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ACERCA DE UN LIBRO DE ALBERTO SUCASAS SOBRE EUGENIO TRÍAS
Querido Alberto,
Eres sabio perro viejo y por ello sabes que el relato filosófico no se ocupa de ninguna
verdad exterior a nosotros mismos (idea que, después de la ruptura cuántica, vale
también para la ciencia) y que con posterioridad a los intentos estimulantes, pero
temerarios, de la modernidad, tampoco podría reivindicar para sí mismo ningún lógos
axiomático, ninguna certeza. La filosofía renuncia a toda exactitud… pero los que
abominamos de los meandros rocosos, y de peligrosos acantilados, que no son otra cosa
que el no man´s land del perezoso y “ardiente” relativismo, tenemos que realizar un
esfuerzo añadido para otorgarle al pensamiento un sentido más allá de la tentación
logorreica de los mistagogos. Creo que en esta tarea tú, como Trías, eres
extremadamente honesto y escrupuloso, pues no renuncias al rigor, a la exigencia de
intentar ir hacia las cosas mismas, con un criterio de simplicidad, de belleza, de
autenticidad, en la búsqueda de respuestas que, sabes de antemano, nunca clausurarán
las preguntas, alejándote de ese desvarío farragoso del “todo vale”. Como ya sabemos
que en vida jamás alcanzaremos respuestas definitivas, por lo menos no renunciaremos
a la luminosidad como vía de dignificación del discurso filosófico. Creo que éste es uno
de los mayores valores de tu libro; los textos, además de tu omnipresente vocación de
rigor, resultan luminosos, claros, en ese paisaje trágico y sombrío que nunca se disipa,
que nunca se aclara suficientemente, pues, como bien sabía Anaximandro, es el marco
de nuestra condición ontológica, nuestro designio escatológico. Díos mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado? (Por cierto, Haydn compuso un sobrecogedor “Die
sieben letzten worte”).
Aunque no he leído “La imaginación sonora”, y he sufrido placenteramente “El
canto de las sirenas”, un texto de aplastante erudición que, en ocasiones, uno tiene la
sensación de que pretende acomplejar al lector (algo así me ocurrió con el brillante
despliegue de “La edad del espíritu”), creo que es oportuna la apelación a un giro
musical e intentar comprender “como un pensamiento intempestivamente metafísico
logra pensar la música”. Intento que, por otra parte, tiene nobles precursores, de
Schopenhauer a Nietzsche, de Kierkegaard a Adorno, de Steiner a Cioran, Quignard,
García Bacca, etc. Y, por supuesto, toda esa estirpe de músicos que han pensado su
propia experiencia musical (Schubert, Wagner, Satíe, Schönberg, Cage, Berio,
Xenaquis, Stockhausen, o el maravilloso “El velo del orden” de Alfred Brendel).
He renunciado a hacer un comentario global a tu libro (pasmoso ejercicio de
disección del pensamiento de Eugenio, no me extraña su epílogo), aunque no de su
lectura, pues con mis peculiaridades ansiosas, construiría un texto farragoso e
interminable; por ello, me voy a ceñir a algunas reflexiones que me ha suscitado la
lectura del primer texto.
El despliegue hermenéutico de “Escatología musical. Sobre la imaginación
sonora” es apabullante, en la línea del maestro, y exigiría un apologeta más allá de mis
limitadas capacidades. Abrumado por tu sabiduría y capacidad intuitiva, opto por un
respetuoso silencio que es todo lo contrario a la indiferencia; seguro que Ignacio hará
los deberes contigo. Lo que sigue, tómatelo como lo que es, un conjunto de impresiones
apresuradas que tienen su origen en nuestra amistad y en el respeto que te tengo como
pensador; cabos sueltos, expresiones torpes del que lee más que escribe. Disculpas de
antemano.
