos bastarda. Pero no es sobre esta red temática o tonal sobre la que yo quería insistir para concluir. A falta de tiempo, me limitaré a la palabra, si es que es una palabra, y al motivo “Ven” que ocupa otros textos escritos en el intervalo, en particular Pas, Survivre y En ce moment même dans cet ouvrage me voici, tres textos dedicados, puede decirse, a Blanchot y a Levinas. No tuve conciencia inmediatamente de la resonancia citatoria de ese “ven”, o al menos de que su cita (pues es el drama de la citacionalidad lo que me importaba al principio, su estructura repetitiva y el que, hasta en un tono, debe poder repetirse, es decir, imitarse, e incluso “sintetizarse”) fue también una referencia al Apocalipsis de Juan. No lo pensaba cuando escribí Pas, lo supe en el momento de escribir los otros dos textos. Y lo señalé. “Ven”, erkhou, veni, este llamado resuena en el corazón de la visión, en el “yo veo” que sigue el dictado de Cristo (a partir de 4) cuando se dice: Yo veo a la derecha de aquel que está sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, precintado con sellos: siete. Veo un ángel, fuerte. Él clama a grandes voces: “¿Quién podrá abrir el libro, y romper los sellos?” Nadie puede, en el cielo, sobre la tierra o bajo la tierra, abrir el libro ni mirarlo. Y cada vez que el Cordero rompe uno de los siete sellos, uno de los cuatro vivientes dice “Ven”, y es la sucesión de los Caballeros del Apocalipsis. (En los Envois de La tarjeta postal, uno u otro dice a menudo: ellos creerán que somos dos, o que yo soy uno solo, o que somos tres, o que somos cuatro, y no es seguro que se equivoquen; pero todo pasa como si la hipótesis no pudiera ir más allá de cuatro, ésa es en todo caso la ficción). Más adelante, veo que dice en el Apocalipsis de Juan, en 17, que uno de los siete ángeles de las siete copas dice: “¡Ven, yo te mostraré el juicio de la gran ramera.” Se trata de Babel. Y en 21, “¡Ven!, yo te mostraré a la desposada, la esposa del Cordero.” Y sobre todo en el fin de los fines, “Ven” se lanza o se repercute en un intercambio de llamadas y respuestas, que precisamente ya no es un intercambio. Las voces, los lugares, los trayectos del “Ven” atraviesan la pared de un canto, un volumen de ecos citacionales y recitativos, como si eso comenzase por responder; y en esa travesía o esa transferencia las voces hallan su espaciamiento, el espacio de su movimiento, pero lo anulan de un trazo, no le dan ya tiempo. Hay ahí una especie de narrador general: en el momento de la firma él se llamará el testigo (martyron, testimonium). Está ahí el mensajero angélico de cuyo envío informa, está ahí Juan que retoma la palabra y dice que en ese momento él se prosterna ante el mensajero que le habla: “El me dice: ‘No selles las palabras de la profecía de este libro porque, sí, el tiempo está cerca.’ “Double bind de una orden a la que Juan no podía más que desobedecer para obedecerla. Luego Jesús retoma la palabra, naturalmente de ese modo citado en directo que Platón llamaba mimético o apócrifo, y el juego de las comillas en la traducción plantea todos los problemas que os podais imaginar. En cada ocasión se sabe quién es el que habla porque él mismo se presenta; yo, fulano; pero lo hace en el texto escrito por el testigo o por el narrador general que es siempre parte activa. Veamos, y éste es el fin: Yo, Yeshua, he enviado a mi mensajero para testimoniar estas cosas en las comunidades. Yo soy el linaje y la simiente de David, la estrella resplandeciente de la mañana. Cerrad las comillas. El texto del testigo se reinicia: El espíritu y la esposa (numphe, sponsa, la prometida) dicen [juntos] : “Ven.” Y el que oye diga “Ven”, y el que tiene sed, venga, y el que quiera tome del agua de la vida, gratuitamente. Yo testifico a todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro: si alguno añadiere a estas cosas, Elohim traerá sobre él las plagas descritas en este libro. Y si alguno quitare alguna palabra del libro de esta profecía, Elohim quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas descritas en este libro. El que da testimonio de estas cosas dice: “Sí, yo vengo en seguida.” Amén. Ven, Adon Yeshua. La gracia del Adon Yeshua sea con todos... El evento de ese “Ven” precede y llama al evento. Sería aquello