Con “Pensar la frontera”, en cierto sentido, te haces justicia a ti mismo pues ha
sido una constante en tu pensamiento, en todos tus viajes filosóficos, el intentar dar
forma filosófica a la noción de límite y expandir sus telarañas a la exigencia filosófica
de pensar afirmativamente “la ineludible finitud de nuestro mundo”. Nunca me sentí
cómodo con tu avidez conceptual, me inquieta todo intento de secuestro del
pensamiento por parte de cierta nomenklatura universitaria (a la que, por supuesto, te sé
ajeno). Creo, no más pero tampoco menos, en la fuerza de las imágenes, de la poesía,
del silencio, del amor, en el intento de sobrepasar “el espesor conceptual” que, en cierto
sentido, ha atenazado y mediatizado el sentido de la filosofía durante siglos. Sé que no
eres un racionalista químicamente puro y todo lo anterior no es ajeno a tu pensamiento,
ya que ambos, siguiendo al mejor Kant y Trías, sabemos que “la verdadera filosofía es
metafísica” o es otra cosa y de ahí, bien es cierto, la necesidad de subsumir el
pensamiento en conceptos, pero no de enterrarlos en ellos. Algo así opinaba Deleuze,
que nunca dimitió de la exigencia conceptual. Lo que ocurre, como sabía el ermitaño de
Sils-Maria, es que hace falta un tercer oído para captar las voces del silencio, la poesía,
los demonios de la vida, el canto de las sirenas… Podríamos imaginarnos a Platón,
leyendo la Odisea e inquieto ante la descripción de aquellos hombres con los oídos
taponados de cera, antes de diseñar su caverna. Es ésta la frontera donde, con
frecuencia, la filosofía, entendida como discurso normalizado institucionalmente, en el
fondo una omertá, da un paso atrás optando por la primacía de una conceptualización
frente al aura de lo irracional (no deja de sorprenderme, cando falamos, esos tics
inconscientes que te ponen en guardia frente el idealismo alemán o Nietzsche, temiendo
el efecto castrense de sus pensamientos). Tentación a la que Trías sucumbiría en
ocasiones, como tú mismo afirmas, en la p. 50, ya que, aún enfrentado a la sordera
filosófica, le reconoce parte de verdad a la sospecha de la tradición; el peso de la
historia de la filosofía, por otra parte una gran tradición, es muy pesado y tú mismo,
audazmente, te interrogas “¿Cómo desactivar-filosóficamente-ese prejuicio
inveterado?”.
De todos modos, cualquiera que lo haya seguido mínimamente sabe hacia dónde
se mueve su simpatheia. Es más, estoy seguro de que aquello que no cesa en el arte,
junto con lo que denominas una antropología de la pasión, son sus grandes temas; si no,
no asumiría riesgos como afirmar, ni más ni menos, “la idea de un lógos musical,
irreductible y previo al lógos racional lingüístico”; idea que hace de J. Cage un clásico
de la filosofía. Su posición no tiene la menor duda, “escasos filósofos creen que la
filosofía requiere tener oído” y optan por la preeminencia de “una foné no musical”,
lógos que, en sentido estricto, se produciría en segunda instancia (tú señalas como en el
“Fedón” se resalta la capacidad anticipadora del lenguaje musical) aunque no debemos
olvidar la música del lenguaje, de la palabra, de la poesía, de la voz como instrumento.
Aquí Trías asume con valor cuestiones que afectan a toda una posición ontológica pues,
como ya señalamos,”neutraliza el repertorio argumental de una tradición antimusical
(…) propone, audazmente, la idea de un lógos musical irreductible y previo al lógos
racional lingüístico”. Desplazamiento del eje filosófico al que le otorgas el gesto más
radical de su obra. Las cosas comienzan a aclararse, allí donde el pensamiento tiene
miedo, la música piensa, pues ésta mora en el dolor. La música es la casa del ser.
Quignard afirma que solo la música es capaz de dar forma inequívoca a la tristeza; tiene
el valor extraordinario de no tener que re-presentar nada: re-siente. ¿Cómo pensar la
zozobra originaria de la condición humana? La música afecta al cuerpo más allá de la
audición, nos sitúa ante la amenaza mortal por la cual algunos sentimos nostalgia de
nuestro nacimiento (otra vez Eliot) e, inadaptados para la vida, queremos pensar que no
podríamos haber vivido sin ella. Pero no es una experiencia fácil, nos perturba de tal
forma que querríamos arrojarnos al agua. Ulises tiene que atarse al mástil para no
sucumbir; menos mal que ella también porta su propia terapia, nos permite hacer oro de
nuestra pobreza, pues la música también es baile, es el misterio irreprimible que nos
lleva a levantarnos, a entrar en el trance que es la vida, algo que Messiaen vislumbró en
el canto de los pájaros. Crucificaron a Jesús y los pájaros cantaban, así entendemos
porque el estado ideal para escuchar música sea la soledad. Pero, ¿bailaremos para y
con otros? Está la danza en el origen de la socialización .A la música sólo la precede el
movimiento de los astros con que soñaban los acusmáticos, el baile de la luna.
Evidentemente me siento cómodo con tu lectura more platonico y, a pesar de lo
manido, coincido contigo en el aura fundacional que le otorgas al símil de la caverna y
con la vuelta de tuerca que propones, pues uno siempre ha intuido que hay un Platón
que está todavía por pensar, recuperado del desguace nietzscheano y resituado más allá
de la común simplificación bipolar. Por eso Platón es un clásico, un filón que no se
agota nunca y con vetas de distintas calidades; esa es su grandeza, la infinitud de
espacios que abre en el caosmos del pensamiento.