a partir de lo cual hay un evento, el venir, el por-venir del evento, que no se puede pensar bajo la categoría dada de evento. “Ven”, me ha parecido llamar al “lugar” (pero la palabra lugar resulta aquí demasiado enigmática), digamos al lugar, al tiempo y al advenimiento de aquello que en la apocalíptica en general no se deja ya contener simplemente por la filosofía, la metafísica, la onto-escato-teología ni por todas las lecturas que ella ha propuesto sobre la apocalíptica. Yo no puedo reconstituir lo que he intentado a este respecto en un medio de resonancias, respuestas, citas remitidas, que remiten a textos de Blanchot, de Levinas, de Heidegger, o de otros, como se podría arriesgar hoy con el último libro de Marguerite Duras, L’homme assis dans le couloir. Lo que entonces intenté exponer a un análisis que sería, entre otras cosas, una espectrografía del tono y del cambio de tono, no podía por definición ponerse a la disposición o a la medida de la demostración filosófica, pedagógica o docente. Primero porque “Ven”, al abrir la escena, no podía convertirse en un objeto, un tema, una representación, y ni siquiera en una cita en el sentido corriente; no podía subsumirse bajo una categoría, fuese ella la del venir o la del evento. Por igual razón, se pliega difícilmente a la retórica exigida por la escena presente. Intento no obstante extraerle, a riesgo de una deformación esencial, la función demostrativa en términos de discurso filosófico. Yo diría, pues, lo siguiente, precipitando el movimiento. Venido del otro ya como una respuesta, y una cita sin presente pasado, “Ven” no soporta ninguna cita metalingüística, puesto que él es ya, en sí mismo, un relato, un recitativo y un canto en el que la singularidad permanece a la vez absoluta y absolutamente divisible. No se deja tampoco examinar por una onto-teo-escatología ni por una lógica del evento, por muy nueva que sea y cualquier política que anuncie. En ese tono afirmativo, “Ven” no marca en sí ni un deseo, ni una orden, ni un ruego, ni una exigencia. Más precisamente: las categorías gramaticales, lingüísticas o semánticas según las cuales podríamos determinarlo, están a su vez atravesadas por el “Ven”. Este “Ven”, yo no sé qué es lo que es, no porque yo ceda al oscurantismo sino porque la cuestión “qué es esto” pertenece a un espacio (la ontología, y tras ella los conocimientos gramaticales, lingüísticos, semánticos, etc.) abierto por un “ven” venido del otro. Entre los dos “ven”, la diferencia no es gramatical, lingüística, semántica, pragmática -aun aceptando decir: es un imperativo, es una modalidad yusica, es un performativo de tal o tal tipo, etc.-, la diferencia es tonal. Y yo no sé si una diferencia tonal se presta finalmente a todas estas cuestiones. Tratad de decir “ven” -que puede pronunciarse en todos los tonos-, y veréis y oiréis como el otro en seguida entenderá o no. Es el gesto en el habla, ese gesto que no se deja captar por el análisis -lingüístico, semántico o retórico- de una palabra. Vienes de más allá del ser, eso viene de más allá del ser y llama más allá del ser, introduciéndose tal vez en el lugar donde el Ereignis -que ya no se puede traducir por evento- y el Enteignis despliegan el movimiento de adecuación. Si “Ven” no intenta conducir, si es sin duda an-agógico, siempre es posible reconducirlo más arriba que él, anagógicamente, hacia la violencia conductiva, hacia la ducción autoritaria. Este riesgo es ineluctable, amenaza al tono como su doble. E incluso en la confesión de quien pretende seducir: diciendo con cierto tono “yo estoy a punto de seducirte”, yo no suspendo, yo puedo incluso aumentar el poder seductor. Puede ser que a Heidegger no le gustase esta conjugación o esta declinación aparentemente personales del venir. Pero no son personales, subjetivas o egológicas. “Ven” puede no venir de una voz o al menos con un tono que signifique “yo”, un uno o una en mi “determinación”, en mi Bestimmung: vocación destinada a mí. “Ven” no se dirige a una entidad determinable por adelantado. Es una deriva inderivable a partir de la identidad de una determinación. “Ven” es solamente derivable, absolutamente derivable, solamente del otro, de nada que sea un origen o una identidad verificable, decidible, presentable, apropiable, de nada que no sea ya derivable y arribable sin ribera. Tal vez estaréis tentados de llamar a eso el desastre, la catástrofe, el apocalipsis. Pero justamente se anuncia aquí, promesa o amenaza, un apocalipsis sin apocalipsis, un apocalipsis sin visión, sin verdad, sin revelación, envíos (pues el “ven” es plural en sí), direcciones sin mensaje y sin destino, sin destinador o destinatario decidible, sin juicio final, sin otra escatología que el tono mismo del “Ven”, su diferencia misma, un apocalipsis más allá del bien y del mal. “Ven” no anuncia este o aquel apocalipsis: resuena ya con cierto tono, es en sí mismo el apocalipsis del apocalipsis, Ven es apocalíptico. Nuestro apocalypse now: ya no habrá otra oportunidad, salvo la oportunidad para un pensamiento del bien y del mal cuyo anuncio vendrá a concentrarse para estar consigo mismo en una palabra de revelación; ya no hay oportunidad, a excepción de una oportunidad, la única, la oportunidad misma, para una recopilación de la verdad, un legein de la alethéia que no sería ya un desvelamiento legendario; y más oportunidad aún para tal concentración del don, del envío, del destino (Schicken, Geschick), para el destino de un “Ven” cuya promesa al menos estaría garantizada por su propio evento. Pero entonces, ¿qué es lo que hace aquel que os dice: yo os lo digo, yo he venido a decíroslo, no hay, jamás ha habido, no habrá apocalipsis, “el apocalipsis decepcionado”? Existe el apocalipsis sin apocalipsis. La palabra sin la pronuncio aquí dentro de la sintaxis tan necesaria de Blanchot quien a menudo dice X sin X. El sin marca una catástrofe interna y externa del apocalipsis, un cambio de sentido que no se confunde con la catástrofe anunciada o descrita en los escritos apocalípticos sin por ello serles extraña. La catástrofe, aquí, sería tal vez la del apocalipsis mismo, su repliegue y su fin, una clausura sin fin, un fin sin fin. Pero, ¿qué lectura, qué historia de la lectura, qué filología, qué competencia hermenéutica autoriza a decir que eso mismo, esta catástrofe del apocalipsis no es la que describe, en su movimiento y en su trayecto mismo, en su rastro, tal o cual escrito apocalíptico, por ejemplo el de Patmos que entonces estaría abocado a salir de sí mismo en este vagabundeo aleatorio? Y si ese “fuera del apocalipsis” estuviera en el apocalipsis? ¿Si fuera el apocalipsis mismo, justamente aquello que causa efracción en el “Ven”? ¿Qué es lo que está “dentro” y qué es lo que está “fuera” de un texto, de ese texto, y dentro y fuera de esos libros de los que no se sabe si están abiertos o cerrados? De ese libro escrito, como recordáis, “por dentro y por fuera”, se dice al final: no lo selles, “no selles las palabras de inspiración de este libro...”. No selles, es decir no cierres; pero también no firmes. El fin se acerca, ahora ya no hay tiempo de decir la verdad sobre el apocalipsis. Pero qué haces tú, insistiréis aún, con qué fines quieres venir cuando vienes a decirnos, aquí y ahora, vamos, venid, el apocalipsis, esto se ha acabado, te lo digo yo, aquí llega. Traducción del griego, claro está, pero en condiciones que debo precisar aquí, por una parte porque se tratará de ello en el curso de la discusión, y porque se trata de lo que podría llamarse la apropiación del apocalipsis: que es también el tema de esta exposición. El muy singular intento de Chouraqui consiste en suma, para el Apocalipsis de Juan como para el Nuevo Testamento en general, en reconstituir un nuevo original hebreo, sobre la base del texto griego de que disponemos, y en hacer como si aquél tradujese ese texto original fantasma del que se supone que, lingüística y culturalmente, ya ha debido dejarse traducir, dicho sea en un sentido ampliamente metafórico, en la versión griega llamada original. “La traducción que yo publico, enriquecida por la aportación de las versiones tradicionales, tiene como vocación buscar bajo el texto griego su contexto histórico y su sustrato semítico. Semejante enfoque es hoy día posible...” Tal enfoque pasa, según Chouraqui, por una “retroversión aramea o hebraica” del texto griego tenido como “filtro”. Las traducciones históricas del Nuevo Testamento en arameo o en hebreo habrían representado aquí un papel indispensable, pero solamente mediador. “...Aunque