En “Pensar la frontera” abordas, desde una explícita fidelidad al Wittgenstein
más kantiano, la cuestión de donde surge toda filosofía, lo sensible, lo fenoménico. Y
esto no entendido desde ningún reduccionismo materialista, sensualista o neomarxista,
sino asumiendo la naturaleza pre-mundana del mismo, una “physis primordial”,
“transfondo oscuro del que brotan todos los sucesos, su punto de fuga hacia el pasado
inmemorial”. “Raíz oscura” que tú nombras y que Kant, en su “Crítica de la razón
pura”, designaba como “desconocida raíz común”, con profundo aroma a
Anaximandro. Círculo hermético, apertura a una religiosidad no necesariamente
transcendental que pone a prueba tu bien traído aforismo de Eliot, En mi principio está
mi fin, axioma analítico que, como una variación musical, permite la inversión En mi fin
está mi principio, sin necesidad de una alteración tonal. No es tímido tu ascenso
filosófico, cuando, desprovisto de toda tentación eclesial, aludes “a un fondo telúrico y
salvaje presupuesto por el acontecer de los sucesos mundanos”. Es por ello que me
cuesta compartir la objeción a Nietzsche. Es muy posible que éste cristianizase
excesivamente a Platón o abusase de la literalidad de sus textos, aunque no es probable;
pero la propuesta de recuperación de Platón por parte de Trías, tal como tú la formulas,
ése Platón trágico, apasionado, de una ”transcendencia vacía”, sin la cual no sería
posible una filosofía de la inmanencia, es muy nietzscheano. En este sentido, creo que
Trías es más deudor de Nietzsche de lo que aquí está reconociendo; y tú mismo, en tu
antropología erótico-estética del hombre como ser fronterizo, marcas límites a las
posibilidades conceptuales (aunque no nominales) a esa ascensión hacia un horizonte de
misterio donde la ontología y la religión tienen mucho que decir. El arte subsume una
hermenéutica del símbolo y la voz del pensamiento; ya no nombra espacios
conceptuales, sino que se escora hacia la metáfora, la metonimia, hacia la asunción de la
imposibilidad de demostrar, hacia la radicalidad inmanente del simple mostrar. Voces
del silencio poético que sin duda trazan un limes aún mayor que el conceptual y que
posibilita la audacia de poder afirmar que belleza y bondad son lo mismo.
Por cierto, y no descarto que tenga que ver con mis limitaciones como lector, me
incomoda esa arquitectura conceptual, en ocasiones tan rígida, que tiende al mantra
categorial, a pesar de esa asombrosa ductilidad lingüística con que constantemente nos
asombra en sus escritos. Hay algo de prenietzscheano en su hermetismo categorial “hay
tres cercos categoriales, ni uno más” (aunque tú atenúas esta impresión en la nota 20),
cuya caracterización Trías considera indispensable para superar toda tentación monista.
En nombre de esta ontología plural (constreñida en su apertura a tres únicos cercos
posibles) que nos brinda, como puente de plata, la posibilidad de acceder a ese ámbito
topológico que define, enigmáticamente, como espacio-luz; una filosofía de la
diferencia que volatiliza toda ontología unidimensional, exigiendo un desplazamiento
hacia una escisión que se alojaría en el corazón de la unidad. Trías puebla las sombras
de una dureza conceptual que me hace pensar en el Kant que piensa las condiciones de
posibilidad de lo nouménico en el ámbito de lo fenoménico. Pero las brillantes elipsis
categoriales de Trías tienen algo de encorsetamiento, de una circularidad expositiva
ascendente que, en ocasiones, pueden resultar forzadas, artificiosas. Él no oculta los
problemas, se enfrenta a Duchamp y conoce al dedillo los problemas topológicos
implícitos en la banda de Moebius. De ahí que su filosofía sea un Jano bifronte donde
una cara nos presenta una ontología cerrada conceptualmente y en la otra, una topología
de un límite que se nos escapa permanentemente. Por ello, como tú bien señalas, toda
filosofía no puede dejar de ser una Work in progress que tan sólo llega a la cima, se
clausura, con la muerte. “La muerte es la cancelación de la lucha por la existencia, el
límite de nuestra vida en el sentido del terminus. Pero el límite es de natural jánico: abre
a la vez que cierra; inaugura el tiempo que concluye. Ese límite es también limen:
umbral de una nueva existencia; vita nuova que tiene la eternidad por escenario”.
Encantado por tu ascenso, espero con avidez tu reposo y regreso.
Coda final.: En la medida que tus tres textos, todos centrados en Trías, fueron escritos
en espacios temporales muy distintos, propician ciertas reiteraciones que supongo serían
difícilmente subsanables sin una mutilación grave de los textos. Felicidades por tu hijo
y ahora, a enseñarlo en el parque don de te dirán si es guapo o feo. A mí me gusta.
Santiago de Compostela, 26 Marzo. 2013. Rafael Varela Nogueiras.