el texto se expresa en griego y, por lo que respecta a Jesús, se basa en un arameo o un hebreo (mishnaico, rabínico o qoumránico) cuyos rastros han desaparecido, el pensamiento de los Evangelistas y de los Apóstoles tiene como últimos términos de referencias la palabra de Yaveh, es decir, para todos ellos, la Biblia. Es ella la que reencontramos analizando el texto griego aunque previamente haya que pasarlo por un filtro arameo o por el de la traducción de los Setenta. [...] A partir del texto griego, conociendo las técnicas de traducción del hebreo al griego, y las resonancias hebraicas de la Koiné, he tratado en cada palabra, en cada versículo, de tocar el fondo semántico para en seguida retornar al griego que era necesario reencontrar, enriquecido por una sustancia nueva, antes de pasar al francés.” Tal es el proyecto, recomendado por una doble autoridad, evocando en cada ocasión la “casi unanimidad de los exegetas” o “la gran corriente ecuménica”, el “ecumenismo de las fuentes”. Por múltiples razones, no discutiré directamente la autoridad de estas autoridades. Pero tratándose de lengua, de texto, de acontecimientos y de destino, etc., las cuestiones que propondré hoy no hubieran podido exponerse si el fundamento de tales autoridades debiera mantenerse protegido en lo indiscutible. Consecuencia secundaria de esta precaución: no es como a una traducción autorizada como volveré frecuentemente a la de André Chouraqui. Sobre un tono gran-señor adoptado recientemente en filosofía. [T.] La tarjeta postal. De Freud a Lacan y más allá, libro de Derrida aparecido en París en 1980 y parcialmente traducido y editado por Siglo XXI en 1986 con ese título. [E.] Obviamente, Derrida. Aunque al comienzo de los Envois el autor dice, en primera persona, que los remitentes (aunque nunca aparece firma alguna) son varios: “nous sommes sans doute plusieurs”, son, todos ellos, uno. En Envois, larga primera parte de La carte postale (Aubier-Flammarion, París, 1980, pp. 5-273), Derrida teje comentarios -en forma de cartas enviadas a una amante- acerca de una ilustración encontrada en un libro del siglo XIII (Prognostica Socratis basilei. A fortune telling book, Biblioteca Bodleiana, Universidad de Oxford), en la que se representa a Platón dictándole aparentemente a Sócrates, y a éste disponiéndose a escribir. El grabado da motivo a Derrida para muy diversas y dilatadas interpretaciones. Al hilo de ellas, Derrida juega con las palabras “dossier” (archivo de cartas, pero también respaldo de sillón -el que separa, pared, a Sócrates sentado de Platón a sus espaldas), “dos” (precisamente espalda de Sócrates, y dorso de la tarjeta postal -el grabado en cuestión es vendido por la Bodleian Library como tarjeta postal-) y “do” (nota de la escala musical, bibliográficamente referida al Wechsel der Töne de Hölderlin, y al “tono gran-señor” criticado por Kant). [T.] Ibid., p. 17. [T.] lbid., p. 16. [T.] lbid., pp. 94-97. [T.] Pienso en aquel busto de Kant “a la griega” (Emanuel Bardou, 1798) reproducido en tarjeta postal por un museo de Berlín. Lo que está en juego es obvio que puede ser muy grave, sobre todo en un texto escatológico o apocalíptico. Chouraqui ha asumido claramente su responsabilidad de traductor, y aquí no podemos sino dejársela: la libertad más constante que me he tomado con el texto griego concieme a los tiempos de los verbos. Ya lo señaló Joüon: “La atención prestada al sustrato arameo es particularmente útil para evitar la traducción demasiado mecánica de los tiempos griegos.” El verbo griego concibe el tiempo sobre todo en función de un pasado, un presente y un futuro; el hebreo o el arameo, por el contrario, en lugar de precisar el tiempo de una acción, describe su estado según dos modos: el acabado y el inacabado. Como bien lo ha visto Pedersen, el verbo hebreo es, por esencia, intemporal, es decir omnitemporal. Yo he intentado, entre dos nociones del tiempo irreductibles la una a la otra, recurrir lo más a menudo posible al presente, que en el uso del francés contemporáneo es un tiempo muy dúctil, muy amplio, muy evocador, bien sea en su empleo normal, bien bajo la forma de presente histórico o de presente profético.” (Une nouvelle traduction du Nouveau Testament, Prefacio a Un pacte neuf, p. 13).